I
LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOS
LOS SÚBDITOS
La destrucción del reino de Macedonia coronó el edificio de la soberanía de Roma. Desde las columnas de Hércules hasta las desembocaduras del Nilo y del Oronte, es un hecho cumplido la consolidación de su imperio. Era la última palabra del destino que oprimía a los pueblos con el peso de una sentencia inevitable, y no les dejaba más que la elección entre la ruina, después de una resistencia sin esperanza, o la muerte como último momento de la desesperación que se resigna. Por su parte, la historia se dirige al hombre serio que la lee: exige que atraviese con ella los días buenos y los malos, los bellos paisajes de la primavera y los sombríos del invierno. Si tal no fuese su derecho, el que la escribe se sustraería seguramente a la ingrata misión de seguirla en sus cambios, múltiples pero monótonos, y de referir los largos combates del poderoso contra el débil que ocurren en las regiones españolas absorbidas por la conquista, o en las de África, Grecia y Asia, que aún no obedecen la ley de la clientela. Sin embargo, por insignificantes que parezcan y por más que estén relegados a segundo lugar en el cuadro, es necesario considerar los accidentes de la lucha, pues tienen una significación profunda. La condición de Italia no puede conocerse ni comprenderse sino asistiendo a la reacción de la provincia sobre la metrópoli.
ESPAÑA. GUERRA DE LUSITANIA. GUERRA CONTRA LOS CELTÍBEROS
Fuera de los países anexados naturalmente a Italia, y en los que no siempre ni en todas partes los nativos se mostraban completamente sometidos, vemos también a los ligurios, a los corsos y a los sardos proporcionar a los romanos ocasiones demasiado frecuentes, y no siempre honrosas, «de triunfos sobre las simples aldeas».
Al comenzar el tercer periodo de su historia, Roma solo ejerce una dominación completa sobre las dos provincias españolas que se extienden al sur y al este de la península pirenaica. Ya hemos dicho en otro lugar (volumen II, libro tercero, pág. 219) cuál era el estado de cosas; hemos visto a los celtas, a los fenicios, a los helenos y a los romanos agitándose en gran confusión. Allí se cruzaban y detenían en sus mil contactos las más diversas y desiguales civilizaciones: al lado de la barbarie absoluta, la antigua cultura de los iberos, y en las plazas de comercio, las civilizaciones más adelantadas de Fenicia y Grecia. Todo esto ocurría al lado de la latinidad creciente, representada principalmente por la multitud de italianos que trabajaban en la explotación de las minas, o por las fuertes guarniciones permanentes de los romanos. Por otro lado necesitamos citar entre las nuevas ciudades a la romana Itálica (no lejos de la actual Sevilla) y a la colonia latina de Carteya (Algeciras). Itálica, con Agrigento, debió ser la primera ciudad de lengua e instituciones latinas fundada del otro lado de los mares; Carteya debió ser la última. La primera tuvo por fundador a Escipión el Mayor. En el momento de abandonar España, en el año 548 (206 a.C.), había instalado allí a los veteranos que quisieron fijar su residencia en el país, aunque esto no quiere decir que estableciese un verdadero municipio. En realidad no asentó más que una plaza de mercado.[1] Carteya, por el contrario, no fue fundada hasta el año 583 (171 a.C.). Quiso proveerse de esta forma al establecimiento de los numerosos hijos que nacían del comercio de soldados romanos con las españolas esclavas. Aun cuando eran esclavos, según la letra de la ley, se habían criado como libres. Oficial y formalmente emancipados, fueron a fijar su residencia en Carteya, en medio de los antiguos habitantes de la ciudad, erigida en estas circunstancias en colonia de derecho latino. Durante cerca de treinta años, a contar desde la organización de la provincia del Ebro, llevada a cabo por Tiberio Sempronio Graco en los años 575 y 577 (volumen II, libro tercero, pág. 224), los establecimientos españoles habían disfrutado de los indecibles beneficios de la paz. En esta época apenas se encuentra huella de una o dos expediciones contra los celtíberos y los lusitanos. Pero en el año 600 ocurrieron acontecimientos mucho más graves. Conducidos por un jefe llamado Púnico, los lusitanos se arrojaron sobre la provincia romana, derrotaron a los dos pretores reunidos y les mataron mucha gente. Los vetones (entre el Tajo y el alto Duero) aprovecharon inmediatamente la ocasión de hacer causa común con ellos, y, reforzados por estos nuevos aliados, los bárbaros llevaron sus incursiones hasta el Mediterráneo. Incluso saquearon el país de los bastulofenicios, no lejos de la capital romana de Cartago Nova (Cartagena). A Roma estos ataques le parecieron demasiado serios, y envió un cónsul para castigar a los invasores, cosa que no se había visto desde el año 559. Por lo demás, como urgía mandar socorros, los dos cónsules entraron en su cargo con dos meses y medio de anticipación. A esto se debe que la investidura de los funcionarios anuales supremos fuera establecida en adelante el 1° de enero, en vez del 15 de marzo. Por consiguiente se fijó en esta misma fecha el principio del año, y así ha continuado siendo hasta nuestros días. Pero, antes de la llegada del cónsul Quinto Fulvio Nobilior con sus tropas, habían venido a las manos el pretor de la España ulterior, Lucio Mumio, y los lusitanos, guiados por Caesarus, sucesor de Púnico luego de haber muerto éste en un combate. En un principio la fortuna se declaró a favor de los romanos: el ejército lusitano fue derrotado y su campamento, tomado. Pero desgraciadamente, las fuerzas de los legionarios, agotadas por largas marchas o en parte desbandadas en el ardor de la persecución, dieron la revancha al enemigo ya vencido. Entonces éste volvió sobre ellos y les causó una terrible y completa derrota. El ejército romano también perdió su campamento y dejó nueve mil muertos en el lugar del combate. Por todas partes se propagó inmediatamente el incendio de la guerra. Mandados por Caucaenus, los lusitanos de la orilla izquierda del Tajo se arrojaron en el Alentejo sobre los celtas, súbditos de Roma, y se apoderaron de Conistorgis, su capital, ubicada sobre el Guadiana. En testimonio de su victoria y como un llamamiento al combate, enviaron a los celtíberos las insignias militares que le habían conquistado a Mumio. No faltaban allí elementos para la insurrección. Dos pequeños pueblos celtíberos vecinos de los poderosos arébacos (no lejos de las fuentes del Duero y del Tajo), los belios y los titios, habían resuelto reunirse en Segeda, una de sus ciudades (hoy la Higuera, cerca de Jaén). Mientras se ocupaban en fortificar sus murallas, se los intimó a que cesasen de trabajar; pues toda nación sujeta que se permitía fundar una ciudad que le perteneciese en propiedad contravenía el orden de cosas establecido por Sempronio Graco. Al mismo tiempo se les exigieron prestaciones en hombres y dinero, que en realidad ya debían según la letra de los tratados, aunque habían caído en desuso hacía ya mucho tiempo. No hay ni que decir que los españoles se negaron a obedecer. No se trataba más que del ensanche de una ciudad, no de su construcción, y, en cuanto a las prestaciones, no solo se habían suspendido hacía tiempo, sino que los mismos romanos habían renunciado a ellas. Entre tanto, llegó Nobilior a la región citerior con un ejército de unos treinta mil hombres, con caballería númida y diez elefantes. Los muros de la nueva ciudad aún no estaban concluidos y se sometieron casi todos los segedanos, pero algunos más atrevidos fueron a refugiarse entre los arévacos, y les suplicaron que hiciesen causa común con ellos. Enardecidos estos por la reciente victoria de los lusitanos sobre Mumio, se levantaron y eligieron por general a Caro, uno de los emigrados de Segeda. Tres días después ya había muerto este bravo general; pero los romanos, completamente derrotados, habían perdido seis mil hombres. Era el día 23 de agosto, día de la festividad de las Vulcanales, que desde entonces fue de triste memoria.[2] Los arévacos, sin embargo, consternados por la muerte de Caro, se retiraron a Numancia, su plaza más fuerte (cerca de la moderna Soria). Nobilior los siguió hasta allí y se dio una segunda batalla bajo los muros de la misma ciudad. Gracias a sus elefantes, los romanos empujaron en un principio a los bárbaros a su fortaleza, pero, cuando uno de aquellos animales fue herido, se introdujo el desorden en las filas de los romanos. También esta vez volvieron a tomar los españoles la ofensiva y derrotaron al enemigo.
Después de este descalabro, al que siguieron otros, y después de la pérdida de un cuerpo de caballería que se había pedido a Roma y había sido enviado al encuentro, la situación del cónsul en la región citerior era muy comprometida, hasta el punto de que la plaza de Oscilis, donde los romanos tenían su caja y sus almacenes militares, se rindió a los insurrectos. Con la ilusión de la victoria, los arévacos creían que podían dictar la paz, pero Mumio había tenido mejor suerte en la provincia meridional y sus victorias contrabalanceaban las derrotas del ejército del norte. Por debilitado que se viese a causa de sus anteriores desastres, supo atacar en tiempo oportuno a los lusitanos desparramados imprudentemente por la orilla derecha del Tajo. Pasó después a la orilla izquierda, donde recorrían todo el territorio de los romanos, y libró toda la provincia meridional. Al año siguiente (602) el Senado envió al norte refuerzos considerables y reemplazó al incapaz Nobilior con el cónsul Marco Claudio Marcelo, quien ya había dado buenas pruebas mientras era pretor en España en el año 586 (168 a.C.), y que luego había mantenido su reputación de buen militar al ser nombrado cónsul por dos veces. La habilidad de sus medidas estratégicas y, mejor aún, su dulzura, restablecieron pronto el estado de cosas. Oscilis se rindió y los arévacos, a quienes hizo concebir esperanzas de paz con una módica contribución de guerra, estipularon la tregua y enviaron diputados a Roma. Libre Marcelo por este lado, pasó enseguida a la provincia meridional. Allí, los vetones y lusitanos, a pesar de que habían sido sometidos y no se habían movido mientras Marco Atilio estaba en el país, apenas partió se habían sublevado de nuevo y saqueaban los países aliados de Roma. La presencia del cónsul bastó para restablecer la calma; pasó el invierno en Córduba (Córdoba), y durante este tiempo cesó en toda la península el ruido de las armas. En Roma, entre tanto, se seguía en negociaciones con los arévacos. Cosa singular y que pinta de un solo rasgo el estado interior de España: no se concluyó la paz por instigación de la facción romana que había entre los arévacos.
Hicieron presente que la paz les sería funestísima, y añadieron que, si Roma no quería condenar a la ruina a todos sus partidarios, era necesario que se decidiese a mandar cada año un ejército y un cónsul a España, o a hacer ahora un terrible escarmiento. Los embajadores arévacos fueron despedidos con una respuesta que no decía nada, y se optó por la continuación de la guerra. En el año siguiente se encargó a Marcelo la prosecución de las operaciones. Pero ya sea, como se ha pretendido, que envidiase a su sucesor la gloria de haber puesto fin a la guerra o que por lo demás era esperado muy pronto en España o que creyese, como antes Graco, que la primera condición para una paz verdadera y durable era la de tratar bien a los españoles, cosa que es lo más probable, lo cierto es que tuvo una entrevista secreta con los hombres más notables entre los arévacos y concluyó un tratado bajo los mismos muros de Numancia. Aquéllos se entregaban a discreción; se les impuso una indemnización en dinero y la entrega de rehenes, mediante lo cual volvieron a ponerse en vigor los antiguos tratados. Fue en este tiempo que llegó al ejército el cónsul Lucio Lúculo. Se encontró con que la guerra estaba terminada por un pacto formal, y que él en España no podía ganar gloria ni, sobre todo, dinero. Sin embargo supo arreglar bien su intriga. Se arrojó sobre los vecinos situados al oeste de los arévacos, sobre los vaceos, pueblo celtíbero independiente y que vivía en la mejor inteligencia con Roma. Estos preguntaron en qué habían delinquido, pero por toda respuesta Lúculo marchó sobre ellos y sorprendió una de sus ciudades, Cauca (Coca), ocho leguas al oeste de Segovia. Espantados los habitantes, compraron a peso de oro una capitulación, no obstante la cual, los romanos entraron en la ciudad y sin sombra siquiera de pretexto los degollaron o los hicieron esclavos. Después de esta noble hazaña, en que perecieron inicuamente veinte mil hombres, Lúculo fue aún más lejos. Al presentarse él todos huían dejando completamente desiertos los pueblos y las aldeas; algunas ciudades, como la fuerte plaza de Intercacia (al sur de Palencia), y Palantia (Palencia), capital del país, le cerraron sus puertas. La rapacidad del cónsul había quedado presa en sus mismas redes. ¿Qué ciudad se hubiera atrevido o querido tratar con un general que violaba de esa forma la fe jurada? Todos los habitantes emprendían la huida, sin dejar tras de sí nada que robar. No tardó en ser imposible continuar por más tiempo en estos países incultos. En Intercacia, por lo menos, los españoles pudieron entrar en negociaciones con un tribuno militar de nombre ya ilustre, con Escipión Emiliano, hijo del vencedor de Pidna y adoptivo del vencedor de Zama. Confiando en su palabra, después de haber dudado de la del cónsul, firmaron un convenio según el cual el ejército romano abandonó el país, luego de recibir vestidos y provisiones. En Palencia, por el contrario, tuvieron que levantar el sitio por falta de víveres, y, en su retirada, las tropas tuvieron que irse defendiendo hasta las orillas del Duero de los vaceos que las perseguían encarnizadamente. Lúculo pasó entonces al sur; allí, ese mismo año, el pretor Servio Suplicio Galba había sido derrotado por los lusitanos. Ambos generales establecieron sus cuarteles de invierno muy cerca uno de otro: Lúculo entre los turdetanos, y Galba bajo Conistorgis. Después, en el año 604, atacaron combinados a los lusitanos. Lúculo consiguió algunas ventajas cerca del estrecho de Gades. Galba hizo más pues trató con tres pueblos lusitanos ubicados en la orilla derecha del Tajo, y les prometió establecerlos en otro lugar mucho mejor y más fértil. Los bárbaros, que se le habían unido en número de siete mil con la esperanza de lo prometido, se vieron de repente divididos en tres grupos y desarmados. Una parte de ellos fueron vendidos como esclavos y el resto, descuartizados. Quizá nunca ha habido una guerra manchada con tantas perfidias, crueldades y robos, como la hecha por estos dos romanos. Volvieron a Italia cargados de tesoros mal adquiridos: uno logró escapar a la condena y el otro ni siquiera fue acusado. A este Galba fue a quien, a los 85 años y solo algunos meses antes de morir, el viejo Catón quiso traerlo a presencia del pueblo para que diese cuenta de su conducta. Sus hijos, que fueron a rogar por él, y su oro robado en España demostraron inmediatamente su inocencia.
VIRIATO
Desde este día España vuelve a caer, como antes, bajo el régimen de los pretores. Esto no significa que haya que atribuir tal resultado al éxito de las famosas hazañas de Lúculo y Galba. La causa fue más bien la explosión de la cuarta guerra de Macedonia y de la tercera guerra púnica, en el año 605. Las perfidias de Galba habían exasperado a los lusitanos en vez de someterlos; así es que se extendieron inmediatamente por todo el territorio turdetano. El procónsul Cayo Vetilio[3] (de 607 a 608) marchó contra ellos, los batió y persiguió hasta una colina donde parecía que estaban completamente perdidos. Iban ya a capitular cuando de repente se levantó entre ellos Viriato. De nacimiento humilde, habituado desde la infancia a defender valerosamente su rebaño contra las bestias feroces y los ladrones, se había hecho temible como guerrillero en muchos y sangrientos combates. Había sido uno de los pocos que habían escapado de las redes tendidas por Galba a los lusitanos; y es él quien los exhorta hoy a no creer en las promesas de los generales de Roma y les promete salvarlos si quieren seguirlo. Su voz y su ejemplo los arrastran, y se pone a la cabeza de las partidas españolas. Éstas se dispersaron por orden suya huyendo en pequeños grupos por diversos caminos, y yendo a reunirse en un lugar que Viriato les había de antemano señalado. En cuanto a él, reunió un cuerpo de mil caballos escogidos, con los que podía contar, y cubrió con ellos la retirada. Los romanos, que no tenían caballería ligera, no se atrevieron a acometer divididos a los bárbaros que les estaban oponiendo un cuerpo tan respetable de caballería. Durante dos días completos, el héroe cierra el paso a todo el ejército romano; después desaparece de repente y se reúne con los lusitanos en el punto convenido previamente. El general romano quiso perseguirlos y cayó en una emboscada hábilmente preparada. Allí perdió la mitad de sus tropas y él mismo fue hecho prisionero y muerto; el resto pudo salvarse a duras penas por el lado del estrecho y se refugió en la colonia de Carteya. Se enviaron apresuradamente cinco mil hombres de milicias españolas para reforzar al ejército derrotado; pero Viriato las sorprendió en el camino y las destruyó completamente. Así quedó dueño absoluto de todo el país de los carpetanos, adonde los romanos no se atreven ya a ir a buscarlo. Reconocido como rey, mandó en adelante sobre toda Lusitania, y supo reunir en el ejercicio del poder la majestad activa del príncipe con la sencillez del antiguo pastor. Nada de insignias que lo distinguieran de cualquier otro soldado. El día de sus bodas se sentó en la rica mesa de su suegro, el príncipe Astolpa, en la España romana; después, sin haber tocado siquiera la vajilla de oro ni los sabrosos manjares, puso a su esposa sobre su caballo y la llevó consigo a su montaña. Su parte de botín nunca fue mayor que la de sus compañeros. Solo su elevada estatura y su palabra enérgica hacían que pudiesen conocerlo sus soldados. Por lo demás, daba a todos ejemplo de moderación y constancia, dormía completamente armado y, en el combate, era el primero que se lanzaba a lo más recio de la pelea. Es una especie de héroe de Homero que ha resucitado. El nombre de Viriato resonó gloriosamente en todos los ámbitos de España, y la valerosa nación creyó haber hallado en él al hombre que necesitaba para romper las cadenas impuestas por el extranjero. En efecto, sus primeras campañas tuvieron un éxito prodigioso tanto en el norte como en el sur. Supo atraer al pretor Cayo Plaucio, cuya vanguardia había ya destruido en la orilla derecha del Tajo, y lo derrotó tan completamente que le fue necesario en medio del estío encerrarse en sus cuarteles de invierno. Acusado más tarde ante el pueblo de haber deshonrado a Roma, se vio obligado a desterrarse de su patria. Después de vencer a Cayo Plaucio, Viriato aniquiló el ejército de Claudio Unimano, quien según parece era pretor de la provincia citerior, consiguió una tercera victoria sobre Cayo Nigidio y taló todo el país llano. En las montañas no se veían más que trofeos con las insignias de los pretores romanos y armas de los legionarios vencidos; en tanto, a cada nuevo triunfo del rey de los bárbaros, en Roma se redoblaba el asombro y la vergüenza. Por último, se dio la dirección de la guerra a un buen capitán, al cónsul Quinto Fabio Máximo Emiliano, segundo hijo del vencedor de Pidna. Sin embargo, no se atreven a enviar a España, donde el servicio es odioso para el legionario, a los experimentados veteranos recién venidos de Macedonia y de África. Máximo no llevó consigo más que dos legiones bisoñas, y tan poco sólidas como el mismo ejército de España desmoralizado ya por sus reveses. Como los lusitanos habían obtenido ventajas en los primeros encuentros, el romano mantuvo encerrados a sus soldados en el campamento junto a Urso (Osuna), como hombre prudente que era. De esta forma no aceptó la batalla que diariamente se le ofrecía, ni volvió a salir a campaña hasta el año siguiente, después de que sus tropas se hubieran aguerrido en pequeñas excursiones militares. Luchó al fin en mejores condiciones contra un enemigo muy superior, y después de afortunados combates fue a establecer en Córdoba sus cuarteles de invierno. Desgraciadamente fue reemplazado muy pronto por el cobarde y torpe pretor Quincio. Los romanos sufrieron derrota tras derrota, y su general volvió a entrar en Córdoba en pleno estío, mientras Viriato inundaba con sus bandas toda la provincia meridional (año 611). Lo sucedió Quinto Fabio Máximo Serviliano, hermano adoptivo de Máximo Emiliano, que vino a la península con dos legiones y diez elefantes, e intentó penetrar en Lusitania. Libró una serie de batallas indecisas, rechazó con mucho trabajo un asalto dirigido contra su campamento y, por último, se vio obligado a volver a entrar en la provincia romana. Viriato lo siguió, pero como también fue abandonado por sus tropas, que se volvieron de repente a sus casas según tenían por costumbre los insurgentes españoles, tuvo a su vez que volver a entrar en Lusitania. Al año siguiente (613) Serviliano volvió a tomar la ofensiva, atravesó los valles del Betis y el Anas (Guadalquivir y Guadiana), acampó en el país enemigo y ocupó en él gran número de ciudades.
Entre los prisioneros que cayeron en sus manos eligió a los jefes (unos quinientos aproximadamente) y los condenó a muerte, luego hizo cortar las manos a los súbditos romanos que habían hecho defección al pasarse al enemigo. El resto fueron vendidos como esclavos. Pero también a Serviliano la guerra de España le reservaba funestos reveses. Mientras los romanos, exaltados por el éxito, se ocupaban en el sitio de Erisana, Virianto los sorprendió, los derrotó y los empujó a una pelada colina, donde los tuvo enteramente prisioneros. Sin embargo, cometió la torpeza que antes había cometido el general samnita en las Horcas Caudinas, les concedió la paz contentándose con que Serviliano reconociese la independencia de Lusitania y su título de rey del país. El poder de Roma había caído tan bajo como el honor de su nombre. Satisfechos con no tener sobre sí una guerra tan temible y pesada, pueblo y Senado, todos ratificaron el tratado. Entre tanto, Serviliano fue reemplazado por Quinto Servilio Cepión, su hermano carnal y sucesor en el cargo, quien no se dio por contento con las concesiones hechas. El Senado tuvo la debilidad de autorizar al cónsul a urdir maquinaciones secretas en contra de Viriato, y después cerró los ojos ante la falta de cumplimiento de la palabra empeñada. Así pues, Cepión entró en Lusitania cuando sus habitantes estaban desprevenidos y recorrió todo el país; llegó inclusive a la región de los vetones y los galaicos. Por su parte Viriato, como era demasiado débil en fuerzas, evitó la batalla escapándose constantemente de su adversario mediante hábiles maniobras (año 614). Al año siguiente no tuvo solo que habérselas con Cepión, que había vuelto a comenzar sus ataques: la provincia del norte, ya desembarazada, envió también a Lusitania su ejército al mando de Marco Popilio. Viriato pidió la paz a toda costa. Los romanos exigieron la entrega de todos los tránsfugas de sus dos provincias, y hasta la del suegro de Viriato. Todos ellos fueron entregados, y decapitados o mutilados. Aún hay más. Los romanos nunca manifestaron de una vez a los vencidos lo riguroso de la suerte que les estaba reservada. Una exigencia siguió a otra, y la situación se hizo cada día más dura a intolerable; por último, se comunicó a los lusitanos la orden de entregar las armas. Viriato recordó el triste fin de sus compatriotas, desarmados antes por Galba, y apeló a la lucha, pero demasiado tarde. Las vacilaciones habían permitido que germinase a su alrededor la traición: tres de sus adictos, Audax, Ditalcon y Minucio de Urso, desesperando de la victoria, habían obtenido de él permiso para reanudar con Cepión las negociaciones. Sin embargo, no usaron esta licencia sino para comprar una amnistía y otras recompensas para sí mismos, y vendieron al extranjero la cabeza del héroe español. A la vuelta al campamento, aseguraron a Viriato el buen éxito de sus negociaciones. Cuando llegó la noche lo asesinaron en su tienda mientras dormía. Los lusitanos honraron su memoria con funerales fastuosos en los que lucharon doscientas parejas de gladiadores. Dignos de él, aun después de su muerte no retrocedieron ante la lucha con Roma, y eligieron un nuevo general en sustitución del rey asesinado. Tautamus, este era su nombre, concibió el plan atrevido de sorprender y apoderarse de Sagunto, pero no tenía la sagacidad ni los talentos militares de su predecesor. Su expedición fracasó: atacado por los romanos al tiempo de pasar el Betis, tuvo que entregarse. Ahora sí los lusitanos estaban subyugados; habían tenido que defenderse no tanto de una guerra legal, como de la traición y el asesinato.
NUMANCIA
Mientras la provincia del sur se veía talada por Viriato y sus lusitanos, en el norte y en los pueblos celtíberos había estallado una guerra no menos temible. Las brillantes victorias de Viriato habían suscitado la insurrección de los arévacos en el año 610. Ésta había obligado al cónsul Quinto Cecilio Metelo, enviado a España en socorro de Máximo Emiliano, a marchar antes en contra de este nuevo enemigo. Desplegó momentáneamente en un terreno nuevo, en el sitio de la ciudad de Contrebia (Santander), que había sido considerada hasta entonces como inexpugnable, los talentos militares que había revelado ya en su victoriosa campaña contra el falso Filipo de Macedonia (véase más adelante). Al cabo de dos años de mando consiguió pacificar la provincia septentrional. Por su lado, las plazas de Termancia y de Numancia eran las únicas que aún tenían cerradas sus puertas. Sin embargo, se llegó pronto a una capitulación, cuyas condiciones cumplieron los españoles. Ahora bien, cuando llegó a exigírseles que entregasen las armas, se sublevó su altivez, como se había sublevado la de Viriato: querían conservar su espada, de la que tan bien sabían servirse. Así, conducidos por un jefe audaz, Megaravico, se resolvieron a continuar la lucha. Era una locura intentarla. El ejército romano, cuyo mando acababa de tomar el cónsul Quinto Pompeyo (año 613), contaba con un número de soldados cuatro veces mayor a la población armada de Numancia. A pesar de esto, el torpe general de Roma sufrió bajo los muros de ambas ciudades dos terribles derrotas (años 613 y 614); y, al no poder imponer la paz a los bárbaros, prefirió la vía de las negociaciones. Parece que lo hizo definitivamente con Termancia y devolvió también todos los prisioneros a Numancia, con la promesa de darles condiciones equitativas si la ciudad se entregaba a discreción. Cansados de la guerra, los numantinos acogieron sus proposiciones, y de hecho el general romano se mostró en un principio tan moderado como era posible. Ya se habían devuelto los cautivos y tránsfugas, y se habían entregado los rehenes y una gran parte de la suma de dinero que se había estipulado, cuando llegó al campamento el nuevo general romano, Marco Popilio Lena. En cuanto Pompeyo se vio libre del mando que pesaba sobre él, a fin de no tener que dar cuenta a Roma de una paz vergonzosa en opinión de sus conciudadanos, faltó a su palabra, o, mejor dicho, la negó. Cuando los numantinos se presentaron con el importe de su contribución de guerra, sostuvo delante de ellos y de sus propios oficiales que no se había estipulado ningún tratado. El asunto fue remitido al Senado, pero, en tanto se instruía la sentencia, la guerra contra Numancia estaba en suspenso. Lena, por su parte, llevó adelante las operaciones en Lusitania, donde contribuyó a la caída de Viriato. Se arrojó también sobre los lusones, vecinos de los numantinos, y taló su territorio. Por último se dictó la sentencia que ordenaba la continuación de la guerra; de esta forma, el Senado se hizo cómplice de la infamia de Pompeyo. Exasperados los numantinos, aceptaron y se prepararon a la lucha; derrotaron primero a Lena y después a su sucesor, Cayo Hostilio Mancino.
MANCINO. ESCIPIÓN EMILIANO
Iba a sonar la hora de la gran catástrofe, ocasionada no tanto por el heroísmo guerrero de los numantinos como por los vicios del ejército romano. Allí todo iba a la desbandada: el jefe daba el ejemplo de flojedad e indisciplina, y día a día iban consumiendo al soldado los excesos y la embriaguez, los desarreglos y la cobardía. Por el simple y falso rumor de que los cántabros y los vaceos venían en auxilio de Numancia, el ejército evacuó sus campamentos durante la noche sin tener orden para ello, y fue a ocultarse detrás de las líneas que había construido Nobilior dieciséis años antes. Los numantinos, advertidos de esta huida, salieron en persecución de los romanos y los envolvieron. A éstos no les quedaba más recurso que abrirse paso espada en mano, o hacer una paz bajo las condiciones que impusiera el enemigo. El cónsul era un hombre honrado, débil de carácter y de nombre oscuro. Afortunadamente era cuestor del ejército Tiberio Graco. Digno heredero de la influencia de su padre, el antiguo y sabio ordenador de la provincia del Ebro interpuso la influencia de los celtíberos, que persuadieron a los numantinos de que se contentasen con una paz equitativa y justa. Esta fue jurada por todos los oficiales superiores de las legiones; pero entonces el Senado llamó al general, y después de una larga deliberación presentó al pueblo la moción de que convenía obrar del mismo modo que en tiempos del tratado de las Horcas Caudinas. Debía negarse la ratificación y echar la responsabilidad sobre los que lo habían firmado. Conforme al derecho, aquélla debía recaer sobre todos los oficiales sin excepción alguna, pero, merced a sus buenas relaciones, fueron perdonados Graco y los demás. Mancino, que para su desgracia no era adicto a la alta aristocracia, fue el único designado para pagar la falta de todos. Así pues, se vio en este día a un cónsul romano ser despojado de sus insignias y conducido hasta las avanzadas enemigas; pero como los numantinos no quisieron admitirlo (esto hubiera sido admitir la nulidad del tratado), el general degradado permaneció todo un día desnudo y con las manos atadas por detrás, delante de las puertas de la ciudad. ¡Espectáculo lamentable para todos, amigos y enemigos! Por cruel que fuese, no por esto aprovechó la lección el sucesor de Mancino, Marco Emilio Lépido, su ex colega en el consulado. Mientras que en Roma se instruía el proceso contra el desgraciado, se arrojó con un pretexto fútil sobre los vaceos, como lo había hecho Lúculo dieciséis años antes, y de acuerdo con el gobernador de la provincia ulterior puso sitio a Palencia en el año 618. Si había sido mal soldado, no se mostró mejor ciudadano. Después de haber permanecido neciamente delante de la fuerte y gran ciudad sin víveres y sin recursos, y en medio de un país rudo y enemigo, se batió en retirada, abandonando a sus heridos y enfermos. En el camino perdió a la mitad de sus soldados, que sucumbieron bajo el acero de los palentinos no obstante haber tenido la fortuna de que éstos no continuasen más adelante, pues no hay duda de que el ejército romano, ya en plena disolución, hubiera perecido por completo. Ahora bien, como era de noble nacimiento, lo dejaron en paz a su vuelta a Roma y solo le cobraron una pequeña multa. Lo sucedieron Lucio Furio Filon en el año 618, y Quinto Calpurnio Pison en el 619. Ellos también lucharon contra los numantinos, y aunque sus campañas no produjeron ningún resultado, salieron de ellas por lo menos sin sufrir ninguna desastrosa derrota. Por último, el gobierno de la República comprendió que había un gran peligro en la continuación de semejante estado de cosas. Se quiso concluir con la pequeña población española que tenía en jaque a Roma, y aunque de un modo extralegal, recibió el mando del ejército el mejor general de aquel tiempo, Escipión Emiliano. Digamos ante todo que se le escatimaron estúpidamente los medios de acción, pues se le negó por completo el permiso que había pedido para reclutar soldados. Eran omnipotentes las intrigas de las camarillas políticas y el temor de irritar al pueblo soberano. No por esto dejó de ir escoltado por numerosos amigos y clientes, entre los cuales se veía a su hermano Máximo Emiliano, que muchos años antes había mandado las legiones en la guerra contra Viriato. Con el apoyo de este núcleo escogido y seguro, del que hizo una especie de guardia de su persona, Escipión emprendió en el año 620 la reorganización completa del degenerado ejército de España. Primero tuvo que purgar el campamento de dos mil mujeres públicas que en él había, de los malos sacerdotes y de la multitud de adivinos que por él pululaban. Como el soldado había caído en un estado en que no podía batirse, tuvo que trabajar en las líneas y hacer marchas y contramarchas diarias. Durante todo el estío Escipión evitó cualquier encuentro; no hizo más que destruir en aquel país los aprovisionamientos, castigó a los vaceos por haber vendido grano a los numantinos y los obligó a reconocer la soberanía de Roma. En el invierno finalmente concentró su ejército en las inmediaciones de Numancia. Además del contingente de caballería númida, de la infantería y de los doce elefantes que le había acercado el príncipe Yugurta, y además de los auxiliares españoles que no eran en menor número, Escipión disponía de cuatro legiones completas. Sesenta mil soldados aproximadamente iban a atacar una ciudad que apenas contaba con ocho mil hombres capaces de tomar las armas.
Sin embargo, los sitiados osaron presentarles batalla. Escipión no la aceptó pues sabía, como buen general, que cuando la indisciplina y la desorganización han durado muchos años no se corrigen de pronto. En todas las escaramuzas a que daban lugar las frecuentes salidas de los sitiados, siempre tocaba huir a los legionarios. De hecho, para detenerlos era necesaria la intervención del general en jefe en persona; así, el cobarde comportamiento de los soldados justificaba la gran prudencia del general. Jamás general alguno trató con más desprecio a sus soldados; sus actos corrían parejos con la ironía de su lenguaje. Por primera vez los romanos tuvieron que pelear, de buen grado o por la fuerza, con la azada o la pala en vez de la espada. Todo el recinto de la ciudad sitiada, que era de cerca de una legua, fue cerrado por una doble línea de circunvalación dos veces mayor con murallas, torres y fosos, e incluso el Duero, por donde los diestros marineros y nadadores llevaban víveres al enemigo, fue completamente obstruido. Como no se atrevían a dar el salto, los romanos sitiaron la plaza por hambre. De esta forma su caída era tanto más segura, considerando que durante la buena estación los habitantes no habían podido hacer acopio de provisiones. No tardaron en carecer de todo. Retógenes, uno de los más atrevidos numantinos, forzó con algunos camaradas las líneas romanas, y recorrió los países vecinos suplicándoles que no dejasen perecer a Numancia. Sus instancias hallaron eco entre los habitantes de Lucia, una de las ciudades de los arévacos. Pero antes de que hubiesen tomado un partido, Escipión, que había sido advertido por los de la facción romana, apareció delante de la ciudad, obligó a los jefes a entregarle los agitadores (éstos eran cuatrocientos jóvenes pertenecientes a las mejores familias) e hizo que les cortasen a todos las manos. Los numantinos perdieron su última esperanza. Enviaron a Escipión una embajada y ofrecieron someterse bajo ciertas condiciones; como se dirigían a un bravo soldado, esperaban que se los tratase como bravos. La embajada volvió. Escipión exigía la sumisión incondicional. El pueblo, furioso, descuartizó a sus enviados y continuó el bloqueo hasta que el hambre y las enfermedades terminaron su obra. Por último, aparecieron nuevos diputados diciendo que la ciudad se entregaba sin condiciones. Los habitantes recibieron orden de presentarse al día siguiente en las puertas, pero estos pidieron algunos días más para que tuviesen tiempo de morir aquellos que no querían sobrevivir a la libertad de su patria. Escipión les concedió este último plazo. Muchos se apresuraron a aprovecharlo, y los demás se presentaron delante de los muros en un estado miserable. El romano escogió cincuenta, los más notables, para llevarlos el día de su triunfo; los demás fueron vendidos como esclavos. La ciudad fue arrasada y su territorio distribuido entre las ciudades vecinas. La catástrofe tuvo lugar en el otoño del año 621 (133 a.C.), en el decimoquinto mes del generalato de Escipión. Una vez que Numancia fue destruida, cesaron en todo el país los últimos movimientos de la oposición contra Roma. En adelante bastaron algunos paseos militares y algunas multas impuestas a los recalcitrantes para que toda la España citerior reconociese completamente la dominación romana.
SUMISIÓN DE LOS GALAICOS
ESPAÑA BAJO EL NUEVO RÉGIMEN
El dominio de Roma se había asegurado también en la provincia ulterior y aumentado por la sumisión de Lusitania. El cónsul Décimo Junio Bruto, sucesor de Cepión, estableció a los lusitanos prisioneros en los alrededores de Sagunto, y dio a Valentia (Valencia), su nueva ciudad, instituciones latinas semejantes a las de Carteya. Por lo demás recorrió en todas direcciones la región de las costas ibéricas occidentales (de 616 a 618), y fue el primero entre los romanos que llegó por esta zona a las playas del Atlántico. Forzó las ciudades lusitanas tenazmente defendidas por sus habitantes, fueran estos hombres o mujeres, y según se dice, mató cincuenta mil hombres en una gran batalla dada a los gallegos, hasta entonces independientes, y los reunió a la provincia romana. Por tanto, una vez que fueron sometidos los vascos, los lusitanos y los gallegos, toda la península quedó sujeta, al menos nominalmente, a excepción de la costa septentrional. En ella se hizo presente una comisión senatorial con encargo de avistarse con Escipión y organizar el país nuevamente conquistado. Escipión hizo cuanto pudo para reparar el mal hecho por la política desleal y torpe de sus predecesores. Diecinueve años antes, y siendo simple tribuno militar, había visto a Lúculo maltratar indignamente a los coquenses; hoy, en cambio, el héroe los invita a volver a su ciudad y a reconstruir en ella sus casas. Comienza para España una era relativamente mejor. Por otra parte, la piratería había hecho su asiento en las Baleares. Quinto Metelo las ocupó en el año 631 (123 a.C.), destruyó a los piratas y abrió a los españoles todas las facilidades de un comercio que prosperó mucho en poco tiempo. Fértiles por naturaleza y habitadas por un pueblo diestro como ninguno en el manejo de la honda, esta islas eran para Roma una adquisición ventajosa. Ya se hablaba en todos los puntos de la península la lengua latina, como lo atestiguan los tres mil latinoespañoles importados en Palma y en Polentia, en las islas que acabamos de mencionar. En suma, y a pesar de los muchos y graves abusos, se conservó en el país la administración romana tal cual la habían planteado en otro tiempo el genio de Catón y el de Tiberio Graco. En cuanto a las fronteras de las provincias, tuvieron aún que sufrir mucho por las incursiones de los pueblos no sometidos o sometidos a medias en el norte y en el oeste. Entre los lusitanos, la juventud pobre tenía la costumbre de reunirse en bandas de salteadores y arrojarse en masa, matando y saqueando sobre sus vecinos, sobre los campesinos principalmente; y hasta en los siglos posteriores las quintas y los caseríos eran una especie de fortaleza en estado de resistir un ataque imprevisto. Jamás consiguieron los romanos extirpar por completo el bandolerismo en las impenetrables e inhospitalarias montañas de Lusitania. Sin embargo, en adelante no habrá ya más guerras propiamente dichas, y las hordas tumultuosas serán fácilmente rechazadas por los pretores, aun por los más incapaces. A pesar de estos desórdenes que solo se renuevan ya en los distritos fronterizos, España llegó a ser, bajo los romanos, uno de los países más florecientes y mejor gobernados. En ella no había diezmos ni explotadores intermediarios (middlemen), y al mismo tiempo aumentó la población y se enriqueció el país en cereales y en ganados.
LOS ESTADOS CLIENTES
Mucho menos feliz era la situación mixta en la que habían sido colocados los Estados africanos, griegos o asiáticos, arrastrados en la órbita de la soberanía romana por el movimiento de las guerras púnicas, macedónicas y sirias. Para éstos no había sujeción formal ni independencia real. El Estado independiente no paga nunca demasiado caro el precio de su libertad y, cuando hay necesidad, sufre las cargas de la guerra. El Estado que ha perdido su libertad, por contrapartida, puede al menos hallar una compensación en el reposo que se le asegura respecto de sus vecinos, tenidos a raya por el Estado conquistador. Pero los clientes de Roma ni eran libres ni gozaban de los beneficios de la paz. En África se sostenía una guerra continua entre Cartago y los númidas. En Egipto, donde el arbitraje de Roma había cortado la cuestión de la sucesión al trono entre los dos hermanos Tolomeo Filometor y Tolomeo Fiscón, se disputan de nuevo a Chipre con las armas en la mano los reyes instalados en Cirene y en Alejandría. En Asia, en la mayor parte de los reinos, en Bitinia, en Capadocia y en Siria, la sucesión al trono da también origen a sangrientas guerras y la intervención de las potencias vecinas aumenta los males. Además los Atálidas chocan contra los gálatas y los reyes bitinios en guerras frecuentes y sangrientas, y la misma Rodas se arroja sobre los cretenses. En la propia Grecia, se debaten como siempre las pequeñas cuestiones que ya sabemos; pero hay más, hasta Macedonia, tiempo antes tan pacífica, se agita en funestas disensiones a la sombra de sus nuevas instituciones democráticas locales.
Por las faltas de todos, señores y súbditos, iban desapareciendo en medio de estas interminables querellas las últimas fuerzas vivas y la prosperidad de las naciones. Los Estados clientes hubieran debido comprender que el que no puede no debe hacer jamás la guerra a nadie, y que, al estar de hecho todos colocados bajo la tutela y la garantía de Roma, no les quedaba más que optar razonablemente entre la buena inteligencia con los Estados vecinos, o recurrir a la jurisdicción del soberano. La dieta de Acaya se vio un día solicitada a la vez por los cretenses y los rodios que reclamaban que se les enviase algún auxilio, y aquélla deliberó gravemente sobre la cuestión. ¡Pura necedad política! Entonces el jefe de la facción filorromana dio a entender que los aqueos no tenían ya libertad para emprender la guerra sin el permiso de Roma, y puso así a la vista, de un modo demasiado brusco, la realidad de la situación. Sí, la soberanía de los Estados clientes no era más que nominal; al primer esfuerzo intentado para devolver la vida a aquella sombra, debía desvanecerse la sombra misma. Pero la historia debe ser aún más severa con la potencia dominante. Para el Estado, lo mismo que para el individuo, es sumamente fácil hallar el verdadero camino en medio de la insignificancia política, y el deber y la justicia ordenan al que tiene las riendas en la mano a abandonar el poder o a obligar a los súbditos a que tengan resignación, al amenazarlos con todo el aparato de una opresora superioridad. Roma no tomó ninguno de esos dos partidos. Solicitada por todas partes a la vez y sitiada por las súplicas de todos, tenía que mezclarse diariamente en los asuntos de África, de Grecia, de Asia y de Egipto, pero lo hizo tan flojamente, y con tan poca consecuencia, que sus ensayos de intervención no hicieron ordinariamente más que aumentar la confusión. Éste era el tiempo de las comisiones indagatorias. A cada momento partían para Alejandría y Cartago los enviados de Roma, y se presentaban en la dieta aquea y en las cortes de los reyes del Asia Occidental. Allí tomaban sus notas, denunciaban sus inhibiciones y formaban sus relaciones, todo lo cual no impedía que, en la mayor parte de los casos y en los más importantes, se tomase una decisión completamente desconocida para el Senado y a veces hasta contraria a su voluntad. De este modo es como se vio a la isla de Chipre, que había sido unida por el Senado al reino de Cirene, permanecer sin embargo en poder de Egipto. Así es también como subió un príncipe sirio al trono de sus antepasados, apoyándose en una decisión favorable de los romanos, aun cuando sus pretensiones habían sido formalmente rechazadas y él mismo se había escapado de Roma contra las disposiciones terminantes dadas para retenerlo. Así es, por último, como un comisario romano pereció a manos de un asesino cuando desempeñaba por orden del Senado el papel de tutor de Siria, y el crimen quedó impune. Los asiáticos se sentían incapaces de resistir a las legiones, pero sabían también cuánto repugnaba al gobierno de Roma el mandar la milicias cívicas a las orillas del Éufrates y del Nilo. En aquellas lejanas regiones, las cosas andaban como andan en la escuela cuando el maestro está ausente o es demasiado bondadoso; y Roma, quitando a los pueblos la libertad, les dejó el desorden. Sin embargo, debió ver el peligro, pues iba comprometiendo la seguridad de sus fronteras tanto al norte como al este. Incapaz de acudir al mal con remedios prontos y decisivos, ¿no podía suceder que un día viese surgir nuevos imperios, que, apoyándose en las regiones del continente central, fuera de la vasta esfera de su hegemonía, le crearan serios peligros y fueran llamados tarde o temprano a rivalizar con ella? Es indudable que, al estar el mundo político dividido por todas partes y ser incapaces de un formal progreso de su frontera, las naciones vecinas le ofrecían ciertas seguridades. Pero aquel que tenía clara la vista no dejaba de notar la gravedad de las circunstancias presentes, sobre todo en Oriente, donde aun cuando la falange de Seleuco había ya desaparecido, las legiones de Augusto no se habían fijado aún en las orillas del Éufrates.
Todavía era tiempo oportuno de poner fin a las medidas a medias. La única solución posible era la de cambiar los Estados clientes de Roma en simples gobiernos; y esto hubiera debido hacerse con tanta más rapidez, en cuanto que las instituciones provinciales romanas no hacían más que verificar la concentración del poder militar en manos del funcionario de Roma. Estos solían dejar, o hubieran debido dejar, a las ciudades dueñas de la administración y de la justicia, pues, en efecto, todo lo que tenía una vida independiente podía mantenerse en ellas con la forma de libertades municipales. Es imposible desconocer la necesidad de la reforma política, pero ¿debería el Senado retrasarla o amenguarla?, ¿tendría fuerza y energía suficientes? Y, viendo claramente las necesidades inevitables, ¿osaría cortar la cuestión por lo sano?
CARTAGO Y NUMIDIA
SE DECIDE LA DESTRUCCIÓN DE CARTAGO
Dirijamos ahora nuestras miradas al África. El orden de cosas establecido en Libia por los romanos tenía por ley el equilibrio entre Cartago y el reino númida de Masinisa. Mientras este reino se extendía, fortificaba y civilizaba bajo la mano a la vez hábil y emprendedora de su soberano, por el solo efecto de la paz Cartago también volvía a ser, al menos en cuanto a la riqueza y a la población, lo que había sido en tiempos de su mayor poder y grandeza. Roma veía con envidia mal disimulada el nuevo florecimiento y los recursos al parecer inagotables de su antigua rival. Por lo demás, si en un principio había vacilado en prestar serio apoyo a las diarias agresiones de Masinisa contra los cartagineses, en la actualidad intervenía abiertamente en favor del Númida. De este modo es como cortó un litigio que hacía treinta años que estaba pendiente entre Cartago y el rey. Se trataba de la posesión del país de Emporios (en la Vizacena) sobre la pequeña Sirtes, una de las regiones más fértiles del antiguo territorio fenicio. Los comisarios romanos fallaron por fin hacia el año 594. Se mandó que los cartagineses evacuasen las ciudades que aún ocupaban y que pagasen al rey quinientos talentos por las rentas que habían disfrutado indebidamente. Alentado Masinisa con semejante decisión, se apoderó inmediatamente de otra porción del país en la frontera occidental del territorio de Cartago, le quitó la ciudad de Tusca y las extensas llanuras que atraviesa el Bagradas. Los cartagineses no tuvieron más medio que recurrir a Roma y volver a comenzar la interminable serie de procesos. Después de un plazo largo, fue a África una segunda comisión en el año 597, y, como los cartagineses no habían querido someterse de antemano y sin instrucción previa y exacta del litigio al arbitraje que se les proponía, los comisarios romanos se volvieron sin haber hecho nada. Quedó pues en pie la cuestión entre los fenicios y Masinisa; pero el viaje de los enviados de Roma tuvo además otro resultado muy diferente. El jefe de la comisión había sido Marco Catón, el hombre más influyente del Senado, el veterano de las guerras contra Aníbal, que estaba completamente poseído por el odio y el temor al nombre cartaginés. Admirado y descontento a la vez, había visto con sus propios ojos el floreciente renacimiento del enemigo hereditario de Roma: las riquezas de las tierras, las muchedumbres que circulaban por las calles y el inmenso material marítimo de la República fenicia le habían dado mucho en qué pensar. Ya le parecía ver que se levantaba en el porvenir un segundo Aníbal, que lanzaba contra Roma las armas y los recursos de su patria. En su convicción viril y honrada, aunque estrecha y mezquina, estaba persuadido de que la salvación de Roma no estaba asegurada mientras estuviese en pie Cartago. Al volver a la ciudad se apresuró a emitir su parecer en pleno Senado. Su política encontró adversarios en los librepensadores del partido aristocrático —sobre todo en Escipión Nasica— que, combatiendo sin miramientos los ciegos odios del viejo censor, demostraron cuán poco temible era en el porvenir esta ciudad que solo pensaba en los negocios mercantiles; cuánto se iban alejando sus habitantes del pensamiento y de la práctica de la guerra, y cuán bien podía conciliarse la existencia de un gran centro comercial con la supremacía política de Roma. De ser posible se hubiera deseado reducir a Cartago al rango de una simple ciudad provincial, pero aun así, y dada la situación en que se hallaba, hubiera parecido a los fenicios ventajosa la transformación. Para Catón, por su parte, no era suficiente la sumisión completa de la ciudad aborrecida, quería su destrucción. Su opinión halló muchos partidarios entre los hombres políticos, que deseaban que pasasen los territorios de ultramar a la dependencia inmediata de la República, y principalmente entre los hombres de negocios y los grandes especuladores, cuya influencia era poderosa, y que, una vez arrasada Cartago, se creían los herederos directos de la gran metrópoli de la riqueza y del comercio. Finalmente la mayoría decidió que en la primera ocasión favorable (y era conveniente esperarla siquiera por respeto a la opinión pública) se declararía la guerra y se arrasaría Cartago. No tardó en presentarse el pretexto deseado. Las agresiones de Masinisa y el apoyo inicuo que Roma le prestaba habían hecho que se pusiesen al frente de los negocios públicos de la ciudad africana los jefes de la facción patriota, Asdrúbal y Cartalo. Sin llegar a ponerse en abierta insurrección contra la supremacía de Roma, estos querían, como los patriotas de Acaya, defender los derechos que los tratados reconocían a su patria, e incluso con las armas en la mano si fuese necesario, sobre todo contra Masinisa. De esta forma hicieron salir de Cartago a cuarenta de los más decididos partidarios del rey númida, y el pueblo juró no volver a abrirles las puertas de la ciudad, más allá de cualquier circunstancia en que ésta se encontrase. Al mismo tiempo, y para rechazar los ataques que se esperaban de parte del enemigo, se reclutó un grueso ejército entre los númidas independientes, y se confió su mando a Arkobarzana, nieto de Sifax (año 600, 154 a.C.). Hábil como siempre, Masinisa tuvo buen cuidado con no armarse y se sometió incondicionalmente a la decisión de Roma en todo lo tocante al territorio del Bagradas. Esto equivalía a proporcionar a los romanos el pretexto de una acusación contra Cartago, pues era evidente que ésta se armaba para hacer la guerra a Roma. Por consiguiente, era necesario que licenciase inmediatamente a sus tropas y que destruyese todos sus preparativos marítimos. Ya iba a ceder el gran Consejo pero el pueblo se opuso a la ejecución de las órdenes dadas; incluso los enviados romanos portadores de la sentencia corrieron gran riesgo. Masinisa envió inmediatamente a Italia a su hijo Gulusa para denunciar los preparativos que continuaba haciendo Cartago ante la expectativa de una guerra continental y marítima, y para apresurar la ruptura de las hostilidades. Vino una nueva embajada de diez enviados romanos a la ciudad condenada, y confirmó la realidad de los armamentos que se hacían con gran precipitación (año 602). Sin embargo, el Senado no quiso, a pesar del parecer de Catón, romper abiertamente, y se decidió en sesión secreta que solo se declararía la guerra si los fenicios persistían en mantener los soldados sobre las armas y no entregaban a las llamas su material marítimo.
Entre tanto ya había estallado la lucha entre los africanos. Masinisa había confiado los desterrados de Cartago a su hijo Gulusa, quien los había conducido hasta las puertas de la ciudad que encontraron cerradas. A la vuelta fueron degollados algunos númidas. Inmediatamente Masinisa puso su ejército en movimiento; a su vez la facción patriota de Cartago se preparó al combate. Pero el jefe de sus tropas, Asdrúbal, era uno de esos generales elegidos con frecuencia en Cartago, que parecen destinados solo para la destrucción del ejército. Revestido de púrpura, se lo veía hacer ostentación de ella como un rey de teatro. Incluso en el campamento no tenía más dios que su vientre: grueso, pesado y vanidoso, no era, ni con mucho, el hombre que reclamaban las circunstancias. Para sacar a Cartago del abismo se hubiera necesitado el genio de un Almílcar o el brazo de un Aníbal, y aun con todo eso, ¿quién se atrevería a asegurar que hubiera podido salvarla? Al fin se dio la batalla a la que asistió Escipión Emiliano. Por entonces era tribuno militar en el ejército de España, y había sido enviado cerca de Masinisa para traer de África elefantes. Colocado en lo alto de una colina, «como Júpiter sobre el Ida», presenció toda la contienda. Aunque reforzados por seis mil caballos númidas que les habían mandado los jefes descontentos u hostiles al rey, y aunque eran también superiores en número, los fenicios llevaron la peor parte. Después de la derrota ofrecieron dinero y cesión de territorio, y Escipión intervino a petición de estos para la firma del tratado. Pero no podían entenderse en tanto se negaran, como se negaron los cartagineses, a entregar a los tránsfugas númidas. Sin embargo, al poco tiempo Asdrúbal fue envuelto por el ejército enemigo y concedió a Masinisa todo lo que este quiso: extradición de tránsfugas, vuelta de los desterrados a Cartago, entrega de las armas, paso de las tropas bajo el yugo y pago de un tributo anual de cien talentos durante los cincuenta años siguientes. Cabe señalar que ni siquiera fue observada esta capitulación vergonzosa: los númidas la violaron degollando a las bandas desarmadas de los cartagineses en el camino que los conducía a su ciudad.
ROMA DECLARA LA GUERRA. SE RESISTEN LOS CARTAGINESES
Nada habían hecho los romanos para impedir la ruptura de las hostilidades, ni habían intervenido en la hora oportuna. La guerra con Masinisa era para ellos en extremo ventajosa, pues, al entrar en campaña, los cartagineses contravenían el tratado con la República que les prohibía tomar las armas contra un aliado de Roma y llevarlas fuera de su frontera (volumen II, libro tercero, pág. 198). Además no tendrían delante de sí más que un adversario batido ya y debilitado. En previsión de que se presentase la ocasión, se habían reunido los contingentes de Italia y las naves estaban dispuestas; la declaración de guerra podía hacerse en el momento que se quisiera. En Cartago se ensayaron todos los medios para alejar la tormenta. Los agitadores de los patriotas Asdrúbal y Cartalo fueron condenados a muerte, y se envió a Roma una embajada imputándoles la responsabilidad de todo lo ocurrido. Pero al mismo tiempo partían de Utica, que era la segunda ciudad de los fenicios en Libia, otros embajadores con plenos poderes para entregarla incondicionalmente a Roma. Ante esta espontánea sumisión de la vecina de Cartago, sería una necedad no querer expiar la falta cometida, sino por el suplicio de dos cartagineses notables. El Senado decidió que las satisfacciones ofrecidas no eran suficientes. Se preguntó cuáles lo serían, y se respondió que nadie lo sabía mejor que los mismos cartagineses. En efecto, no podía ignorarse lo que Roma quería; pero ¿cómo someterse a la triste idea de que había sonado la última hora para la patria? Volvió a mandarse otra embajada a Italia, que constaba de treinta representantes que llevaban poderes ilimitados. Cuando llegaron en los primeros días del año 605, ya estaba declarada la guerra y embarcado el doble ejército consular; a pesar de esto intentaron conjurar la tormenta y ofrecieron una sumisión incondicional. El Senado les hizo saber que Roma deseaba garantizar a Cartago su territorio, su libertad municipal y su legislación local, que garantizaba también el dominio público y la propiedad privada, pero que en cambio los cartagineses debían obligarse primero, y en el término de un mes, a enviar a Lilibea a trescientos rehenes elegidos entre los hijos de las familias dueñas del gobierno. Allí se habían de entregar a los cónsules, que estaban ya en marcha para Sicilia, y después habrían de someterse a las órdenes que les darían los mismos cónsules conforme a las instrucciones que llevaban. Se ha gritado mucho en contra del doblez de Roma: acusación infundada, como lo notaron al momento los más ilustrados entre los mismos cartagineses. Exceptuando la conservación de Cartago, se les había concedido todo cuanto pedían; por otra parte, por el mismo hecho de que Roma no pensara en detener el embarque de las tropas podía colegirse cuáles eran las intenciones del Senado. Es verdad que obró con una dureza despiadada, pero de ninguna manera pretendió obrar con dulzura. Durante este tiempo no se quiso ver en Cartago —ni hubo hombre político que supiese guiar hacia ello toda aquella multitud de la ciudad— el último esfuerzo de la resistencia o la extrema resignación. Al llegar la nueva de la terrible sentencia de declaración de guerra y de la exigencia de rehenes, se optó por esta última y esperaron. Al entregarse ligados de pies y manos al enemigo mortal de Cartago, no tenían valor para mirar frente a frente las inevitables consecuencias de la situación que tenían en la realidad. Una vez que los rehenes estuvieron en Lilibea, los cónsules los mandaron a Roma, y respecto de los embajadores de Cartago, aplazaron el darles a conocer su última decisión para cuando llegasen a África. El desembarque de las tropas se verificó sin obstáculo y se les entregaron los víveres que exigieron. La gerusia de los cartagineses fue a Utica, donde los cónsules tenían su cuartel general, a recibir órdenes: en primer lugar se les exigió el desarme de la ciudad. Pero, ¿cómo, decían los cartagineses, nos vamos a defender de los expatriados y sobre todo de Asdrúbal, que ha huido para librarse de la pena de muerte, y cuyo ejército cuenta con más de veinte mil rebeldes? Roma proveerá a todo, se les respondió. Y ellos obedecieron: el consejo de la ciudad compareció ante los cónsules, se les entregó todo el material naval, todos los aprovisionamientos de los arsenales públicos, todas las armas encontradas en casa de los particulares (tres mil armas arrojadizas y doscientas mil armaduras completas), y se preguntó qué más quería Roma. Entonces fue cuando el cónsul Lucio Marcio Censorino se levantó y reveló a los desgraciados su triste suerte: conforme a las instrucciones del Senado, su ciudad debía ser arrasada. Sin embargo, sus habitantes podían retirarse a morar en el punto de su territorio que más les agradase, siempre que estuviese a más de dos millas (alemanas) del mar. La medida estaba ya colmada. Los fenicios entonces despertaron de su letargo ante una orden tan cruel: reanimaron su entusiasmo heroico o sus ilusiones, y se dispusieron a luchar como los tirios lo habían hecho en otro tiempo contra Alejandro, y como habían combatido un día los judíos contra Vespasiano. La paciencia de este pueblo no tiene ejemplo. Se había resignado a la servidumbre y a la opresión, pero cuando ya no se trató solo de la salvación del Estado y de la libertad nacional, cuando había que abandonar el suelo amado de la ciudad de sus padres y abandonar la patria marítima tan adorada, toda aquella población de mercaderes y marineros se levantó al fin con un furor también sin ejemplo. No podía pensarse en ningún medio de salvación: tener conciencia de la situación equivalía a ver la necesidad de sufrirla, pero la voz de los pocos hombres que aconsejaban la sumisión a la inevitable suerte se perdía entre los tumultuosos gritos de las masas, como la voz del piloto se pierde en el ruido de la tempestad. En sus fanáticas ilusiones, el pueblo se apoderó de los magistrados que habían votado la entrega de las armas y de los rehenes, y buscó a los enviados de la ciudad, portadores inocentes del fatal mensaje. Los que habían osado volver a entrar en Cartago pagaron su regreso con su vida, y los pocos italianos que la casualidad había hecho que se encontrasen en la ciudad fueron hechos cuartos: venganza anticipada de la destrucción que amenazaba la patria. No se tomó ninguna deliberación formal, pues no tenían armas, pero no hay ni que decir que se defenderían hasta el último trance. Se cerraron las puertas y se aglomeraron piedras al lado de las almenas y las murallas, desprovistas de sus antiguas provisiones de proyectiles. Se encargó el mando a Asdrúbal, nieto materno de Masinisa, y todos los esclavos fueron declarados libres. El ejército de emigrados que obedecía al fugitivo Asdrúbal era todavía dueño del territorio cartaginés, a excepción de las plazas marítimas ocupadas por los romanos en la costa del este: Hadrumete, la pequeña Leptis, Tapso, Achulla y Utica. Como sabían que sería un refuerzo inestimable, se lo conjuró a que viniese en ayuda de la patria común en el momento del peligro. Al mismo tiempo los cartagineses, como verdaderos fenicios, ocultaron su exasperación inmensa bajo la capa de la debilidad que se humilla. A fin de engañar al enemigo, solicitaron mediante un mensaje enviado a los cónsules un armisticio de treinta días, y partió para Roma una última embajada. Ellos no ignoraban que esta exigencia había sido ya negada una vez, y que los cónsules no querían ni podían concederla, pero el mensaje daría por resultado entre los romanos la confirmación de la suposición muy natural de que la ciudad, después de la primera explosión de desesperación de la muchedumbre, se sometería al verse sin medios de defensa. Y de hecho, los romanos retrasaron su ataque. Aprovechando este respiro precioso, los cartagineses rehacen sus armamentos y fabrican proyectiles, día y noche, jóvenes y viejos, hombres y mujeres; todos trabajan, forjan y aglomeran armas y máquinas. Se derriban los edificios públicos para sacar de ellos las maderas y los metales; se cortan las mujeres las trenzas de sus cabellos y los dan para cuerdas de arcos y hondas; en un tiempo increíblemente corto, los muros fueron reparados y los hombres nuevamente quedaron armados. Y, ¡cosa admirable sobre todas!, aun en medio de los prodigios producidos por el esfuerzo original de los odios nacionales, los cónsules no supieron ni vieron nada a pesar de que estaban colocados a muy pocas millas de Cartago. Cuando por último, cansados ya de esperar, salieron de su campamento situado junto a Utica creyendo que no necesitarían más que escalas para subir por los desnudos muros de la ciudad condenada, se hallaron de repente, y con gran sorpresa y espanto de su parte, frente a murallas coronadas de catapultas. La grande y populosa ciudad, donde ellos creían que iban a entrar sin romper una lanza, igual que en una aldea abierta, apareció poderosa y dispuesta a defenderse mientras tuviese un soldado vivo.
POSICIÓN DE CARTAGO
Cartago debía su fuerza a la naturaleza y al arte:[4] sus habitantes, al esperar su salvación de la solidez de sus murallas, habían puesto cuanto estaba en su mano para aumentar las ventajas de la situación. En el fondo del gran golfo de Túnez, entre el cabo Farina al oeste y el Bon al este, se adelantaba una lengua de tierra rodeada de agua por tres lados y sin comunicación con el continente más que por la parte del sudoeste. Completamente llano y con no más que una legua de ancho en su punto más estrecho, el istmo iba extendiéndose en el interior del golfo, y aún en la actualidad termina por las dos alturas de Djebel Kawi y Sidi Bu Said, mientras en el centro está la llanura de El Mersa. Cartago ocupa el flanco del sur, dominado por la prominencia de Sidi Bu Said. La rápida pendiente de las alturas, las rocas y los bancos numerosos que había en el mar constituían por el lado del golfo una defensa natural de las más seguras. Para completarla había bastado un simple muro de circunvalación. Pero hacia el oeste, o por el lado de tierra, la naturaleza no había hecho nada para proteger la ciudad, y por tanto los cartagineses habían recurrido a todos los medios de defensa conocidos y practicados hasta entonces. Según demuestran los vestigios de los muros recientemente descubiertos, y que concuerdan exactamente con la descripción de Polibio, el recinto que miraba a la tierra firme se componía de un muro exterior de seis pies y medio de espesor, flanqueado por detrás y en toda su extensión por grandes casamatas, separadas a su vez de aquel por un camino cubierto de seis pies de ancho. Las casamatas tenían catorce pies de profundidad, sin contar las paredes de adelante y de atrás, que medían más de tres pies cada una.[5] Esta enorme muralla, construida con grandes moles de piedra tallada, se elevaba sobre dos pisos coronados de almenas y gruesas torres de cuatro pisos cada uno. Tenía cuarenta y cinco pies de elevación.[6] En el piso inferior de las casamatas había cuadras y almacenes de forraje para trescientos elefantes; encima, cuadras para los caballos, graneros y cuarteles para la tropa.[7] La roca del Castillo, o Birsa (siriaco, Birtha; alemán, Burg, ciudadela), sobresalía en una altura considerable de ciento ochenta y ocho pies, tenía por lo menos dos mil pasos de base,[8] y venía a caer sobre el gran muro, hacia la extremidad sur, exactamente igual que la muralla de piedra del Capitolio, que caía sobre el muro de circunvalación de Roma. En la meseta de la cima estaba el templo del dios de la medicina (Eschmoun, Esculapio), con una base de sesenta marcos. Al sur de la ciudad y partiendo del oeste, se encontraba el lago poco profundo de Túnez (Mare stagnum), casi completamente separado del golfo por una lengua de tierra estrecha y baja que se unía al flanco sur del istmo cartaginés (Lígula);[9] mientras que hacia el sudoeste se abría el golfo propiamente dicho. Aquí es donde se encuentra el doble puerto artificial de Cartago: por un lado el puerto exterior, o del comercio (portus negociatorum), que formaba un largo cuadrilátero que se abría al mar por el lado estrecho (la entrada no tenía más que setenta pies de anchura), con vastos muelles a derecha e izquierda; por otro lado el puerto de guerra, o cothon,[10] que afectaba una forma cóncava con una isla en el centro. Allí era donde estaba el almirantazgo, y no podía llegarse a él sino por el puerto del comercio. Entre ambos pasaba el recinto de la ciudad; este iba hacia el este desde el Birsa, dejaba afuera el antepuerto y el pequeño istmo del lago, y envolvía la dársena interior cuya entrada se hallaba custodiada como una puerta. No lejos del puerto de guerra se veía la plaza del mercado, unida por tres calles estrechas a la ciudadela, y abierta por el lado de la ciudad. Al norte, y fuera de la ciudad propiamente dicha, había un espacio cubierto ya en esta época de casas de campo y magníficos jardines: la Magalia, o ciudad nueva (el El Mersa de nuestros días), con su muralla que se unía al recinto de Cartago. Por último, sobre la otra altura de la península estaba la Necrópolis. Estas tres ciudades, la vieja, la nueva y la de los muertos, ocupaban el extremo del istmo en toda su anchura de una a otra ribera. Solo eran accesibles por los dos grandes caminos de Utica y de Túnez, y por la estrecha lengua de tierra del lago que ninguna muralla cortaba, pero que, bajo la protección de la plaza, constituía la más sólida posición avanzada para un ejército defensor.
Solo el hecho de poner un sitio formal ante una plaza grande y fuerte como Cartago era ya una empresa difícil y trabajosa, pero aumentaba las dificultades el hecho de que la defensa no estaba limitada a los muros de la capital. Gracias a sus recursos propios y a los del territorio inmediato, con sus ochocientas ciudades, villas y aldeas, dominadas la mayor parte por la facción de los emigrados, y gracias en fin a las numerosas tribus de libios libres o semilibres hostiles entonces a Masinisa, los cartagineses podían poner en campaña y sostener un numeroso ejército. El sitiador debía tener en cuenta que el arrojo desesperado de los emigrados y la rapidez de los movimientos de la caballería númida le preparaban formales y serios peligros.
SITIO DE CARTAGO
Obligados los cónsules a un ataque con todas las reglas del arte, tenían que cumplir una difícil misión. Manio Manilio, que mandaba el ejército de tierra, estableció su campamento frente al muro de la ciudadela, mientras Lucio Censorino comenzaba al mismo tiempo las operaciones por mar, atacando el istmo del lago. El ejército cartaginés, a las órdenes de Asdrúbal, estaba situado en la otra orilla del lago, al abrigo de la fortaleza de Neferis, desde donde incomodaba a los soldados romanos que iban a cortar maderas para las máquinas. El hábil oficial de caballería Himilcón Fameus mató a los cónsules mucha gente. Por último, Censorino consiguió construir dos enormes arietes y abrir con ellos brecha en la parte más débil del muro, pero llegó la noche, y fue necesario aplazar el asalto para la mañana siguiente. Protegidos por la oscuridad los sitiados cerraron la brecha, luego hicieron una salida feliz y prácticamente destruyeron las máquinas de los romanos, que al amanecer las hallaron inservibles. No por esto dejaron de intentar el asalto, pero la brecha, los muros vecinos, las casas inmediatas, todo estaba ocupado por numerosas fuerzas. Los romanos quisieron imprudentemente vencer todos aquellos obstáculos aglomerados, pero fueron rechazados con grandes pérdidas. Incluso estas hubieran sido mayores sin la prudencia del tribuno militar Escipión Emiliano, que, previendo el descalabro, tenía a sus soldados inmóviles y alineados no lejos de la muralla, de forma tal que pudo proteger a los fugitivos. Aún más desgraciado fue Manilio por el lado de tierra, pues el sitio se iba prolongando demasiado. Las enfermedades desarrolladas en el campamento a consecuencia de los calores del verano, la partida del mejor de los dos generales, Censorino, el mal humor y la inacción de Masinisa, que, como puede suponerse, no miraba con indiferencia el que los romanos se apoderasen de una presa tan codiciada, y por último la muerte (a fines del año 605) del rey nonagenario, pusieron un dique a todas las operaciones ofensivas. Los romanos tenían bastante que hacer con preservar sus naves de los ataques de los brulotes de los sitiados y su campamento de los ataques nocturnos, y con asegurar provisiones para hombres y caballos en su campamento naval, para lo cual enviaban a sus forrajeadores a las inmediaciones. Dos expediciones enviadas contra Asdrúbal fracasaron; la primera, mal dirigida y extraviada en un país en que le era difícil subsistir, había terminado casi en un verdadero desastre. Sin embargo la guerra, que era desgraciada para los generales y el ejército, daba al tribuno militar Escipión Emiliano ocasión para realizar ilustres hazañas. A él se debió que, en la noche que el enemigo asaltó el campamento, este fuese cogido por la espalda y obligado a retirarse. Él también fue quien consiguió en el primer ataque de Neferis, después de haber pasado un arroyo contra su parecer, operación que iba a ser la pérdida completa del ejército, desembarazar a los legionarios y librarlos de una completa derrota al arrojarse sobre el flanco de los cartagineses. Su bravura, heroica hasta la temeridad, había salvado además una división que todos consideraban perdida. Mientras que la perfidia de los demás oficiales, primeramente la del cónsul, atemorizaba y obligaba a la resistencia a las ciudades y a los jefes de partido, dispuestos en un principio a someterse, él supo traer a un arreglo a uno de los mejores capitanes fenicios, Himilcón Fameas, que se pasó a los romanos con dos mil doscientos caballos. Por último, y ejecutando la última voluntad de Masinisa, había dividido el reino númida entre sus tres hijos, Micipsa, Gulusa y Mastanabal. En esa ocasión, al hallar que el segundo era un caballero, digno hijo de su padre desde todo punto de vista, lo había traído al campamento romano con toda la caballería ligera númida. Esta arma era precisamente la que faltaba al ejército expedicionario. Elegante naturalmente, pero de firme y recto andar, recordaba a su padre legítimo más que a su padre adoptivo: no excitaba la envidia y su nombre corría de boca en boca tanto en la ciudad como en el campamento. El mismo Catón, tan parco en sus elogios, pocos meses antes de morir (hecho que ocurrió en el año 505, y por tanto, Catón no vio realizada la destrucción de Cartago, que fue el anhelo de toda su vida) había aplicado al joven capitán y a sus incapaces camaradas el tan conocido verso de Homero: «Solo él posee la sabiduría; los demás se agitan como sombras vanas».[11]
En esto terminó el año y el periodo de mando de los dos generales. Sin embargo el cónsul Lucio Pisón (año 606) no llegó al ejército hasta muy tarde, y Lucio Mancino tomó bajo sus órdenes la escuadra. Sus predecesores habían hecho poco, pero éstos no hicieron nada. En vez de continuar el sitio o de pensar en destruir el ejército de Asdrúbal, Pisón se entretuvo en atacar pequeñas plazas marítimas y muchas veces hasta fue rechazado. Clípea, por ejemplo, se resistió con éxito, y después de haber perdido todo el verano delante de Hipona, y de haberle quemado dos veces el material de sitio, se vio obligado a batirse en vergonzosa retirada. Con todo, tomó Neápolis, pero faltó a su palabra y dejó saquear la ciudad, y esa falta no fue nada favorable a la causa de los romanos ni a sus armas. El valor de los cartagineses aumentó. Bitias, un jefe nómada, se les unió con ochocientos caballos; sus enviados entablaron negociaciones con los reyes de Numidia y Mauritania, y hasta reanudaron sus inteligencias con Macedonia. Sin las discordias intestinas (Asdrúbal el emigrado, sospechando del otro Asdrúbal que mandaba en la ciudad y que tenía alianza con Masinisa, lo hizo matar en pleno Senado) y sin las disensiones, más funestas aún que las armas romanas, quizá los asuntos de Cartago hubieran tomado mejor aspecto.
ESCIPIÓN EMILIANO. TOMA DE CARTAGO
Como quiera que fuese, en Roma se dispuso poner término a una situación que engendraba grandes peligros, y se recurrió a medios grandes y excepcionales. Solo un hombre había vuelto con honor hasta entonces de las llanuras líbicas en el transcurso de la presente guerra: hasta su nombre lo designaba para el generalato. Se prescindió de la observancia rigurosa de la ley, y, en lugar de la edilidad que solicitaba, Escipión Emiliano fue promovido antes de tiempo al consulado, y por una decisión especial recibió el mando supremo del ejército de África. A su llegada a Utica, año 607, halló las cosas gravemente comprometidas. El almirante romano Manzino, a quien Pisón había confiado nominalmente la continuación del sitio de Cartago, no había hecho más que apostarse frente a la ciudad exterior de Magalia por la parte del mar, por donde el acceso era más difícil, y había ocupado una escarpada roca apenas defendida, lejos de los cuarteles habitados. Había concentrado allí a casi toda su gente, que no eran muchos por cierto, con la esperanza de penetrar a viva fuerza en Magalia. Ya los sitiadores habían llegado hasta las puertas, ya toda la turba del campamento corría en masa y atraída por la codicia y la esperanza del saqueo, cuando un esfuerzo de los cartagineses los rechazó y empujó a sus posiciones. Allí se vieron casi encerrados, sin municiones y corriendo los mayores peligros. Para libertarlos, apenas desembarcó Escipión mandó por mar a los legionarios y las milicias que había llevado consigo, y lo consiguió haciendo que conservasen además la altura de que eran dueños anteriormente. Hecho esto, marchó al campamento de Pisón, se puso al frente del ejército y se dirigió con él hacia Cartago. Aprovechándose de su ausencia, Asdrúbal y Bitias habían establecido su campamento fuera de los muros de la ciudad y renovado el ataque de la roca. Pero Escipión volvió a tiempo con su vanguardia, impidió a aquéllos que consiguiesen su objeto y comenzó más formalmente el sitio de la ciudad. En un principio el general purgó el campamento de toda la barahúnda inútil de taberneros y vivanderos, y cogió con mano firme las abandonadas riendas de la disciplina; así volvieron a tomar buen aspecto y se activaron las operaciones militares. En un ataque nocturno contra la ciudad exterior, los romanos abordaron las almenas desde lo alto de una torre portátil que los colocaba al nivel de los muros, y abrieron una poterna por donde pasó todo el ejército. Los cartagineses abandonaron la Magalia, allí tenían su campamento delante de las puertas, y pusieron a Asdrúbal a la cabeza de los treinta mil hombres de guarnición que quedaban en el interior de la plaza. Para comenzar con un acto de energía, hizo colocar en lo alto de las murallas a todos los prisioneros romanos, y allí, a la vista de los sitiadores, aquellos infelices fueron cruelmente martirizados y luego precipitados en el foso. Algunos ciudadanos osaron censurar este acto y elevaron su voz, pero les impuso silencio el periodo de terror que se inauguró entonces. Después de haber rechazado al enemigo al interior de la plaza, Escipión quiso además cortarle todas sus comunicaciones con el exterior e instaló su cuartel general sobre el istmo que une la península de Cartago con la tierra firme. En vano los sitiados se esforzaron por estorbarle los trabajos; él construyó su campamento fortificado en toda la anchura del istmo, cerrando completamente el paso de la ciudad por este lado. Sin embargo, aún entraban en el puerto algunos buques con provisiones, fueran éstos de atrevidos comerciantes a quienes atraía la esperanza del lucro, o las naves de Bitias, que desde Neferis, en la extremidad del lago de Túnez, se aprovechaba de todos los vientos favorables para enviar a Cartago algunas provisiones. Por duros que fuesen los sufrimientos de los demás habitantes, la guarnición tenía aún raciones suficientes. Entonces Escipión levantó en el golfo, a partir de la lengua de tierra que lo separaba del mar, un dique de noventa y seis pies de ancho para cerrar herméticamente, por decirlo así, la entrada del puerto. La ciudad parecía perdida desde el momento en que iba terminándose esta construcción de la que los cartagineses se habían burlado en un principio, pues la creían imposible. Pero las sorpresas se sucedían a porfía. Mientras los romanos trabajaban en su gigantesca mole, los sitiados hicieron lo mismo día y noche, durante dos meses, en el interior del puerto, sin que pudiesen averiguar los sitiadores cuál era el objeto de tantos esfuerzos. Ya se creían estos dueños de la entrada de aquél, cuando de repente aparecieron en las aguas del golfo cincuenta y tres galeras y un inmenso número de buques menores. Entre tanto el enemigo cerraba el antiguo paso del sur, los sitiados abrían un canal por el lado del este, con lo cual se proporcionaban una nueva salida por la parte en que la profundidad del mar no permitía que se obstruyese el acceso. Si en vez de venir a hacer ostentación delante de los sitiadores, los cartagineses se hubiesen arrojado atrevidamente sobre la escuadra romana medio desguarnecida y no preparada para la lucha, hubieran decididamente triunfado. En cambio, cuando tres días después volvieron y ofrecieron la batalla, los romanos ya estaban preparados. El combate quedó indeciso, pero al querer entrar nuevamente los buques cartagineses chocaron unos con otros, y el daño que experimentaron por esta mala maniobra equivalió a una derrota. Escipión dirigió entonces sus ataques contra el muelle exterior del puerto, fuera del recinto de la ciudad, y que estaba débilmente defendido por un muro de tierra. Se prepararon las máquinas y se abrió inmediatamente la brecha. Entonces los cartagineses, con una audacia increíble, atravesaron a nado la hondonada y se arrojaron sobre las máquinas de sitio y dispersaron a los soldados que las guardaban. Estos huyeron tan asustados que Escipión, que había acudido con sus caballeros, dio orden de cargar sobre ellos sin compasión. Con este buen éxito los cartagineses habían ganado algún tiempo, pero Escipión hizo restablecer las máquinas destinadas, incendió las torres de madera que se le oponían y se hizo por fin dueño del muelle y del puerto exterior. En este punto construyó en seguida una muralla tan alta como la de la plaza. Desde este momento el bloqueo fue completo por mar y tierra porque, como hemos visto, no podía llegarse al segundo puerto sino atravesando el primero. Para asegurar aún más sus posiciones, el cónsul mandó a Cayo Lelio que atacase el campamento de Neferis, que mandaba Diógenes. Una astucia de guerra hizo que cayese en sus manos, y fueron muertas o hechas prisioneras las masas que allí se habían encerrado. Llegado el invierno, el romano suspendió sus operaciones, y dejó al hambre y a las enfermedades el cuidado de acabar la obra comenzada. Los dos «azotes de Dios» trabajaron poderosamente en su misión devastadora. Así pues, por más que Asdrúbal no había cesado en sus fanfarronadas, cuando llegó la primavera del año 608 no estaba en disposición de resistir el asalto que los romanos preparaban contra la ciudad. Así fue que incendió las obras del puerto exterior y estuvo pronto a rechazar al enemigo por el lado del cothon, pero Lelio escaló la muralla mal defendida por soldados que tenían sus fuerzas agotadas por el hambre, y penetró en el interior. La ciudad estaba tomada. Sin embargo, el combate no terminó. Los sitiadores ocuparon por la fuerza el mercado que tocaba el pequeño puerto, penetraron después en las tres calles estrechas y subieron por ellas hacia Birsa. Se avanzaba lentamente, ganando el terreno palmo a palmo, apoderándose una tras otra de las casas de siete pisos defendidas como otras tantas pequeñas ciudadelas. El soldado tenía que abrirse paso de edificio en edificio perforando paredes o atravesando vigas de un lado a otro de las calles, y mataba cuanto encontraba a su paso. Seis días duró esta terrible lucha de destrucción y de muerte para los habitantes, y llena también de peligros para el vencedor. Por fin llegaron al pie de la escarpada roca de Birsa: allí se había refugiado Asdrúbal con las tropas que aún le quedaban. Para hacerse anchura, Escipión mandó quemar las casas de todas las calles conquistadas por sus legionarios y allanar todos los escombros. En este incendio murió miserablemente la multitud incapaz para llevar las armas y que se ocultaba en el fondo de las casas. Entonces pidieron gracia los que se habían refugiado en la ciudadela. Se prometió perdonarles la vida, y salieron y se presentaron ante el vencedor treinta mil hombres y veinticinco mil mujeres: la décima parte apenas de la población de otros tiempos. Solo los tránsfugas del ejército romano (unos novecientos) con Asdrúbal, su mujer y sus dos hijos, habían buscado asilo en el templo de Eschmoum (el Esculapio fenicio), pues para ellos, para los desertores y para los asesinos de los prisioneros italianos no había cuartel. De repente, hambrientos y faltos de fuerza, los más decididos prendieron fuego al santuario. Asdrúbal tuvo miedo a la muerte y huyó completamente solo; fue a arrojarse a los pies del cónsul y le suplicó le hiciese la merced de perdonarle la vida. Escipión oyó su ruego. Pero su mujer, cuando desde lo alto del edificio donde se había refugiado con sus hijos y algunos restos del ejército cartaginés lo vio prosternado ante el vencedor, sintió que se sublevaba su corazón ante este último ultraje inferido a la patria destruida, interpeló a su marido gritándole con terrible y amarga ironía «que tuviese mucho cuidado con su preciosa vida», y se precipitó con sus hijos en medio de las llamas. El combate había terminado. La alegría fue inmensa lo mismo en el campamento que en Roma; sin embargo, algunos espíritus nobles del pueblo se avergonzaron de esta nueva y valerosa hazaña. Todos los cautivos fueron vendidos como esclavos, y otros perecieron en los calabozos. Los principales, como Bitias y Asdrúbal por ejemplo, fueron internados en Italia como prisioneros de Estado y no se los maltrató demasiado. Todo el mobiliario, a excepción del oro, la plata y los objetos de los templos, se había entregado al pillaje de los soldados. Por lo demás, se devolvió a las ciudades de Sicilia el botín hallado en los templos, hecho por los cartagineses en otros tiempos mejores para ellos (el toro de Falaris, por ejemplo, fue entregado a los agrigentinos), y el resto se lo apropió la República.
DESTRUCCIÓN DE CARTAGO
Pero aún quedaba en pie la mayor parte de la ciudad. Todo induce a creer que, si Escipión hubiese querido conservarla, al menos habría presentado formalmente la proposición al Senado, y Escipión Nasica, por su parte, habría hablado en nombre del honor y del buen sentido. Pero no sucedió nada de esto. El Senado mandó a su general que arrasase la ciudad de Cartago y la exterior de Magalia, así como todas las ciudades que habían permanecido fieles a Cartago hasta el último instante. Ordenó también que hiciese pasar el arado por el sitio en que poco tiempo atrás se levantaba la rival de Roma; de este modo consumaba su ruina hasta en la forma del derecho y declaraba para siempre malditos aquel suelo y aquellos campos, de tal suerte que no se volviese a ver jamás en ellos casas ni sembrados. Se cumplió estrictamente lo mandado. Durante dieciséis días estuvieron ardiendo las ruinas. Hace algunos años, cuando comenzaron a practicarse excavaciones en el suelo de Cartago, se hallaron bajo una capa de cenizas de un espesor de cuatro a cinco pies, mezclados con pedazos de maderos medio carbonizados, trozos de hierro medio destruidos por el orín y balas de honderos. Allí donde había vivido y trabajado durante quinientos años el industrioso y activo fenicio, llevaron en adelante a pacer sus rebaños los esclavos romanos que vivían lejos de sus señores, que se solazaban tranquilamente en el bello clima de Italia. En cuanto a Escipión, a quien su noble naturaleza no permitía hacer el papel de verdugo, se estremeció de horror al contemplar su obra. En lugar de la embriaguez producida por la victoria, se apoderó de él el presentimiento de inevitables represalias en el porvenir.
LA PROVINCIA DE ÁFRICA
Solo faltaba tomar algunas medidas para el arreglo y la organización del país conquistado. No se intentaba ya, como en otros tiempos, recompensar el celo de los aliados de la República, abandonándoles las posesiones de ultramar. Micipsa y sus hermanos conservaron su antiguo territorio, al que solo agregaron los distritos del Bagradas y de Emporio, arrebatados recientemente a Cartago. Era necesario que renunciasen a la esperanza de tener a Cartago por capital, que habían abrigado durante mucho tiempo. El Senado no les entregó más que algunas colecciones de libros de la ciudad destruida. El territorio que formaba el último dominio inmediato de Cartago, o la estrecha zona de las costas africanas que dan frente a Sicilia, desde el río Tusca (hoy Wadi Sain, frente a la isla de Galita) hasta Tenae (frente a la isla de Karkenah), fue declarado provincia romana. En el interior, donde las empresas de Masinisa habían reducido a estrechos límites los dominios de la República fenicia, donde Vacca, Zama y Bulla habían caído ya en poder de los númidas, Roma les dejó todo el país que habían conquistado. Con todo, en el hecho de determinar con minucioso cuidado las fronteras de la provincia romana y el reino númida, que la rodeaba por tres lados, Roma atestiguaba suficientemente que no sufriría los ataques que había autorizado contra Cartago. Dio a su nueva provincia el nombre de África, lo cual significaba que el límite actual no era, ni con mucho, definitivo. Se encargó de su gobierno un procónsul romano con residencia en Utica. Era inútil establecer la defensa de la frontera bajo un pie regular, pues por todas partes el desierto separaba a los aliados númidas del país habitado. Por lo demás no fueron muy pesados los tributos ni los impuestos. Las ciudades que desde el principio de la guerra se habían declarado por Roma, como Utica, Adrumete, la pequeña Leptís, Tapso, Achulla y Usalis entre las plazas marítimas, y Teudalis en el interior, conservaron sus territorios propios y sus libertades municipales; lo mismo sucedió con la ciudad recientemente fundada por los tránsfugas de Cartago. En cuanto al territorio inmediato y al de las demás ciudades destruidas, excepto el que se había dejado a Utica, todo fue incorporado al dominio público, y como tal fue dividido en lotes y dado a censo a los arrendatarios del Estado. Las demás ciudades y aldeas fueron privadas de su suelo y de sus franquicias; sin embargo se las dejó hasta nueva orden, aunque a título precario, en posesión de sus campos y de sus instituciones locales. A cambio del poder que en adelante pertenecía a Roma, pagaban una renta anual fijada de una vez (stipendium) que cobraban mediante un impuesto particular sobre todas las fortunas. Pero los que más ganaron con la ruina de la primera plaza de comercio del mundo fueron sin duda los mercaderes romanos. Apenas Cartago fue reducida a cenizas, se los vio afluir a Utica y apoderarse allí de todo el tráfico de la nueva provincia y de los países númidas y gétulos, cerrados hasta entonces a su comercio.
MACEDONIA. EL FALSO FILIPO ANDRISCOS
VICTORIA DE METELO
En los momentos en que caía Cartago desaparecía también Macedonia de la lista de las naciones. Las cuatro pequeñas confederaciones que el Senado había formado del antiguo reino desmembrado no habían podido mantenerse en paz unas con otras, ni conservarla cada cual en sus dominios. Podrá juzgarse la situación por un hecho, el único cuyo recuerdo se conserva por casualidad: todo el consejo gobernante de una de estas confederaciones fue degollado un día en Facos, a instigación de un tal Damasipo. Ni las comisiones enviadas desde Roma para averiguar este hecho (año 590), ni los árbitros extranjeros llamados por los macedonios, según costumbre de los griegos, entre quienes estaban Escipión Emiliano (año 603) y muchos otros, pudieron restablecer las cosas y colocarlas en una condición tolerable. Pero he aquí que de repente salió de Tracia un joven que decía llamarse Filipo, que se hacía pasar por hijo de la siria Laodicea y de Perseo, al que se parecía de un modo chocante. Durante su infancia y su adolescencia había vivido en Adramita, donde, según él decía, guardaba los títulos y pruebas de su origen real en lugar seguro. Después de una primera tentativa hecha en su patria sin éxito, se volvió hacia el hermano de su pretendida madre, Demetrio Soter de Siria. No faltaban hombres que tenían fe en el Adramita y que asediaban al rey pidiéndole que lo reinstalase en el reino de sus padres, o que le diese su propia corona. Demetrio quiso acabar con esta loca aventura: se apoderó del pretendiente y lo mandó a Roma. El Senado hacía tan poco caso de él, que lo relegó a una ciudad itálica sin cuidarse siquiera de vigilarlo. El pretendiente huyó y llegó a Mileto, donde fue arrestado por los magistrados de la ciudad que lo pusieron a disposición de los comisarios romanos. ¿Qué debían hacer con su cautivo? Dejarlo correr, se les respondió, y esto es lo que hicieron. Inmediatamente se vino a Tracia a buscar fortuna. ¡Cosa extraña! Ahora fue reconocido y encontró apoyo entre los príncipes bárbaros Barsabas y Teres, su cuñado, y aun entre los bizantinos, por lo común tan prudentes. Fuerte con el auxilio de los tracios, penetró en Macedonia. Batido en un principio, obtuvo muy pronto una importante victoria sobre las milicias locales en la Odomántica, más allá del Estrimón; luego fue de nuevo vencedor del lado de acá del río, y toda Macedonia cayó en su poder. Su historia no es más que un romance, pues se sabe que el verdadero Filipo, hijo de Perseo, murió en Alba a la edad de 18 años. El aventurero distaba mucho de ser príncipe de Macedonia, se llamaba Andriscos y no era más que un simple batanero de Adramita. El pueblo macedonio, con sus hábitos y sus instintos monárquicos, volvió a su antiguo estado sin preocuparse de la legitimidad o ilegitimidad del pretendiente. En efecto, llegaron a toda prisa los mensajeros de Tesalia anunciando la invasión de su territorio por el falso Filipo. El comisario romano Nasica, que había ido sin un soldado creyendo que bastaría una palabra para que abortase usurpación tan insensata, se vio obligado a llamar precipitadamente a los contingentes de Acaya y de Pérgamo, y a proteger la Tesalia, si era posible, solo con los aqueos. Después llegó el pretor Juventius con una legión. Aunque desigual en fuerzas, atacó inmediatamente a los macedonios; fue derrotado y muerto, casi todo su ejército pereció, y Andriscos ocupó la mayor parte de la Tesalia. Instaló en ella el régimen más arrogante y cruel, lo mismo que en Macedonia. Pero finalmente llegó un ejército romano más fuerte y mandado por Quinto Cecilio Metelo. Se apoyaba en la escuadra de Pérgamo e invadió inmediatamente Macedonia. Los macedonios salieron vencedores en un primer encuentro de la caballería, pero las disensiones y las deserciones debilitaron el ejército del usurpador, que cometió además la falta de dividir sus tropas en dos cuerpos y enviar uno de ellos a Tesalia. Esto era preparar a los romanos un triunfo fácil y decisivo (año 606). Cuando Filipo fue vencido se refugió en Tracia, en el territorio de un jefe llamado Bizes, pero, perseguido por Metelo, fue entregado después de una segunda derrota.
MACEDONIA PROVINCIA ROMANA
Entre las cuatro federaciones macedónicas, había algunas que no se habían sometido por su voluntad al pretendiente y que solo habían cedido a la fuerza. Según la marcha de la antigua política de Roma, nada obligaba a quitar a Macedonia la sombra de independencia que se le había dejado después de la batalla de Pidna. Pero el Senado encargó a Metelo que hiciese del reino de Alejandro una provincia romana. Desde este día Roma cambió evidentemente de sistema, y reemplazó las clientelas por la sujeción política. Así pues, la confiscación de las cuatro ligas macedonias se sintió en todo el círculo de Estados patrocinados como una herida común. Durante este tiempo, Roma unió a Macedonia las posesiones de Epiro que habían sido desmembradas de ella después de las victorias sobre sus reyes, las islas Jónicas y los puertos de Apolonia y Epidamno, comprendidos antes en el gobierno de Italia. De este modo, en la actualidad la nueva provincia se extendía por el noroeste hasta Escodra, punto donde comenzaba la Iliria. Por efecto de estas medidas el patronato de la República sobre los Estados griegos recayó en el procónsul de Macedonia. Ésta volvió a recobrar su unidad con las fronteras que había tenido en tiempo de su prosperidad, pero no era un Estado independiente, sino una simple provincia con instituciones municipales y regionales, que obedecía a un gobernador y a un cuestor romanos, cuyos nombres se ven inscritos sobre las monedas locales al lado del nombre del país. El impuesto continuó siendo moderado, tal cual lo había establecido Paulo Emilio (volumen II, libro tercero, pág. 29), cien talentos pagados anualmente y repartidos entre las ciudades por cuotas invariables. Pero costó trabajo al país olvidar la era gloriosa de los antiguos reyes. Algunos años después de la caída del falso Filipo, se levantó en las orillas del Nestos (Karasu) otro pretendiente con el nombre de Alejandro, diciendo, como el primero, que era hijo de Perseo. En pocos días reunió hasta dieciséis mil hombres. El cuestor Lucio Tremelio dio fácilmente cuenta de la insurrección y persiguió al aventurero hasta entre los dardanios (año 612). Este fue el último esfuerzo de la altivez macedónica y del patriotismo nacional, que dos siglos antes habían arrastrado a este pueblo a Grecia y a Asia y le habían hecho realizar tan grandes cosas. En adelante, la historia no tendrá nada que escribir sobre él, y solo se sabe que cuenta sus años en la oscuridad y en la inacción a partir de la época en que se organizó definitivamente el país como provincia romana (año 608). A los romanos es a quien compete ahora la defensa de las fronteras del norte y del este, la defensa de la civilización griega contra la barbarie. Diremos, sin embargo, que no emplearon más que fuerzas insuficientes y una energía inferior a su misión. De hecho, solo por satisfacer las exigencias militares de la provincia es que construyen la gran calzada Ignaciana, que desde el tiempo de Polibio partía de los dos puertos principales de la costa del este, Apolonia y Dirrachium, y atravesaba toda la meseta interior para llegar hasta Tesalónica y más tarde hasta el Hebro (hoy Maritza).[12] La nueva provincia servirá naturalmente de base para las expediciones contra los dálmatas, siempre en movimiento, y contra los pueblos ilirios, célticos y tracios, acampados al norte de la península, que fueron más frecuentes. Ya presentaremos más adelante (cap. V) como en un cuadro sinóptico a todos estos pueblos.
GRECIA
Grecia disfrutaba de la potencia dominante más favores que Macedonia. Los filohelenos romanos podían sostener, con alguna apariencia de verdad, que las últimas conmociones de la guerra contra Perseo se habían apaciguado allí, y que la situación estaba en vías de mejorar. Los agitadores incorregibles, pertenecientes al partido más fuerte, como Licisco en Italia, Mnesipo en Beocia, Crematas en Acarnania y el innoble Charops en Epiro, al que todo romano honrado cerraba la puerta de su casa, habían muerto uno después de otro. De esta forma había crecido una nueva generación que no conservaba los antiguos recuerdos ni los antiguos odios. El Senado creía que había llegado el tiempo del perdón y del olvido general; así es que en el año 604 no opuso ninguna dificultad para dar libertad a los patriotas aqueos internados en Italia hacía dieciséis años, y cuyo destierro la dieta pedía constantemente que se prolongase. Se engañaba, sin embargo. Todo este filohelenismo romano no había traído consigo la reconciliación dentro del partido nacional, tal como lo mostró la conducta de los griegos con los Atálidas. Como amigo de los romanos, Eumenes II se había atraído el odio de aquel pueblo (volumen II, libro tercero, pág. 307), pero, apenas supieron que se había enfriado la amistad entre el rey y Roma, conquistó gran popularidad. Entonces, así como en otro tiempo habían esperado que Macedonia los librase del yugo extranjero, así también hoy miran los euelpidas (los de buena esperanza) a Pérgamo como su libertador. El desorden social había llegado a su colmo en aquel sistema confuso de pequeños Estados. El país se despoblaba no por la guerra o la peste, sino por la creciente repugnancia de las altas clases a contraer matrimonio, a perder en cierto modo la libertad absoluta con las cargas que traen necesariamente consigo la mujer y los hijos. Durante este tiempo, Grecia era la tierra prometida de una multitud de aventureros sin fe y sin ley, que venían allí a esperar al oficial reclutador. Las ciudades estaban agobiadas de deudas; en ellas ya no había ni honor en las relaciones de los negocios, ni el crédito que se funda siempre en el honor. Algunas ciudades, a la cabeza de las cuales estaban Atenas y Tebas, salían de apuros lanzándose descaradamente al pillaje y saqueando a sus vecinas. En el seno de las federaciones estaban dispuestas a reaparecer las disensiones intestinas, particularmente entre los miembros que habían entrado voluntariamente en la liga aquea y los que lo habían hecho por la fuerza. Por lo tanto, si los romanos creían y tenían realmente confianza en la aparente calma del momento presente, y yo lo admito en un estado de cosas conforme con su deseo, muy pronto iban a conocer, bien a pesar suyo, que la nueva generación griega no era mejor ni valía más que la anterior. Los helenos cogieron por los cabellos la primera ocasión que se les presentó para ponerse enfrente de la gran República.
En el año 605 el jefe de la liga aquea, Dieo, que tenía que encubrir cierta intriga sucia, lanzó en plena dieta expresiones hostiles a los lacedemonios. Sostuvo que nunca los romanos les habían concedido a éstos, como miembros de la liga, el ejercicio de ciertos derechos particulares, la exención de la jurisdicción criminal aquea, ni la facultad de enviar a Roma dos embajadores. Dieo mentía descaradamente, pero la dieta admitió, como es natural, lo que ella misma deseaba. Inmediatamente los aqueos se prepararon para hacer triunfar sus afirmaciones con las armas en la mano. Los espartanos, que eran más débiles, tuvieron que ceder, o, mejor dicho, aquellos cuya extradición se pedía abandonaron su patria y fueron a Roma a quejarse ante el Senado. Como de costumbre se les respondió que una comisión iría expresamente a averiguar sobre el terreno lo que en esto hubiese. Pero en vez de referir las palabras del Senado, los enviados espartanos y aqueos a su vez mintieron y dijeron cada uno por su parte que habían obtenido una sentencia favorable. Los aqueos, que habían prestado auxilio a Roma contra el falso Filipo en la reciente campaña de Tasalia, se creyeron por un momento los aliados, los iguales de Roma en importancia política, y en el año 606 penetraron en Laconia, conducidos por su estratega Demócrito. En vano una embajada romana que estaba allí de paso para el Asia los invitó, por exigencia de Metelo, a mantenerse en paz y a esperar la llegada de los comisionados. Se libró un combate, murieron en él mil espartanos, y la misma Esparta habría sucumbido si Demócrito no hubiera sido tan mal capitán como mal hombre de Estado. La dieta lo depuso y continuó la guerra Dieo, el autor de todo el mal, quien dio al temido general que mandaba en Macedonia las mayores seguridades de la sumisión completa de la liga a la voluntad de Roma. Finalmente apareció la comisión por tanto tiempo esperada, presidida por Aurelio Orestes. Se depusieron las armas y la dieta se reunió en Corinto para recibir las órdenes del Senado. Pero ¿cuál no sería la admiración y la cólera de los aqueos cuando supieron que Roma deseaba que cesase la violenta anexión de Esparta a la confederación aquea (volumen II, libro tercero, pág. 261), y cortaba por lo sano con grave perjuicio para ellos? Ya pocos años antes (en 591) habían tenido que abandonar sus pretensiones sobre la ciudad etolia de Pleuron. En la actualidad se les exige que renuncien a todas sus conquistas y adquisiciones posteriores a la segunda guerra de Macedonia: tienen que perder a Corinto, Orchomenes, Argos y Esparta en el Peloponeso, y además a Heráclea bajo el Octa. Por consiguiente, su liga se reducirá a los límites que tenía al terminar las guerras de Aníbal. Al oír esa condenación, los representantes se sublevaron en plena plaza pública: no escuchan ya a los romanos y dan a conocer a las masas el estado de cosas. Así, todos, gobernantes y gobernados, decidieron apoderarse de los lacedemonios que había presentes. ¿No era Esparta la que había suscitado la tormenta? El arresto se hizo de una manera tumultuosa y brutal. Llevar un nombre lacedemonio o el calzado de esta nación era suficiente como para ser encerrado en una prisión. Hasta se violó la morada de los enviados de Roma para buscar a los que se hubieran refugiado en ella, y faltó poco para que las palabras injuriosas dirigidas a los representantes de la República llegasen a vías de hecho. Éstos se volvieron indignados y dieron cuenta de su agravio al Senado, aunque exagerándolo. Éste prosiguió su sistema de moderación con los griegos, y se limitó a hacer simples representaciones. Sexto Julio César se presentó a la dieta en Egion, y usando las más suaves formas, y casi sin hacer alusión a la reparación debida por las recientes injurias, reiteró las órdenes de Roma. Pero los hombres que dirigían los destinos de la Acaya y su nuevo estratega Critolao (de 607 a 608) se imaginaban ser consumados políticos, y habían deducido de la actitud de César que debían ir mal los asuntos de Roma en África y en España (contra Cartago y Viriato). Por consiguiente redoblaron sus ofensas. Se pidió a César que, para terminar las diferencias entre los partidos, se citase a una reunión de diputados en Tegea; César consintió en ello. Estuvo allí solo con los lacedemonios esperando largo tiempo, hasta que al fin se presentó Critolao. Según él, solo era competente para tratar la cuestión la asamblea general del pueblo aqueo; por tanto, era necesario dejar la deliberación para la próxima reunión de la dieta, es decir, para seis meses después. Entonces César partió para Roma, pero el pueblo aqueo, por una moción de su estratega, declaró en forma la guerra contra Esparta. Metelo intentó una vez más la conciliación y envió diputados a Corinto. Pero la reunión tumultuosa, compuesta en su mayor parte por el populacho de esta ciudad comerciante e industrial, ahogó con sus gritos la voz de los romanos y los obligó a abandonar la tribuna. Hubo una indecible explosión de alegría cuando Critolao exclamó que querían tener a los romanos por amigos, pero no por señores. Ante esto, y como los miembros de la dieta quisieron interponerse, el pueblo protegió a su favorito y aplaudió estrepitosamente todas sus frases pomposas sobre «la traición de los ricos, la necesidad de una dictadura militar», y sus veladas alusiones «de un próximo levantamiento de todos los pueblos y reyes contra Roma». En este movimiento revolucionario de los espíritus se tomaron dos decisiones que los retratan perfectamente: los clubes fueron declarados permanentes hasta que se restableciese la paz, y se suspendieron todos los procesos por deudas. La Acaya tenía declarada la guerra, pero no sin aliados, pues se le unieron los tebanos, los beocios y los calcidios. En los primeros días del año 608 (146 a.C.) entraron en Tesalia los aqueos con el fin de apoderarse de Heráclea bajo el Octa, que había abandonado la liga de conformidad con la sentencia del Senado. El cónsul Lucio Mumio, mandado a Grecia, no había llegado aún, y Metelo tuvo que marchar en socorro de Heráclea con las legiones de Macedonia. Cuando el ejército aqueotebano supo que los romanos se dirigían hacia aquel punto, no se pensó ya en pelear, sino que se deliberó sobre el modo de volver lo más pronto posible al Peloponeso y ponerse en lugar seguro. Así pues, levantaron precipitadamente el campamento sin que siquiera les viniese a la mente la idea de apoderarse de la fortísima posición de las Termópilas. Metelo persiguió a los fugitivos, y los alcanzó y acuchilló cerca de Escarpa, en Lócrida. El ejército griego perdió allí mucha gente entre muertos y prisioneros, y no se volvió a saber más de Critolao después de la batalla. Los restos de su ejército se dividieron en pequeñas partidas y anduvieron errantes por el país, pidiendo asilo en todas partes y siendo en todas rechazados. Las milicias de Patra fueron destruidas en Fócida, el cuerpo elegido de los arcadios sucumbió en Queronea, y la Grecia del Norte fue evacuada de toda aquella muchedumbre. De los aqueos y de la población de Tebas que huyó casi en masa fueron muy pocos los que pudieron entrar en el Peloponeso. Como siempre, Metelo usó la dulzura para convencer a estos desgraciados de que cesasen en su loca resistencia, y ordenó dejar libres a todos los tebanos, excepto a uno. Sin embargo, su benevolencia fracasó no tanto con la energía nacional como con la desesperación de un jefe, que solo se cuidaba de la conservación de su vida. Después de la muerte de Critolao, nombraron nuevamente jefe a Dieo, quien convocó en el Istmo a todos los griegos que estaban en armas y dispuso que entrasen en las filas doce mil esclavos nacidos en Grecia. Además exigió dinero a los ricos, y a los amigos de la paz, que no compraban su vida a precio de oro sobornando al tirano, los enviaba el cadalso. La guerra, pues, continuó con el mismo aspecto que antes. La vanguardia aquea, que constaba de cuatro mil hombres y estaba colocada delante de Megara, huyó con su jefe Alcamenes en cuanto divisó las águilas romanas. Metelo estaba disponiéndose a atacar inmediatamente el principal cuerpo de ejército que guardaba el istmo, pero en aquel momento llegó al campamento el cónsul Mumio y tomó el mando de las tropas. Por su parte los aqueos, alentados por una salida afortunada contra las avanzadas romanas, a quienes habían sorprendido, vinieron a ofrecer batalla a un ejército que duplicaba el suyo. Ésta tuvo lugar en Leucopetra, sobre el istmo. Desde el principio de la acción se dispersó la caballería aquea y pudieron salvarse huyendo a la desbandada de la caballería romana, seis veces más numerosa. Los hoplitas resistieron con más vigor, pero los cogió por el flanco una división destacada al efecto y los envolvió. Aquí concluyó la lucha. Dieo huyó a Megalópolis, su patria, mató a su mujer y se envenenó. Entonces las ciudades se sometieron sin hacer la más leve resistencia, y la inexpugnable Corinto, en la que Mumio vaciló en entrar por espacio de tres días temiendo alguna emboscada, fue ocupada sin disparar una flecha.
LA ACAYA PROVINCIA ROMANA
El arreglo de los asuntos griegos fue confiado al cónsul, auxiliado por una comisión de diez senadores, y se portó de modo que mereció el reconocimiento del pueblo que tenía a sus pies. Dicho sea de paso, tuvo la loca jactancia de tomar el título de «Acaico» en recuerdo de sus hazañas y de su victoria, y de construir y dedicar un templo a Hércules victorioso. Por lo demás, siendo hombre nuevo, para emplear la expresión de los romanos de aquel tiempo, extraño al lujo y a la corrupción aristocrática, y poco favorecido por la fortuna, Mumio fue justo y humano en su administración. Sería hiperbólico decir que solo Dieo, entre los aqueos, y Piteas, entre los beocios, fueron los que entonces perdieron la vida. En Calcis se cometieron también crueles excesos, pero las condenas a pena capital fueron generalmente raras. Se quisieron destruir todas las estatuas de Filopemen, el fundador del partido patriota de Acaya, y Mumio se opuso abiertamente a ello. En cuanto a las multas impuestas a las ciudades, no fueron a llenar las arcas del Tesoro de Roma: una parte sirvió para indemnizar a las poblaciones que habían sufrido, y más tarde se les devolvió el resto. Con respecto a los bienes de los acusados del crimen de alta traición, fueron devueltos a sus ascendientes o a sus hijos, si los tenían, en lugar de venderlos en beneficio del Estado. Pero los tesoros del arte que había en Corinto, Tespies y demás ciudades fueron arrebatados y llevados en parte a Roma y en parte a otras ciudades de Italia.[13] Una porción de ellos también fueron a adornar los templos del Istmo, de Delfos y de Olimpia a título de donativos piadosos.
La misma equidad presidió las medidas tomadas para la organización definitiva del país. Las ligas fueron disueltas, como exigía la regla de la institución provincial (volumen II, libro tercero, pág. 77), sobre todo la liga aquea. Entre las ciudades aisladas en adelante se restringió o prohibió cierta clase de comercio (comercium), pues nadie podía adquirir propiedad inmueble en dos ciudades a la vez. Por lo demás se siguió el procedimiento, iniciado ya por Flaminio, de suprimir todas las constituciones democráticas, y se entregó el mando supremo en las grandes ciudades a un consejo elegido entre las familias ricas. Cada ciudad pagaba también un impuesto fijo a Roma, y todas obedecían al procónsul de Macedonia, supremo jefe militar con plenos poderes administrativos y judiciales, y que intervenía en todos los procesos criminales de importancia. No obstante, Roma dejó a estas ciudades «sus libertades», es decir, la soberanía interior. Esto era puramente nominal y de forma, si se considera que la República pesaba sobre ellas con la hegemonía que se había atribuido, pero llevaba consigo la independencia absoluta de la propiedad del suelo y los derechos de libre administración y de justicia.[14] Algunos años después Roma les permitió una especie de sombra de su antiguo Estado federal, y llegó a levantar interdictos que prohibían la enajenación de la propiedad inmueble.
DESTRUCCIÓN DE CORINTO
Una suerte más dura estaba reservada a Tebas, Calcis y Corinto. No censuramos a Roma por haber desarmado las dos primeras, arrasado sus murallas y haberlas convertido en ciudades abiertas, pero es una mancha fea en los anales de la República la destrucción total de la floreciente Corinto, la primera plaza de comercio de Grecia. Por orden expresa del Senado fueron perseguidos sus habitantes, y todos los que no perecieron fueron vendidos como esclavos. La ciudad no perdió solo sus muros y su ciudadela, rigor inevitable desde el momento en que Roma quería dominar allí por la fuerza, sino que fue completamente arrasada, y se prohibió, con las solemnes maldiciones de costumbre, edificar jamás sobre aquel lugar. Su territorio fue agregado en parte a Sición con la carga de pagar las festividades nacionales ístmicas, en tanto el resto fue declarado dominio público del pueblo romano. De este modo cayó «la pupila del ojo de la Hélade», última y preciosa joya de esta tierra tan rica antes en ciudades florecientes.
Si echamos una última ojeada sobre esta gran catástrofe, reconoceremos con la imparcialidad de la historia lo que no pudieron negar los más sabios entre los griegos de entonces, a saber, que no puede imputarse la explosión de la guerra de Acaya a las faltas de los romanos. La intervención de las armas romanas vino forzosamente por las imprudentes violaciones de la fe jurada y por las más locas temeridades de parte de sus débiles clientes. La supresión de la independencia —palabra vana y vacía— de las ligas griegas, y con ella de todo ese espíritu de vértigo pernicioso, fue un bien para el país.
Aun dejando mucho que desear, el gobierno del general romano colocado a la cabeza de la provincia de Macedonia valía infinitamente más que el perpetuo embrollo administrativo de confederaciones siempre en lucha con las comisiones enviadas por Roma. A partir de ese día, el Peloponeso dejó de ser el punto de enganche de la soldadesca. Es cosa averiguada, y se comprende fácilmente, que con el gobierno directo de la República resucitaron por todas partes la seguridad y el bienestar públicos. Los griegos de entonces aplicaban a la caída de su independencia nacional, y no sin razón, la famosa frase de Temístocles: «La ruina impidió la ruina». Se ve perfectamente la indulgencia excepcional de Roma con la Hélade, si uno fija la atención en la condición impuesta en esta misma época a los fenicios y a los españoles. Parecía cosa permitida tratar duramente a los bárbaros, pero con los griegos, los romanos practicaban desde el siglo de los Escipiones la frase que saldrá más tarde de boca del emperador Trajano: «Sería cosa propia de un bárbaro y de un hombre cruel quitar a Atenas y a Esparta la sombra que aún les queda de su antigua libertad». Así es que la catástrofe de Corinto viene a formar un repugnante contraste con el resto del cuadro. En medio de la templanza que por todas partes usaba el vencedor, sublevó hasta la indignación de los panegiristas de los horrores de Cartago y de Numancia. En efecto, nada los excusa en el derecho público de Roma, ni aun las injurias inferidas a los embajadores en las calles de la desgraciada ciudad. No se atribuya, sin embargo, el odioso suplicio a la brutalidad de un solo hombre, y menos a Mumio que a cualquier otro. Como ya hemos dicho, Mumio no fue más que el ejecutor de una medida fríamente deliberada y decidida en pleno Senado. Más de un juez reconocerá en ella la mano del partido de los comerciantes, que en esta época se había introducido ya en la región de la política y crecía al lado de la aristocracia. Destruyendo Corinto se quiso destruir una ciudad comercial. Como es verdad que los grandes comerciantes romanos ejercieron una decisiva influencia en el arreglo de los asuntos de Grecia, se comprende por qué Corinto pagó precisamente por el crimen de todos. Sus jueces, no contentos con destruirla al presente, la proscribieron también para el porvenir, al prohibirle a todos en adelante establecerse en aquel suelo propicio para las transacciones comerciales. El centro de los negocios para los especuladores romanos, que continuaban afluyendo a Grecia, se trasladó en un principio a la peloponesiaca Argos, pero muy pronto se les sobrepuso Delos. Fue declarada puerto franco romano en el año 586, pues ya se había atraído una buena parte del movimiento comercial de Rodas (volumen II, libro tercero, pág. 322). Por lo demás heredó definitivamente a Corinto, y, durante muchos siglos, la isla de Apolo fue el gran centro y depósito de las mercancías que venían de Oriente a los países de Occidente.[15]
ASIA
Desde Roma hasta el tercer continente del mundo antiguo había más distancia que desde las costas de Italia hasta las de África o hasta los dominios de Grecia y de Macedonia, separados de la metrópoli solo por mares estrechos. Por esta razón, la dominación de la República hizo más lentos e incompletos progresos en Asia.
REINO DE PÉRGAMO. PROVINCIA DE ASIA
GUERRA CONTRA ARISTÓNICO
Rechazados del Asia Menor, los Seléucidas habían dejado el primer lugar a los reyes de Pérgamo. Lejos de extraviarse con las tradiciones de las monarquías fundadas por los sucesores de Alejandro, los Atálidas se guardaron de soñar con lo imposible, como políticos fríos y prudentes que eran. No aspiraron a extender sus fronteras ni a sacudir la carga de la soberanía de Roma; y todos sus esfuerzos se dirigieron, siempre con el permiso de Roma, a fomentar el bienestar de su reino y la prosperidad que la paz proporciona. Pero aun haciendo esto atrajeron sobre sí los celos y las sospechas de la República. Dueña ya de la costa europea de la Prepontide, de la costa occidental del Asia Menor y del continente hasta Capadocia y Cilicia, y en estrechas relaciones con la corte de Siria, donde Antioco Epifanes (muerto en el año 590) había subido al trono con el auxilio de los pergamianos, Eumenes II había incurrido en la desconfianza de aquellos mismos que habían contribuido a su grandeza. En efecto, era tanto más grande cuanto más habían decaído sus vecinos de Macedonia y de Siria. Ya hemos dicho anteriormente que, al día siguiente de la tercera guerra de Macedonia, el Senado había usado contra su antiguo aliado inicuos procedimientos diplomáticos con el fin de humillarlo y debilitarlo.
Las relaciones entre el rey de Pérgamo, por un lado, y las ciudades comerciales libres o semilibres, situadas en medio de sus Estados o inmediatas a los bárbaros, por otro, eran ya muy tirantes. El desagrado del Estado soberano las hizo aún más difíciles. Como el tratado de paz del año 565 había dejado indecisa la cuestión de si las alturas del Tauro, al norte de la Panfilia y de la Psidia, pertenecían a Siria o a Pérgamo, la valiente nación de los Selgas se entregó nominalmente al sirio y opuso durante largos años la más enérgica resistencia a los esfuerzos de Eumenes II y del Atalo II. Las impracticables montañas de la Psidia les servían de ciudadela. Por otra parte, los celtas de Asia, que con anuencia de Roma habían obedecido en un principio a los pergamianos, se sublevaron, se pusieron de acuerdo con el enemigo hereditario de los Atálidas, Prusias de Bitinia, y comenzaron inmediatamente la guerra (año 587). El rey no tenía tiempo para reunir mercenarios, y, a pesar de su prudencia y su bravura, sus milicias asiáticas fueron derrotadas y su territorio fue inundado por los bárbaros. Después, cuando se dirigió a los romanos suplicándoles que interviniesen, sabemos las ventajas que pudo sacar de la intervención de Roma (volumen II, libro tercero, pág. 320). Sin embargo, en el momento en que con la ayuda de sus rentas y tesoros, siempre dispuestos, pudo poner en pie de guerra un ejército formado por verdaderos soldados, rechazó prontamente las hordas salvajes que habían violado sus fronteras. Aunque perdió la Galacia y la influencia de Roma aniquiló sus obstinados esfuerzos para apoderarse de ella, e incluso a pesar de los ataques abiertos o de las maquinaciones secretas de sus vecinos y de sus buenos amigos de Italia, dejó a su muerte (hacia el año 595) un reino íntegro y próspero.[16] Su hermano Atalo II Filadelfo (muerto en el año 616) rechazó con el auxilio de Roma los ataques de Farnaces, rey del Ponto, que quería apoderarse de la tutela del hijo menor de Eumenes, y como él mismo era su tutor por toda su vida, como Antígono Doson, reinó en lugar de su sobrino. Hábil, activo, astuto en alto grado, digno en todo de su nombre de Atalida, llegó a convencer al Senado de lo infundado de sus antiguas desconfianzas. El partido antirromano lo acusó de no haber sido más que el guardián del país en interés de Roma, de haber sufrido las ofensas y perjuicios más irritantes sin decir una palabra. Sin embargo, con la alta protección de Roma le fue permitido obrar y terminar de un modo decisivo las contiendas relativas a los tronos de Siria, de Capadocia y de Bitinia. Prusias el cazador (de 572 a 605), rey de este último país, y que reunía en su persona todos los vicios de la barbarie y de la civilización, promovió contra él una guerra peligrosa de la que lo salvó la intervención romana. Se había visto sitiado en su propia capital, en tanto Prusias había rechazado con desprecios una primera intimación de Roma (de 598 a 600). Su pupilo Atalo III Filometor (de 616 a 621) sustituyó el gobierno tranquilo y mesurado de los anteriores reyes de Pérgamo con el régimen de los sultanes. Atalo quiso desembarazarse de los molestos amigos a quienes su padre pedía consejo; por eso los reunió en su palacio e hizo que sus soldados los degollasen, primero a ellos y después a sus mujeres e hijos. Cabe señalar que al mismo tiempo escribía libros sobre jardinería, se entregaba al cultivo de las plantas venenosas y modelaba la cera por sus propias manos. Afortunadamente lo arrebató pronto la muerte, y en él se extinguió la línea de los Atálidas. En semejante caso, según el derecho público de Roma con los Estados de su clientela, el rey difunto podía arreglar su sucesión por medio de un testamento. ¿Fue su rencor monomaníaco hacia sus súbditos, rencor manifestado tantas veces durante su vida, lo que le sugirió la idea de instituir a Roma heredera de su reino, o al disponerlo así no hacía más que reconocer claramente la soberanía de hecho que Roma ejercía sobre su corona? No es fácil averiguarlo: lo que sí hay de cierto es que el testamento lo disponía de esa forma. Los romanos aceptaron la herencia, y la sucesión de Atalo, con los reinos y los tesoros de Pérgamo, fueron en Roma la nueva manzana de la discordia entre los odios de los partidos. El testamento real suscitó además en Asdia una guerra civil. En Leuca, pequeña ciudad marítima situada entre Esmirna y Focea, se sublevó Aristónicos, hijo natural de Eumenes II, y reivindicó el trono confiando en el odio de los asiáticos contra la dominación extranjera. Focea y otras ciudades se declararon por él, pero los efesios, que solo en la fidelidad hacia Roma veían la salvación de sus propios privilegios, lo detuvieron y lo batieron por mar, y, en consecuencia, emprendió la huida hacia el interior. Se creía ya que había desaparecido para siempre cuando de repente volvió al frente de los nuevos habitantes de la «Ciudad del Sol»[17] o, mejor dicho, a la cabeza de una multitud de esclavos, llamados por él a la libertad. Se apoderó de las ciudades lidias de Tiatira y de Apolo, y se hizo dueño de una parte de los Estados de los Atálidas. Se le unieron numerosas bandas de mercenarios tracios, y así la guerra tomó un aspecto serio. Por su parte los romanos no tenían legionarios en Asia. Las ciudades libres y los contingentes de los príncipes clientes de Bitinia, Paflagonia, Capadocia, Ponto y Armenia no supieron defenderse. Aristónicos entró por la fuerza de las armas en Colofon, Samos y Mindos. Ya había conquistado todo el reino de sus padres cuando desembarcó un ejército romano (en los últimos meses del año 623), al frente del cual iba el cónsul y gran pontífice Publio Licinio Craso Muciano, uno de los hombres más ricos y cultos, célebre a la vez como orador y como jurisconsulto. Craso estableció su campamento no lejos del pretendiente, y puso sitio a Leuca. Pero teniendo poca vigilancia durante los primeros trabajos, fue sorprendido y batido por un adversario a quien menospreciaba, y un pelotón de Tracios lo hizo prisionero. A pesar de esto, no quiso dejar que semejante enemigo tuviese la gloria de llevar en triunfo a un general en jefe del ejército romano, e insultó a los bárbaros que lo tenían cautivo sin conocerlo y se hizo asesinar por ellos (a principios del año 624). De hecho el consular era ya cadáver cuando fue reconocido. Se cree que con él cayó Ariarato, rey de Capadocia. Poco tiempo después Aristónicos fue alcanzado por el sucesor de Craso, Marco Perpena: su ejército fue dispersado, y él sitiado en Estratonicea, conducido a Roma y decapitado. Pero, muerto Perpena de repente, se confió a Marcio Aquilio la misión de vencer las últimas resistencias y reorganizar definitivamente la provincia (año 625). Roma dispuso del territorio de Pérgamo como había dispuesto antes del de Cartago. Asignó a los reyes vecinos, sus clientes, la región oriental del reino de los Atálidas para no tener que guardar la frontera, y librarse de este modo de la necesidad de mantener en Asia una guarnición permanente. Por otra parte, dio Telmisos a la liga licia y unió los establecimientos de Tracia a su provincia de Macedonia. Del resto hizo una nueva provincia, y, como había dado antes el nombre de África al gobierno de Cartago, dio a ésta, no sin intención, el nombre del continente del que formaba parte (provincia de Asia). Le fueron perdonados los impuestos que pagaba antes a Pérgamo, y todo el país fue tratado con la misma dulzura que Grecia y Macedonia. Así terminó la más poderosa nación del Asia Menor. En adelante no fue ya más que un departamento del Imperio Romano.
EL ASIA OCCIDENTAL
En cuanto a los otros pequeños Estados o ciudades del Asia occidental, reino de Bitinia, principados Paflagonios y Galos, confederaciones licias, carias y panfilias, ciudades libres de Cicica y de Rodas, todos permanecieron en su condición anterior y restringida.
CAPADOCIA
Al otro lado del Halis, en Capadocia, donde el rey Ariarato V Filopator (de 591 a 624) se mantuvo sobre el trono apoyándose principalmente sobre los Atálidas, y a despecho de los ataques de su hermano y rival Holofernes, a quien sostenían los sirios, la política continuó marchando conforme a las miras de la corte de Pérgamo: sumisión absoluta a Roma y marcada obediencia a las tendencias de la civilización griega. Siendo semibárbaro el país antes de Ariarato, fue él quien lo hizo accesible a la Grecia, y, al mismo tiempo, a sus excesos y a su degeneración, al culto de Baco, a los escándalos y a los desarreglos de las compañías de actores ambulantes que se llamaban «artistas». Para recompensar su fidelidad hacia Roma, fidelidad que les costó la vida en la lucha contra el usurpador del trono de Pérgamo, los romanos tomaron por su cuenta la causa de su hijo menor, Ariarato VI. De esta forma rechazaron una tentativa de agresión del rey de Ponto y le dieron la región sudeste del reino de Atalo, la Licaonia, con el país que limitaba con ella por el lado de oriente, y que era ya considerado como perteneciente a Cilicia.
PONTO
Por último, en la extremidad noreste del Asia Menor, la Capadocia marítima, llamada también el Estado marítimo o el Ponto, aumentó en extensión e importancia. Poco después de la batalla de Magnesia, Farnaces I extendió su territorio más allá del Halis, fue hasta Tios, en la frontera bitinia; se apoderó de la opulenta Sinope y constituyó su residencia real en la antigua ciudad libre griega. Aterrados por estos peligrosos acontecimientos sus vecinos le habían declarado la guerra, y al frente de ellos se puso Eumenes II (de 571 a 575). Roma se interpuso y prometió evacuar la Galacia y Paflagonia, pero los acontecimientos siguientes acreditan que Farnaces y su sucesor Mitrídates V Evergetes (598 a 634), fieles a la alianza de Roma durante la tercera guerra púnica, en el transcurso de la lucha contra Aristónico no solo se mantuvieron del otro lado del Halis, sino que también conquistaron y conservaron una especie de patronato sobre las dinastías paflagonias y gálatas. De este modo se posee la clave del enigma y hasta se ve al mismo Mitrídates recompensado, en apariencia, por sus altos hechos en la lucha contra Aristónicos. Pero en realidad fue ganándose a fuerza de oro al general romano, que le dio al hacer la distribución del reino Atalida toda la Gran Frigia. No podemos precisar hasta dónde se extendía por entonces el Ponto hacia el lado del Cáucaso y de las fuentes del Éufrates. Se cree que comprendía bajo el título de satrapía independiente a la región de la Armenia occidental, ubicada en las inmediaciones de Enderis y Diwirigi. O mejor dicho, la pequeña Armenia, la gran Armenia y la Sofena continuaron aún como países independientes.
SIRIA. EGIPTO. LOS JUDÍOS
Mientras que Roma dominaba de este modo la península del Asia Menor, y arreglaba en ella el estado y posesiones de las diversas potencias, incluso allí donde antes se prescindía de ella o se obraba en contra de su voluntad, dejaba libre curso a las cosas en las vastas regiones desde el Tauro y alto Éufrates hasta el valle que riega el Nilo. En realidad, el Senado no había intervenido en el arreglo político que servía de base al tratado de paz celebrado con Siria en el año 565. Este arreglo, que fijaba en el Halis y en el Tauro el límite oriental del patronato de Roma (volumen II, libro tercero, pág. 290), no era practicable y caía por su base. Así como la línea del horizonte en la naturaleza no es más que una ilusión de los sentidos, asimismo es aquel una decepción en la política. Al arreglar por un convenio formal el número de buques de guerra y el de elefantes que el rey de Siria podía tener en el futuro, y al obligarlo a evacuar Egipto, que ya tenía casi conquistado, el Senado había humillado al gran rey, y éste se reconocía completamente vasallo y cliente de Roma. Pero muerto Antioco Epífanes en el año 590, se disputaron la corona de Siria su hijo menor, que se llamaba Antioco Eupator, y Demetrio, hijo de Seleuco IV, que vivía en Roma en calidad de rehén y que tomó más tarde el nombre de Soter. Por otro lado, en Egipto, donde habían reinado conjuntamente dos hermanos desde el año 584, el mayor, Tolomeo Filometor (de 573 a 608), se vio un día arrojado del país por el más joven, Tolomeo II Evergetes o el Grueso, y en consecuencia fue a quejarse a Roma y a solicitar su restauración. El Senado arregló estas dificultades tanto en Siria como en Egipto por la vía diplomática, teniendo ante todo a la vista el interés y la ventaja de la República. Restableció a Tolomeo Filometer en el trono egipcio, pero, para poner fin a la contienda de los dos hermanos y debilitar el poder de Egipto, demasiado grande a sus ojos, separó a Cirene y la dio a Evergetes. Los romanos «hacían que reinasen todos aquéllos a quienes querían asegurar el reino», exclamará un judío poco tiempo después, «y que lo perdiesen todos aquéllos que se les antojaba». Pero, como ya hemos dicho, esta fue la última vez, durante muchos años, que Roma quiso mezclarse en los movimientos de Oriente con la decisión y actividad vigorosa que había usado con Filipo, Antioco y Perseo. Su propio gobierno tendía hacia la decadencia, y ya se manifestaba el mal en la administración de los negocios exteriores. Las manos que tenían cogidas las riendas eran vacilantes e inseguras y las dejaban flotar, por no decir caer por completo. El rey niño de Siria fue asesinado en Laodicea; Demetrio, el pretendiente, huyó de Roma, y atribuyéndose falsa y descaradamente plenos poderes del Senado, se apoderó del trono vacante de sus mayores mediante un crimen. Poco tiempo después volvió a encenderse la guerra entre Egipto y Cirene por la posesión de la isla de Chipre, dada por el Senado primero al mayor de los hermanos y después al más joven. A pesar de la última y formal sentencia de Roma, Egipto se guardó esta posición importante. Así pues, en el momento mismo de su omnipotencia, cuando la paz más profunda reinaba en el interior, se burlaban de Roma los débiles reyes de Oriente, despreciaban sus decretos, abusaban de su nombre y asesinaban a sus pupilos y a sus comisarios. Cuando sesenta años atrás los ilirios se habían atrevido a apoderarse de la persona de un enviado romano, el Senado había elevado en el Forum un monumento a la víctima, y la escuadra había tomado una terrible venganza de su muerte. En la actualidad, el Senado consagró también un recuerdo a Gneo Octavio, según aseguraba la antigua tradición, pero en lugar de expedir tropas para Siria reconoció a Demetrio. Se sentían demasiado fuertes, sin duda, y era superfluo cuidarse del honor. Asimismo, y contra la voluntad del Senado, Chipre continuó perteneciendo a Egipto, y Evergetes, que sucedió a Filometor que acababa de morir (en el año 608), reunió bajo una sola mano los dos reinos. Ante esto Roma cerró los ojos. ¿Por qué hay que admirarse, pues, de que disminuyese en Oriente la influencia romana, si sus negocios se arreglan y si los acontecimientos marchan sin contar con Roma? Sin embargo, en vista de los hechos futuros, sería una falta en el historiador apartar los ojos de los acontecimientos que se desarrollan en los países más próximos y más apartados del Oriente.
En Egipto, país cerrado por naturaleza, se estableció en cierto modo un statu quo que no era fácil destruir, pero en Asia sucedió de otro modo, tanto de este lado del Éufrates como del otro. Durante estos tiempos en que Roma dormía sin cuidarse del destino de los pueblos, y a consecuencia de esta misma falta de dirección, se modificaron y transformaron los Estados. A la muerte de Alejandro el Grande se habían formado más allá del gran desierto iranio dos imperios, en los que se habían mezclado los elementos indígenas con las semillas de la civilización griega arrojadas a lo lejos en Oriente. Uno de ellos, el reino de Palimbotra, sobre el Indo, había progresado bajo el cetro de Tchandragoupta (Sandracotus); el otro, en el Oxus superior, constituía el poderoso Estado bactriano. Viniendo hacia el oeste se entraba en el imperio de Asia, aminorado ya bajo el reino de Antioco el Grande, pero inmenso todavía. Se extendía desde el Helesponto hasta las regiones de Media y Persia, comprendiendo todo el valle del Éufrates y del Tigris. Además Antioco había atravesado el desierto y llevado sus armas a la Partia y a la Bactriana, pero bajo su reinado comenzó ya la disolución del gran reino. Después de la batalla de Magnesia había perdido el Asia Menor, y en la misma época perdió también las dos Capadocias y las dos Armenias, llamadas también la Armenia propia al norte y la Sofena al sudoeste. Allí los reinos independientes habían reemplazado a los principados sirios (pág. 395). Entre estos nuevos Estados, la gran Armenia alcanzó una gran importancia bajo el reinado de Artaxiades. Pero las locuras de Antioco Epífanes, sucesor de Antioco el Grande, y su deseo de nivelación infirieron a la Siria peligrosísimas heridas (de 579 a 590). Su reino era, más que un Estado compacto, una reunión de diversos países sin vínculos naturales, y la diversidad de nacionalidades y de religiones creaba obstáculos casi insuperables a la buena administración. En este aspecto, no era menos locura querer introducir a toda costa en sus dominios el régimen y el culto grecorromano, que desear someter todos sus pueblos a una misma ley política y religiosa. Por lo demás, este mismo Epífanes, verdadera caricatura de un José II, no estaba a la altura de tan gigantesca empresa, ni mucho menos. De hecho, organizar el robo de los templos en gran escala para arrojar a los sectarios recalcitrantes y reformarlos por la violencia solo podía conducir al mal. Así pues, no tardó en verse a los habitantes de la provincia inmediata a Egipto, a los judíos, que por regla general eran dóciles hasta la humildad y a la vez activos y laboriosos, lanzarse a una insurrección declarada (hacia el año 587), obligados por las persecuciones religiosas. Se llevó su causa ante el Senado. En esta época Roma tenía justos motivos de enojo contra Demetrio Soter, pues temía una inteligencia entre los Atálidas y los Seléucidas, y le convenía mucho la fundación de un Estado intermedio entre Siria y Egipto. Por tanto, no tuvo dificultad alguna en declarar la libertad y la autonomía de los insurgentes (hacia el año 593), pero no hizo nada más, y era cosa de los judíos salir del paso sin que costase un solo esfuerzo a la República. A pesar de la cláusula formal del tratado concluido con ellos, que estipulaba la asistencia de Roma en caso de ser atacados, y a pesar de las embajadas mandadas de antemano a los reyes de Siria y de Egipto para que retirasen sus tropas de Judea, los habitantes de este pequeño país quedaron solos para defenderse del sirio. Aunque las cartas de su poderosa aliada no les daban ningún auxilio, existía al menos entre ellos la raza heroica de los macabeos, que dio a la insurrección caudillos bravos y prudentes; los ayudaron además las disensiones interiores de Siria. Por último, mientras los reyes sirios Trifon y Demetrio Nicator cuestionaban, la Judea obtuvo la concesión de su independencia y la completa inmunidad de sus tributos (año 612). Poco después Simon, hijo de Matatias y jefe de la casa de los Macabos, fue formalmente reconocido por el gran rey como pontífice supremo y como príncipe de Israel[18] (año 615).
REINO DE LOS PARTOS
Por este mismo tiempo, y por las mismas causas, se había levantado otra insurrección en toda la región oriental, más considerable que la de los israelitas. Allí Antioco Epífanes, lo mismo que en Jerusalén, había despojado los templos de las divinidades persas y se había convertido en perseguidor de los adoradores de Ormuzd y de Mitra, como había perseguido en Judea al pueblo fiel a Jehovah. Allí, aunque en más vastas proporciones y con otras consecuencias, también se había verificado la reacción de las costumbres y de la religión indígenas contra el helenismo y los dioses de Grecia. A la cabeza del movimiento estaban los partos, y de ellos nació su imperio. Los parthova, o partos, eran uno de los infinitos pueblos englobados en el gran reino de los persas. Desde muy antiguo y desde la primera vez, se los encuentra acampados en el actual Korasan, al sur del mar Caspio. A principios del siglo VI de Roma, bajo los príncipes Escitas o Turanios, de la familia de los Arsácidas, estaban ya constituidos en nación independiente, pero no salieron de su oscuridad hasta un siglo después. El sexto Arsácida, Mitrídates I (de 577 a 618), es en realidad el fundador del gran Estado parto. Sus ataques arruinaron el reino más poderoso de la Bactriana, quebrantado ya hasta sus cimientos por las continuas embestidas de las hordas nómadas de los escitas de la Turania, por sus guerras con los imperios del Indo, y sobre todo por sus discordias intestinas. Por esta misma época, los ensayos inútiles de Antioco Epífanes en su celo helenista y las cuestiones de sucesión que estallaron a su muerte habían asolado también la Siria. De hecho las provincias del interior estaban en camino de separarse de Antioco y del Estado de la costa. Tal es el caso del sátrapa Tolomeo en Comagena, país colocado al norte y limitando con la Capadocia, del príncipe de Edesa en la otra orilla del Éufrates, en la Mesopotamia septentrional u Osroena, y del sátrapa Timarcos en la importante región de Meia; todos ellos se habían hecho independientes uno detrás del otro. Pero aún hay más: Timarcos hasta había obtenido del Senado la confirmación de su autonomía, y, fuerte con la alianza de los armenios, dominaba todo el país hasta Seleucia, sobre el Tigris. El desorden era permanente en el imperio asiático. Las provincias, con sus sátrapas parcial o completamente independientes, se sublevaban a cada paso, y, por otro lado, las cosas no iban mejor en la capital, con su populacho indisciplinado y refractario, muy semejante al de Roma o al de Alejandría. Los reyes vecinos egipcios, armenios, capadocios y pergamianos se mezclaban constantemente en los asuntos del gran rey, atizando el incendio de las guerras de sucesión y de las guerras civiles. Constantemente se disputaban la corona y dividían la nación dos o tres pretendientes, lepra incurable del reino. Roma asistía inactiva a este triste espectáculo, cuando (extraño protectorado) no excitaba a sus vecinos contra el sirio. Pero he aquí que vienen los partos desde las profundidades del Oriente, que están en posesión de la fuerza, y que oprimen y rechazan al extranjero con todo el peso de su lengua, su religión, su ejército y sus instituciones nacionales. No es este el lugar a propósito para exponer el cuadro del restaurado imperio de Ciro: es suficiente con decir que, por muy impregnado que estuviese del helenismo importado por Alejandro, el Estado parto representa la reacción religiosa y nacional, sobre todo cuando se lo compara con el reino de los Seléucidas. Por él y con él reaparecen en la escena y adquieren cierta supremacía el antiguo idioma de Irán, la magia y el culto de Mitra, el feudalismo oriental y la caballería nómada del desierto con el arco y la flecha. ¡Triste condición la de los reyes de Siria frente a tal desbordamiento! Seguramente los Seléucidas no estaban tan enervados ni bastardeados como los Lágidas de Egipto, y algunos de ellos dieron pruebas de bravura y capacidad. Muchas veces pudieron rechazar o reducir a la obediencia a alguno que otro de estos innumerables rebeldes, de esos pretendientes o interventores peligrosos, pero su dominación no había echado raíces, y nunca pudieron, ni siquiera de un modo pasajero, poner un remedio eficaz a la anarquía siempre creciente. Así es que llegó lo que debía llegar. Las provincias orientales, con sus sátrapas sin auxilio o sublevados a su vez, caían bajo el yugo del parto. Persia, Babilonia y Media se separan para siempre de Siria, y la poderosa invasión toca por sus dos extremos los desiertos del Oxus y del Hindukusch por una parte, y el Tigris y el desierto de Arabia por otra. Ésta era una monarquía puramente continental, como lo habían sido el antiguo reino de los persas y los antiguos grandes Estados de Asia. Además, y al igual que el Estado persa, está constantemente en lucha contra los pueblos turanios, a la derecha, y contra los occidentales a la izquierda. En cuanto a la Siria, fuera de la zona de las costas no poseía ya más que la Mesopotamia, y, por último, como resultado obligado de sus discordias intestinas más que por la disminución de su territorio, desapareció para siempre de la lista de las grandes potencias. Ahora bien, si a pesar de estar amenazada muchas veces por los partos hasta en sus últimas posesiones no sucumbió por completo, no lo debió a los esfuerzos de los últimos Seléucidas, ni al auxilio de Roma, sino que se salvó por las agitaciones de la monarquía de los partos y, sobre todo, por las incursiones devastadoras de los nómadas de las estepas del Turán.
REACCIÓN DEL ORIENTE CONTRA EL OCCIDENTE
Esta revolución en el sistema internacional del Asia central constituye, por decirlo así, la época solsticial de la historia antigua. Después de haber llegado a su apogeo la irrupción de los pueblos de Occidente en Oriente, en tiempos del Gran Alejandro, sonó la hora del reflujo. Cuando se levantó el Imperio parto, fueron casi destruidos instantáneamente todos los elementos del helenismo que aún quedaban en pie en la Bactriana y en el Indo. De esta forma el iranio occidental volvió a poner su pie en las fronteras que había tenido que abandonar muchos siglos antes, y volvió a seguir sus antiguas tradiciones. Durante este tiempo, el Senado de Roma dio la mano al náufrago de las primeras y más esenciales conquistas de la política de Alejandro; con esto dejó abierto el camino a esos ataques que conducirán después a los orientales hasta la Alhambra de Granada y la gran mezquita de Constantinopla.
Por otra parte, así como el continente de Asia obedeció a los Antíocos, el imperio de Roma llegó también hasta el gran desierto. Sin embargo, el Estado parto escapó siempre a la clientela de la reina del Mediterráneo, aunque menos por su poder que por la distancia. Desde la conquista de Macedonia, el Oriente fue para el mundo de los occidentales lo que la América y la Australia serán más tarde para Europa. La escena cambia con Mitrídates I, con quien el Oriente entra en el círculo de la política activa. El mundo antiguo tuvo en adelante sus señores propios.
ASUNTOS MARÍTIMOS. LA PIRATERÍA
Solo nos resta echar una ojeada sobre los negocios del mar, aunque en realidad casi bastaría con afirmar que no existía ninguna potencia marítima. Cartago había sido ya arrasada; la Siria había perdido su escuadra de guerra, conforme a los tratados, y la marina egipcia, otras veces tan poderosa, había decaído mucho en tiempos de los reyes holgazanes. Y aunque los pequeños Estados, particularmente las ciudades comerciales, poseían todavía algunas embarcaciones armadas, ¿cómo iba a ser posible para ellos tener a raya a la piratería? Perseguirla y destruirla era una empresa muy superior a sus fuerzas. Solo Roma impera en las aguas del Mediterráneo, y recae necesariamente sobre ella esta empresa. Un siglo antes había podido obrar con vigor y decisión, y gracias a los beneficios de una represión saludable fue que inauguró su supremacía en el este y ejerció en los mares una policía enérgica, para satisfacción de todos (volumen II, libro tercero, pág. 81). En la actualidad, su vigilancia adormecida y completamente nula señala esa funesta y rápida decadencia del gobierno aristocrático en la ciudad al terminar el periodo que historiamos. Roma no tiene ya escuadra propia. Cuando la necesita, se contenta con hacer una requisa de naves en las ciudades marítimas de Italia, de Asia Menor y de las demás del país. En consecuencia la piratería se organizó y tomó fuerza. Allí donde alcanza directamente el brazo de Roma, en los parajes del Adriático y del mar Tirreno, no se hace lo suficiente para matar la hidra, pero se hace algo. Por lo demás, las excursiones dirigidas contra las costas de Liguria y de Dalmacia tienen por objeto principal la destrucción de los piratas en los dos mares italianos. Por la misma razón fueron ocupadas en el 631 (123 a.C.) las islas Baleares. Pero, en las aguas de Mauritania y de Grecia, Roma abandonó a sus propias fuerzas a los habitantes y a los marinos; en esto se mantuvo fiel a su política de no crearse cuidados en países lejanos. Medio destruidos y arruinados, y abandonados a su suerte deplorable, los pequeños Estados marítimos eran el asilo de los corsarios: ¡cuántos abrigos no les ofrecía el Asia, por ejemplo!
CRETA. CILICIA
La isla de Creta estaba infestada de piratas. Esta isla era la única entre los Estados griegos que había conservado su independencia, gracias a su buena situación y a la debilidad o al descuido de las grandes potencias de Oriente y de Occidente. Las comisiones romanas iban a la isla y se volvían, luego de conseguir menos que en Siria y en Egipto. Parecía que el destino solo la había dejado libre para mostrar mejor el inevitable envilecimiento de la libertad griega: la antigua y severa ley doria de las ciudades había desaparecido allí, lo mismo que en Tarento, por los excesos de una demagogia desenfrenada. El genio caballeresco de los habitantes había cedido el puesto a las discordias intestinas y al pillaje; y un griego honrado los pinta claramente al exclamar que nada es vergonzoso para un cretense, desde el momento en que hay en ello alguna ganancia. Hasta el apóstol San Pablo cita y aprueba la sentencia de un poeta local (Epiménides): «Uno de los habitantes de esta isla, a quien adoran como un profeta, ha dicho de ellos: los cretenses son siempre embusteros, son una especie de bestias a las que solo les gusta comer y no hacer nada».
A pesar de las pacificaciones romanas, las guerras civiles no tardaron en convertir las más florecientes ciudades, una detrás de la otra, en montones de ruinas. Los ciudadanos de la «antigua isla de las cien ciudades» se hacían bandidos, se arrojaban sobre extranjeros y compatriotas, y robaban por mar y tierra. Cuando en el Peloponeso se extirpó la lepra de los enganches, se hizo en Creta la trata de mercenarios para los reinos vecinos, pero su principal profesión era la piratería. Incluso un día llegó una escuadra de corsarios a saquear por completo la pequeña isla de Sifnos. Por último Rodas, arruinada por la pérdida de sus establecimientos de tierra firme y por los golpes inferidos a su comercio, gastó sus últimas fuerzas en luchar contra los piratas de Creta, aunque sin conseguir destruirlos. Por su parte los romanos, si alguna vez intervinieron, obraron de una manera débil y sin resultado. Así como Creta, Cilicia fue una segunda patria de filibusteros, atraídos allí por la impotencia de los monarcas sirios, y hasta fueron llamados formalmente por Diodoto Trifon, quien de simple esclavo había llegado a escalar las gradas del trono (de 608 a 615). Para consolidar su usurpación, les había pedido ayuda y los había instalado con todo lo necesario en la Cilicia occidental, o Traquca (escabrosa), donde tenían su principal residencia. Se hacían ganancias enormes al entrar en relaciones con ellos, pues su oficio consistía en robar esclavos e ir a venderlos a los mercados de Alejandría, Rodas y Delos; los comerciantes los favorecían y los gobiernos, al tolerarlos, se hacían sus cómplices. Por último, el mal tomó tales proporciones que en el año 611 el Senado tuvo que mandar a Alejandría y a Siria a su principal personaje, el ilustre Escipión Emiliano, encargado de ver si había remedio posible. Ahora bien, todas las representaciones de la diplomacia eran insuficientes para dar fuerzas a los débiles reyes de Oriente, y hubiera sido más provechoso que Roma enviase una escuadra a estos países, pero el gobierno romano carecía de la energía y consecuencia necesarias para semejante esfuerzo. Las cosas continuaron como estaban, con la escuadra de los corsarios como la única fuerza marítima en las aguas orientales, y sin otra industria que la caza y trata de hombres. Roma asistía pasiva a todas estas infamias. Por su parte los comerciantes romanos, buenos conocedores de la cosa, frecuentaban los mercados de esclavos de Delos y de otros puntos y, como hallaban en los jefes de los piratas los mejores traficantes del artículo que buscaban, vivían con ellos en relaciones activas y amistosas.
RESULTADOS GENERALES
Por decirlo en otras palabras, acabamos de presenciar la transformación completa de las relaciones exteriores de Roma y del mundo grecorromano: en el bosquejo que precede, y que comprende el tiempo transcurrido desde la batalla de Pidna hasta la era de los Gracos, hemos ido siguiendo la suerte de la República desde las orillas del Tajo y del Bagradas, hasta las del Nilo y del Éufrates. Cuando Roma emprendió el gobierno del mundo grecorromano, tomaba sobre sí una tarea grande y difícil. No la desconoció por completo, pero no supo cumplirla. La doctrina política del siglo de Catón era ya insostenible. Confinar el Estado romano a Italia y no tener fuera de la península más que clientes era pensar en lo imposible; bien lo habían comprendido los hombres influyentes de la nueva generación. En lugar del régimen de la clientela, era absolutamente necesario establecer por todas partes la dominación romana inmediata, aunque dejando a las ciudades sus libertades interiores. Pero no se puso manos a la obra con decisión y rapidez en todos los puntos a la vez, y se anexionaron las provincias según se iba presentando la ocasión, el capricho o el azar, o en vista de una ventaja puramente accesoria. Durante este tiempo, la mayor parte de territorio de los Estados clientes permaneció en la condición insoportable de su semiindependencia, como antes, o bien, para no citar más que a Siria, se libraron por completo de la influencia de la República. En la misma Roma se apoderó de la dirección política un egoísmo debilitante y de cortas miras. Se gobierna al día y solo se despachan los asuntos más urgentes. Vale la pena destacar que se era riguroso solamente con los débiles. Así lo muestra lo que sucedió el día que la ciudad libre de Milasa, en Caria, envió al cónsul Publio Craso (año 623) un madero diferente del que se necesitaba para la construcción de un ariete: el magistrado local fue cogido y azotado despiadadamente. Sin embargo, Craso no era un hombre malvado y como funcionario practicaba exactamente la justicia. En cambio faltaba la severidad allí donde hubiera estado en su lugar, contra los bárbaros de las fronteras y los piratas. Desentendiéndose de la alta inspección y del derecho de dirección en las provincias, entrega la autoridad central, los intereses de los súbditos y los del Estado a los gobernadores que en ellas se suceden. ¡Cuánto enseñan los acontecimientos ocurridos en España, por insignificantes que puedan ser! La metrópoli no era tan indiferente con España como con las demás provincias y, sin embargo, vemos en ella pisoteado por los lugartenientes hasta el derecho de gentes más sagrado. Violaciones inauditas de la palabra y de la fe juradas; capitulaciones y tratados no ejecutados como si fuera cosa de juego; matanzas en masa de poblaciones sujetas; asesinatos pagados de generales enemigos; por último, el honor del nombre romano arrastrado por el lodo: he aquí lo que encontramos a cada paso. Los generales declaran la guerra o hacen la paz contrariamente a las órdenes formales del Senado, y basta la ocasión más insignificante para su desobediencia: los numantinos amenazan resistir y son condenados a muerte. ¡Mezcla extraña de corrupción y maldad que conduce al Estado fatalmente a su ruina! Todos estos crímenes se cometen sin que en Roma encuentren el más leve castigo. El nombramiento para los más altos puestos, las cuestiones políticas más importantes, todo se decide en el Senado según las simpatías y los odios rivales de los partidos. Finalmente el oro de los príncipes extranjeros halló acceso entre los consejeros de la República. El primero que intentó corromper al Senado y lo consiguió fue Timarco, embajador de Antioco Epífanes, rey de Siria (año 590). Después de él fue cosa corriente comprar a los senadores influyentes, y de hecho se admiraron al ver que Escipión Emiliano depositó en la caja del ejército los regalos enviados por el sirio cuando estaba sitiando Numancia. Había caído en desuso la noble máxima que ponía la recompensa del mando en el mando mismo, y que hacía de la función un deber y un cargo, a la vez que un derecho y una ventaja. Después vino la nueva economía política que emancipó al ciudadano del impuesto y que trató al súbdito como dominio útil y explotable de la ciudad; a este último lo despojó de oficio en provecho de la ciudad, o lo entregó a los ciudadanos para que lo despojasen. Criminalmente tolerantes con los especuladores romanos, siempre hambrientos de oro, los administradores de las provincias las entregaron a hombres para quienes la ley no era un freno. Así pues, necesitaron que los ejércitos de la República fueran a destruir las plazas comerciales que les hacían competencia, y en consecuencia las ciudades más espléndidas de los Estados vecinos fueron inmoladas no a la barbarie de la ambición de conquistas, sino a la barbarie mil veces más infame de la ambición mercantil. La antigua organización militar imponía al ciudadano una carga pesada, pero era también el más sólido fundamento del poder de Roma; pues bien, hoy se la mina y destruye. Se disuelve la armada, y va decayendo de un modo increíble todo el aparato de guerra continental. Al súbdito se le encarga la ruda tarea de guardar las fronteras asiáticas y africanas; y cuando no pueden hacerlo, cosa que sucede en Italia, en Macedonia y en España, se defienden miserablemente del bárbaro que llama a las puertas del Imperio. Las clases altas comienzan a huir del servicio militar, hasta el punto de que cuesta gran trabajo llenar los cuadros de los oficiales para la guarnición de España. La repugnancia contra el servicio va creciendo sobre todo en este último país, y, por otra parte, los actos de parcialidad y de injusticia entre los oficiales encargados de las levas fueron la causa de que en el año 602 hubiese que quitarles sus antiguas atribuciones. En adelante ya no tienen derecho a elegir libremente contingentes reclutados entre los hombres válidos, sino que será la suerte la que decida quiénes han de ser soldados entre toda la población llamada al reclutamiento, en detrimento del espíritu militar en el ejército y de las aptitudes especiales para las diversas armas. Las autoridades no administran ya con el severo vigor de otros tiempos y adquieren popularidad con las más deplorables adulaciones. Un día el cónsul quiso ejecutar seriamente la ley y reunir los soldados necesarios para el ejército de España, pero los tribunos intervinieron inmediatamente e impidieron todo acuerdo en virtud de su prerrogativa constitucional. Ya hemos dicho (pág. 23) que, cuando Escipión pidió autorización al Senado para hacer un llamamiento a las milicias con motivo del sitio de Numancia, éste rechazó su moción. Por entonces, los ejércitos romanos que operaban delante de Cartago y de Numancia eran muy semejantes a los de los reyes sirios: panaderos, cocineros, bateleros y gente por el estilo formaban en él una cifra cuatro veces mayor al efectivo de soldados. Los generales de Roma ya no cedían en nada a los de Cartago en el arte de corromper y de arruinar los ejércitos, y las guerras comienzan en todas partes con terribles derrotas, lo mismo en África que en España, en Macedonia o Asia. Por lo demás, queda impune el asesinato de Gneo Octavio, se considera el de Viriato como una obra maestra de la diplomacia, y como una hazaña la conquista de Numancia. El honor nacional y el individual se pierden de un modo vergonzoso. ¿No es acaso un epigrama sangriento y un testigo despiadado aquella estatua de Mancino, desnudo y encadenado, erigida por él en medio de Roma, como vanagloriándose del sacrificio patriótico del que había sido víctima? A donde quiera que se mire se ve todo en plena y rápida decadencia, tanto entre las fuerzas interiores como en el poder exterior de la nación. En aquellos tiempos de paz relativa, Roma, lejos de engrandecer su territorio, no defiende más que a medias lo conquistado en luchas gigantescas. Es difícil apoderarse del imperio del mundo, pero aún más difícil es conservarlo: si bien el Senado romano fue lo bastante fuerte para realizar lo primero, cedió ante lo segundo.