20
Aquella noche me tumbé en la cama dividido entre el agotamiento y el miedo a tener otra pesadilla sobre Isabella. Mi cuerpo estaba rígido de tensión. Con los ojos abiertos como platos, miré las sombras en el techo. Me era imposible relajarme. Había cerrado con llave la puerta principal y puse un armario detrás de ella, pero tenía la sensación de que era un intento ridículo de detener la inevitable incursión que esperaba. Sin duda, si de verdad quisiera hacerlo, Hugh Wollington podría seguirme la pista hasta el apartamento. De repente, se oyó fuera un aullido de otro mundo. Pegué un salto, aterrorizado, armándome de valor para enfrentarme a alguna visita sobrenatural. El aullido fue seguido de un gruñido suave y un miau: coyunda gatuna. Aliviado, me reí de mí mismo; después, eché un vistazo al despertador. Me sorprendí al ver que ya eran las cinco de la mañana. Abandoné la cama y decidí distraerme. Necesitaba descubrir si Isabella había dejado algunas pistas entre sus papeles de Londres. A sabiendas de lo amplia que había sido su investigación, pensaba que quizá hubiera dejado algunas notas indicando a quién y adónde pertenecía el astrario, si se encontraba. No podía llevar siempre conmigo el instrumento. Tenía que deshacerme de él lo antes posible. Mientras me encaramaba a un estante elevado en busca de un archivador, un libro se salió de su sitio en un estante más bajo y cayó en la alfombra. Cuando lo recogí, me llamó la atención una inscripción que había en la solapa interior: Para Isabella, con todo mi amor, Enrico Silvio, Oxford, 1970.
Entre las páginas, había una antigua fotografía en blanco y negro. Un grupo de personas posaban frente a una excavación arqueológica; la composición revelaba una extraña formalidad, como si fuesen miembros de un grupo o club de viajes. En la fila delantera, agachada y sonriendo a la cámara, estaba una Isabella muy joven. Su mano descansaba en la rodilla de una mujer sentada detrás de ella: Amelia Lynhurst. Para sorpresa mía, Amelia había sido muy atractiva. Sentado a su lado estaba Giovanni Brambilla, el abuelo de Isabella. Lo reconocí por las fotografías familiares. Llevaba un traje de safari y un fez bordado, y parecía autoritario, aun a sus ochenta y tantos años, con sus ojos profundos y sus pobladas cejas mirando a la cámara. Tras él, de pie, estaba un hombre con pinta afeminada y pelo largo, de perfil: un Hermes Hemiedes más joven. A su otro lado, estaba un personaje extrañamente familiar, un hombre de unos treinta y muchos años con una mata de pelo rebelde y mirada penetrante. Llevaba el uniforme del Ejército Británico y sus rasgos faciales lo delataron de inmediato, a pesar del peinado poco familiar: Hugh Wollington. Así que había conocido a Isabella, pero no en un congreso. Hice una pausa. Me sentía como un mirón, buceando en el pasado de Isabella, más aquí, rodeado por los objetos con los que ella vivió. Levanté la vista. La azulada luz del amanecer estaba empezando a inundar la estancia. De nuevo, tuve la incómoda sensación de que me estaban dirigiendo, de que yo solo era una parte de un rompecabezas, cuya forma seguía sin estar clara. Me estremecí con un mal presentimiento. Había escapado de la amenaza en Egipto o, al menos, creía que así había sido, pero ahora, tras el incidente del museo y mientras miraba la fotografía de la cara de Hugh Wollington, sentía como si la red fuese cerrándose de nuevo.
Al dorso de la foto, estaban escritas estas palabras:
Bebeit el-Hagar, 1965.
Se extingue el rito de la inocencia;
los mejores carecen de convicción,
mientras que los peores
están llenos de apasionada intensidad.
Las líneas de poesía me sonaban. Miré el libro en el que había estado guardada la fotografía. ¿Había alguna conexión? Lo hojeé y encontré las tres líneas en el poema de Yeats «La Segunda Venida»:
Girando y girando en un vórtice que se ensancha
el halcón no puede oír al halconero;
las cosas se destruyen; el centro no puede sostenerse;
una simple anarquía se desata por el mundo,
la marea ensangrentada se desata y, en todas partes,
se extingue el rito de la inocencia;
los mejores carecen de convicción, mientras que los peores
están llenos de apasionada intensidad.
Sin duda, se acerca una revelación;
sin duda, se acerca la Segunda Venida.
¡La Segunda Venida! Apenas pronunciadas estas palabras
una vasta imagen salida del Spiritus Mundi
perturba mi visión:
en algún lugar de las arenas del desierto
una forma con cuerpo de león y cabeza de hombre,
una mirada vacía y despiadada como el sol,
está moviendo sus muslos lentos, mientras por doquier
se tambalean las sombras de las indignadas aves del desierto.
Las tinieblas descienden de nuevo; pero ahora sé
que veinte siglos de sueño glacial
se trocaron en pesadilla por el mecer de una cuna,
¿Y qué bestia infame, cuya hora llega al fin,
se arrastra hacia Belén para nacer?
¿Qué había estado excavando el grupo? Recordé que Hermes me habló de Bebeit el-Hagar, un sitio importante en relación con los últimos días de los faraones. ¿Estaba relacionado de alguna manera con el astrario? ¿Y por qué me había mentido Hugh Wollington?
Toqué la inscripción de la solapa interior; la ligera huella desplegó todo un escenario en mi imaginación. Un asunto, relaciones sexuales, que yacían inmersas en el pasado, secreto, no compartido, de mi esposa; la figura misteriosa de un hombre del que ella nunca me había hablado. Cada nueva revelación del pasado de Isabella nos separaba algo más. ¿Hasta qué punto llegué a conocer bien a mi mujer? ¿La mujer a la que yo había amado era un artificio, una amalgama de todo lo que yo había querido que fuese en vez de lo que ella era en realidad? La idea era demasiado angustiante para detenerse en ella.
Necesitaba creer en nosotros, en la autenticidad del matrimonio… poco más había dejado.
Miré de nuevo el nombre, torturando mi memoria. Enrico Silvio. Nunca lo había oído antes. Sabía que el poema de Yates trataba del fin del cristianismo —mi madre me había hecho memorizarlo de pequeño—, pero las imágenes reverberaban de distintas maneras: el halcón que giraba y que había perdido a su amo, la esfinge galvanizada en un lento despertar por la posibilidad del final del mundo conocido, los cantos de las aves del desierto volando desordenadamente alrededor de los ojos parpadeantes del coloso; era una alegoría que sentía incómodamente relevante para mi propio mundo en desintegración.
Miré alrededor de la habitación, pensando. Isabella tenía una colección de antiguas libretas de direcciones de las que nunca se había desprendido. Tenían que estar en alguna parte.
Busqué varias veces por la habitación. Al final centré la mirada en una colección de antiguos bolsos que colgaban detrás de la puerta. Examiné cuidadosamente cada uno de ellos. Por fin, tuve suerte. Era el bolso bordado que recuerdo que llevaba cuando salíamos; sabía que lo tenía desde su época de estudiante. El interior olía a cerrado y el forro de seda roto estaba manchado de perfume, lápiz de labios y migas de lo que sospechaba que podía haber sido hachís. Puse del revés el bolso. Entre el forro y el bolso mismo se deslizó una libreta de direcciones. La abrí; al ver la letra manuscrita, una versión más sencilla y redondeada de la que yo conocía, me dio un vuelco el corazón. Me senté e, instintivamente, fui a la letra «S». Fue un presentimiento, un instinto que no estaba seguro que quisiera seguir. Pero allí estaba: «ES», seguido de un número de teléfono de Oxford.
Sabía que era una apuesta arriesgada: el número debía de tener más de cinco años, pero merecía la pena. Miré mi reloj; eran las nueve de la mañana y, ahora, la luz inundaba la sala de estar. Me acerqué al teléfono y marqué el número. Sonó durante mucho tiempo. Iba a colgar cuando contestó una mujer, mayor, extranjera. Con voz cortante, me dijo que Enrico estaba en ese momento en el hospital, pero que volvería a casa más tarde.
Le di mi nombre y mi número y le pedí que le dijera que era el viudo de Isabella Brambilla. Viudo. La palabra me sonaba a una tragedia que le hubiera ocurrido a otra persona. La voz de la mujer se hizo más severa a la mención del nombre de Isabella, aunque quizá solo fuese mi imaginación.
Colgué el receptor, queriendo escapar ahora de la historia de mi matrimonio, el piso claustrofóbico, la misma Londres y mi creciente sensación de ser observado.
Oí afuera el ruido repentino de alguien en el rellano. Me detuve, preparado para una llamada fuerte a la puerta. Me senté calculando cuánto tiempo me llevaría coger el astrario y trepar al tejado. Un segundo después, los pasos continuaron descendiendo a la planta baja, seguidos del portazo de la puerta de enfrente: mi vecino acababa de salir a trabajar. Después de mi confrontación con Hugh Wollington, acabé completamente convencido del valor y la autenticidad del astrario. Y no cabía duda de que Hugh Wollington había demostrado un interés enfermizo por él, que había practicado un extraño juego para hacerme creer que era una falsificación. Había una violencia en el hombre que me preocupaba. ¿Quién sabía lo que podría hacer a continuación? Tenía que marcharme de Londres, evaluar mi posición y calcular mí siguiente movimiento. Pero la cuestión era si, inadvertidamente, había involucrado a Gareth en esta red peligrosa y posiblemente fatal.
El sonido del teléfono me sobresaltó.
—¡Dígame!
—Hola, Oliver. Aquí Gareth… dando señales de vida, como te prometí.
Mi hermano parecía completamente agotado, pero me alivió oír su voz.
—¿Cómo estás? —pregunté, tratando de no parecer ansioso—. ¿Has estado en casa hasta ahora?
—Bueno, estoy ahora. Regresaste a West Hampstead, ¿no?
—Más o menos. Escucha, Gareth, ¿has notado algo extraño: gente que te siga, cosas raras como esa?
De nuevo, procuré parecer tranquilo y racional, aunque estaba empezando a preguntarme si no estaba un poco paranoide.
—Los seguidores habituales. ¿Por qué? ¿Estás pagando a alguien para que me espíe? —bromeó.
No me reí.
—Vigila tu retaguardia, ¿vale?
—Jawohl, Herr Kommandant!
—Y cuídate —sabía que me estaba refiriendo al abuso de drogas.
—¿No te dije que lo haría?
Ahora, su voz era hosca, hostil; tenía que recuperar su confianza.
—Pienso ir a casa, a ver a papá. ¿Algún mensaje?
—Sí, dile que no me estoy muriendo. Así, el viejo quizá me deje en paz.
Sonó un clic; después, el tono de marcar. Gareth había colgado el teléfono, pero el hilo genético entre nosotros todavía estaba allí, vibrando como una cuerda de guitarra ligeramente punteada.
Aquella mañana salí por el callejón trasero y caminé hasta la estación del metro. Pensé que sería más fácil dar el esquinazo si me sumergía en el anonimato de la estación de King’s Cross y tomaba un tren hacia el norte. Después de mezclarme con los viajeros habituales, tomé un tren al pueblo de mi padre, con el astrario cuidadosamente escondido en la mochila.
La estación estaba exactamente como yo la recordaba: el cartel colgado sobre el andén, las jardineras de madera con rosas en ambos extremos del andén. Una vista familiar que me relajó instantáneamente. Los únicos añadidos nuevos eran una máquina de venta de chocolates Cadbury, discretamente colocada al lado de la taquilla y una cabina telefónica de diseño moderno al lado de los servicios. El Sr. Wilcott, el jefe de estación, a quien conocía de toda la vida, estaba de pie, en un extremo del andén; era un sujeto alto, arqueado, con una cojera debida a una herida recibida en la Segunda Guerra Mundial, una historia que nos contaba a los críos para entretenernos. Tras el toque de silbato para dar la salida al tren, vino cojeando por el andén hacia mí.
—Oliver, ¿eres tú?
—El mismo que viste y calza, Sr. Wilcott.
—Siento lo de tu esposa, chico. Solo la saludé una vez, pero era una muchacha encantadora.
La familiaridad de su voz me transportó a unos tiempos más seguros, al paisaje de mi infancia, que no cambiaba nunca. Mientras escuchaba su denso acento norteño y el pequeño discurso sobre todo y sobre nada, me di cuenta de repente cuánto echaba de menos la aceptación incondicional, la seguridad, la vida del pueblo.
—¿Se lo dijo papá? —pregunté.
—¡Oh, sí!, estaba muy afectado, ya sabes. Se alegrará de verte. ¿Estarás mucho tiempo?
—Me temo que solo esta noche.
—¡Lástima! Tu padre está muy solo desde que murió vuestra madre. ¡Quédate más!, seguro que te hará bien ver unas pocas caras viejas.
—Me gustaría, pero no tengo tiempo.
—En ese caso, te veré mañana… a las 10:45, ¿no?
—Sí.
Bajé la escalera y salí a la calle, con la mochila a la espalda. Había planeado pasear hasta la casa de mi padre atravesando el pueblo, la misma ruta que había hecho a diario hasta y desde la escuela varios decenios antes. Pero ahora no me apetecía encontrarme con nadie más; decidí cortar a través del pequeño campo que llegaba hasta la fila de casas adosadas en la que vivía mi padre y en la que viví yo hasta que me fui a la universidad, a los dieciocho años. Hacía cinco años que había muerto mi madre y caí en la cuenta de que la última vez que le visité había sido con motivo del funeral. Todavía me resultaba difícil no verla esperándome con mi padre a la puerta de la casita de ladrillo rojo.
El prado estaba lleno de ranúnculos y margaritas cuyos finos tallos se doblaban con cada ráfaga de viento procedente de los Fens. En el aire estaban el débil olor del estiércol de las vacas y el penetrante de la turba húmeda. Este había sido uno de los lugares en los que, de pequeño, había creado mis sueños, mirando al cielo e imaginando que cada nube era una alfombra mágica en la que podría escapar… a lugares exóticos, a nuevos paisajes. Me detuve, respirando profundamente y con la fuerte tentación de tumbarme en la hierba, con la esperanza de que el tiempo retrocediera y yo me levantara como un chico de diez años. Limpiamente. Inocentemente. Sin embargo, volví a echarme a la espalda el astrario y seguí caminando.
Mi padre estaba esperando a la puerta de la casita. Su cuerpo, antes anguloso y de impresionante altura, estaba doblado por la gravedad, como un árbol antiguo. Me impactó verlo tan mayor e, instintivamente, busqué la delicada figura de mi madre.
La casa formaba parte de una urbanización construida para los mineros en el decenio de 1920: una severa cuadrícula de calles estrechas y pequeñas casas adosadas, arquitectónicamente monótonas, de ladrillo rojo. El ferrocarril pasaba por detrás de la casa en la que vivía mi padre y, siguiéndolo en paralelo, había un mosaico de huertos. El que pertenecía a mi padre estaba lleno de calabazas, tomates, fresas y un aislado rosal. Este pequeño rectángulo de terreno era su orgullo y su alegría. Era donde desaparecía durante horas después de ir a misa los domingos. Era también un lugar del que nosotros, sus hijos, estábamos excluidos. Aun ahora, era imposible mirar el huerto sin sentir cierto resentimiento.
La casa tenía dos dormitorios en el piso superior, y abajo estaban el salón con la chimenea y la cocina, en la parte de atrás. Al fondo del patio de cemento, había un retrete exterior; no tenía cuarto de baño ni un sitio para lavar que no fuese el fregadero de la cocina. Cuando era pequeño, nos bañábamos delante de la chimenea, en una antigua bañera, todos los domingos por la noche: primero papá, después mamá, a continuación yo y, por último, Gareth. Yo miraba a mi padre desde el otro lado de la chimenea, con su larga y estrecha espalda moteada por el polvo negro azulado del carbón, el misterio de su polla y sus huevos, una sombra en vaivén mientras se doblaba con cuidado en la pequeña bañera. Este renacimiento suyo, esta transformación del cíclope de cara negra con la lámpara de minero en la frente en un simple mortal era mi primer recuerdo. Debía de tener por entonces un año y eso me fascinaba y, a la vez, me horrorizaba. Yo también quería bajar al interior de la tierra, pero no quería que eso me envenenara.
A principios de la década de 1960, al final de mi primer año como consultor de éxito, ofrecí pagar la ampliación de la casa para instalar un cuarto de baño. Mi padre se puso furioso.
—No voy a aceptar la caridad de mi propio hijo —le dijo a mi madre.
Tuvo que pasar un año hasta que accedió a volver a hablarme. Pero ese era mi padre, tan orgulloso y truculento como el paisaje en el que me crié.
—Creí que vendrías en uno de tus lujosos coches —me espetó, de un modo no muy elegante, desde la puerta. Observé que llevaba un bastón, con sus enormes y azulados nudillos entrelazados con el palo. Llevaba también encima de la camiseta un cárdigan de mujer de lana, de color rosa pálido, con el botón superior de nácar abrochado. No osé preguntarle de dónde lo había sacado.
—Cogí el tren —dije—. El coche sigue en el garaje; no he tenido ocasión de sacarlo desde que regresé.
Mi padre me miró, examinando mi cara con sus profundos ojos. Tenía la piel hundida bajo los pómulos y las arrugas eran una topografía de desilusión y enojo. Sin embargo, hoy, los ojos expresaban bondad.
—He tenido el té en la mesa durante más de una hora —dijo—, pero puedo poner la tetera de nuevo al fuego.
—Eso estará bien.
Sin estrecharnos las manos, ambos entramos en la casa.
Más tarde, esa noche, nos sentamos en el pequeño salón para ver un episodio de «El show de Benny Hill», uno de los pocos lujos que se permitía mi padre, en el pequeño televisor en blanco y negro que habían comprado mis padres cinco navidades antes, sobre todo para que se entretuviera mi madre, ya entonces inválida. El silencio entre nosotros era ensordecedor. A menudo había pensado que esta había sido una de las muchas razones por las que me había casado con Isabella: su voz siempre había pasado como un torrente sobre mis impenetrables silencios. En cuatro horas, mi padre todavía no había mencionado su muerte. Habíamos hablado de la salud de Gareth, del tiempo, de las últimas disputas que el sindicato de mineros estaba teniendo con la dirección, de Harold Wilson, de Enoch Powell, de los deficientes servicios ferroviarios y del estado de la parcela meticulosamente cuidada de mi padre. Dimos vueltas en torno al tema del ahogamiento de mi esposa como los cuervos sobre un campo recientemente arado.
«El show de Benny Hill» terminó con una escena en la que el voluminoso cómico perseguía, atravesando la pantalla, a una rubia pechugona con trenzas, y mi padre, que todavía creía que el uso de la televisión la desgastaba, se levantó para desconectarla. Al volver a su sillón, abrió el cajón del aparador en el que siempre había guardado una lata de caramelos de limón. Con un traqueteo, la sacó y me ofreció uno.
—Entonces, ¿cómo está Gareth? —dijo.
—Sobrevive.
—Bueno, es un consuelo. ¿Qué tal es ese grupo musical suyo?
—Los vi tocar. Eran buenos, papá. No lo habrías reconocido. Le pedí que se quedase conmigo; no quiso, pero me prometió que me llamaría todos los días. Creo que saldrá adelante; es una etapa que está atravesando.
Se produjo un silencio en el que supuse que mi padre estaba tratando de imaginarse la escena. Después, abruptamente, dijo:
—Nunca he dicho nada de esto, pero me alegro de que te preocupes por él. Siempre fue hijo de su madre, al llegar tan tarde. Lo sé ahora. Las palabras no fluyen con tanta facilidad entre nosotros, no como entre tú y yo…
Sonreí, aunque interiormente me entristecía comprobar que la percepción que mi padre tenía de nuestra comunicación pudiese ser tan diferente de la mía.
—Pero está cerca de ti —prosiguió—. Tienes que cuidar de él cuando…
—Sí, no te preocupes por eso, papá.
Ambos chupamos ruidosamente nuestros caramelos de limón. El fuego escupió una brasa.
—Por si quieres saberlo, el cárdigan era de tu madre —dijo—. En realidad, es una tontería, pero llevarlo me consuela. Supongo que todavía huele a ella.
—No tienes que darme explicaciones.
—Pero quiero dártelas.
Se inclinó y atizó los pocos carbones que ardían en la chimenea, como si estuviese demasiado apurado para mirarme.
—Lo que ocurrió no es natural, hijo. Isabella era una chica joven, no tenía que morir así. Prométeme que no acabarás perdiendo los nervios por eso como tu viejo padre, sin saber si es domingo o jueves. Peor aún, sin interesarte por nada. No es forma de vivir.
Mi padre volvió a sentarse en su sillón, como si le hubiese agotado el esfuerzo de pronunciar tantas palabras de una vez.
Yo estaba impresionado en silencio. No recordaba que me hubiese hablado nunca de un modo tan íntimo y me resultaba difícil concordar esta nueva vulnerabilidad con la gran dureza mítica de un hombre al que adoraba de pequeño.
—Ella te quería mucho, lo sabes, ¿no, papá?
—Sí.
Suspiró; un sonido largo y profundo que parecía contener todas las injusticias del mundo y, peor aún, su humillada resignación ante ellas. Tosió, como para cambiar de tema, y se sentó inclinándose hacia adelante.
—Decidí terminar aquel pequeño proyecto que inició tu madre inmediatamente antes de su muerte. ¿Recuerdas que empezó a investigar su árbol genealógico, la rama irlandesa?
—¡Oh, sí!
Hipnotizado por las titilantes llamas del fuego, sentía pesados los párpados; me pesaban las muchas noches que había pasado sin dormir. Mantuve abiertos los ojos con cierto esfuerzo.
Allí sentado, escuchando las divagaciones de mi padre, recordé de repente una conversación que tuve con Isabella unos años atrás, después de que ella me hubiese visto trabajando en un campo petrolífero en Italia, al sur de los Apeninos. Con su cara iluminada por la pasión, me llamó «adivino», me dijo que tenía un don y que lo estaba malgastando. Su convicción me había molestado. ¿Era una reacción a la ceguera de mi madre, una fe pasiva que me había frustrado mucho de pequeño o me había asustado inconscientemente alguna otra cosa? En cualquier caso, Isabella debió de haberlo visto como otra ocasión en la que yo trivializaba sus creencias. No podía sorprenderme de que hubiese optado por confiar en Gareth y no en mí. ¿Por qué había evitado yo siempre la cuestión de su misticismo; acaso porque yo sentía algo acerca de mis propias capacidades intrínsecas?
Mi padre había entrado en otro largo silencio y pude sentir que crecía en mí la antigua sensación de ahogo y hastío, la misma inquietud que me había impulsado a alejarme del pueblo en mi adolescencia. Aquel no era mi sitio entonces y sabía que tampoco lo era ahora. Secretamente agradecido a la circunstancia de marcharme por la mañana del día siguiente, di las buenas noches al anciano.
Dormía en el segundo dormitorio, la habitación de Gareth después de irme yo de casa. Todavía parecía estar esperando a un chico de trece años, con sus antiguos cómics Beano, las polvorientas maquetas de aviones colgadas de la lámpara, un banderín de los Boy Scouts pegado con chinchetas sobre la chimenea. Mezclados con estos estaban otros restos de la adolescencia: un póster del grupo Queen; sobre la mesilla, un número antiguo de la revista Rolling Stone con Marc Bolan en la portada. Sobre el escritorio, dentro de la mochila, estaba el astrario, mi talismán de Egipto.
Eché atrás las sábanas y me metí en la cama.