16

En la tarde de mi partida visité la villa de los Brambilla. Cuando llegué, Francesca estaba sentada en un sillón reclinable, con los ojos cerrados, en el patio tapiado, en un pequeño círculo de luz solar, al lado del estanque. Varias carpas, candidatas a servir de comida, jugueteaban en una imagen borrosa de oro pálido, agrupándose a la sombra que caía sobre el agua.

A pesar de la falta de cuidado, el jardín seguía siendo hermoso. Las ramas de jazmín rojo recortaban una forma en el cielo y por algunas sendas las parras arrastraban. Alguien, probablemente el hijo adolescente de los inquilinos, había pintado con spray una copia basta de los postes de una portería de fútbol en la pared de piedra negra y garabateado: ¡Viva El Olympi! Era pacífico, seguro.

Me senté en un sillón vacío al lado de Francesca, preguntándome si debía despertarla o no.

—Así que has venido a echarme, ¿no? —dijo ella abruptamente, con los ojos aún cerrados y su voz resonando en el patio como el grito de una actriz trágica.

Permanecí en silencio y un momento después abrió los ojos y dirigió la vista hacia el ondulante revoltijo de peces.

—Solo quiero algunas respuestas, Francesca.

—¿Qué clase de respuestas?

—¿Por qué violaron el cuerpo de Isabella?

—Si el cuerpo de mi nieta fue violado, no sé nada al respecto.

Traté de interpretar su rostro, pero estaba tan rigurosamente cerrado como sus manos agarrotadas.

—Me gustaría creerte, pero no te creo —repliqué con cautela.

Ella suspiró, mirando todavía los peces.

—¿Tienes idea de lo terrible que es nacer en el lado equivocado de la historia? —preguntó y solo entonces dirigió su mirada hacia mí, una amarga mirada—. Por supuesto, tú no; tú eres inglés.

—Yo nací en la clase equivocada.

—Eso es diferente. Tú puedes comprar la salida de esa situación, como lo has hecho, en realidad, Oliver —replicó ella severamente. Después, metió la mano en el bolsillo y sacó un purito.

Saqué de mi bolsillo el encendedor Gucci de oro que me diera en una ocasión un cliente saudí y le ofrecí fuego. Francesca bajó la cara hacia la llama y la punta del puro se convirtió en un ascua brillante. Exhaló; una gran voluta de humo blanco se elevó en el aire en calma.

—No —continuó ella—. Nacer en el lado equivocado de la historia es quedar atrapada en unas circunstancias dramáticas sobre las que no tienes el más mínimo control. Este era nuestro país. Mohamed Alí invitó personalmente a mi abuelo, un ingeniero de caminos, a Egipto, y lo incluyó en su gabinete. Y mi abuelo construyó carreteras, canales, grandes gestas arquitectónicas. Sin embargo, aunque los corazones de mi familia fueran egipcios, sus almas eran italianas. Eso fue lo que me enseñaron y no era ninguna contradicción.

Se puso histérica. Aadeel salió de la villa —supuse que había estado escuchando— y acudió corriendo al lado de la anciana.

Madame, los inquilinos —murmuró, poniéndole en la mano una pastilla azul.

—Malditos sean —musitó ella, pero tomó la pastilla con un trago de agua del vaso que le había llevado Aadeel. Después esperó, ignorando ostentosamente al criado hasta que este volvió a entrar en la casa.

—Mi hijo también era un idealista —dijo, más calmada—. Todos pensábamos que Mussolini, como Julio César, uniría Alejandría con el mundo mediterráneo. No éramos los únicos que abrigábamos falsas ilusiones: los griegos pensaban lo mismo, aunque su gran sueño era el antiguo orden ptolemaico: Atenas y Alejandría. Sueños como ese tienen su propio motor: polaridad económica, la ambición de un orden nuevo en el que todo el mundo sepa cuál es su sitio natural.

La filosofía de Francesca irritó al humanista que hay en mí.

—Nadie tiene un sitio natural —intervine. Pero la anciana matriarca estaba decidida a terminar su diatriba.

—Aquellos soldados marcharon al desierto a sabiendas de que iban a morir y muchos, en efecto, murieron. Al resto, los reunieron y los internaron, como animales. Esa fue la primera vez que esta familia estuvo en el lado equivocado de la historia.

La segunda vez fue con Nasser y la revolución. Aun entonces, mi hijo se mantuvo firme. «Los tiempos cambiarán, mamá, ya lo verás. Ya llegará nuestro momento, solo hay que esperar», me decía… el loco de él. La tercera vez fue en la crisis de Suez; de nuevo, fueron los ingleses quienes nos abandonaron. ¿Sabes cómo llamaban a ese incidente aquí en Egipto? El trío de los cobardes: los franceses, los británicos y los israelíes. Nosotros, los italianos, junto con los demás europeos, lo perdimos todo de la noche a la mañana. Los judíos fueron los primeros en abandonar, o desaparecer misteriosamente durante la noche. Los otros los siguieron. Pero no esta familia. Paolo estaba decidido: «Así que ahora soy el administrador de mi propia empresa, pero volveré a ser el dueño; ya lo verás, mamá». El lado equivocado de la historia, Oliver: eso lo mató, a los treinta y siete años. ¡Y nosotros, sus padres, tuvimos que verlo morir de humillación!

De nuevo, vi a Aadeel merodeando a la caída de la tarde. Indiferente a su ansiedad, Francesca continuó:

—La muerte de Paolo sumió a Giovanni en una desesperada locura. Y los hombres desesperados se hacen todo tipo de falsas esperanzas. Creía que podía usar las formas antiguas, los medios ancestrales, de cambiar las cosas. No tuve elección: tenía que hacer como si no supiese lo que estaba ocurriendo. Al final, fue lo único que dejó Giovanni.

Esperé a que ella siguiera hablando, pero no lo hizo.

—¿Tiene esto que ver con las «funciones» sobre las que escribiste a Cecilia? —pregunté.

—¿Has estado hablando con Cecilia?

—Mencionó algunas cosas…

—¡Es una embustera! Giovanni adoraba a Isabella. ¡Para ella, éramos padres, no abuelos!

Francesca se derrumbó en su sillón, agotada por su furia.

—Ya he dicho bastante. Échame de mi propia casa, pero me niego a divulgar los secretos de mi marido.

—¿Y qué pasa con tu nieta? ¿No merece respeto? Le agarré la mano; la piel, arrugada y con manchas, era tan fina como el papel de arroz.

—Francesca, robaron su corazón.

Ella retiró la mano, con el rostro impenetrable como si fuese de piedra.

—Tú tenías que haber protegido a Isabella. ¿No están para eso los maridos? —dijo con silencioso resentimiento.

En las ramas que estaban sobre nosotros, una paloma empezó a arrullar, un sonido paradójicamente pacífico, teniendo en cuenta la tensión que se respiraba entre nosotros. Furioso, reprimí el impulso de arremeter contra la anciana.

—Ya te lo he dicho, no sé nada.

Trató de levantarse; sus codos se sacudían violentamente mientras se agarraba a los brazos del sillón.

—¡Aadeel, empieza a empaquetar nuestras cosas! ¡Nos van a desahuciar!

Su grito asustó a la paloma, que abandonó ruidosamente el árbol, haciendo caer algunas hojas que cayeron sobre los hombros de la anciana. Ella no se molestó en quitárselas de encima.

Aadeel me miró.

Yo me levanté.

—Está bien. Aquí no van a desahuciar a nadie. Solo he venido a despedirme. Me ausento durante unas semanas.

Francesca se dejó caer en el sillón. Esperé, incapaz de marcharme sin un último adiós de ella.

—Claro que te vas. Los ingleses lo hacen siempre —murmuró mientras caía la noche.

Me arrellané en la tapicería de cuero del antiguo Bentley de la compañía petrolera, en el que el rico aroma del interior se mezclaba con el humo del cigarrillo del chófer. Antes, ese mismo día, tras seguir una ruta deliberadamente tortuosa hasta la pequeña pista de aterrizaje, había colocado el astrario en la bodega de carga del avión de Anderson y el pensamiento de que volaría antes que yo me servía de consuelo, como si algo de Isabella estuviera esperándome a mi llegada a Londres. Encerrado en el coche, parecía como si los dolorosos acontecimientos del último mes fueran quedando atrás, como la estela de un barco.

Bajé la ventanilla y la música de la ciudad —las bocinas de los vehículos, los gritos de los vendedores callejeros, las campanillas de los arneses de los caballos— inundó el coche. Unos viejos adornos del Ramadán aparecían desplegados llamativamente entre dos edificios, oropeles trasnochados y serpentinas ondeando débilmente. Crepúsculo. Las calles ya bullían de compradores nocturnos; vendedores callejeros ofreciendo higos, dátiles, cacahuetes, pescado fresco recién cogido, con sus artículos cuidadosamente extendidos en lonas; mujeres jóvenes con peinados extravagantes y vestidos occidentales saliendo de oficinas y tiendas hacia sus hogares; los ancianos, de cháchara en torno a las mesas de los cafés.

El recuerdo del orgullo infantil de Isabella al enseñarme su ciudad, con su mano sosteniendo la mía en este mismo asiento, iba y venía como un tubo fluorescente estropeado.

—¿Al aeropuerto? —gritó el chófer, tratando de hacerse oír por encima del ruido del tráfico—. Vamos al aeropuerto, ¿no?

Shukran… muchas gracias.

Me volví hacia la ventanilla, tratando de reprimir una imprevista oleada de tristeza. Marchar no supone perderla y la memoria es una especie de vida después de la vida, me decía a mí mismo, pero la observación no me servía de consuelo.

El coche se encaminó hacia el aeropuerto, dejando atrás la estación depuradora de aguas residuales y las ciudades satélite que empezaban a surgir a las afueras de Alejandría, y entrando en el frío desierto. Las torres llameantes de la refinería de petróleo rugían sobre el horizonte oscurecido como grandes antorchas primordiales y, por fin, mi pánico comenzó a ceder.

Con el cielo abierto sobre el veloz automóvil, pensé cuánto habría gozado Isabella esta noche.