III
LA REVOLUCIÓN Y CAYO GRACO

LOS COMISIONADOS REPARTIDORES
LOS DETIENE ESCIPIÓN EMILIANO
ASESINATO DE ESCIPIÓN

Tiberio Graco había muerto, pero sus dos obras, la distribución de las tierras y la revolución, sobrevivieron a su autor. Frente a las expirantes clases rurales el Senado no había retrocedido ni siquiera ante el asesinato: pero una vez cometido el crimen no osó aprovecharse de él y abolir la Ley Sempronia. Hasta puede decirse que, después de la explosión del insensato furor del partido reaccionario, esta ley fue confirmada en vez de ser rechazada. La fracción de la aristocracia favorable a las reformas y que daba su consentimiento a las asignaciones de tierras tenía por jefe a Quinto Metelo, censor en el año 623, y a Publio Escévola. Ambos se aliaron con Escipión Emiliano y sus amigos, que tampoco eran hostiles a las reformas, tomaron así gran fuerza en el Senado, e hicieron que se votase un senadoconsulto para que los repartidores volviesen a comenzar sus trabajos. Como según la Ley Sempronia los funcionarios debían ser anualmente elegidos por el pueblo, sin duda se verificaría la elección. Sin embargo, esta fracción querría probablemente que se votasen a los mismos personajes, y así, pues, no hubo cambio alguno en los candidatos sino en caso de vacante por defunción. Tiberio Graco fue reemplazado por Publio Craso Muciano, suegro de su hermano Cayo, pero como Muciano había muerto en el ejército (pág. 61) y Apio también había fallecido, la distribución fue confiada al joven Cayo, asistido por los dos agitadores más activos del partido reformista, Marco Fulvio Flacco y Cayo Papirio Carbón. Su nombre solo atestigua que las operaciones continuaron con vigor y celo, de lo cual tenemos por otra parte pruebas evidentes. El cónsul del año 622, Publio Popilio, el que presidió las causas criminales contra los partidarios de Tiberio Graco, se cuidó de consignar el hecho en un monumento público: «Es el primero —dice— que expulsó de los dominios del Estado a los pastores nómadas y puso en su lugar labradores». La tradición nos dice que las distribuciones efectivamente se realizaron en toda la superficie de Italia, y que en todas partes fue aumentado el número de las parcelas o de los pequeños propietarios. Tal era en efecto el objeto de la Ley Sempronia: ésta se dirigía menos a crear nuevos centros, que a levantar la clase rural dando fuerza a los antiguos campesinos. También podemos juzgar la grandeza de las operaciones y su inmenso efecto por los métodos o indicaciones numerosas que refieren los agrimensores romanos, y que se elevan a la época de los Gracos. Al tribunal ejecutivo de la ley agraria y a las asignaciones de la Ley Sempronia es a quienes conviene referir, por ejemplo, la invención y la práctica de un sistema de límites o amojonamientos, a la vez cómodo y seguro para el porvenir. Pero el lenguaje más elocuente es el de las listas cívicas. El censo publicado en el año 623 arrojaba solo la cifra de trescientos diecinueve mil ciudadanos en estado de llevar las armas. Seis años más tarde, la cifra ya no continúa su decrecimiento sino que asciende a trescientos noventa y cinco mil; por consiguiente, ha experimentado un aumento de setenta y seis mil ciudadanos romanos por el solo y benéfico efecto del trabajo de los repartidores. ¿Sucedió lo mismo en lo que se refiere a la proporción del repartimiento de lotes? Dúdese cuanto se quiera, pero por lo menos no puede negarse que el resultado era grande y muy útil. Tampoco puede negarse que se perjudicaron intereses antiguos y respetables. Los repartidores eran hombres de partido, decididos y fogosos; conocían su propia causa y marchaban sin mirar atrás, tumultuosamente hasta cierto punto. Se fijaban carteles públicos invitando a todo el mundo a que suministrase datos útiles para la reivindicación y la extensión de los dominios públicos. La comisión se remontaba inflexible hasta las más antiguas inscripciones en los libros del registro de la propiedad, y así iban recobrando todos los terrenos procedentes de las detentaciones antiguas o modernas; incluso muchas veces confiscaban la propiedad privada que no tenía suficientes títulos legales. En vano se alzaron muchas quejas, y a veces muy justificadas; el Senado dejó hacer. Era evidente que, si se quería ir hasta el fin de la cuestión agraria, no había que pararse ante los obstáculos sino cortar por lo sano. Sin embargo, estas violencias legales tenían sus límites. El dominio itálico no pertenecía solo a los ciudadanos romanos: en virtud de diversos plebiscitos y senadoconsultos, algunas ciudades aliadas habían recibido el goce exclusivo de extensos terrenos públicos, y también ciertos ciudadanos de derecho latino poseían algunos lotes, con o sin autorización. Un día los repartidores tocaron estas posesiones. No hay duda de que la reivindicación respecto de los individuos no ciudadanos y simples ocupantes estaba perfectamente conforme con la letra de la ley, y lo mismo sucedía con los dominios asignados a las ciudades itálicas por una decisión senatorial o en virtud de tratados públicos. El Estado nunca había querido renunciar a la propiedad; las concesiones hechas a las ciudades o a los particulares eran esencialmente revocables. Por otra parte, era importante hacer que callasen las ciudades aliadas o sujetas que acusaban a Roma de la violación de los pactos. No era posible dejar de oír o rechazar sus quejas, así como tampoco se podía hacer eso con las de los simples ciudadanos romanos a quienes había alcanzado la medida. Las ciudades no tendrían quizá mejor derecho que ellos para reclamar. Pero mientras aquéllos eran súbditos del Estado solo se sacrificaba el interés privado, cosa que no sucedía con los detentadores latinos. En efecto, ellos habían sido un apoyo necesario para el poder militar de Roma y se habían visto perjudicados ya muchas veces en su condición jurídica y material por decretos injustos (volumen II, libro tercero, pág. 346); por tanto, disgustados con Roma, ¿podían los latinos tolerar un golpe nuevo y más sensible? ¿O es que se los quería convertir en enemigos declarados? Se había hecho dueño de la situación el partido del justo medio; y así como la víspera de la catástrofe había hecho alianza con los partidarios de Graco y sostenido la reforma en contra de la oligarquía, hoy, al unirse con los oligarcas era el único que podía poner un freno a la reforma. Los latinos se volvieron hacia el hombre eminente del partido, Escipión Emiliano, suplicándole que viniese en ayuda de su causa. Escipión les prometió su apoyo. Por su influencia se votó el plebiscito del año 625[1] que quitó a los comisionados repartidores todo lo contencioso en cuestiones graves, y sometió a la decisión de los cónsules, jueces natos en estas cuestiones, los procesos relativos a la determinación del dominio público y de la propiedad privada siempre que la ley no decidiese otra cosa. Esto equivalía a paralizar, aunque de una manera suave, todas las operaciones de los comisionados. El cónsul Tuditano, que por otra parte no era favorable a la reforma, aprovechó la ocasión que se le ofrecía para irse al ejército de Iliria dejando la distribución in statu quo. A pesar de esto, la comisión continuó reunida, pero, como había cesado su jurisdicción regular, quedó necesariamente inactiva. Los reformistas estaban furiosos. Hasta Publio Mucio y Quinto Metelo desaprobaban la malhadada intervención de Escipión. Pero los más encolerizados no se satisfacían con censurar. El héroe de Numancia había anunciado para el día siguiente una moción concerniente a los latinos, y por la mañana fue hallado muerto en su lecho. Sin duda alguna había sido víctima de un asesinato político, a la edad de cincuenta y seis años, y cuando aún conservaba toda su fuerza y vigor. La víspera había hablado en público y se había retirado más temprano que de costumbre a su dormitorio para preparar su arenga del día siguiente. Poco tiempo antes había hecho alusión públicamente a ciertos proyectos dirigidos contra su vida. No ha llegado a averiguarse cuál fue la mano criminal que se armó durante la noche para herir al primer general y al más grande hombre de Estado de su siglo. No es propio de la historia repetir los rumores que circularon entonces por la ciudad, y sería una pueril curiosidad querer sacar la verdad en medio de los confusos accidentes del momento. No está probado que el autor del crimen perteneciese a la fracción de los Gracos, ni que el asesinato de Escipión fuera la respuesta de los demócratas al drama sangriento ejecutado por los aristócratas delante del templo de la Fidelidad. Sin embargo, nada hizo la justicia. Como la fracción popular temía, y no sin razón, los peligros de un proceso en relación con sus jefes Cayo Graco, Flacco y Carbón, fuesen o no culpables, se opuso con todas sus fuerzas a que se abriese una información, y la aristocracia, que perdía en Escipión a un aliado pero también a un adversario, dejó por su parte quieto el asunto. La muchedumbre y los hombres moderados presenciaban aterrados tales acontecimientos, pero ninguno tanto como Quinto Metelo. Si bien antes había censurado la intervención antirreformista de Escipión, se separó horrorizado de sus antiguos aliados políticos, y ordenó a sus cuatro hijos que llevasen hasta la pira el féretro del gran hombre. Los funerales se prepararon rápidamente. El cadáver del último vástago del vencedor de Zama fue llevado por las calles de la ciudad con la cabeza cubierta, y nadie pudo contemplar por última vez su semblante. Con los lienzos que cubrían el cuerpo del héroe y el entusiasmo por tributarle los últimos honores, desaparecieron las huellas del atentado. Hubo en Roma muchos hombres de un genio más brillante que el de Escipión Emiliano, pero ninguno lo igualó en pureza moral, en generosidad política ni en verdadero amor a la patria; ninguno tuvo, quizás, un destino más trágico. Con la plena conciencia de sus mejores deseos para la cosa pública y de sus eminentes facultades, estuvo condenado a ver consumarse ante sus ojos la ruina de su patria y arrastrado fatalmente más tarde a combatir y a paralizar los remedios puestos para salvarla. A pesar de que veía claramente que las cosas no iban mal, le fue necesario aprobar un día el atentado de Nasica y al mismo tiempo sostener contra el asesino la empresa de la víctima. Pudo decir, sin embargo, que no había vivido inútilmente. A él y al autor de la Ley Sempronia el pueblo romano debía la creación de ochenta mil propietarios nuevos, y fue él también quien detuvo la corriente, cuando la medida ya había producido todos sus efectos útiles. En la opinión de muchos no bien intencionados, aún no había sonado la hora de poner término a la ley agraria, pero los hechos deponen en favor de la oportunidad y de la sabiduría de Escipión. El mismo Cayo Graco no volvió a poner mano seriamente en los trabajos no acabados, y dejó en tal estado las posesiones a las que alcanzaba todavía la ley de su hermano. La ejecución y la suspensión de la ley, después, habían sido conquistadas, sobre la aristocracia, una, y sobre el partido reformista, la otra. Esta última medida costó la vida a su autor. Los destinos habían llevado a Escipión a muchos campos de batalla, de los que lo habían sacado sano y salvo después de haber obtenido la victoria, y lo hicieron perecer a manos de un asesino. Pero al morir en la oscuridad, en el fondo de su casa, murió por Roma de la misma forma que si hubiera sucumbido delante de los muros de Cartago.

AGITACIÓN DEMOCRÁTICA. CARBÓN Y FLACCO
DESTRUCCIÓN DE FREGELA

Una vez que las distribuciones agrarias terminaron, la revolución no dejó de continuar su marcha. Aún en vida de Escipión, la fracción democrática, cuyos jefes eran los triunviros repartidores, había sostenido algunas escaramuzas contra el poder. Carbón, uno de los grandes oradores de la época y elegido tribuno en el año 623, había dado bastante que hacer al Senado: había introducido definitivamente en los comicios la votación secreta, y llevado su audacia hasta reproducir la moción de Tiberio. Había pedido que los tribunos del pueblo fuesen admitidos como candidatos para el año siguiente a su salida del cargo, y había querido suprimir por las vías legales el escollo con el cual había naufragado su predecesor. La resistencia de Escipión desbarató sus planes, pero algunos años más tarde fue aprobada la moción, después de la muerte de Escipión. Ante todo, el partido quería resucitar la comisión repartidora, inactiva desde hacía mucho tiempo. Entre los agitadores se trataba nada menos que de conferir en masa el derecho de ciudadanía a todos los aliados itálicos con el fin de orillar los obstáculos, y en este sentido era principalmente en el que se movían. A fin de poner orden en esto, y obedeciendo las instigaciones del Senado, el tribuno del pueblo, Marco Junio Penno, propuso expulsar de la capital a todos los no ciudadanos. En vano se opusieron a esto los demócratas con Cayo Graco a su cabeza; en vano hubo gran fermentación en las ciudades latinas: la odiosa proposición fue votada. Al año siguiente (629), el cónsul Marco Fulvio Flacco respondió a ella con una rogación contraria: quería que todo habitante de una ciudad aliada pudiese obtener la ciudadanía romana, siempre que esto fuese aprobado por la comisión. Pero el cónsul quedó prácticamente solo en su opinión. Carbón había cambiado de campo y se había convertido en un celoso aristócrata, y Cayo Graco, que entonces era cuestor en Cerdeña, estaba ausente. El Senado triunfó fácilmente sobre el cónsul, y hasta el pueblo se mostró poco dispuesto a comunicar sus privilegios a otros. Flacco tuvo que salir de Roma para ir a ponerse al frente del ejército en el país de los celtas. Favoreciendo con sus conquistas en la Transalpina los proyectos de la democracia, evitaba a la vez la embarazosa misión de tener que ir a combatir contra los aliados sublevados por él. En efecto, en este mismo tiempo ocurría la insurrección de la ciudad de Fregela. Situada en la frontera entre el Lacio y la Campania, en el principal paso del Liris, era un vasto y fértil país, y quizá la segunda ciudad de Italia; por otra parte, en sus transacciones con Roma era la que llevaba la voz por las colonias latinas. Cuando en la ciudad se supo que la rogación de Flacco había sido desechada, el pueblo corrió a las armas. Hacía siglo y medio que Roma no había tenido que combatir en Italia una insurrección formal, a no ser las guerras que en ella habían suscitado los enemigos exteriores. Esta vez consiguió sofocar el incendio antes de que se propagase por las ciudades aliadas. El pretor Lucio Opimio se apoderó de la plaza no por la fuerza de las armas, sino por la traición del fregelano Quinto Numitor. Fregela perdió sus franquicias locales, sus murallas fueron arrasadas, y quedó convertida, como Capua, en una humilde aldea. En el año 630 se estableció en una parte de su territorio la colonia de Fabrateria, y el resto, con la ciudad destruida, se distribuyó entre las ciudades circunvecinas. Esta pronta y terrible justicia contuvo a los aliados. Se entabló el proceso de alta traición, tanto contra los fregelanos como contra los jefes del partido popular de Roma, a quienes la fracción aristocrática se había apresurado a acusar de cómplices de los revoltosos. Entre tanto, Cayo Graco reapareció en la capital. Sus enemigos, que lo temían demasiado, habían intentado retenerlo en Cerdeña. Habían omitido deliberadamente expedirle las licencias usuales, pero él se había vuelto sin vacilar un momento. Lo llevaron a su vez ante los tribunales y lo acusaron de haber tenido parte en la sublevación de Fregela. Apoyado por el pueblo recogió el guante, se presentó como candidato al tribunado, y fue elegido para el año 631 en unos comicios notables por la extraordinaria afluencia de votantes. Por consiguiente, se había declarado la guerra. El partido democrático, que siempre estuvo en Roma escaso de jefes y de hombres capaces, había estado holgado durante nueve años, por decirlo así, pero ahora puso fin a la tregua: se había ubicado a su cabeza un hombre más leal que Carbón, más hábil que Flacco, y que poseía cuanto se necesita para arrastrar detrás de sí a los pueblos y mandar.

CAYO GRACO

Nueve años más joven que su hermano Tiberio, tenía con él muy poca semejanza. Como aquél, huía de los placeres y de las costumbres groseras, y era también un hombre culto y un bravo soldado. Se había distinguido mucho delante de Numancia a las órdenes de su cuñado y después en Cerdeña. Pero por el talento, el carácter y el entusiasmo superaba en mucho la talla del primer Graco. En la seguridad de su marcha, en la exactitud de sus miras incluso en medio de los más diversos obstáculos, y en los esfuerzos empleados para asegurar la votación y ejecución de las muchas leyes que más tarde propuso, no puede desconocerse en el tribuno al hombre de Estado de primer orden. Asimismo, por la fidelidad y sacrificios hechos por sus amigos más próximos, podrán juzgarse las facultades tan especiales de las que estaba dotada esta noble naturaleza. Durante nueve años había sacado de la escuela del dolor y de las humillaciones sufridas la energía de su voluntad y de su acción. La llama del odio, comprimida pero no extinguida en el fondo de su pecho, iba en fin a poder desencadenarse contra el partido culpable, a sus ojos, de los males de la patria y del asesinato de su hermano. Su pasión terrible lo ha convertido en el primero de los oradores que han levantado su voz en el Forum romano; sin esta pasión y sus extravíos podríamos contarlo también entre los grandes políticos de su siglo. Si echamos una ojeada sobre los pocos restos de sus famosas arengas, hallaremos en ellas las huellas de una palabra poderosa e irresistible,[2] y además comprenderemos cómo al leerlas u oírlas las masas se sentían arrastradas por el huracán de su oratoria. Sin embargo, por gran orador que fuese, lo dominaba muchas veces la cólera y entonces se alzaba la tormenta en medio de su elocuencia. Esta fue una fiel imagen de su carrera política y de sus sufrimientos. No había en él el sentimentalismo de Tiberio, esa tendencia al sacrificio que tienen los hombres de vista corta y poco clara, que recurre a las súplicas y a las lágrimas para atraerse a un adversario político. Entrando por el contrario en la vía de la revolución, marchó derecho a su fin y a su venganza. «¡Creo como tú —le escribía su madre— que nada hay más dulce ni más grande que la venganza, pero a condición de que la República no sufra por ello el más leve daño, no siendo así, que vivan nuestros enemigos por muchos años: que continúen siendo lo que son, antes que hacer que la patria se derrumbe y perezca!»[3] Cornelia conocía a fondo a su hijo. Éste profesaba la máxima completamente opuesta. Quería vengarse, y vengarse a toda costa, de aquel gobierno miserable, aun cuando por esto se hundiera Roma y él con ella. Se sentía inclinado al mismo destino precoz que su hermano, y no hizo más que precipitarse con mayor rapidez, semejante al hombre herido mortalmente que se precipita en las filas del enemigo. ¿Quién duda de que la madre de los Gracos pensaba más noblemente que ellos? La posteridad, prendada del hijo, de esa naturaleza italiana tan profundamente apasionada y vehemente, ha preferido lamentarlo a censurarlo, y en verdad no ha hecho mal en ello.

REFORMAS CONSTITUCIONALES DE CAYO VARIACIÓN EN EL ORDEN DE LA VOTACIÓN. LEYES AGRARIAS COLONIZACIÓN DE CAPUA. COLONIZACIÓN TRANSMARINA

Tiberio se había presentado ante el pueblo sin llevar en las manos más que su reforma, pero Cayo se presentaba con una serie de proyectos diversos que en realidad formaban una nueva constitución, cuya piedra angular y principal punto de apoyo era la reelegibilidad de los tribunos a su salida del cargo, medida que, como sabemos, tenía ya fuerza de ley. En adelante, los jefes populares podían conquistar una situación permanente o estable que los protegiese por sí misma, pero era necesario además asegurarse el poder material, tener consigo las masas de la capital y ligarlas con el lazo del interés. Se sabía que no podían contar como base con los campesinos que venían de tiempo en tiempo a Roma. Se ofreció entonces un primer medio, el de la distribución de granos. Ya muchas veces se había dado a un precio ínfimo el trigo procedente del diezmo provincial. Graco decidió que en lo sucesivo todo ciudadano residente en Roma, o que se hiciese inscribir en el padrón, tendría derecho a una prestación mensual (cinco modios, según parece, o sea unos cuarenta y tres litros y medio) suministrada por el almacén público, al precio 6 1/3 ases cada modio, lo cual era menos de la mitad del precio más bajo a que se vendía. Con este objeto fue necesario ensanchar los graneros de la ciudad (horrea populi Romae) e incluso construir los nuevos graneros sempronianos.[4] Como quedaban privados de la distribución los que habitaban fuera de Roma, grandes masas de campesinos acudían a inscribirse para vivir dentro de sus muros. En consecuencia, los proletarios que antes estaban sujetos a la aristocracia pasaban todos a la clientela de los agitadores del partido reformista, suministraban una guardia personal a los nuevos señores de la ciudad y les aseguraban una invencible mayoría en los comicios. Aún hay más, para dominarlos mejor, Cayo hizo suprimir el orden de votación seguido en las centurias. Sabemos que las cinco clases que poseían algunos bienes votaban en ellas según su rango y unas a continuación de las otras, cada cual en su circunscripción (volumen II, libro tercero, pág. 368). Ahora se decidió que, en lo sucesivo, votarían todas las centurias por azar y cada vez en un orden determinado. Esta organización, que se apoyaba en un proletariado urbano, tenía por principal objeto poner a la capital, y con ella todos los dominios de la República, en manos del nuevo jefe, darle a éste un ascendiente absoluto en los comicios, y suministrarle el medio de imponerse al Senado y a los magistrados hasta por el terror. Es necesario, sin embargo, reconocer que el legislador de la reforma trabajaba al mismo tiempo con un ardor y una fuerza eficacísima en la curación de las llagas sociales. En realidad ya se había terminado la cuestión del dominio comunal itálico. Como la ley de Tiberio no estaba derogada y como tampoco lo estaba la función de los peritos repartidores, la ley agraria votada a propuesta de Cayo no dictaba nada nuevo, sino que buscaba devolver a los repartidores su jurisdicción perdida por un momento. Solo se había querido salvar el principio. Las distribuciones agrarias, comenzadas de nuevo por pura fórmula, se hacían en proporciones insignificantes, tal como lo prueban, entre otras muchas cosas, las listas del censo que en el año 639 arrojan exactamente la misma cifra que diez años antes. Es evidente que si Cayo no llevó más adelante la ejecución de las leyes agrarias es porque las distribuciones consumadas habían agotado todos los dominios públicos comprendidos en el plan del primer Graco. En cuanto a los detentados por los latinos, no era posible tocarlos sin abordar al mismo tiempo la espinosa cuestión de la extensión del derecho de ciudadanía. Por el contrario, Cayo fue mucho más allá de lo que permitían las disposiciones de la Ley Sempronia. Se lo vio proponer la fundación de colonias en Italia, principalmente en Capua y en Tarento, y condenar a la distribución los dominios públicos arrendados desde tiempo atrás por la República, y que durante la función de Tiberio habían gozado de una inmunidad absoluta. En este sentido propuso su distribución no como se había practicado antes, lo cual excluía la creación de nuevas colonias, sino al contrario, en provecho del sistema colonial. En tanto las nuevas colonias deberían su existencia a la revolución, no dejarían de venir en su auxilio. Hecho esto, Cayo recurrió a resoluciones aún más fecundas e importantes. Pensó en proveer a las necesidades de las clases pobres itálicas, y para eso recurrió al dominio transmarino del Estado. Al lugar donde había existido Cartago envió seis mil colonos, según parece elegidos no solo entre los ciudadanos romanos, sino también entre los aliados itálicos, y la nueva ciudad de Junonia fue recibida en el derecho de ciudadanía romana. Ésta era una obra grande por sí misma, grande sobre todo porque consagraba el principio de emigración al otro lado de los mares, y porque de este modo Graco abría un perpetuo canal de desagüe al proletariado de Italia. Pero si la medida era algo más que un remedio provisional, por otra parte consagraba la abolición formal de la antigua máxima del derecho político de Roma: Italia cesaba de ser la tierra exclusivamente dominante, y las provincias dejaban de ser en adelante el país exclusivamente dominado.

SE DULCIFICAN EL DERECHO CRIMINAL Y LAS INSTITUCIONES

Todas las disposiciones que hasta ahora se habían tomado trataban directamente la gran cuestión del proletariado, pero a su lado se resolvieron otras que respondían también a las tendencias generales del momento. El rigor tradicional de las instituciones de la ciudad se quiso sustituir con elementos más humanos y más en relación con las ideas corrientes. Primeramente la modificación recayó sobre el sistema militar. Según el antiguo derecho público, la duración del servicio estaba dispuesta de este modo: ningún ciudadano podía ser llamado a tomar las armas antes de cumplidos los dieciséis años ni después de los cuarenta y cuatro. A consecuencia de la ocupación de España, y de que el servicio había comenzado a ser permanente, por primera vez una ley especial había decidido que todo soldado obtendría su licencia después de seis años de servicio consecutivos, aunque esta licencia no era definitiva ni protegía al individuo de un llamamiento posterior. Más tarde, quizás a principios del siglo VII, pasaba como regla que a los veinte años de servicio, diez a pie y diez a caballo, se daba la licencia absoluta.[5] Graco renovó y puso en vigor la ley infringida violentamente a cada paso que prohibía el llamamiento al ejército del joven antes de entrar en los diecisiete años. También fue él, según parece, quien determinó el número mínimo de años de campaña que debía llevar el soldado antes de quedar libre de esta carga, y, por último, hizo que se lo vistiese gratuitamente, pues hasta entonces se le había descontado del sueldo el valor del uniforme.

Por este mismo tiempo iban traduciéndose hasta en la justicia militar los efectos de las tendencias reveladas en la legislación de los Gracos; si bien no llega a suprimir la pena de muerte, esta legislación la aplica con mucha menos frecuencia. Con el advenimiento de la República, los magistrados habían perdido el derecho de condenar a pena capital a un ciudadano sin rogación expresa presentada al pueblo, pero la ley militar era una excepción (volumen I, libro segundo, págs. 227 y sigs.). Algún tiempo después de la época de los Gracos, vemos ya introducida en el campamento la provocatio: el general ya no podía pronunciar sentencia de pena capital, sino contra los aliados y sus súbditos. Qué puede deducirse de aquí, sino que la ley de apelación, debida a Cayo Graco, es la que ha formulado estas innovaciones y restricciones. También emana de Cayo una limitación no menos importante, aunque indirecta, en lo tocante al derecho del pueblo a estatuir en materia capital o a confirmar la sentencia. Quitó al pueblo el derecho de conocer acerca de los delitos capitales más comunes, el envenenamiento y el asesinato. Eligió comisiones judiciales permanentes (Quoestiones rerum capitalium), cuya acción no podía ser detenida por la intercesión tribunicia y cuyas sentencias no podían apelarse nunca. Además, semejantes a las decisiones de los antiguos jurados civiles, no podían ser casadas por los comicios. Ante la justicia popular, y particularmente durante el proceso político, el acusado permanecía libre según una práctica antiquísima y era dueño de sustraerse a la pena renunciando a su privilegio de ciudadano romano. Al salvar de este modo su vida y su libertad, ponía igualmente a cubierto su fortuna si tenía de ella un título civil, a excepción de la acción de sus acreedores. Sin embargo, según los términos del derecho, eran posibles y lícitas la detención preventiva y la ejecución de la pena, y pueden citarse notables ejemplos de ello. Acusado el pretor Lucio Hostilio Tubulón en el año 612 de un delito capital, no pudo recurrir al destierro voluntario, sino que fue arrestado y decapitado.[6] Las comisiones de la justicia civil, por el contrario, no estaban habilitadas para tocar ni la vida ni la libertad de los ciudadanos y, cuando más, podían pronunciar el confinamiento. El destierro, que era en realidad una especie de indulto o conmutación concedida al culpable convencido de un crimen, se elevó en la nueva legislación a la categoría de una pena. Al igual que el destierro voluntario, deja al confinado en plena posesión de sus bienes, salvo las indemnizaciones debidas a la parte lesionada y las multas para el Tesoro.

En lo tocante a créditos y deudas, no innovó nada Cayo Graco; sin embargo, si hemos de creer en testimonios considerables, debió dar a los deudores esperanza de una atenuación o de un perdón completo. Si el hecho es cierto, habría que colocar semejante promesa entre las concesiones radicales que sirvieron para darle popularidad.

APOGEO DE LOS CABALLEROS. SUS INSIGNIAS

Aun apoyándose en las masas, que esperaban o recibían de él el mejoramiento de su condición material, Graco trabajaba con no menos energía en la ruina de la aristocracia. Convencido de la fragilidad del poder de todo jefe político que solo reina apoyado en el populacho, puso también gran cuidado en sembrar la división entre la aristocracia y unir a sus intereses los de una parte de aquélla. Tenía en su mano los elementos de desunión que necesitaba. Ese ejército de ricos que se había levantado como un solo hombre contra su hermano en realidad se componía de dos cohortes diferentes, comparables desde cierto punto de vista con las dos aristocracias inglesas de los Lores y de la Cité de Londres. En una estaba el grupo inatacable de las familias senatoriales, extrañas a los asuntos de especulación directa, y cuyos inmensos capitales se empleaban en la propiedad territorial o en grandes sociedades anónimas. Sus operaciones en gran escala y sus negocios de banca se extendían a todo el territorio del imperio y de la hegemonía de Roma. Ya hemos mostrado en otro lugar que, en el transcurso del siglo VI principalmente, éstas se habían elevado al nivel de las familias senatoriales. Pero el plebiscito Claudiano, obra de Cayo Flaminio, el precursor de los Gracos, les prohibía que se ocupasen en el comercio, y de esta forma había establecido una demarcación legal entre ellos y la clase comerciante y banquera. Pero, en la actualidad, la aristocracia del dinero, con el nombre de caballeros, había conquistado una influencia decisiva en los asuntos políticos. El nombre de caballeros solo se había dado en un principio a aquellos que constituían el cuerpo de la caballería cívica. Sin embargo, primero se extendió su nombre, en el lenguaje usual al menos, a todos aquellos que poseían al menos una fortuna de cuatrocientos mil sestercios y debían servir a caballo. Por consiguiente, esta palabra sirvió muy pronto para designar a toda la alta sociedad romana, fuese o no senatorial. Ahora bien, poco tiempo antes de Cayo, como la ley había declarado la incompatibilidad entre el servicio de la milicia a caballo y los puestos senatoriales, los senadores se encontraron completamente separados de los caballeros, y, desde esta fecha, éstos, tomados en conjunto, habían formado al lado de aquellos una verdadera aristocracia del dinero. Conviene decir sin embargo que los curiales no senadores y los hijos de las grandes familias senatoriales continuaron inscritos en las listas de la clase de los caballeros, y que se les daba este nombre. Por último, las dieciocho centurias de la caballería cívica, que como sabemos estaban compuestas por los censores, no dejaron de reclutarse siempre entre los jóvenes miembros de la aristocracia de sangre (volumen II, libro tercero, pág. 341).

En consecuencia, la clase de los caballeros, o si se quiere la de los comerciantes ricos, tuvo con el Senado gobernante choques frecuentes y desagradables. Había una antipatía natural entre la alta nobleza y los hombres cuya importancia era debida solo al dinero. Los senadores, y sobre todo los más nobles, estaban separados de las especulaciones mercantiles, así como los caballeros, afectos ante todo a los intereses materiales, permanecían extraños a las cuestiones políticas y a las querellas de los intrigantes. Sin embargo, en las provincias habían surgido rudas colisiones entre unos y otros. Si los provincianos tenían en general más razón que los capitalistas de Roma para quejarse de la parcialidad de los funcionarios romanos, no por esto los senadores se mostraban dispuestos a cerrar los ojos sobre los actos de codicia y los excesos cometidos contra los pueblos sujetos, tanto como hubieran deseado los traficantes. Aunque unidas un momento ante el enemigo común, ante Tiberio Graco por ejemplo, se abría un abismo entre ambas aristocracias. Cayo, más hábil que su hermano, supo hacerlo mayor, y, una vez que se rompió la alianza, llamó hacia sí a la aristocracia del dinero. Les dio ciertas insignias con las que los caballeros censitarios se distinguieron de los demás, por ejemplo la sortija de oro, en vez del anillo usual de hierro o de bronce. Por otro lado no puede afirmarse, aunque no es inverosímil, si les dio o no un lugar distinto y preferente en los juegos públicos. Las insignias y privilegios que mencionamos se remontan hasta su tiempo. Estaba en sus atribuciones el conferir a los caballeros, que cada día iban adquiriendo mayor preponderancia, los honores reservados a los senatoriales (volumen II, libro tercero, pág. 332). Y de hecho quiso imprimir a aquella institución el carácter de una aristocracia igualmente exclusiva y privilegiada, para que fuera intermediaria entre el orden noble y el común del pueblo. Por insignificantes que fuesen, y aunque muchos hasta desdeñasen hacer uso de ellas, estas señales exteriores encontraban ordinariamente mejor acogida que cualquier otra medida importante. Sin embargo, sin rehusar las distinciones que se le ofrecían, el partido de los intereses materiales no se vendía por este único precio. Bien lo sabía Graco: este partido se iba con el que más le ofrecía, pero a condición de que la oferta fuese real e importante. Graco le ofreció las rentas de Asia y los jurados.

IMPUESTOS ASIÁTICOS

La administración financiera de Roma, con su sistema de impuestos indirectos y de rentas territoriales (Vectigalia), cobrados por agentes intermediarios, era una fuente de inmensa riqueza para la clase de los capitalistas, aunque con gran detrimento de los contribuyentes. En cuanto a las rentas directas, como sabemos, consistían en sumas fijas pagadas por las ciudades, lo cual se hacía en la mayor parte de las preturas sin que tuviese lugar en ellas la intervención de los rentistas, o bien era un diezmo (decumoe), como sucedió en Sicilia y en Cerdeña, cuya percepción se verificaba en cada localidad. Los provincianos ricos y muchas veces también las ciudades que debían pagar el diezmo lo arrendaban en sus distritos respectivos, con lo cual tenían a raya a los publicanos y a los especuladores de la capital, tan temidos en todas partes. Cuando, seis años antes del tribunado de Cayo, Asia había caído bajo la dominación romana, el Senado había establecido en ella el sistema de cuotas fijas por ciudades. Pero Graco varió todo esto en virtud de un plebiscito,[7] y cargó con tasas directas e indirectas muy pesadas a la nueva provincia, hasta entonces exenta. Muy particularmente le impuso el diezmo sobre la renta, y decidió que la contribución de toda la provincia había de darse en arrendamiento a los empresarios de Roma. De esta forma, al mismo tiempo que cerraba la puerta a los capitalistas locales, suscitaba inmediatamente la formación de una sociedad colosal para el arrendamiento de los diezmos y el cobro de los productos de los pastos y de las aduanas de Asia. Y lo que acredita más, si es que es necesario, su firme propósito de emancipar por completo la aristocracia del dinero respecto del Senado, fue la decisión de que las tasas del arrendamiento total o parcial en el porvenir no estarían como antes al arbitrio de éste, sino que, al contrario, se regirían conforme a ciertas disposiciones legales. Esto era abrir una mina de oro a los traficantes: en el seno de esta nueva sociedad financiera se formó un poderoso grupo, una especie de «Senado comercial» que no tardó en imponerse al Senado romano.

LOS JUECES JURADOS

Por este mismo tiempo otras medidas conferían a los rentistas una influencia pública y activa en la administración de justicia. Ya hemos dicho anteriormente que la competencia del pueblo en materia criminal, limitada ya a muy pocos casos, se había reducido aún más por Cayo Graco. Casi todos los procesos, civiles o criminales, se ventilaban ante un jurado especial[8] frente a comisiones permanentes o extraordinarias.[9] Hasta ahora, jueces o comisiones, todos habían salido del Senado. Pero hoy, que se trata de materias puramente civiles o de las conferidas a comisiones perpetuas o temporales, Graco transfiere a los caballeros la formación de la judicatura. Compone las listas anuales del jurado (Oido judicum) tomando de las centurias de los caballeros a todos los individuos llamados al servicio montado, y excluyendo no solo a todos los senadores, sino también, por la determinación de una condición de edad, a todos los jóvenes pertenecientes a las familias senatoriales.[10] No es temerario afirmar que la designación de las funciones judiciales recaía preferentemente sobre los principales accionistas de las grandes sociedades de la compañía arrendataria de los impuestos de Asia o de otros puntos. En realidad éstos tenían más interés que nadie en intervenir en los tribunales. La concordancia entre las listas de los jurados y los cuadros de los publicanos asociados dará a entender suficientemente todo el poder del antisenado organizado por Graco. Anteriormente no había más que dos poderes en el Estado: el Senado, poder gobernante y administrativo, y el pueblo, poder legislativo. La administración de justicia estaba distribuida entre ambos. Pero he aquí que viene la aristocracia del dinero, clase hoy exclusiva, privilegiada y asentada en la sólida base de los intereses materiales, entra en el Estado, se coloca al lado del poder ejecutivo y de la aristocracia directora, y comprueba y juzga. Las decisiones de los jurados no podían menos que ser siempre la expresión pura y simple de las antipatías del comercio contra la nobleza. Por otra parte, ante el tribunal que verificaba estas cuentas, el senador, antiguo gobernador provincial, no tenía por jueces a los de su clase: su existencia civil estaba a merced de los grandes traficantes y banqueros. La querella entre el rentista y el pretor abandonaba la provincia y el terreno de la administración local, y se trasladaba a Roma, al terreno de los procesos por concusiones. Después de haber separado así en dos campos la aristocracia de los ricos, Cayo suministraba alimento diario y proporcionaba fácil salida a los odios y rencores.

SUSTITUCIÓN DEL PODER SENATORIAL POR EL MONÁRQUICO

Dispuestas de este modo las armas de los proletarios y los traficantes, se puso sin tardanza manos a la obra. Para derribar a la oligarquía gobernante del Senado, era necesario, como hemos indicado, quitarle las atribuciones esenciales de su competencia mediante reformas legislativas, pero también se necesitaba minar la casta noble hasta en sus fundamentos con el auxilio de medidas directas, personales y hasta transitorias. Así lo hizo Cayo. La alta administración estaba toda en manos del Senado. Él se la quitó haciendo, por un lado, que las cuestiones más graves pasasen a los comicios, lo cual equivalía a que las resolviese la autoridad del poder tribunicio; por otro, disminuyendo las atribuciones senatoriales hasta en el despacho de los asuntos corrientes, y, por último, atrayéndolo todo hacia sí directamente. Las primeras de estas medidas las hemos dado a conocer oportunamente. El nuevo jefe tenía la intervención absoluta en las arcas del Tesoro, independientemente del Senado, por esas distribuciones regulares de trigo que gravaban las rentas públicas con una carga pesada y permanente. Además actuaba sobre los terrenos comunales mediante el envío de colonos, decretado no por senadoconsultos, sino por plebiscitos. Y por último, disponía de la administración provincial después de haber destruido por una ley del pueblo el sistema de impuestos establecido en Asia por el Senado, y haberlo reemplazado por los arrendamientos adjudicados a los publicanos de Roma. Ahora bien, aunque no le quitó por completo a aquel alto cuerpo una de sus más importantes prerrogativas en la marcha y manejo de los negocios corrientes, esto es la distribución y determinación de provincias consulares, aniquiló la influencia indirecta ejercida por este medio, al decidir que la distribución se verificase antes de la elección consular. Finalmente, en su actividad infatigable, el nuevo jefe concentra en sus manos las más diversas y complicadas atribuciones: vigila personalmente las distribuciones de cereales, elige los jurados y va a instalar a los colonos al punto en el cual han sido destinados, a pesar de que su función no le permite salir de los muros de Roma; reglamenta los caminos, concluye los contratos relativos a los trabajos públicos, dirige las deliberaciones en la curia y las elecciones para el consulado. En suma, acostumbra al pueblo a no ver al frente de todo más que a un solo hombre. El vigor y la habilidad de su gobierno personal arrojan a la oscuridad la acción débil de su colega senatorial.

Sus conquistas sobre la jurisdicción de los senadores fueron aún más irresistibles. Como hemos visto, se los despojó de sus derechos ordinarios en la administración de justicia; sin embargo esto no era bastante para él: les quitó además la jurisdicción que se arrogaban en materia de administración. Según los términos de la ley concerniente a las apelaciones,[11] reproducida por él, prohibió, bajo las penas más severas, que se estableciesen por medio de senadoconsultos comisiones que juzgasen los delitos de alta traición. Una comisión de esta clase, instituida después del asesinato de Tiberio, fue la que se ensañó tanto contra sus partidarios. En suma, el Senado había perdido su derecho de comprobación y confirmación, y no le quedaban de hecho más poderes administrativos que los que el nuevo jefe del Estado había tenido a bien dejarle.

Cayo no estaba sin embargo satisfecho: arreglada la constitución, la emprendió contra la aristocracia gobernante. Prestando atención, digámoslo así, al sentimiento de venganza, dio efecto retroactivo a la ley mencionada anteriormente y persiguió a Publio Popilio, sobre quien se habían concentrado los odios demagógicos después de la muerte de Nasica. Popilio se vio obligado a salir de Roma. Sin embargo, y esto es muy notable, la moción no pasó en las tribus, sino por dieciocho votos contra diecisiete, como si en las cuestiones en que se ponían en juego las personas la aristocracia conservase aún su influencia sobre las masas. Por otra parte, de acuerdo con otra moción dirigida contra Marco Octavio aún menos justificable, todo el que fuese despojado de sus funciones en virtud de un plebiscito era declarado incapaz de ocupar nunca un cargo público. Pero Cayo cedió a las súplicas de su madre y retiró este odioso proyecto. De esta manera se evitó la ignominia de la patente violencia hecha al derecho público con la legalización de un acto notoriamente inconstitucional, y de las bajas represalias dirigidas hacia un hombre honrado que nunca había censurado a Tiberio con una palabra mal sonante, y que solo le había hecho frente por obedecer la ley, según era su deber, al menos tal como él lo comprendía. Una última medida imaginada por el tribuno superaba con mucho a todas las demás; era una medida rodeada de inmensas dificultades y que no pasó de proyecto. Quiso reforzar o, mejor dicho, duplicar el número de los senadores con la creación de otros trescientos miembros elegidos por los comicios entre las filas de los caballeros. Hacer esto era acabar con la independencia del Senado, y hacer de él un instrumento dominador soberano.

LA CONSTITUCIÓN DE CAYO GRACO
SUS CARACTERÍSTICAS

Tal era el conjunto de la constitución reformada de Cayo Graco. Durante los dos años de su tribunado (de 630 a 632), llegó a establecer sus principales disposiciones sin encontrar resistencia seria, ni tener que apelar a la violencia. Entre los confusos relatos de los cronistas no es posible averiguar el orden de los decretos y de los actos; la historia no puede responder a muchas cuestiones que surgen del fondo de este asunto. Creo, sin embargo, que no nos falta ningún detalle esencial. Conocemos con seguridad y claridad aquellos hechos, y Cayo se nos presenta en toda la realidad de su carácter. A diferencia de su hermano, lejos de dejarse arrastrar por la corriente de los acontecimientos, siempre más poderosos que el hombre, el tribuno tenía su plan grandioso y enérgicamente concebido, y lo realizó en sus partes capitales por medio de una serie de leyes. Por otra parte, la constitución Sempronia de ninguna manera fue lo que han creído tantos, así en los tiempos antiguos como en los modernos: esto es, una reconstrucción de la República sobre bases nuevas y democráticas. Lo cierto y lo que salta a la vista con solo abrir los ojos es que fue en realidad la destrucción de la República, pues al instituir la función suprema de un tribunado constantemente reelegible y de por vida, que disponía del poder mediante el dominio ilimitado que ejercía sobre los comicios, soberanos solo en la forma, fundó verdaderamente la tiranía o, como se decía en el siglo XVIII, la monarquía napoleónica absoluta, antifeudal y antiteocrática. Según atestiguan sus palabras y sus actos en todos los instantes de su vida, sí es cierto que Cayo había premeditado la destrucción del régimen senatorial, ¿qué otra institución que no fuese la tiranía quedaba posible en Roma, con una aristocracia abatida, con su asamblea del pueblo, cuyo tiempo había ya pasado, y siendo aún desconocido el sistema parlamentario? Para negarlo era necesario el entusiasmo sencillo del predecesor de Cayo, o la política callejera de los revolucionarios de los tiempos que siguieron. Cayo fue un hombre de Estado en toda la extensión de la palabra, y no por no haber legado a la tradición la fórmula de su gran trabajo de reconstrucción política, por diversos que sean los juicios emitidos sobre esto, puede negarse que tuvo plena conciencia de lo que hizo. Tampoco hay duda de que fue un usurpador con propósito deliberado. Pero ¿quién, conociendo el verdadero estado de las cosas, le echará en cara su empresa monárquica? Ya sé que la monarquía absoluta es un gran mal, pero es un mal menor que la oligarquía, y la historia no debe censurar tan absolutamente al hombre que, al tener que elegir entre uno u otro régimen, ha dado a su país el menos funesto. Incluso debe dulcificar la severidad de su lenguaje cuando este hombre se llama Cayo Graco, genio ardiente y profundo al mismo tiempo, naturaleza poderosa y tan elevada sobre el nivel común de los hombres. Esto no quiere decir que yo desconozca en su obra legislativa la perniciosa influencia de las dos corrientes contrarias: una persigue el bien público, y la otra va unida a los cálculos del interés personal y aun del espíritu de venganza. Buscando con ardor el remedio a los males sociales y al pauperismo que se desbordaba por toda partes, Cayo Graco instituyó las distribuciones de trigo, prima dada a la holgazanería de las masas. Este medio detestable hizo surgir en la capital, como si saliesen de la tierra, enormes masas de proletarios. Cayo empleó palabras duras contra la venalidad del Senado: se lo vio inalterable en su justicia, y denunció públicamente los escándalos de los traficantes usureros, de un Manio Aquilio, por ejemplo, y sus rapiñas cometidas en Asia Menor.[12] Y sin embargo, él mismo es quien a cambio del gobierno concentrado en Roma, impone a los súbditos la carga de alimentar al pueblo soberano. Desaprueba indignado el saqueo de las provincias; en ocasiones provoca saludables y severas medidas, y suprime los tribunales senatoriales cuya insuficiencia es notoria, los mismos ante los que Escipión Emiliano había ya perdido el tiempo y el crédito reclamando el castigo de los grandes culpables. Sin embargo, da a la vez la jurisdicción a la clase comerciante y les entrega a los infelices provincianos atados de pies y manos. De esta forma los aplastó bajo un despotismo más cruel aún que el de la aristocracia, e introdujo en Asia un modo de tasación copiado de los cartagineses, comparado con el cual el empleado en Sicilia parecerá dulce y humano. Y todo esto porque necesita a los hombres del comercio, porque, con la anona que ha instituido y con las enormes cargas que ha hecho pesar sobre el tesoro, necesita constantemente nuevos y grandes recursos. Seguramente deseaba una administración fuerte y una justicia bien ordenada, como lo acreditan numerosas y excelentes medidas. No obstante, su sistema administrativo no es más que una continua serie de usurpaciones que la ley consagra en cuanto a su forma, y respecto de la justicia, institución preciosa que un Estado regular debe colocar por encima de todos los partidos, o al menos fuera de ellos, se la ve envuelta con deliberado intento en el torrente revolucionario.

Digamos en descargo de Cayo que estas contradicciones eran producto de su situación más que de su persona. En los umbrales de toda tiranía se presenta moral y políticamente un fatal dilema: el mismo hombre debe obrar, si se me permite la expresión, como jefe de bandidos y como el primer ciudadano del país. Este dilema ha costado caro a Pericles, a César y a Napoleón. Cayo cometió también la falta de no ceder solo a la necesidad; marchó arrastrado por una pasión funesta y obedeció a la venganza que, previendo su ruina, lanza su tea a la casa del enemigo. Dio su verdadero nombre a sus leyes orgánicas de la justicia y a las instituciones creadas para dividir la aristocracia. «Son otros tantos puñales —exclama— arrojados a la plaza pública para que los ciudadanos (los más notables, se entiende) los recojan y se despedacen mutuamente.»

Fue un verdadero incendiario. Si es posible que haya sido obra de un solo hombre, no sostendré yo en absoluto que haya sido Cayo Graco el único autor de esta revolución secular que comienza con él. Pero lo que sí es cierto es que fue el fundador de ese aborrecido proletariado de la capital romana que, ensalzado, asalariado y gangrenado hasta la médula por la concentración de las masas verificada por la distribución de las anonas, tenía además conciencia de su fuerza y se mostró unas veces estúpido y otras perverso en sus exigencias, y que ha pesado, por espacio de cinco siglos, como una montaña sobre la sociedad romana hasta que llegó el momento en que se hundió con ella. Y, sin embargo, si Cayo fue el mayor de los criminales políticos, fue también el regenerador de su patria. Cuando venga la monarquía romana, no hallaréis en ella un pensamiento ni un órgano que no se remonte hasta el tribuno. De él es de quien procede la máxima de que el territorio de las ciudades conquistadas entra a formar parte del dominio particular del Estado conquistador. Esta máxima, que tiene su raíz en el derecho tradicional de la guerra entre los pueblos antiguos, era ajena hasta entonces a la práctica del derecho público. Primero sirvió para reivindicar al Estado la facultad de sujetar al impuesto estos territorios, como hizo Cayo respecto de Asia, o de someterlos a la colonización, como hizo en África, y que más tarde fue una de las reglas fundamentales del Imperio. De él también procede la táctica que usan los demagogos para hacerse jefes de Estado: apoyarse en los intereses materiales para derribar la aristocracia gobernante y sustituir la administración viciosa por una administración severa y regular; de este modo legitima lo inconstitucional de sus reformas. Cayo es el que inaugura la igualdad de las provincias con Roma, igualdad que solo la monarquía debía asentar por completo. Por un lado quiso reedificar Cartago, que ya había perdido su rivalidad con Italia, y, por otro, al abrir las provincias a la emigración italiana echó el primer anillo de la larga y bienhechora cadena del desarrollo social posterior. En este hombre extraño, verdadera constelación política, se mezclan de tal forma las perfecciones y los defectos, la fortuna y la desgracia, que la historia, a quien toca juzgarlo, se detiene sin atreverse a pronunciar la sentencia.

LA CUESTIÓN DE LOS ALIADOS

Una vez que Graco había edificado las principales partes de su nueva constitución, puso manos a una obra no menos difícil. La cuestión de los aliados itálicos estaba siempre pendiente. Bien a las claras se veía lo que pensaban los agitadores de la democracia al respecto. Habían intentado dar la mayor extensión posible al derecho de ciudadanía romana, no solo para llegar a la distribución de los terrenos públicos ocupados por los latinos, sino también, y ante todo, con el fin de robustecer su clientela con la masa enorme de los ciudadanos nuevos y poner los comicios completamente bajo su poder, lo que se verificaría a partir de la extensión correspondiente del cuerpo electoral. Por último, querían nivelar todas las diferencias entre los órdenes, diferencias que no tendrían en adelante significación una vez derribada la constitución republicana. Pero al hacer esto entraban en lucha con su propio partido, con las masas dispuestas siempre a decir sí en todas las cuestiones, aunque no las hubiesen comprendido. Por la sencilla razón de que la ciudadanía romana era para ellos un título, que daba derecho directa o indirectamente a beneficios muy palpables e importantes, no se sentían inclinados a ver que se aumentaba el número de accionistas. El haber desechado la Ley Fulvia en el año 629, y la insurrección de Fregela ocurrida poco tiempo después, atestiguan suficientemente la obstinación interesada de la facción dominante en los comicios y las impacientes exigencias de los aliados. Sin embargo, cuando estaba por terminar su segundo tribunado y por obedecer los compromisos contraídos con los aliados, Graco acometió una nueva empresa. Apoyado por Marco Flacco, que a pesar de su cualidad de antiguo consular había sido nombrado por segunda vez tribuno del pueblo para hacer que se admitiese la ley anteriormente propuesta por él, y que había fracasado, puso en el orden del día de los comicios la votación del derecho de ciudadanía a los latinos y la del derecho latino a todos los demás confederados itálicos. Sin embargo se estrelló contra la oposición del Senado y de las masas. ¿Quiere saberse en qué consistía su coalición y cuáles eran sus armas? Escúchense las breves pero exactas palabras del cónsul Cayo Fannio combatiendo la moción en el Forum. La casualidad nos ha conservado estos fragmentos. «¿Creéis, pues, —exclamaba el optimate— que cuando hayáis dado la ciudadanía a los latinos seréis lo que sois en este momento en mi presencia, que tendréis un lugar en los comicios, en los juegos y en las diversiones públicas? ¿No comprendéis que estas gentes lo llenarán todo?» En el siglo V, el pueblo que en un solo día hizo ciudadanos a todos los sabinos hubiera silbado e interrumpido al orador. En el siglo VII, en cambio, le parecen excelentes las razones del cónsul: creería que con ese precio paga demasiado caras las asignaciones ofrecidas por Graco en los terrenos comunales de los latinos. Ahora bien, como el Senado había conseguido expulsar de la ciudad a todos los no ciudadanos el día de la votación, era fácil prever la suerte reservada a la moción. Un colega del tribuno, Livio Druso, fue el primero en poner su intercesión: el pueblo acogió el veto de tal modo que Cayo no se atrevió a llevar las cosas más adelante, ni a tratar a Druso como su hermano había tratado a Marco Octavio en el año 620.

CAYO DERRIBADO DEL PODER. CONCURRENCIA QUE EL
SENADO HACE A CAYO. LAS LEYES LIVIAS

Este éxito había sido de gran importancia para el Senado: con él cobró valor, e, intentando un último esfuerzo para arrojar del poder al demagogo hasta entonces invencible, lo atacó con sus propias armas. La fuerza de Graco estaba en la facción de los comerciantes y en el populacho, sobre todo en éste, que era un ejército real de los partidos en aquella época en que ninguno disponía de las legiones. El Senado no podía pensar en arrancar a los comerciantes o al populacho los derechos recién conquistados. A la menor tentativa contra las nuevas leyes de la anona o de la organización judicial, se levantarían todos como un solo hombre: violencia brutal o ataque menos grosero en la forma, el movimiento hubiera barrido a estos senadores indefensos. Pero además era evidente que su mutua ventaja era la que mantenía unidos a Graco, a los comerciantes y a los proletarios. Respecto de los comerciantes, la satisfacción de los intereses materiales; respecto de los proletarios, era también bastante el tener asegurada la anona. Por lo demás, poco les importaba recibirla de manos de Cayo o de cualquier otro. Al menos por el momento, las instituciones creadas por el tribuno eran inquebrantables, salvo una sola: su poder personal. La fragilidad de su poder tenía un vicio radical: ninguna promesa de fidelidad unía al ejército con su capitán. Según la nueva constitución, todos los órganos eran susceptibles de vida, pero faltaba el lazo moral entre el que manda y los que obedecen, elemento capital sin el cual no puede subsistir el Estado. El haber rechazado la ley que confería el derecho de ciudadanos a los latinos había quitado la venda de todos los ojos. Era evidente que cuando las masas votaron por Graco solo lo habían hecho en provecho propio. La aristocracia no dejó de aprovechar la lección, y ofreció el combate al promotor de las anonas y de las asignaciones en su mismo terreno. Lejos de dar u otorgar a la muchedumbre generosidades iguales a las de Graco, distribuciones de trigo u otras análogas, quiso, y esto es muy secillo, superarlo en este camino. Por exigencia del Senado, un día el tribuno Marco Livio propuso a estos hombres, para quienes se habían creado las asignaciones de los Gracos, que los lotes fuesen declarados francos y libres de todo impuesto en el porvenir, y que se constituyeran en propiedad libre y transmisible. Al poco tiempo se propuso proveer a las necesidades del proletariado ya no con colonias transmarinas, sino mediante la fundación de doce colonias itálicas de tres mil hombres cada una, en las que el pueblo designaría a los funcionarios que debían conducirlas. Por último, Druso dejó aparte la comisión de familia que Graco había imaginado y renunció por su cuenta a participar de los honores de la ejecución. Los latinos eran los que iban a hacer el gasto de este nuevo proyecto, porque no existían en el resto de Italia terrenos comunales detentados que fuesen de alguna consideración. Druso había imaginado además otras innovaciones: entre ellas, para recompensar sin duda a los latinos de sus sacrificios, se había dicho que, en el porvenir, el soldado latino no podría ser apaleado por orden de un oficial romano, sino por orden de un oficial de su nación. El plan de la aristocracia era sumamente hábil. Obra brutal de una concurrencia ambiciosa, esta alianza bizarra entre la nobleza y el populacho solo se hacía con la finalidad de abrumar a los latinos bajo el creciente peso de una tiranía común. La cuestión era muy sencilla: ¿dónde hallar en la península ocupaciones de dominios públicos necesarias para establecer doce ciudades nuevas privilegiadas y populosas? ¿Bastarían para ello los dominios itálicos, cuando ya se habían distribuido todos o casi todos? ¿Bastarían, aun confiscándolas, todas las tierras concedidas secularmente a los latinos? Y en cuanto a Druso, la declaración que hizo de que él no pondría mano a la ejecución de su ley, ¿no era una insigne torpeza, o casi una insigne locura? Pero para la caza torpe bastan malas redes. Además hubo una circunstancia desgraciada y que quizá lo decidió todo: en aquellos momentos en que su influencia personal era el nudo de la cuestión, Graco se hallaba instalando en África su colonia de Cartago. Su factotum en la capital, Marco Flacco, no supo más que ser torpe y violento, y trabajaba en cierto modo a favor de sus contrarios. El pueblo ratificó las Leyes Livias con el mismo entusiasmo que en otro tiempo había ratificado las Leyes Sempronias. Como de costumbre, dio a su actual bienhechor esta ventaja, aumentada por el hecho de que el bienhechor antiguo estaba imposibilitado de emplear medios moderados. La candidatura de Graco para un tercer tribunado en el año 633 fracasó con graves irregularidades cometidas por los tribunos que dirigían la elección, y a quienes él había ofendido. Su derrota electoral era la ruina de su poder. Se le asestó además un segundo golpe con el nombramiento de los cónsules, tomados ambos de las filas de los enemigos de la democracia. Uno de ellos era aquel Lucio Opimio, el pretor del año 629, notable solo por la toma de Fregela. Por lo tanto, el Senado tenía a su cabeza a uno de los jefes más ardientes y menos peligroso del partido ultranoble, que tenía la firme resolución de atacar en la primera ocasión a su peligroso adversario, y esa ocasión no tardó en presentarse.

ATAQUES CONTRA LA COLONIZACIÓN TRANSMARINA
LA CATÁSTROFE

Graco salió de su cargo el 10 de diciembre del año 632, y Opimio entró en su consulado el 1° de enero del año 633. Como es natural, el combate se empeñó en ocasión de la más útil pero más impopular de las medidas del ex tribuno, la reconstrucción de Cartago. A la colonización transmarina solo se había opuesto el arma indirecta de la colonización de Italia, más atractiva para el emigrante. Pero he aquí que comienzan a circular ciertos rumores; se cuenta por ejemplo que las hienas de África habían desenterrado y volcado las piedras puestas hacía poco para señalar los límites del territorio de la nueva Cartago. Los sacerdotes romanos comenzaron a decir que estos prodigios y signos eran una advertencia manifiesta, que los dioses prohibían la reconstrucción de la ciudad maldita. El Senado a su vez se declaró obligado por su conciencia a proponer una ley que prohibiese la colonia de Junonia. En este mismo instante Graco se estaba ocupando de elegir a los futuros colonos con una comisión compuesta por sus partidarios. El día de la votación apareció en el Capitolio, donde estaba convocada la asamblea del pueblo, intentando que se rechazase la moción con al apoyo de todos los suyos. Él quería evitar la violencia, para no dar a sus adversarios el pretexto que buscaban, pero no pudo impedir que un gran número de sus amigos fuesen armados al lugar de la convocatoria, recordando el fin de Tiberio y demasiado al corriente de los proyectos de los aristócratas. En el estado de sobreexcitación de los espíritus que reinaba, debía esperarse cualquier atentado. Luego de que el cónsul Lucio Opimio hubiera quemado la víctima acostumbrada sobre el altar del Júpiter capitolino, se presentó de repente uno de sus alguaciles llevando en sus manos las entrañas sagradas y ordenó «a los malos ciudadanos» que evacuasen el templo. Parece que quiso poner la mano sobre Graco, pero uno de los fanáticos de este último sacó su espada y atravesó a aquel desgraciado. Se promovió un tumulto horroroso. En vano Graco se esfuerza por hacerse oír; en vano rechaza toda responsabilidad en aquel asesinato sacrílego; al alzar la voz, no hace más que suministrar otro pretexto para la acusación. Cuando estaba hablando había interrumpido, sin apercibirse de ello a causa del ruido y de la confusión, a un tribuno que hablaba al mismo tiempo al pueblo. Ahora bien, había un decreto, olvidado ya, del tiempo de las luchas entre los dos órdenes (la Ley Icilia, volumen I, libro segundo, pág. 293), que fijaba las penas más severas contra el que interrumpiese a un tribuno. El cónsul Opimio había tomado ya sus medidas; era necesario concluir por la fuerza con una insurrección que según los aristócratas tendía a destruir la constitución republicana. Éste pasó toda la noche en el templo de Castor, sobre el Forum. Al amanecer, los arqueros cretenses ocuparon el Capitolio, y la curia y el Forum se llenaron de partidarios del gobierno, senadores y caballeros pertenecientes a la fracción conservadora, todos armados, según la orden del cónsul, y cada uno acompañado por dos esclavos, también armados. Ninguno faltó al llamamiento: hasta se vio venir al viejo y venerable Quinto Metelo con su escudo y su espada, que, sin embargo, era partidario de las reformas. A la cabeza de los defensores del gobierno se puso Décimo Bruto, oficial hábil y experimentado en las guerras de España. En tanto el Senado estaba reunido en la curia, había colocado en la puerta el ataúd donde yacía el lictor muerto la víspera. Los senadores, emocionados, vinieron en masa a contemplar el cadáver y después se retiraron a deliberar. Los jefes de la democracia habían abandonado el Capitolio y marchado a sus casas. Marco Flacco por su parte, durante la noche había querido organizar la lucha en las calles, pero Cayo había permanecido inactivo pues no quería pugnar contra el destino. La mañana siguiente, cuando llegó a su conocimiento la noticia de los grandes preparativos acumulados en el Capitolio y en el Forum, los demócratas subieron al Aventino, la antigua ciudadela del pueblo en las luchas entre patricios y plebeyos. Graco estaba allí silencioso y desarmado, pero Flacco había llamado a los esclavos a las armas. Al mismo tiempo que se atrincheraba en el templo de Diana, enviaba a su joven hermano, Quinto, al campo enemigo a proponer un arreglo. Quinto volvió diciendo que los aristócratas exigían la entrega a discreción, y traía una citación para Graco y Flacco. Debían comparecer ante el Senado para responder a una acusación de lesa majestad tribunicia. Graco quiso obedecer, pero Flacco lo impidió volviendo a la carga con el Senado y solicitando un compromiso.

Esta fue una tentativa a la vez pueril y cobarde tratándose de semejantes adversarios. Cuando en lugar de los acusados se vio que volvía el joven Quinto, el cónsul declaró que la contumacia de aquéllos era un principio de abierta insurrección. Mandó detener al emisario, dio la señal de atacar el Aventino y pregonó por las calles que el que presentase la cabeza de Flacco o de Graco recibiría igual peso de oro del Tesoro, y que se perdonaría a todos los que bajasen del Aventino antes de comenzar el combate. Las masas se dispersaron inmediatamente, y los nobles, apoyados por los arqueros cretenses y los esclavos, asaltaron con bravura la colina en la que no llegó a formalizarse la defensa. Allí pasaron por las armas a cuantos encontraron y murieron unos doscientos cincuenta desgraciados, gente del pueblo la mayor parte. Flacco había huido con su hijo mayor y se había ocultado, pero al ser descubierto fue asesinado. Por su parte, Graco se había retirado desde el principio de la lucha al templo de Minerva. Iba a atravesarse con su espada, cuando su amigo Publio Léntulo se arrojó en sus brazos, suplicándole que se conservase para mejores días. Cayo se dejó guiar y marchó hacia el Tíber para pasarlo, pero al bajar de la colina tropezó y se lastimó un pie. Entonces, para darle tiempo, dos de sus compañeros se detuvieron: Marco Pomponio se quedó en la puerta trigémina bajo el Aventino, y Publio Letorio, en el puente donde según la leyenda Horacio Cocles había detenido a todo el ejército de los etruscos. Fue necesario pasar sobre sus cadáveres. Gracias a ellos, Graco había podido ganar la orilla derecha del río acompañado por su esclavo Euporo, pero sus dos cadáveres fueron hallados en el bosque sagrado de la diosa Furrina. Todo induce a creer que el esclavo había matado a su señor primeramente y después se había suicidado a su vez. Las cabezas de los dos jefes de la revolución fueron presentadas al cónsul, según él había ordenado. El que llevó la cabeza de Graco, Lucio Septumeleyo, era hombre de elevada condición y recibió con exceso la recompensa prometida; los asesinos de Flacco, por el contrario, eran gentes de poco más o menos, y se los despachó con las manos limpias. Los cadáveres de dichos jefes fueron arrojados al río, y sus casas entregadas al pillaje de las masas. Comenzó después el proceso contra los numerosos partidarios de Cayo: tres mil fueron ejecutados y entre ellos el joven Quinto Flacco, que apenas contaba con dieciocho años, y cuya juventud y carácter amable excitaron la compasión universal. Debajo del Capitolio se levantaban los altares consagrados por Camilo y otros ilustres romanos en circunstancias análogas a la concordia, después de restablecida la paz interior. Todos estos santuarios fueron demolidos por orden del Senado, y el cónsul Lucio Opimio edificó sobre sus ruinas un templo vasto y magnífico con su cella (sagrario) en honor de la misma diosa, costeado con el dinero de los traidores muertos o condenados. Se había confiscado hasta la dote de las mujeres. Roma estaba en lo cierto al destruir los símbolos de la antigua concordia e inaugurar la nueva era sobre los cadáveres de los tres nietos del vencedor de Zama, Tiberio Graco, Escipión Emiliano y Cayo Graco, devorados todos por el monstruo de la revolución.

El nombre de los Gracos fue declarado maldito, y hasta se prohibió a la misma Cornelia que vistiese luto por ellos. Pero, a pesar de las prohibiciones oficiales, después de su muerte se manifestó el gran afecto que profesaban las masas a los dos hermanos, y sobre todo a Cayo, tributando a su memoria un culto religioso y mirando como sagrados los lugares donde habían muerto.