22

A la mañana siguiente, saqué el coche del garaje en el que lo tenía estacionado, cerca del piso, y me fui a Lambeth. Iba mirando constantemente por el retrovisor para ver si me seguían, preguntándome si Wollington habría localizado mi vehículo. Si supiera que Silvio había venido a verme, podría sospechar que yo tenía la llave… al menos, sabría que yo tenía toda la información que necesitaba. Traté de convencerme a mí mismo que todo era una combinación de agotamiento y estrés, pero, cuando llegué a Waterloo, tenía los nervios destrozados.

Detrás de la estación, había unos baños turcos y un gimnasio que había frecuentado desde mi época de estudiante. Situados en un pequeño edificio del siglo XVII, emparedado entre dos bloques de oficinas, los baños se habían abierto al servicio de caballeros retirados. Sospechaba que ahora se utilizaban también para encuentros más clandestinos, pero opté por ignorar el trasfondo de flirteos homosexuales que a veces se producían entre las nubes de vapor.

El gimnasio tenía un equipamiento de lo más básico: dos bancos de fuerza, pesas libres y un par de bicicletas estáticas.

Colgada en una pared, había una fotografía del boxeador inglés Henry Cooper. Había también una sala de vapor, una sauna seca y una gran zona de piscinas. Normalmente, hacía ejercicio; después, pasaba algún tiempo en la sala de vapor, antes de sumergirme en la piscina fría. Era un régimen brutal, pero me había hecho adicto a él: era una de las pocas formas en las que podía aclarar la mente y apartarla del análisis obsesivo que formaba parte de mi personalidad y de mi trabajo.

Pero hoy estaba allí por un motivo completamente distinto. Sabía que no podía seguir llevando conmigo el astrario durante mucho tiempo, sobre todo ahora, que había aparecido el uas. En los baños, yo disponía de una taquilla permanente, prácticamente imposible de encontrar entre las demás, salvo que se conociera el número: el escondite perfecto. Subí rápidamente la pequeña escalera, llevando el astrario en una bolsa que llevaba bajo el brazo. En el vestuario había varios hombres en distintas fases del proceso de desvestirse. Un caballero antillano enorme, con una reluciente piel negra moteada por gotitas de agua y unos michelines que le llegaban a la cintura, se estaba secando la espalda. Dos jóvenes taxistas, recién salidos del turno de noche, intercambiaban anécdotas sobre clientes poco fiables con un espeso acento del East End, mientras un adolescente de aspecto hosco, en slip, estaba sentado en el rincón leyendo una revista de artes marciales en cuya portada destacaba Bruce Lee. Apenas se fijaron en mí cuando abrí mi abollada taquilla.

Inmediatamente después, entró un joven árabe; delgado y musculoso, examinó agresivamente la estancia como si estuviera buscando a alguien. Un estremecimiento de terror me recorrió de arriba abajo y me escondí inmediatamente tras la puerta abierta de mi taquilla, ocultando la cara. Esperé un momento antes de mirar por encima de la puerta. Para alivio mío, el joven árabe, una vez establecido su territorio, se quedó sentado en el banco. Comenzó a quitarse la ropa. Esperé hasta que se alejó, arrogante, en bañador, antes de colocar el astrario en lo más profundo de mi taquilla. Encima, puse varias capas de ropa de deporte. Cerré con llave, me quité la ropa y me encaminé a la sala de vapor.

Me acomodé en un banco y me quedé mirando el revestimiento de madera de pino, pensando en lo ocurrido en los últimos días. La humedad de la corriente de aire se condensaba y las gotas me corrían por la frente. Dejé que mis pensamientos fluyeran libremente y en la corriente a la deriva comenzó a tomar forma un vago esquema. Hacía unos siete meses, inmediatamente antes de que tuviera que partir para Egipto, Isabella había recibido una carta; la encontré sentada en su escritorio, mirando con atención los garabatos árabes. Parecía tensa. Preocupado por la posibilidad de que fueran malas noticias, le pregunté si era de Asraf, que le escribía con regularidad. Frunciendo el ceño, me dijo que era una invitación a un congreso de una sociedad de arqueólogos a la que pertenecía y que le había sorprendido: hacía años que no participaba en ninguna actividad. Tratando de relajar la atmósfera, bromeé, preguntándole si era algún tipo de aquelarre. Para mi sorpresa, Isabella perdió los estribos y salió de la habitación. Ahora, me preguntaba si tenía algo que ver con la fotografía tomada en Bebeit el-Hagar. Un par de meses después, recibió una invitación para asistir a un congreso en Luxor. ¿Era el mismo congreso que mencionara Hugh Wollington? Mi mente se desvió hacia el egiptólogo y nuestro desafortunado encuentro. ¿Estaba siguiendo mis movimientos?

¿Me estaría esperando cuando volví a casa? La intranquilidad se mezclaba con el miedo: unas oscuras sombras revoloteaban por mi mente, cada cual más amenazadora que la anterior.

De repente, sentí una mano en mi hombro. Era el adolescente huraño, con su cara marcada por el acné, que se inclinaba sobre mí.

—El jefe me ha dicho que le diga que un tipo estuvo preguntando antes por usted, en recepción, un tipo desagradable, un extranjero. No le dejamos entrar. Usted es cliente habitual —dijo en tono muy serio—. El jefe me ha dicho que le diga que tenga cuidado. Hoy día, la gente aparece muerta en los sitios más extraños.

Cuando giré el coche para entrar en mi calle, vi a Dennis sentado a la puerta de mi edificio. Iba vestido con un viejo traje oscuro bajo el que se veían los puños del pijama. Preguntándome cómo habría conseguido mi dirección, me armé de valor, preparándome para recibir malas noticias antes de salir del coche frente a la casa.

—¿Ha ocurrido algo…? —comencé, pero su expresión sombría me cortó en seco a mitad de frase. Todas las angustias relativas a la autodestructividad de mi hermano me asaltaron al mismo tiempo.

—Hemos estado tratando de llamarte durante un montón de tiempo. No sabíamos dónde buscarte. Se trata de Gareth.

—¿Una sobredosis?

—Ha sido un accidente…

—No.

Se me hizo patente la posibilidad de su muerte. Dennis me agarró el brazo.

—Oliver, Gareth todavía está vivo. Está en coma, en el Royal Free. Zoë está con él.

Antes de que acabara la frase, estaba de nuevo al volante.

Mi primer impulso al ver a Gareth allí tumbado de un modo tan poco natural fue quitarle los tubos del cuerpo, levantarlo de la cama y escapar corriendo del hospital, para llevarlo a la casa de mi padre y meterlo bajo el edredón bordado a mano, convertirlo mágicamente en el niño al que solía leerle, planeando su futuro con libros de cuentos llenos de aventuras. Pero no podía. Gareth se había hecho esto a sí mismo, había expulsado la vida de su propio cuerpo hasta no dejar casi más que un caparazón de papel.

Mientras lo miraba, unos temblores se apoderaron de sus párpados, como si examinara el horizonte de un mundo interior inaccesible para los demás. Aparté la mirada del tubo de plástico transparente que subía desde su cintura hasta un gotero, al tiempo que el terror de una nueva pérdida ascendía como bilis en mi interior.

—Yo sabía que estaba demasiado agotado y quiso bañarse… Tenía que habérselo impedido —dijo Zoë mientras se dejaba caer en una silla al lado de la cama. Me miró, con el rostro demacrado y los ojos hundidos—. Tuvimos que echar la puerta abajo.

Tomé la mano de Gareth. Estaba fría. Apenas me di cuenta de que el médico entró en la habitación. Miró con desaprobación el pelo despeinado, la minifalda y las medias de red de Zoë; después, se volvió hacia mí.

—¿Es usted el hermano? —preguntó bruscamente. Asentí.

—Me temo que lleva en coma más de cinco horas. Es demasiado pronto para decir cuál será el resultado —dijo, moviendo el gráfico que llevaba en la mano—. Las pruebas hematológicas indican grandes cantidades de anfetaminas y de cocaína. Lo más probable es que el efecto combinado de estas más el calor del baño hayan provocado el ataque. Francamente, es un milagro que no se ahogase.

Al otro lado de la cama, un monitor emitía con regularidad un pitido. La culpa de no obligar a Gareth a venir y quedarse conmigo, de no vigilarlo en todo momento, recaía sobre mí. Yo sabía que no sobreviviría a la muerte de otra persona a la que quisiera, no ahora. Deseé entonces creer en Dios, en cualquier clase de vida después de la vida. La muerte amenazaba con abrumarme. Para combatirlo, me centré en el aspecto de Gareth, en lo ridículamente joven que parecía sin toda la parafernalia de moda y sin el maquillaje de ojos… como el chico que yo conocí. Alguien, una enfermera, probablemente, había peinado su cabello con la raya al medio. Gareth lo habría detestado.

—¿Vivirá? —pregunté—. ¿Tiene dañado el cerebro? El médico dudó.

—Es demasiado pronto para decir nada al respecto. Pero tengo que decirle que su cerebro estuvo sin oxígeno durante unos cuantos minutos… no sabemos cuántos, y cuanto más tiempo esté en coma, peor es el pronóstico. Esperemos que recobre pronto la conciencia.

Me levanté, quedando mucho más alto que él.

—Por Dios, ¿no se puede hacer nada?

El médico retrocedió, nervioso.

—Sr. Warnock, tiene que prepararse para la posibilidad de que Gareth esté ya prácticamente en muerte cerebral, aunque no lo sepamos todavía.

Incrédulo, miré la figura postrada de mi hermano.

—¿Muerte cerebral?

—Las próximas doce horas son cruciales.

Habiendo escapado a la atmósfera opresiva de la sala, me detuve, aturdido, a la entrada del hospital, observando el resto del mundo, ajetreado en su nauseabunda normalidad: las hijas, ayudando a sus madres ancianas a través de las puertas de cristal; las mujeres embarazadas, agarrando sus bolsas de noche; las ambulancias, subiendo a la entrada lateral. Zoë estaba a mi lado. Suspirando, encendió un cigarrillo.

—Hampstead Heath está cerca; podríamos dar un paseo —se atrevió a proponer—. No hace falta que sea muy largo, pero podría ayudar.

Asentí, sin comprender muy bien.

Caía la tarde. El polen difuminaba la luz mientras los vilanos de diente de león flotaban en el aire como diminutos paracaidistas decididos a volar. Fuimos desde South End Green hacia los estanques de Hampstead. Sobre nosotros, un pasillo de castaños se ondulaba majestuosamente. El embriagador aroma de las lilas conjuraba recuerdos de mi juventud: de Gareth, de niño, jugando al cricket en el césped; de nosotros dos, pescando ilegalmente en el estanque del pueblo; de llevarlo por primera vez de copas a los bares de la zona. Y yo estaba lleno de ira irracional, contra mi hermano, por su completo desprecio de su propia vida, de las personas que lo querían, y contra el resto del mundo, que seguía su marcha, con obvia indiferencia.

Zoë y yo caminamos en silencio; las palabras parecían superfluas. Ella se detuvo. Al poner el pie en el suelo, rompió una ramita. En su labio superior había una fina película de sudor y la luz del sol iluminaba su piel como si luciera desde dentro; yo imaginaba todos los corpúsculos sanguíneos, su juventud sin marcas, corriendo bajo su superficie en una abundancia de esperanza y salud. Y, a pesar de mi miedo y mi enojo, me di cuenta de repente que la deseaba.

Como si ella lo supiese, se acercó a besarme. Yo respondí, entonces, disgustado, apartándome de ella.

Para mortificación mía, ella sonrió.

—Está bien.

—No, no lo está. Eres la pareja de mi hermano.

—No hemos tenido ese tipo de relación. Gareth lo entendería.

—Yo no.

Llegamos a un claro, un círculo escondido de luz fuera del camino, y yo me tumbé en la hierba. No podía dejar de pensar que había traicionado a Isabella al desear a otra persona. Pero después me di cuenta de que también estaba furioso con ella; furioso porque ella me hubiese ocultado tantas cosas: su pasado, la naturaleza real de su trabajo. Levanté la vista; Zoë estaba a mi lado. Las ramas del árbol formaban sobre nosotros una tienda ondulante de colores verde oscuro y lima, de azul y el globo ardiente del sol.

—¿Quieres un cigarrillo? —preguntó Zoë.

—No, gracias, lo he dejado.

—Pensé que quizá fumaras —dijo, encendiéndolo y exhalando el humo hacia el cielo—. Dime, ¿qué es esa ave que te sigue?

Sorprendido, me incorporé.

—¿Qué ave?

—Vamos, sabes de lo que te estoy hablando… es como un pequeño halcón. Lo vi aquella noche en el concierto, justo aquí… —afirmó, meciendo la mano sobre mi hombro.

—No hay tal ave.

—La hay, pero, si no quieres admitirlo, está bien. ¿Tiene algo que ver con Isabella?

Asombrado, la miré.

—No hay tal ave —repetí.

—Si eso es lo que quieres creer… —dijo y lanzó una bocanada de humo al aire plateado—. Gareth vivirá, ¿no?

Su pregunta me devolvió abruptamente a la realidad.

—No lo sé.

Cerré de nuevo los ojos, mientras el sol bailaba como un derviche rojo sobre mis párpados.

—Desearía que hubiese una forma de hacer retroceder el tiempo —dijo Zoë—. Yo solía fantasear de ese modo cuando murió mi padre. Estaban el minuto de antes y el minuto de después. Si fuese posible deshacer los acontecimientos o, al menos, manipular el resultado. Pero no podemos. Tropezamos, creemos que controlamos, hasta que nos enfrentamos a nuestra propia muerte.

Sus palabras parecían vagar como el polen en el aire. Pero, mientras hablaba, una idea empezó a manifestarse en mi mente; loca, irracional, pero persistente. ¿Qué pasaría si la teoría de Enrico Silvio sobre el astrario fuese cierta? Si girara la llave, ¿influiría en el destino de mi hermano? Un pensamiento absurdo, pero, a pesar de lo que razonaba el racionalista que había en mí, no podía reprimir la idea de que, al menos, sería como echar los dados.

—¿Qué pasaría si pudieses manipular el destino? —dije en voz alta.

Zoë se dio la vuelta hacia mí.

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué pasaría si la fecha de la muerte de una persona fuese el resultado de una combinación de circunstancias: la creencia de que tienes fatalmente que morir en ese día, que lleva a una vulnerabilidad subconsciente cuando abandonas las precauciones que adoptas habitualmente de forma instintiva? ¿Y qué pasaría si hubiese un modo de cambiar esa fecha?

—Supongo que podría ser posible —respondió ella, con cautela.

La urgencia por recuperar el astrario era abrumadora. Di un salto y busqué en el bolsillo dos billetes de cinco libras.

—Toma —dije, dándoselos a Zoë—, es el precio del taxi hasta la casa. Duerme un poco. Yo volveré con Gareth —mentí.

Sus verdes ojos me lanzaron una mirada interrogativa.

Cuando llegué a los baños turcos eran casi las seis. El vestuario estaba lleno de trabajadores que acababan de salir del trabajo: culturistas aficionados, hombres de negocios que buscaban un modo de relajarse. Fui directamente a mi taquilla y recogí el astrario, prescindiendo de precauciones.

Subí la escalera a mi piso, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, pensando solo en Gareth. Una vez dentro, desenvolví el astrario a toda velocidad y lo puse sobre la mesa de la cocina y la llave, al lado. Sentía como si tratara de persuadirme, llamándome de algún modo insidioso. Cogí la llave entre mis dedos temblorosos y estudié el mecanismo.

En los campos petrolíferos, había sido testigo del potencial de la fe; me asombraba la cantidad de trabajadores del petróleo que eran susceptibles a la superstición. Incluso conocí a geofísicos que llevaban a cabo sus propios ritos especiales antes de la prueba final para separar el petróleo de los cortes de roca porosa: la prueba que decidiría si habían dado con oro negro o no. Unos hombres con CI superior a 150 se santiguaban, besaban un amuleto de buena suerte, frotaban un talismán, antes de inclinarse sobre la caja ultravioleta para ver si, al empaparse de tetracloroetileno las esquirlas de arenisca cambiaba su color de blanco lechoso a azul brillante. Cuanto más espectacular fuese el matiz, mejor la calidad del petróleo detectado; muchos lo describían como el color del cielo.

¿Estaba yo sucumbiendo a la misma irracionalidad? A pesar de mi escepticismo intrínseco, podía sentir el cambio de mi propio sistema de creencias, que entraba en el ámbito de lo extraordinario. ¿Esta desesperación absoluta era el impulso abrumador para ayudar a sobrevivir a mi hermano? No era momento de análisis; sabía que tenía que actuar, no que pensar.

A pesar de la tutela del profesor Silvio, apenas reconocía los jeroglíficos del astrario y los números babilónicos eran completamente incomprensibles. Busqué por las estanterías un libro de referencia que había visto utilizar a Isabella en su trabajo de traducción. Contenía un gráfico que correlacionaba el antiguo calendario egipcio con el calendario cristiano, con una proyección hacia el futuro de cuya corrección hasta la fecha alardeaba Isabella.

Calculé el día, mes y año del nacimiento de Gareth, según el calendario antiguo; después, encendí el flexo y dirigí la luz hacia los diales del astrario. Los diminutos símbolos grabados bailaban bajo la brillante luz. Aguantando la respiración, giré el dial exterior, de manera que el marcador quedara alineado con el signo zodiacal de mi hermano: los dos peces retorcidos, Piscis. Después, giré los otros diales hasta el año, el mes y el día correspondientes a su nacimiento. Para mortificación mía, me di cuenta de que estaba musitando el padrenuestro y me temblaba la mano cuando cogí el uas.

Lo inserté en la máquina y lo giré.

Esperé. No había ocurrido nada. Me asaltó el escepticismo; me tambaleaba entre la desilusión y la reivindicación del científico frente al romántico. No podía creer que me hubiese dejado seducir por la fuerza de una mera leyenda. Después, justo cuando iba a dejarlo, sonó un débil tictac en algún sitio del antiguo revoltijo de piñones. Me levanté y me aparté de la máquina, asustado y nervioso. Era difícil no sentir cierta reverencia ante el antiguo instrumento. Me incliné para escuchar.

Era extraordinario, pero cuando forcé los oídos, el tictac fue haciéndose cada vez más fuerte. Las imágenes de sus anteriores propietarios acudieron a mi mente: Moisés, inclinado sobre el pequeño instrumento de bronce cuando se enfrentó a un mar agitado; Nectanebo II vestido con sus ropas ceremoniales y el vestido faraónico inclinándose hacia adelante mientras también él escuchaba, aprensivo, el tictac del mecanismo; Cleopatra, con su cabello ondulando tras ella, en la proa de un barco de guerra. La incredulidad, el pánico y el sobrecogimiento chocaban en un popurrí de emociones. ¿Qué había puesto yo en movimiento?

Los dientes de bronce chasquearon unos sobre otros y los piñones se movieron. Como había predicho el profesor Silvio, la aguja de la fecha de la muerte quedó a la vista; era de plata ennegrecida y la punta era una escultura en miniatura de una criatura canina, de cola hendida y largo hocico aguileño, como la nariz alargada de un oso hormiguero.

La aguja de la fecha de la muerte se movió sobre los diminutos guiones que señalaban los decenios y llegó al año 2042 d. C. El astrario había dado su veredicto. Gareth viviría hasta los noventa y cinco años. Espiré despacio. Yo había girado la llave, asumido la creencia en esta antigua maraña de diales y fechas. De repente, me pareció más fácil de entender que antes la desesperación de Isabella. Me senté y esperé… ¿qué?, ¿que sonara el teléfono?, ¿que mi hermano, resucitado, entrara por la puerta? Al menos, yo había hecho algo. Era un consuelo.

Por la calle pasó un grupo de juerguistas que salía del cercano pub. Su conversación era tranquilizadoramente prosaica: un hombre se quejaba de su cuñada, otro presumía de las proezas de su equipo de fútbol: la vida normal, las realidades del siglo XX. Sin embargo, aquí estaba yo, jugando con una brujería arcana: un hombre desesperado que recurría a medidas desesperadas.

Un leve ronroneo, casi imperceptible, interrumpió mis pensamientos. Incliné la cabeza para escuchar; después, miré el interior del astrario. Ahora, los dos imanes estaban dando vueltas, girando uno alrededor del otro, a una velocidad asombrosa. Parecía que se había activado el latido de la máquina.

Recordé las piedras giratorias que Isabella me había mostrado en el sueño. Si el profesor Silvio tuviese razón, ella quería poner en marcha la máquina para posponer su propia muerte. Debería haber sido Isabella quien girara la llave semanas atrás y quizá nuestras vidas hubiesen seguido girando intactas, de una pieza, inocentes.

—Si no Isabella, Gareth, por favor —recé. No recordaba la última vez que había hecho una súplica así. ¿Y a quién?