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Yacimiento petrolífero de Abu Rudeis
(Sinaí occidental, Egipto), 1977.

A lo lejos, un remolino atravesaba el horizonte siguiendo una trayectoria en zigzag con asombrosa inteligencia. Los beduinos creían que esas tormentas de polvo eran los espíritus inquietos de quienes yacían insepultos, esqueletos desnudos, perdidos en el cruel desierto. ¿Era esto un mal augurio? Preocupado porque pudieran pensar eso mismo los trabajadores del pozo, levanté la vista. Los trabajadores, hombrones intrépidos, con sus monos ennegrecidos por la mugre y el petróleo, estaban quietos, sobrecogidos, mirando fijamente el fenómeno.

El ruido sordo de los generadores se extendía por la arena como el gruñido de un animal colosal, atravesando la parcela de terreno en la que se levantaban las bombas de varillas y las torres de perforación del campo petrolífero de Abu Rudeis, proyectándose como centinelas sobre el cielo blanquecino.

Conquistado por Israel en la guerra de 1967, el control del campo petrolífero había sido devuelto a Egipto dos años antes, en noviembre de 1975, y los carros de combate del ejército todavía patrullaban por su perímetro. Ahora mismo estaba viendo uno, que se desplazaba lentamente a lo lejos. Al no estar muy lejos de allí la frontera israelí, este lugar era un foco permanente de confusión. A pesar de los recientes intentos del presidente de Egipto, Sadat, de normalizar las relaciones entre los dos países, la atmósfera era tensa y toda la zona, un polvorín. Daba la sensación de que cualquier movimiento repentino, un todoterreno lanzado a toda velocidad que se desviase de su ruta, unos gritos sin ton ni son, podían desencadenar otro intercambio de disparos.

En la torre de control, el resto del personal daba vueltas, esperando la orden para empezar a perforar. Un todoterreno estaba aparcado al lado con la puerta abierta; el conductor estaba sintonizando la radio del coche, mientras el bulto de la pistola bailaba bajo su chaqueta cuando se movía. La música country y la occidental chocaban con la melancólica voz del cantante Mohamed Abdel Wahab y la lastimera balada árabe que sonaba a todo volumen en el calor de la llanura cegadoramente blanca.

—¡Sr. Warnock! —gritó el chófer, señalando el falso reloj Rolex que asomaba bajo la manga de su chilaba.

Asentí y me di la vuelta hacia la plataforma recién construida. La torre colgaba suspendida sobre el terreno rocoso; el personal reunido junto al panel de control no me quitaba ojo, tenso y a la espera, pendiente de que bajara el pulgar, la señal para empezar a perforar. Mi ayudante, Mustafá Sajir, llamándome la atención, sonrió y asintió.

En el mismo instante en que levantaba la mano para indicar «¡adelante!», se produjo una enorme explosión. Me lancé al suelo mientras se oía una ráfaga de disparos.

La imagen de Isabella, mi mujer, cruzó mi mente: salía de la ducha y el pelo mojado le caía hasta la cintura, con una sonrisa atractiva, sardónica. Hacía ocho meses… la última vez que la había visto.

Levanté con cuidado la cabeza y eché un vistazo por encima del hombro. Unos metros más atrás, el petróleo que salía a borbotones se había incendiado formando una única columna abrasadora.

—¡Ha reventado! —grité, temiendo que el fuego se extendiera a nuestra propia plataforma.

Los trabajadores descendían ya, frenéticos, dando tumbos y tropezando unos con otros. Cerca, un soldado muerto de miedo corría hacia el infierno, disparando inútilmente al aire con su fusil automático.

—¡Suba! ¡Vamos, suba! —me chilló el chófer.

Corrí, temiendo por mi vida, y salté al todoterreno.

Regresamos al campamento en silencio mientras unas nubes de humo negro se elevaban junto a la carretera. Mustafá miraba por la ventanilla trasera la resplandeciente plataforma petrolífera, convertida ahora en una torre en llamas, que íbamos dejando atrás.

Había estudiado en Budapest y hablaba inglés perfectamente, con un acento de escuela privada, pero lo que me había impresionado era su metódico análisis de los datos, así como su fácil camaradería con los trabajadores de los pozos, un activo importante en tiempos políticamente angustiosos. Era el tercer proyecto para el que lo había contratado y habíamos desarrollado una forma de comunicación concisa, basada en la mutua comprensión de las personalidades y límites de cada cual, algo esencial en el campo, en el que, con frecuencia, había demasiado ruido para que se oyese hablar a alguien.

—Tantos meses de cálculos al garete. La expresión de Mustafá era lúgubre.

—Bueno, al menos la que está ardiendo no es la plataforma nueva. La compañía extinguirá el fuego y empezaremos a perforar unas semanas más tarde.

—Unas semanas supone una gran cantidad de dinero. Eso es malo para mi país.

Después de que el presidente Nasser nacionalizara la industria petrolera egipcia, en 1956, hizo especial hincapié en que la mano de obra extranjera, principalmente italiana, francesa y griega, fuese reemplazada por trabajadores locales. Sin embargo, cuando, en 1970, murió Nasser de un repentino ataque al corazón, su heredero, Anuar el-Sadat, reemprendió una política de puertas abiertas. La compañía consultora para la que yo trabajaba, GeoConsultancy, participaba de esa política. A mí me había traído la Alexandrian Oil Company para evaluar si había que perforar al sur del campo petrolífero existente y explotar un yacimiento más profundo, pero todavía no comprobado. Este paisaje era para mí una segunda naturaleza, un lugar en el que mi alma entraba en una ansiosa agitación. Leía el terreno como el ciego lee braille. Me llamaban «el Adivino» y tenía fama de ser el mejor geofísico de la industria por mi habilidad para descubrir petróleo. Sin embargo, el apodo me hacía sentir incómodo: parecía sugerir que yo tuviera algún talento místico. En realidad, yo era muy meticuloso en mi investigación científica, pero también estaba preparado para correr riesgos que asustaban a otros muchos.

Al cabo de seis meses, con la ayuda de Mustafá, conseguimos convencerlos por fin de que merecía la pena correr el riesgo del nuevo campo.

Todavía sonaba en mis oídos el sonido de la explosión, pero los latidos de mi corazón se estabilizaban poco a poco. Me volví hacia el horizonte; el anochecer había reducido el mar a una mancha oscura y las olas rizadas brillaban al azar.

El color del cielo era de un anaranjado flamígero; las torres de perforación que estaban a la orilla proyectaban su silueta sobre el horizonte como barcos abandonados con mástiles extrañamente agigantados, las islas de la industria. Era una visión que nunca dejaba de inspirarme. Olfateé mis dedos; olían a humo y a petróleo quemado. El reventón había puesto algunas cosas en perspectiva. Isabella era una de ellas. La última vez que la vi habíamos discutido y no habíamos hablado desde entonces.

Cuando me lancé a la arena para salvarme de las llamas, me asaltó de repente la idea de que nunca tendríamos la oportunidad de reconciliarnos. El pensamiento de no volver a verla nunca me apabullaba.

Los geólogos del petróleo pasan mucho tiempo solos, analizando datos sísmicos o estudiando muestras de perforación sobre el terreno. Uno acaba manifestando cierta autosuficiencia; solo te oyes a ti mismo hasta que descubres que no prestas atención a otras personas. Sin embargo, tras cinco años de matrimonio, había llegado a fundirme con Isabella. Éramos el mismo animal, a ambos nos fascinaba la forma en que la historia se plegaba y se guardaba en el suelo, el rastro de huellas dejado por las civilizaciones anteriores.

Como arqueóloga marina, los campos de trabajo de Isabella eran los valles y los acantilados del suelo marino. Ahora, mientras íbamos por la carretera costera que recorría la orilla oriental del canal de Suez, me preguntaba si ella habría continuado con su exploración subacuática, aun después de nuestra acalorada discusión sobre la cuestión. Estaba buscando un objeto antiguo, un astrario[1], que creía que era un prototipo del Mecanismo de Anticitera, un artefacto que databa de la época de Cleopatra y quizá anterior, encontrado en la costa de Rodas en 1901. El mismo Mecanismo de Anticitera era una anomalía: durante mil años desde su construcción, no había existido ningún artefacto mecánico tan sofisticado como él. Sin embargo, Isabella estaba convencida de que tenía que haber habido artefactos anteriores del mismo estilo. Mi esposa era una inconformista en su campo, famosa por sus descubrimientos basados en unos pocos datos y por su sentido intuitivo de dónde podía haber un yacimiento. A menudo, sus corazonadas eran asombrosamente correctas, cosa que sacaba de quicio a muchos de sus contemporáneos. Había estado investigando el astrario durante años y ahora creía que estaba en los últimos meses de su búsqueda, habiéndola reducido a la bahía de Abukir, cerca de Alejandría, donde yacía el suburbio hundido de Heraclión, próximo a la isla sumergida de Antirodos, sede del palacio de Cleopatra; todo ello habría quedado destruido hace mil doscientos años por un maremoto. En contra de mis consejos, había emprendido recientemente una serie de inmersiones ilegales, que fueron la causa de una serie de amargas discusiones. Una nueva urgencia se sumaba a la obsesión de Isabella y había empezado a asustarme.

Cuando llegamos al campamento y nos detuvimos al lado del conjunto de barracones de hierro corrugado en los que vivían los trabajadores, decidí que, con independencia de los deseos de la compañía, volaría a Alejandría a primera hora de la mañana siguiente.

Ocho horas después, la plataforma todavía seguía ardiendo, a pesar de los esfuerzos del personal que trabajaba sin descanso. Los cortafuegos de arena que habían formado los tractores alrededor de la plataforma habían contenido el fuego, pero miles de dólares de valioso petróleo seguían convirtiéndose en humo.

—Es imposible apagar el fuego, amigo mío.

Mohamed, el gerente del campo petrolífero y normalmente un hombre alegre de cuarenta y tantos años, parecía derrotado. Su rostro grande, en forma de luna, parecía haberse desinflado alrededor del cuello de su mono manchado y sus ojos miraban enfurecidos bajo la frente manchada de hollín.

—Cuarenta hombres, su equipamiento y quién sabe cuántos galones de cara espuma y el hijo de puta sigue ardiendo. En cualquier momento, se inflamará el resto y tendré en mis manos una catástrofe aún mayor. Malditos israelíes.

—Esto no ha sido un sabotaje —dije—. Ha sido mala suerte y, quizá, cierta negligencia.

—¡Negligencia! Hacemos lo que podemos con el equipo que tenemos, pero todavía estamos poniéndonos al día después de que los israelíes arruinaran las plataformas. ¿Tengo yo la culpa?

—Me parece que es hora de pedir ayuda externa —indiqué con prudencia.

—¡De ninguna manera! Al final, nuestros trabajadores acabarán controlándolo.

—«Al final» será demasiado tarde.

Traté de contener la cólera en mi voz. Mohamed era muy capaz de poner en peligro la maquinaria para no quedar mal.

Como el gerente me miraba con mala cara, Mustafá, que había estado escuchando nuestra conversación, se acercó. No le detuve. Ambos sabíamos que tenía el temperamento y la diplomacia necesarios para capear los ramalazos de resentimiento de los gerentes de los yacimientos, dirigidos, indiscriminadamente por regla general, tanto al gobierno como a la empresa privada. Esas rabietas ya habían puesto en la calle a tres de mis mejores trabajadores.

El tono de Mustafá era conciliador.

—El Sr. Warnock no quería ofender su profesionalidad, Mohamed. Es un incendio importante y hay que reunir el mejor equipo posible para apagar el fuego. El solo quería sugerir que quizá podría considerar la posibilidad de llamar a expertos de fuera.

Miré por la ventana de la oficina. Del fuego se elevaba una niebla de aspecto venenoso que serpenteaba por el paisaje y manchaba todo a su paso.

—Conozco una compañía anti-incendios dirigida por un texano llamado Bill Anderson —dije—. No es barato, pero es el tipo que hace falta. Podría estar aquí en cuarenta y ocho horas.

Conocí a Bill Anderson en Angola. Después de una negociación fracasada con un líder rebelde que se consideraba a sí mismo un magnate del petróleo, mi compañía había fletado un pequeño avión para que me sacara rápidamente del país. Bill había estado en la cercana Nigeria, apagando una plataforma saboteada por el mismo líder rebelde, y sentía tanto afecto por la región como yo. Entre los dos nos las arreglamos para persuadir al jefe del aeródromo local para que nos dejara escondernos en el sótano hasta que llegara el siguiente Cessna disponible. No teníamos más que un cubo, un cajón de whisky y una baraja de cartas. Al final de la segunda noche, estuvimos discutiendo violentamente de filosofía, religión y política. Por la mañana, éramos amigos de toda la vida.

—¡Cuarenta y ocho horas! ¡No tenemos cuarenta y ocho horas! —espetó Mohamed, dando, frustrado, un puñetazo en la mesa.

—Aún tiene treinta plataformas intactas, más una torre de perforación nueva esperando a ponerse en marcha. Tiene cuarenta y ocho horas —repliqué, garabateando el número de teléfono de Anderson—. Vuelvo a Alejandría hasta que esto esté arreglado. No puedo abrir un posible pozo nuevo con esto bajo el suelo; es demasiado peligroso.

—A la compañía no le va a gustar.

—Ese, amigo mío, es su problema. Mohamed suspiró.

—Una semana, Oliver; después, le prometo que el fuego estará apagado, todas las plataformas estarán bombeando de nuevo y usted podrá empezar su perforación, insa-Al-lá.

—Dios mediante, en efecto —respondí, metiendo el número de teléfono en el bolsillo de su camisa—. Ya sabe dónde encontrarme.

Cuando regresé a Alejandría eran alrededor de las cinco de la mañana y el tiempo estaba empeorando a ojos vistas. En la villa de la compañía en la que estábamos viviendo no había teléfono; no era extraño: en Egipto, los teléfonos eran raros y la mayoría de la gente tenía que acercarse a la oficina de correos para pedir una llamada. Por esa razón, no había podido avisar a Isabella de mi regreso y me preocupaba asustarla. A pesar de sus peligrosas inmersiones de exploración, a Isabella no le gustaban los riesgos a los que tenía que enfrentarme por mi profesión. Pero ella no sabía nada de la explosión y tampoco pensaba contarle nada al respecto. Lo único que quería ahora era una tregua y tenerla en mis brazos.

Trasladé mi equipaje lo más sigilosamente que pude por el adoquinado callejón trasero hasta la antigua villa colonial. El guarda de seguridad terminaba en ese momento su turno de noche y me dejó pasar por la puerta trasera de hierro forjado; el jardín vallado era un santuario frente a la tormenta que ahora zarandeaba las palmeras. Tinnin, el perro guardián Alsaciano, empezó a ladrar al sonido de mis pisadas. Murmuré su nombre y se tiró al suelo gimoteando, con las orejas gachas.

Mientras sacaba la llave, miré cuidadosamente la ventana del apartamento del mayordomo. Ibrihim era un hombre prudente, taciturno; también tenía un sueño pesado. Cerré la puerta de roble detrás de mí y entré de puntillas en el gran vestíbulo. En su jaula de alambre de estilo antiguo, los canarios gorjeaban como locos cuando el viento hacía vibrar los postigos de las cristaleras. Cerré rápidamente las ventanas y me apresuré a tranquilizar a los pájaros.

La casa había sido construida en los años veinte y era una mezcla idiosincrásica de cubismo y toques arquitectónicos islámicos. La villa había alojado en otros tiempos al representante de la entonces británica Bell Oil Company, como era conocida antes de que Nasser la nacionalizara. Había sido uno de los puestos más deseados del Egipto colonial, pues permitía al empleado inglés, bienhablado y con aspiraciones, alternar con las ricas familias europeas que solían dirigir las industrias del algodón y del petróleo, familias como la de Isabella: italianos que habían emigrado a mediados del siglo XIX y establecido poderosas dinastías durante el siglo anterior. Donde antes había estado el retrato del propietario original, colgaba ahora una fotografía de Nasser, maravillosa metáfora de la derrocada clase dirigente. Una noche, Ibrihim, sonriendo furtivamente, me había enseñado el usurpado y ahora escondido retrato: con un fez sobre su mofletudo rostro eduardiano, el viejo patriarca parecía el último bajá colonial, un príncipe destronado y exiliado por la revolución.

En el caos político, también había quedado abandonado gran parte del mobiliario original. Como muchos europeos alejandrinos durante la crisis de Suez, en 1956, el gerente de la planta había huido de noche, pero el mobiliario art déco, los sofás y los tapices se quedaron allí, recuerdos de una riqueza obscena, amorosamente mantenidos por Ibrihim.

La puerta del dormitorio estaba entreabierta. Las cortinas estaban echadas y el interior estaba oscuro; casi tropecé con una botella de oxígeno abandonada en el suelo, junto a un traje de neopreno y unas gafas de buceo. A la tenue luz, solo pude atisbar la forma durmiente de Isabella encima de las mantas.

En silencio, encendí un aplique. Había mapas extendidos sobre las alfombras: la enmarañada cartografía del fondo marino, un paisaje subterráneo paralelo, seductor en su misterio. En medio de esta pila, había una hoja de papel que mostraba el dibujo de un artilugio metálico: un fantástico instrumento de cuadrantes y ruedas dentadas embutido en una caja de madera. En los cuadrantes estaban grabados una serie de marcas o símbolos, como en una esfera de reloj. Sabía que era una imagen ideal del astrario, dibujada por mi hermano Gareth, estudiante de arte. Isabella se llevaba muy bien con Gareth, en realidad, mejor que yo, y le había encargado la ilustración después de hablar con él sobre los fragmentos de investigación visual que había reunido con los años. Y aquí estaba ahora: mi némesis, la única cosa por la que siempre discutíamos, colocada como un relicario, en el centro del suelo.

Completamente ajena al mundo exterior, Isabella se había quedado dormida con la ropa puesta. Mientras me movía con mucho cuidado entre los papeles esparcidos, me resultaba fácil imaginarla agotada, cayendo en la cama tras una jornada de inmersiones. No tuve valor para despertarla.

En cambio, me senté en un desvencijado sillón de cuero y me quedé observándola. La luz de la luna se filtraba, iluminando su rostro fuerte.

Isabella no era una mujer guapa en ningún sentido convencional del término. Su perfil era demasiado anguloso para considerarlo femenino y sus labios, demasiado delgados. Sus pechos no destacaban en absoluto; casi podía abarcar sus caderas con una mano y su porte manifestaba un ansia constante, una inclinación hacia adelante, como si estuviese siempre dispuesta a echar a correr. Pero sus ojos eran exquisitos. Sus iris eran negros, como de una especie de ébano que mutaba a violeta cuando uno la miraba fijamente durante un tiempo suficiente. Constituían el aspecto más sorprendente de su rostro; desproporcionadamente grandes, el resto de sus facciones parecían desprenderse de ellos. Después, estaban sus manos, hermosas manos trabajadoras de largos dedos, bronceadas y gastadas, que ponían en evidencia las horas de inmersión en el agua y las dedicadas a reunir laboriosamente objetos antiguos.

Fuera de la villa, chirriaba un chotacabras. Isabella rebulló, rezongó y se dio media vuelta. Yo sonreí y suspiré, lamentando nuestra discusión y las largas semanas posteriores de airado silencio. Isabella era mi forma de vincularme con la cultura, con la emoción, con el lugar. Y yo era un hombre que anhelaba un lugar. Me había criado en una aldea minera de Cumbria y, a veces, aún ahora, en mis sueños, veía las amplias planicies ordovícicas de piedra caliza, el paisaje de mi infancia. Me sentía atraído por la solidez, las manifestaciones de la naturaleza de lenta evolución. Si me tuviera que describir a mí mismo, diría que soy un oyente, un hombre de pocas palabras. Isabella era diferente. Ella utilizaba el lenguaje para definirse, para esperar el momento y convencer a todo el mundo. No obstante, era capaz de interpretar el silencio, en especial mi silencio. Esa fue la segunda razón por la que me enamoré de ella.

Isabella no se movió. Al final, no pude contenerme. Me incliné hacia ella y se despertó; la consciencia fue recorriendo lentamente su rostro y, al final, esbozó una sonrisa. Sin decir nada, se incorporó y me envolvió con sus brazos. Yo me sumergí entre ellos y me uní con ella en la cama.

La sexualidad de Isabella era una parte orgánica de su naturaleza; un desenfreno espontáneo que nos mantenía excitados a los dos. Hacíamos el amor en lugares exóticos: una cabina de teléfono, bajo la lona de un barco a la vista del concurrido puerto indio de Cochín, en los páramos escoceses, pero, con independencia del contexto, a Isabella le encantaba controlar la situación. Con sus pestañas barriendo mis mejillas, nos besábamos y yo la acariciaba. Muy pronto, sentía como si no hubiese más que la llama de sus iris, sus pezones endurecidos, su humedad.

Me quedé allí después, enroscado a su alrededor mientras ella volvía a dormirse. Mirando por la habitación, escuchaba el sonido de la lluvia azotando las ventanas. Mi último pensamiento fue de agradecimiento… por mi matrimonio, por mi vida, por sobrevivir. Uno de esos momentos de clarividencia que se tienen al final de la noche: la comprensión silenciosa de que esto podía ser la felicidad.