IX
CINA Y SILA

FERMENTACIÓN EN ITALIA. CINA CARBÓN Y SERTORIO

Hemos expuesto anteriormente la situación tirante e incierta en que Sila había dejado Italia cuando partió para Grecia, a principios del año 667. La insurrección no estaba del todo dominada; el mando del principal ejército había sido casi usurpado por un general políticamente dudoso, y la capital, entregada a la confusión de intrigas múltiples y activas. En suma, por todas partes amenazaba el peligro. La victoria conseguida por la oligarquía echando mano de la espada había hecho muchos descontentos, quizás a causa de su moderación. Los capitalistas, al mostrar las heridas de la más terrible crisis financiera que Roma jamás había visto, murmuraban contra el poder a causa de la ley que había promulgado sobre el interés, y de las guerras de Italia y de Asia que no había impedido. Los insurrectos, que habían depuesto las armas, no solo deploraban la ruina de sus esperanzas de igualdad civil con los individuos de la ciudad soberana, sino también sus antiguos tratados particulares, y por tanto, sufrían murmurando la arbitraria ilegalidad de su condición de súbditos. Las ciudades entre los Alpes y el Po tampoco estaban satisfechas con las concesiones obtenidas a medias; y, en cuanto a los ciudadanos nuevos y a los emancipados, los tenía furiosos la anulación de las leyes sulpicias. El populacho de Roma participaba de la común tortura y se sublevaba contra un régimen militar que no había admitido el sistema de los aporreadores en el número de las instituciones. En la ciudad, los partidarios de los ciudadanos desterrados después de la revolución sulpiciana, que eran muy numerosos merced a la moderación de Sila, trabajaban mucho para obtener que se les permitiese el regreso. Con este fin, algunas mujeres ricas y de calidad no perdonaban sus cuidados ni su oro. En verdad en todas estas discordias no había nada que hiciese inminente una nueva y violenta conmoción: la agitación carecía de fin inmediato y era transitoria, pero la malicia general encontraba allí su alimento. De ella había salido en parte el asesinato de Rufo, muchas tentativas criminales contra Sila, y las elecciones de los cónsules y de los tribunos del año 667, parcialmente de oposición. El nombre de la persona que los descontentos habían puesto a la cabeza del Estado, Lucio Cornelio Cina, solo era conocido como el de un buen oficial durante la guerra contra los aliados. Con respecto a él y sus proyectos, sabemos aún menos que sobre los de cualquier otro jefe de partido de la revolución romana. En mi sentir, la causa de ello es que Cina, hombre muy ordinario y guiado por el más despreciable egoísmo, no había tenido en un principio proyectos políticos en gran escala. El día que triunfó se decía que se había vendido por una gran suma a los nuevos ciudadanos y a la facción de Mario. La acusación tiene toda la apariencia de verdad, pues no recayeron nunca semejantes sospechas sobre los nombres de Saturnino y de Sulpicio. El movimiento a cuya cabeza se puso tiene solo en sus motivos y en su objeto la apariencia más triste y vana. No procede de un gran partido, sino de una banda de descontentos sin miras políticas dignas de mencionarse, y cuya principal empresa era el llamamiento de los desterrados por las vías legales o de otro modo. Cina debió entrar en la conspiración después de sus cómplices y solo porque los intrigantes necesitaban un cónsul que sirviese para presentar y defender las mociones del partido, ahora que se habían disminuido los poderes tribunicios. Entre los candidatos consulares del año 667 no había un instrumento más dócil que Cina, y por lo tanto fue apoyado y promovido. Pero entre los agitadores de segunda línea había hombres más sólidos: el tribuno del pueblo Gneo Papirio Carbón, que se había creado un nombre por su fogosa elocuencia, y sobre todo Quinto Sertorio, uno de los oficiales más hábiles del ejército. En muchos aspectos era un hombre notable: después de haber obtenido el tribunado se había hecho enemigo personal del general del ejército de Asia, y el odio lo había impelido hacia las filas de los descontentos, contra todos los instintos de su naturaleza. El procónsul Estrabón, aunque estaba en mala inteligencia con el poder, distaba mucho de aliarse con aquella facción.

EXPLOSIÓN DE LA REVOLUCIÓN. VICTORIA DEL GOBIERNO

Mientras que Sila había permanecido en Italia, los aliados estuvieron quietos, y esto por poderosas razones. Pero en el momento en que el tan temido procónsul puso el pie en su buque, no por las exhortaciones del cónsul Cina, sino cediendo más bien a la necesidad de las cosas que lo llamaban a Oriente, el cónsul, apoyado por la mayoría del colegio de los tribunos, se apresuró a proponer leyes que no eran más que la reacción convenida contra la restauración silana del año 666. En ellas se proponía la igualdad civil de los ciudadanos nuevos y de los emancipados, lo mismo que en la moción de Sulpicio, y se provocaba la completa restitución de los desterrados pertenecientes a la revolución sulpiciana. Los nuevos ciudadanos afluyeron a Roma para unirse a los emancipados y sobreponerse a sus enemigos, si era necesario hasta por la violencia. Pero el partido del gobierno estaba decidido a no ceder: opuso cónsul a cónsul, Gneo Octavio a Lucio Cina, y tribuno a tribuno. El día de la votación, ambos partidos fueron armados al lugar de los comicios. Los tribunos fieles al Senado pronunciaron su intercesión y, cuando se los quiso asaltar espada en mano en las tribunas de las arengas, Octavio opuso los hechos a los hechos. Sus bandas de hombres armados invadieron el Forum y la vía Sacra; y, después, furiosas y sin obedecer las órdenes de su jefe, despedazaron a las masas que encontraron a su paso. En este «día de Octavio» se vio correr la sangre por el Forum como no se había visto jamás, y en tan corto espacio se contaron hasta diez mil cadáveres. Cina llamó a los esclavos, prometiéndoles la libertad después del combate, pero su voz fue ahora impotente, así como la de Mario lo había sido un año atrás. En consecuencia, no quedó a los agitadores más remedio que huir. La constitución no señalaba ningún medio que permitiera proceder contra el jefe de la conspiración mientras corriera el año de su cargo. Pero un oráculo, más legalista que piadoso, había predicho la vuelta de la paz y la tranquilidad si el cónsul Cina y los seis tribunos del pueblo, sus partidarios, eran enviados al destierro. Así pues, sin exigir nada a la ley, y simplemente en conformidad con la feliz palabra cogida al paso por los guardas de los oráculos, el Senado se apresuró a destituir al cónsul, a elegir en su lugar a Lucio Cornelio Mérula, y a poner en el bando a los revolucionarios fugitivos. La crisis parecía que habría de detenerse aquí, sin más consecuencias que aumentar el grupo de los disidentes reunidos en Numidia.

LOS PARTIDARIOS DE CINA EN ITALIA
MARIO DESEMBARCA

El movimiento seguramente no habría tenido otras consecuencias, si el Senado, siempre flojo y perezoso, no hubiera descuidado obligar a los fugitivos a salir inmediatamente de Italia, ni les hubiera dejado la posibilidad de renovar en cierto modo la insurrección itálica, y la de convertirse en los campeones y emancipadores de los nuevos ciudadanos. Sin encontrar impedimento alguno aparecieron en Tibur, en Preneste, en todas las ciudades del Lacio y de Campania recientemente admitidas al derecho de ciudadanía; en todas partes pedían y obtenían hombres y dinero para hacer valer la causa común. De este modo llegaron al campamento del ejército que sitiaba Nola. En aquel tiempo, los ejércitos pertenecían por sus instintos a la democracia y a la revolución, cuando el general no tenía bastante autoridad como para unirlos a su persona. Las arengas de los magistrados fugitivos, algunos de los cuales, como Cina y Sertorio por ejemplo, se recomendaban al soldado por los buenos recuerdos de las últimas campañas, produjeron una impresión profunda. La destitución anticonstitucional del cónsul amigo de las masas, y la usurpación por parte del Senado de los derechos del pueblo soberano descontentaba al simple miliciano; y, en cuanto a los oficiales, el oro del cónsul o, mejor dicho, de los nuevos ciudadanos les mostraba claramente la brecha abierta a la ley. En seguida el ejército de Campania reconoció a Cina como cónsul: uno por uno, todos los soldados le juraron fidelidad, y vinieron a ser el núcleo regular de las bandas enviadas por los nuevos ciudadanos y por las ciudades aliadas. Estas bandas no tardaron en ser considerables por su número: en su mayor parte fueron formadas con el propósito de marchar sobre la capital, y además le llegaron por el norte grandes refuerzos. Invitados por Cina, desembarcaron en Telamón (en la costa de Etruria) los desterrados del año anterior. Estos apenas contaban con quinientos hombres armados, casi todos esclavos de los refugiados, o caballeros númidas alistados en África. Pero Mario, que en aquel mismo año había querido hacer causa común con el vil populacho de Roma, hizo romper las puertas de los calabozos (ergastula), donde los grandes propietarios tenían encerrados de noche a sus esclavos de labor, y les ofreció libertad y armas, oferta que no fue rechazada. El contingente de esclavos, el de los nuevos ciudadanos y el de los fugitivos que acudían a él de todas partes engrosaron rápidamente su ejército. Ya había reunido seis mil hombres bajo sus águilas y armado cuarenta buques que se colocaron en la desembocadura del Tíber, y que se iban apoderando de todos los transportes cargados de trigo para la capital. Él y los suyos se pusieron a disposición del cónsul Cina. Los jefes del ejército de Campania vacilaron. Los más prudentes, Sertorio entre otros, fueron del parecer de que no debían unirse muy estrechamente con un hombre a quien su nombre solo colocaría infaliblemente a la cabeza del movimiento, un hombre de notoria incapacidad política, y a quien la sed de venganza hacía loco. Cina no quiso tener esto en cuenta y nombró a Mario general en jefe en Etruria y por mar, con poderes de procónsul.

ACTITUD EQUÍVOCA DE ESTRABÓN.
LOS PARTIDARIOS DE CINA DELANTE DE ROMA. LOS PARTIDOS NEGOCIAN CON LOS ITÁLICOS.
SUERTE DE ESTRABÓN. VACILACIÓN DEL GOBIERNO. CAPITULACIÓN DE ROMA

En consecuencia, se acumulaba sobre Roma una tempestad terrible: era urgente llamar a las tropas del gobierno para ponerla a cubierto.[1] Pero las fuerzas de Metelo habían sido detenidas por los itálicos en el Samnium y delante de Nola; solo Estrabón podía acudir en auxilio de Roma. Vino, en efecto, y estableció su campamento cerca de la puerta Colina. A la cabeza de su numeroso y aguerrido ejército le hubiera sido fácil aniquilar inmediatamente y de un solo golpe las bandas de los insurrectos, todavía débiles; pero no era tal su plan, según parece. Dejó agravarse la situación hasta el día en que Roma se halló prácticamente sitiada. Cina acampó en la orilla derecha del Tíber frente al Janículo con su cuerpo de ejército y el de Carbón, y Sertorio fue a colocarse en la orilla izquierda frente a Pompeyo, muy inmediato a la muralla de Servio. Mario ocupó las plazas marítimas, unas después de otras, con su ejército cada vez más engrosado, que había llegado ya a tres legiones, y con sus numerosos buques de guerra. Se apoderó de Ostia por la traición, y fue éste el triste presagio del terror próximo. La entregó a sus bandas feroces, que mataron y saquearon muy a su placer. La interrupción del comercio era ya un gran peligro para Roma: por orden del Senado, se pusieron en estado de defensa los muros y las puertas, y se llamó a la milicia ciudadana sobre el Janículo. Por su inacción, Estrabón despertaba en todos, grandes y pequeños, la admiración y el espanto. Sin embargo, si se sospechó que estaba en inteligencia con Cina, parece que la sospecha no tiene fundamento alguno, pues libró un formal combate contra la división de Sertorio. Además, en otra ocasión, cuando Mario había logrado penetrar hasta el Janículo gracias a sus inteligencias con un oficial de la guarnición, vino en auxilio de Octavio y consiguió rechazar a los insurrectos, matándoles mucha gente. Por tanto, no quería unirse a los jefes de la insurrección, y menos ponerse a sus órdenes. Parece que su intención fue más bien aprovecharse del estado en que se encontraba todo en aquellos momentos, y vender su apoyo al gobierno o al pueblo, con tal de que lo designaran cónsul para el año siguiente y hacerse de este modo dueño del poder. Pero el Senado no quería echarse en brazos de un usurpador para librarse de otro, y volvió la vista a otra parte. Un senadoconsulto expreso confirió la ciudadanía romana a todas las ciudades itálicas, comprometidas antes en la insurrección y en la guerra social, y a las que su defección había excluido de su antigua alianza. Así pues, estaba oficialmente confirmado que, en su larga lucha con Italia, Roma había jugado su existencia no por un motivo grande y serio, sino por pura vanidad, pues a la primera dificultad, y solo para procurarse algunos millares más de soldados, se la veía arrojar al agua toda la ganancia que tan cara le había costado durante la guerra social. Las ciudades a las que se les había otorgado la gracia enviaron sus tropas, pero, en vez de las numerosas legiones prometidas, el contingente suministrado ascendía apenas a diez mil hombres. Importaba mucho más entrar en negociaciones con los samnitas y los nolanos, hecho que hubiera permitido emplear en la defensa de Roma el cuerpo de ejército de Metelo, general con quien el Senado podía contar absolutamente. Pero los samnitas tuvieron grandes exigencias y recordaron lo de las Horcas Caudinas: por un lado exigieron la restitución del botín, de los cautivos y de los tránsfugas que habían hecho en su territorio; por otro, que les permitiesen conservar el que ellos habían hecho sobre los romanos, y, por último, requirieron la colación del derecho de ciudadanía, tanto para ellos como para los romanos que se habían pasado a sus filas. A pesar de la miseria de los tiempos, el Senado rechazó las condiciones de una paz deshonrosa. Ordenó a Metelo que dejase allí una pequeña división y viniese a Roma a marchas forzadas, con todos los soldados que pudiese recoger en la Italia del Sur. El general obedeció, pero he aquí lo que ocurrió: al no tener los samnitas delante de sí más que a Plaucio con un ejército insignificante, legado de Metelo, lo atacaron y lo derrotaron por completo; en tanto los nolanos hicieron una salida y quemaron la inmediata ciudad de Abella, aliada de Roma. Por otra parte, como Cina y Mario habían otorgado a los samnitas todo lo que éstos habían exigido (hasta este punto había caído el honor del nombre romano), les mandaron su contingente, que aumentó el de los insurrectos. Otro descalabro sensible fue que, después de un combate desgraciado para las tropas del gobierno, sus adversarios ocuparon Ariminun, y cortaron así toda comunicación entre Roma y el valle del Po, de donde le llegaban hombres y municiones. La escasez y el hambre comenzaron a sentirse en la grande y populosa ciudad, atestada de armas y soldados, pero con los almacenes vacíos de víveres. Mario era principalmente el que más se esforzaba por cortarlos. Ya había echado sobre el Tíber un puente de barcas que impedían la navegación; se apoderó de Antium, de Aricia, de Lanuvium y de otros lugares inmediatos; cerró todos los caminos y se ensañó de antemano, pasando a cuchillo a todo el que se resistía. No dejaba con vida más que a aquéllos que hacían traición y le entregaban su ciudad. Las enfermedades contagiosas producidas por la miseria no tardaron en devorar a las masas armadas que se habían aglomerado dentro y en derredor de los muros de Roma. Murieron once mil veteranos de Estrabón y seis mil soldados de Octavio; y, sin embargo, el Senado no desesperaba. Hasta la muerte repentina de Estrabón fue considerada como un acontecimiento feliz. No fue arrebatado por la peste, como generalmente se cree, sino por un rayo que cayó en su tienda. Exasperada la muchedumbre por tantos motivos, sacó el cadáver del ataúd y lo arrastró por las calles. El resto de sus tropas se unió a las de Octavio. Habiendo restablecido la igualdad de las fuerzas con la llegada de Metelo y la muerte de Estrabón, el ejército del gobierno se preparó para librar una batalla a los insurrectos al pie del monte Albano. Pero el espíritu de los soldados de Roma estaba muy quebrantado, y, cuando vieron a Cina marchar hacia ellos, lo aclamaron como si aún hubiera sido su cónsul y su general. Metelo no creyó prudente dar la batalla y volvió a encerrar a las legiones en el campamento. Los mismos optimates vacilaban y se dividían. Mientras que los que estaban con el cónsul Octavio, siempre inflexible en la intransigencia de sus miras estrechas, se oponían a toda concesión, Metelo, como soldado más hábil y político más prudente, intentaba un acomodamiento. Sin embargo, su entrevista con Cina no hizo más que inflamar la cólera de los ultras de ambos partidos: Mario tachó a Cina de cobarde y Octavio llamó a Metelo traidor. En cuanto a los soldados, inquietos y desconfiando acertadamente de la aptitud o de la capacidad de Octavio, invitaron a Metelo a tomar el mando en jefe, pero como éste lo rehusase comenzaron a arrojar sus armas o a pasarse en masa al enemigo. El aguijón del sufrimiento hacía que el pueblo se mostrase en Roma cada día más disgustado. Ante la promesa hecha por el heraldo de Cina de dar la libertad a los esclavos tránsfugas, éstos se pasaron en masa de la ciudad al campamento enemigo. Durante este tiempo, Octavio se oponía obstinadamente a un proyecto de senadoconsulto que emanciparía a todos aquéllos que ingresasen en las filas del ejército. Era evidente que el gobierno regular estaba en baja y que no le quedaba más remedio, si es que la cosa aún era posible, que entrar en un arreglo con los jefes de las bandas sitiadoras, como hace el viajero débil con los jefes de bandidos. Envió parlamentarios a Cina, pero surgieron dificultades, y durante los preliminares hizo acampar su ejército delante de las puertas. En aquel momento se presentó tal muchedumbre de desertores, que no hubo ya lugar para discutir condiciones. El Senado se sometió al cónsul que él mismo había desterrado, y le suplicó solo que economizase la sangre de sus conciudadanos. Cina lo prometió, pero no quiso hacerlo por medio de juramento. Mario había asistido a las conferencias sombrío y mudo.

MARIO Y EL TERROR. ÚLTIMOS DÍAS DE MARIO

Se abrieron, pues, las puertas de Roma. El cónsul entró con sus legiones; pero Mario, afectando irónicamente el respeto a la ley que lo había expulsado, se negó a ingresar en la ciudad hasta que no se lo permitiese otra ley. Los comicios se reunieron precipitadamente para votarla. Entonces pasó, y comenzó inmediatamente el régimen del terror. Se había decidido que no se escogerían las víctimas; se mataría en masa a todos los notables del partido aristocrático, y todos sus bienes serían confiscados. Por lo tanto, se volvieron a cerrar las puertas de la ciudad y se comenzó la matanza, que se prolongó sin tregua durante cinco días y cinco noches. Si alguno se había escondido, o había sido olvidado, se lo buscaba y se lo mataba al día siguiente; de esta forma, la matanza se extendió durante algunos meses por toda Italia. El primero que pereció fue el cónsul Gneo Octavio. Fiel a la máxima que había sostenido muchas veces, de que era mejor morir que ceder ante los criminales que estaban fuera de la ley, se negó a escaparse; y vestido con las insignias de su cargo esperó sobre el Janículo al asesino que no tardó en presentarse. En estos días murieron Lucio César (cónsul en el año 664), ilustre vencedor de Acerra; Cayo, su hermano, cuya ambición desmedida había provocado los tumultos sulpicianos, orador y poeta distinguido, y sobre todo, hombre amable y de excelentes condiciones para alternar en sociedad; Marco Antonio (cónsul en el 655), el primer abogado de su tiempo después de haber muerto Lucio Craso; Publio Craso (cónsul en el 657), que había mandado honrosamente en la guerra de España y la guerra social, y aun durante el sitio de Roma. Por último, también murieron una multitud de hombres notables del partido gobernante, entre ellos los ricos, buscados de manera especial por los codiciosos secuaces de Mario y Cina. Enumeremos otras muertes, aún más lamentables: por ejemplo la de Lucio Mérula, quien había sucedido a Cina contra su voluntad. Acusado por este crimen y citado ante los comicios, adelantó su inevitable condena, se abrió las venas y murió delante del altar de Júpiter, de quien era sacerdote, después de haber colocado las cintas sagradas tal como exigía la regla piadosa a todo sacerdote en la hora de la muerte. O la de Quinto Catulo (cónsul en el año 652), compañero en la hora del triunfo y de la victoria de este mismo Mario, que a las súplicas de los parientes de su antiguo colega respondió con cruel laconismo: «Es necesario que muera». En efecto, puede decirse que Mario fue el que ordenó esta horrible hecatombe. Él fue quien designó las víctimas a los verdugos. No hubo forma de proceso, sino en casos muy raros, como los de Mérula y Catulo. Ordinariamente una mirada, o el silencio mismo hacia los que lo saludaban, era una sentencia, una sentencia ejecutada inmediatamente. Pero, una vez en tierra sus víctimas, aún no estaba terminada la venganza de Mario: prohibía hacerles funerales. Por orden suya (Sila lo había precedido en este funesto camino) se clavaron en la tribuna del Forum las cabezas de los senadores ajusticiados y numerosos cadáveres permanecieron tendidos en la plaza pública. El de Cayo César, arrastrado delante de la tumba de Quinto Vario, de quien él había sido sin duda el acusador, fue de nuevo pasado a cuchilladas. Por último, se vio al odioso anciano abrazar públicamente al asesino que le llevó la cabeza de Antonio mientras estaba a la mesa. Había mandado que lo buscaran en el retiro donde se había ocultado, y había costado algún trabajo impedir que fuese él mismo a matarlo. Sus legiones de esclavos le habían servido de dependientes, y en estas sangrientas saturnales no se dejaba de festejar su nueva libertad con el saqueo de las casas de sus antiguos señores, asesinando y escarneciendo a cuantos en ella se encontraban. Los furores de Mario desesperaban a sus compañeros. Sertorio conferenció con el cónsul para que les pusiera un término a toda costa; el mismo Cina estaba aterrado. Pero la demencia es un poder en tiempos semejantes: para salvarse del vértigo se precipitan en el abismo. Además no era cosa fácil ligar las manos de Mario y de sus bandas, y Cina, lejos de tener valor para ello, tomó al viejo general por colega en el consulado del año siguiente. Ante este régimen de sangre, se sentían tan paralizados los vencedores moderados como los hombres del partido vencido. Los capitalistas eran los únicos que veían sin pena a aquellos orgullosos oligarcas humillados bajo el peso de aquella mano extraña. Además les tocaba la mejor parte de todas las confiscaciones y de todas las ventas en almoneda. De aquí el sobrenombre de «escamoteadores» (Saccularii) que les dio el pueblo.

MUERTE DE MARIO

Los destinos habían otorgado al autor de todos estos males, al viejo Mario, las dos cosas que había deseado. Le habían concedido que se vengase de toda la cohorte noble que había procurado siempre desvirtuar sus victorias y exagerar sus derrotas; a los alfilerazos había respondido con puñaladas. A principios del año siguiente, revistió una vez más la suprema magistratura, con lo que se cumplió su sueño de un séptimo consulado, sueño prometido por el oráculo y que él perseguía desde hacía años. Los dioses le dejaban tomar lo que había apetecido; pero también en este día, conforme a la ley de una ironía fatal, y como en tiempos de la antigua leyenda, la muerte vino a arrebatarlo cuando acababan de colmarse sus deseos. Siendo la honra de su país durante su primer consulado, vino a ser el juguete durante su sexta magistratura; cónsul por séptima vez, fue maldecido por todos los partidos y odiado por todo un pueblo. Él, aquel hombre leal, hábil e íntegro en todos sus propósitos, en adelante no es más que el jefe ignominioso y extraviado de una horrible banda de asesinos. No dejaron de asaltarlo grandes remordimientos. Pasaba los días en la embriaguez de su furores, pero las noches, en crueles insomnios; comenzó a emborracharse para entregarlo todo al olvido. Después le sobrevino una fiebre violenta que lo tuvo aletargado durante siete días: en el delirio de su enfermedad disponía y libraba grandes batallas en Asia Menor, y recogía los laureles prometidos a Sila. Finalmente, dejó de existir el 13 de enero del año 668. ¡Murió a los setenta años, en su lecho, en plena posesión de lo que él había llamado poder y honores! La Némesis no siempre es la misma; no siempre venga la sangre con la sangre. ¿No era ya una justa retribución que, a la nueva de la muerte del «famoso salvador del pueblo», Roma e Italia respirasen con libertad y más alegres que en otro tiempo con la noticia de la victoria de los campos Ráudicos?

Como quiera que fuese, ocurrió después de su muerte más de un acontecimiento que recordaba aquellos tiempos nefastos. En el acto de los funerales del cónsul se vio a Cayo Fimbria, que había teñido sus manos en sangre más que ningún otro en medio de las matanzas ordenadas por Mario, intentar asesinar a un personaje ilustre, respetado por todos y perdonado por el mismo Mario, el supremo pontífice Escévola (cónsul en el año 659). Pero un día Serterio reunió a todos los bandidos de Mario con el pretexto de que iba a pagarles su sueldo, los rodeó de soldados celtas en quienes tenía confianza, y los hizo cuartos en número de más de cuatro mil.

GOBIERNO DE CINA

Con el terror había venido la tiranía. Cina permaneció cuatro años seguidos al frente del Estado, en calidad de cónsul; con regularidad él se nombraba a sí mismo y a sus colegas sin el voto del pueblo. Parecía que los demócratas despreciaban y repelían para siempre los comicios soberanos. Jamás ningún hombre del partido popular ejerció, antes ni después de Cina, el poder absoluto tan completamente, ni por tanto tiempo en Italia y en la mayor parte de las provincias. Tampoco ha habido un gobierno que haya tenido una administración tan falta de objeto. Se revalidó la ley propuesta primero por Sulpicio, y después por el mismo Cina, que aseguraba la igualdad del voto entre los nuevos ciudadanos, los emancipados y los ciudadanos antiguos; y fue confirmada y puesta en vigor el año 670 por un senadoconsulto expreso. Se nombraron censores encargados de distribuir a todos los italianos en treinta y cinco tribus. Por un cambio extraño, a falta de candidatos idóneos fue nombrado censor Filipo, el cónsul del año 663 y el autor principal de la caída de Druso cuando éste había querido conferir el voto a los itálicos. En la actualidad, le correspondía anotarlos en las listas del censo. En cuanto a las instituciones reaccionarias fundadas por Sila en el año 666, se cree que fueron suprimidas. Por lo demás, se hizo todo lo posible por agradar al proletariado: desaparecieron entonces las restricciones sobre los cereales, y a propuesta del tribuno del pueblo, Marco Junio Bruto, en la primavera del año 671 se comenzó la fundación de una colonia en Capua, según los planes de Cayo Graco. Una ley sobre el crédito, cuyo autor era Lucio Valerio Flacco el Joven, redujo todos los créditos a la cuarta parte de su valor nominal, anulando las otras tres en favor del deudor. Pero estas leyes, las únicas que en lo tocante a la constitución se prolongaron durante el mando de Cina, estaban dictadas bajo la presión del momento; y lo más deplorable en esta catástrofe de la política romana es que, en lugar de pertenecer a un sistema cualquiera, por pobre o malo que fuese, se habían promulgado al azar y sin plan fijo. Se acariciaba al pueblo, y al mismo tiempo se lo hería inútilmente afectando un desdén insensato hacia la regularidad constitucional de las elecciones. Se hubiera podido hallar un punto de apoyo en las clases ricas, pero se les infirió una sensible herida con las leyes del crédito. Los más firmes pilares que sostenían aquel régimen eran los nuevos ciudadanos, por más que no hacían nada. Se aceptó su auxilio, pero al mismo tiempo se pensó en arreglar definitivamente la extraña condición de los samnitas, quienes aun llamándose ciudadanos romanos no dejaban de reivindicar su particular independencia como el único objeto y el premio de tantos combates. Después de haber vejado y muerto a los senadores más notables como si fueran perros rabiosos, no se había hecho nada por atraer al Senado a los intereses del gobierno o, cuando menos, para inspirarle un terror durable, de suerte tal que el gobierno mismo tuviese asegurada su vida. No era así como Cayo Graco había comprendido la ruina de la oligarquía. Nunca hubiera tolerado que el nuevo jefe del poder, sentado sobre un trono edificado con sus propias manos, se portase como un rey holgazán. Cina no había sido elevado a aquella altura por la fuerza de su voluntad, sino por el acaso: ¿Cómo extrañarse de verlo permanecer allí, en el lugar a donde lo había arrojado la tempestad revolucionaria, hasta el día en que otra tormenta llegase a arrebatarlo?

CINA Y SILA. ITALIA Y LAS PROVINCIAS
FAVORABLES AL GOBIERNO ACTUAL. MEDIDAS CONTRA SILA

Esta alianza, entre la fuerza a la que nada se resiste y la completa impotencia e incapacidad, se manifiesta entre los agitadores del poder revolucionario en la guerra que hacen a la oligarquía. Sin embargo, de aquélla es de quien depende su resistencia. En Italia, son los dueños absolutos de la situación. Entre los antiguos ciudadanos muchos se inclinaban a la democracia. El mayor número, el ejército de los hombres de orden, incluso detestando los horrores de la tiranía de Mario, no veían en una restauración oligárquica más que el advenimiento de un segundo reinado del terror en provecho del otro partido. La impresión de los crímenes del año 667 no había dejado huellas relativamente profundas en la nación, tomada en su conjunto, porque no había alcanzado más que a la aristocracia de Roma, y porque, durante los tres años que siguieron, un gobierno pacífico y tolerable había borrado en cierto modo los malos recuerdos. Respecto de los ciudadanos nuevos que formaban cuando menos la quinta parte de los itálicos, si no eran partidarios decididos del régimen actual, no por eso dejaban de detestar la oligarquía. La gran mayoría de las provincias, entre las que estaban Sicilia, Cerdeña, las dos Galias y las dos Españas, aceptaban de buen grado, lo mismo que Italia, el actual estado de cosas. En África, Quinto Metelo, que por fortuna había escapado de la matanza, intentó conservar esta provincia ayudado por los optimates; se le unió Marco Craso, el hijo más joven de Publio Craso, víctima de la proscripción de Mario, quien le llevó algunos refuerzos de España. Pero, como se dividieron al poco tiempo, tuvieron que ceder el puesto al pretor de los revolucionarios, Cayo Fabio Adriano. El Asia, por su parte, estaba en poder de Mitrídates. La oligarquía, condenada y abatida en todas partes, tenía solo por último asilo la provincia de Macedonia, y sin la completa seguridad de que Sila pudiese mantenerse en ella. Allí se habían refugiado su mujer y sus hijos, que habían escapado a duras penas, y un cierto número de senadores; en su cuartel general había una especie de Senado. Por lo demás, el gobierno revolucionario no hacía más que lanzar decreto sobre decreto contra el procónsul de los oligarcas. Los comicios lo destituyeron y lo pusieron en el bando del imperio a él, a Metelo, a Apio Claudio y a otra infinidad de refugiados ilustres. Su casa en Roma fue arrasada, y todas sus propiedades rurales fueron devastadas. Sin embargo, todos estos excesos no hacían nada definitivo. Si Cayo Mario hubiese vivido, no hay duda de que hubiera marchado contra Sila a las regiones de Oriente, adonde lo transportaban los delirios de su última enfermedad. Ya hemos referido en otra parte las medidas tomadas por el gobierno de Cina después de la muerte de Mario. Lucio Valerio Flacco el Joven,[2] que tan pronto como Mario dejó de existir fue promovido al consulado y al mando en Oriente, no era buen soldado ni buen oficial. Cayo Fimbria, su compañero, aunque tenía talento no quería obedecer, a la vez que el ejército confiado al cónsul era tres veces menor que el de Sila. Se supo punto por punto que Flacco se había marchado al Asia para evitar una derrota, y, después, que Fimbria lo había derribado y se había puesto en su lugar a principios del año 669. Por último, llegó la noticia de que Sila había hecho la paz con Mitrídates. Hasta entonces éste había guardado silencio respecto de las autoridades revolucionarias de Roma. Pero he aquí que llega una carta dirigida al Senado en la que anuncia su próxima llegada a Italia. En ella declara que respetará los derechos conferidos a los nuevos ciudadanos; y que los castigos y las ejecuciones que eran inevitables no se verificarían en masa, sino sobre los jefes solamente. Ante esta nueva, Cina despertó de su letargo. Hasta ahora no había hecho contra su adversario más que armar algunos hombres y reunir algunos buques en el Adriático; en la actualidad se decide a pasar precipitadamente a Grecia.

TENTATIVA DE ARREGLO. MUERTE DE CINA
ARMAMENTOS DE CARBÓN Y DE LOS NUEVOS CIUDADANOS

Por otra parte, como la carta de Sila despertaba en el partido del justo medio la esperanza de un arreglo amistoso, pues teniendo en cuenta las circunstancias podía dársele el epíteto de moderada, la mayoría del Senado quiso intentar una reconciliación según la propuesta del viejo Flacco. El procónsul sería invitado a volver a Italia con la promesa de un salvoconducto; y los cónsules Cina y Carbón suspenderían sus armamentos hasta que llegase la respuesta de Asia. A estas proposiciones Sila no opuso una negativa absoluta, pero, como no quería ir en persona, declaró por medio de sus amigos que no pedía más que la completa reintegración de los desterrados, y el castigo de los crímenes cometidos por vía de proceso. Por lo demás, agregó que lejos de solicitar seguridades para sí mismo, él se las daría a los que residían en Roma. Sus enviados encontraron la situación completamente modificada en Italia. Sin atender a la decisión senatorial, al salir de la sesión Cina se había marchado al ejército con la intención de embarcarlo. Pero, al haber recibido orden de hacerse a la mar durante la mala estación, las no muy disciplinadas tropas del cuartel general de Ancona se insurreccionaron y dieron muerte a Cina en los primeros días del año 670. Su colega Carbón se vio obligado a llamar a las divisiones que ya habían pasado el mar, pues no podía pensarse en llevar la guerra a Grecia. De esta forma, se establecieron en Ariminum los cuarteles de invierno. Sin embargo, no recibieron mejor acogida las ofertas hechas en nombre de Sila. El Senado las rechazó completamente, y sin permitir a sus enviados entrar en Roma se lo intimó a entregar las armas. Esta actitud decisiva no era por cierto obra de la facción de los marianistas, que en la hora crítica habían necesitado abandonar la silla consular, usurpada durante tan largo tiempo, y abrir los comicios electorales para el año 671 donde todo iba a ventilarse. Los votos no recayeron sobre Carbón, el cónsul anterior, ni sobre ninguno de los buenos oficiales de la facción predominante, como Quinto Sertorio o Cayo Mario hijo; por el contrario, fueron a dar sobre Lucio Escipión y Cayo Norbano, dos personajes sin valor, incapaces ambos de batirse, y Escipión, hasta de hablar. El primero había hallado favor en las masas porque era bisnieto del vencedor de Antioco; el segundo, porque había sido enemigo político de los oligarcas. Se odiaba a los marianistas no tanto por sus crímenes, como por su nulidad; pero aunque no quería nada con ellos, la gran mayoría de la nación quería aún menos una restauración aristocrática traída por Sila. En consecuencia, se pensó seriamente en la defensa. Mientras que Sila verificaba su paso al Asia, ganaba el ejército de Fimbria y éste se suicidaba, el gobierno romano aprovechaba el año de respiro que se le dejaba y hacía grandes preparativos. Se dice que había cien mil soldados en pie de guerra contra Sila el día que desembarcó, y después se debieron reunir hasta el doble.

SITUACIÓN CRÍTICA DE SILA. SU MODERACIÓN

Contra estas fuerzas, Sila no podía poner en el otro platillo de la balanza nada más que sus cinco legiones, o sea, apenas unos cuarenta mil hombres entre los que ya estaban los pocos refuerzos que había podido recoger en Macedonia y en el Peloponeso. Pero este ejército se había desligado por completo de la política durante los siete años de cruda guerra en Italia, en Grecia y en Asia: era completamente de su general, quien cerraba los ojos a todos los excesos del soldado, ya fuesen de lujuria, bestialidad, y aun asesinato de sus oficiales. En efecto, no le exigía nada más que ser valiente y fiel, y le ofrecía a cambio fabulosas recompensas. Tenía por Sila esa adhesión entusiasta tanto más poderosa en el militar, cuanto que ordinariamente nace de las pasiones más nobles y más vulgares reunidas en un mismo pecho. Los silanos se juraron espontáneamente sostenerse los unos a los otros, según el uso del soldado romano, y espontáneamente también cada cual entregó sus ahorros a su general para contribuir a los gastos de la guerra. Pero por imponente que fuese aquel ejército compacto frente a las masas enemigas, Sila sabía que no podía vencer a Italia con cinco legiones, por poca unidad que hubiese en la resistencia. Sin duda, nada era más fácil que abatir el partido popular y a sus miserables autócratas, pero al lado de este partido veía levantarse y hacer causa común con él al inmenso ejército de los que odiaban el terror de una restauración oligárquica, y a todos los nuevos ciudadanos. Aquí estaban incluidos tanto aquéllos a quienes la Ley Julia había disuadido de entrar en la insurrección italiana, como quienes con su levantamiento habían colocado poco antes a Roma a dos pasos de la ruina. Veía y apreciaba claramente la situación, y sabía librarse de la cólera ciega y del tenaz egoísmo que eran la llaga de la mayoría de su partido. Ni el incendio del edificio del Estado, ni el asesinato de sus amigos, ni la destrucción de sus casas, ni su familia expulsada y errante, nada le había hecho abandonar su puesto antes de tiempo, antes de haber vencido al enemigo de la patria y preservado la frontera del Imperio. En la actualidad, al poner mano en los asuntos de Italia lo hacía con el mismo sentido patriótico y la misma moderación prudente. Hizo lo que pudo por calmar a los moderados y a los ciudadanos nuevos, y para impedir la reproducción, con el nombre de guerra civil, de la mucho más peligrosa ira de los antiguos ciudadanos y de los aliados itálicos. Su primer mensaje al Senado no había pedido más que derecho y justicia, y expresamente había rechazado el pensamiento de un nuevo terror. Consecuente consigo mismo, ofrecía el perdón a todo el que se desligase de los revolucionarios e hizo que sus soldados prometiesen, jurando uno por uno, que tratarían a los italianos como a compatriotas y amigos. Por el contrario, luego de haber garantizado con las seguridades más positivas a los nuevos ciudadanos el mantenimiento de sus derechos políticos, Carbón quiso reclamar rehenes a todas las ciudades. Sin embargo, se indignaron y el Senado mismo censuró al cónsul. Respecto de Sila, la gran dificultad consistía en que en aquellos tiempos sin fe y sin ley, aun no poniendo en duda la lealtad de sus intenciones, los ciudadanos tenían sus fundamentos como para dudar de que pudiese obtener que la mayoría del Senado cumpliese lo ofrecido después de la victoria.

SILA DESEMBARCA EN ITALIA. LO REFUERZAN SUS PARTIDARIOS
Y NUMEROSOS TRÁNSFUGAS. POMPEYO

En la primavera del año 671, Sila desembarcó en Brindisi con sus legiones. Ante esta noticia, el Senado declaró que la patria estaba en peligro y confirió a los cónsules poderes ilimitados. Pero los jefes del partido, incapaces e ineptos, no supieron prever nada, y la llegada de Sila vino a sorprenderlos, después de que hacía un año que lo estaban esperando. El ejército permaneció estacionado en Ariminum y los puertos quedaron desguarnecidos: en todo el litoral del sudoeste no había un solo soldado. Por tanto, ¿qué podía suceder? Brindisi, la importante plaza de Brindisi, poblada de ciudadanos nuevos, fue la primera que abrió sus puertas sin resistencia al general de la oligarquía; toda la Mesapia y toda la Apulia siguieron su ejemplo. El ejército de Sila atravesó estas regiones como país amigo y observando la más severa disciplina, según el juramento prestado. De todas partes acudían a su campamento los restos del partido de los optimates. Quinto Metelo abandonó los montañosos desfiladeros de la Liguria adonde había ido a refugiarse desde África, y en calidad de colega de Sila volvió a desempeñar las funciones de procónsul que se le habían conferido en el año 667, y de las que lo había desposeído la revolución. También Marco Craso acudió desde África con algunos hombres armados. Pero, por regla general, los optimates se presentaban en calidad de emigrados ilustres con muchas pretensiones y con pocas ganas de pelear, y tuvieron que oír el enérgico lenguaje de Sila contra todos aquellos nobles holgazanes que aspiraban a que se los salvase a ellos por interés de la República, pero que no hubieran permitido que se armase ni siquiera a uno de sus esclavos. Otros tránsfugas más importantes se presentaron en el campamento, procedentes del de los demócratas. Citaremos al ilustre y astuto Lucio Filipo, el único consular de algún mérito que pactó con el gobierno revolucionario y ocupó durante este tiempo algunas funciones públicas. Sila le hizo una excelente acogida, y le dio la honrosa y fácil misión de recobrar la Cerdeña. Recibió también a Quinto Lucrecio Ofela y a otros buenos oficiales, a quienes confió inmediatamente determinados puestos en sus filas. Aún hay más, hasta Publio Cetego, uno de los senadores desterrados por él después de los motines sulpicianos, obtuvo ahora su perdón y un empleo en el ejército. Pero lo que proporcionó a Sila una ventaja mucho más importante que todas estas adhesiones individuales fue la que le procuró el hijo de Estrabón, el joven Gneo Pompeyo (me refiero a la sumisión del Picenum). Al igual que su padre, no tenía estrechos lazos con la oligarquía y así había reconocido al gobierno de la revolución y ocupado un puesto en el ejército de Cina. Sin embargo, no se olvidó la conducta de Estrabón, ni la guerra que había hecho a los revolucionarios, y se hizo sufrir grandes apuros a su hijo, quien se vio amenazado hasta de la pérdida de su gran fortuna, a consecuencia de una demanda de restitución del botín de Asculum, botín que, con razón o sin ella, se había acusado a Estrabón de haber malversado. Una condena de esta naturaleza lo hubiese arruinado por completo, pero fue impedida por la intervención protectora del cónsul Carbón, mucho más que por la elocuencia del consular Lucio Filipo y del joven Lucio Hortensio. Desde entonces, un odio profundo se apoderó del corazón de Pompeyo. A la nueva del desembarco de Sila, corrió al Picenum, donde era un gran propietario y tenía grandes relaciones en las ciudades a partir del mando de su padre y después de la guerra social. Levantó en Osimo la bandera de la facción de los optimates. Todo el país, habitado en su mayor parte por ciudadanos antiguos, se puso a sus órdenes, y así también lo hicieron las milicias jóvenes que habían servido con él bajo el mando de su padre. No tenía más que veintitrés años, pero era un soldado tan bravo como capitán inteligente; muchas veces se lo había visto en las cargas de caballería ir a la cabeza de las secciones y precipitarse espada en mano en medio de las filas enemigas. El cuerpo de los voluntarios picentinos aumentó rápidamente, y en poco tiempo se formaron tres legiones. Desde Roma se enviaron contra él algunas divisiones a las órdenes de Clelio, de Cayo Albio Carrinas y de Lucio Junio Bruto Damasipo.[3] Sin embargo, el general improvisado supo sacar partido de las divisiones existentes entre ellos; de esta forma se les escapó, o los batió aisladamente, y finalmente pudo efectuar su unión con el ejército de Sila, probablemente en Apulia. Sila lo saludó con el título de imperator, título perteneciente solo al general, al colega colocado no bajo sus órdenes, sino a su lado; lo colmó de honores, y le tuvo más consideraciones que a todos sus ilustres clientes, con la marcada intención de dar una lección, indirecta pero ruda, a la pusilanimidad de su propio partido.

SILA EN CAMPANIA CONTRA NORBANO Y ESCIPIÓN
VICTORIA SOBRE NORBANO AL PIE DEL TIFATA. SE PASA A SILA EL EJÉRCITO DE ESCIPIÓN

La adhesión de Pompeyo les había llevado un gran apoyo moral y un refuerzo material, de forma tal que Sila y Metelo abandonaron la Apulia y se trasladaron a Campania por el país de los samnitas, siempre en estado de insurrección. Ya se encontraba allí el enemigo con su principal cuerpo de ejército; parecía que se acercaba el día decisivo. El ejército del cónsul Norbano estaba situado junto a Capua, donde se estaba fundando la nueva colonia con todo el aparato democrático, en tanto el segundo ejército avanzaba también por la vía Apia. Pero Sila había alcanzado a Norbano antes de que se uniesen ambos ejércitos. Un último ensayo de arreglo solo había dado por consecuencia un atentado contra la persona de su enviado. Sus soldados, exasperados, se arrojaron inmediatamente sobre Norbano. Se precipitaron desde lo alto del monte Tifata y dispersaron al primer choque al enemigo, situado en la llanura. Norbano se refugió con el resto de sus tropas en la plaza de Capua, colonizada revolucionariamente, y en Nápoles, ciudad recientemente admitida al derecho cívico de Roma. También allí fue bloqueado. Las tropas de Sila, inquietas hasta entonces por su pequeño número frente a las masas enemigas, habían adquirido con la victoria el sentimiento de su superioridad militar. Sin pararse a sitiar los restos del ejército derrotado, Sila se contentó con cercar las ciudades donde se habían refugiado, y avanzó enseguida por la vía Apia hasta Teanum, donde se encontraba Escipión. También a él le ofreció la paz, y creo que de buena fe, antes de venir a las manos. Como Escipión se vio más débil, la aceptó y se concluyó la tregua. La entrevista de los dos generales, ambos pertenecientes a familias nobles, de educación y costumbres elegantes, y antiguos colegas en el Senado, se verificó entre Cales y Teanum. Se entendieron pronto sobre los puntos de detalle, y ya Escipión había mandado un mensaje a Capua, solicitando el acuerdo de su colega, cuando he aquí que de repente se reúnen los soldados de ambos campamentos. Los silanos, enriquecidos con el oro que les había distribuido su general, hicieron comprender con la copa en la mano a los reclutas poco belicosos de Escipión que más valía tenerlos por camaradas que por enemigos. En vano Sertorio le dice al cónsul que es necesario poner coto a aquella intimidación. Entre tanto, el acuerdo que parecía ser ya un hecho no pudo verificarse, y Escipión denunció el armisticio. Sila sostuvo que la denuncia era tardía, y que el convenio era perfecto, y en el mismo instante, con el pretexto de que su general rompía injustificademente el armisticio, se pasaron los soldados en masa a las filas del enemigo. La escena terminó con un abrazo universal que presenciaron los oficiales del ejército de la revolución, de buena o mala gana. Sila intimó al cónsul a dimitir su cargo, a la vez que le ofrecía a él y a su estado mayor una escolta de caballería para marcharse a donde quisieran. Pero apenas se vio libre, Escipión volvió a tomar las insignias de cónsul y se puso a reclutar gente, sin hacer nada que valiese la pena. Sila y Metelo establecieron sus cuarteles de invierno en Campania, y ante el fracaso de una segunda tentativa de arreglo con Norbano, continuaron todo este tiempo bloqueando Capua.

ARMAMENTOS POR AMBAS PARTES

La primera campaña había hecho a Sila dueño de Apulia, del Picenum y de Campania. Uno de los ejércitos consulares había desaparecido y el otro se había refugiado dentro de los muros de una plaza después de derrotado. Obligadas a elegir entre dos señores, todas las ciudades italianas entraban en negociaciones con él, y pedían al general de la oligarquía, por tratados separados y en buena forma, la garantía de los derechos políticos que les había otorgado la facción contraria. Sila iba entreteniéndolas en su esperanza y les mostraba en perspectiva la destrucción del gobierno y su entrada en Roma en la próxima campaña.

Pero la revolución parecía sacar nuevas fuerzas de su desesperación. Se dio el consulado a dos de los jefes más tenaces, a Carbón y a Mario el Joven. Éste no tenía más que veinte años, y su nombramiento era anticonstitucional; pero ¿qué importa? ¿Habían de cuidarse ahora de la constitución? Quinto Sertorio se permitió en esta ocasión, como en otras tantas, críticas importunas; así que fue enviado a reclutar gente a Etruria, y desde allí a su provincia de España. Para llenar las arcas del Tesoro fundió los vasos de oro y plata que había en los templos de Roma. De ellos debieron sacarse valores enormes, porque después de muchos meses de guerra aún quedaban en las cajas catorce mil libras de oro y seis mil de plata. Se hicieron nuevos armamentos en la parte de Italia que, de buen grado o por la fuerza, continuaba perteneciendo a la revolución. De Etruria, donde eran numerosas las ciudades recientemente admitidas al derecho cívico, y de las orillas del Po llegaban refuerzos considerables de tropas. Al llamamiento del hijo, los veteranos de Mario vinieron en masa a colocarse bajo sus banderas. Pero en el Samnium y en algunas regiones de Lucania fue donde se prepararon con más ardor para la lucha contra Sila; y no porque los pueblos de estas regiones sintiesen el menor apego al gobierno revolucionario, sino porque sabían perfectamente la suerte que les esperaba con Sila y con la restauración. Su independencia actual, tolerada por la debilidad del gobierno, iba a correr nuevos peligros. Más valía pelear contra Sila; y en esta lucha reapareció otra vez el viejo antagonismo de los sabelios contra los latinos. La guerra se hizo nacional entre el Lacio y el Samnium, ni más ni menos que en el siglo V. La cuestión no era la mayor o menor suma de derechos políticos; eran los antiguos odios de pueblo a pueblo que se agitaban para exterminar a su adversario. Los combates revistieron un carácter muy diferente del que hasta ahora habían tenido: nada de acomodamientos ni de cuartel dado o recibido; la persecución se llevó hasta sus últimos límites. De este modo, la campaña del año 672 comenzó por ambas partes con batallones reforzados y con mucho más ardor. La revolución había quemado sus naves, y a propuesta de Carbón los comicios condenaron a todos los senadores residentes en el campamento de Sila. Éste se calló: sus adversarios habían pronunciado su propia sentencia.

SILA EN EL LACIO CONTRA MARIO EL JOVEN.
VICTORIA DEL PUERTO SAGRADO. NUEVAS PROSCRIPCIONES EN ROMA

El ejército de los optimates se dividió en dos cuerpos. El procónsul Metelo intentó penetrar en la alta Italia, apoyado en la insurrección del Picenum, mientras que Sila marchó directamente sobre Roma. Carbón fue al encuentro de Metelo, y Mario se reservó atacar en el Lacio el cuerpo principal. Caminando Sila por la vía Latina, encontró al enemigo en Signia. Éste retrocedió hasta el lugar llamado Puerto Sagrado (Sacriportus), entre esta ciudad y Preneste, que era la principal plaza de armas de los marianistas, y se dispuso para el combate. El ejército de Mario constaba de cuarenta mil hombres; y si bien la feroz bravura de su jefe lo hacía digno hijo de su padre, no tenía a sus órdenes las aguerridas huestes que el otro Mario había conducido a los combates. Por otra parte, por su juventud e inexperiencia tampoco podía compararse con el viejo capitán. Sus soldados no tardaron en replegarse, y acabó de decidir la batalla la traición de una de sus divisiones, que en lo más recio de la pelea se pasó al enemigo. Más de la mitad de los marianistas fueron muertos o hechos prisioneros; y el resto, que no pudo resistirse ni ganar el otro lado del Tíber, entró a duras penas en la fortaleza vecina. En cuanto a Roma, abandonada y sin provisiones, estaba irremisiblemente perdida. Mario ordenó al pretor Damasipo, que mandaba en ella, que evacuase la ciudad, pero que antes asesinase a todos los hombres del partido contrario, que hasta entonces habían sido perdonados. La atroz proscripción, por la que el hijo superaba al padre, fue inmediatamente consumada. Damasipo convocó al Senado bajo un pretexto cualquiera, y cayeron todos los proscriptos, unos en la curia y otros afuera, en la huida. A pesar de toda la sangre vertida en los últimos años, los asesinos todavía pudieron ejercer su oficio sobre más de un hombre ilustre. Así murieron el ex edil Publio Antistio, suegro de Gneo Pompeyo, y el ex pretor Cayo Carbón, hijo del amigo y después adversario de Cayo Graco. Ambos habían sido, después del fin trágico de otros personajes más elocuentes, los dos abogados que más gustaban en el Forum, que desde ahora quedó casi desierto. Citemos también al consular Lucio Domicio, y sobre todo al venerable Quinto Escévola, el gran pontífice, que había escapado poco tiempo atrás al puñal de Fimbria, y que en esta convulsión final de la revolución marianista enrojeció con su sangre las losas del templo de Vesta, confiado a su custodia. La muchedumbre muda y espantada vio arrastrar por las calles y arrojar al río los cadáveres de estas últimas víctimas del terrorismo.

SITIO DE PRENESTE: TOMA DE ROMA

Las tropas de Mario se habían replegado desordenamente a las fortalezas vecinas de Norba y de Preneste; y él mismo, con su caja militar y la mayor parte de los fugitivos, se había refugiado en esta última plaza. Sila repitió la operación del año precedente delante de Capua, y dejó sitiando a Preneste a uno de sus más bravos oficiales, a Quinto Ofela, con orden de cerrar la plaza con una fuerte línea de circunvalación sin gastar sus fuerzas en dar asaltos a las murallas. En lo que a él respecta, hizo que sus tropas avanzasen por diversos puntos y ocupó Roma sin resistencia. El enemigo la había abandonado así como los demás puntos comarcanos. Apenas si tuvo tiempo de calmar con un discurso la alarma del pueblo y prescribir el arreglo de las cosas más indispensables, pues partió inmediatamente para Etruria con el fin de reunirse allí con Metelo y arrojar de la Italia del Norte a sus adversarios.

LUCHA DE METELO CONTRA CARBÓN EN LA ALTA ITALIA. CARBÓN ATACADO
POR TRES LADOS EN ETRURIA. COMBATES ALREDEDOR DE PRENESTE

Entre tanto Metelo había tenido un encuentro con Carrinas, lugarteniente de Carbón, cerca del Esino (entre Ancona y Sinigaglia), lugar que separaba al Picenum del país galo, y lo había derrotado. Pero como el mismo Carbón había llegado con su ejército, que era superior en número, no había podido pasar adelante. Por su parte Carbón, inquieto por sus comunicaciones, a la nueva del combate de Sacriportus había retrocedido hasta la calzada Flaminia, con la idea de apoyarse en Ariminum, su punto de unión. Desde allí se guardaban a la vez los pasos del Apenino y el valle del Po. En su movimiento de retirada, sin embargo, su enemigo le arrebató muchas divisiones: Sena Gálica cayó en poder de Pompeyo, y la retaguardia fue dispersada por una brillante carga de caballería. No por esto Carbón dejó de conseguir su objeto. El consular Norbano tomó entonces el mando en la región del Po, y Carbón pasó a Etruria. Pero Sila llegaba entonces allí con sus legiones victoriosas, y, lo que cambiaba todavía más el aspecto de las cosas, hacia aquel punto convergían tres ejércitos para darse la mano: el de la Galia, el de Umbría y el de Roma. Además, Metelo pasó con la escuadra por delante de Ariminum, se dirigió sobre Rávena y fue a colocarse en Favencia, en la línea que va de Ariminum al Po, y desde allí destacó hacia Placencia una división mandada por Marco Lúculo, cuestor de Sila y hermano de su almirante en tiempos de la guerra de Mitrídates. El joven Pompeyo y Craso, su rival, también penetraron en la Umbría desde el Picenum, por los desfiladeros de las montañas, y llegaron a Espoleto, donde derrotaron a Carrinas y lo encerraron en la plaza. Pero durante una noche lluviosa Carrinas se escapó y fue a reunirse con su general en jefe, aun cuando había perdido mucha gente. Por último, Sila marchó desde Roma sobre la Etruria, dividiendo su ejército en dos cuerpos. Uno marchó por la costa y batió las tropas que encontró en Saturnia; el otro, conducido por Sila, fue contra Carbón, y encontró y batió a la caballería española en el valle del Clanis. Otra batalla más importante se empeñó entre los dos ejércitos mandados en persona por Carbón y Sila en el país de Clusium. La victoria quedó indecisa o, mejor dicho, la obtuvo Carbón, puesto que detuvo la marcha triunfante de su adversario. También en las inmediaciones de Roma parece que la suerte había cambiado en favor de los revolucionarios. Aquí es quizá donde va a reconcentrarse ahora la fuerza de la guerra. Mientras que el partido oligárquico había acumulado sus fuerzas en Etruria, la democracia se había esforzado por levantar el bloqueo de Preneste. Hasta el pretor de Sicilia, Marco Perpena, vino en socorro de la plaza; sin embargo, parece que no pudo llegar hasta sus muros. No fue más afortunada una considerable división destacada del ejército de Carbón, bajo las órdenes de Marcio. Sorprendida por un destacamento Silano, situado en Espoleto, batida y desmoralizada, se dispersó por completo. Una parte de ella volvió a unirse con Carbón, otra se refugió en Ariminum, y el resto desertó. Pero he aquí que llegan de la Italia del Sur grandes refuerzos. Los samnitas, conducidos por Poncio de Telesia, y los lucanios, por su viejo y hábil general Marco Lamponio, se abrieron camino a través de todos los obstáculos. Pasaron por Campania, donde Capua continuaba todavía resistiéndose, tomaron de la guarnición de la ciudad un destacamento mandado por Gutta, y se presentaron delante de Preneste siendo unos setenta mil hombres. Sila volvió inmediatamente al Lacio, dejando previamente una división que hiciese frente a Carbón y lo detuviese. Tomó después posiciones en los desfiladeros delante de Preneste,[4] y cerró el paso al ejército auxiliar. En vano los defensores de la plaza intentaron romper las líneas de Ofela; y en vano los aliados quisieron desalojar a Sila. Ambos permanecieron inquebrantables en sus posiciones, aun después de haber llegado Damasipo, enviado por Carbón para reforzar a los italianos del sur.

TRIUNFO DE LOS SILANOS EN LA ALTA ITALIA

Pero mientras la guerra era encarnizada, y la victoria era insegura en Etruria y en el Lacio, en el Po se había librado un combate decisivo. Aquí, el general demócrata Cayo Norbano había llevado siempre ventajas sobre su enemigo, atacando con fuerzas superiores a Marco Lúculo, lugarteniente de Metelo, y obligándolo a encerrarse en Plasencia. Por último fue al encuentro de Metelo y lo halló en Favencia, pero cometió la falta de atacarlo por la tarde, a pesar de la fatiga de sus soldados, agobiados por una larga marcha. En consecuencia, fue completamente derrotado y disuelto su ejército, del cual volvieron apenas mil hombres a Etruria. Ante esta nueva Lúculo salió de Plasencia y se arrojó sobre las tropas colocadas aún en Fidencia (entre Plasencia y Parma). Los soldados lucanios de Albinovano desertaron en masa, pero como su jefe quería que olvidasen que había vacilado en ser traidor, hizo asesinar a los oficiales revolucionarios en un banquete al que los había invitado. A raíz de esto los demás se apresuraron a hacer la paz. Como consecuencia de estos prósperos sucesos, cayeron en poder de Metelo Ariminum, la caja militar y las provisiones del enemigo. Norvano se embarcó y huyó a Rodas, y todo el país entre los Alpes y el Apenino se sometió a los optimates.

ETRURIA OCUPADA POR LOS SILANOS. ATACAN ROMA LOS SAMNITAS Y LOS DEMÓCRATAS.
BATALLA DE LA PUERTA COLINA. DEGÜELLO DE LOS PRISIONEROS

Las tropas distraídas hasta ahora en el norte de Italia quedaban al fin libres para venir contra Etruria, último país donde los demócratas sostenían todavía la campaña. Carbón estaba en su campamento de Clusium; al saber la fatal nueva, se desanimó por completo. Y, aunque todavía estaba a la cabeza de un poderoso ejército, huyó secretamente de su tienda y fue a embarcarse para África. Sus soldados, abandonados, siguieron unos su ejemplo y se marcharon a su casa; los demás fueron destruidos por Pompeyo. Carrinas reunió algunos restos con los cuales fue a unirse al ejército aliado de Preneste. Aquí continuaban las cosas en el mismo estado, pero se aproximaba la catástrofe final. El refuerzo llevado por Carrinas no era tan numeroso que Sila pudiese temer en sus posiciones, pues además ya se aproximaba la vanguardia de las tropas de la oligarquía que habían abandonado la Etruria por no tener nada que hacer ya en ella. En pocos días los samnitas y los demócratas iban a quedar encerrados en un círculo de hierro. Fue entonces cuando los jefes decidieron dejar Preneste y arrojarse sobre Roma, que solo distaba una larga jornada. Militarmente la pérdida era evidente. Si tomaban esta dirección, dejaban en poder de Sila la vía Latina, que era su único punto de retirada; y si tomaban Roma, iban a quedar encerrados en la gran ciudad, que era poco a propósito para la defensa. Rodeados por los ejércitos de Metelo y de Sila, dos veces más grandes que el suyo, no tardarían en ser exterminados. Pero, lejos de pensar en su salvación, no pensaron más que en su venganza: marchar sobre Roma era un último placer para el furor de los revolucionarios y para la desesperación del pueblo sabélico. Poncio de Telesia manifestaba a los suyos todo lo que pensaba cuando les decía: «Para concluir con los lobos de la libertad italiana, es necesario destruir el bosque donde se refugian». Nunca Roma había corrido un peligro tan grande. El 1° de noviembre del año 672 desembocaron por la vía Latina Poncio, Lamponio, Carrinas y Damasipo, y acamparon a un cuarto de milla de la puerta Colina. La jornada iba a reproducir la de los galos del 20 de julio del año 365 (de Roma) o a anticipar la de los vándalos del 15 de junio del año 455 de la era cristiana. Habían llegado ya los tiempos en que no era una empresa temeraria intentar un golpe de mano sobre Roma; además, no faltaban a los agresores inteligencias y amigos en la ciudad. Un destacamento de voluntarios que salió de los muros, y que en su mayor parte eran jóvenes de familias distinguidas, se dispersó como menuda paja ante el huracán de los numerosos batallones del enemigo. No quedaba más esperanza de salvación que Sila. En efecto, al saber de la marcha de los aliados con dirección a Roma, se puso inmediatamente en movimiento para ir a proteger la ciudad. El pueblo se reanimó cuando a la mañana siguiente llegaron Balbo y los primeros caballeros. Al mediodía apareció el mismo Sila con el grueso de su ejército, al que colocó inmediatamente en orden de batalla delante de la puerta Colina (no lejos de la puerta Pía), cerca del templo de la Venus ericina. Sus oficiales lo conjuraban a no empeñar la batalla con soldados fatigados por una marcha forzada; pero él, temiendo por Roma los posibles sucesos de la noche, dio la señal del combate. La lucha fue empeñada y sangrienta. El ala izquierda, mandada por él mismo, retrocedió hasta el pie del muro de la ciudad, y fue necesario cerrar las puertas. Ya los fugitivos anunciaban a Ofelo que la batalla estaba perdida; pero Marco Craso, más afortunado, había rechazado con el ala derecha al enemigo, y al perseguirlo hasta Antemna dio lugar a que el ala izquierda se organizase y marchase de nuevo contra los aliados, una hora antes de que el sol se pusiese. Se luchó con igual valor durante toda la noche y la mañana siguiente, hasta que una división de tres mil hombres del ejército de los demócratas volvió sus armas contra los suyos. Esta traición acabó el combate; Roma se había salvado. Como no tenía retirada posible, el ejército insurrecto fue completamente aniquilado. Los prisioneros, en número de tres mil a cuatro mil, entre ellos Damasipo, Carrinas y Poncio, que había caído herido en manos de los legionarios, al tercer día fueron conducidos a la Villa publica del Campo de Marte, y allí fueron acuchillados todos por orden de Sila. Desde el inmediato templo de Belona, donde estaba reunido el Senado que el general había convocado, se oía el ruido de las espadas y los lamentos de las víctimas. ¡Ejecución horrible e injustificada! Sin embargo, es verdad que los hombres que estaban sufriendo aquel suplicio se habían arrojado como bandidos sobre la ciudad de Roma, y, si el tiempo se lo hubiese permitido, todo lo habrían llevado a sangre y fuego.

LOS SITIOS. PRENESTE, NORBA Y NOLA

La guerra tocaba a su fin. Al reconocer las cabezas de Carrinas y demás oficiales revolucionarios arrojadas por encima de los muros, la guarnición de Preneste se rindió, pues esto les daba a conocer el éxito de la batalla de Roma. El cónsul Cayo Mario y el hijo de Poncio, que estaban al mando de la ciudad, habían intentado huir; pero como no lo consiguieron se mataron el uno al otro. La muchedumbre se dejó guiar, y Cétego la animaba, con la esperanza de obtener gracia delante del vencedor. Pero había pasado el tiempo de la gracia. Hasta el último instante Sila había perdonado a todo al que a él se había acercado; pero, después de su victoria, se mostró inflexible con los jefes o con las ciudades que no habían querido ceder. En Preneste había doce mil prisioneros: las mujeres, los niños, la mayor parte de los romanos y algunos prenestinos obtuvieron su libertad; pero los antiguos senadores de Roma, casi todo el pueblo de la ciudad, y todos los samnitas fueron desarmados y pasados por las armas. Preneste luego fue entregada al más horroroso saqueo. Después de tales rigores, las ciudades que luchaban no tenían más remedio que oponer una resistencia desesperada. En Norba, donde Emilio Lépido penetró por traición, los habitantes incendiaron sus casas y se mataron unos a otros, quitando así a sus verdugos el placer de la venganza y el botín. En la baja Italia ya había caído Nápoles, y Capua tenía abiertas sus puertas. Sin embargo los samnitas no evacuaron Nola hasta el año 674. En su retirada, perdieron al último de los grandes y famosos jefes de la insurrección, a Cayo Papio Mutilo, cónsul en el año 664, tan lleno de esperanzas. Rechazado por su mujer, en cuya casa entró disfrazado para hallar en ella un último asilo, se arrojó sobre su espada en Teanum, delante de la puerta de su misma casa.

VOLATERRA

Respecto del Samnium, el dictador había declarado que Roma no reposaría mientras subsistiese el pueblo samnita, y que era necesario que desapareciese su nombre de la faz de la tierra. Y así como en Roma y en Preneste los cuerpos de los cautivos asesinados acreditaban que su palabra era una realidad, así lo veremos emprender en persona una campaña de devastación, apoderarse de Esernia, y convertir en desierto aquel país floreciente y poblado que no volverá a levantarse jamás. Por entonces, Tuder (Todi, cerca del Tíber) también era tomada por asalto por Marco Craso. En Etruria, Populonium se defendió por más tiempo, y lo mismo hizo la inexpugnable Volaterra, donde se habían rearmado los restos de la antigua facción para conformar unas tres legiones. El sitio duró dos años, primero dirigido por el mismo Sila y después por el ex pretor Cayo Carbón, hermano del cónsul demócrata. Solo en el curso del tercer año, después de la batalla de la puerta Colina (año 675), es cuando capituló la guarnición con el acuerdo del vencedor de garantizar a todos sus vidas. Pero en este siglo espantoso, donde no había derecho de guerra ni disciplina militar, los soldados gritaron traición y apedrearon a sus generales por ser demasiado compasivos. Una división de caballería, enviada por el gobierno de Roma, alcanzó en el camino a los desgraciados defensores de la ciudad y los acuchilló. El ejército victorioso fue acantonado en toda Italia: se puso una guarnición fuerte en todas las plazas poco seguras, y la mano de hierro de los oficiales silanos ahogó poco a poco los últimos alientos de la oposición nacional o revolucionaria.

LAS PROVINCIAS

Aún quedaba mucho que hacer en las provincias. Si bien la Cerdeña había sido arrebatada por Lucio Filipo al pretor de la revolución, Quinto Antonio, y la Galia transalpina no oponía más que una resistencia insignificante o casi nula; en Sicilia, en España y en África aparecía aún pujante la causa de la facción destruida en Italia. En Sicilia dominaba Marco Perpena, que era un hombre seguro. Quinto Sertorio había sabido atraerse a los provincianos de la citerior y había unido al ejército a los romanos residentes en España; con lo cual había cerrado desde un principio los pasos de los Pirineos. Así, había mostrado que era hombre que sabría desempeñar cualquier misión que se le confiase, así como también que era el único hombre práctico y hábil entre los jefes incapaces del ejército democrático. En África, al llevar hasta el exceso las tendencias revolucionarias, el pretor Adriano había comenzado por emancipar a los esclavos. Los mercaderes romanos de Utica se sublevaron, lo sorprendieron en su morada oficial y lo quemaron en ella con toda su gente (año 672). Sin embargo, la provincia continuó siendo adicta a la facción democrática, y se apoderó del mando el joven Gneo Domicio Ahenobarbo, oficial enérgico y yerno de Cina. La propaganda revolucionaria hizo muchos prosélitos en los reinos clientes de Numidia y Mauritania. Allí, los reyes legítimos Hiempsal II, hijo de Gauda, y Bogud, hijo de Bocco, estaban de parte de Sila; pero el primero fue arrojado del trono por Hiarbas, pretendiente democrático, con la ayuda de los partidarios de Cina. Por lo demás, disensiones semejantes se agitaban en el reino mauritano. Carbón, el cónsul fugitivo, había ido a parar a Kosira (Pantellaria), entre África y Sicilia, sin saber si debía buscar asilo en Egipto, o intentar renovar la lucha en alguna de las provincias que habían permanecido fieles.

ESPAÑA. SE EMBARCA SERTORIO

Sila envió a España como pretores a Cayo Annio y a Valerio Flacco, uno a la provincia ulterior y el otro a la del Ebro. Se les dispensó la difícil empresa de forzar el paso de los Pirineos, pues, como el general que Sertorio había puesto al frente de aquel cuerpo de ejército había sido asesinado por uno de sus oficiales, sus tropas se habían desbandado. Demasiado débil para defenderse, Sertorio reunió a los pocos soldados que tenía a la mano y se embarcó en Cartago. ¿A dónde se dirigía? Ni él mismo lo sabía. Quizás a la costa de África o a las islas Canarias; en realidad a cualquier parte con tal que se pusiese fuera del alcance del brazo de Sila. España se sometió sin dificultad a los delegados del dictador (hacia el año 673), y Flacco sostuvo algunos combates afortunados con los celtas, cuyo país tuvo que atravesar, y después con los celtíberos de la península (año 674).

SICILIA. ÁFRICA

Gneo Pompeyo fue enviado a Sicilia en calidad de propretor. Al ver Perpena que se dirigía allí con ciento veinte buques y seis legiones, evacuó inmediatamente la isla. El propretor mandó una escuadra a Kosira para que se apoderase de los oficiales marianistas que se habían refugiado en aquella isla. Marco Bruto y sus compañeros fueron ajusticiados allí mismo; pero en cuanto a Carbón, el antiguo cónsul, Pompeyo había ordenado que lo condujesen a Lilibea. Había olvidado ya el auxilio que éste le había prestado en otros tiempos peligrosos (pág. 341), y quiso entregarlo él mismo al verdugo. Pasó de Sicilia a África con fuerzas considerables, y rechazó y dispersó en poco tiempo el ejército, ya bastante numeroso, que habían reunido Hiarbas y Ahenobarbo. Sin querer tomar todavía el título de imperator que se le había conferido, dio la señal de atacar el campamento, y terminó con ellos en aquel mismo día. Ahenobarbo murió en la batalla, y Hiarbas se vio atacado por segunda vez en Bulla (Begiè) por Pompeyo, con la ayuda de Bogud, y allí murió. Así Hiempsal recobró el trono de sus antepasados. Una gran algarada contra los habitantes del desierto para que reconociesen la autoridad de Hiempsal, y que dio por resultado reducir a cierto número de tribus gétulas cuya libertad había reconocido Mario, devolvió al nombre romano su poder y su lustre. Cuarenta días después de su llegada a la costa de África, Pompeyo había terminado su misión. El Senado le ordenó que licenciara su ejército, lo cual equivalía a negarle el triunfo. Según la tradición, no tenía derecho a él pues había mandado solo de un modo extraordinario. El general murmuró por lo bajo y sus soldados por todo lo alto: hubo un momento en que se temió que el ejército de África se insurreccionase contra el Senado, y que Sila tuviera que marchar contra su yerno. Finalmente aquel cedió, y el joven capitán pudo vanagloriarse de ser el primer romano que había obtenido los honores del triunfo (12 de marzo de 675) antes de haber entrado en el Senado. Al regreso de esta expedición, fecunda en hazañas fáciles, oyó que lo saludaban con «el afortunado dictador (felix)», y, quizá con cierta ironía, con el sobrenombre de Grande.

ORIENTE. NUEVAS COMPLICACIONES CON MITRÍDATES
SEGUNDA PAZ. TOMA DE MITELENE

Después de la partida de Sila, en la primavera del año 671, en Oriente no habían reposado las armas. La restauración del antiguo estado de cosas y la sujeción necesaria de algunas ciudades asiáticas costaron muchos y sangrientos combates. Lucio Lúculo, por ejemplo, se vio obligado a sitiar la ciudad de Mitelene después de haber agotado todos los medios de persuasión, y sin que una primera victoria en campo raso pusiese fin a la obstinada resistencia de sus habitantes. Al mismo tiempo surgieron nuevas complicaciones entre Mitrídates y el pretor de Asia Lucio Murena. Después de la paz Mitrídates se había ocupado en restablecer su autoridad algo quebrantada en las provincias septentrionales. Primero había pacificado la Cólquida dándole por gobernador a su enérgico hijo Mitrídates, y luego había preparado una expedición a su reino del Bósforo. Arquelao, que continuaba refugiado al lado de Murena, sostenía que aquellos armamentos iban dirigidos contra Roma; y, con el pretexto de que el rey retenía indebidamente en su poder algunos distritos de Capadocia, Murena penetró con sus soldados en Comana (hoy el Bostan) y violó las fronteras del Ponto. Mitrídates se quejó primero ante el romano, y después ante el Senado, pues no había atendido su queja. Se presentaron los enviados de Sila y reconvinieron al pretor; pero éste no hizo caso de su reprensión, pasó el Halis y entró en el territorio de Ponto. Entonces Mitrídates resolvió rechazar la fuerza con la fuerza, y encargó a Gordios, su general, que hiciese frente a los romanos hasta que pudiese llegar el rey con un ejército numeroso y exterminar al agresor. Este plan tuvo buen éxito. Murena fue vencido y tuvo que pasar la frontera después de haber sufrido grandes pérdidas. Volvió a Frigia y las guarniciones romanas fueron expulsadas de toda la Capadocia. A pesar de su descalabro, se atrevió a atribuirse la victoria y a usurpar el título de imperator; pero la ruda lección que acababa de sufrir y las órdenes de Sila lo hicieron permanecer en adelante tranquilo. Se renovó el tratado de paz entre Roma y Mitrídates (año 673). Durante esta loca invasión se había prolongado el sitio de Mitelene, como es natural, y solo se entregó la plaza al sucesor de Murena después de un largo bloqueo por mar y por tierra, en el que la escuadra de Bitinia hizo a los romanos grandes servicios (año 675).

PAZ GENERAL

Por fin se restableció la calma después de diez años de revolución y de insurrección en Oriente y Occidente: el Estado romano había reconquistado la unidad en el gobierno, y la paz en el interior y en el exterior. Al día siguiente de las terribles convulsiones de la última crisis, se encontraba ya un gran beneficio en la tranquilidad. ¿Podrá obtener más el mundo romano? ¿La mano poderosa que acababa de conseguir y llevar a feliz término la obra difícil de conseguir la victoria sobre el enemigo, sabrá también obtener la más difícil aún, la de encauzar la revolución? ¿Podrá, por el más admirable de los milagros, restablecer sobre sólidas bases el orden social y político vacilante? El porvenir se encargará de decirlo.