VI
TENTATIVAS DE REVOLUCIÓN POR MARIO Y DE REFORMA POR DRUSO
MARIO
Cayo Mario, hijo de un pobre jornalero, nació en el año 599 (155 a.C.) en la aldea de Cereata (en Arpinum), que más tarde obtuvo derecho municipal con el nombre de Cerata Marianae, y aún hoy lleva el nombre de patria de Mario (Casamata). Su educación se verificó al lado del arado, y sus recursos eran tan insignificantes que no eran suficientes para abrirle el acceso a las funciones locales en Arpino. Desde muy temprano se acostumbró a lo que había de practicar mucho una vez llegado a general. El hambre y la sed, los ardores del sol y el frío del invierno, dormir en el suelo, todo esto era para él puro juego. Cuando llegó a la edad para ello, ingresó en las filas del ejército; fue a la dura escuela de las guerras de España y llegó a obtener muy pronto el grado de oficial. En el sitio de Numancia, a los veintitrés años, llamó la atención de Escipión, aquel general ordinariamente tan severo, por la limpieza de su caballo y de sus armas, por su bravura en los combates y por su buena conducta en el campamento. A su regreso ostentaba honrosas cicatrices y las insignias del mérito militar, y deseaba ardientemente crearse un nombre en esta carrera en la que había comenzado a hacerse ilustre. Pero, en las circunstancias presentes, aun el más recomendable de los ciudadanos, si no poseía riquezas ni tenía relaciones, hallaba despiadadamente cerrados todos los cargos públicos, que a su vez era el único camino que podía conducir a los altos cargos militares. El joven oficial supo conquistar riquezas y amigos con ayuda de las especulaciones comerciales, que le dieron buenos resultados, y por su unión con una hija de la antigua gens de los Julios. Por último, al cabo de grandes esfuerzos y de muchos fracasos, llegó en el año 639 a la pretura y, encargado del gobierno de la España ulterior, halló un gran campo donde manifestar nuevamente su vigor militar. Muy pronto, y a despecho de la aristocracia, se lo vio cónsul en el año 647 y procónsul en el 648 y el 649. Terminó afortunadamente la guerra de África, y después de la derrota de Orange fue colocado al frente de las operaciones militares contra los germanos. Ya hemos dicho cómo durante su consulado, que había sido renovado por cuatro veces (de 650 a 654), cosa que era una excepción sin ejemplo en los anales de la República, venció y destruyó a los teutones y a los cimbrios. En el ejército se había portado como hombre bravo y leal; justiciero para con todos, sumamente probo y desinteresado en la distribución del botín, y sobre todo incorruptible. Como un hábil organizador había puesto la mohosa máquina militar en estado de funcionar: buen capitán, además, sabía imponer la disciplina al soldado y tenerlo contento, se ganaba su afecto y se convertía en su camarada; era diestro frente al enemigo y sabía buscar el momento oportuno. Esto no quiere decir que fuera un general extraordinario, al menos en cuanto a nosotros se nos alcanza, pero su mérito, muy recomendable por cierto, era suficiente en las circunstancias actuales para darle un nombre ilustre, pues solo eso lo había conducido con un esplendor inaudito hasta formar en la primera línea de los consulares y de los triunfadores. Su voz continuó siendo ruda y su mirada feroz, como si aún tuviese delante a los libios o a los cimbrios, y no a sus perfumados colegas, modelos de finura y de elegancia. No quiere decir tampoco que, al mostrarse tan supersticioso como el simple soldado, hubiese allí algo que dejase entrever al antiaristócrata. Nada hay de extraño en que, al presentar su primera candidatura al consulado, obedeciese a los oráculos de un arúspice etrusco tanto al menos como al impulso de sus talentos personales. Era muy común verlo durante la campaña contra los teutones y en pleno consejo de guerra prestar oído a las profecías de Marta, adivina siria. En este aspecto, lo mismo ahora que siempre, se habían aproximado mucho las clases altas romanas y las bajas. Lo que la aristocracia no podía perdonar a Mario era su absoluta carencia de educación política: que había batido a los bárbaros, perfectamente; pero ¿qué pensar de un cónsul que ignoraba las leyes de la etiqueta constitucional hasta el punto de entrar en el Senado con traje triunfal? No importa: tenía tras de sí todo el estado llano. No contento con ser un pobre, como decían los aristócratas, era mucho peor: se mostraba frugal y enemigo declarado de la corrupción y de la intriga. Soldado antes que todo, no conocía la finura y la delicadeza extremadas, y bebía mucho, sobre todo en los últimos años. Además no sabía dar grandes banquetes, y no tenía más que un mal cocinero. Tampoco sabía hablar más que en latín; conversar en griego era para él cosa imposible. Lo disgustaban las representaciones en griego y las hubiera proscripto de buena gana; de hecho, quizá no era él solo quien pensaba de este modo, pero sí el único que tenía la sencillez de confesarlo. Así pues, durante una gran parte de su vida fue un simple campesino extraviado entre los aristócratas. Lo impacientaban los gestos de disgusto de sus colegas y su cruel compasión, que hubiera debido despreciar, aunque nunca supo hacerlo, pues a ellos, en verdad, debió despreciar en primer término.
SITUACIÓN POLÍTICA DE MARIO
Como vivía fuera de la buena sociedad, vivía también fuera de las facciones. Las medidas provocadas por él durante su tribunado (año 639), como el establecimiento de una mejor comprobación de las tablillas de los votos y el veto interpuesto a las mociones excesivas en materia de distribución de la anona, lejos de llevar el sello de un partido, al menos del partido democrático, atestiguan que solo odiaba las cosas injustas o no razonables. ¿Cómo semejante hombre, de origen campesino y soldado por inclinación, hubiera podido llegar a ser un revolucionario abandonado a sí mismo? Es verdad que hubo un día en que la hostilidad de la aristocracia lo impulsó al campo de los enemigos del poder, y llegó rápidamente a su mayor altura. Jefe de la oposición al primer salto, parecía destinado a más grandes cosas. Sin embargo, semejante elevación era más la consecuencia forzada de las circunstancias, que obra propia de Mario: en la necesidad sentida por todos de tener una cabeza, la oposición se había apoderado de él cuando, después de su expedición a África, había pasado apenas algunos días en la capital. En realidad no volvió a ella hasta el año 653, vencedor ya de los teutones y de los cimbrios, para celebrar su doble triunfo, retrasado mucho tiempo. En ese momento, siendo ya el primero en Roma, no era en política más que un principiante. Nadie podía negar que solo él había salvado a la República: su nombre corría de boca en boca. Los ciudadanos notables confesaban sus servicios, pero, en cuanto al pueblo, su influencia excedía todo lo que se había visto hasta entonces. Era popular por sus virtudes y por sus faltas, por su desinterés antiaristocrático y por su agreste rudeza. Las masas veían en él a un tercer Rómulo, a un segundo Camilo: se le ofrecían libaciones lo mismo que a un dios. Por lo tanto, no hay que admirarse de que al ser elevado a tal altura se le fuese la cabeza; que llegase un día a comparar sus expediciones de África y de la Galia con las expediciones de Dionisos, vencedor a través de todos los continentes, o que mandase hacer para su uso particular un vaso para beber semejante al de Baco, y no pequeño por cierto. En la entusiasta embriaguez del pueblo, había esperanza a la vez que reconocimiento; incluso un hombre de sangre más tranquila y de sentido político más maduro y reflexivo se hubiera dejado sorprender. Para sus admiradores, Mario aún no había acabado su obra. Para el país, el lamentable gobierno de entonces era un azote más pesado que los bárbaros; por tanto a él, el primero en Roma, a él, el favorito del pueblo y el jefe de la oposición, era a quien pertenecía salvar otra vez a la ciudad eterna. No hay duda de que el campesino y el soldado, extraño a la política interior de la capital, no era muy a propósito para ponerse al frente de ella: hablaba tan mal como mandaba bien. De hecho, frente a las espadas y las lanzas del enemigo, tenía un continente mejor y más sereno que ante los aplausos y silbidos de la muchedumbre. Pero poco importaban sus preferencias, era obligatorio esperar. Tal era su fortuna militar y política, que, a menos de romper bruscamente con un pasado glorioso, engañar la esperanza de su partido y aun de la nación, y faltar al deber de su propia conciencia, necesitaba poner remedio a la mala gestión de los negocios públicos y concluir con el gobierno de la restauración. Si no hubiese habido en él más que las cualidades esenciales del hombre que está a la cabeza del pueblo, todavía entonces hubiera podido pasarse bien sin las que le faltaban para llegar a ser un verdadero agitador popular.
NUEVA ORGANIZACIÓN DEL EJÉRCITO
La nueva organización del ejército ponía en sus manos un instrumento de poder temible. Antes de él, muchas veces se había derogado el pensamiento fundamental de la institución de Servio, según el cual solo se reclutaban los soldados entre los ciudadanos propietarios, y para la formación de las diversas armas se seguía rigurosamente el orden de clases, colocadas según su fortuna (volumen I, libro primero, págs. 113 y sigs.). El censo de entrada en la legión se había rebajado de once mil ases a cuatro mil (volumen II, libro tercero, pág. 368) y las seis antiguas clases distribuidas en las diferentes armas se habían reducido a tres. Por otra parte, y conforme a la ordenanza Servia, los caballeros continuaban siendo elegidos en la clase más rica, y la infantería ligera en la más pobre. En cuanto al arma media, o la infantería de línea propiamente hablando, no era por razón de censo, sino de años de servicio que se distribuían en las tres secciones de asteros, príncipes y triarios. Además, hacía mucho tiempo que se llamaba al ejército a gran número de confederados itálicos, y también entre éstos las clases acomodadas suministraban el contingente de preferencia, igual que en Roma. De cualquier modo, hasta los tiempos de Mario, el sistema militar había tenido siempre su base en la antigua organización de la milicia ciudadana. Pero, como las circunstancias habían cambiado, no convenían ya tales cuadros. Las clases altas de la sociedad romana se esforzaban por sustraerse del servicio, al mismo tiempo que las clases medias desaparecían tanto en Roma como en Italia. Por otra parte, los aliados y los súbditos extraitálicos ofrecían a la República preciosos recuerdos militares. Por último, si se sabía sacar partido de él, el proletariado italiano ofrecía una rica mina que explotar. La caballería ciudadana, que en un principio salía toda de la clase de los ricos, en realidad había desaparecido de los campamentos desde antes de Mario. A título de cuerpo especial, la vemos citada por última vez en la campaña española del año 614, donde desesperó al general en jefe por su desdeñosa altanería y su insubordinación. Tanto fue así que estalló la guerra entre aquélla y él, tan desleal por una parte como por la otra. Por otro lado, durante la lucha contra Yugurta no desempeñó más papel que el de una especie de guardia noble del comandante del ejército y de los príncipes extranjeros, y después desapareció para siempre. Al mismo tiempo y aun en las circunstancias ordinarias, iba haciéndose difícil completar el cuadro efectivo de las legiones con hombres aptos para el servicio militar; y creo que, de permanecer dentro de los límites legales, no se hubiese podido materialmente proveer a las necesidades que surgieron al día siguiente del desastre de Orange. Pero también antes de Mario se había recurrido, sobre todo para completar los cuadros de la caballería y de la infantería ligera, a los contingentes de los súbditos no itálicos, a los jurados caballeros de Tracia, a la caballería ligera africana, a la excelente infantería ligera de los ágiles ligurios y a los honderos de las Baleares. Su número iba aumentando en los ejércitos romanos, aun fuera de sus países. Además, si fallaba el reclutamiento cívico legal, no faltaban romanos pobres que acudían voluntariamente. Entre esta inmensa multitud de gente que no tenía trabajo o que lo odiaba, ¿podían sacarse soldados voluntarios que gozasen de las innumerables ventajas que reportaba el servicio en los ejércitos de la República? Como una consecuencia necesaria de los cambios ocurridos en las esferas política y social, se pasaba del sistema militar de la leva ciudadana al de los contingentes y enganches. La caballería y las tropas ligeras estaban formadas casi por completo por los contingentes suministrados por los pueblos sujetos. En la guerra címbrica, Roma había pedido hasta el contingente de Bitinia. En cuanto a la infantería de línea, por más que subsistiese todavía el antiguo orden del reclutamiento cívico, nada impedía al hombre libre inscribirse también en las listas de enganches: Mario había sido el primero en recurrir a este medio en el año 647.
Mario traspasó además el nivel de esta misma infantería. Las clasificaciones aristocráticas de la antigua Roma habían predominado hasta en la legión. Las cuatro líneas de vélites, asteros, príncipes y triarios, o, si se quiere, los escaramuzadores y los soldados de primera, segunda y tercera línea, tenían cada cual su organización especial según su fortuna, el tiempo de servicio y, en parte, según su diferente armamento. Cada cual tenía su lugar determinado en el orden de batalla; cada cual tenía su fila en el ejército y sus insignias especiales. Ahora van a desaparecer todas estas distinciones. Todo el que es admitido como legionario puede en adelante, y sin otra condición, entrar en cualquiera de las secciones: la colocación del soldado depende del oficial. Cesa toda diferencia entre las diversas armas, y todos los reclutas pasan por la misma escuela. No hay duda de que a estos cambios hay que unir las numerosas mejoras en el armamento mismo, en el transporte de los bagajes y demás medidas análogas de las que fue autor Mario. Estas atestiguan de un modo altamente honroso su inteligencia en los detalles prácticos del servicio, y su atenta solicitud hacia el soldado. Citemos también, como una innovación extraordinaria, los ejercicios introducidos en el ejército por uno de sus compañeros de las guerras de África, Publio Rutilio Rufo (cónsul en el año 649), cuyo efecto fue favorecer mucho la educación militar del combatiente, y que fueron notables además, porque en el fondo eran la copia de la esgrima de las escuelas donde se preparaban los futuros gladiadores.
La legión sufrió también una completa modificación en sus diversas secciones. En lugar de los treinta manípulos de la infantería pesada que habían formado hasta entonces la unidad táctica (cada manípulo se subdividía en dos centurias de sesenta hombres para la primera y segunda línea —asteros y príncipes— y de treinta para la tercera de triarios), se formaron en adelante diez cohortes, cada cual con su estandarte, compuestas cada una de seis o solo de cinco centurias. De tal suerte que, aun perdiendo mil doscientos soldados por la supresión de la infantería ligera, el efectivo de la legión se elevó de cuatro mil doscientos a seis mil hombres. Continuaron batiéndose en tres líneas, pero, mientras que en otro tiempo cada línea formaba una división separada, en adelante el general es dueño de disponer y repartir a su antojo todas sus cohortes en diversas líneas. La fila se arregló por el número de orden del soldado y de la sección. Se suprimieron las cuatro insignias de las antiguas divisiones de la legión, o sea el lobo, el minotauro, el caballo y el jabalí, que según parece iban delante de la caballería y de las tres líneas de infantería pesada, y solo se conservaron los estandartes de las cohortes recientemente creadas. Toda la legión no tuvo ya más que una insignia, el águila de plata que le había dado Mario. Por todos estos detalles, se ve que no quedan en la legión huellas de las antiguas divisiones fundadas en el estado cívico y aristocrático de los legionarios. Entre estos últimos, no había más distinción que la del rango puramente militar. Por último, y a raíz de circunstancias puramente accidentales, hacía algunas decenas de años que se había creado un cuerpo privilegiado fuera de la legión: me refiero a la escolta o guardia personal del general en jefe. Esta creación se remonta a la guerra de Numancia, en la que Escipión Emiliano, al no haber conseguido del gobierno de la República las tropas nuevas que solicitaba, y obligado a proveer a su seguridad personal en medio de una soldadesca completamente indisciplinada, creyó su deber formar un cuerpo especial de quinientos hombres afectos a su persona. Poco a poco fueron entrando en él los mejores soldados a título de recompensa (págs. 23-24). Esta cohorte de amigos, como él la llamaba, o cuartel general (pretoriani), como se la denominaba la mayoría de las veces, cumplía en efecto la función de una guardia del pretorio (pretorium); estaba dispensada de los trabajos del campamento y de las trincheras, y disfrutaba de mayor sueldo y de más consideraciones.
RESULTADO POLÍTICO DE LA REFORMA MILITAR DE MARIO
Estas innovaciones en el sistema del ejército romano parecen producidas por la acción de causas puramente militares, más que políticas. Sin embargo, no fueron obra de un solo hombre, y mucho menos la concepción de un ambicioso. A raíz de que la institución antigua se había hecho imposible, la presión de las circunstancias trajo consigo la reforma de la legión. Yo entiendo que cuando Mario introdujo los alistamientos en el interior salvó, militarmente hablando, el Estado; así como muchos siglos después Estilicon y Arbogosto prologaron por algún tiempo la existencia del Imperio al recurrir a los alistamientos en el extranjero. No por eso esta reforma dejaba de contener el germen de una completa revolución política. ¿En dónde estaba la llave de la constitución republicana? En el ciudadano, que era a la vez soldado; y era necesario que el soldado continuara siendo ante todo ciudadano. Desde el momento en que el estado militar constituye una profesión, una clase, cae la constitución. Los nuevos reglamentos y los nuevos ejercicios militares conducían a este resultado con sus prácticas copiadas al arte del gladiador: el servicio en la milicia se convirtió en un oficio. Pero las cosas marcharon aún con más rapidez cuando la legión abrió su seno a los proletarios, aunque en número limitado. Unid a esto el efecto de las antiguas costumbres, que conferían al general el derecho de distribuir arbitrariamente las recompensas entre los soldados, derecho muy peligroso aun con el contrapeso de las más sólidas instituciones republicanas. ¿Acaso el soldado afortunado o valiente no tenía su fundamento al reclamar a su jefe la parte del botín, y a la República una parte de las tierras conquistadas? Anteriormente, el habitante de la ciudad o el campesino no hallaban en el servicio militar más que una pesada carga que redundaba en el bien común del Estado; su parte de botín no era ni siquiera la compensación del gasto considerable que necesitaba hacer al entrar en la legión. Pero el proletario que hoy se alista no solo tiene sueldo diario: como al terminar el tiempo de su empeño no habrá para él inválidos, hospicio ni otro asilo, tiene que pensar en el porvenir, y, por tanto, debe permanecer indefinidamente bajo las banderas; de hecho, no quiere la licencia hasta que vea asegurada su existencia de ciudadano. Su patria es solo el campamento: no sabe ni tiene más oficio que la guerra, ni más esperanza que su general. ¿Adónde conducía todo esto? La respuesta es muy sencilla. Después de su última victoria contra los cimbrios, Mario había recompensado sobre el mismo campo de batalla el valor de dos cohortes de aliados itálicos, con la colación en masa del derecho de ciudadanía. Cuando fue llamado después a justificarse por un acto contrario a la constitución, respondió que con el ruido y el calor de la batalla no había podido oír la voz de la ley. Y en efecto, desde el momento en que en una cuestión grave surja un conflicto entre el interés del ejército o del general, y la regla de las instituciones, ¿quién podría garantizar que el ruido de las armas no ahogase la voz de las leyes? Ejército permanente, casta de soldados, guardia personal: todas las instituciones que son el sostén de la monarquía estaban ya vigentes en el orden civil y en el orden militar. No faltaba más que el monarca; y desde el momento en que las doce águilas formaron círculo alrededor de la colina palatina habían llamado la monarquía. La nueva águila dada por Mario a las legiones anunciaba ya el Imperio y a los Césares.
PLAN POLÍTICO DE MARIO
Mario marchó en línea recta hacia las perspectivas que le abría su alta posición militar y política. El cielo estaba nublado e iban abatiéndose las nubes. Se tenía la paz, pero no podían regocijarse en ella. Esto era diferente a aquellos tiempos en los que al día siguiente de la primera incursión de los hombres del norte, y una vez pasada la crisis, Roma había despertado con el sentimiento vivo de su curación completa, y había reconquistado, y aun aumentado, todo el terreno perdido en un momento de expansión admirable. El mundo romano sentía que habían pasado los tiempos en que, en casos semejantes, todos los ciudadanos reunidos venían en ayuda de la cosa pública. Mientras permanecía vacío el puesto que había dejado Cayo Graco, no había que esperar mejor suerte. Era tan profunda la tristeza de la muchedumbre, sentía tanto la ausencia de los dos héroes que habían abierto las puertas de la revolución, que amaban su sombra como un niño. Prueba de esto es ese falso Graco que se decía hijo de Tiberio y que, aun siendo denunciado como falsario en pleno Forum por la propia hermana de los dos Gracos, fue elevado al tribunado por el pueblo (año 655), únicamente por el nombre que había usurpado. Así aplaudía también a Cayo Mario; ¿y qué otra cosa podía suceder? Si en el mundo había un hombre llamado a representar semejante papel, éste era Mario. ¿Qué general podría anteponérsele? ¿Qué nombre era más popular que el suyo? Su bravura y su probidad indudable, y su alejamiento de los partidos lo recomendaban a todos como un regenerador del Estado. ¿Cómo no había de tener fe el pueblo en este hombre? ¿Cómo no la había de tener Mario en sí mismo? La opinión había llegado a la más extrema oposición, de tal modo que en el año 650, y a propuesta de Gneo Domicio, cuando muchas plazas estaban vacantes en los altos colegios sacerdotales, se las proveyó por la elección directa de los ciudadanos, y no de los mismos colegios, como había decidido el poder en el año 609. Este hecho significó que en adelante se sometieran a los comicios muchos asuntos religiosos. El Senado no pudo ni osó oponerse a este exceso de poder. No faltaba a la oposición más que un jefe para tener un sólido punto de apoyo y marchar a su fin: este jefe lo halló en Mario.
Este veía abrirse dos caminos delante de sí. Aclamado imperator, podía intentar a la cabeza de su ejército la destrucción de la oligarquía, o podía también continuar el camino constitucional de las reformas. Su pasado le indicaba el primer medio; el ejemplo de Graco le enseñaba el segundo. Se explica fácilmente que no optase por la revolución por medio del ejército, y que no haya pensado siquiera en la posibilidad de intentarlo. Contra un Senado sin fuerza ni dirección, aborrecido y despreciado hasta el exceso, parecía que Mario no necesitaba otro instrumento más que su inmensa popularidad; y por otra parte su ejército, aunque disuelto, le prometía en caso de necesidad el apoyo de sus soldados, que esperarían la recompensa al día siguiente de su licencia. Es más que probable que acordándose de la victoria rápida y casi completa de Cayo Graco, y comparando los recursos que tenía en su mano con los infinitamente menores que aquél había poseído, creyese mucho más fácil de lo que en realidad era echar por tierra esta constitución de cuatrocientos años. Una constitución que tenía sus raíces en las costumbres y en intereses de todo género, en el seno de un cuerpo político, ordenado conforme a la más complicada jerarquía de sus órganos. Sin embargo, para cualquiera que fuese más al fondo que Mario sobre las dificultades de la empresa, era evidente que el ejército, que estaba en vías de transformación y pasando del estado de milicia cívica al de tropa mercenaria, aún no podía hacerse ciego instrumento de un golpe de Estado. En estas circunstancias, toda tentativa de orillar el obstáculo por los medios militares no haría más que aumentar la resistencia del elemento opuesto. A primera vista, parecía superfluo llevar la fuerza armada al terreno de combate, y, además, la medida parecía peligrosa. Apenas comenzada la crisis, aún se estaba lejos de los elementos extremos y contrarios de la lucha, en su expresión última, en su más rápida y simple forma.
EL PARTIDO POPULAR. GLAUCIA. SATURNINO
Por consiguiente, Mario, conforme a la ley, licenció el ejército al día siguiente de su triunfo. Se colocó en el camino abierto por Cayo Graco y se resolvió a intentar la conquista del poder supremo ocupando constitucionalmente todos los altos cargos del Estado. De este modo, se echaba en brazos del llamado partido popular y contraía una forzosa alianza con los agitadores del momento, tanto más cuanto que siendo un simple general victorioso no tenía ni el talento ni la experiencia de un tribuno callejero. Se vio entonces a la facción democrática despertar de su prolongado letargo y aparecer inmediatamente en la escena. Durante el largo intervalo que media desde los Gracos hasta Mario se había debilitado mucho, no porque se hubiese aminorado el descontento suscitado por el régimen senatorial, sino porque un gran número de esperanzas, que habían valido a los Gracos sus más fieles adictos, habían sido reconocidas como puras ilusiones. Más de uno tenía el presentimiento de que los grandes agitadores tendían a un fin al que no lo hubieran seguido jamás la mayor parte de los descontentos. Por último, los movimientos y la excitación de los últimos veinte años habían agotado casi por completo el entusiasmo lleno de vida, la fe inquebrantable y esa pureza moral de aspiraciones que caracterizan a las revoluciones en sus primeros impulsos. Por otra parte, si el partido no era ya lo que había sido en tiempo de Cayo, los agitadores que lo habían sucedido se habían mostrado a menos altura que el partido mismo, en la misma proporción en que el genio de Cayo lo había superado. Así lo quería la naturaleza de las cosas. Hasta que no vino un hombre que se atrevió a recoger el poder, como lo había hecho Cayo, los jefes populares no habían sido más que simples apuntadores políticos. Unos, los principiantes de la víspera, llegaban rápidamente al final de su fantasía de oposición: esos hombres de cabeza volcánica, esos oradores ardientes y amados por el pueblo, emprendían más o menos hábilmente la retirada, e iban a ocultarse en el campo del gobierno. Los otros no tenían nada que perder en fortuna, en influencia ni ordinariamente en honra: se lanzaban al campo de la oposición por cuestión de odios personales o por afición al bullicio, y encontraban placer en enredar y poner obstáculos a la marcha de la administración. Entre los primeros se vio, por ejemplo, a un Cayo Memio y a un Lucio Craso, charlatán célebre, convertirse en celosos amigos de la aristocracia; allí reposaban a la sombra de los laureles oratorios conquistados en las filas del partido democrático. Pero, en la época en que nos encontramos, los jefes más marcados pertenecían a la segunda clase. Tales eran aquel Cayo Servilio Glaucia, a quien Cicerón llama el Hyperbolus de Roma, espíritu vulgar, hombre de la más baja estofa que hablaba el lenguaje desvergonzado de las tabernas, pero que era activo y temido por la virulencia de sus sarcasmos, y su compañero Lucio Apuleyo Saturnino, mejor y más capaz que él, orador fogoso y penetrante según confesión de sus mismos enemigos, y que no obedecía a un vil interés personal. En su calidad de cuestor, le correspondía de derecho la administración de la anona. Sin embargo, el Senado se la quitó por voto expreso, no porque hubiese habido en ella malversaciones, sino porque se quería conferir esta misión, entonces popular, a uno de los grandes personajes del partido, a Marco Escauro, más que a un joven desconocido y que no pertenecía a ninguna de las grandes familias. Ambicioso y muy sensible a las injurias, Saturnino se marchó al campo de la oposición: cuando fue tribuno del pueblo en el año 651, se vengó con usura. Cada día daba un escándalo. Los enviados del rey Mitrídates habían conseguido en Roma sus pretensiones por medio de la corrupción. Saturnino denunció el crimen en medio del Forum; y sus revelaciones comprometían tanto a los senadores, que faltó poco para que el atrevido tribuno las pagase con su vida. En otra ocasión, cuando Quinto Metelo aspiraba a la censura para el año 652, Saturnino promovió un motín y tuvo al candidato sitiado en el Capitolio hasta que lo libertaron los caballeros, no sin haber empleado algún esfuerzo y derramado alguna sangre. Metelo, a su vez, cuando alcanzó la censura procedió a la revisión de las listas senatoriales, y quiso hacer sufrir a Saturnino y a Glaucia la vergüenza de una expulsión. Este mismo Saturnino había sido el inventor del tribunal de excepción instituido contra Cepión y sus compañeros, a pesar de los más enérgicos esfuerzos del partido; y él fue también el que hizo triunfar la candidatura de Mario en su segundo consulado, para el año 652. Después de Cayo Graco, ninguno se había mostrado como enemigo más decidido y tenaz del Senado, ningún agitador popular había sido tan activo ni tan elocuente. Violento además y sin escrúpulos, estaba siempre dispuesto a echarse a la calle, y a imponer a palos silencio a sus adversarios.
Tales eran los dos jefes del partido popular que iban a hacer causa común con el general victorioso. Alianza natural, puesto que todos tenían un fin común y comunes intereses; y ya hemos visto a Saturnino, por lo menos, convertido en un ardiente campeón de Mario en sus candidaturas anteriores. Se convino en que Mario se presentaría por sexta vez como candidato al consulado para el año 654, Saturnino pediría el tribunado del pueblo y Glaucia la pretura. Una vez en posesión de estas magistraturas, podían obrar libremente y realizar sus proyectos de revolución. El Senado dejó pasar la elección de Glaucia, que era la menos importante, pero combatió las de Mario y Saturnino, intentando al menos elevar al consulado, al lado del primero, a Quinto Metelo, su enemigo declarado. En ambos campos se pusieron en acción todos los medios, tanto permitidos como ilícitos. Sin embargo, la aristocracia no pudo ahogar en su germen la peligrosa conspiración de sus enemigos. Mario en persona se rebajó a mendigar los votos y a comprarlos, si era necesario. Ya la lista tribunicia estaba casi completa. Habían sido proclamados nueve candidatos amigos del gobierno, y parecía que el décimo lugar lo tenía asegurado Quinto Nunio, hombre honrado y del mismo color político, cuando de repente una banda furiosa de antiguos soldados de Mario, según se dijo, se arrojó sobre él y lo mató. Los conjurados no obtenían el triunfo, como se ve, sino por medio de la violencia más culpable. En consecuencia, Mario fue nombrado cónsul; Glaucia, pretor, y Saturnino, tribuno para el año 654 (100 a.C.), y Quinto Metelo no pudo obtener el otro puesto consular, que fue ocupado por un personaje insignificante, Lucio Valerio Flacco. Desde este día, los tres asociados podían pasar a la ejecución de sus proyectos, y volver a acometer la gran empresa interrumpida hacía más de veinte años.
LAS LEYES APULEYAS
Recordemos aquí el fin perseguido por Cayo Graco y los medios empleados: destruir la oligarquía en el fondo y en la forma; reconstituir la magistratura suprema en sus derechos primitivos de soberanía, que había caído en la absoluta dependencia del Senado, y de este modo volver a la asamblea deliberante, hoy poder director, al estado de simple cuerpo consultivo. Por otra parte, dar fin a los antagonismos, inconciliables ya con todo otro régimen que no sea la oligarquía, y, al suprimir la división aristocrática de las clases sociales, fundar poco a poco unas en otras las tres clases de ciudadanos soberanos, de confederados itálicos y de súbditos. Ése había sido el pensamiento del gran innovador. Tal era, también, el de los tres asociados que tomaron sus cargos, hecho que se deduce de las leyes coloniales votadas a propuesta de Saturnino durante su primer tribunado en el año 651, y durante el actual (año 654).[1] Desde el año 651 se renovaron para los soldados de Mario, ya fuesen ciudadanos o simples confederados itálicos, la distribución del territorio cartaginés interrumpida desde tiempo atrás. A todo veterano se aseguraba en las provincias de África un lote de cien yugadas (24,188 hectáreas), que era casi cinco veces más de lo que constituía el dominio ordinario de un campesino italiano. Abriendo en adelante un campo inmenso a la emigración romana e italiana, no se intentaba solo darle todas las tierras provinciales disponibles, sino que se partía de esta ficción del derecho: al vencer a los cimbrios, Roma había conquistado todo el país ocupado por ellos, y en consecuencia se decía poseedora de toda la región de los pueblos galos independientes al otro lado de los Alpes. Mario fue encargado de las distribuciones agrarias y de todas las medidas posteriores que fuesen una consecuencia necesaria de aquéllas. Además, los nuevos poseedores recibieron, a título de gastos de instalación, los tesoros sustraídos, ya sabemos cómo, que ahora van a restituir los aristócratas culpables de aquel hecho. Así pues, no contentándose con llevar sus proyectos de conquistas al otro lado de los Alpes, y de volver a emprender, ampliándola, la obra de colonización transmarina de Cayo Graco y de Flacco, la ley agraria admite en la emigración a romanos e italianos indistintamente. Según parece, confiere el derecho de ciudad a todas estas colonias nuevas y entra de este modo en el camino de las satisfacciones debidas y dadas a los itálicos, que quieren tener la igualdad absoluta con los romanos: esa igualdad difícil de establecer, e imposible de ser negada. Una vez votada la ley, e investido Mario de la facultad de ejecutar sin intervención de nadie las inmensas conquistas y las proyectadas distribuciones, se convertía de hecho en soberano, en monarca de Roma hasta la terminación de esta misión. Por otra parte, como no se había determinado la extensión y duración de estos poderes, era rey vitalicio. A esto tendía él sin duda, queriendo, como Graco en el tribunado, perpetuarse todos los años en su función de cónsul. Esto no quiere decir que, al lado de estos puntos de semejanza esenciales en la situación política del más joven de los Gracos y de Mario, no hubiese también una diferencia muy importante entre el tribuno distribuidor de tierras y el cónsul también distribuidor. El primero no había tenido más que funciones puramente civiles, mientras que el segundo era además un personaje militar: diferencia que procede sin duda, aunque no exclusivamente, de las circunstancias personales en que ambos habían llegado a la jefatura del Estado.
El fin estaba bien señalado; faltaba, sin embargo, el medio de vencer la resistencia tenaz y evidente del partido gobernante. Cayo la había combatido apoyándose en la clase de los capitalistas y en los proletarios. Sus sucesores acudieron también a ellos. Se dejó a los caballeros la jurisdicción criminal, y se aumentaron sus poderes como jurados. Primero, se reorganizó y fortificó la comisión permanente, tan importante para el orden comerciante, a la que correspondía conocer lo referido a las concusiones de los funcionarios de las provincias (lex epelundarum). Esta fue, sin duda, obra de Glaucia en el año 654. Segundo, se hizo funcionar el tribunal especial establecido desde el año 651 por una moción de Saturnino, para la indagación de las malversaciones y otros crímenes cometidos también por los magistrados de la Galia en el transcurso de la guerra cíndrica (lex majestatis). En interés del proletariado de la capital se rebajó el precio que debían pagar los beneficiarios de la anona, de seis ases y un tercio por cada modio, a un simple tributo de cinco sextos de as. Pero, por más que se preocupen por aliarse con los caballeros y con los proletarios, no era aquí donde residía la verdadera fuerza de los asociados y la que debía darles el triunfo. Debían fundarla más bien en los soldados licenciados del ejército de Mario, para los que la ley colonial había guardado intencionadamente sus favores excesivos. También aquí se manifiesta el carácter eminentemente militar por el cual se distingue la nueva tentativa revolucionaria de la antigua.
VIOLENCIA EN EL DÍA DE LA VOTACIÓN
Como quiera que fuese, se puso en marcha el proyecto. Como puede suponerse, la ley de cereales y la ley colonial fueron combatidas a todo trance por el gobierno. Se demostró ante el Senado con cifras evidentes que, de votarse la primera, era inminente la bancarrota del Tesoro. Sin embargo, Saturnino no se inquietaba por tan poco. Se suscitó la intercesión tribunicia contra una y otra ley, pero Saturnino pasó adelante e hizo votar. Se advirtió a los magistrados directores de la votación que acababa de oírse un trueno, y Saturnino respondió a los mensajeros senatoriales: «Que el Senado esté tranquilo, porque si no, podrá suceder que al trueno siga el granizo». Por último, el cuestor urbano Quinto Cepión, hijo sin duda del general condenado tres años antes,[2] y, como su padre, enemigo ardiente del partido democrático, se arrojó sobre la asamblea con una cuadrilla de hombres de su confianza y la dispersó violentamente. Los rudos soldados de Mario que habían acudido en masa a Roma para votar se reunieron inmediatamente y rechazaron a los ciudadanos. Los comicios fueron reconquistados, y se votaron por una gran mayoría las Leyes Apuleyas. El escándalo había sido grande. Sin embargo, cuando llegó al Senado su turno para pronunciarse sobre la disposición final, según la cual todo senador en el término de cinco días desde la promulgación, y bajo la pena de perder su puesto, debía prestar juramento de fiel obediencia a esta misma ley, ninguno se atrevió a negarse, a excepción de Quinto Metelo, que prefirió abandonar su patria. Mario y Saturnino vieron con gusto alejarse de los negocios públicos y partir para su destierro voluntario al mejor capitán de Roma, y al más enérgico de sus contrarios.
CAÍDA DEL PARTIDO REVOLUCIONARIO
Parecía que por fin se había llegado al puerto. Sin embargo, para quien veía claro, se había fracasado en la empresa. La causa del naufragio estaba en esa malhadada alianza entre un general de ejército, niño en política, y un feroz demagogo sin escrúpulos, arrastrado por su pasión y sin las miras del hombre de Estado. Mientras no se había hecho más que combinar planes, se había marchado en buena inteligencia, pero en cuanto se llegó a la ejecución se hallaron con que el famoso general no era más que un personaje incapaz. Descubrieron que su ambición era la de un palurdo, deseoso de alcanzar en títulos al más noble y superarlo, si era posible; de ninguna manera era la del genio que aspira al poder, y que se siente con fuerzas para conservarlo. Por último, quedó claro que toda tentativa que no se apoyase en su personalidad política debía abortar necesariamente, aunque la auxiliasen las más favorables circunstancias.
SE OPONE LA ARISTOCRACIA EN MASA
En efecto, Mario no sabía ni ganar a sus adversarios, ni tenerlos a raya. La oposición que halló en sus asociados era bastante considerable. El partido del gobierno en masa comenzaba a hacerle frente, pues se había visto aumentado con un gran contingente de ciudadanos que, asustándose de las codiciosas miradas que sobre ellos arrojaban los italianos, querían poner a salvo sus privilegios. Además, al observar la marcha de los acontecimientos, toda la gente que tenía algunos bienes de fortuna iba agrupándose en torno al Senado. Por su origen, Saturnino y Glaucia no eran más que jefes y servidores del proletariado. No tenían alianza alguna con la aristocracia del dinero, que probablemente no habría exigido otra cosa que derrotar al Senado con ayuda del populacho, pero que por otra parte aborrecía los tumultos y motines. Durante el primer tribunado de Saturnino habían venido a las manos sus bandas armadas con los caballeros, y la lucha violenta que se había empeñado con motivo de su elección en el año 554, acredita suficientemente la debilidad de sus partidarios. Por lo tanto, hubiera sido muy prudente que Mario no hubiese utilizado, sino con gran moderación, los peligrosos auxilios traídos por sus dos compañeros, y que les hubiese hecho ver a ambos que, lejos de mandar, no tenían más remedio que obedecerlo a él, su señor. Sin embargo, hizo enteramente lo contrario: por el aspecto que iba tomando el asunto, se vio muy pronto que no se trataba de crear un poder inteligente y fuerte, sino de que reinase el soez populacho. Ante esta situación, todos los que poseían algo se asustaron ante este peligro común y esta anarquía, y fueron a aumentar las filas de los oligarcas, aglomerándose a su alrededor. Mejor instruido, y reconociendo que solo con el proletariado no puede fundarse nada estable, Cayo Graco lo había intentado todo para atraerse a las clases ricas. Sus tristes sucesores, por el contrario, comenzaban por realizar con su manera de proceder la reconciliación entre la aristocracia y las clases acomodadas.
DESAVENENCIA ENTRE MARIO Y LOS DEMAGOGOS
Pero esta reconciliación no fue la única causa de la ruina de la empresa. Ésta debía fracasar aún con más rapidez, minada como estaba por la discordia que reinaba entre los jefes y que fomentaba necesariamente la conducta más que equívoca de Mario. Mientras que sus dos asociados se afanaban por presentar mociones y sus soldados luchaban por asegurar su elección, Mario permanecía inmóvil y pasivo, como si su deber como jefe político y militar no le impusiese el de aparecer por todas partes, como cabeza, en el día de la batalla. Lejos de esto, volvió la espalda, aterrado por los fantasmas que él mismo había evocado. Como sus asociados habían recurrido a medios que el hombre honrado no podía aceptar de buena voluntad, pero sin los cuales hay que reconocer que no podía llegarse al fin propuesto, quiso lavarse las manos respecto del crimen y sacar partido de él al mismo tiempo, con la actitud que tienen todos aquellos que no ven claro en política ni en moral. Se cuenta que un día tuvo simultáneamente en su casa a Saturnino y sus amigos en una habitación, y a los enviados de la oligarquía en otra, y que con unos y otros tuvo conferencias secretas. Parece ser que con aquellos convino en marchar sobre el Senado, y con éstos en atacar a los revoltosos, en tanto iba de una habitación a otra con un pretexto cualquiera, según las dificultades de la situación. La historieta es seguramente falsa, pero pinta al hombre muy vivamente: no la hubiera inventado mejor el mismo Aristófanes. La doblez del cónsul apareció claramente en la cuestión del juramento ordenado por las Leyes Apuleyas. En un principio amenazó rehusarlo a causa del vicio de forma que llevaban las leyes consigo, pero al final lo prestó, con la condición de que fuesen realmente válidas conforme al derecho público. Ahora bien, semejante reserva anulaba el juramento mismo; y todos los senadores se apresuraron a jurar a su vez con las mismas reservas. Lejos de dar esta sanción fuerza a las leyes, puede decirse que las hería de muerte.
Esta inconsecuente conducta del ilustre general produjo sus inmediatas consecuencias. Saturnino y Glaucia no se habían hecho revolucionarios ni habían dado a Mario la supremacía política para que renegase de ellos y los sacrificase. Hasta entonces Glaucia, el bufón popular, había arrojado sobre la cabeza del cónsul las más preciosas flores de su festiva elocuencia, pero en adelante las coronas que le teje no van ya adornadas con rosas ni con violetas. Los tres asociados llegaron a una completa ruptura, que será su perdición, al no ser Mario lo bastante fuerte para sostener por sí solo el peso de la ley colonial, que él mismo había propuesto, ni para mantenerse en el pedestal que se le había preparado, y al no estar Saturnino ni Glaucia dispuestos a continuar por su propia cuenta la obra comenzada por Mario. Sin embargo, Saturnino y Glaucia no podían retroceder, pues se hallaban comprometidos; no les quedaba más remedio que dejar sus cargos en la forma ordinaria y entregarse con las manos atadas a sus furiosos adversarios, o apoderarse de un cetro, que sabían que era demasiado pesado. Pese a todo, se decidieron por este último partido. Se convino en que Saturnino se presentaría de nuevo como candidato al tribunado para el año 655, y que Glaucia, aunque simple pastor, aspiraría a los honores del consulado, por más que no pudiera ser elegible hasta pasados dos años. Las elecciones tribunicias salieron a medida de su deseo, y hasta los esfuerzos de Mario, que quiso oponerse a la candidatura del falso Tiberio Graco, mostraron la decadencia de las simpatías del gran capitán entre la muchedumbre. Ésta se trasladó a la cárcel donde estaba encerrado el falso Graco, rompió las cadenas y llevó en triunfo por las calles a su nuevo héroe, que fue elegido tribuno por una enorme mayoría. Respecto de las elecciones consulares, Saturnino y Glaucia recurrieron a los mismos medios que les habían dado buen resultado el año anterior, para deshacerse de todos los competidores incómodos. El partido del gobierno sostenía a Cayo Menio, el antiguo jefe de la oposición once años atrás. Este fue asaltado por una cuadrilla de tunos, que lo mataron a palos, y en consecuencia los aristócratas no esperaban más que la ocasión para emplear a su vez la violencia. El Senado ordenó al cónsul Mario que cumpliese con su deber, y Mario, dócil y en interés de los conservadores, desenvainó aquella espada que había recibido de la demagogia y que había prometido usar solo en favor de ésta. Inmediatamente se convocó a todos los jóvenes. Se les dieron armas sacadas de los edificios públicos, y hasta los senadores aparecieron armados en el Forum, con su príncipe a la cabeza. Mientras se había tratado solo de asonadas y motines, la oposición había llevado la mejor parte, pero no estaba preparada contra semejante ataque y tuvo que defenderse del mejor modo que pudo. Rompió las puertas de las prisiones, llamó a los esclavos a la libertad y a las armas, y proclamó a Saturnino, según se dice, su rey o su general. El mismo día en que los nuevos tribunos entraron en el cargo, el 10 de diciembre del año 654, se empeñó una gran batalla en el gran mercado, la primera que se había librado dentro de los muros de Roma. El éxito no estuvo en ningún momento dudoso. Los populares fueron derrotados y rechazados hasta el Capitolio; allí les cortaron el agua y tuvieron que rendirse. Mario, que mandaba el improvisado ejército del Senado, hubiera querido salvar la vida de sus antiguos asociados, hoy sus cautivos. Saturnino, por su parte, gritaba a la muchedumbre que todas sus mociones las había presentado de acuerdo con el cónsul. Cualquier hombre, aunque hubiera sido mil veces peor que Mario, se hubiera avergonzado del papel que aquel día había desempeñado el general. Pero hacía mucho tiempo que él ya no era el señor. Sin orden suya la juventud noble subió al techo de la curia del Forum (senaculum), donde estaban encerrados provisionalmente los prisioneros, levantó las tejas y las planchas, y asesinó a Saturnino y a sus principales cómplices. Glaucia, que se había ocultado, muy pronto fue hallado y asesinado de igual modo. En este día murieron sin juicio ni forma de derecho cuatro magistrados del pueblo romano: un pretor, un cuestor y dos tribunos, y un gran número de hombres conocidos, y hasta pertenecientes a buenas familias. A pesar de sus grandes faltas, la muerte de Saturnino y de Glaucia es digna de compasión: cayeron como esos centinelas avanzados que su ejército pone de cerca del enemigo, víctimas designadas de un combate sin esperanza y sin objeto.
EL GOBIERNO RECONQUISTA TODA SU PREPONDERANCIA
Jamás la victoria del partido gobernante había sido más completa; jamás la oposición había sufrido mayor derrota que la del 10 de diciembre del año 654. Esto no había sido desembarazarse de algunos incómodos alborotadores fáciles de reemplazar a cada instante por gente de la misma estofa. Lo importante era el suicidio público del único hombre que hubiera podido ser un peligro serio para el poder; lo importante, sobre todo, era ver a los dos elementos de la oposición, los capitalistas y los proletarios, completamente divididos al día siguiente del conflicto. Concedo que este resultado no era obra del gobierno, sino de las circunstancias; que la rústica mano del torpe sucesor de Cayo Graco había sido la primera en separar los elementos reunidos tiempo atrás por la destreza del gran tribuno. Pero éste era un inconveniente insignificante en presencia de los resultados obtenidos: calculada o casual, la victoria era victoria.
DECADENCIA POLÍTICA DE MARIO
No puede imaginarse nada más triste que la posición del héroe de Aix y de Vercela al día siguiente de la catástrofe que acabamos de referir. Triste papel, sobre todo, cuando se lo compara con la aureola de gloria que lo rodeaba pocos meses antes. Ni en el campo de los aristócratas ni en el de los demócratas, había ya una persona que pensase en el victorioso general para los altos cargos públicos. El personaje seis veces cónsul no pudo ni siquiera aspirar a la censura en el año 656. Mario tomó el partido de marcharse a Oriente a cumplir allí una promesa, según él decía, pero en realidad para no asistir al regreso triunfal de su mortal enemigo, Quinto Metelo. Se lo dejó partir. A su regreso abrió su casa, pero ésta continuó vacía. En vano esperó que llegase el día de los combates y de las batallas y que Roma necesitara de su brazo tantas veces experimentado; en vano creyó encontrar la ocasión de una guerra en aquel Oriente donde los romanos tenían tantos motivos para una intervención enérgica. Su esperanza quedó defraudada, lo mismo que sus otros deseos: en todas partes reinó una paz profunda. Una vez que se despertó en él la sed de honores, devoraba tanto más cruelmente su corazón a la vez que se engañaba con falsas apariencias. Dominado siempre por las supersticiones, no hacía más que dar vueltas a un antiguo oráculo que le había prometido siete consulados. En su sombrío pensamiento buscaba por todas partes el cumplimiento de la profecía y la hora de su venganza. Durante este tiempo él era para todos, excepto para sí mismo, un personaje completamente caído, sin importancia, y que no podía ya perjudicar a nadie.
EL PARTIDO DE LOS CABALLEROS
Era ya bastante el haber anulado a este hombre peligroso, pero la profunda exasperación hacia los populares que había producido el alzamiento de Saturnino contra el partido de los intereses materiales trajo consigo mayores consecuencias. Se vio a los caballeros condenar dura y despiadadamente a todo aquel que estaba comprometido con los del partido opuesto. Así condenaron a Sexto Ticio, no tanto por su ley agraria (véase la página siguiente), como por ver en él la imagen de Saturnino, y a Cayo Apuleyo Deciano por haber declarado, siendo tribuno del pueblo, que había cometido una ilegalidad al obrar como lo había hecho contra Saturnino. Se fue más lejos aún: siempre ante el tribunal de los caballeros y contando con éxito seguro, se pidió una satisfacción de las antiguas injurias inferidas a la aristocracia por parte de los populares. Con el concurso de Saturnino, Cayo Norbano había producido ocho años atrás la ruina del consular Quinto Cepión, y he aquí que ahora lo acusan a él conforme a su propia ley de alta traición. Los jurados vacilaron por mucho tiempo, no porque se preguntasen si Norbano era culpable o inocente, sino porque no sabían quién merecía más su odio entre Saturnino y su asociado, y su común enemigo Cepión. Se decidieron al fin por el desquite. El poder no les era más propicio que antes, pero, después de que se habían visto por un instante bajo la dominación de las masas, todo el que tenía algo que perder miraba ya al gobierno con otros ojos. Por miserable y funesto que fuese para la República, tenía un valor relativo debido al gran miedo que producía la idea de caer en el régimen de la demagogia, aún más miserable y funesto. Y tal era la fuerza de la corriente, que la muchedumbre hizo un día pedazos a un tribuno del pueblo que osó poner obstáculos al regreso inmediato de Quinto Metelo. Así, conducidos al último extremo, los demagogos comenzaron a hacer alianza con los asesinos y envenenadores, deshaciéndose por el veneno de aquel Metelo tan aborrecido. Pero también lo hicieron con el enemigo de Roma: de hecho, fueron a refugiarse al lado de Mitrídates, que comenzaba a hacer entonces silenciosamente sus preparativos de guerra contra la República.
Por lo demás, los acontecimientos exteriores ocurrían a medida del deseo del gobierno. Desde la guerra de los cimbrios hasta la guerra social, las armas romanas tuvieron muy poco que hacer, pero en todas partes se mantuvieron a gran altura. Solo en España hubo algunas luchas serias. Durante los últimos y difíciles años que acababan de transcurrir, se habían sublevado contra la dominación itálica los celtíberos y los lusitanos. Desde el año 656 hasta el 661, los cónsules Ticio Didio, en la provincia del norte, y Publio Craso, en la del sur, restablecieron con bravura y buen éxito el ascendiente militar de Roma, arrasando las ciudades rebeldes y transportando las poblaciones de la montaña a la llanura cuando fue necesario. Durante esta época el gobierno se había acordado también del Oriente, despreciado durante una generación. Ya referiremos más adelante cómo desplegó Roma en Cirene, en Siria y en el Asia Menor una energía olvidada hacía mucho tiempo. Desde la época de la revolución, nunca el gobierno había parecido tan sólidamente establecido ni disfrutado de tanto favor. Las leyes propuestas por los cónsules abolían los plebiscitos tribunicios, y las restricciones antiliberales sucedían a las medidas de progreso. No hay que decir que desaparecieron las Leyes Apuleyas; y, en cuanto a las colonias transmarinas de Mario, se redujeron a un raquítico establecimiento en la inculta isla de Córcega. ¿Para qué hablar del tribuno Sexto Ticio, esa caricatura de Alcibíades que sabía mejor bailar y echar la pelota que intrigar en política, y cuyo gran talento consistía en recorrer las calles por la noche y romper las efigies de los dioses?
Un día, en el año 655, se había ingeniado para volver a poner sobre el tapete la ley agraria Apuleya, y la había hecho votar. Sin embargo, el Senado la casó de nuevo con un pretexto religioso cualquiera, y nadie se levantó a favor de ella ni intentó defenderla. Por lo demás, y como ya hemos dicho, los caballeros jueces castigaron al temerario autor de la moción. Al año siguiente, una ley presentada por ambos cónsules declaró obligatorio el plazo de diecisiete días entre la rogación y la votación de proyectos de ley, que actualmente se observaba en el uso. Prohibió las mociones que se referían a muchos objetos distintos, con lo cual facilitaba los obstáculos a la iniciativa legisladora, e impedía ciertas sorpresas manifiestamente hechas al poder en la votación de las leyes nuevas. Hoy, que el populacho y la aristocracia del dinero no marchaban de acuerdo, se destruyeron desde su base las instituciones de Graco que habían logrado sobrevivir a la caída de su autor. Como estaban fundadas en la división de la aristocracia, amenazaban derrumbarse en cuanto se dividiese la oposición. Había llegado el momento de coronar el edificio no acabado de la restauración del año 633, de destruir la constitución del tirano y restablecer la oligarquía con la posesión exclusiva del poder político.
COLISIÓN ENTRE EL SENADO Y LOS CABALLEROS
RESPECTO DE LA ADMINISTRACIÓN PROVINCIAL
Lo esencial era reconquistar la jurisdicción. En la actualidad, la administración provincial, ese fundamento de la supremacía de los senadores, había caído en poder del jurado, sobre todo de la comisión de concusiones, hasta el punto de que todo gobernador de una provincia parecía obrar no por el Senado, sino por cuenta de los capitalistas y de los comerciantes. Si la aristocracia del dinero caminaba hacia el poder desde el momento en que había luchado con los demócratas, se mostraba inexorable y castigaba a todo el que amenazaba tocar a su privilegio de intervenir libremente en los negocios de las provincias. Sin embargo, se hicieron algunas tentativas. La aristocracia reinante comenzaba a resentirse, y los mejores entre sus hombres se creyeron obligados, aunque no fuese más que por ellos mismos, a entrar en lucha contra los excesos administrativos. Uno de los más decididos campeones de la causa provincial fue Quinto Mucio Escévola, gran pontífice al igual que su padre, cónsul en el año 659, el primer jurisconsulto y uno de los personajes más notables de su tiempo. También había sido pretor en Asia (por el año 656), la provincia más rica y quizá peor tratada. Allí, con el concurso de su amigo, el consular Publio Rutilo Rufo, oficial, jurista e historiador distinguido, había dado un gran golpe, un golpe ejemplar y terrorífico. Sin distinguir entre italianos y provincianos, entre grandes y pequeños, había dado oído a todas las quejas y obligado a los mercaderes y publicanos a pagar con la vida cuando se les probaban sus exacciones. Cuando algunos de sus agentes más importantes o más despiadados se vieron involucrados en un crimen capital, se mostró sordo a todas sus ofertas corruptoras, e hizo que los crucificasen. El Senado aprobó esta conducta, y, después de él, ordenó a los gobernadores de Asia que siguiesen por regla las máximas administrativas de Escévola. Aun cuando los caballeros no se atrevieron a atacar a un personaje tan alto y poderoso, hicieron comparecer en juicio a muchos de sus compañeros. En el año 662, acusaron al primero entre ellos, a su legado Publio Rufo, que fue defendido por sus servicios y por su probidad notoria, pero que no tenía detrás de sí el cortijo de una familia noble.
La acusación versaba sobre el hecho de que él también había cometido exacciones en Asia. Acusación que caía en el ridículo, sobre todo por estar hecha por un abyecto autor, un tal Apicio. Sin embargo, no dejó de aprovecharse la ocasión para humillar al digno consular. Para su defensa Rufo desdeñó el empleo de la falsa elocuencia, de los vestidos de luto y de las lágrimas, y lo hizo con algunas expresiones breves, sencillas y exactas. Pero, como se negó altivamente a prestar homenaje a los reyes del dinero, fue condenado y su pequeña fortuna quedó confiscada para satisfacer las indemnizaciones indebidamente reclamadas. Después de la sentencia se marchó a la provincia que había sido víctima de sus depredaciones, en la que recibió de todas las ciudades grandes honores y satisfactorias embajadas, y fue festejado y amado por todos; pasó el resto de su vida dedicado al cultivo de la literatura.
El juicio ignominioso de Rufo fue el gran escándalo del momento, aunque no el único en su género. Semejantes abusos de justicia cometidos contra hombres absolutamente íntegros, por otra parte pertenecientes a la nobleza nueva, sublevaron a la facción senatorial; pero se irritaban principalmente al ver que ni la más pura nobleza bastaba para ocultar las manchas inferidas al honor. Apenas el más considerable de los aristócratas abandonó Roma, el septuagenario Marco Escauro, príncipe del Senado desde hacía veinte años, fue llamado y acusado ante los tribunales de justicia por delito de concusión. Aunque hubiera sido culpable según el espíritu de partido, constituía ya por sí sola su prevención un grave sacrilegio. La función de acusador comenzó a ser una especie de oficio: ni la pureza de la vida, ni la posición social, ni la edad protegen en adelante a nadie contra las más descaradas y peligrosas agresiones. La comisión de concusiones, instituida para la seguridad y defensa de las provincias, se había convertido en un azote. El ladrón más público conseguía su impunidad con tal que dejase hacer a los que robaban a su lado, o que diese a los jurados una parte de las sumas por él robadas. Pero si un ciudadano atendía a las quejas y administraba justicia a los desgraciados provincianos, ya tenía suspendida sobre su cabeza la sentencia de condenación. Como estaba sujeto a la comprobación judicial, el poder central descendía a la humilde situación del consejo deliberante de la antigua Cartago frente al colegio de los jueces (volumen II, libro tercero, pág. 24). La palabra profética de Cayo Graco iba cumpliéndose de la manera más terrible. Con el puñal de su ley de jurado, iba destruyéndose a sí misma la aristocracia.
LIBIO DRUSO
Rugía ya una tormenta inevitable contra los tribunales de los caballeros. Todo el mundo había comprendido que el gobierno implicaba deberes a la vez que derechos. Todo el que se sentía impelido por una noble ambición tenía que sublevarse contra una comprobación política abrumadora, deshonrosa y que impedía de antemano toda administración honrada. La condenación escandalosa de Rutilio Rufo dio la señal del ataque; Marco Libio Druso, tribuno del pueblo en el año 663, se creyó llamado a dirigirla personalmente. Hijo de un padre del mismo nombre, que treinta años antes había sido el principal autor de la caída de Cayo Graco, se había hecho ilustre después en la guerra, con la sumisión de los escordiscos. Druso era un conservador decidido, como aquél, y había dado pruebas de ello con sus actos cuando el motín de Saturnino. Pertenecía a la más alta nobleza y era poseedor de una colosal fortuna; aristócrata por convicción y de hecho, en toda la extensión de la palabra, era enérgico y orgulloso. Desdeñaba revestir las insignias de sus cargos, y hasta en su lecho de muerte se lo oyó exclamar «que no se encontraría en mucho tiempo un ciudadano que pudiese reemplazarlo». La máxima «nobleza obliga» fue siempre la regla y ley de su vida. Con todo el arrebato de su pasión había rechazado las costumbres frívolas y venales del común de los nobles. Hombre firme y austero, tenía la estima más que el afecto de los pequeños, para quienes su puerta y su bolsillo estaban siempre abiertos. Por lo demás, a pesar de su juventud, la dignidad de su carácter le daba gran representación tanto en el Senado como en la plaza pública. No estaba solo. En momentos en que Marco Escauro se defendía contra los que lo acusaban de concusinario, lo había invitado con valentía y altivez a que emprendiese la reforma del jurado. Con el ilustre orador Lucio Craso se había constituido en el más celoso coautor de sus mociones. Pero la masa de los aristócratas no pensaba como Druso, Escauro y Craso. El partido de los capitalistas contaba en el Senado con un gran número de adictos. A su cabeza marchaba el actual cónsul Lucio Marcio Filipo, antiguo demócrata y hoy campeón ardiente y hábil de los caballeros, y Quinto Cepión, a quien no había nada que lo detuviera en su ardor y en sus temeridades, y que se había marchado a la oposición por odio a Druso y a Escauro. Sin embargo, el enemigo más temible era aquella turba cobarde y gangrenada de la aristocracia, que sin duda hubiera preferido saquear ella sola las provincias, pero que no se negaba a compartir el botín con los caballeros. Lejos de querer arrojarse en los peligros de una cuestión con los arrogantes capitalistas, hallaba más sencillo y cómodo comprar la impunidad para sí misma con algunas buenas palabras y, en ocasiones, con una sumisión humilde y hasta con dinero. Este solo acontecimiento iba a mostrar si Druso y los suyos tendrían fuerza para sublevar y enfrentar a todo este ejército, sin el cual no era posible conseguir el fin.
TENTATIVA DE REFORMA DE LOS ARISTÓCRATAS MODERADOS
El primer acto de Druso fue una moción que tendía a quitar el jurado a los caballeros que lo eran por el censo, y devolverlo al Senado, que debía aumentarse con trescientos miembros nuevos para de este modo poder desempeñar más cargos. Igualmente se había instituido una investigación criminal para conocer sobre los hechos de corrupción que inculpasen o pudiesen inculpar a los jurados. Semejante ley quitaba a los capitalistas sus privilegios políticos, y traía consigo el castigo de las iniquidades cometidas. Pero los planes y las proposiciones de Druso iban aún más lejos. No contento con atender a las circunstancias, presentó un proyecto de reforma completo y muy meditado. Exigía que se aumentasen las distribuciones de la anona, y que el exceso de gastos se cubriese con una emisión extensa y proporcional de moneda de cobre, que circulase en forma paralela y con igual valor a la de plata. Por otra parte, proponía que todo el dominio itálico no distribuido y, por consiguiente, el dominio campanio y la mejor parte de Sicilia se dedicasen al establecimiento de las colonias cívicas. Por último, respecto de los confederados italianos, Druso llegó a comprometerse por completo a darles el derecho de ciudadanía. ¡Resultado extraño y, sin embargo, fácil de comprender! Los pensamientos de reforma y los fundamentos de poder sobre los que Cayo Graco había intentado asentar su constitución se los apropiaba ahora la aristocracia. Esto era muy natural. Como para combatir a la oligarquía la tiranía había buscado a los proletarios a sueldo, y los había organizado en una especie de ejército, esta hizo lo mismo en su lucha contra la aristocracia financiera. Y así como antes el poder había aceptado como un mal necesario alimentar a los proletarios a expensas del Estado, así también hoy Druso apelaba a este medio contra los capitalistas, al menos temporalmente. Además era natural que la mejor parte de la aristocracia, favorable en otro tiempo a la ley agraria de Tiberio Graco, entrase de buena gana en todo proyecto de reforma que intentase poner remedio a las antiguas llagas del Estado sin tocar la soberanía. En las cuestiones de emigración y de colonización, es claro que no podía ir tan lejos como la democracia; porque, ante todo, el poder oligárquico tenía por fundamento la libertad de los gobernadores en el régimen de las provincias, y todo mando militar a largo plazo lo hubiera puesto en peligro. La igualdad política dada a los italianos y a los de las provincias, y las conquistas al otro lado de los Alpes eran ideas a las que no podía ajustarse el principio conservador. Pero nada impedía al Senado sacrificar los dominios latinos, los de Campania y los de Sicilia, con el fin de elevar las clases rurales, y hacer que el poder continuara igual que antes. Por lo tanto, no era cierto que para evitar las futuras agitaciones la aristocracia no pudiese hacer algo mejor que realizar por sí misma la distribución de todos los terrenos libres, y no dejar nada a los demagogos del porvenir, a no ser, según la oportuna expresión de Druso, «el cieno o el cielo».[3] También importaba poco a los ojos del poder constituido, monarquía u oligarquía exclusiva de algunas familias soberanas, que en la ciudad se recibiese solo a la mitad o a toda la Italia. También en esto estaban conformes los reformadores de ambos campos. Mediante la extensión oportuna e inteligente del derecho de ciudadanía, querían prevenir la reproducción y los peligros de una insurrección de Fregela en gran escala. Por lo demás, en interés de sus planes iban a buscar a numerosos e influyentes partidarios entre los mismos italianos. Ahora bien, no por estar divididos en la cuestión del poder supremo, dejaban de hallarse en contacto por sus miras y designios ambos partidos políticos: los mismos medios de acción y las mismas tendencias de reforma se notaban en los jefes de ambos. Y así como Escipión Emiliano había contado a Tiberio Graco entre sus adversarios y entre los promotores de sus ideas reformistas, así también Druso se había convertido en sucesor y discípulo de Cayo. Siendo ambos de linaje esclarecido y elevados sentimientos, los dos reformadores se parecían entre sí más de lo que a primera vista se hubiera creído. Ambos, en fin, se elevaban en la más pura atmósfera del patriotismo y sobre las espesas brumas de un estrecho espíritu de partido, y hubieran sido dignos de darse las manos como se las daban, por decirlo así, sus mejores y más vitales concepciones.
DEBATES SOBRE LA LEY LIVIA
¿Cuál iba a ser la suerte de las leyes propuestas por Druso? Había hecho lo que en otro tiempo Cayo Graco: había tenido reservado su proyecto más grave, el de conferir a los itálicos el derecho de ciudadanía romana, y había presentado únicamente las mociones sobre el jurado, la ley agraria y la anona. El partido de los capitalistas le opuso inmediatamente la más viva resistencia, y aprovechándose a la vez de las indecisiones de la mayor parte de la aristocracia y de la movilidad de los comicios, seguramente habría hecho fracasar la ley del jurado, si se hubiera procedido por votaciones especiales. Sin embargo, para preparar el golpe Druso había fundido las tres mociones en una sola, y de este modo obligaba a los ciudadanos interesados en las distribuciones de granos y en la división de los terrenos públicos a votar también en favor de la ley sobre tribunales. Gracias a este apoyo y al de los itálicos, a excepción de los grandes propietarios amenazados en sus posesiones (de Umbría y de Etruria sobre todo), es que todos hicieron causa común con él, y triunfó. Pero su ley per saturam no pudo pasar hasta que mandó a un lictor a que atrapase y condujese a una prisión al cónsul Filipo, que se obstinó en hacer la oposición hasta el fin. El pueblo vitoreó al tribuno, lo declaró su bienhechor y lo recibió en el teatro de pie y con ruidosos aplausos. Sin embargo, la votación no había decidido nada. La cuestión había sido llevada a otro terreno. Los contrarios de Druso atacaban la ley como contraria a la del año 656, y como radicalmente nula en la forma. Filipo, su principal adversario, volvió a la carga y pidió al Senado la casación. Sin embargo, gozoso el Senado de verse desembarazado de las jurisdicciones ecuestres, rechazó la rogación del cónsul. Filipo declaró entonces en pleno Forum que no era posible administrar con semejantes senadores, y que la República necesitaba otro cuerpo consultivo. Ante esto, parecía que se estaba en vísperas de un golpe de Estado. El Senado fue interpelado por Druso y se abrió un debate tumultuoso, que terminó con un voto de censura y de desconfianza hacia el cónsul. Pero ya en las filas de la mayoría reinaba en secreto el temor de la revolución, con que la asustaban Filipo y los capitalistas. Sobrevinieron además otras circunstancias.
ANULACIÓN DE LA LEY LIVIA. ASESINATO DE DRUSO
Una muerte repentina arrebató a los pocos días (septiembre de 663) al orador Lucio Craso, el más activo e influyente de los adictos de Druso. Se traslucieron sus inteligencias con los italianos, confiadas solo a algunos de sus confidentes más íntimos, e inmediatamente sus furiosos enemigos dieron el grito de traición. Con ellos se fueron gran número de hombres importantes del partido conservador. También Druso se vio comprometido por su misma generosidad. Advirtió al cónsul que procurase guardarse de los asesinos enviados por los italiotas, que debían matarlo durante la fiesta federal del monte Albano; y este aviso fue considerado como una prueba de su complicidad en la conspiración. Filipo reprodujo con insistencia su moción contra la Ley Livia, y en esta ocasión la mayoría se mostró tibia en su defensa. Después, los cobardes y los indiferentes no tardaron mucho en pensar que la vuelta al antiguo estado de cosas era la única salida practicable; y la ley fue anulada por vicio de forma. En cuanto a Druso, se mostró triste y resignado a su manera, y se contentó con hacer presente al Senado que acababa de restablecer la odiosa jurisdicción de los caballeros. Ni siquiera quiso hacer uso de su derecho de imponer el veto y paralizar el efecto del senadoconsulto. En consecuencia, la tentativa del Senado contra la aristocracia del dinero había fracasado por completo, y se había vuelto a caer bajo el antiguo yugo. Para los caballeros, sin embargo, no era suficiente el haber vencido. Una tarde estaba Druso despidiéndose en el vestíbulo de su casa de la muchedumbre que lo había acompañado, cuando repentinamente se lo vio caer delante de la estatua de su padre. Una mano asesina acababa de herirlo tan gravemente que murió a las pocas horas. Gracias a que ya estaba oscureciendo, el asesino huyó sin que nadie lo hubiese reconocido, y ni siquiera se formó causa ni se hizo la pesquisa más insignificante. El puñal fue siempre el arma con que se suicidó la aristocracia. El Graco aristócrata había tenido el mismo fin violento que los reformadores demócratas. ¡Profunda y triste lección! Por resistencia o por debilidad, el Senado hacía fracasar la reforma que, esta vez, había salido de sus mismas filas. Druso había gastado sus fuerzas y perdido su vida por querer destruir la supremacía de los comerciantes, organizar la emigración y evitar la guerra civil que amenazaba. Vio a los comerciantes imponerse ahora más que nunca; vio caer sus proyectos de reforma, y, al morir, vio que la repentina puñalada que lo había herido iba a ser la señal de la más espantosa guerra civil que ha devastado jamás a la más bella tierra de Italia.