XIII
LITERATURA Y ARTE
REACCIÓN LITERARIA
Tanto en la literatura como en la política, el siglo VI fue una época de gran movimiento; aunque es verdad que en las letras no se encuentran genios de primer orden como en la política. Nevio, Ennio, Plauto y Catón, todos estos escritores ricamente dotados y de una individualidad muy acentuada, no son creadores en el sentido propio de la palabra; y, sin embargo, ¡qué vuelo, qué movimiento y qué valentía en todos sus ensayos, dramas, epopeya e historia! Se conoce que andan por los campos de batalla de esas guerras de gigantes denominadas guerras púnicas. Hay en sus obras muchos trasplantes artificiales, muchas faltas de colorido y de dibujo: las formas y el lenguaje no son puros ni hábiles, y se entremezclan el elemento griego y el elemento nacional. Toda la obra, en fin, revela ciertas rutinas escolásticas, y no hay en ella libertad en el desarrollo, ni detalles acabados. ¡Qué importa! Si no tienen la fuerza que conduce al fin supremo, todos estos poetas, todos estos escritores, tienen valor y esperanza y se atreven a luchar con los griegos.
EL CÍRCULO DE LOS ESCIPIONES
En el siglo VI cambiaron mucho las cosas, pues había desaparecido la bruma de la mañana, y los poetas habían acometido su noble empresa con el sentimiento íntimo de la energía popular, probada en la reciente guerra. Como recién nacidos, no han visto las dificultades de la empresa comenzada, ni medido el alcance de su talento, pero han marchado al menos con ardor y con pasión. Pero he aquí que se paran de repente: los asfixiantes vapores de las revoluciones que la tormenta trae consigo han impregnado la atmósfera; y cuando muchos abren los ojos a la incomparable magnificencia del arte y de la poesía griegos, prueban al mismo tiempo la modesta condición del genio artístico de su pueblo. La literatura del siglo VI fue el producto del eco del arte griego en estos espíritus semicultos, pero conmovidos y sensibles. La mayor cultura helénica del siglo VII trae consigo una reacción literaria: la reflexión seca en su germen la imitación sencilla, como el helado viento del invierno destruye sin distinción las buenas y malas yerbas que brotan con las primeras lluvias del otoño. Esta reacción se verifica y se pronuncia principalmente en el círculo de Escipión Emiliano, que reunió lo más escogido de la sociedad romana. En él se encuentran, entre otros, al más antiguo amigo y consejero del gran hombre, Cayo Lelio Sapiens (cónsul en el año 614), sus compañeros más jóvenes, Lucio Furio Filón (cónsul en 618) y Espurio Mumio, hermano del conquistador de Corinto. Allí se habían acogido todos los literatos, fuesen romanos o griegos: el cómico Terencio, el satírico Lucilio, el historiador Polibio y el filósofo Panecio. ¿Cómo imponer a todos estos hombres, que leían constantemente la Ilíada, las páginas de Jenofonte y las de Menandro, cómo imponerles el Homero traducido al latín, o las pobres versiones de los dramas de Eurípides suministradas antes al pueblo por Ennio, y continuadas por Pacuvio? Concedo que por patriotismo no se deshiciese el látigo de la crítica, que se guardasen miramientos a las Crónicas nacionales. Sin embargo, Lucilio no dejaba de disparar sus más aceradas flechas contra los tristes personajes y las remontadas exposiciones de Pacuvio. El patriotismo no detenía las censuras, severas pero no injustas, que al fin de esta época el elegante autor de la Retórica de Herenio dirige a todos: se llamen Ennio, Pacuvio o Plauto, o sean esos poetas que tienen el privilegio de ser «ilógicos y de estilo campanudo». Los familiares de Escipión se encogían de hombros ante los toscos remiendos pegados por la ruda musa popular sobre la elegante capa cómica de Filemón y Difilo. Burlándose en parte, y en parte envidiándolos, se abandonaban ahora los toscos ensayos de una época confusa. Los elegantes jueces los trataban como el hombre trata en su edad madura los versos de su juventud; y, además, al renunciar a la idea de aclimatar aquel árbol maravilloso en el país latino, abandonaban los caminos superiores del arte en la poesía y en la prosa. Les bastaba con saborear las obras maestras de la musa extranjera. Así pues, el siglo actual no es productivo sino en los géneros secundarios, en la comedia ligera, en las misceláneas poéticas, en los folletos políticos y en las ciencias especiales. La última palabra de la literatura es la corrección del estilo con todos sus artificios; es, sobre todo, la corrección del lenguaje. De este modo, así como el estrecho círculo de los eruditos se separa en adelante de la muchedumbre, así también se bifurca la lengua: el latín clásico de las clases elevadas se aleja del latín vulgar del hombre del común del pueblo. «El lenguaje puro» (pura oratio),[1] tal es la expresión sacramental de los prólogos de Terencio; evitar y corregir las faltas de estilo, he aquí la principal misión de la sátira de Lucilio. Por una coincidencia singular, fue entonces cuando los romanos comenzaron a curarse de la manía de escribir en griego. Es verdad que todo esto constituye un progreso: en el periodo actual las obras literarias son mucho más completas, acabadas y satisfactorias en su género que las que las habían precedido o siguieron. Por último, desde la perspectiva del lenguaje, Cicerón afirma que el siglo de Escipión y de Letio fue la edad de oro de la pureza de la lengua latina. También la opinión pública comienza a ver en la profesión del literato no un oficio, sino un arte. A principios de este siglo, todavía era cosa mal vista para un noble romano, si no todas las composiciones poéticas, al menos las composiciones dramáticas y su lectura en público. Pacuvio y Terencio vivían con el producto de sus dramas: escribirlos era desempeñar un oficio de artesano, y el autor no nadaba en riquezas. En tiempo de Sila, ya todo había cambiado. Los honorarios recogidos en el teatro acreditan que el autor favorecido podía contar con grandes beneficios: el alto precio que se pagaba por la cosa borró la mancha original. La poesía dramática se elevó al rango de un arte liberal, los hombres más nobles y de las clases más altas, Lucio César (edil en 664),[2] por ejemplo no desdeñaban trabajar para el teatro de Roma, y tenían a mucha honra el sentarse en la cofradía de los poetas romanos, al lado de un Accio, de origen desconocido. Pero si el arte ha ganado en lo que respecta al honor y al interés que inspira, su vuelo no es el mismo ni en la vida, ni en la literatura. Jamás volveréis a encontrar la audacia ni la seguridad de sonámbulo que hace que el poeta sea poeta, y que da a Plauto, entre otros, la chispa y la sal que derraman sus composiciones. Los descendientes de los guerreros del tiempo de Aníbal se han convertido en personajes correctos, pero extinguidos.
LA TRAGEDIA
Examinemos ante todo la literatura dramática de los romanos. Por primera vez vemos a ciertos hombres dedicarse exclusivamente al género especial de la tragedia. Al revés de lo que sucedía en otro tiempo, los autores trágicos no cultivan las poesías cómica y épica. Aunque en los círculos de los literatos donde se escribe y se recita se tiene este género en mayor estima que los demás, sería un error creer que la poesía trágica hubiese realizado un verdadero progreso. En la tragedia nacional (prœtexta), creada tiempo atrás por Nevio, no es digno de mención más que el hijo tardío de la epopeya de Ennio, ese Pacuvio, de quien hablaremos pronto extensamente. Por lo demás, parece que hubo un gran número de poetas arregladores de tragedias griegas, dos de los cuales llegaron a crearse un nombre notable.
PACUVIO. ACCIO
Marco Pacuvio (de 535 a 625), de Brundusium, había consagrado su juventud a la pintura; solo al llegar a viejo fue cuando buscó en la tragedia los medios necesarios para su subsistencia. Por su edad y por la naturaleza de sus obras, pertenecen al siglo VI más que al siglo VII, por más que su vena poética no produjese nada sino en el transcurso de este último. Siguió en todo el estilo de Ennio, su compatriota, tío y maestro. Limando más su verso y con miras más levantadas que su predecesor, según los críticos posteriores fue un modelo de poesía erudita y de bello estilo. Los pocos fragmentos que de él nos quedan justifican, sin embargo, las acusaciones que le dirige Cicerón respecto del lenguaje, y las de Lucilio en cuanto al gusto. Su lenguaje es más áspero y desigual, su poesía más ampulosa y de más pretensiones que las de Ennio.[3] Como éste, parece que Pacuvio se dio también más a la filosofía que a la religión. En lo único en que no lo siguió fue en sus preferencias hacia el drama, concebido según las tendencias neológicas, y que predicaba la pasión sensual o las llamadas nuevas luces. Tomó indistintamente de Sófocles y de Eurípides; pero en este joven sucesor no hallaréis la atrevida inspiración de Ennio, esas aspiraciones de un genio casi original. Lucio Accio ha dejado imitaciones de los trágicos griegos de lectura más fácil y fluida que las de los versos de Pacuvio. Fue su contemporáneo, aunque mucho más joven. Hijo de un emancipado de Pisaurum, nació por el año 584, y murió hacia el 651; con Pacuvio fue el único dramaturgo trágico que caracterizó el siglo VII. Al escribir la historia literaria y cultivar la gramática, parece que quiso sustituir la ruda manera antigua de la tragedia latina por la pureza del lenguaje y del estilo; sin embargo, su desigualdad y su incorrección le valieron las graves censuras de Lucilio y demás puristas.[4]
COMEDIA GRIEGA. TERENCIO
En el género cómico encontramos a la vez una producción mucho más activa, y un éxito mucho mayor. Desde el principio de este periodo se había manifestado una reacción formal contra la comedia corriente y popular, reacción cuyo órgano principal fue Terencio. Terencio (de 558 a 595) es seguramente una de las más interesantes figuras de la historia de las letras latinas. Natural del África fenicia, y conducido muy joven a Roma como esclavo, se inició en la elegancia de la cultura helénica, y desde muy temprano pareció destinado a dar a la comedia nueva ateniense su carácter cosmopolita, que había degenerado bastante en las duras manos de Nevio, de Plauto y demás arregladores a sueldo del pueblo romano. Por la elección y el empleo que hace de los modelos, se ve inmediatamente a qué distancia se coloca del único de sus predecesores con quien puede comparárselo: Plauto. Este toma sus argumentos del confuso repertorio de la comedia nueva, sin desdeñar a los poetas más audaces y populares como Filemón. Terencio los toma casi exclusivamente de Menandro, el más florido, el más elegante y correcto de todos los poetas de la escuela. Por otra parte, obedeciendo a la inevitable ley que se impone a todo compositor de piezas latinas, continúa reuniendo la intriga de muchos dramas griegos en uno solo, pero lo hace al menos con una habilidad y un cuidado que supera todo lo que se había hecho antes de él. En su diálogo, Plauto se separaba mucho de sus modelos; Terencio, por el contrario, se vanagloria de la fidelidad textual de sus copias, sin que vayamos a creer que se trata aquí de una traducción literal, en el sentido que se atribuye a esta expresión. Desprecia y evita cuidadosamente el relieve de un color exclusivamente romano y aquellos retoques, rudos a veces, pero siempre vivos, que Plauto se complace en dar a su boceto griego. Jamás se ve en él una alusión que recuerde al espectador que está en Roma, nunca emplea un proverbio. Apenas se encuentra en él una reminiscencia,[5] y hasta transcribe al griego los títulos de sus piezas. La misma diferencia se nota en el material del arte. Los actores volvieron a tomar la máscara conveniente para cada papel: la escena se preparó con gran cuidado, y, a diferencia de Plauto, no presenta en la calle todos los incidentes del drama, donde quiera que pasen. Plauto enreda y desenreda la intriga como puede, sin preocuparse de otra cosa, pero su argumento es siempre agradable. Terencio es mucho menos vivo, tiene siempre en cuenta la verosimilitud y languidece el interés; rechaza constantemente los medios groseros y los expedientes rutinarios a que apelan sus predecesores, como por ejemplo los sueños alegóricos.[6]
Plauto bosqueja a grandes rasgos sus caracteres: sus cuadros son una especie de croquis que no produce efecto a distancia, por el conjunto y por los grupos. Terencio se limita al desarrollo psicológico: su pintura es una miniatura hecha con gran cuidado, y a veces excelente. Esto sucede en los Adelfos, en los que el ciudadano almibarado y amante de vivir bien forma contraste magnífico con el campesino consumido, fatigado por el trabajo y sucio. Los cuadros de Plauto y su lenguaje recuerdan los garitos; los de Terencio, la buena y honrada clase media. Terencio no nos conduce a las licenciosas tabernas: en sus composiciones no aparecen esas jóvenes sin vergüenza, tan amables con el huésped obligado que les da acogida; ni esos traidores de sable, ni esa chusma divertida y jocosa que no tiene más cielo que el techo de la bodega, y que es ralea destinada a ser pasto del látigo. Ahora bien, si alguna vez se los encuentra, están completamente modificados. En Plauto uno está siempre con ruin compañía, entre granujas o entre pillos consumados, mientras que en Terencio, por lo general, no vemos más que gente honrada; y si por ventura aparece que saquean el lupanar o que algún jovencillo es conducido a él, el incidente no deja de tener su parte moral. Unas veces tiene por motivo el amor fraternal, y otras quiere inspirar al joven héroe horror por esos lugares inmundos. En el teatro de Plauto, la taberna y los que la frecuentan están en oposición con el hogar doméstico. De hecho, ataca y rebaja a las mujeres con gran alegría de los maridos que se emancipan o no están seguros, ni mucho menos, de encontrar en casa una amable acogida. Esto no quiere decir que la comedia de Terencio muestre en las mujeres más moralidad, pero en ellas están mejor descritas la naturaleza femenina y la vida conyugal. La pieza termina ordinariamente con uno o dos casamientos honrados. ¿No se decía en elogio de Menandro que reparaba siempre la seducción por este medio? En cuanto a ensalzar el celibato, como hace Menandro muchas veces, su copista romano emplea una reserva enteramente característica.[7] Con algunos rasgos elegantes, en el Eunuco y en la Andriana se pintan en contraposición al amante y sus penas, al tierno marido cerca del lecho de la recién parida, a la amable hermana cerca del lecho de muerte de su hermano. La Hecira (la buena madre) concluye con el recuerdo de la cortesana virtuosa convertida en ángel salvador. ¡Verdadera figura, tal como las que creaba Menandro! Es verdad que el público de Roma la silbó y tuvo razón. En Plauto no aparece el padre más que para servir de mofa al hijo que lo engaña, mientras que, en el Heautontimorumenos (El atormentador de sí mismo) de Terencio, el hijo pródigo vuelve al camino del bien mediante la prudencia del padre. Por lo demás, como nuestro poeta es un excelente pedagogo, presenta en los Adelfos, la mejor de sus comedias, el justo medio que debe seguirse para la educación de los hijos, entre el tío demasiado condescendiente y el padre excesivamente riguroso. Plauto escribe para las masas y emplea términos burlescos e impíos, y en esto va hasta donde le permite la censura dramática. Terencio prefiere agradar a la sociedad escogida y no herir a nadie, que es lo que hacía Menandro. A Plauto le gusta el diálogo rápido y arma en sus piezas frecuentes camorras; su actor se agita y gesticula de pies a cabeza. A Terencio, por su parte, le basta una «conversación tranquila». El lenguaje de Plauto está salpicado de situaciones burlescas, de juegos de palabras, de aliteraciones, de nuevas formas cómicas, de un juego de palabras aristofanescas, de términos extravagantes y burlescos tomados de la Grecia. Terencio desconoce estas caprichosas niñerías: su diálogo marcha a paso igual y no tiene más sal que el giro de su frase sentenciosa y epigramática. No puede verse en su comedia la continuación de la comedia plautiana, ni desde la perspectiva poética, ni en el aspecto moral. Respecto de la originalidad, no es siquiera cuestionable en ninguno de ellos, pero aún menos en Terencio. Si se le concede el mérito más que dudoso de haber copiado más correctamente, es necesario decir también, como medio de compensación, que al querer imitar la gracia de Menandro no ha podido hacerlo con la viveza y la chispa que Plauto ha conseguido en las comedias imitadas del mismo autor. El Stichus, la Cajita, la dos Bacchis, todas ellas han sabido conservar el encanto del original mejor que las del joven émulo del poeta latino, ese «semi Menandro», como se lo llamaba. Por otra parte, así como al pasar de la rudeza de Plauto al pulimento sin relieve de los estéticos Terencio no ha conseguido que la comedia latina haga un verdadero progreso, tampoco es aceptable su moral acomodaticia, por más que repudie las obscenidades de Plauto y su indiferencia. El progreso solo existe respecto de la lengua. El lenguaje elegante, he aquí el orgullo del poeta. La palma que le fue concedida sobre todos los poetas romanos de la era republicana por los hombres más distinguidos de los tiempos posteriores, Cicerón, César y Quintiliano, la debió principalmente al atractivo de su inimitable estilo. Desde este punto de vista, su repertorio forma, con razón, una nueva era en la historia literaria de Roma, donde se atribuía menos valor al desarrollo de la poesía que al de la lengua latina, y se coloca en primer lugar entre los puros y artísticos copistas de las obras maestras de la Grecia. Por otra parte, la comedia moderna de Roma tuvo que abrirse el camino a costa de una gran lucha. La escuela de Plauto había echado sus raíces en la clase media y baja, y Terencio chocó con la viva resistencia de un público para quien su lenguaje era ordinario, y que no toleraba «su estilo enervado». Siendo demasiado sensible, nuestro poeta quiso responder a los malévolos. Sus prólogos, aunque no destinados a semejante tarea, les devuelven su crítica. Completamente cargados de argumentos ofensivos y defensivos, apelan a las gentes de buen tono, a la gente elegante, para la condena de las masas, que dejaron la Hecira en medio de la representación y se marcharon dos veces a ver a los pugilistas y a los funámbulos. Por último, Terencio declara que no aspira más que a los aplausos de los inteligentes, y añade que es cosa mal vista no dar algún valor a las obras de arte que tienen el don de agradar «al menor número». El rumor que circulaba de que algunos nobles le prestaban su concurso, y hasta lo ayudaban materialmente, no hizo que se incomodara y hasta lo concedió de buen grado.[8] Sea como fuese, consiguió abrirse paso, y así la oligarquía también dominó en la república de las letras. Rechazó la comedia artificial de los exclusivistas y oscureció de tal modo la comedia popular, que hacia el año 620 habían desaparecido del repertorio las comedias de Plauto. Desaparición tanto más notable cuanto que después de la temprana muerte de Terencio ningún talento distinguido vino a ocupar la escena. Incluso al fin del periodo actual se oyó a algunos jueces, hablando de las obras de Turpilio[9] y de otros poetas casi completamente olvidados, exclamar que las comedias recientes eran peores aun que la moneda falsa.
COMEDIA NACIONAL. AFRANIO
Ya hemos dicho antes (volumen II, libro tercero, pág. 456) que probablemente en el curso del siglo VI al lado de la comedia grecorromana (pailiata) había aparecido la comedia nacional (togata) y trazado el cuadro, si no de la vida misma y de las costumbres de la capital, al menos del movimiento y de la vida usual en el país latino. La escuela de Terencio no despreció este género, al mismo tiempo que permanecía fiel a su misión de aclimatar la comedia griega en Italia, publicando obras simplemente traducidas, o dando a luz imitaciones puramente romanas. El principal autor de la togata fue Lucio Afranio, que floreció hacia el 660. Es imposible formarse una idea exacta de su talento; no nos quedan de él más que muy raros fragmentos que no parecen desmentir los juicios de los críticos. Escribió muchas piezas, compuestas bajo el plan de las comedias griegas de intriga, pero al mismo tiempo, como sucede ordinariamente entre los imitadores, más sencillas y cortas que los originales. Respecto de los detalles, bebía en la fuente que le agradaba: en Menandro o en la antigua literatura nacional. No tiene ese sabor de acento local, tan notable todavía en Titinio, el creador de este género.[10] Por lo demás, nada hay preciso ni característico en sus asuntos; solo parecen una copia de la comedia griega en la que no cambia más que el traje. Afranio se distingue, como Terencio, por el elegante eclecticismo y por la habilidad de su dicción poética. Se permite frecuentes alusiones literarias y, como Terencio, se dirige a la enseñanza moral, con lo cual su teatro se aproxima al drama serio. Observa también fielmente las leyes de composición y las reglas del lenguaje; y, como última prueba de su parentesco con Menandro y con Terencio, citemos el juicio de la posteridad: Afranio, se dice, «habría vestido la toga como Menandro, si Menandro hubiera sido italiano». Él mismo dice en algunos lugares que «Terencio está sobre todos los demás poetas cómicos».
LA ATELANA
En esta época fue también cuando la farsa ocupó definitivamente un puesto entre los géneros literarios. Por lo demás, existía desde la más remota antigüedad (volumen I, libro segundo, pág. 482); ya mucho tiempo antes de la fundación de Roma, los jóvenes del Lacio se divertían en los días festivos con improvisaciones de carácter, cuyos tipos había fijado definitivamente la máscara. La escena de la farsa se localizó más tarde en la ciudad armada latina, en la ciudad antiguamente osca de Atela (no lejos de Aversa), destruida en el siglo de las guerras de Aníbal, y allí quedaron abandonadas a la humorística inspiración de los poetas cómicos, de donde tomaron estas piezas el nombre de «juegos oscos» (ludi osci) o «atelanas».[11] Pero en realidad la farsa no tenía nada en común con la literatura y el teatro,[12] y era ejecutada por aficionados en el lugar y del modo en que ellos lo entendían, y no había ningún texto escrito o publicado. Sin embargo, en el periodo actual se confió por primera vez la atelana a cómicos de profesión,[13] y se hizo de ella, como del drama satírico griego, la piececita para después de la tragedia. Los autores dramáticos no tardaron en consagrarle su talento. Entonces, ¿ha progresado por sí mismo este género, o, por el contrario, ha debido mucho a la farsa procedente de la baja Italia, con la que tenía tantos rasgos comunes?[14] Hoy no puede decirse con seguridad, pero lo que sí hay de cierto es que, consideradas en sí mismas, las fábulas atelanas eran un trabajo original. El fundador del nuevo género literario pertenece a la primera mitad del siglo VII.[15] Lucio Pomponio, que así se llamaba, nació en la colonia latina de Bononia. Tuvo por rival ante el público a otro poeta denominado Novio. Hasta donde puede juzgarse por los pocos restos que de ellas nos quedan, y por las indicaciones sacadas de los autores antiguos, las atelanas eran piececitas cortas de un acto, cuyo atractivo consistía menos en la intriga, generalmente extravagante y sin enlace, que en la viva y mordaz pintura de las clases y de las situaciones sociales. Las fiestas y los actos públicos eran sus temas favoritos: las Nupcias, el Primer Marte, el Candidato pancista (Pappus petitor), tales son sus títulos. Por lo demás, se dirige a las nacionalidades extranjeras, a los galos transalpinos y a los sirios; mientras que sus críticas se orientan principalmente a los oficios o profesiones. En estas vemos desfilar al guarda del templo (æditumus), al adivino, al augur, al médico, al aduanero, al pintor, al pescador, al panadero, etcétera. Es implacable con los heraldos y con los pregoneros públicos (pæcco posterior), y más aún con los bataneros, que entre los grotescos de Roma parece que desempeñaban el papel que hoy desempeña el sastre (en Alemania). No contenta con abrazar en su cuadro las múltiples situaciones de la clase de los ciudadanos, la atelana se apoderaba de la vida rural, de las alegrías y de los males del campesino. Los títulos de una infinidad de comedias nos dicen suficientemente cuánta abundancia de materiales les proporcionaba esta fecunda mina: la vaca, la burra, la cabra, la cerda, el cerdo, el cerdo enfermo, el campesino, el labrador, el vaquero, los vendimiadores, la escardadora, la pollera, etcétera. El criado estúpido o astuto (maccus o bucco), el viejo bonachón, el doctor sabio (dossennus), eran siempre en todas las piezas los que hacían las delicias del público. Sobre todo el primero, el polichinela de la farsa romana, el maccus glotón, puerco y panzudo, deforme, siempre enamorado, que sirve a todos de mofa, amenazado sin cesar por los palos de todos, y el chivo emisario al fin de la pieza. Este personaje da nombre a una multitud de atelanas: el Maccus soldado (Maccus miles), el Maccus tabernero (Maccus copo), el Maccus célibe (Maccus virgo), el Maccus desterrado (Maccus exul), Los dos maccus (Macci gemini), etcétera. Por poca imaginación que se tenga, es fácil representarse aquel espectáculo bullicioso y abigarrado de la mascarada romana. Los libretos, por lo menos desde el día en que se los consiguió por escrito, se acomodaron a la ley literaria común, poco o mucho, y adoptaron la métrica del teatro griego. Pero aun cuando hicieron esta concesión no permanecieron menos fieles a la ley de su latinidad exclusiva y popular; la comedia llamada nacional se quedaba muy por detrás desde este punto de vista. La atelana invadió también el mundo griego, pero no se mostró en él sino con la forma de tragedia disfrazada.[16] Novio fue el primero que ensayó en este género, pero no llegó muy lejos. El mismo poeta se atrevió a subir, si no hasta el Olimpo, al menos hasta la divinidad inmediata al hombre; de hecho escribió su Hércules haciendo almoneda (auctionator). Se comprende que el tono dominante en la farsa no sería de los más finos: las palabras de doble sentido demasiado claro, los gestos de campesinos indecentes y de la sal más grosera, espectros para meter miedo a los niños, y que en ocasiones hasta se los comen; he aquí lo que se halla a cada paso con alusiones personales y, algunas veces, hasta con nombres propios. Como quiera que fuese, el hecho es que eran un cuadro vivo y verdadero, y que esta mezcla confusa de arranques grotescos, de arlequinadas y a veces también de lenguaje robusto producía un atractivo real. La atelana logró hacerse lugar en el teatro y hasta en la literatura de la capital.
LA ESCENA Y EL TEATRO
En cuanto al material del teatro en general, no tenemos bastantes detalles, pero podemos decir con toda certeza que el público lo tomaba con interés creciente y que los espectáculos eran cada vez más frecuentes y magníficos. En adelante, no hay fiesta popular ordinaria o extraordinaria sin estas representaciones. En las ciudades del interior y hasta en las casas particulares, daban ordinariamente cierto número de funciones compañías de actores pagados. Pero mientras que más de una ciudad municipal tenía ya su teatro de piedra, la capital aún no lo poseía. Un empresario tomó un día a su cargo la construcción del edificio, pero, a propuesta de Escipión Nasica, el Senado intervino y lo paralizó todo (año 599). Era cosa muy conforme con las falsas apariencias de la política interior prohibir la erección de una escena permanente por puro respeto a los usos de los tiempos antiguos, en esta época en que las representaciones escénicas tomaban un vuelo irresistible, y cada año se gastaban sumas incalculables en la construcción de un teatro de madera, o bien en su decoración. Por estos mismos pasos, la organización escénica siguió el camino del progreso. El mejoramiento de las decoraciones y la resurrección de la máscara, en tiempo de Terencio, coinciden evidentemente con el cargo al Tesoro de los gastos de establecimiento y la conservación del material escénico (año 580).[17] Los juegos dados por Mumio después de la toma de Corinto formaron época en la historia del teatro romano (año 609). Sin duda fue entonces cuando se abrió por primera vez un escenario construido conforme a las leyes de la acústica griega y provisto de asientos para los espectadores, y cuando se prestó una atención especialísima al conjunto de las representaciones.[18] Fue entonces también cuando se oyó hablar con frecuencia de un premio dado al autor victorioso del concurso de piezas representadas, mediante el favor del público que tomaba partido por tal o cual principal actor, de las camarillas y hasta de los aplausos. El decorado y el ingenio del maquinista progresan bastante: los bastidores artísticamente pintados y el trueno de teatro datan de la edilidad de Cayo Claudio Pulquer (año 655).[19] Veinte años después, siendo ediles los hermanos Lucio y Marco Lúculo, se ejecutaban las variaciones escénicas a la vista mediante bastidores giratorios. Al fin de este periodo floreció el más grande de los artistas dramáticos de Roma, el liberto Quinto Roscio (que murió en el 692 cargado de años). Fue el ornato y orgullo del teatro durante muchas generaciones,[20] el amigo y el convidado frecuente de Sila, y de él particularmente hablaremos más adelante.
LA EPOPEYA
En el siglo VI, la epopeya había ya ocupado el primer rango en la literatura escrita; en el siglo VII sorprende su nulidad completa, no porque deje de tener muchos representantes, sino porque no puede contar entre ellos ni siquiera con uno que pueda vanagloriarse de un éxito efímero. En la época en que nos hallamos no encontramos más que algunos rudos ensayos de traducciones homéricas, algunas continuaciones de los Anales de Ennio, la Guerra de Fistria, de un tal Hostio, y los Anales, de un tal Aulo Furio (hacia el año 650), que según toda apariencia vuelve a tomar el relato de los hechos en la época en que se detuvo Ennio, en el curso de la expedición a Istria que va del año 576 al 577.
LA SÁTIRA. LUCILIO
Lo mismo sucede en la poesía didáctica y en la elegíaca. No hay ningún nombre que sobresalga y se haga célebre. El único éxito que registra la poesía recitada pertenece a la sátira, a ese género libre que lleva consigo todas las formas y todos los objetos, y que igual que la epístola y el boceto no observa ni reglas críticas ni leyes especiales. Este género se caracteriza según la individualidad de cada poeta, que tiene un pie en el campo de la poesía y otro en el de la prosa, y está casi fuera del verdadero dominio de la literatura. Uno de los jóvenes familiares del círculo de Escipión, Espurio Mumio, el hermano del destructor de Corinto, había enviado a sus amigos, precisamente desde el campamento al pie de los muros de esta ciudad, una serie de cartas poéticas y humorísticas que se leían con gusto después de transcurrido un siglo. Puede suceder que circulasen otras muchas composiciones de este género, no destinadas a la publicidad, entre esta sociedad amable, inteligente y escogida de Roma. Sea como fuese, tuvo su corifeo literario en la persona de Cayo Lucilio (de 606 a 661). Descendiente de una familia notable de la colonia latina de Suesa, y que había vivido también en intimidad con los Escipiones, escribió poesías y verdaderas cartas familiares destinadas a la publicidad, cuyo contenido, según la ingeniosa expresión de un sagaz crítico de los tiempos posteriores, nos muestra toda la vida de un hombre honrado, culto e independiente. Cómodamente asentado en los primeros puestos del teatro político, y de visita por entre los bastidores, asiste a los acontecimientos. Pasa el tiempo con su superiores más que con sus iguales, y, como curioso, toma parte en el movimiento de la literatura y de la ciencia sin aspirar al título de sabio o de poeta. Todo lo que encuentra de bueno y de malo, cosas consumadas o esperadas en la política, notas gramaticales y juicios emitidos, visitas, banquetes, viajes, anécdotas recogidas, pequeños y grandes acontecimientos de la vida, todo, en fin, lo consigna sobre sus tablillas de bolsillo. Cáustico, caprichoso y original, aviva sus versos con un marcado color de oposición. En consecuencia, en literatura, en moral y en política, acusa tendencias muy dogmáticas, pues había en él como una especie de levadura de insurrección de la provincia contra la capital. Sobre todo, tenía conciencia del buen lenguaje, de la vida honrada del sencillo aldeano de Suesa, y lo coloca orgullosamente en medio de la confusión de las lenguas y costumbres de la Babel latina. Para la misión literaria que se había impuesto se había aliado a la sociedad de los Escipiones, su órgano más perfecto y espiritual.
Lucilio consagró su primer escrito al fundador de la filosofía romana, a Lucio Estilón, de quien ya hemos hablado antes; y eligió por público no a los círculos ocultos que hablaban un lenguaje puro y clásico, sino a los tarentinos, a los brucios y a los sicilianos, es decir, a los semigriegos de Italia, cuyo latín reclamaba las correcciones del maestro. En su obra hay libros enteros donde no trata más que de ortografía y de prosodia. Allí fija sus reglas luchando cuerpo a cuerpo contra los modismos provinciales, prenestinos, sabinos y etruscos, y rechazando los errores usuales. Por otra parte, no olvidaba burlarse también del pedantismo de la escuela isocrática y del purismo estrecho de la palabra y de la frase.[21] Hasta osó, en tono medio festivo y medio serio a la vez, echar en cara a Escipión lo pulido de su lenguaje.[22] Pero nuestro poeta no se limita a predicar la corrección del estilo, ensalza a la vez las buenas costumbres en la vida pública y privada. Su situación le facilitaba todos los medios para esta enseñanza. Por un lado era igual a los nobles romanos, sus contemporáneos, por el nacimiento, la fortuna y la educación, y era además propietario de una hermosa casa en Roma. Sin embargo, no era ciudadano romano; no tenía más que el derecho latino. Su intimidad con Escipión, a quien había acompañado en su juventud durante el sitio de Numancia, y en cuya casa se le veía a todas horas, tenía quizá su origen en las múltiples relaciones de este mismo Escipión con los latinos, cuyo patronato había aceptado durante las graves discordias políticas de aquellos tiempos. Por consiguiente, estaba vedado a nuestro poeta el aspirar a los cargos públicos y desdeñaba las especulaciones de los capitalistas; no quería, y esto lo dice él mismo, «dejar de ser Lucilio para convertirme en publicano en Asia». De este modo atravesó los días tumultuosos de las reformas de los Gracos y los tiempos precursores de la guerra social. Visitaba a los grandes de Roma en sus palacios y en sus quintas, sin ser cliente de ninguno; estaba colocado en la plena corriente de las camarillas y de las facciones en lucha, pero no tomaba directamente partido por ninguna de ellas. Semejante a Beranger, a quien me recuerda muchas veces, como poeta y como político, y sobre la base de su independencia, habló muy alto el lenguaje del buen sentido: siempre sano, siempre imperturbable, se dirigió a las malas costumbres de la vida pública en Roma y lanzó con profusión los dardos de una facundia inagotable y los ataques de un espíritu siempre en ebullición.
«Pero ahora, desde la mañana hasta la noche, fiesta o no fiesta, veréis durante todo el día al pueblo y a los senadores penetrar en el Forum, sin abandonar un momento el sitio. No piensan ni trabajan más que en una cosa: en pronunciar bonitas frases para engañar a la gente, luchar a fuerza de astucia, adular a cuál más, remedar al hombre honrado y tenderse lazos, ni más ni menos que si estuvieran en guerra todos contra todos.»[23]
A este texto inagotable seguirán los comentarios burlones y sin piedad para nadie, ni siquiera para los amigos del poeta o para él mismo. Los males de los tiempos, las camarillas, la guerra de España que devora legión tras legión: a todo pasa revista, y desde el principio de sus sátiras nos hace penetrar en el Senado de los dioses, en el que se está deliberando sobre la magna cuestión siguiente: «¿Merece todavía Roma la protección de los inmortales?». Designa por sus nombres las corporaciones, los cuerpos de Estado y a los individuos. Excluidas del teatro romano la poesía política y su polémica, viven y respiran en su obra como en su verdadero elemento. Incluso en los pocos restos que nos quedan hallamos el encanto y el poder de una inspiración ardiente y rica; vemos además al poeta lanzarse con la «espada desnuda» sobre el enemigo, a quien atraviesa con ella. Así pues, ¡qué ascendiente moral, qué sentimiento tan noble y altivo en este latino procedente de Suesa! Y cuando más tarde, en el siglo alejandrino de la poesía romana, el gran poeta de Venosa quiso encargarse de continuar la obra y la sátira luciliana, necesitó con modesta justicia, y a pesar de su forma y de su fino arte, rendir las armas al viejo poeta, «su superior».
El lenguaje de Lucilio es el de un hombre que ha recibido a fondo la cultura grecolatina. Súbito y descuidado, algunas veces solía verse apurado para corregir sus versos: improvisaba hasta doscientos exámetros antes de ponerse a la mesa y otros doscientos después de quitarse. Así es que se encuentran en él digresiones inútiles, repeticiones frecuentes y descuidos lastimosos; emplea la primera palabra que se le ocurre, sea griega o latina. Lo mismo hace con el ritmo, y con el exámetro emplea su lenguaje habitual: «Cambiad el orden de las palabras —dice su ingenioso imitador— y ha de ser muy listo el que conozca que aquello no es una sencilla prosa: sus versos no son más que nuestra prosa rimada».[24] La poesía de Terencio y de Lucilio se colocan exactamente al mismo nivel, teniendo en cuenta lo que pueden ser una respecto de otra: la obra literaria cuidadosamente trabajada y de limado estilo, y la simple carta escrita cálamo currente. Pero el caballero de Suesa tenía sobre el esclavo africano la ventaja de una inspiración incomparablemente superior y de un genio observador más libre; de aquí su rápida y brillante fortuna literaria. Mientras que Terencio no tuvo más que difíciles y dudosos éxitos, Lucilio fue el favorito de la nación y pudo decir de sus versos, casi como Beranger, que serían los únicos leídos por todo el pueblo. En efecto, la increíble popularidad de las poesías lucilianas es, históricamente hablando, un acontecimiento notable. De aquí procede el que la literatura se convirtiese en un poder, y hallaríamos frecuentes pruebas de ello si poseyéramos detalladamente los anales de ese siglo. Luego vino la posteridad, que confirmó el juicio de los contemporáneos; entre los críticos de Roma, los antialejandrinos colocaron siempre a Lucilio entre los poetas latinos de primer orden. Respecto de la sátira y de su forma propia, puede decirse con verdad que él ha sido quien la ha creado; ésta es el único género que los romanos pueden reivindicar como propio y que han legado a los siglos posteriores.
En cuanto a la poesía que imita al alejandrinismo, no hay en Roma en el siglo VII nada que merezca la pena citarse, salvo algunos pequeños epigramas traducidos de los grecoegipcios, y algunas imitaciones de las que no debería decirse nada, sino que hacen presentir el siglo de la nueva literatura. Fuera del corto número de poetas conocidos y cuya edad no se puede precisar con exactitud, citaremos solo a Quinto Catulo (cónsul en el 652), y a Lucio Manlio, senador notable, que escribió hacia el año 657. Este fue el primero que hizo circular entre los lectores muchos de esos cuentos tan amados por los griegos, por ejemplo, la leyenda de Letona y de Delos, la fábula de Europa, la del Fénix, el ave maravillosa. A él es también a quien estaba reservado en el transcurso de sus viajes descubrir en Dodona y describir el famoso trípode, donde se leía el oráculo del dios a los pelasgos antes de su emigración hacia la tierra de los sicelos y de los aborígenes: hallazgo admirable y registrado inmediata y religiosamente en los libros de los Anales romanos.
LA HISTORIA. POLIBIO
En este siglo solo aparece el nombre de un historiador, que ni siquiera pertenece al movimiento italiano por su nacimiento, por sus tendencias, ni por su genio literario. Sin embargo, es el primero que ha sabido transportar la grande y universal figura de Roma al mundo de las letras, y a él es a quien deben las generaciones posteriores, incluso la nuestra, los mejores documentos acerca de la marcha de la civilización romana. Polibio (de 546 a 627) nació en Megalópolis, en Peloponeso, y era hijo de un aqueo llamado Licortas. En el año 655 siguió a los romanos en la expedición contra los celtas del Asia Menor; y durante la tercera guerra macedónica sirvió con gran fruto a sus compatriotas en varias comisiones militares o diplomáticas. Después de la crisis que atravesó Grecia al día siguiente de la guerra, fue conducido a Italia con los demás rehenes de Acaya. Durante siete años vivió internado en los círculos de la alta sociedad romana, pero admitido al mismo tiempo, gracias a los hijos de Paulo Emilio. Cuando se dio libertad a los rehenes volvió a su patria, donde se convirtió en mediador entre Roma y su confederación. Asistió además a la destrucción de Cartago y a la de Corinto. Las vicisitudes de su fortuna le habían mostrado, mejor que a los mismos romanos, la grandeza histórica de la capital. Hombre del Estado griego, cautivo en Italia, tenido en gran estima y hasta envidiado en ocasiones por su cultura helénica, tanto por Escipión Emiliano como por los primeros ciudadanos de Roma, vio reunirse en un solo lecho a los ríos que habían corrido separados durante muchos siglos. Los Estados mediterráneos y su historia iban a fundirse en la hegemonía del Imperio Romano y de la civilización griega. Es el primer heleno distinguido que entró con una formal convicción en el círculo de los Escipiones y en sus elevadas miras que abrazaban todo el mundo, y que vio claramente la superioridad del helenismo en el orden moral, por un lado, y la superioridad de Roma en el orden político, por otro. Los hechos habían fallado en última instancia, y ambas partes debían necesariamente someterse a la sentencia. Ya obrase como hombre de Estado, o escribiese como historiador, Polibio permaneció siempre en la línea que se había trazado, pues si bien en su juventud había obedecido al honroso pero impotente sentimiento del patriotismo local aqueo, al llegar a la edad madura, y con pleno conocimiento de la ineludible necesidad, se convirtió en su país en el representante de la política afecta a la soberanía de Roma. Política sabia y de elevadas miras, pero en la que no tenían nada que ver el orgullo nacional y la magnanimidad del corazón. Tampoco le fue dado a Polibio desprenderse de las pequeñeces y vanidades del hombre de Estado contemporáneo. Apenas le dieron la libertad, pidió al Senado en buena forma y por escrito la restitución de todos los rehenes en el rango y honores que les correspondían en el seno de sus ciudades natales. A esto Catón respondió con mucha oportunidad que le parecía estar viendo a Ulises volviendo a entrar en la gruta del gigante Polifemo a preguntar por su cinto y su sombrero. Convengo en que Polibio pusiera con frecuencia al servicio de sus compatriotas el crédito del que gozaba ante los grandes de Roma; pero doblegarse bajo su protección, como lo hizo, y jactarse de ello, es hacer competencia al servilismo del chambelán. Por lo demás, así como era su hábil condescendencia en los negocios de la vida, así fue también su genio literario. La gran tarea de su vida de escritor fue la historia de la reunión de los Estados mediterráneos bajo el dominio de Roma. Su libro abraza la diversa fortuna de todos los Estados civilizados de aquel tiempo: Grecia, Macedonia, Asia Menor, Siria, Egipto, Cartago, Italia, desde la primera guerra púnica hasta las destrucciones de Cartago y de Corinto. Refiere hasta las causas y la absorción sucesiva en la órbita italiana, y cree haber llegado al fin cuando muestra a Roma caminando racional y metódicamente a la dominación universal. Concepción y ejecución, todo difiere en esta obra erudita de la historiografía contemporánea de los griegos y romanos. El autor se aparta con habilidad de los caminos trillados. En Roma se estaba todavía en la simple crónica, no porque no hubiese materiales suficientes para la historia, sino porque, a excepción quizá de Catón, cuyos trabajos son estimables pero completamente individuales, los trabajos no pasan la primera etapa de la investigación ni de la exposición crítica. Lo que se llama historia, entre los romanos son todavía cuentos de viaje, o noticias desconocidas y enlazadas unas con otras. Los griegos escribían ya la historia, o al menos la habían escrito. Desgraciadamente se habían borrado por completo las nociones de Estado y de nacionalidad bajo el régimen disolvente de los diadocos; y, entre los innumerables autores del día, no había uno que siguiese las huellas de los maestros atenienses, que tuviese como ellos inspiración y adivinase la verdad, y que utilizase los materiales contemporáneos para construir la historia universal. Su género era solo el manual de los sucesos puramente exteriores; y en su relato se mezclaban además la afectación y la mentira recitadas por la escuela de los retóricos atenienses. Trivialidad, bajeza de estilo, todos los vicios del siglo depositaban en ella sus heces. Ni entre los romanos ni entre los griegos había nada que se pareciese a la historia de las ciudades y de las razas. Pero vino Polibio, quien en pensamiento al menos, y tal como acertadamente se ha dicho, se mantuvo a igual distancia de los atenienses y de los romanos, y así franqueó atrevidamente estas importunas barreras. Aplicó el sentido más maduro de la crítica griega a los materiales que Roma le suministraba, y legó a la posteridad, no una obra de historia universal, pero sí una obra vasta en la que se coloca por encima de las ciudades locales y considera el Estado grecorromano en toda su pujanza y porvenir. Jamás se halló quizás un historiador que reuniese tan completamente en sí las cualidades preciosas del escritor que bebe en las fuentes originales. Abraza con exactitud y tiene presente en cada momento el conjunto de su plan. Jamás separa la vista ni deja de seguir el movimiento de los hechos en su verdadero progreso. Leyendas, anécdotas, noticias confusas e inútiles, todo lo rechaza; pero describe los países y los pueblos, expone su sistema político o mercantil, y coloca en su lugar todos los hechos múltiples e importantes que los analistas han desechado por no saber en qué fecha precisa debían fijarlos. Polibio empleaba una gran circunspección y perseverancia en el uso y colocación de los materiales. Jamás hubo en la antigüedad quien lo superase en esto. Se lo ve coleccionar los documentos públicos, estudiar a fondo la literatura de las diversas naciones, sacar un gran partido de su situación personal para oír los hechos de boca de la misma persona que los ha presenciado, y por último recorrer metódicamente toda la región del Mediterráneo y gran parte de las costas del océano Atlántico.[25] El amor a la verdad forma en él una segunda naturaleza. En los asuntos de importancia no toma parte en pro ni en contra de tal o cual Estado, de tal o cual hombre; no quiere ver nada más que los sucesos y su íntimo enlace. Mostrar las relaciones de las causas y de los efectos es, en su sentir, la única misión del historiador. Nada se olvida en su relato, que es un modelo de claridad y sencillez; pero, a pesar de tantas cualidades preciosas, Polibio no alcanza el primer rango. Concibiendo su obra por el lado práctico, la concibe también literariamente con una gran inteligencia. La historia es el combate de lo absoluto y de la libertad, problema moral, si los hubo, pero Polibio la trata como si fuera un problema de mecánica. No tiene ojos más que para el conjunto, lo mismo en la naturaleza que en la ciudad. Los acontecimientos particulares y los individuos, por grandes que aparezcan, no son para él más que momentos, ruedas perdidas en la máquina inmensa que se llama el Estado. Desde este punto de vista, estaba mejor dotado que ningún otro para trazar los destinos de un pueblo que, como el de Roma, resolvía el problema único de una inaudita grandeza interior y exterior sin producir jamás un gran genio político en el alto sentido de la palabra; de ese pueblo al que hemos visto fundar el edificio de su fortuna sobre sencillas pero sólidas bases, con un rigor imperturbable y casi matemático. Pero en toda historia nacional se olvida la influencia de la libertad moral; ¿es que Polibio ha desconocido, en perjuicio suyo, esta influencia? Todas las cuestiones que tratan del derecho, del honor y de la religión, no las ve más que superficialmente. ¿Conviene acaso remontarse a la génesis de las cosas? La sustituye con explicaciones puramente mecánicas; todo hombre formal que lo lee se desespera. ¿Hay un método político más absurdo que el de hacer salir la excelente constitución de Roma de una mezcla hábil de los elementos monárquico, aristocrático y democrático, y atribuir los triunfos de Roma a la excelencia de su constitución? En cuanto a las relaciones generales de las cosas, no se ve en él más que un positivismo que espanta por lo seco y por lo frío; y sobre la religión, no hay nada más que la infatuación irritante y el desdén de una falsa filosofía. El estilo y la narración contrastan intencionadamente con la manera habitual de los griegos y su aspiración al lenguaje bello. Aunque exacto y preciso, Polibio es al mismo tiempo flojo e incoloro; se extravía más de lo justo en digresiones polémicas o en detalles de su vida personal, y convierte su historia en simples memorias de su propio interés. Se siente además en todo su libro una especie de corriente de oposición. Como ante todo escribía para los romanos, y no tenía entre ellos más que un círculo reducido de gentes que pudiesen comprenderlo, se sentía extranjero en Roma, hiciera lo que hiciese. Por su parte, sus compatriotas lo consideraban como un apóstata. En suma, con su vasta inteligencia de las cosas quería pertenecer al porvenir más que al presente. De aquí esa tintura de moralidad, ese acento amargo en su polémica contra los historiadores griegos, fugitivos como él o esclavos, y contra los historiadores de Roma, faltos de criterio. Suscita mezquinas cuestiones, y, abandonando entonces la gravedad del género, adopta el tono del libelista. Fue, en síntesis, un escritor sin atractivo; pero si la sinceridad vale más que el adorno y el arte, convengamos en que no hay un autor antiguo que nos suministre más sólida enseñanza. Su libro me trae a la memoria el sol de nuestros países (del Norte): al salir se levanta la niebla, y desaparece en el horizonte de las guerras del Samnium y de Pirro; al ponerse, vuelve al crepúsculo más triste, si cabe, que el del día precedente.
LOS CRONISTAS EN ROMA
Al lado de este grandioso esfuerzo y de esta concepción amplia de la historia de Roma, la literatura aborigen contemporánea nos ofrece un notable contraste. Al comenzar el periodo actual, encontraremos aún muchas crónicas en lengua griega: la de Aulo Postumio (cónsul en 603), de la que ya hemos hablado anteriormente (volumen II, libro tercero, pág. 488) y que está completamente viciada por el espíritu de convención, y la de Cayo Acilio (muerto ya muy viejo, hacia el año 612).[26] Pero muy pronto, ya fuese por el atractivo del patriotismo catoniano, o a imitación de las maneras elegantes de la sociedad de los Escipiones, se impuso completamente la lengua latina; apenas si entre los escritos históricos nuevos se presentan uno o dos redactados en griego.[27] Los cronistas helenos de los primeros tiempos fueron traducidos al latín y muy probablemente circularon con preferencia con esta nueva forma. Por desgracia, si dejamos aparte la cuestión del empleo del idioma nacional, no encontramos nada digno de alabanza en los cronistas latinos. Sin embargo son numerosos y están cargados de detalles: citemos como ejemplo a Casio Hemina (hacia el año 608), a Lucio Calpurnio Pison (cónsul en el 621), a Cayo Sempronio Tuditano (cónsul en el 625) y a Cayo Fannio (cónsul en el 632).[28] Agreguemos a estos trabajos la redacción de los anales oficiales de la ciudad, recopilados en ochenta libros por los cuidados del gran pontífice Publio Mucio Escévola, cónsul en el 621 y célebre además por su ciencia jurídica, en la que fue maestro de Cicerón. Con esta publicación que forma época, Mucio Escévola acabó y cerró los grandes anales de Roma. Después de él no hay noticias sacerdotales, o al menos, cuando las crónicas particulares se multiplicaron por todas partes, el libro pontificial perdió su importancia literaria. Pero todos estos anales, ya se anunciasen como oficiales o como privados, no eran más que puras compilaciones formadas con todos los materiales contemporáneos históricos. Si bien eran exactos y sinceros en cuanto era posible, no bebían en las verdaderas fuentes y se cuidaban poco de la forma. Sea como fuese, como en la crónica la poesía se acerca a la verdad, sería una gran injusticia condenar a Nevio o a Fabio Pictor el haber seguido el mismo camino que Ecateo (volumen I, libro segundo, pág. 490), o que Sajón el Gramático.[29] Ahora bien, sin duda fue poner a prueba la paciencia del lector querer más tarde edificar con estas nubes castillos en el aire. No hubo en la tradición una laguna, por profunda que fuese, que no intentase llenar con falsas narraciones engalanadas con rasgos poéticos. Los cronistas ensartan sin escrúpulos los eclipses de sol, las cifras del censo, los cuadros genealógicos y los triunfos, y se remontan desde el año corriente al año I de Roma. Presentan con gran aplomo el año, el mes, y hasta el día de la apoteosis de Rómulo, y refieren que el rey Servio Tulio triunfó sobre los etruscos la primera vez el 25 de noviembre del año 183, y la segunda el 26 de mayo de 187. Dicen además, y en esto están de acuerdo consigo mismos, que en el arsenal romano se enseñaba a las gentes sencillas la embarcación en la que Eneas había venido de Ilion al Lacio. Hasta se enseñaba la puerca que lo había guiado, y que tenían conservada con sal en el templo de Vesta. Todos estos buenos cronistas quieren unir a su talento para mentir la fastidiosa exactitud de los archiveros; pero, como desprecian los verdaderos elementos de la poesía y de la historia, no tienen a la mano más que materiales insípidos con los que recargan sus cuadros. Leemos en Pison, por ejemplo, que Rómulo se abstenía de beber la víspera de celebrar junta; y que, al entregar la ciudadela de Roma a los sabinos, Tarpeyo obedecía al amor a la patria cuando quería ocultar al enemigo sus escudos. Después de esto, ¿cómo admirarse del juicio severo de los contemporáneos, respecto de semejantes obras? «Esto no es historia —exclaman— sino cuentos para entretener a los niños.» Yo estimo en mucho más otros escritos raros del mismo siglo sobre los acontecimientos de la víspera y de ese mismo día: la Historia de las guerras de Aníbal, por Lucio Cecilio Antipater (hacia el año 633),[30] y la Historia de mi tiempo, por Publio Sempronio Aselion, algo más joven que este último. En estas historias al menos se encontraban documentos preciosos y el sentido exacto de la verdad. En el mismo Antipater el relato no carecía de energía, aunque se resentía de su terror. Pero, según el juicio de los críticos y los fragmentos que nos quedan, ninguno de estos libros se aproxima a los Orígenes de Catón el Mayor, a esta antigua composición tan enérgica en la forma y tan nueva en el fondo, y que por desgracia no formó escuela entre los historiadores ni entre los políticos (volumen II, libro tercero, pág. 471).
MEMORIAS Y ARENGAS
Finalmente se produjo un género fecundo, género secundario, completamente individual y efímero, pero que tenía relación con la historia. Me refiero a las memorias, a las cartas misivas y a las arengas. Los principales hombres de Estado de Roma se habían aficionado ya a escribir sus recuerdos: citemos a Marco Escauro (cónsul en el 639), a Publio Rufo (cónsul en el 649), a Quinto Catulo (cónsul en el 652), e incluso al dictador Sila.[31] No obstante, estas diversas producciones, fuera de los preciosos materiales que contenían, parece que influyeron muy poco en la literatura. Otra cosa sucedió con las cartas de Cornelia, madre de los Gracos, tan notables por la pureza de su lenguaje, como por la elevación de sus ideas. Fueron la primera correspondencia que se publicó en Roma, y la primera obra literaria producida por una mujer romana. En cuanto a las arengas, conservan el carácter de la elocuencia catoniana: los informes o defensas de los abogados pertenecían aún al dominio de las bellas letras, y solo los folletos políticos circulan en realidad con el título de discursos. Sin embargo, durante el movimiento revolucionario el folleto creció en extensión e importancia, y, entre los innumerables que se produjeron, hay algunos que deben su éxito a la elevada posición de sus autores o alcanzan un puesto por su propio mérito, semejantes a las filípicas de Demóstenes o a los folletos de Courier. Hay que recordar los discursos políticos de Cayo Lelio y de Escipión Emiliano, esos modelos de perfecta latinidad y del más pobre patriotismo,[32] y los ensayos de elocuencia de Cayo Ticio, esas pinturas tan vivas del tiempo y de los lugares, ese inolvidable retrato de los senadores desempeñando el oficio de jurados. ¡Qué magníficos rasgos pudo copiar de Ticio la comedia nacional! Sin embargo, sobre todas las demás debemos citar las numerosas arengas de Cayo Graco y sus vehementes periodos, que reflejaban como en un fiel espejo la pasión profunda, las nobles aspiraciones y los fatales destinos de este genio sublime.
LAS CIENCIAS. LA FILOLOGÍA. ESTILÓN
Pasemos a la literatura científica. Hacia el año 600, el jurisconsulto Marco Bruto publicó una recopilación de pareceres y consultas.[33] Tentativa notable puesto que introdujo en Roma la forma del diálogo, usada entre los griegos en materias científicas. Los interlocutores, el lugar, el tiempo, todo está allí dispuesto como en un drama, y la obra reviste un carácter a la vez artístico y dramático. Pero los sabios que vienen después de Bruto, Estilón y el filólogo y gran jurisconsulto Escévola, fueron los primeros que se apresuraron a abandonar un método más poético que práctico al tratar asuntos que se refieren a la cultura general, o al escribir sobre cosas especiales. En este pronto abandono de los lazos de la forma artística se estrecha recíprocamente el valor de la ciencia y el interés creciente que esta suscita. Respecto de las humanidades, la gramática, o mejor dicho la filología, la retórica y la filosofía, ya hemos dicho anteriormente cuanto teníamos que decir. Sea como fuere, en adelante constituyen uno de los elementos esenciales de la cultura en Roma y comienzan a separarse las ciencias especiales propiamente dichas. En las letras alcanza su mayor florecimiento la filología latina, unida por lazos estrechos con la filología griega, que hace mucho tiempo tiene sus leyes fijas y determinadas. Por lo demás, hemos mostrado que desde el principio del siglo VII los épicos latinos tuvieron sus diascebastas y sus escoliastas, que no era solo en el círculo de los Escipiones donde se empleaba una refinada corrección y que muchos poetas de gran nombradía, como Accio, Lucilio y otros, procuraban reglamentar la ortografía y la sintaxis. Por esta misma época, y entre los que cultivan la historia, podían señalarse algunos ensayos de filología real (antigüedades históricas); pero, en esta rama nueva, los desdichados analistas de aquel tiempo no consiguieron mejor resultado que al escribir la historia. Se cita el trabajo de Hemina Sobre los censores y el de Tuditano Sobre los magistrados. Sin embargo Sobre las funciones públicas fue un libro más interesante que produjo la pluma de Marco Junio, el amigo de Cayo Graco, y él fue el primero que acudió al estudio de las antigüedades para auxiliar las tentativas políticas actuales.[34] En sus Didascalias métricas, Roscio había bosquejado una especie de historia del drama latino. Pero todos estos trabajos científicos sobre la lengua nacional se inspiraban todavía en el puro diletantismo, y nos recuerdan a nosotros, los alemanes, la literatura ortográfica de los tiempos de Bodmer y de Klopstock.[35] En cuanto a las producciones de los anticuarios, conviene asignarles también un lugar modesto hasta que llegó por fin Lucio Elio Estilón. Discípulo fiel de los eruditos de la escuela alejandrina, trató ex profeso el lenguaje y las antigüedades (hacia el año 650). Se lo ve remontarse a los más antiguos monumentos del idioma romano, comentar las letanías de los salios y el derecho civil de Roma (las Doce Tablas). Se entregó a grandes investigaciones sobre la comedia del siglo VI, y formó una lista crítica de las piezas auténticas de Plauto. Al igual que los griegos, sus maestros, prosiguió la génesis histórica de todos los hechos de la vida romana y del comercio que suscita y mantiene; quiere dar a cada uno de estos hechos el nombre del inventor, y abarca en el cuadro de sus estudios el inmenso cúmulo de las tradiciones de los analistas. Tuvo un gran éxito entre sus contemporáneos. Los poetas y los historiadores más importantes le dedicaron sus libros: Lucilio, sus sátiras, y Antipater, sus anales. Como verdadero padre de la filología romana, fundó y determinó la ciencia, en tanto dejó a Varrón, su mejor discípulo, la continuación de sus trabajos de erudición gramatical e histórica.
LA RETÓRICA
Es fácil comprender que la retórica latina se quedó muy por detrás de los géneros literarios que preceden. Solo podían mencionarse algunos manuales o ejercicios que tenían por modelo los tratados griegos de Hermágoras,[36] o de su compañeros. Las necesidades reales del arte, unidas a la vanidad y a la codicia, produjeron profesores sin cuento. No hablaremos más que de una obra anónima que, según la moda de entonces, enseñaba a la vez la literatura y la retórica latinas, y escribía sobre ambas. De ella solo nos resta un tratado, que según creo ha sido compuesto en tiempos de la dictadura de Sila,[37] y que es una obra notable por su método exacto, claro y seguro, y por su independencia respecto de los tratados griegos. Aunque en el fondo los sigue paso a paso, no deja de descartar, y aun de rechazar con vivacidad, «toda esa hojarasca inútil que se presenta únicamente para exagerar las dificultades de la ciencia». Censura amargamente esa hábil dialéctica que «divide un cabello». Como maestro consumado en su arte, teme haber hablado alguna vez de una manera equívoca, y concluye por ocultar su nombre. Evita con cuidado recurrir a la terminología helénica y aconseja a su discípulo que se guarde del abuso de la escuela. Confiesa además la excelente regla referida a que lo que el profesor debe enseñar es, ante todo, que el discípulo camine por sí solo, y sostiene de una manera formal que lo principal es la vida, y la escuela, lo accesorio. Por último, a continuación de las reglas pone una serie de ejemplos elegidos por él mismo, que son como el eco de las defensas célebres de los abogados romanos de la última generación. Ya hemos visto cómo la oposición que luchó contra los excesos del helenismo lo hizo también contra la creación de la llamada retórica latina. De hecho la oposición continuó incluso después de que la elocuencia romana ya hubiera conquistado un puesto, y a pesar de que si se la compara con la teoría y la práctica griegas contemporáneas gana notablemente en dignidad y en utilidad verdadera.
LA FILOSOFÍA
La filosofía aún no había entrado en el dominio de la literatura, ni se sentían las necesidades morales de una escuela nacional; ninguna causa exterior impulsaba a los latinos a escribir sobre estas materias. Ni siquiera podrían asignarse con seguridad a este periodo algunas raras traducciones de los manuales griegos más populares; todo el que se ocupaba de filosofía leía y disputaba en griego.
CIENCIAS ESPECIALES. LA JURISPRUDENCIA
En las ciencias especiales era insignificante la actividad de los estudios. Por buenos labradores y cultivadores que hubiese en Roma, no se prestaba allí el suelo a los estudios físicos ni matemáticos. Este desdén hacia la teoría científica se manifiesta en sus resultados. Véase cuán ínfima es la condición del arte de la medicina y de la mayor parte de las ciencias militares. Solo floreció la jurisprudencia. Es imposible exponer la cronología de su progreso interno: digamos en conjunto que el derecho sagrado cayó en desuso, y que al fin del periodo no fue en Roma lo que es entre nosotros el derecho canónico. Por el contrario, cada día se formulaba con más profundidad y exactitud la idea jurídica. En tiempo de las Doce Tablas, no se conocían más que los símbolos exteriores. Aún no se los había sustituido por elementos íntimos y característicos, y se ignoraba, por ejemplo, la noción compleja de la imputabilidad de una acción no intencionada, y la noción de la posesión, a la que se debe en primer lugar la protección de la ley (interdictum). En tiempo de Cicerón la ciencia ya ha progresado mucho, pero su progreso real data indudablemente del siglo VII. Muchas veces hemos visto a la política actuar sobre la jurisprudencia, y esa influencia dista mucho de ser siempre saludable. La creación de la jurisdicción centunviral, por ejemplo, en materia de sucesión colocó las fortunas en manos de un tribunal que estatuía como los jurados criminales, y que, en lugar de aplicar la ley, se sobreponía a ella. Así, obedeciendo a una mal llamada equidad minó profundamente el edificio de las instituciones jurídicas. Citemos entre otras la regla insensata que se estableció en la práctica, y según la cual todo pariente omitido por el testador tiene derecho a pedir en justicia la anulación del testamento, situación en la que el juez decidía ex arbitrio.[38]
Sobre la literatura jurídica estamos mucho mejor informados. En otro tiempo estaba limitada a formularios y vocabularios, mientras que en esta época había ya manuales de consultas muy semejantes a nuestros modernos prontuarios de jurisprudencia. Hacía mucho tiempo que estas consultas no se dirigían solamente a los miembros del colegio de los pontífices. Todo aquel que recibía personas que venían a preguntarle, les respondía en su casa o en el Forum. De aquí las conclusiones y discusiones racionalmente motivadas que se referían a las controversias corrientes en la ciencia. Al principio de este siglo se ponen ya por escrito y comienzan a ser recopiladas. Catón el Joven y Marco Bruto, su contemporáneo, fueron los primeros que reunieron y publicaron sus pareceres por orden de materias.[39] De aquí a la exposición científica y sistemática del derecho civil, no había más que un paso. Ésta tuvo por fundador e intérprete al ilustre Quinto Mucio Escévola (cónsul en el 659 y muerto en el 672), cuya familia poseía, como por derecho de herencia, la ciencia jurídica y el gran pontificado. Sus dieciocho libros sobre el derecho civil comprendían toda la materia del derecho positivo. En ellos se encontraban los textos de la ley, los juicios y las autoridades, tomadas de las más antiguas compilaciones o de la tradición oral. Redactados con toda exactitud y todo el cuidado posible, sirvieron de base y de modelo a los sistemas posteriores. Otro libro de Escévola sobre las definiciones engendró los manuales y los resúmenes que aparecieron después de él. Los progresos de la ciencia del derecho no tenían en el fondo nada en común con el helenismo. Sin embargo, el conocimiento de los métodos doctrinales y filosóficos de la Grecia contribuyó indudablemente a la edificación sistemática de la jurisprudencia; y hasta en el título del último escrito de Escévola vemos aparecer la influencia griega. Recordemos también aquí lo que hemos dicho anteriormente (págs. 442-443): los preceptos del Pórtico influyeron poderosamente sobre la jurisprudencia externa romana.
EL ARTE
El arte no ofrece nada de lo que puedan felicitarse mucho los romanos. La curiosidad de los aficionados va progresando en todo, en la arquitectura, en la escultura y en la pintura, pero su habilidad práctica retrocede antes que adelantar. Durante su permanencia en Grecia prestaban a las obras artísticas una atención creciente cada día, y, desde este punto de vista, la expedición de los silanos al Asia Menor formará época. Se multiplicaron los peritos en Italia. Primero se buscaron las pequeñas obras de plata y de bronce; pero a principios de este siglo corren ya en busca de las estatuas y aun de los cuadros de los artistas griegos. El primer cuadro que se expuso públicamente en Roma fue el Baco de Aristides, uno de los pintores griegos más famosos, que fue sacado por Lucio Mumnio del botín de Corinto, cuando vio que el rey Atalo ofreció por él seis mil dineros.
Las construcciones comenzaron a hacerse con gran lujo y se echó mano del mármol del otro lado de los mares, del Cipolin del Himeto, pues aún no habían comenzado a explotarse las canteras italianas. Un pórtico soberbio, maravilla admirada aún bajo los emperadores y que había levantado en el campo de Marte Quinto Metelo el Macedonio (cónsul en el año 611), cerró el primer templo de mármol edificado en Roma, el templo de Júpiter y de Juno, del que aún se encuentran fragmentos en las Pescheria Vecchia. A esta siguieron otras construcciones análogas, una sobre el Capitolio, obra de Escipión Nasica (cónsul en el 616), y otra en el circo sobre el Palatino, obra de Gneo Octavio (cónsul en el 626). Por desgracia, los romanos sabían comprar y robar más que crear: ¿qué testimonio más elocuente de su pobreza en arquitectura que el de ver arrebatar y trasladar las columnas de los antiguos templos de Grecia y, como hizo Sila, decorar el Capitolio con las arrebatadas al santuario de Júpiter en Atenas? Si la época produjo algunas obras originales se debieron principalmente a los artistas extranjeros. Todos los de alguna reputación, sin excepción, y eran muchos, son griegos de Italia o de la propia Grecia que habían fijado su domicilio en Roma. Citemos al arquitecto Hermodoro de Salamina, en Chipre, el restaurador de los puertos de Roma. Por cuenta de Quinto Metelo edificó también en el interior del Pórtico, del que acabamos de hablar, el templo de Júpiter Stator; y por cuenta de Décimo Bruto (cónsul en el 616) construyó el templo de Marte del circo flaminio. Citaremos también al escultor Prasiteles, allá por el año 665, natural de la Gran Grecia y autor de las estatuas de los dioses esculpidos en marfil y destinadas a los templos de Roma, y al pintor y filósofo Metrodoro de Atenas, que tomó a su cargo la empresa de pintar los cuadros o lienzos en honor al triunfo de Paulo Emilio (año 587).
Comparadas con las del siglo VI, las monedas ofrecen una gran variedad de tipos, pero, respecto del cuño, se nota decadencia más bien que progreso.
Faltan la música y el baile. También éstos habían emigrado de Grecia a Roma, a título de accesorios al lujo de decoración, y no porque fueran nuevos en la capital, pues la flauta y la danza etruscas habían figurado oficialmente en las festividades, con los emancipados y las clases bajas del pueblo desempeñando estos papeles. Lo que sí era una novedad era ver a las danzas y la música griegas convertirse en una cosa indispensable en los banquetes de los personajes nobles, y ver que tenían abierta una academia de baile. Allí, copiando las palabras de una invectiva de Escipión Emiliano, «recibían lecciones de baile más de quinientos niños y niñas de las clases más ínfimas y de las más elevadas confundidos unos con otros, dirigidos por un bastonero, bailando al son indecente de los crótalos y recitando canciones no menos despreciables, pulsando los malditos instrumentos de cuerda que usaban los griegos». Que un consular y gran pontífice, que Publio Escévola (cónsul en el 621) se agitase en la arena recibiendo y echando la pelota, en el momento mismo en que decidía las cuestiones más embrolladas de derecho, era cosa que podía tolerarse, pero que los jóvenes nobles de Roma se presentasen ante el pueblo y tomasen parte en los juegos dados por Sila era un mal grande e inaudito. Llegó un día en que el gobierno quiso intervenir. En el año 639, los censores proscribieron todos los instrumentos de música a excepción de los indígenas. Pero Roma no era Esparta, y estas vanas prohibiciones no hicieron más que poner de manifiesto la debilidad del poder, lejos de intentar asegurarles una sanción por medios persistentes y severos de coacción.
Echemos una última ojeada sobre el conjunto del cuadro. Si comparamos la literatura y el arte italiano desde la muerte de Ennio, al principio de la era ciceroniana, con lo que fueron durante el periodo precedente, se ve que descienden por la pendiente de una decadencia infecunda. En la literatura han muerto o languidecen los géneros nobles, la epopeya, la tragedia y la historia, y solo florecen todavía los géneros secundarios, traducción e imitación de la pieza de intriga, farsa y obras familiares en verso o en prosa. En este último terreno, en medio de las ráfagas de la revolución, volvemos a encontrar a los dos talentos épicos más grandes. Cayo Graco y Cayo Lucilio, que superan infinitamente a la multitud de los demás escritores, del mismo modo en que, en una época reciente de la literatura francesa, Courier y Beranger han dominado la multitud de nulidades ambiciosas que los rodeaban. En las artes plásticas y de diseño, duermen hoy por completo las siempre medianas facultades productivas de Roma. Pero los gustos literarios y artísticos puramente pasivos están en un completo progreso; y, así como los epígonos políticos se contentan en el siglo VII con recoger y utilizar la herencia legada por sus padres, así también asisten asiduamente al teatro, aman las letras, son peritos en las obras de arte, y todos son coleccionistas. Tales tendencias tienen por otra parte sus ventajas, pues conducen a estudios serios y eruditos; así es que observamos un esfuerzo inteligente en la filología gramatical y real. Se fundan las ciencias en Roma; pero desgraciadamente, si su obra comienza en los tiempos que acabamos de recorrer, también corresponden a éstos los primeros y pobres ensayos, las primeras imitaciones de la poética de invernadero, que anuncia el precoz advenimiento del alejandrinismo romano. En todas las producciones del siglo se admiran el pulimento, la corrección y el método, cosas todas desconocidas en el siglo anterior; y, en realidad, los literatos y los aficionados actuales no dejaban de tener razón al desdeñar a sus toscos predecesores. Pero aun riéndose y burlándose de sus informes ensayos, aun los más hábiles maestros nuevos debían confesar francamente que la primavera de la nación había ya terminado. Quizás entonces llegarían muchos a sentir una especie de tristeza en los silenciosos repliegues de su pensamiento, y quizá también hubieran querido volver a comenzar los amables errores de los tiempos que representaban la juventud del pueblo.