28
Henries, el cónsul británico, se enfrentó al furioso funcionario de prisiones con helada cortesía; después, me sacó del edificio. En cuanto estuvimos lo suficientemente alejados para que no nos oyesen, me dijo que se lo debía a mi ayudante, Mustafá Sajir, que le había informado de mi detención y se había puesto en contacto con un tal coronel Hasán para pulsar algunos hilos en mi nombre con el fin de organizar la liberación.
—Parece que va dejando un rastro incómodo de medias verdades y muertes accidentales, Oliver. Dios sabe que perder a la propia esposa es una experiencia horrible, pero su esclarecimiento posterior puede resultar un tanto tedioso. No me gustaría que se convirtiera en un SBD.
—¿Un SBD?
—Un «súbdito británico en dificultades»… los pobres pueden andar a la deriva durante décadas. Algo así como su desafortunado amigo australiano, Barry Douglas, otro quebradero de cabeza, aunque no mío, a Dios gracias. Supongo que era un SAD, un súbdito australiano en dificultades. Un pensamiento espantoso.
El coche de Henries estaba aparcado en la calle, a corta distancia de la entrada de la cárcel. Su chófer salió del vehículo y le abrió la puerta trasera.
—Sea lo que sea lo que esté tramando, déjelo ahora mismo —me dijo Henries enérgicamente—. La próxima vez, no podré sacarlo, con independencia de la cantidad de llamadas telefónicas que reciba del director de BP, Shell o quien sea. Incluso los expertos petroleros como usted son prescindibles ante cuestiones internacionales. Está usted en tiempo de descuento, Oliver —añadió, tocándose el reloj para enfatizar la advertencia.
La limusina se alejó. Me quedé en la calle, aturdido por la deshidratación. Un hombre salió de la sombra de la entrada de una tienda y me tomó del brazo. Me solté; después, me di cuenta de que era Hermes Hemiedes.
—Vamos, mi querido amigo, permíteme que te escolte hasta la seguridad de tu villa —dijo.
Le empujé de vuelta hacia la entrada de la tienda.
—¿Cómo supiste que estaba detenido?
—Este es un pequeño país. Tuve noticias de tu regreso a El Cairo. Naturalmente, preocupado por ti y por el astrario, he estado siguiendo tus andanzas.
—¿Estás loco? De ninguna manera deberías estar por aquí. Me preguntaron por ti; querían saber si yo te conocía. ¿Qué está pasando?
—Las autoridades no han aprobado nunca la clase de Egiptología en la que trabajo. Debes saber que sentían lo mismo por Isabella.
—Hermes, ¡me interrogaron y humillaron durante horas!
Un corto silbido me llegó desde atrás y me volví. Ibrihim, el encargado de mi casa, estaba al otro lado de la calle, a cierta distancia, observando, nervioso, a los guardias armados que estaban en la garita exterior del cuartel general de la policía. El coche de la compañía esperaba a su lado. Lanzó a Hermes una mirada de total desprecio y después gesticuló frenéticamente indicándome que me acercara a él.
Me volví hacia Hermes.
—Parece que siguen todos mis movimientos.
—Posiblemente, más de lo que tú te crees. ¿Querrías venir conmigo?
—¡No! ¡Lárgate!
Me agarró del brazo.
—No lo olvides: siempre que me necesites, aquí estoy. Me desembaracé de él y, sin mirar atrás, crucé la calle hacia Ibrihim y el coche.
De regreso a la villa, Ibrihim depositó en mis brazos la mochila que contenía el astrario.
—Su amigo, el Sr. Sajir, me lo entregó. Me dijo que, a veces, es mejor que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha. Pero, por favor, Sr. Warnock, tengo esposa y un hijo en la universidad. No quiero problemas.
—Te lo prometo, Ibrihim, no habrá problemas.
Me miró con desconfianza; después, se encogió de hombros y desapareció en su habitación.
Subí la mochila al dormitorio; después, cerré la puerta con llave y cerré los postigos. Después de colocar la mochila sobre el escritorio, esperé, con los nervios en tensión, medio esperando que llamaran a la puerta, aporreándola con urgencia. Los cardenales me dolían como si mis músculos estuvieran esperando otra paliza. Estaba convencido de que irrumpirían en la villa en cualquier momento y esta vez estaba seguro de que me acusarían o me harían «desaparecer». Solo se oía el silencio.
Levanté cuidadosamente el astrario y miré su mecanismo.
Para sorpresa mía, los dos imanes seguían dando vueltas furiosamente, con los diales girando para activar una avalancha de hados que yo había desencadenado sin querer.
Muchas personas querían este misterioso instrumento, creyendo que podría influir en las vidas, en los acontecimientos y en la historia incluso. Un pensamiento extraordinario y, a pesar de lo que me hubiese gustado negarlo, estimulante. La misma posesión del instrumento me hacía sentirme potenciado.
Eché un vistazo a la habitación, evaluando mis opciones. Había que esconder el instrumento, pero ¿dónde? Después del robo aquí y del saqueo del piso de Londres, la villa no parecía muy segura como escondite. Además, había demasiadas personas, el servicio y demás, que andaban por aquí a diario. Había que ocultarlo en algún lugar inesperado, demasiado raro para que lo tuviese en cuenta un ladrón experimentado. Fui al balcón, abrí los postigos y miré el jardín. Al lado de la casa de Ibrihim, había un patio improvisado en el que se guardaba a Tinnin, el alsaciano. Los musulmanes consideraban que los perros eran impuros, pero los acontecimientos recientes habían obligado a Ibrihim a tolerar la presencia de Tinnin porque era un buen perro guardián. Había allí una caseta para el perro, suficientemente grande para enterrar algo detrás.
Más tarde, después de gritarle un rápido adiós a Ibrihim mientras salía, di un paseo a lo largo de la Corniche. Luchando contra las ráfagas de viento que venían del Mediterráneo, crucé la calzada y me senté en el rompeolas. Un olor a castañas asadas llegaba desde un brasero cercano, recordándome de forma incongruente Oxford Street en Navidad. Varias parejas, unas con indumentaria tradicional, otras con ropas occidentales, paseaban, mientras el viento hacía ondear sus vestidos. Las mujeres eran hermosas, vivaces, de carnes exuberantes; los hombres, de cara afilada y serios. De repente, su intimidad me hizo dolorosamente evidente la ausencia de Isabella. Me acordé de un paseo que di con ella solo unos meses antes. Miré hacia el mar. A la derecha estaba el islote en el que una vez se elevara aquella gran maravilla del mundo antiguo: Faros. Isabella me había llevado allí, describiéndome con detalle el faro, como si ella hubiese vivido en aquella época. El faro había sido construido en la época ptolemaica para evitar que el creciente número de barcos mercantes naufragara en el puerto. Isabella me dijo que Faros parecía desafiar la gravedad por su altura y, para los peregrinos religiosos de la época, la torre debía de haber sido una visión espiritualmente trascendente con su rayo flamígero ardiendo día y noche. Cuando ella dirigió la vista al lugar aquel día, recordaba que me sorprendió lo convincente que me pareció su descripción.
En el café Athenios, los viejos habían empezado a congregarse, charlando en torno a los narguiles, las pequeñas tazas de espeso café negro y las baklavas. Me senté en una mesa al aire libre y pedí un café. Necesitaba poner en algún orden mis dispersos pensamientos.
La policía había mencionado que el jeroglífico ba era el símbolo de una organización ilegal. El hecho de que tanto Isabella como Hugh Wollington llevaran un tatuaje del ba indicaba la existencia de una conexión más fuerte entre ellos de lo que yo sospeché a primera vista. ¿Estaban implicadas las personas de aquella fotografía de Bebeit el-Hagar? Quizá Enrico Silvio también formara parte de ella. Pero, ¿de qué clase de organización se trataba?
La imagen impresa en la cabecera de la carta atrajo mi atención. El dibujo de una mujer con serpientes en vez de cabellos me chocó. Después, recordé la cabeza de Medusa que Isabella había indicado en mi sueño. Grabados en la celda, había también un pez y un toro. ¿Dónde podría encontrar esas tres imágenes juntas? Me obligué a centrar mis pensamientos en la organización ilegal. ¿Acaso Hermes…?
—¿Sr. Warnock?
Sorprendido, levanté la vista. Aadeel, el mayordomo de Francesca, estaba en pie, al lado de la mesa, con aspecto nervioso.
—He ido a la villa de Roushdy; el encargado de su casa me dijo que probablemente lo encontrara aquí —dijo, y miró el corte que tenía encima de la ceja y bajó la voz—. ¿Le han interrogado otra vez?
Asentí.
—Fue desagradable, pero podría haber sido mucho peor.
Sospecho que me propinaron un trato preferente por ser europeo.
Aadeel miró, nervioso, hacia atrás y tuve la sensación de que le preocupaba que le viesen conmigo. Indicó que teníamos que irnos.
—Por favor, tenemos que movernos. Me temo que la pena esté destruyendo a madame Brambilla. Está perdiendo la cabeza. Por favor, debe venir ahora mismo.
Francesca estaba sentada en el salón, con las cristaleras abiertas al jardín. A pesar del calor de la tarde, llevaba una manta sobre los hombros. Aterrorizada por mi aparición, me agarró el brazo.
—¿Así que por fin has venido a quitarme mi casa?
Me senté en el sofá, al lado de su sillón. Un desconcierto infantil había reemplazado su gran autoridad. Contemplarlo era descorazonador.
—No voy a quitarle nada ni a mandarla a ningún sitio, Francesca. Aquí, usted no tiene nada que temer.
Tratando de tranquilizarla, le acaricié la mano.
—Yo tuve la culpa, Oliver; yo la maté. Era esa mujer. Yo sabía que era una locura que Giovanni confiara en ella. ¿Has oído eso, Giovanni? —gritó, dirigiéndose al espacio vacío que había frente a ella—. ¿Has oído?
Daba la impresión de que tenía una ligera demencia que se manifestaba o no según el momento.
—¿Qué mujer? —pregunté con dulzura.
—La mujer inglesa, la que ayudó a Isabella a ir a Oxford. Siempre estaba intrigando.
—¿Amelia Lynhurst?
—Giovanni la escogió para que fuese su suma sacerdotisa… tenían mucho poder juntos; después, ella lo malgastó, todo… —añadió Francesca; después, empezó a mecerse en el sillón—. El cuerpo siempre nos falla, así que, ¿qué importa eso? La pobre niña ya está muerta.
Di por supuesto que hablaba de los órganos que le faltaban a Isabella. Me incliné hacia adelante, tratando de sostener su mirada y mantenerla a cierto nivel de lucidez.
—Francesca, ¿quién llevó el cuerpo de Isabella al depósito de cadáveres?
—Los hombres que trabajan para nuestra iglesia; eso fue lo que dispuse. No quería que le hiciesen la autopsia, pero la policía insistió.
—¿Y cuánto tiempo la tuvieron los sacerdotes?
De nuevo, dio la sensación de que Francesca recaía en la demencia.
—Un Brambilla nunca ha sido incinerado. Nosotros siempre hemos sido sepultados, como los grandes reyes de Egipto. Somos inmortalizados por nuestros antepasados —afirmó y me agarró la mano—. Isabella nació un día de muy buen agüero. Estaba destinada a la grandeza. Ella fue escogida, tú sabes. Mi esposo había calculado su carta astral; él creía en esas cosas.
Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y saqué la fotografía del grupo que habían tomado en la excavación de Bebeit el-Hagar.
—¿Reconoce a alguna de las otras personas que están en esta foto? —pregunté.
Francesca señaló a Hugh Wollington.
—Este hombre, vino aquí algunas veces cuando era estudiante. No me gustaba, pero él adoraba a Giovanni. Una buena esposa nunca hace ciertas preguntas a su marido. El matrimonio es una conspiración mutuamente aceptada. A veces, es una farsa —concluyó amargamente y añadió—: Vamos, ya es hora de que veas a mi marido.
Cogió su bastón; después, se encaminó cojeando a un pasadizo abovedado. Yo la seguí, con cierta aprensión. ¿Adónde me llevaba? Llegamos a una pequeña puerta cubierta por una cortina. Retiró la cortina; después, tomó una llave que colgaba de una cadena que llevaba alrededor del cuello y la insertó en la cerradura. Yo empujé la pesada puerta que ella había abierto.
—Este era el estudio de Giovanni. Solo permitía que entraran unos pocos privilegiados. Nada se ha cambiado desde que murió.
La gran estancia estaba llena de muebles antiguos. En un extremo, frente a una ventana panorámica, había un escritorio de campaña de Napoleón. Encima de él, había un retrato ovalado de un hombre de mediana edad, de unos cincuenta y tantos años, que llevaba el uniforme del Partido Fascista Italiano, con un halcón en su brazo extendido. Al lado de este, había una fotografía del mismo hombre con un joven rey Faruk, notablemente delgado y apuesto; los dos estaban estrechándose las manos. Un halcón disecado miraba hacia abajo desde un rincón del techo; sus ojos de cristal brillaban. Una maqueta de lo que parecía la fábrica de algodón de la familia, hecha de madera de balsa y palillos, estaba bajo una sucia campana de vidrio en un pedestal a la derecha del escritorio. En el lado opuesto de la sala, había una pequeña cama de campaña preparada con sábanas y una manta, colocada discretamente detrás de un sofá. Era una visión penosa.
Francesca me llamó la atención y, a la defensiva, señaló:
—Duermo con los fantasmas de mi familia. Me dan seguridad. Pero quisiera mostrarte estos…
Me llevó hasta una pared cubierta de fotos enmarcadas y me indicó una fila de fotografías de grupos, todos de hombres.
En las fotografías figuraban las fechas correspondientes, escritas con toda pulcritud a tinta, desde 1910 hasta 1954. Observé que faltaban los años de la guerra, de 1939 a 1945. Todas parecían tomadas en el mismo sitio, a la orilla del lago Mariut, una zona en la que muchos alejandrinos ricos solían cazar patos y otras aves acuáticas. En una de las últimas fotos, de 1954, aparecía una niña pequeña orgullosamente al lado de un hombre de mediana edad, con bigote, que iba vestido con una cazadora y sombrero. En el brazo extendido tenía un halcón y la concentración de la niña en el ave transportaba directamente al espectador al momento: casi podía oír los chillidos de las perturbadas garzas mientras batían las alas saliendo de entre los juncos y el susurro del viento al pasar entre las palmeras que se mecían. En la niña reconocí inmediatamente a Isabella.
—Ahí está —dijo Francesca—, cinco años y ya cazando con su padre y con su abuelo. Ese es Paolo, mi hijo, con el halcón. Los demás hombres tenían perros de caza, pero Paolo tenía aves de presa. Nuestra familia siempre tuvo halcones, desde el siglo XVI en los Abruzos. A mi nieta le encantaba esa ave.
Señaló el ave disecada que colgaba del techo.
—Ahí está; esa ridícula criatura vivió más que mi hijo. Así es la vida: llena de banales sorpresas. Después de su muerte, Isabella sacaba el halcón. «Abuela», solía decir, «¿por qué no tengo alas?». Nunca debió salir de Egipto; nunca debió irse a estudiar al extranjero. Ahora estaría viva.
—¿Qué quiere decir, Francesca?
—¡Basta! Ahora todo carece de sentido. La línea ha terminado.
Enfadada, dio un bastonazo a la pata de un sillón.
Me acerqué a una librería baja y me arrodillé a mirar los títulos: Astrología antigua, El antiguo arte de la momificación, El libro egipcio de los muertos: hechizos y encantamientos, Nectanebo II: ¿mago o político?, Moisés el mago, Los escritos de Hermes Trismegisto según la interpretación de Toz Graecus. La anciana, arrastrando los pies, se puso detrás de mí.
—Los libros de Giovanni… siempre viajaban con él. Al principio, le seguía la corriente. Incluso participé en sus pequeñas reconstrucciones, pero después aquello fue agravándose…
Titubeó, como si hubiese revelado demasiadas cosas.
¿Reconstrucciones? ¿Podría tratarse de las representaciones de las que me había hablado Cecilia? Me vinieron a la mente las palabras del funcionario sobre la «secta».
—¿Cómo se agravó? —hice la pregunta de manera informal, para mantener la frágil conexión de Francesca con la realidad.
Su cara se me acercó.
—No puedes detener a los hombres —dijo con amargura. Saqué un libro titulado: Cuentos del Antiguo Egipto, de Gastón Maspero, un nombre que me sonaba de la biblioteca de Isabella. El libro se abrió por una página que relataba el sueño de Nectanebo, el que Amelia Lynhurst había descrito en su tesis. Una flor prensada cayó al suelo. A pesar de su estado disecado, un aroma exquisito llenó la estancia. Recogí la flor; era un loto azul desecado, en cuyos pétalos todavía podía apreciarse una débil coloración. Sabía que era una flor sagrada y aparecía pintada con regularidad en las paredes de los templos y en escenas en las que miembros de la corte egipcia aparecían elegantemente suspendidos sobre la flor. Isabella me había dicho que era un alucinógeno.
—¿Estaba investigando Giovanni sobre Nectanebo II? —pregunté.
—El faraón era su obsesión. A Giovanni le fascinaba la idea de la pureza racial y Nectanebo II fue el último gobernante egipcio auténtico. Mi marido presentaba a los que le siguieron como impostores coloniales: los persas, los árabes, los turcos y después los franceses y los ingleses. Irónicamente, el siguiente gobernante egipcio fue Nasser, pero eso no detuvo la fascinación de Giovanni con el faraón.
—No hay nada parecido a la pureza racial —dije, de manera ligeramente distraída. Todavía estaba mirando la flor y mi mente, a duras penas, trataba de establecer las conexiones correctas.
—La década de 1930 era una época diferente; entonces, las personas buscaban certezas, les hacían sentirse seguras. Tienes que entender que estábamos todos desesperados, sobre todo aquí, en Egipto. Los italianos queríamos que nos aceptaran. Giovanni sabía que los cambios estaban al caer; quería asegurar el futuro de su familia, asegurarse de que no lo perdiéramos todo.
Mis oídos se afinaron ante la nota de mal agüero de sus últimas palabras.
—¿Cómo pensaba que iba a conseguirlo?
La cabeza de Francesca dio un respingo y, finalmente, me miró a los ojos, como si de repente se percatara de que ya me había revelado demasiadas cosas.
—¡Es bastante! Ya te he contado demasiado; ¡no traicionaré a mi esposo!
—No te estoy pidiendo que traiciones a tu esposo, sino solo que salves a tu nieta —le aclaré, ajustando mi tono al suyo, mientras nos lanzábamos unas miradas fulminantes.
—Es demasiado tarde para eso, Oliver. La hemos perdido, ¿no lo entiendes? Ambos la hemos perdido.
—¿Pero está en paz, Francesca?
—¿En paz? No seas idiota. Mira a tu alrededor. Estoy rodeada de muertos, pidiendo todos a gritos su retribución. Cuando muera, haré lo mismo.
Dejé el libro en su estante.
—Necesito saber el nombre del sacerdote que ofició el funeral de Isabella —me atreví a decir, con más cautela ahora, sin estar muy seguro de no haber perdido su confianza.
Para alivio mío, Francesca respondió a mi pregunta.
—El padre Carlotto, de St. Catherine. La parroquia ha atendido a la familia durante muchos años.
Su mano era una colisión de huesos delicados descansando sobre mi brazo mientras la acompañaba de vuelta a la puerta del estudio. Cuando llegamos al pasillo, ella cerró la puerta y se volvió hacia mí.
—No puedes visitarlo esta noche; esta noche tu obligación es estar conmigo. Tienes que acompañarme a la ópera. El Ballet Bolshoi está de gira y está representando el Orfeo de Stravinski.
Sorprendido por su repentino tono de voz fantasioso, creí que había caído en el recuerdo de algún acontecimiento del pasado, pero, en ese preciso momento, Aadeel apareció en la sombra.
—Madame Brambilla le agradecería mucho que la acompañase —dijo—. Ciertamente, es el acontecimiento del año; toda la gente importante de Alejandría estará allí. Y madame debe asistir para preservar el buen nombre de la familia.
Cavilando, me toqué el corte que tenía en la frente. El hecho de que me vieran de forma tan pública tenía sus ventajas: sería un gesto desafiante hacia mis perseguidores y podría obligarles a salir a la luz. Se me ocurrió, de manera inquietante en algún sentido, que, en este intento de transformarme de perseguido en perseguidor, estaba recurriendo a utilizarme yo mismo como cebo: una treta peligrosa, pero que podía funcionar.