V
LOS PUEBLOS DEL NORTE

RELACIONES CON LOS PUEBLOS DEL NORTE

A fines del siglo VI, la dominación de la República se extendía por las tres grandes penínsulas que se destacan del continente del norte y penetran en las aguas del Mediterráneo. En verdad era una dominación mal asegurada en más de un lugar, si se considera que en las regiones del oeste y del norte de España, en los valles ligurios del Apenino y en los de los Alpes, y en las montañas de Tracia y de Macedonia, había un gran número de pueblos libres o semilibres que aún se atrevían a lanzar un reto a la descuidada pereza del gobierno romano. Las relaciones continentales de Italia con España y con Macedonia eran muy superficiales; y en cuanto a los países del otro lado de los Pirineos, de los Alpes y de los Balcanes, es decir en las vastas regiones que riegan el Ródano, el Rin y el Danubio, todos estaban completamente fuera de la esfera de la política romana. Ha llegado la hora de preguntarnos qué había hecho Roma para afianzar por este lado la seguridad de su poderío o para redondearlo, y de referir cómo llegó un día en que innumerables pueblos llamaron a las puertas del Septentrión. Pueblos cuyas oleadas se habían estrellado siempre contra la poderosa barrera de las montañas, pero que mostraban de una manera ruda al mundo grecorromano que no tenía razón al vanagloriarse de ser el único dueño de toda la tierra.

EL PAÍS ENTRE LOS ALPES Y LOS PIRINEOS GUERRAS CON LOS LIGURIOS Y CON LOS SALASAS

Dirijamos primeramente nuestras miradas al país situado entre los Alpes y los Pirineos. Hacía mucho tiempo que los romanos dominaban allí todas las costas del Mediterráneo por medio de Masalia, su cliente, una de las más antiguas y más poderosas ciudades confederadas y en realidad independientes. Sus estaciones marítimas, Agda, Rosas, Tauroention (La Ciotat), Olvia (Hyeres), Antípolis (Antibes) y Nixa (Niza), aseguraban el cabotaje por mar y la ruta por tierra entre las dos cadenas de montañas. Por lo demás, sus relaciones mercantiles y políticas penetraban en el interior del país mucho más allá. En el año 600, en parte por instigación y en parte por interés propio, los romanos habían dirigido una expedición en el seno de los Alpes, al norte de Antípolis y de Nicea, hacia el país de los ligurios de Oxibius y de los Decietas. Allí libraron muchos combates serios y a veces con grandes pérdidas, pero finalmente habían obligado a los montañeses a entregar a Masalia rehenes permanentes y a pagarles un tributo anual. Puede admitirse como verosímil que en esta misma época, y en todo el país que reconocía como soberana a la ciudad aliada de Roma, se había suprimido el cultivo de la vid y del olivo en interés de los grandes propietarios y comerciantes italianos.[1] Este cultivo, sin embargo, había florecido allí en un principio, tomado sin duda de la agricultura masaliota. Con un fin especulativo mercantil es como los romanos, conducidos por el cónsul Apio Claudio, hicieron la guerra a los salasas en el año 611. La causa de la lucha no fue otra que las minas y las arenas auríferas de Victumulo (en el país de Berceil y de Bard, y en todo el valle del Duria). La gran extensión de estos lavaderos de metales, que arrebataban a los habitantes de la llanura inferior las aguas necesarias para la agricultura, fue causa de que Roma intentase un arreglo pacífico y verificase después una intervención armada. Como todas la guerras de aquel siglo, ésta comenzó con una derrota de los romanos y terminó con la completa sumisión del pueblo salasa, con lo cual la región de los criaderos de oro vino a ser propiedad del Tesoro. Unos cuarenta años después (en 654), se fundó en el territorio conquistado la colonia de Eporedia (Ibrea), que tenía por misión cerrar los pasos del oeste, así como Aquilea dominaba los pasos orientales de los Alpes.

ACONTECIMIENTOS EN EL PAÍS TRANSALPINO. LOS ARVERNOS

Pero las expediciones a los Alpes tomaron un aspecto más serio cuando Marco Fulvio Flacco, el fiel aliado de Cayo Graco, y cónsul en el año 629, vino a esta región con el mando supremo. Fue el primero que entró en el camino de las conquistas más allá de la gran cadena. En esta época, la nación de los viturigos había perdido su antigua y real hegemonía entre los celtas, que estaban divididos en numerosos pueblos. En realidad esta nación no había conservado más que una especie de precedencia honoraria, pues el predominio en toda la región que media entre los Pirineos, el Mediterráneo y el Rin pertenecía en la actualidad a los arvernos.[2] No se exagera nada al decir que, gracias a esto, podían poner en campaña hasta ciento ochenta mil hombres. Los eduos (Hoedui, país de Autum) les disputaban la supremacía, aunque eran desiguales en fuerzas. Al norte de los gaulas, los reyes de los suesiones (Soisons) reunían bajo su protectorado toda la confederación de los belgas, y se extendían hasta la Bretaña. Los viajeros griegos referían maravillas acerca de la magnificencia de la corte del rey arverno Luern (Luerius). Lo habían visto recorrer las ciudades de su reino rodeado de un séquito brillante, hombres de tribu, cazadores con jaurías de perros y bandas de cantores errantes; iba montado sobre su carro recamado de plata arrojando a las masas el oro a manos llenas, hecho que alegraba sobre todo el corazón de sus poetas, sobre quienes caía la dorada lluvia. Tenía mesa franca en una habitación de mil quinientos pasos cuadrados; allí todo pasajero era convidado a sus festines, que eran verdaderas bodas de Camacho. Lo que hay de cierto es que se han conservado hasta hoy muchas monedas de oro del país, que atestiguan entre los arvernos una riqueza no muy común, al mismo tiempo que una civilización relativamente adelantada.

GUERRA CONTRA LOS ALÓBROGES Y LOS ARVERNOS

El primer ataque de Flacco no se dirigió contra ellos, sino contra los pueblos de la región entre los Alpes y el Ródano. Allí, los aborígenes ligurios estaban mezclados con las bandas célticas que habían llegado en una época posterior, y juntos habían formado una nación celticoliguria, parecida a la nación celtíbera. En un principio luchó con éxito (629 y 630) contra los salios o saluvios, establecidos en las inmediaciones de Aix y en el valle del Duranzo, y contra sus vecinos del norte, los voconces (departamentos de Baucluse y del Droma). Su sucesor, Cayo Sextio Calvino (631 y 632), marchó contra los alóbroges, poderosa tribu céltica del valle del Iser que había bajado en masa a ruegos de Tutomotulo, rey de los salios expulsado por los romanos, y que quería ayudarlo a reconquistar su reino. Pero, a su pesar, fueron derrotados en las inmediaciones de Aix. Ahora bien, como se rehusaran a entregar al tránsfuga, se vieron invadidos por Gneo Domicio, sucesor de Calvino. Hasta este momento la nación reina entre los celtas había presenciado impasible los progresos de los romanos. El rey arverno Bituito, hijo de Luern, parecía cuidarse poco de entrar en las complicaciones de una guerra formal por el solo interés de su inseguro protectorado sobre los pueblos del este. Pero cuando los romanos amenazaron con ir a buscar a los alóbroges hasta en su propio territorio, ofreció su mediación, que fue rechazada por Roma. Fue entonces cuando, luego de reunir todas sus fuerzas, marchó en socorro de los alóbroges; los eduos, por el contrario, se colocaron al lado de los romanos. A la nueva de este levantamiento, la República envió a Quinto Fabio Máximo, cónsul electo para el año 633, quien debía hacer frente a la tempestad uniéndose con Domicio. El 8 de agosto del año 633, y en el límite sur del cantón de los alóbroges, en la confluencia del Iser y del Ródano, tuvo lugar el choque que decidió la suerte de la Galia meridional. El rey Bituito, al ver el puente de barcas que había mandado echar sobre el Ródano, sucesivamente cubierto por las innumerables hordas de las tribus que habían acudido a su llamamiento, miró con desprecio el ejército romano, tres veces menor que el suyo y colocado en línea de batalla en la otra orilla: «No es suficiente —exclamó— para hartar a los perros de mis galos». Pero sus galos tenían que habérselas con un nieto del vencedor de Pidna. Máximo obtuvo una victoria decisiva; y, como el puente se rompió bajo el peso de los fugitivos, pereció la mayor parte de las bandas arvernas. El rey se declaró impotente para auxiliar eficazmente en adelante a los alóbroges, y hasta los invitó a hacer la paz con Máximo. A consecuencia de esto se sometieron, y el cónsul, condecorado con el sobrenombre de Alobrógico, se volvió a Italia, dejando a Domicio el cuidado de terminar la guerra. La tarea era fácil, pero, irritado porque Bituito había aconsejado a los alóbroges que se sometiesen al cónsul y no a él mismo, se apoderó a traición del arverno y lo mandó a Roma. Allí, el Senado, a pesar de censurar la violación de la fe jurada, retuvo a la víctima y llegó a exigir además la entrega de Congonetiac, hijo de Bituito. Inmediatamente, y por esta causa, se renovó la guerra que estaba ya casi extinguida, y llegaron a las manos por segunda vez no lejos de Vindalium (más arriba de Aviñón), en la desembocadura del Sorga. Esta batalla fue también desfavorable para los arvernos, pues no pudieron resistir el choque de las legiones, y, sobre todo, el de los elefantes de África. Por último, pidieron la paz, y se restableció la tranquilidad en las Galias.[3]

PROVINCIA DE NARBONA. ESTABLECIMIENTOS ROMANOS EN LA REGIÓN DEL RÓDANO

Todas estas operaciones militares tuvieron como consecuencia el establecimiento de una nueva provincia romana entre los Alpes marítimos y los Pirineos. Las poblaciones al este del Ródano cayeron bajo la soberanía de la República; y probablemente desde este día debieron pagarle un tributo, a menos que se lo pagasen a Masalia. Los arvernos permanecieron libres en la región entre el Ródano y los Pirineos, sin pagar ningún tributo a los romanos, pero tuvieron que abandonar la parte meridional de su territorio, es decir, toda la zona situada al mediodía de los Cevennes hasta el mar y todo el curso superior del Garona hasta Tolosa. Como al exigir el abandono los romanos se habían propuesto unir España con Italia, ocuparon inmediatamente el país y se pusieron sin demora a construir buenos caminos a lo largo de la costa. Con este objeto asignaron a Masalia, que ya era propietaria de una línea de estaciones marítimas en este punto, una zona de ribera de una anchura que variaba de tres a cuatro kilómetros, y que iba desde el pie de los Alpes hasta el Ródano, con la misión de conservar la calzada en buen estado. Desde el Ródano hasta los Pirineos establecieron por sí mismos una vía militar que se llamó vía Domiciana, proveniente del nombre de su fundador, Domicio. Como era costumbre, con la construcción de las vías iban edificándose nuevas fortalezas. Al este eligieron para una el lugar mismo donde Cayo Sextio había derrotado a los galos. La belleza y fertilidad del país, y las fuentes de agua fría y de aguas termales invitaban y atraían a aquel sitio a los emigrantes, así que no tardó en levantarse allí la ciudad romana de los baños de Sextio (Aquae Sextiae). En el oeste se establecieron colonos en Narbona, antigua ciudad céltica, situada a poca distancia del mar sobre la ribera de un río navegable, el Atax (Aude). Esta ciudad ya había sido citada por Hecateo como importante y rivalizando con Masalia desde antes de la llegada de los romanos, por el comercio que se hacía en ella con el estaño británico. Aix no tuvo derecho municipal, sino que fue una simple estación militar.[4] Narbona, por el contrario, como puesto de avanzada y fundada para tener a raya a los galos, pero dedicado particularmente a Marte (Narbo Martius), recibió el título de colonia romana (colonia civium romanorum). Fue residencia habitual del gobernador de la nueva provincia transalpina, provincia narbonense, para darle el nombre con que es más conocida.

DETENCIÓN DEL PROGRESO DE LAS ARMAS ROMANAS POR LA RESTAURACIÓN

Todas estas extensiones de territorio habían sido promovidas por los Gracos y su partido con el fin evidente de abrir un nuevo e inagotable campo a los proyectos de colonización. Se hubieran encontrado aquí las mismas ventajas que en Sicilia y en África, pero además sería mucho más fácil quitar la tierra a los indígenas, que a los capitalistas italianos los fértiles campos de Libia y Sicilia. La caída de Cayo Graco influyó en los asuntos de la región transalpina, pues la conquista se limitó y no se continuó fundando nuevas ciudades. Sin embargo, si bien no se perseveró en la realización de la primera idea, no dejó de subsistir la importancia de lo hecho. El país sometido a las armas de Roma y la edificación de Narbona, a la cual el Senado había preparado la suerte de la colonia de Cartago, quedaron como piedras fundamentales mostrando a los futuros sucesores de Graco el camino que debían seguir y el monumento que debían acabar. No puede dudarse de que la clase de los mercaderes, que no podía asistir al comercio galobritánico de Masalia sino en Narbona, defendió el nuevo establecimiento contra la malevolencia de los aristócratas.

REGIONES ILIRIAS. LOS DÁLMATAS. SU SUMISIÓN

El papel impuesto en Roma al noreste de Italia era el mismo que al noroeste. Pero por este lado, aunque sin despreciarlo enteramente, lo realizó solo de una manera imperfecta e hizo aún menos que en otras partes. Con la fundación de Aquilea (año 571) se había asegurado la posesión de la península de Istria (volumen II, libro tercero, pág. 209). Epiro y el antiguo reino de Escodra obedecían a Roma en gran parte desde hacía mucho tiempo. Pero su dominación no penetraba por ningún lado en el interior, y solo era nominal a lo largo de aquella costa inhospitalaria que va de Istria a Epiro, en medio de aquellas cadenas de montañas y de aquellas profundas hoyas enlazadas unas con otras, sin valles, sin ríos, sin playas y protegidas por el largo archipiélago de escabrosas islas, que en este punto separan a Grecia de Italia, en vez de aproximarlas. La ciudad de Delmium servía en esta región de centro a la confederación de los dálmetas o dálmatas. De costumbres tan rudas como sus montañas, mientras los pueblos cercanos habían alcanzado ya un alto grado de civilización, aún se ignoraba en Dalmacia el uso de la moneda, y, como no estaba en uso la propiedad privada, se hacía cada ocho años la distribución de los campos entre los diversos miembros de la comunidad. El único oficio indígena que allí existía era la piratería por mar y tierra. Los pueblos dálmatas habían vivido en tiempos anteriores unidos con Escodra, por un lazo poco fuerte de soberanía, pero las expediciones romanas contra la reina Teuta y Demetrio de Paros solo los habían tocado como de paso. Con el advenimiento de Gentíos se habían emancipado, y de este modo se habían sustraído a la condición impuesta a Iliria, que había caído bajo la supremacía romana después de la desmembración del reino de Macedonia. En un principio la República también abandonó este país, pues en él no había nada que pudiese tentarla. Pero bien pronto le fue necesario oír las quejas de sus súbditos de Iliria, particularmente de los daorsios, que vivían en las orillas del Narenta al sur de Dalmacia, y de los habitantes de la isla de Issa (Lissa), cuyos establecimientos continentales de Tragirion (Trau) y de Epetion (no lejos de Espalato) tenían que sufrirlos diariamente. Roma envió, por tanto, una embajada que volvió muy pronto con esta respuesta: «Que los dálmatas no se habían cuidado nunca de los romanos para nada, ni querían ocuparse de ellos en adelante». En el año 598 desembarcó en aquella costa un ejército de legionarios con el cónsul Cayo Marcio Figulo a la cabeza. Penetró en el país, pero tuvo que volverse muy pronto a las posesiones romanas. Finalmente, su sucesor, Publio Escipión Násica, pudo apoderarse de la grande y fuerte plaza de Delmión, después de lo cual la confederación se sometió. Pero como el país era muy pobre para merecer un administrador especial, se encargó de regirlo desde Italia el gobernador de la Galia cisalpina. De la misma manera se había hecho ya con las posesiones de Epiro, y su situación se perpetuó aun después de la conversión de Macedonia en provincia romana y del deslinde de su frontera al norte de Escodra.[5]

LOS ROMANOS EN MACEDONIA Y EN TESALIA

Como quiera que fuese, la transformación del antiguo reino de Perseo en país inmediato y sujeto dio una gran importancia a las relaciones de Roma con los pueblos del noreste. Se impuso la obligación de defender de las tribus bárbaras vecinas la frontera septentrional y oriental de su nuevo imperio. Al poco tiempo (año 621), con la adquisición del Quersoneso de Tracia (península de Gallípoli), anexo antes al reino de los Atálidas, heredó el deber, aceptado tiempo atrás por los reyes de Pérgamo, de defender a Lisimaquia de los tracios.

PUEBLOS ENTRE EL RIN Y EL DANUBIO
LOS HELVECIOS. LOS BOYOS. LOS TAURISCOS Y LOS CARNIOS
LOS RETIOS, EUGANEOS Y VÉNETOS

Con esta doble base del valle del Po y de Macedonia, los romanos podían dirigir ahora sí sus operaciones sobre las fuentes del Rin y del Danubio, y hacerse dueños de las montañas del norte, en el límite y según las necesidades que su seguridad exigiera. La nación más poderosa que estaba allí era la nación céltica. Según la tradición local (volumen I, libro segundo, págs. 346-347), las hordas de los galos que habían partido de las regiones occidentales y de las playas del océano se habían extendido al mismo tiempo por el valle del Po, al sur de la gran cadena, y al norte, en las regiones del Rin superior y del Danubio. Una de estas tribus célticas se había establecido sobre las orillas del primero de estos dos ríos. Ricos y poderosos, los helvecios vivían en paz y en alianza con Roma, con cuyos dominios no limitaban por ninguna parte, y se extendían desde las orillas del Leman al Mein, ocupando los territorios de la Suiza, la Suabia y la Franconia modernas. Después de éstos, y en sus confines, venían los boyos, que ocupaban la Baviera y la Bohemia de nuestros días.[6] Aún más al sudeste había una raza céltica, reconocida primero con el nombre de tauriscos y más tarde con el de noricos, situada en Estiria y en Carintia, y otra en Friul, en Carniola y en Istria, con el nombre de carnios. Su ciudad Noreia (no lejos de Saint Vit, al norte de Klagenfurt) era floreciente y célebre por sus minas de hierro activamente trabajadas en el país. Pero lo que atraía allí a los italianos eran las ricas minas de oro que se habían descubierto recientemente. Los indígenas expulsaron a todos los extranjeros y guardaron para ellos solos su California. Según su costumbre, al invadir las dos vertientes de los Alpes, los galos no habían ocupado más que las llanuras y las primeras colinas. En cuanto a la montaña y a la región del Adigio y del Po inferior, las habían despreciado, y estaban abandonadas a los indígenas más antiguos, cuya nacionalidad no ha podido aún descubrir la historia. Allí estaban los retios, acantonados en las rocas de la Suiza oriental y del Tirol, y los euganeos y venetos, en el país de Padua y de Venecia. Por lo demás, en los extremos de su doble corriente casi se tocaba la invasión céltica, y una estrecha línea de poblaciones locales era lo que separaba a los galos cenomanos de Briscia (Brescia), de los galos cárnicos del Friul. Hacía mucho tiempo que los romanos tenían amigos y súbditos entre los euganeos y los vénetos, pero los pueblos alpinos eran todavía libres y bajaban constantemente de sus montañas para entregarse a continuas incursiones en la llanura al norte del Po. Allí saqueaban, quemaban y cometían mil atrocidades en las ciudades de las que se apoderaban, degollaban a toda la población masculina, incluso a los niños, en las que debían ser sin duda las represalias terribles contra las razzias de los romanos en sus valles. Podrá formarse una idea de los peligros a que estaba expuesta la región transpadana, recordando que en el año 660 una horda retia destruyó completamente la gran ciudad de Comun.

PUEBLOS ILIRIOS. LOS YAPIDAS. LOS ESCORDISCOS

Cuando se ven mezclarse de este modo al norte y en el centro de los Alpes a las tribus célticas con las que no lo eran, se comprende qué inmensas mezclas de pueblos se habrían también verificado en las orillas del bajo Danubio. No había aquí ninguna montaña o muralla natural que los separase. Entre los ilirios, cuyo último resto parecen ser los albaneses de nuestros días, la población había sufrido un gran impulso de sangre gala, principalmente en el interior: las armas y la táctica militar eran en todas partes las mismas que usaban los galos. Con los tauriscos limitaban los yapidas, establecidos en los Alpes Julios, en la actual Croacia, y hacia Fiume y Zerg. Ilirios por su origen, se habían convertido en semiceltas. Después de éstos venían los dálmatas de los que ya hemos hablado; no parece que los galos hayan penetrado alguna vez en sus ásperas montañas. En la meseta interior habitaban los escordiscos, también celtas, que habían exterminado el pueblo de los tribalos, antes muy poderosos; también habían desempeñado el principal papel en las expediciones de los galos contra Delfos. Eran dueños del país del bajo Sava hasta el Morava (Bosnia y Servia), y se extendían a través de la Mesia, Tracia y Macedonia. Se hacían relatos espantosos de su bravura y de su crueldad, y tenían por principal plaza de armas a Segéstica o Siscia, en la desembocadura del Kulpa en el Sava.

Respecto de las poblaciones de la Hungría, Valaquia y Bulgaria de nuestros días, no se conocían aún: en el límite oriental de Macedonia solo estaban los romanos en contacto con los tracios, en las cordilleras del Rodopa (Despoto Dag).

COMBATES EN LAS FRONTERAS: EN LOS ALPES,
EN TRACIA, EN ILIRIA. LOS ROMANOS TRANSPONEN LOS ALPES ORIENTALES
LOS ROMANOS EN LA REGIÓN DEL DANUBIO

Ante estas vastas regiones bárbaras, un gobierno más enérgico que lo que era entonces el de la República hubiera procurado organizar la defensa regular y eficaz de la frontera; pero lo que hizo la restauración en semejante asunto no respondía a las más insignificantes exigencias. No quiere decir esto que no se dirigiesen muchas expediciones contra los pueblos de los Alpes. En el año 636, Roma asistió a un triunfo por una victoria sobre los estrenios, que, según se cree, estaban situados en la montaña, encima de Verona. En el año 659, el cónsul Lucio Craso recorrió los valles en todos los sentidos y pasó a cuchillo a sus habitantes; sin embargo, parece que no mató bastantes como para conseguir el triunfo y reunir de este modo los laureles militares a su gloria de orador. Pero como todo esto no eran más que simples correrías, que montaban en cólera a los indígenas sin quitarles el medio de dañar, y como después de cada incursión las tropas se retiraban inmediatamente, en realidad la condición de la región transpadana no mejoró. En el otro extremo de su imperio, en el este, parece que la República no se preocupó en lo más mínimo de sus vecinos. Apenas si oímos hablar de algunos combates contra los tracios en el año 651, y contra los medios, en la cadena que separaba a Macedonia de Tracia, en el año 657. En Iliria las batallas fueron más serias y frecuentes. Los turbulentos dálmatas suscitaban a cada paso quejas de sus vecinos y de los marinos que navegaban en las aguas del Adriático; y en la frontera del norte de Macedonia, que según la expresión pintoresca de un romano cesaba allí donde no alcanzaban la espada y la lanza del soldado de la República, los combates no terminan jamás. En el año 619 (135 a.C.), un ejército marchó contra los ardios, los vardeos y los plareos o paralianos, tribu dálmata colocada al norte de las bocas del Narenta, que no cesaba de molestar en el mar y en las costas vecinas. Roma le ordenó que fuese a establecerse en el interior. Se marchó entonces a lo que es hoy la Herzegovina y comenzó a cultivar la tierra, pero, como no pudo acostumbrarse a semejante vida en el rudo país que se le había asignado, no tardó en desaparecer. Por esta misma época se dirigió una expedición desde Macedonia contra los escordiscos, que habían hecho sin duda causa común con los bandidos de la costa. Un poco después (año 625), el cónsul Tuditano, de acuerdo con Décimo Bruto, el enérgico conquistador de los galaicos (gallegos) españoles, atacó a los yapidas, y aunque fue derrotado en el primer encuentro, los batió después y penetró en el interior de Dalmacia hasta las orillas del Kerka, a unas veinticinco millas alemanas de Aquilea. De ahí en adelante los yapidas vivieron en relaciones pacíficas con los romanos. Pero diez años después se sublevaron de nuevo los dálmatas, apoyados por un movimiento de los escordiscos. Mientras que el cónsul Lucio Cotta marchó contra estos últimos y penetró hasta Segéstica, su colega Lucio Metelo, segundo hermano del Numídico y que se llamará después el Dalmático, se arrojó sobre los otros. Los derrotó y pasó el invierno en Salona (Espalato), que desde aquel día fue la principal plaza de armas de los romanos. También puede fijarse en esta misma fecha la construcción de la vía Gabinia, que iba desde Salona al país del este, por Andetrium y otros puntos. La expedición del cónsul Marco Emilio Escauro contra los tauriscos en el año 639[7] parece más bien una guerra hecha con miras de conquista. Escauro fue entre los romanos el primero que atravesó los Alpes orientales por la parte menos elevada, entre Trieste y Laybach. Impuso al enemigo un tratado de amistad y de hospitalidad que daba grandes seguridades al activo comercio que se hacía entre Roma y aquella región, aunque sin comprometer la República en las complicaciones que traía consigo el movimiento de los pueblos situados al norte de la gran cordillera, como hubiera sucedido con una sujeción formal. En cuanto a los reconocimientos hechos desde Macedonia y dirigidos hacia el Danubio, no dieron en un principio más que malos resultados. El cónsul Cayo Porcio Catón se dejó sorprender por los escordiscos en los montes Serbios en el año 640: su ejército fue completamente aniquilado, y él huyó vergonzosamente con algunos hombres. En consecuencia, costó gran trabajo al portador Marco Didio cubrir y defender la frontera. Más afortunados fueron los cónsules que sucedieron a Catón. Citaremos a Metelo Caprario, a Marco Livio Druso, el primer general romano que llegó hasta el Danubio, y por último a Marco Minucio, que llevó sus armas hasta el Morava[8] y causó tal derrota a los escordiscos, que no ha vuelto a hacerse más mención de ellos. Ocupó entonces su lugar otra tribu, los dardanios (en Serbia), destinados a hacer el principal papel en toda la región que media entre Macedonia y el Danubio.

LOS CIMBRIOS

Pero todas estas victorias tuvieron consecuencias que los vencedores estaban muy lejos de presentir. Hacía ya mucho tiempo que vagaba «un pueblo errante» en la zona septentrional de las regiones ocupadas por los celtas en ambas orillas del Danubio. Este pueblo se denominaba «los cimbrios» o Quenfo (los hazañosos o los valientes, o, según la traducción de sus enemigos, «los ladrones»). Es probable que esta denominación fuese utilizada ya antes del éxodo, para referirse a todo un pueblo. Procedían del Septentrión. Los primeros galos contra quienes chocaron parece que fueron los boyos de Bohemia. Nada nos dicen con precisión los contemporáneos acerca de la causa de su partida y de la dirección de su movimiento. Sería imposible además suplirlo por la vía de la inducción, pues están ocultos por completo a nuestras miradas los sucesos contemporáneos que ocurrían al norte de Bohemia y del Main, y al este del Rin inferior.[9] En cambio los hechos más patentes demuestran que el núcleo de los cimbrios y el de las hordas análogas de los teutones, que se les unieron un poco más tarde, lejos de pertenecer al árbol céltico, como creyeron en un principio los romanos, correspondían al elemento germánico. Ambas tribus tenían el mismo nombre, restos quizá de la gran nación, aun cuando ya estaban separadas en la patria primitiva: los cimbrios estaban en la actual Dinamarca y los teutones en la Alemania del norte, en las playas del Báltico. Allí ya los había designado Piteas, contemporáneo de Alejandro el Grande, con motivo del comercio del ámbar. Los cimbrios y los teutones están inscritos en el catálogo de los pueblos germánicos entre los ingebones, al lado de los chaucos. La opinión de César, que es el primero entre los romanos que consiguió la diferencia entre galos y germanos, colocó entre estos últimos a lo cimbrios, de los que debió ver muchos. Por último, los nombres mismos de estos pueblos, sus caracteres físicos y etnológicos, su género de vida; todo, en fin, los une con la gran familia del norte y sobre todo con la familia germánica. Por otra parte se comprende fácilmente que, después de veinte o treinta años de vida errante reuniendo en sus correrías a través de los países célticos a hermanos de armas y voluntarios siempre bien acogidos, esta tribu aumentase con una multitud de aventureros galos. No hay que extrañarse de ver a la cabeza de los cimbrios a un jefe celta, ni de que los romanos empleen espías que hablen lengua céltica. Su marcha fue prodigiosa y los romanos no habían previsto aún el peligro. No era esta una horda de ladrones a caballo, ni la cruzada de una «primavera sagrada o una banda de jóvenes enviada al extranjero». Era un pueblo entero que emigraba con mujeres e hijos, con todo su bien y su haber en busca de nueva patria. Entre los pueblos del norte que aún eran nómadas, el carro tenía una importancia desconocida entre los helenos e italianos; los celtas también lo llevaban consigo en sus guerras. Con su toldo de cuero extendido por encima servía de casa a toda la familia: la mujer, los hijos, el perro, todos tenían allí su lugar, revueltos con el mobiliario.

Los hombres del sur vieron con admiración aquellos cuerpos esbeltos, aquellas largas trenzas rubias, aquellos ojos azules, aquellas mujeres de formas vigorosas y robustas que no cedían a sus maridos en talla ni en fuerzas, y sobre todo se sorprendieron con aquellos niños de cabellos blancos como los de los ancianos. En cuanto a la manera de batirse, la de los celtas de entonces era tal, que no venían a las manos con la cabeza desnuda y solo con espada, según la antigua práctica de los galos de Italia, sino que la cubrían con un yelmo de bronce, a veces ricamente adornado, y lanzaban una temible arma arrojadiza, el materis, que era una especie de venablo. También conservaban la espada larga y el pequeño pavés, y por último vestían la coraza. Tampoco carecían de caballería, aunque desde este punto de vista eran muy superiores los romanos. Por todo orden de batalla se aglomeraban como otras veces, sin arte, en una especie de falange tan ancha como larga, y en los días de combates más peligrosos, sus primeras filas estaban unidas por cuerdas que pasaban por cintos de metal. Las costumbres de los cimbrios eran rudas. Comían con frecuencia carne cruda. El más bravo y, en cuanto era posible, el de mayor estatura era el rey del ejército. A veces también convenían con el enemigo el lugar y hora del combate, lo mismo entre los celtas que con los otros pueblos bárbaros; y antes de venir a las manos, salía uno de entre ellos y provocaba a un adversario a combate singular. Se disponían a la lucha por groseros gestos de desprecio y con un ruido espantoso, alzando los hombres su grito de guerra, y las mujeres y los niños dando grandes golpes en los techos de cuero de los carros. Se batían con bravura: la muerte en el campo del honor les parecía la única digna del hombre libre, pero, terminada felizmente la lucha, se indemnizaban con los excesos de una bestialidad repugnante, ofreciendo a veces a sus dioses guerreros todo lo que la victoria pusiese en manos del vencedor. En tal caso, se destruía completamente todo el botín mueble, se mataba a los caballos y se colgaba a los cautivos, o se los reservaba para sacrificios sangrientos. Tenían por sacerdotisas a mujeres de cabellos canos, envueltas en vestidos blancos y que iban descalzas. Lo mismo que la Ifigenia de la fábula en el país de los escitas, inmolaban víctimas y profetizaban el porvenir que leían en la sangre de los prisioneros de guerra y de los criminales. No es fácil decir lo que de todas estas costumbres era común a los bárbaros del norte, o distinguir lo que procedía de los celtas o de los germanos: pero el hecho de que sacerdotisas, y no sacerdotes, acompañasen y guiasen el ejército constituía indudablemente un rasgo característico de las costumbres germánicas. De este modo los cimbrios avanzaban a través de un país desconocido, en una monstruosa confusión de pueblos diversos y aglomerados alrededor de ese núcleo de aventureros germanos, originarios de las orillas del Báltico. Eran muy semejantes a esos ejércitos de emigrantes que, embarazados con muchos bagajes y mezclados entre sí, van al otro lado de los mares a proseguir sus sueños de fortuna. Conducían por montes y valles su fortaleza de ruedas (Wagemburg) con esa destreza que caracteriza la vida nómada; eran hostiles a la civilización y destructores como el huracán o la furiosa tormenta, pero también, como éstos, eran caprichosos e irreflexivos. Hoy corrían hacia adelante y mañana se detenían, se precipitaban de flanco o volvían hacia atrás. Llegaban y herían ligeros como el relámpago, y desaparecían del mismo modo. ¿Por qué no se ha encontrado a un hombre que, sacudiendo la pereza del siglo, haya observado diligentemente y descrito este prodigioso meteoro? Mucho tiempo después la ciencia creyó entrever la cadena de la que esta emigración armada era un anillo, al mismo tiempo que era la primera de las expediciones procedentes del fondo de la Germania que venía a chocar contra la civilización antigua. Pero la ciencia llegaba demasiado tarde; la tradición inmediata de los hechos había desaparecido por completo.

INCURSIÓN DE LOS CIMBRIOS. SUS COMBATES. DERROTA DE CARBÓN.
DERROTA DE SILANO. INVASIÓN DE LOS HELVECIOS EN LA GALIA MERIDIONAL.
DERROTA DE LONGINO Y DE ORANGE

Como quiera que fuese, el pueblo sin patria de los cimbrios, detenido largo tiempo ante las puertas del sur por los celtas del Danubio, y principalmente por los bois, pudo al fin romper la barrera. Era por los años en que los romanos acababan de dirigir sus ataques contra estos mismos galos o danubianos. ¿Los habrían llamado éstos en su auxilio contra las legiones invasoras?… ¿O sería tal vez que la invasión romana les impediría defenderse por el lado del norte?… Los cimbrios atravesaron el país de los escordiscos, entraron en el año 641 en el de los tauriscos, y se aproximaron a los pasos de los Alpes de Carnola que cubría el cónsul Gneo Papirio Carbón, apostado en las alturas encima de Aquilea. Por orden de Roma, setenta años antes había tenido que evacuar el territorio, ya ocupado, una tribu de galos que quiso establecerse en la vertiente meridional (volumen II, libro tercero, pág. 208). En la época que vamos historiando, el temor al nombre romano tuvo todavía bastante poder para detener a los transalpinos. Los cimbrios no atacaron, y hasta retrocedieron, cuando Carbón les ordenó que abandonasen el país de los tauriscos, huéspedes y amigos de la República. Ahora bien, aun cuando el cónsul no estaba obligado de manera alguna por los tratados hechos con este pueblo, se apresuraron a seguir a los guías que se les dieron para conducirlos a la frontera. Pero estos guías se habían vendido para hacerlos caer en una emboscada donde los esperaba el mismo Carbón. Vinieron, pues, a las manos, no lejos de Noreya (en la Carintia). Los cimbrios vendidos vencieron al traidor y le mataron una gran parte de su gente; sin una tormenta que separó a ambos ejércitos, hubiera sido completamente destruido el de la República.

Los cimbrios hubieran podido penetrar inmediatamente en Italia, pero prefirieron volver hacia el oeste. Abriéndose camino a lo largo de la orilla izquierda del Rin y a través de la cordillera del Jura, no tanto por las fuerzas de las armas como aviniéndose con los helvecios y los secuaneses, reaparecieron algunos años después de la derrota de Carbón en las inmediaciones del territorio romano. En el año 645, Marco Junio Silano entró en la Galia meridional para defender el país de los alóbroges, amenazado por la invasión. Los cimbrios le pidieron que les asignase tierras donde poder establecerse en paz, pero esta demanda era inadmisible. Por toda respuesta, el cónsul los atacó vigorosamente, pero fue completamente derrotado y su campamento cayó en poder del enemigo. Para reparar su desastre, fue necesario recurrir a nuevas levas. Sin embargo, tan difícil se hacía el alistamiento, que el Senado tuvo que recurrir a las leyes votadas por la iniciativa de Cayo Graco, que abreviaban el tiempo del servicio militar. También ahora los cimbrios, en vez de proseguir su victoria, enviaron una embajada a Italia para renovar su demanda de tierras donde establecerse; pero al mismo tiempo se ocuparon de someter los cantones célticos de las inmediaciones. La provincia romana y el nuevo ejército tuvieron algún respiro; pero he aquí que de repente se levanta en la Galia otro enemigo. Los helvecios habían sufrido mucho en sus incesantes combates con sus vecinos del norte. Arrastrados por el ejemplo de los germanos, desearon pasar a su vez a la Galia occidental, donde debían encontrar países más fértiles y una morada más tranquila. Pudo suceder también que, cuando los cimbrios atravesaron su país, hicieran alianza con ellos. Como quiera que fuese, todos los hombres válidos de los tugenos (lugar desconocido) y de los tigorinos (sobre el lago Morat, al pie del Jura) atravesaron la cordillera jurásica[10] conducidos por Divicon, y llegaron hasta el país de los nitiobrigos (no lejos de Agen, sobre el Garona). Aquí se les opuso el ejército del cónsul Lucio Casio Longino, que se dejó coger en una emboscada en la que perecieron él, su lugarteniente, el consular Cayo Pisón y la mayor parte de sus soldados. El comandante interino, Cayo Popilio, que se había refugiado en el campamento, capituló al poco tiempo y pasó bajo el yugo, aunque antes entregó a los helvecios la mitad de sus bagajes y municiones, y bastantes rehenes (año 647). Las cosas llegaron a tal punto, que Tolosa, una de las ciudades más fuertes de la provincia romana, se sublevó contra la República y arrojó a su guarnición. Pero bien pronto, teniendo en cuenta que los cimbrios tardaban y que los helvecios no amenazaban inmediatamente la provincia, el nuevo general enviado por Roma, Quinto Servilio Cepión, tuvo tiempo para llegar a Tolosa y apoderarse de ella gracias a una traición. Saqueó a su placer las inmensas riquezas aglomeradas en el antiguo y célebre santuario del Apolo galo. ¡Qué ingreso inesperado para el entrampado Tesoro! Desgraciadamente los vasos de oro y de plata, enviados a Marsella con una pequeña escolta, fueron robados en el camino por una cuadrilla de ladrones, que desaparecieron sin dejar huellas; después se dijo en público que el cónsul y sus oficiales eran los que habían preparado el golpe (año 648). Entre tanto, se mantuvieron a la defensiva y guarnecieron la provincia con tres poderosos ejércitos, a la espera de que el enemigo principal, los cimbrios, renovasen el ataque. Estos llegaron en el año 649 (105 a.C.), conducidos por su rey Boyorix, pensando ahora seriamente en hacer una incursión en Italia. Cepión mandaba en la ribera derecha del Ródano; en la orilla izquierda estaba el cónsul Gneo Manlio Máximo; y bajo sus órdenes, a la cabeza de otro cuerpo de ejército, estaba su lugarteniente, el consular Marco Emilio Escauro, quien fue el primero en ser atacado. Exterminaron su ejército, y él fue hecho prisionero y conducido al campamento enemigo, donde el rey, oyendo a su cautivo advertirle orgullosamente que se guardase de invadir la Italia con sus cimbrios, se enfureció y lo mandó matar. Entre tanto, Máximo ordenó al procónsul que atravesase el Ródano. Cepión obedeció de mala gana y apareció al fin cerca de Arausi (Orange), en la orilla derecha del río, donde se habían concentrado todas las fuerzas romanas. Su masa imponente dio en qué pensar a los cimbrios, que quisieron entrar en negociaciones. Por desgracia, ambos generales vivían en el desacuerdo más completo. El cónsul Máximo, hombre de baja estirpe e incapaz, tenía de su parte la ley sobre su colega proconsular, más orgulloso y de mejor familia, pero no mejor capitán. Cepión se negó a acampar en un lugar común y a concertarse para las operaciones que debían emprender, pues aspiraba a la absoluta independencia en el mando. En vano los delegados del Senado intentaron un acomodamiento. Una entrevista de ambos generales exigida por sus oficiales no hizo más que aplazar la ruptura. Apenas vio Cepión que Máximo andaba en negociaciones con los cimbrios, y creyendo que estaba a punto de llevarse él solo la honra de su sumisión, se arrojó de repente sobre aquellos con todo su cuerpo de ejército. Sin embargo, fue completamente aniquilado y su campamento tomado el 6 de octubre del año 649 (105 a.C.), y su derrota no hizo más que preparar la destrucción completa del segundo ejército. Ochenta mil soldados romanos quedaron, según se dice, en el campo de batalla, sin contar las cuarenta mil personas de la indefensa e innumerable multitud que los acompañaba. Al parecer solo escaparon diez hombres. Lo que hay de cierto es que de ambos ejércitos se libraron muy pocos, pues los romanos luchaban con el río a sus espaldas.

Por las pérdidas materiales y el efecto moral, la catástrofe de Orange casi superó la de Canas. Las derrotas sucesivas de Carbón, Silano y Longino no habían producido en el ánimo de los italianos una impresión profunda, pues estaban acostumbrados a que la guerra comenzase siempre por descalabros. En realidad se tenía una fe inquebrantable en el poder invencible de las armas romanas, y preocuparse por las excepciones a la regla general, aunque numerosas, hubiera parecido un cuidado superfluo. Sin embargo, el desastre de Orange, los cimbrios vencedores y al pie de los Alpes que no estaban defendidos, el que la insurrección hubiera estallado de nuevo y con más fuerza que nunca en este lado de la cordillera y en Lusitania, Italia abierta y sin ejército: qué terrible realidad al despertar de tanto sueño. Inmediatamente se presentaron a sus ojos los tumultus galici del siglo IV, cuyos ecos aún duraban, la batalla del Alia y el incendio de Roma. Y, como si fuera poco, el presente desastre y el terror de la invasión por toda la península duplicaba la fuerza de los antiguos recuerdos: todo el Occidente creyó sentir el próximo derrumbamiento de la dominación romana. Un senadoconsulto limitó el tiempo del luto, como al día siguiente de la batalla de Canas. Por otra parte, los nuevos alistamientos atestiguan la gran carencia de hombres. Todo italiano útil para tomar las armas fue obligado a jurar que no abandonaría Italia, y se prohibió a los capitanes de los buques anclados en los puertos italianos embarcar a ninguno de aquéllos. ¿Qué habría sucedido si los cimbrios hubiesen atravesado los Alpes inmediatamente después de su doble victoria? Pero el torrente se desvió de nuevo y fue a inundar el territorio de los arvernos, que se defendieron con gran trabajo: después, cansados de esta guerra de sitios, y volviendo la espalda a Italia, los cimbrios se internaron hacia el oeste por el lado de los Pirineos.

LA OPOSICIÓN EN ROMA
GUERRA A FUERZA DE PROCESOS CRIMINALES

Si el decrépito organismo de la ciudad romana podía levantarse vivo al salir de una crisis, había sonado la hora en que, pasando por una de esas mudanzas de la fortuna tan numerosas en su historia, Roma se veía bastante en peligro como para despertar todas las fuerzas, todo el patriotismo de sus habitantes. Al mismo tiempo la amenaza no estalló tan repentinamente que no quedase tiempo para desarrollar el libre juego de sus fuerzas preservadoras. Lejos de esto, asistimos a los tristes fenómenos que se manifestaron ya cuatro años antes, a consecuencia del mal éxito de la guerra de África. De hecho, en Numidia y en las Galias, el mal era de la misma naturaleza. Allí tal vez la oligarquía había sido la que había cometido la falta, mientras que aquí eran los individuos y los funcionarios. Pero la opinión pública veía siempre lo mismo cuando acusaba la bancarrota de un poder que abría bajo sus pies un abismo y sacrificaba la víspera el honor del Estado, en tanto al día siguiente comprometía su existencia. Ahora, como entonces, nadie se engañaba acerca del lugar de la enfermedad, pero nadie osaba tampoco aplicarle el verdadero y serio remedio. El vicio estaba en el sistema, ¿quién lo ignoraba?, y sin embargo también esta vez se limitan a atacar a determinados hombres, a quienes hacen responsables. El huracán se desencadenó sobre las más altas cabezas de los aristócratas, con tanta más furia cuanto las calamidades del año 649 superaban en extensión y gravedad las del año 645. Al mismo tiempo, el pueblo iba dejándose llevar por el sentimiento instintivo, pero seguro, de la necesidad de la tiranía como un medio contra la oligarquía. Ahora se muestra más que nunca favorable a todo oficial de algún renombre que quiera apoderarse del poder o intente reemplazar el régimen actual por una dictadura.

Quinto Cepión fue el primero a quien se sacrificó. Esto era hacer justicia. El desastre de Orange se debió principalmente a su insubordinación, sin contar con la malversación del botín de Tolosa, de la que lo acusaban presunciones muy probables, cuando no pruebas patentes. La oposición tenía además contra él otro motivo de odio no menos serio: durante su consulado había tenido la audacia de querer quitar a los capitalistas sus asientos en el jurado. Para atacarlo, se partió de la antigua y respetable sentencia: «El vaso se ha manchado, pero respetad la santidad de la función». Comprimiendo en otro tiempo el odio en su pecho, los ciudadanos romanos habían recibido silenciosamente al autor del desastre de Canas. En la actualidad, y contra la regla constitucional, el hombre culpable de la derrota de Orange fue destituido del proconsulado por un plebiscito: cosa inaudita después de la crisis en que desapareció la monarquía. Sus bienes, confiscados, entraron a formar parte del Tesoro. Otra ley lo expulsó un poco más tarde del Senado (año 650). Aún no era bastante: el pueblo quería otras victorias, pero sobre todo quería la sangre del ex procónsul. En el año 651, y a propuesta de cierto número de tribunos de la oposición, a la cabeza de los cuales estaban Lucio Apuleyo Saturnino y Cayo Norvano, se instituyó un tribunal excepcional para entender en los crímenes de robo y de alta traición cometidos en la Galia, y aunque de hecho estuviesen abolidas la detención preventiva y la pena de muerte por delitos políticos, el desgraciado Cepión fue puesto en prisión: a nadie se ocultaba que se lo iba a sentenciar a la pena capital. El partido gobernante intentó detener la moción por medio de la intercesión tribunicia, pero cuando los tribunos quisieron oponer su veto se los expulsó violentamente de la asamblea, y en el tumulto fueron acometidos y heridos a pedradas. No hubo más remedio que aceptar el proceso criminal, y la querella siguió en el año 651 la misma marcha que seis años antes. Fueron condenados Cepión, su colega en el mando supremo, Gneo Manlio Máximo, y otra porción de personajes notables. Un tribuno del pueblo, amigo de Cepión, a duras penas pudo salvar la vida del principal acusado, sacrificando su propia vida civil.[11]

MARIO, GENERAL EN JEFE

Pero había otra cuestión mucho más importante que la de la venganza. ¿Cómo iba a hacerse la guerra al otro lado de los Alpes y, ante todo, a quién se iba a conferir el generalato? Con espíritus menos prevenidos, la elección no hubiera sido difícil. Comparados los tiempos presentes con los antiguos, Roma no era ahora muy rica en notabilidades militares; sin embargo, no carecía de generales que se hubieran hecho ilustres: Quinto Máximo en la Galia, Marco Emilio Escauro y Marco Minucio en la región del Danubio, y Quinto Metelo, Publio Rutilio Rufo y Cayo Mario en África. No se trataba tampoco de combatir contra un Pirro o un Aníbal, sino solo de restablecer frente a los bárbaros del norte el renombre de la superioridad, tantas veces reconocida, de las armas y de la táctica romanas. No se necesitaba un héroe, sino un soldado vigoroso y entendido. Pero en este momento todo era posible, todo, menos una decisión imparcial de la administración. A los ojos de la opinión pública, el gobierno había perdido toda su confianza, y la sentencia dada contra él por el pueblo en tiempos de la guerra de Yugurta no podía dejar de ser hoy lo que había sido entonces. Así pues, aunque los mejores capitanes pertenecían a la aristocracia, tuvieron que ceder el puesto en medio de su brillante carrera cuando surgió otro oficial de nombradía. Rebajando sus servicios ante la asamblea popular, y titulándose candidato de oposición, éste se levantó en un momento hasta el pináculo del poder. ¿Qué hay de chocante en que después de las derrotas de Gneo Manlio y Quinto Cepión se renovase el incidente que se había producido aun después de las victorias de Metelo? A pesar de la ley que prohibía la promoción por dos veces consecutivas al consulado, Cayo Mario osó aspirar a una nueva elección para la función suprema. Llamativamente, no solo fue nombrado para el año 650, cuando aún tenía el mando del ejército de África, y no solo le fue dado por provincia el generalato de la guerra de las Galias, sino que se le amplió el consulado por cinco años consecutivos (del 650 al 654). Insulto manifiesto y calculado contra la aristocracia, sus sentimientos exclusivistas y sus insensatos y ciegos desdenes hacia el hombre nuevo. No por esto el acontecimiento fue menos inaudito en los fastos de la República, pues constituía un flagrante ataque al espíritu de sus libres leyes. Como quiera que fuese, el mando supremo conferido inconstitucionalmente al primer general demócrata dejará huellas profundas y perpetuas en todo el sistema de la organización militar. Mario ya había comenzado la transformación del ejército en África, y durante los cinco años de su mando, obedeciendo en esto a las necesidades de los tiempos más que al atractivo de sus poderes ilimitados, acabó de convertir las milicias ciudadanas en un ejército a sueldo y permanente.

LOS ROMANOS A LA DEFENSIVA
UNIÓN DE LOS CIMBRIOS, TEUTONES Y HELVECIOS

El nuevo jefe del ejército apareció al otro lado de los Alpes, seguido de un estado mayor sólido y numeroso: en él se veía a Lucio Sila, el atrevido oficial que había conducido cautivo a Yugurta y que iba a distinguirse nuevamente. Mario llevaba consigo además un valiente ejército de italianos y confederados. Sin embargo, no encontró delante de sí al enemigo contra quien marchaba. Los admirables vencedores de Orange, después de haber talado la orilla izquierda del Ródano, habían pasado los Pirineos, como ya hemos dicho, y luchaban en aquel momento con los bravos indígenas de la parte del norte y del interior de España. En realidad parece que, desde su primera aparición en la historia, los germanos quisieron manifestar ese talento que caracteriza su raza y su ineptitud para las empresas. Por consiguiente, Mario tuvo tiempo suficiente para reducir de nuevo a la obediencia a los tretosagos, que habían hecho defección al compás de la vacilante fidelidad de las tribus sujetas de ligurios y galos, y pudo concentrar los socorros y contingentes de los pueblos aliados, masaliotas, alóbroges, secuaneses y otros, a quienes los cimbrios hacían correr los mismos peligros que a Roma. Por otra parte, usando una severidad oportuna y una imparcial justicia para todos, pequeños y grandes, muy pronto restableció la disciplina en el ejército que se le había confiado. Además dio al soldado el vigor necesario para los rudos deberes de la próxima campaña al imponerle largas marchas, unas veces, e inmensos trabajos de fortificación, otras, y haciéndole abrir el canal del Ródano, que fue concedido después a Masalia y que facilitó los transportes mandados desde Italia al ejército. Por lo demás, Mario se mantuvo en la más estricta defensiva, sin traspasar la frontera de la provincia. En el año 641, según parece, el torrente címbrico fue detenido en España por la heroica resistencia de los pueblos indígenas, sobre todo de los celtíberos, y se volvió entonces hacia los Pirineos y desde allí hacia el océano Atlántico. Aquí todo el país, desde la cadena pirenaica hasta el Sena, se sometió a los terribles conquistadores que no encontraron resistencia sino al llegar a los confines de la valerosa confederación de los belgas. Pero mientras ocupaban el territorio de los vellocasos (Ruan), les llegó un contingente poderoso; vinieron a engrosar sus filas tres tribus helvecias, los tigorinos, los tugenos y otra, que ya habían medido sus armas con los romanos en las orillas del Garona. Germanos como los cimbrios, y arrojados de su patria y de las orillas del Báltico por acontecimientos que la tradición no nos ha conservado, los teutones llegaron a la región del Sena, conducidos por su rey Teutobod.[12]

SE DECIDE LA MARCHA SOBRE ITALIA
LOS TEUTONES EN LA PROVINCIA DE LA GALIA
BATALLA DE AIX

Toda esta inmensa mole no pudo vencer, sin embargo, el tenaz valor de los belgas. Fue entonces cuando los jefes de los germanos se resolvieron definitivamente a emprender el camino de Italia con sus bandas recientemente engrosadas. Mas para no tener que llevar consigo el embarazoso botín que habían hecho por todas partes, lo dejaron bajo la custodia de una división de tres mil hombres, que después de numerosas peregrinaciones formaron el origen o núcleo del pueblo de los aduatuscos (sobre el Sambra). En cuanto al grueso del ejército, se dividió en dos cuerpos a causa del mal estado de los Alpes o por otros motivos que nos son desconocidos. Por un lado, los cimbrios y los tigorinos cruzaron el Rin, retrocedieron hacia el este y siguieron la ruta ya practicada por ellos en el año 641. Por otro, los recién venidos, o sea los teutones, unidos a los tugenos y a los ambrones, lo más selecto del ejército cimbrio, experimentados ya en la batalla de Orange, se dirigieron hacia los collados del oeste a través de la Galia romana. La segunda horda fue la que pasó el Ródano sin obstáculo en el estío del año 652. Después de haber dejado a los romanos tres años para reponerse, iba a comenzar de nuevo la lucha. Mario la esperaba bien aprovisionado y fuertemente atrincherado en la confluencia del Iser, guardando de este modo las dos únicas vías militares que conducen a Italia: la del pequeño San Bernardo y la de la costa. Los teutones atacaron inmediatamente el campamento romano que les impedía el paso, y durante tres días rugió el huracán en todo el recinto. Pero el ardor salvaje de los bárbaros se estrelló contra un enemigo más diestro que ellos en la guerra, y contra la sangre fría del general de la República. Fatigados y diezmados, los atrevidos campeones se decidieron a abandonar el sitio y continuar su marcha sobre Italia, pasando por delante del campamento. Estuvieron desfilando durante seis días, cosa que prueba no tanto su número, como el volumen de sus embarazosos equipajes. Mario oyó inmóvil e impasible las provocaciones y los insultos, y ni siquiera cuando los teutones preguntaban a los italianos «si tenían algo que mandar a sus mujeres» se apresuró a tomar la ofensiva. Conducta sabia y prudente. Pero, al no arrojarse con sus legiones en masa sobre las largas columnas del temerario invasor, ¿no mostraba la poca confianza que tenía en sus mal aguerridos soldados? No levantó sus tiendas hasta después de que toda la horda hubiera desfilado, y entonces la siguió paso a paso y en buen orden, y acampando cuidadosamente todas las noches. Los teutones querían ganar el camino de la costa: después de haber bajado por toda la orilla del Ródano llegaron a las inmediaciones de Aquae Sextiae, siempre seguidos por el ejército romano. Allí fue donde tuvo lugar el primer choque entre las tropas ligeras ligurias de Mario y los celtas ambrones, colocados a retaguardia de los bárbaros. Comenzada en un abrevadero, se generalizó pronto la batalla; los romanos consiguieron el triunfo después de un reñido combate y persiguieron a los fugitivos hasta sus carros. Alentados por esta primera victoria, el general y los soldados se prepararon a un lucha decisiva. Al tercer día Mario alineó sus tropas en la colina misma donde tenía su campamento. Los teutones, desde tiempo atrás impacientes por medir sus armas con sus adversarios, atacaron inmediatamente las alturas y vinieron a las manos. La batalla fue larga y sangrienta. Hasta el mediodía se sostuvieron los germanos firmes y sólidos como un muro, pero en ese momento sus músculos comenzaron a aflojarse bajo el ardor, nuevo para ellos, del sol provenzal. Cundió la alarma y sus filas vacilantes se desbandaron cuando apareció por su espalda un cuerpo de arqueros romanos que salían de un bosque. Toda la horda fue dispersada, y fueron muertos o hechos prisioneros todos los bárbaros. El rey Teutobod se hallaba entre los cautivos, y entre los muertos se encontraron multitud de mujeres que, sabiendo el trato que les esperaba en la esclavitud, se habían dejado matar en sus carros después de una lucha desesperada o que, ya cautivas, después de haber suplicado en vano al vencedor que las consagrase al culto de los dioses y de las vírgenes sagradas de Vesta, se suicidaron (estío del año 652).

LOS CIMBRIOS EN ITALIA

La Galia quedaba en paz y con gran oportunidad, por cierto; porque ya habían aparecido al otro lado de los Alpes los hermanos de armas de los teutones. Unidos con los helvecios, los cimbrios no habían hallado dificultad alguna para trasladarse desde las orillas del Sena hasta las fuentes del Rin, y, luego de pasar los Alpes por el collado de Brenner, habían bajado a los campos de Italia por los valles del Eisack y del Adigio. El cónsul Quinto Lutacio Catulo debió cubrir los desfiladeros, pero conocía mal el país, y temía ser envuelto. Como no se atrevía a internarse en la montaña, se había apostado en la orilla izquierda del Adigio, un poco más abajo de Trento, con lo cual se aseguraba la retirada por un puente que había echado sobre el río. Al ver a los cimbrios que bajaban en grandes masas del país alto, se apoderó de su ejército el pánico y emprendieron la huida legionarios y caballeros: unos se dirigieron hacia Roma y otros ganaron las alturas inmediatas donde se creían seguros. Con ayuda de un ardid de guerra, a duras penas Catulo pudo conducir el grueso de su ejército a la orilla del río; y antes de que el enemigo, que ya era dueño del curso superior, pudiese destruir el puente y arrojara al torrente árboles y maderos para cortar la retirada a los romanos, pasó a la otra orilla. Sin embargo, hubo de dejarse una legión en la ribera izquierda. Ya quería capitular el cobarde tribuno que la mandaba, cuando un centurión, Gneo Petreyo, lo mató, se abrió paso a través del enemigo y pudo unirse al ejército. Éste se había salvado y también se había salvado el honor militar, pero costó muy caro no haber ocupado el paso de los Alpes y la retirada precipitada de las legiones. Catulo tuvo que retroceder hasta la orilla derecha del Po, dejando en poder de los cimbrios toda la llanura transpadana. En estas circunstancias, Roma solo podía comunicarse por mar con Aquilea.

Estos sucesos ocurrieron durante el estío del año 652, en el momento mismo en que la batalla de Aix decidía la suerte de los teutones. Si los cimbrios se hubiesen dirigido sobre Roma, la habrían puesto en gran peligro. Pero, fieles a sus costumbres de descansar durante el invierno, se detienen y deleitan en aquel rico país, donde se encuentran cuarteles cerrados y cubiertos, baños calientes, bebidas y manjares nuevos y sabrosos. De esta forma, dieron tiempo a que los romanos reuniesen todas las fuerzas de Italia y fuesen a su encuentro. Había pasado la hora de volver a emprender la obra que tanto hubiera agradado a un general demócrata, y continuar el vasto plan de la conquista de las Galias en que había pensado, sin duda, Cayo Graco. Desde el campo de batalla de Aix, Mario condujo a su ejército triunfante al Po. Fue a pasar algunos días en Roma, donde despreció el triunfo que se le ofrecía hasta que hubiese completado la destrucción de los bárbaros, y después reunió ambos ejércitos. En la primavera del año 653 pasaron de nuevo el Po con un total de cincuenta mil hombres, y marcharon sobre los cimbrios que subían río arriba, sin duda para atravesarlo no lejos de su nacimiento. El encuentro se verificó cerca de Vercela, no lejos de la confluencia del Sesia,[13] en el mismo punto en que Aníbal había librado su primera batalla en el suelo itálico. Los cimbrios anunciaron la batalla pidiendo a los romanos, según su costumbre, día y hora. Mario se las dio: designó el día siguiente (30 de julio del año 653), y el campo Raudico, vasta llanura donde la caballería romana, muy superior a la del enemigo, podía desarrollarse y maniobrar con holgura. Se llegó a las manos con los bárbaros, sorprendidos y adelantados a la vez: por la densa niebla de la mañana su caballería se extravió, pero de repente se encontró con los escuadrones romanos, que eran más fuertes que aquélla. Rechazada y perseguida, la caballería fue a caer sobre la infantería, que estaba colocándose en orden de combate. Los romanos obtuvieron una completa victoria sin que les costase mucha gente; mientras que los cimbrios fueron casi aniquilados. Dichosos pudieron llamarse todos aquellos que la muerte había cogido en el campo de batalla, que fue la suerte que cupo al mayor número, incluso el valiente rey Boyorix. Aún más felices fueron que sus hermanos de armas, que se mataron de desesperación después del combate, y que aquellos que fueron llevados al mercado de esclavos de Roma y entregados a un señor cruel, y que pagaron uno detrás de otro la injuria cometida por esos pueblos del norte, bastante osados para haber dirigido demasiado temprano sus codiciosas miradas hacia las espléndidas regiones del sur. A la nueva de la ruina de los cimbrios, los tigorinos, que habían permanecido en los últimos estribos de los Alpes con intención de seguirlos, se volvieron a su patria. De esta forma, de toda esa avalancha humana que durante trece años había rodado desde el Danubio hasta el Ebro, y desde el Sena hasta el Po, sembrando el espanto en todas las naciones, algunos yacían en tierra y los otros sufrían el yugo de la esclavitud. Los hijos perdidos de las emigraciones germánicas habían pagado su deuda: el pueblo sin patria de los cimbrios, con todos sus compañeros de expedición, había dejado de existir.

LA VICTORIA Y LOS PARTIDOS

Los partidos políticos van a comenzar de nuevo en Roma sus malhadadas querellas sobre los cadáveres de los germanos, por decirlo así, y sin detener mucho tiempo sus miradas sobre ese gran capítulo de la historia universal, cuya primera página se había abierto sin dar lugar al sentimiento más puro del deber cumplido por todos, aristócratas y demócratas. Al día siguiente de la batalla estalló la más odiosa rivalidad entre los dos generales, divididos en la política y divididos también como militares por los resultados tan diferentes de sus dos recientes campañas. Catulo hacía prevalecer, no sin apariencia de razón, que la victoria se había debido al esfuerzo de las tropas colocadas en el centro, y que él había mandado. Sus soldados habían cogido treinta y un estandartes, mientras que los de Mario no habían cogido más que dos; sus mismos legionarios habían paseado a los enviados de la ciudad de Parma entre los cuerpos hacinados en el campo de batalla, diciéndoles que, si Mario había matado mil enemigos, Catulo había muerto diez mil. Y sin embargo, Mario fue considerado como el verdadero vencedor. Era muy justo. En cuanto a la superioridad del rango, mandaba en jefe en aquel gran día; tenía sobre su colega la incontestable superioridad del talento y de la experiencia militar; y además, pero sobre todo, la segunda victoria, la de Vercela, solo había sido posible gracias a la primera, la de Aquae Sextiae. En aquellos momentos, sin embargo, no fueron estas razones sólidas sino las consideraciones de partido las que dieron a Mario el glorioso renombre de haber salvado a Roma de los teutones y los cimbrios. Catulo era un personaje elegante y sabio; era además un orador tan agradable, que la armonía de su lenguaje parecía la elocuencia misma. Autor de buenas memorias, poeta en ocasiones, conocedor y excelente crítico en las obras de arte, no era ni con mucho el hombre del pueblo: su victoria no fue tal para la aristocracia. Muy diferente eran las batallas ganadas por el rudo hijo del campesino que, saliendo de las filas del común del pueblo, había subido a la cumbre del poder y conducido al ejército a los más brillantes triunfos. Sus batallas, tumba de los cimbrios y teutones, eran también la derrota del gobierno. Iban unidas al héroe muchas más esperanzas que el simple pensamiento de poder ir en adelante a comerciar al lado de allá de los Alpes con total seguridad, o a cultivar la tierra al lado de acá. Veinte años habían transcurrido desde el día en que el cuerpo ensangrentado de Cayo Graco había flotado sobre las aguas del Tíber, y durante veinte años Roma había sufrido y maldecido el gobierno restaurado de la oligarquía. Graco aún no había sido vengado, y, en el edificio que él había comenzado, no había puesto su mano ningún otro arquitecto. Muchos ciudadanos mantenían aún vivos el odio y la esperanza. ¿Se habría encontrado por fin el hombre que trajera consigo la venganza y el cumplimiento de tantos deseos? ¿Era acaso este hombre el hijo del jornalero de Arpinum? ¿Se estaba ya en los umbrales de la nueva y segunda revolución, tan temida por unos y tan deseada por otros?