12
A la mañana siguiente, tenía que ir al despacho del abogado de la familia Brambilla para la lectura del testamento de Isabella. Al haber perdido ya el astrario una vez, decidí no perderlo de vista. Así que lo metí en una mochila y me la eché a la espalda. Inmediatamente antes de salir de casa, recogí la ilustración de Gareth y la escondí en la parte de atrás de mi biblioteca, en un tomo de contabilidad lleno de polvo y de aspecto aburrido.
El despacho de Popnilogolos and Sons estaba situado en el distrito bancario, a dos manzanas de la central de la Alexandrian Oil Company. Temiendo otro encuentro con Francesca Brambilla, empujé la pesada puerta de bronce. La secretaria del Sr. Popnilogolos me condujo a su despacho.
—¿Llego demasiado pronto?
Eché un vistazo alrededor; la pesada mesa de roble estaba rodeada de montones de documentos apilados contra las paredes. En el centro había dos sillas inquietantemente vacías, como objetos de atrezo que esperaran a que los actores les infundieran vida. Pasé sobre una pila de archivos hacia uno de los asientos.
—No se preocupe. La señora Brambilla llega tarde, como de costumbre. Lo considera como su derecho perenne —dijo el Sr. Popnilogolos, un hombre elegante, de cincuenta y tantos años, con el cabello perfectamente peinado, con brillantina, inmaculado con su traje negro y corbata azul, a pesar del sudor que brotaba en su frente. Me ofreció un cigarrillo que decliné. Cogió un archivador que estaba encima de un armario muy cargado.
—Los Brambilla… bien; me temo que las propiedades de su esposa no valen demasiado. Oí que Cecilia estuvo en el funeral.
Asentí. Animado, continuó.
—Una mujer exquisita. Todos la queríamos, ya sabe, pero Paolo fue el único al que no intimidaba tanto como para no pedirle que se casara con él. No tenía miedo a nada… excepto a su padre, Giovanni, supongo. Un hombre excéntrico, pero peligroso también —comentó, girándose, cogiendo el archivador y apretándolo contra su pecho—. Aquí lo tenemos… el testamento de la signora Isabella.
Popnilogolos se sentó detrás del escritorio y suspiró pesadamente.
—¡Qué tragedia!… terrible. Lo extraño es que su esposa vino a verme solo una semana antes de su muerte. En aquel momento, me pareció raro: por regla general, los clientes piensan en hacer testamento cuando son ya mayores y no a los veintitantos años y con una salud a prueba de bomba.
Levantó la vista hacia mí y tuvo que ver la mirada que pasó por mi rostro. Yo sabía que Isabella había tomado muy en serio la predicción, pero me sorprendió hasta qué punto se preparó para ello. El hombre continuó sin más vacilación.
—Por supuesto, estuve encantado de ayudarla y la suya fue una feliz previsión. ¿Sabía que Giovanni Brambilla dejó su casa a su nieta? Así, técnicamente al menos, hizo a Isabella casera de su abuela y, ahora, posiblemente a usted.
Fascinante.
Sonrió, dándome la clara impresión de que el abogado estaba permitiéndose una pequeña Schadenfreude. Antes de que tuviera oportunidad de cuestionar esta sorprendente información, oímos a su secretaria, que recibía a otra persona.
—Hablando de Roma… —dijo el abogado, con un guiño, y se levantó a abrir la puerta.
Francesca Brambilla se dirigió a un sillón en el que se sentó erguida, agarrando su bolso de piel de cocodrilo como si fuese un parapeto en una tormenta.
—¿Está cómoda, señora? —preguntó el abogado.
—Todo lo cómoda que puedo estar, dadas las poco naturales circunstancias. En realidad, tendría que estar leyendo mi testamento, no el de mi nieta —contestó bruscamente.
Traté de atraer su atención, pero ella apenas reconoció mi presencia.
—Cierto, la vida es trágicamente imprevisible… como los alejandrinos sabemos demasiado bien —respondió Popnilogolos, con suavidad. Se volvió hacia mí—. ¿Monsieur Warnock?
—Proceda, por favor.
Se aclaró la garganta y empezó a leer:
—Yo, Isabella Francesca Maria Brambilla, lego todas mis posesiones inmobiliarias, incluyendo la villa Brambilla, mis libros, investigaciones y colección de artefactos a mi esposo, Oliver Patrick Warnock. A mi abuela, le dejo las joyas que heredé a la muerte de mi padre. Otorgado en Alejandría, el 7 de mayo de 1977.
Los dos esperamos; tenía la sensación de que ambos estábamos esperando algo más concluyente… una especie de absolución, incluso.
—¿Eso es todo? —pregunté finalmente.
El abogado asintió; después se volvió hacia Francesca.
—¿Se da cuenta de lo que significa esto, madame Brambilla?
La mano de Francesca se agitó mientras agarraba la cabeza de marfil de su bastón.
—¿Esto se redactó siete días antes de su muerte?
El Sr. Popnilogolos sonrió débilmente.
—Quizá madame Warnock tuviera una premonición. La anciana se giró hacia mí.
—¿Ha tenido esto algo que ver contigo?
—Le prometo, Francesca, que no tenía ni idea de que ella hubiera hecho este testamento, ni de que Giovanni le hubiese dejado la casa a ella.
Un difícil silencio cayó sobre la estancia como si de polvo se tratase. La profunda voz de Francesca lo eliminó cuando, al final, habló:
—Mi marido y yo tuvimos un desacuerdo hacia el final de su vida. Había aspectos de su conducta que yo no aprobaba. La forma de castigarme Giovanni fue redactando un nuevo testamento. No creo que él imaginara que Isabella moriría antes que yo —dijo y se volvió hacia mí—. ¿Significa esto que quieres que me vaya de la villa? Tú eres el nuevo propietario, según parece.
—Así parece.
Observando su incomodidad, se me ocurrió que había una forma de aprovechar la situación.
—Sr. Popnilogolos, ¿podría dejarnos unos minutos solos? —pregunté.
—Desde luego.
Tras una leve inclinación, el abogado salió de la estancia.
—Me parece muy bien que permanezca en la villa, con una condición —le dije a Francesca.
Ella entrecerró los ojos, enojada.
—¿Cuál?
—Dígame la verdad acerca de lo que le ocurrió al cuerpo de Isabella. ¿Por qué fue incinerado sin el corazón?
El bastón de la anciana se cayó con un repiqueteo al suelo de parqué.
—¿No tenía corazón?
—Ni corazón ni órganos internos.
Francesca parecía asombrada, pero, al mismo tiempo, no del todo sorprendida. Mientras la observaba, otra expresión, de comprensión, atravesó sus arrugadas facciones.
Recogí el bastón caído.
—Usted sabe algo, ¿no, Francesca? ¿Qué es? Debe decírmelo.
—No sé nada —replicó lacónicamente—. Estoy tan horrorizada como tú.
Aferrando los brazos del sillón, se puso en pie.
—Si quieres echarme, te agradecería que me lo notificaras con veinticuatro horas de antelación.
Y sin mediar más palabra, abrió la puerta, empujó al abogado que esperaba fuera y se marchó.
Caminé hacia la plaza Mohammed Ali, donde estuviera la bourse, la bolsa de algodón y de valores de Alejandría. De una u otra forma, había existido durante siglos. E. M. Forster escribió sobre ella, así como antiguos escritores árabes, como Ibn Jubayr. Símbolo del Egipto colonial, la bourse había sido incendiada en los disturbios por hambre que se habían producido aquel año. Todas las mañanas se podían oír los gritos de los mercaderes mediante trueque. Ahora, el sitio se reducía a un solar vacío que funcionaba como aparcamiento temporal, algo que parecía emblemático del Egipto moderno.
Mientras caminaba por las estrechas callejuelas, pensaba en los órganos desaparecidos de Isabella: ¿era una ambulancia lo que había estado esperando su cuerpo en el embarcadero o era algo más siniestro? Pensar en el cuerpo vaciado de Isabella hizo que un nuevo dolor me oprimiera el corazón, pero también me pareció un mensaje, otra pieza del rompecabezas, sin aparente relación y, sin embargo, necesaria para mi comprensión de adónde ir desde aquí. Ella dijo que yo sabría qué hacer; lo había dicho confiada, incondicionalmente, y yo no podía defraudarla. Consciente del peso del astrario sobre mi hombro, pensé en los expertos a los que conocía y en los que podía confiar para que me ayudasen a descubrir qué hacer con el instrumento. Me volvió a la mente la sombría expresión de Faajir cuando me advirtió contra quienes lo utilizarían para destruir la estabilidad política de la región. ¿Qué quiso decir con eso? ¿El debilitamiento de la iniciativa de paz del presidente Sadat? En todo caso, no había mucha estabilidad en Oriente Medio. Solo dos años antes, Egipto había estado en guerra con Israel y esa guerra había sido desencadenada por las naciones de la OPEP, al exigir al mundo un rescate de los precios del petróleo al principio de la década de 1970. No costaría mucho desestabilizar lo que los pequeños progresos del presidente Sadat y del presidente estadounidense Carter habían logrado hasta aquel momento. Y quién sabía cómo recibiría Israel las aperturas de Sadat… había poca o ninguna confianza mutua a ambos lados de la frontera. Pero, ¿cómo podía influir en algún sentido la posesión de un antiguo astrario? Quizá hubiese una especie de simbolismo histórico que tuviese suficiente poder de sugestión sobre las relaciones árabe-israelíes. ¿O se trataba de algún tipo de arma devastadora? Podía haber especulado durante horas, pero, a fin de cuentas, casi no importaba cuál fuera mi conclusión… evidentemente, había alguien por ahí que creía absolutamente en el poder del instrumento. Y estaba dispuesto a matar a quién lo tuviese. Caminaba sin pensar, prestando poca atención a lo que pasaba a mi alrededor. Pero ese era un lujo que muy pronto no podría permitirme.
Sentí una presencia y miré hacia atrás. Una mujer mayor, cubierta, corrió a esconderse tras un puesto de comida. Frunciendo el ceño, me escondí rápidamente detrás de una columna; un momento después, reapareció la mujer, corriendo tras un niño pequeño al que cogió y reprendió. Me apoyé en la pared. ¿Estaba perdiendo mis capacidades de pensar analíticamente? ¿Y mi racionalismo? Había perdido a mi mujer y a un amigo. Llevaba a la espalda un artefacto de valor incalculable y parecía que me estaba moviendo en una especie de campo de batalla geopolítico en un país desgarrado entre la ambición moderna y las creencias antiguas, todo lo cual trastornaba la salud mental de los hombres. No, pensé firmemente, el astrario era real, la datación por carbono de Barry era indiscutible y la propia fe de Isabella, a la que había consagrado su vida, merecían respeto. Pero no cabía duda de que la tarea que emprender era masiva. ¿Se había dado cuenta Isabella de las implicaciones cuando me hizo prometerle que afrontaría la aventura si fuere necesario? El pragmático que había en mí luchaba contra tal responsabilidad esotérica. Tenía trabajo, tenía que ocuparme del campo petrolífero, necesitaba reconstruir mi mundo y, sin embargo, había hecho una promesa que se estaba convirtiendo ahora en lo más importante de mi vida. Estaba obligado a llevar a cabo su tarea aun a riesgo de perderlo todo, incluso la vida. No tenía elección. Seguí caminando, apretando el paso para salir del callejón trasero. Con independencia de mis reservas, necesitaba recoger tanta información como pudiera de cuantas personas fuere posible. Tanto Hermes Hemiedes como Amelia Lynhurst me habían ofrecido su ayuda, pero, ¿podía confiar en ellos? Isabella había sido muy amiga de Hermes, pero yo no tenía una relación tan intensa con él. De alguna manera, me ponía nervioso y yo nunca estaba seguro de sus planes. Me parecía que Amelia sabía mucho, pero su conflicto con Isabella me hacía dudar. Y su reacción frente a Hermes en el funeral había sido rara. ¿Se había sentido asustada o amenazada por él? En el mundillo arqueológico, había divisiones y conflictos políticos que yo no llegaba a entender. Había sido testigo de primera mano de las frustraciones de Isabella con aquellas luchas, pues ella misma había sido víctima de ellas en repetidas ocasiones. En relación con la comunidad arqueológica, el astrario era un enigma cuyas ramificaciones ni siquiera podía empezar a comprender.
Mi mente volvió a la tesis de Amelia Lynhurst y a la referencia a las estatuas de la esfinge que tenía las facciones de Banafrit. Casi tenía la sensación de que la misma Isabella era una especie de esfinge que me retaba a resolver un misterio cuya solución sospechaba que iba más allá de las convenciones de mi pensamiento.
Un agudo toque de silbato cortó mis pensamientos. Sobresaltado, miré a mi alrededor. Un policía estaba dirigiendo el tráfico en el concurrido cruce de la calle Salaymar Yussri y El Nabi Daniel.
Enfrente, estaban las columnas rotas del anfiteatro romano. Kom el-Dik era la única excavación arqueológica oficial en Alejandría. Un día, Hermes nos llevó a Isabella y a mí a comer con los arqueólogos polacos, un amigable grupo de supervivientes que toleraba el dominio soviético de su país con irónica irreverencia. Recordaba la fácil camaradería entre Hermes e Isabella. Hablaban a menudo y, si ella necesitaba sondear sus teorías arqueológicas, normalmente se dirigía a Hermes. La decisión estaba tomada. Este asunto no solo era mío, sino también de Isabella y ese habría sido su punto de partida.
Crucé la calzada y me dirigí a la parada del tranvía que sabía que me llevaría al antiguo barrio árabe.
El tranvía iba casi vacío. Un anciano, que llevaba la chilaba manchada con las huellas del trabajo de la jornada, dormía con la mano colgando; una niña de uniforme escolar iba sentada a su lado, con la timidez propia de todos los adolescentes; un grupo de hombres jóvenes apasionados, apiñados en un rincón, hablaban rápidamente, mientras sus manos transmitían un aluvión de ilustraciones… estudiantes universitarios, concluí. Frente a mí, iba una mujer de mediana edad, bien vestida a la occidental. Me sonrió y elevó sugestivamente una ceja. Ignorándola, me puse a mirar las calles que pasaban, manteniendo el astrario a buen recaudo en la mochila que llevaba sobre las rodillas.
Súbitamente, con un chirrido de frenos, un coche se detuvo junto al tranvía. Perdido en mis pensamientos, lo miré y lo que vi me dejó helado. Por segunda vez en veinticuatro horas vi a Ornar, sentado en el asiento trasero del coche. Él ya me había visto. Me sonrió fríamente; después, se inclinó hacia adelante y señalando a mi ventanilla, le tocó en el hombro al hombre que iba en el asiento del copiloto. El hombre se dio la vuelta.
Tenía un rostro anguloso característico, con fuerte mandíbula y ojos oscuros de mirada profunda. Su expresión era de fría amenaza, crueldad y una especie de odio terroríficamente intenso. Durante unos momentos, me pareció que el mundo se alejaba de nosotros y yo quedaba allí suspendido, con la mirada enlazada con la del extraño. El miedo y un terror inexplicable me atenazaban. Después, el semáforo cambió de repente y el tranvía dio una sacudida hacia adelante. Una anciana que acababa de subir se cayó al suelo, saliéndose de la bolsa de la compra que llevaba unas granadas que se desparramaron. Varios estudiantes corrieron a ayudarla, impidiéndome ver el coche. Aprovechando la distracción, salté desde el otro lado del tranvía y corrí hacia un callejón lateral