4
Isabella me entregó el detector de metales y subió al barco. Faajir, sonriente, subió tras ella mientras los otros se quedaban rezagados, inexplicablemente vacilantes.
—Ahora deberíamos volver, haciendo la inmersión final mañana —anunció Jamal, mirando al horizonte.
—¡De ninguna manera! Mañana, el sitio volverá a estar cubierto. ¡Tenemos que recuperarlo en la próxima hora, antes de que suba la marea!
El tono de Isabella era exigente y urgente. Miré a los hombres y vi una expresión que cruzó el rostro de Jamal, tan rápida que creo que probablemente fuera yo el único que se dio cuenta. La había visto antes en alguno de los trabajadores petroleros árabes: resentimiento. Para ellos, era difícil aceptar órdenes de una mujer, aunque sintieran mucho respeto por ella.
Faajir, percatándose del conflicto potencial, puso la mano sobre el hombro de su primo.
—Por favor, estamos muy cerca y, si nos sumergimos mañana, tendremos que volver a empezar.
Jamal miró la bandada de palomas, apenas una manchita en el horizonte ahora. Una ola especialmente alta levantó el barco y sonaron un par de ruidos sordos cuando los flotadores colgados a los lados golpearon el casco.
—De acuerdo. Pero id lo más rápido que podáis.
Cogí unas gafas de buceo y una bombona de oxígeno sobrantes.
—Voy con…
—Oliver, no necesito… —comenzó Isabella. Pero Faajir le puso una mano en el hombro.
—Isabella, podríamos hacerlo con la ayuda extra.
Isabella me miró.
—Vale, pero tendrás que cumplir órdenes, ¿entendido? Reprimiendo mi claustrofobia, asentí; no iba a permitir que Isabella corriera ningún peligro extra por falta de personal.
El sitio estaba iluminado con un reflector subacuático fijado con un cabo. Resultaba espeluznante sumergirse hacia la luz. Me daba la extraña sensación de encontrarme en un mundo invertido en el que el sol yaciera bajo nosotros. El agua estaba turbia, pero, a medida que nos acercábamos al fondo marino, el sitio se nos iba haciendo visible: un oasis suspendido, rodeado de tinieblas. Merodeaban los cardúmenes de peces, atraídos por el foco.
Al principio, el barco parecía una especie de arrecife extraño, una repentina manifestación de corales y moluscos que resaltaba sobre el fondo del mar, pero de la base surgía el vago perfil de lo que parecían la cabeza y los hombros de una esfinge. Desde más cerca, los rasgos de la estatua tomaban forma. Las algas habían cubierto todo excepto su rostro, que, a diferencia de muchas de las imágenes que había visto en el pasado, presentaba una asimetría humana. La nariz arqueada y los grandes ojos eran sorprendentemente naturales y parecían reflejar un humor irónico. La criatura me contemplaba a través del agua turbia con una belleza que era palpable y desconcertantemente real. ¿Era acaso una reliquia de la cercana isla sumergida de Antirodos, que albergara el palacio de Cleopatra, arrasada por el maremoto que destruyó toda la zona hace miles de años?
Isabella nadó para ponerse a la vista, gesticulando hacia el resto del naufragio. Girando lentamente, vi que el fondo marino había adoptado la forma del casco de un barco, del que solo se apreciaban, todavía impresas en el barro, las cuadernas básicas de su estructura. Isabella se mantuvo inmóvil sobre el sitio, indicando el borde y las asas del cilindro de acero que albergaba ahora el artefacto de bronce y cuyos bordes circulares habían sido hundidos a su alrededor a profundidad suficiente para que el objeto pudiera izarse junto con el lodo marino fuertemente adherido a su alrededor.
Ella descolgó el foco y lo dirigió hacia el cilindro. Faajir fijó un gancho a una de las asas, de manera que el tubo pudiera elevarse con un cabrestante hasta la superficie en cuanto lo liberásemos del fondo. Me hizo la señal de los pulgares levantados y cada uno agarró una de las asas y comenzó a tirar lentamente del cilindro para sacarlo del lodo. No era fácil. Sentía tensos los músculos de los brazos y mis gafas de buceo empezaron a empañarse por la transpiración. A través de las nubes de arena desplazada no podía distinguir más que la cara tensa de Faajir.
Inesperadamente, el lodo soltó su presa y el cilindro comenzó a emerger. Finalmente, medio metro de acero brilló débilmente en el agua verdosa. Tras mover las manos, entusiasmada, Isabella dio un tirón al cable para alertar a la tripulación de superficie. El cilindro de acero comenzó su ascenso.
Mientras se movía, creí oír un ruido sordo distante, un apagado eco subacuático. Después, la misma agua pareció cambiar en planos transparentes. Los peces desaparecieron asustados, rompiendo las figuras naturales de sus cardúmenes. Justo en el momento en que me volví hacia Isabella, toda la zona se sumió en oscuridad. De repente, mi sensación de claustrofobia adquirió gran intensidad. Muerto de miedo, me moví deprisa, esperando chocarme con los demás. Los dedos se me enredaron en las algas y un terror ciego aceleraba mi respiración. La oscuridad se extendía hacia adelante en un apabullante vacío.
Después de lo que parecía una eternidad, el foco volvió a encenderse. Ahora, sin embargo, el haz de luz no apuntaba al sitio, sino en un ángulo extremo, iluminando las nubes descendentes de arena removida.
Un terremoto. En algún sitio del embrollo que era mi mente aterrorizada, cristalizó un pensamiento. Busqué el cabo de contacto. Se arqueaba sobre mí, intacto, pero, ¿dónde estaban los demás?
Isabella. Busqué frenéticamente a través de la espesa niebla de lodo agitado, pero no se veía nada. Tenía la desorientadora sensación de estar de repente completamente solo. Aterrorizado, giré sobre mí mismo, buscándola. Nada, ni siquiera el débil brillo de unas gafas de buceo. Después, vi una pequeña mano blanca que ondulaba ascendiendo a través de las nubes de arena. ¡Isabella! Fui hacia ella, mientras el corazón me latía con fuerza contra las costillas.
La esfinge se había deslizado lateralmente y había atrapado su pierna contra el fondo marino. Una cascada plateada de burbujas escapaba del tubo de la bombona de oxígeno del que había sido arrancada la boquilla.
No me percaté de inmediato de la gravedad de la situación; supongo que era la combinación de conmoción e incredulidad. Cuando me detuve allí, en medio de la nube de barro que se iba dispersando, me sentí ajeno al momento, casi como si fuera un observador. Dudé… un error fatal.
Después, casi mágicamente, Faajir estaba a mi lado y ambos nadábamos frenéticamente hacia Isabella. Ahora, una nube de sangre rosada se deshacía en hilos a través del agua; su cabello suelto flotaba como una delicada alga marina.
Me arranqué la boquilla y traté de ponérsela en la boca mientras Faajir trataba de levantar la estatua para liberar su pierna. Pero su boca colgaba abierta y ella ya estaba inconsciente. Faajir y yo nos pusimos de espaldas contra la esfinge y empujamos. Cuando se levantó del fondo, tiré de la pierna rota de Isabella. Sosteniendo su cuerpo inerte contra el mío, nadé a toda velocidad hacia la luz que se filtraba desde arriba.
Salimos a la superficie gritando. Frenético, empujé a Isabella hacia los brazos extendidos; después, trepé al barco y me agaché sobre su cuerpo, que yacía sobre cubierta. Mis manos parecían garras patosas mientras trataba de expulsar el agua de su pecho; sentí el impacto de sus labios fríos cuando le hice el boca a boca: soplar, inspirar, soplar, inspirar. Me parecieron horas.
Los demás estaban de pie, mudos, sin palabras por el horror de la escena. Las terribles y casi increíbles imágenes se clavaron en mi memoria: el agua salía a hilillos de la boca de Isabella, la cara pálida de Faajir cuando, finalmente, me apartó del cuerpo sin vida, sus manos fláccidas. Mientras, el cilindro de acero que contenía el astrario permanecía en cubierta, brillando al sol.
—¿Isabella? ¡Isabella!
Incrédulo, la sacudía, mientras todo mi cuerpo temblaba, incontrolable. Después, me derrumbé sobre la cubierta, a su lado, sosteniéndola contra mi pecho.
Sobre mí, como si fuese a gran distancia, oí gritar de repente a Faajir. Levanté la vista y vi a Ornar de pie, sobre nosotros, con un pequeño revólver en la mano. Parecía casi avergonzado.
—Ana asif, ana asif. Lo siento, es necesario.
La visión de él, apuntando con el arma mientras se deshacía en disculpas, era tan incongruente que nosotros tres solo pudimos quedarnos mirando, en congelada sorpresa, mientras él se colocaba bajo el brazo el cilindro cubierto de lodo que contenía el astrario.
—¿Qué haces? ¿Estás loco? —gritó Jamal.
—Perdonadme por recurrir a medidas tan extremas, pero este objeto es infinitamente más valioso de lo que imagináis.
La voz de Ornar era entrecortada y extrañamente educada. Después, dirigió el arma hacia arriba, como si fuese a dar un tiro al aire como señal de algo.
Una ira ciega me atravesó. Sin preocuparme por vivir o morir, me lancé hacia Ornar y le pegué un puñetazo en la mandíbula, con tanta fuerza que él se cayó sobre la cubierta, tirando el cilindro, que rodó a un costado del barco y se quedó atascado en el enrejado. Sus ojos quedaron en blanco. Estaba inconsciente.
Aterrorizado de repente, miré el cuerpo de Ornar.
—¿Quién es? —espeté.
Faajir levantó uno de los brazos de Ornar y lo sacudió, como si comprobara que estaba realmente frío.
—Un don nadie. Un intermediario —dijo—. Él no me inquieta. Quien de verdad me preocupa es el individuo para quien estuviera trabajando.
La tranquilidad y el control profesional de Faajir eran asombrosos. De alguna manera, en medio de una aflicción extrema, me di cuenta de que tampoco él era exactamente lo que parecía.
Me derrumbé sobre la cubierta y volví a abrazar a Isabella, empezando a percatarme de la imposibilidad de devolverla a la vida, mientras el cielo y la cubierta se alejaban de mí. Estaba en estado de shock.
Jamal recogió el arma caída y la dirigió hacia Ornar. Faajir agarró la muñeca de su primo.
—¡Quieto! ¡Si lo matas, estamos acabados!
Cogió el arma y después se agachó a mi lado, agarrando mi mano.
—¡Oliver, tienes que escucharme! Tienes que dejarme marchar ahora para que pueda poner el astrario a buen recaudo, pero te prometo que te lo devolveré.
El agua se filtraba a través del bañador de Isabella, formando un charco alrededor de mis rodillas. Su mano yacía sobre la cubierta, con las uñas todavía azuladas.
Faajir me sacudió.
—¡Oliver, concéntrate! ¡Por Isabella! Asentí, incapaz de hablar.
Se volvió hacia Jamal y le dijo algo en su propio dialecto.
Inmediatamente después, levantó el cuerpo inconsciente de Ornar, poniéndolo en un pequeño salvavidas que colgaba al costado del barco, y bajándolo después hasta el mar. Finalmente, la realidad del momento se impuso, sacándome rápida y dolorosamente de mi estado.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté. Mi voz sonaba extrañamente impasible.
—No te preocupes —dijo Faajir—. La corriente lo llevará a la orilla. Lo encontrarán vivo dentro de unas horas, pero así tengo más tiempo.
Recogió el cilindro con el astrario en su interior y se sentó en la borda del barco.
—Oliver, cuando llegues a la orilla con el cuerpo de Isabella, el capitán del puerto se pondrá inmediatamente en contacto con la policía. Si te interrogan, es importante que no menciones que yo estaba en este barco. Tú no has oído nunca hablar del astrario. Isabella y tú estabais haciendo una inocente inmersión turística. ¿Entendido? —dijo, con rostro adusto—. Oliver, ¿lo has entendido?
—Sí, entendido.
Faajir tomó mi mano.
—Te veré dentro de unos días, amigo mío —dijo—. Yo me pondré en contacto contigo. Si este es realmente el astrario auténtico, Isabella querría que lo devolvieras al lugar al que pertenece.
Antes de que pudiera hacerle ninguna pregunta, se deslizó de espaldas al agua y, con un movimiento de sus aletas negras, desapareció.
Jamal llevó lentamente nuestro barco a la orilla. Subí al muelle llevando el cuerpo de Isabella envuelto en una manta. Recuerdo que le hablaba, diciéndole que todo estaba bien, que yo estaba allí para protegerla y todo iba a salir bien; mi voz sonaba curiosamente distante. Detrás de mí, era vagamente consciente de Jamal, que hablaba con el capitán de puerto.
Minutos después, un coche de policía y una ambulancia se detenían chirriando al lado del bordillo. Antes siquiera de llegar a la Corniche, un sanitario de la ambulancia me guió hacia la camilla que estaba esperando. Dejé suavemente sobre ella el cuerpo de Isabella, levanté una mano que había caído fláccida al lado, le puse bien el pelo alrededor de la cara, murmurándole aún mientras parte de mí seguía negándose a comprender la realidad de su muerte.
Dos oficiales de policía se acercaron y, disculpándose, educadamente, me pidieron que los acompañara. Ignorándolos, seguí acariciando el rostro frío de Isabella, con sus dedos, que estaban rígidos, bajo los míos.
—Sr. Warnock, sentimos informarle de que debe acompañarnos a la comisaría de policía. Por favor.
Deslizando un brazo bajo cada uno de los míos, me apartaron de allí y me llevaron hasta el coche de policía.
Por encima del hombro, miraba el cuerpo de mi mujer que estaban cargando en el furgón blanco. Fue la última vez que la vi.