XI
LA REPÚBLICA Y LA ECONOMÍA SOCIAL

DECADENCIA PÚBLICA EN EL INTERIOR Y EN EL EXTERIOR

Dejamos atrás un periodo de noventa años, cuarenta de los cuales han sido de profunda paz, y cincuenta de continuas revoluciones y guerras. Ésta es también la época más gloriosa de la historia de Roma. Por Occidente se han franqueado los Alpes, y las armas romanas han penetrado por la península española hasta las playas del Atlántico, y por Oriente, desde la península de Macedonia y Tracia han llegado hasta el Danubio. Laureles tan fértiles, como poco costosos. Después de todo, el círculo de los «pueblos extranjeros colocados bajo el dominio, el poder o la amistad del pueblo romano»[1] no había sido aumentado mucho. Se habían contentado con consolidar las conquistas de mejores tiempos, o con completar sucesivamente la sujeción de las ciudades colocadas bajo el lazo de una dependencia más amplia respecto de la República. Tras ese brillante aparato que une las provincias al Imperio, se oculta una decadencia sensible del poderío romano. En el momento en que toda la civilización antigua se concentra en la ciudad de Roma y recibe allí su expresión universal y última, al otro lado de los Alpes, y al otro lado del Éufrates, las naciones excluidas del mundo romano pasan de la defensiva al ataque. En los campos de batalla de Aix y de Verceil, de Queronea y de Orchomene, se han oído ya los primeros truenos. Se acerca la tempestad que arrojará sobre el mundo grecoitálico las razas de la Germania y las hordas de Asia; esa tempestad cuyos sordos rugidos se han prolongado casi hasta nosotros y aún retumban. En el interior, este periodo ofrece el mismo carácter. El orden político de los primeros tiempos se desmorona sin que sea posible reconstruirlo. En un principio, la República romana era la ciudad con su pueblo libre, se daba sus magistrados y sus leyes, y era conducida por estos mismos magistrados reyes que la consultaban y jamás se salían de las barreras legales. Alrededor de la ciudad gravitaban en una doble órbita los confederados itálicos, por un lado, con su sistema de ciudades particulares, libres, análogas y hermanas de raza de la ciudad romana, y los aliados extraitálicos, por otro, compuestos de las ciudades griegas libres, de pueblos y de soberanías bárbaras que estaban bajo la tutela de Roma, más que bajo su dominación. Ahora bien, el resultado último de la revolución fue fatal; y a él han contribuido los dos partidos, conservadores y demócratas, como si estuviesen en inteligencia para ello. Al principio de la era actual el venerable edificio se hallaba aún en pie, aunque quebrantado y amenazando ruina por muchos sitios; al fin de este periodo, en cambio, no quedaba ya piedra sobre piedra. Hoy es el detentador del poder un monarca o una oligarquía exclusivista, primero de nobles y luego de caballeros. El pueblo ha perdido la parte que tenía en el gobierno, y los magistrados no son más que instrumentos pasivos en la mano del señor. La ciudad de Roma se ha quebrantado por el esfuerzo de un crecimiento contrario a su naturaleza. La federación extraitálica, en plena vía de transformación, cae en la sujeción absoluta. Todo el sistema político, en fin, cae a tierra, y no queda sino una masa confusa de elementos más o menos discordantes. La anarquía es inminente, y el Estado camina hacia una plena disolución, tanto en el interior como en el exterior. Todo lo arrastra la corriente hacia el despotismo. No se disputa ya nada que no se relacione con quién ha de ser el déspota: si un solo hombre, una facción de familias o un Senado de ricos; y por este mismo camino se desciende por la pendiente ordinaria. Si en el Estado libre hay algún principio fundamental, es el de un útil contrapeso entre las fuerzas contrarias, que inmediatamente actúan unas sobre otras. Pero este principio lo han perdido de vista todos los partidos: arriba y abajo se lucha por el poder, primero con las intrigas, después con el palo y, por último, con la espada. La revolución ya había terminado, si se entiende por esta palabra el haber derribado la constitución antigua, y el haber marcado a la nueva política su camino y su objeto; pero, en lo tocante a la reorganización del Estado, no era aún más que provisional. En realidad, ni el establecimiento político de los Gracos ni el de Sila llevan el sello de una obra definitiva. La peor amargura de estos aciagos tiempos para el patriota que veía con claridad es que estaba privado de toda esperanza y de todo esfuerzo hacia sus aspiraciones. El sol de la libertad se ocultaba bajo el horizonte llevándose para siempre sus dones fecundantes, y se extendía sobre este mundo un crepúsculo, que todavía era bastante claro. Catástrofe accidental, se dirá. Nada de eso: amor a la patria, genio, todo había desaparecido; la República perecía por las antiguas enfermedades del cuerpo social, y sobre todo por la caída de las clases medias, que el proletariado servil había suplantado. El más hábil hombre de Estado de Roma se parecía al médico, que se pregunta en la hora fatal qué será mejor, si prolongar la agonía del moribundo, o acabar con él enseguida. La mejor condición que hubiera podido imponerse a la República habría sido seguramente el advenimiento inmediato de un déspota de brazo fuerte, es decir, un déspota que barriera todos los restos de la antigua constitución libre y supiera crear las nuevas formas y el sistema propio para contener la pequeña suma de felicidad que es compatible con el absolutismo. En aquel estado de cosas, la monarquía hubiera tenido una ventaja esencial sobre la oligarquía. Estando la autoridad esparcida en una corporación, ¿acaso ha podido alguna vez velar o edificar con la energía del despotismo? Pero no nos detengamos. Las frías reflexiones no son las que modelan la historia; la pasión, y no la inteligencia, es la que edifica el porvenir en las cosas humanas. Todo lo que se podía hacer en Roma era esperar y preguntarse por cuánto tiempo continuaría la República sin saber vivir ni morir; si hallaría al fin su señor, y quizá su segundo fundador, en algún genio poderoso, o si en su última hora se abismaría en la decrepitud y la miseria.

ECONOMÍA DEL ESTADO

Nos falta estudiar los hechos económicos y sociales de este periodo, aquéllos en que no hemos fijado antes nuestra atención.

RENTAS DE ITALIA

Desde el principio de este periodo, el Estado sacaba sus principales recursos de las rentas de las provincias. Desde la batalla de Pidna no se había exigido en Italia el impuesto territorial, impuesto extraordinario en todo tiempo, y que se exigía solo a título complementario, a la vez que las rentas de los dominios públicos y otros. La inmunidad absoluta de este impuesto vino a ser un privilegio constitucional para la propiedad inmueble romana. Las regalías, tales como el monopolio de la sal y de la moneda, no se colocan ya entre las rentas públicas, y esto si es que alguna vez lo estuvieron. Los impuestos recientes en materia de herencias cayeron en desuso o fueron expresamente abolidos. Italia con la Galia cisalpina aportaba al Tesoro de Roma, por una parte, las rentas de los dominios públicos, particularmente los del territorio campanio, y por otra, el producto de las minas de oro del país de los celtas, con las tasas sobre las emancipaciones, y los productos de importación de las mercancías introducidas en Roma por mar, que no fuesen para uso del importador. Estos dos últimos productos podían ser considerados como impuestos al lujo. Con la extensión del territorio de la ciudad romana, y de la línea aduanera que rodeaba toda Italia y llegaba incluso quizás a la región cisalpina, las rentas debieron aumentarse mucho.

RENTAS PROVINCIALES. PRODUCTOS DE LOS DOMINIOS PÚBLICOS

En las provincias, la República usó del derecho de guerra y se apropió a título privado de todo el territorio de las potencias conquistadas por mar. Allí no hizo más que sustituir con su gobierno el del antiguo señor, y puso mano sobre las posesiones que a éste le habían pertenecido. De este modo es como reunió a su dominio los territorios de Leontini (volumen II, libro tercero, pág. 343), de Cartago y de Corinto; los dominios de los reyes de Macedonia, de Pérgamo y de Cirene, y las minas de Macedonia y de España. Todas estas vastas adquisiciones, así como el territorio de Capua, fueron arrendadas por los censores a los particulares mediante una parte de los frutos, o una cuota fija en dinero. Ya hemos visto que Cayo Graco fue aún más lejos al reivindicar la totalidad del territorio provincial. Aplicó su regla a la provincia de Asia y estableció en ella el diezmo sobre la renta, los impuestos marítimos y los pastos, basado en el derecho de propiedad que tenía la República sobre los campos, las praderas y las costas marítimas indistintamente, ya fuesen antes propiedad real o solo propiedad privada.

IMPUESTOS

No parece que Roma hubiese ejercido hasta entonces en las provincias el derecho de regalías útiles. La prohibición del cultivo de la vid y del olivo en la región transalpina no produjo nada al Tesoro; en cambio se cobró en gran escala el impuesto directo e indirecto. Los Estados clientes cuya independencia se había ya reconocido, los reinos de Numidia y de Capadocia, las ciudades confederadas de Rodas, Mesina, Tauromenium, Masalia y Gades gozaban de una inmunidad completa. Los tratados solamente las obligaban a suministrar en tiempos de guerra un contingente normal de hombres y de buques costeados a sus expensas, y a asistir a la República, en caso de un extremo apuro, con prestaciones extraordinarias de todo género. En cuanto a los demás territorios provinciales, incluso las ciudades libres pagaban normalmente un impuesto. Pero las ciudades dotadas del derecho de ciudadanía romana, como Narbona, y las expresamente declaradas exentas, como Centoripa en Sicilia, estaban también exentas. En ciertos países, en Sicilia y Cerdeña por ejemplo, las rentas directas consistían en el derecho al diezmo de las gavillas[2] y demás frutos, resinas y aceitunas, o en una renta proporcional (scriptura) sobre los terrenos dedicados a pastos. En otros sitios, como Macedonia, Acaya, Cirene, la mayor parte de África, España y, después de Sila, también Asia, no era más que un tributo fijo en dinero pagado anualmente por cada ciudad. Para Macedonia este tributo ascendía a seiscientos mil denarios; pero la pequeña isla de Giaros, cerca de Andros, no pagaba más que ciento cincuenta, según todas las apariencias. En suma, este impuesto era una tasa menor que la que satisfacían antes de la conquista romana. Diezmos de frutos e impuestos sobre los pastos, todo lo arrendaba la República a empresas de particulares (publicani) y a prestaciones fijas en cereales o en dinero. No pedía a cada ciudad más que su cuota de impuesto y, según la máxima general de su política, la dejaba dueña de repartirla entre los contribuyentes y cobrarla como mejor le agradase.[3]

ADUANAS

Las tasas aduaneras constituían casi todo el impuesto indirecto, dejando a un lado los derechos mucho menos importantes de portazgos, pontazgos y canales. Diremos además que al hablar de tasas aduaneras los antiguos entendían solo las marítimas, y que rara vez existían en las fronteras locales sobre las mercancías destinadas a la venta, ya fuesen importadas o exportadas, pues estas correspondían a las diversas ciudades, que eran dueñas de imponerlas en sus puertos o en los demás puntos de su territorio. Los romanos habían seguido la práctica más común. En un principio, su circunscripción aduanera no había pasado el límite de la ciudad romana propiamente dicha, y no se extendía hasta el de sus posesiones. Entre éstos no había en un principio un sistema general de aduanas; y, en cuanto a sus relaciones con las ciudades clientes, la República había estipulado mediante tratados públicos la franquicia absoluta para sí misma, o por lo menos, numerosas condiciones favorables para los ciudadanos romanos. Pero como la inmunidad no tenía lugar entre los pueblos no aliados, pero sujetos, las tasas aduaneras venían a parar al verdadero soberano, es decir, a la ciudad de Roma. En consecuencia, la República estableció en sus dominios cierto número de grandes circunscripciones especiales, donde se encontraban enclavadas las ciudades aliadas o dotadas de franquicias respecto de Roma. De este modo es como Sicilia forma una región aduanera después de las guerras púnicas; allí, las mercancías que entraban o salían pagaban en la frontera un derecho del 5% de su valor. También percibía un derecho del 2,5% en la frontera de Asia, conforme a la Ley Sempronia; y así también la provincia de Narbona, fuera del territorio de la colonia de ciudadanos, constituía una región aduanera. Es muy claro el objeto final de esta organización. Pero al reglamentar uniformemente el sistema de sus distritos aduaneros, Roma había querido, y merece por esto verdadera alabanza, prevenir la inevitable confusión que resultaría de la infinita variedad de las aduanas comunales. Por otra parte, esto, al igual que los diezmos, había sido arrendado casi en todas partes a compañías particulares.

GASTOS DE COBRANZA

Ésas eran las cargas ordinarias que tenían que pagar los contribuyentes; pero además haremos constar que pagaban más del doble del producto neto que entraba en las cajas de la República. El método de percepción por intermediarios o, mejor dicho, por los arrendatarios generales, es ya por sí mismo el más dispendioso. Sin embargo, el corto número de arrendamientos por un lado, y la inmensa asociación de los capitales por otro, cerraron la posibilidad de toda concurrencia eficaz en Roma, y, por tanto, el mal aumentó extraordinariamente.

LAS REQUISAS

A los impuestos ordinarios se agregaban en primer lugar las requisas. Los gastos de la administración militar eran de derecho soportados por la República. Ésta suministraba al comandante superior de cada provincia los medios de transporte y proveía a todas las demás necesidades; pagaba su sueldo a los soldados romanos enviados con aquél, y cuidaba de ellos. Las ciudades provinciales no tenían que dar más que habitación, abrigo, leña y algunos otros utensilios; mientras que las ciudades libres estaban obligadas también a dar el alojamiento de tropas durante sus cuarteles de invierno (todavía no existían guarniciones permanentes). Además, cuando el gobernador necesitaba trigo, buques y esclavos para armarlos, tela, cuero, plata y otros objetos, tenía absoluta facultad de reclamarlos a las ciudades sujetas o a los Estados clientes independientes, en tiempos de guerra y casi de igual forma en tiempos de paz. Las prestaciones y el impuesto territorial pagado por el ciudadano romano eran considerados, en derecho, como hechos a título de renta o de anticipo, cuyo valor tendría que reembolsarle el Tesoro tarde o temprano. Desgraciadamente, en la práctica, ya que no en la teoría política, las requisas se convirtieron muy pronto en una de las cargas más abrumadoras que pesaron jamás sobre los provincianos; esto sin contar con que la indemnización que debían pagar dependía únicamente del arbitrio del gobierno romano o del comandante local. En la ley encontramos algunos límites a este derecho de requisa. Hemos visto al pretor de España prohibir que se exigiera al labrador más de la vigésima parte de la mies (volumen II, libro tercero, pág. 225), y fijar además la cantidad máxima de trigo que podía exigir el lugarteniente de Roma para sus necesidades y las de sus acompañantes. También se arregló de antemano una cantidad determinada por la indemnización de los cereales, objeto de la requisa; por lo menos esto sucedió respecto de los trigos que Sicilia se veía muchas veces obligada a enviar a la capital. A pesar de todos estos paliativos y del alivio que solía llevar a alguno que otro sitio, las requisas no dejaban de ser un terrible azote para el sistema económico de las ciudades y para los particulares en las provincias. En tiempos de crisis excepcional, la inevitable opresión aumentaba hasta pasar todos los límites de lo tolerable, y algunas veces se exigían las prestaciones en forma penal (multas) o en forma de contribuciones voluntarias, forzosas en realidad. Entonces sí cesaba toda indemnización. Así es como en los años 670 y 671 Sila condenó a los provincianos de Asia Menor, gravemente culpables hacia Roma, a suministrar cuarenta veces el sueldo por cada soldado allí acantonado (unos dieciséis denarios por día), y setenta y cinco veces el de cada centurión; también deberían darles vestido y comida, a la vez que el alojado era libre de invitar a todos los convidados que quisiese. Poco después, el mismo Sila impuso una contribución general a todas las ciudades clientes y sujetas; no hay que decir que no se dio jamás el caso de que se reembolsase un céntimo.

GASTOS COMUNALES

Tampoco podemos omitir en este cuadro de los impuestos las cargas comunales. Éstas debían ser considerables,[4] pues era necesario proveer a la administración, la conservación de los edificios públicos y a todo el presupuesto civil de las ciudades; y la República no pagaba más que los gastos de guerra. Y aun en el presupuesto militar hacía recaer sobre el Tesoro comunal gran número de artículos, tales como la construcción y conservación de las vías militares fuera de Italia, y de las escuadras en los mares no italianos, así como una gran parte de los gastos del ejército. Todas las milicias de los Estados clientes y sujetos eran convocadas regularmente en sus provincias respectivas, y a expensas de sus ciudades. Todos los días se veía a los tracios sirviendo en África, y a los africanos sirviendo en Italia o en cualquier otro punto, a voluntad del gobierno; y en esa situación las provincias habían pagado solas el impuesto directo, en tanto la Italia estaba exenta de él. Ahora bien, mientras Italia tuvo a su vez la carga y los gastos de guerra, pudo decirse que semejante organización, justificada por la política, era rentísticamente justa, pero, desde el momento en que cesó el equilibrio, la condición financiera de los provincianos no era más que una verdadera opresión.

EXACCIONES

Llegamos por fin al gran capítulo de las iniquidades, las que colmaban la medida: las multiplicadas exacciones de los magistrados y de los publicanos, mil veces más opresoras que el impuesto provincial. En vano consideraba la ley como concusión todo regalo recibido por el gobernador; y en vano le prohibía toda compra en su provincia. En cuanto este quería, sus funciones públicas le prestaban con exceso los medios de realizarlo. Acantonamiento de sus tropas, libre alojamiento asegurado al magistrado y a la turba de sus auxiliares de rango senatorial o ecuestre, a sus escribas, jueces, heraldos, médicos y sacerdotes; derechos de suministros gratuitos para los enviados de la República; almacenaje y conducción de las rentas en especie; ventas y requisas forzadas: en suma, había sobradas ocasiones para que los magistrados de las provincias acumulasen y transportasen a Roma inmensas riquezas. La rapiña estaba a la orden del día, pues la comprobación del poder central era nula, y los tribunales de los caballeros no ofrecían peligro más que para el funcionario honrado. La creación de una comisión perpetua para juzgar los casos de concusión (año 605), creación causada por el abuso de poderes y por las constantes quejas de los provincianos, y la sucesión permanente de leyes que agravaban la pena contra los funcionarios culpables, como el fluviómetro que marca la altura de las aguas, atestiguaban la invasión creciente del mal. En tales circunstancias, el impuesto podía llegar en la práctica a recargar y a agobiar al contribuyente, aun siendo moderado. No hay duda de que sucedió esto en las provincias, y que la opresión de los mercaderes y banqueros de Italia fue por sí sola más pesada que todo el sistema de impuestos con sus infalibles abusos.

RESULTADO FINANCIERO

En resumen: las rentas que Roma sacaba de sus provincias no constituían una contribución impuesta a sus súbditos, en el sentido que le damos en la actualidad, sino un tributo semejante al exigido en otro tiempo por los atenienses, y que la potencia dominante empleaba para pagar su Estado militar. De aquí lo insignificante de su rendimiento bruto o neto. Un documento digno de fe asegura que hasta el año 691 el producto total, sin comprender las rentas de Italia y los cereales entregados en especie por los arrendatarios de los diezmos, no pasó de doscientos millones de sestercios, o sea, las dos terceras partes de la renta anual que entraba en las arcas del rey de Egipto. Y, bien mirado, no hay que admirarse de este resultado comparativo. Los Tolomeos explotaban el valle del Nilo a la manera de los grandes plantadores y sacaban inmensos productos del monopolio comercial con Oriente, que pertenecía a su reino. En Roma, por el contrario, el Tesoro no era más que la caja militar de la confederación de las ciudades reunidas bajo el protectorado de Roma. En cuanto al producto neto, era en proporción aún menor, según parece. Solo Sicilia, y sobre todo Asia, suministraban un excedente de alguna importancia: la primera, porque en ella había permanecido vigente el sistema de los impuestos cartagineses; la segunda, porque para hacer posibles las prodigalidades de cereales Cayo Graco había ordenado una especie de confiscación del suelo y el impuesto territorial común. Tenemos innumerables testimonios de que las rentas públicas de Roma tenían como base principal los impuestos asiáticos. Por otra parte, debemos dar crédito a lo que se nos asegura de que en las demás provincias los ingresos y los gastos venían a ser iguales un año y otro. También había algunas donde el sostenimiento obligado de una guarnición numerosa traía consigo gastos superiores a los ingresos. Citemos, por ejemplo, las dos Españas, la Galia transalpina y Macedonia. Sea como fuere, en tiempos normales había siempre algún excedente en los ingresos del Tesoro, de donde procedía el que la República pudiese dotar con facilidad los trabajos públicos y los de la ciudad, e inclusive acumular algunos ahorros. Pero, si se quieren comparar todas las cifras con la extensión inmensa del territorio, no se puede menos que confirmar la insignificancia del producto neto del impuesto. No hacer de su hegemonía política un derecho para gozar y enriquecerse a costa de los demás era la regla antigua, en verdad sabia y honrosa. En un sentido, esta regla ha presidido el sistema de las rentas romanoitálicas y romanoprovinciales. Lo que la República recaudaba de sus súbditos del otro lado del mar volvía a las posesiones transmarinas en gastos de seguridad pública y de estado de guerra. Por otra parte, si bien es cierto que las tasas romanas eran para el súbdito más pesadas que el impuesto antiguo, hay que admitir que en su mayor parte se gastaban en el extranjero. Además es necesario reconocer que la sustitución de un solo señor y de un solo poder militar central, en lugar de la muchedumbre de pequeños potentados y de los pequeños ejércitos de otros tiempos, constituía una economía notable y un gran aligeramiento de cargas. Desgraciadamente, la ley del desinterés pertenecía a mejores tiempos, y en un principio sufrió un grave ataque en la organización provincial. Las numerosas derogaciones introducidas a título de excepción la minaron por su base y la derribaron. El diezmo que Hierón y los cartagineses cobraban en Sicilia superaba la contribución de guerra anual. Escipión Emiliano tenía mucha razón, cuando, según Cicerón, decía: «Sienta mal al pueblo romano hacer a la vez el papel de dominador y aduanero de las naciones». Apropiarse de los productos de las aduanas del puerto era ponerse en contradicción directa con el principio de la hegemonía gratuita. Y, por otra parte, la exacción de derechos, así como su percepción vejatoria, no se había hecho para dulcificar en el contribuyente el sentimiento del agravio experimentado. Desde los tiempos en que nos hallamos, el nombre de recaudador, o publicano, es sinónimo de ladrón y de malhechor entre las poblaciones de Oriente; en Asia, el tener que sufrir a un publicano excitaba la repugnancia y el odio contra Roma más que cualquier otra injuria. Cuando Cayo Graco y el partido que se llamaba popular llegaron al poder, se proclamó abiertamente que la supremacía política del Estado romano constituía un derecho útil, y que para cada uno de los copartícipes se convertía este derecho en cierto número de fanegas de trigo. Fue entonces que la hegemonía romana se convirtió en una especie de propiedad productiva y comenzó la explotación sistemática de las provincias. En su descarada franqueza, proclamó y razonó su pretendida legitimidad. Finalmente se halló, y no fue un simple juego de azar, que las dos provincias más recargadas, Sicilia y Asia, eran precisamente las que menos afectaba la guerra.

LAS RENTAS Y LOS TRABAJOS PÚBLICOS

A falta de documentos precisos sobre la situación financiera de aquel tiempo, los trabajos públicos nos suministran una medida que debe ser casi exacta. En las primeras décadas del siglo habían comenzado en una vasta escala; jamás se había trabajado tanto en los caminos. En Italia, a la vía del sur más antigua, que prolongaba la vía Apia, y que iba desde Roma hasta Capua, pasando por Venevento y Venosa, para llegar hasta los puertos de Tarento y de Brindisi, se había agregado una calzada lateral, obra de Publio Popilio, cónsul en 622. Este camino iba desde Capua directamente al estrecho de Sicilia (vía Aquilia). En la costa del este, donde hasta ahora la vía Flaminia no había franqueado más que el corto trayecto que va de Teanum a Ariminum, se prolongó la calzada litoral: hacia el sur hasta Brindisi, y por el norte, por Hatria y sobre el Po, hasta Aquilea.

Popilio fue también el que construyó la sección de Ariminum a Hatria, en este mismo año. Asimismo pueden colocarse entre las grandes rutas romanas las dos vías de Etruria, una de las cuales iba por la costa: la vía Aureliana iba desde Roma hasta Pisa y Luna (se había trabajado en ella principalmente en el año 631), y la otra, la vía Casia, que pasaba por Sutrium y Clusium, y llegaba hasta Arretio y Florencia, parece que data del año 683 (volumen II, libro tercero, pág. 210). Cerca de Roma no se necesitaban nuevos caminos; pero en el 645 fue reconstruido el puente Mulvio sobre el Tíber, que daba paso a la vía Flaminia, no lejos de Roma. La Italia del Norte no había tenido hasta entonces más que un solo camino, la vía Flaminia Emiliana, que iba a parar a Plasencia. En el año 606 se construyó la gran vía Postumia, que partiendo de Génova pasaba por Dertona (Tortona), donde se había establecido una colonia, tocaba luego Plasencia, donde se cruzaba con la Emiliana, más adelante cruzaba Cremona y Verona, y finalmente llegaba a Aquilea. De esta forma unía el mar Tirreno con el Adriático. Además, Marco Emilio Escauro había construido en el año 645 el trozo entre Luna y Génova, uniendo así directamente la vía Postumia con Roma. Desde otro punto de vista, Cayo Graco hizo también mucho por los caminos en Italia. Para asegurar la conservación de las grandes vías, en el momento en que arreglaba su distribución agraria la gravó con la carga de reparar las calzadas inmediatas. A él también, o por lo menos a sus comisarios repartidores, se remonta la práctica del amojonamiento regular en los campos, y el establecimiento de piedras miliarias. Por último, se fijó su atención hasta en los caminos vecinales que favorecían la agricultura.

También en las provincias se comenzó la construcción de las grandes calzadas imperiales. Después de largos trabajos preparatorios, la vía Domiciana permitía en la actualidad un paso fácil de Italia a España, pues se había completado en tiempo de la fundación de Aix y de Narbona. Las vías Gavinia y Egnaeia, que partían de los puertos principales de la costa oriental del Adriático —la primera, de Salona; la segunda, de Apolonia y de Dirrachium—, atravesaban en la actualidad el continente helénico. No podremos determinar entre las tradiciones informes de aquel tiempo la fecha exacta de su construcción, pero no hay duda de que corresponde a la de las guerras célticas, dálmatas y macedónicas. Como facilitaban la concentración de las fuerzas romanas y la civilización de los distritos bárbaros conquistados por las legiones, no puede desconocerse la importancia de estas vías. Al mismo tiempo que se activaban estos trabajos, en Italia se emprendían vastas desecaciones de lagos y marismas. En el año 594 se hicieron grandes gastos para el saneamiento de las marismas Pontinas, con éxito en un principio. Ésta era una cuestión capital para la Italia central: en el año 645 y en el momento mismo en que se lleva a cabo la terminación de las calzadas del norte, se sanearon también las regiones pantanosas entre Parma y Plasencia.

La República tampoco despreció el mejoramiento de la ciudad desde la perspectiva de la salubridad y de la comodidad. Se construyeron nuevos acueductos, tan indispensables como costosos. Los construidos en los años 442 y 492, el agua Apia y el acueducto de Anto (Anio vetus), fueron completamente reparados en el año 610. Además se construyeron dos nuevos: el agua Marcia, en el 610, cuya abundancia y calidad no fueron nunca superadas; y diecinueve años después, el agua Tepule. El Tesoro romano soportó todos estos gastos sin recurrir al crédito; los pagos se hacían al contado, de lo cual tenemos una prueba evidente en lo que hace al acueducto de Marcio. Los ciento ochenta millones de sestercios en oro que costó se sacaron de las cajas en tres años. Por lo tanto, el Tesoro disponía de reservas considerables; al principio de este periodo se elevaron a más de seis millones de taleros y fueron constantemente en aumento.

Todos estos hechos reunidos conducen a concluir que, en este tiempo, la hacienda romana estaba generalmente en buenas condiciones. Sin embargo, conviene notar que, si durante los dos primeros tercios del periodo emprendieron grandes y magníficos trabajos, no se proveyó a otros gastos no menos necesarios. Ya hemos dicho cuán insuficientes eran los cuidados puestos en lo que respecta a la milicia. Los bárbaros talaban las fronteras hasta el valle del Po, y en el interior, en Asia Menor, en Sicilia y hasta en la misma Italia, numerosas cuadrillas de ladrones devastaban el país. La escuadra estaba en un completo y lamentable olvido. Roma no tenía ya buques de guerra, y no podían bastar aquellos cuya construcción y conservación corría a cargo de las ciudades sujetas. Lejos de poder emprender una guerra marítima, la República no tenía siquiera fuerza para hacer frente a la piratería. Por último, también se habían descuidado en la capital muchas mejoras de las más urgentes: no se tocaban los trabajos del río. Roma no tenía más puente que el antiguo de madera, que conducía al Janículo, que se apoyaba en la isla Tiberina. El Tíber mismo se desbordaba todos los años por falta de diques, inundaba las calles y las casas, y muchas veces hasta destruía todo un barrio.[5] Por último, a pesar de la enorme extensión del tráfico marítimo, se dejaba que la rada de Ostia, mala ya por sí misma, fuera cegándose. Es fácil para un gobierno dejar que los rendimientos del impuesto disminuyan cuando las circunstancias se muestran tan favorables, cuando se tienen cuarenta años de paz exterior, y cuando en el interior se desatienden sus deberes más importantes. ¿Qué tiene de particular que se acumulen ahorros cuando los ingresos anuales superan ampliamente los gastos? Los resultados no eran prósperos más que en apariencia; y, lejos de merecer elogios, semejante administración no puede librarse de la censura de falta de iniciativa y de unidad en sus gestiones. No procuraba más que adular al pueblo, cosa censurable en todo régimen, y que fue el vicio encarnado en el régimen senatorial de aquel tiempo.

LAS RENTAS DURANTE LA REVOLUCIÓN

El mal empeoró naturalmente cuando estalló la tormenta revolucionaria. Las distribuciones de trigo hechas a precio reducido al pueblo de la capital, esa nueva obligación impuesta al Estado por Cayo Graco, constituían una carga abrumadora para el Tesoro. Considerándola solo desde este punto de vista, esta necesidad no pudo ser satisfecha sino aumentando los recursos con los nuevos impuestos en la provincia de Asia. No es menos cierto que a partir de esta fecha las obras públicas sufrieron una detención completa. Desde la batalla de Pidna hasta Cayo Graco se habían llevado a cabo inmensas y costosas construcciones. Pero desde el año 632 no se ven ya más que algunas obras de desecación, caminos y puentes, a las que el censor Marco Emilio Escauro ha unido su nombre. ¿Deben censurarse las prodigalidades de la anona? No lo sé. Por otra parte, la paralización de los grandes trabajos, ¿no es quizás el efecto del sistema exagerado y creciente del ahorro, ese vicio habitual de toda oligarquía que se inmoviliza en el poder? Parece que ha sido así. ¿No sabemos además que los ahorros del Tesoro llegaron a su máximo en el año 663? Con las tormentas de la revolución y de la insurrección, y la suspensión por cinco años de los ingresos del impuesto asiático, por primera vez después de las guerras de Aníbal, la hacienda romana sufrió una dura prueba que no pudo soportar el Tesoro. ¡Véase cuán grande es la diferencia de tiempos! En el siglo de Aníbal, solo después de diez años de guerra el pueblo sucumbió abrumado por tan pesadas cargas, y se apeló al fin al ahorro público (volumen II, libro tercero, pág. 184). Durante la guerra social, en cambio, tuvo que pagarlo todo desde el principio el Tesoro; y cuando después de dos campañas quedó agotado, se prefirió vender los solares públicos que quedaban libres en el recinto de Roma y echar mano a las riquezas sagradas de los templos, antes que hacer pesar el impuesto sobre el pueblo. Pasaron los malos tiempos, renació la tranquilidad, y Sila restableció el orden en las rentas públicas, sabe Dios a costa de cuántos sacrificios, ruinosos para todos, tanto para los súbditos de la República como para los revolucionarios de Italia. Suprimió las distribuciones de trigo y mantuvo, aunque modificándolo, el sistema de impuestos de Asia. De este modo suministró al Tesoro recursos suficientes; y en adelante los ingresos serán muy superiores a los gastos, por lo menos en el presupuesto ordinario.

ECONOMÍA PRIVADA

Hablemos ahora de la economía privada. Ningún elemento nuevo había en ella. En la constitución social de Italia, las ventajas y los inconvenientes son los mismos que antes; solo que el mal, lo mismo que el bien, se han manifestado con más claridad.

ECONOMÍA RURAL

En la economía rural hemos visto al poder capitalista absorber poco a poco en Italia y en las provincias la pequeña propiedad, como el fuego absorbe las gotas de agua que lo rodean. El gobierno asistía a esta funesta transformación del suelo sin hacer nada por conjurarla; hasta puede decirse que la favorecía con más de una medida intempestiva, como cuando para agradar a los grandes propietarios y comerciantes llegó a prohibir la producción del aceite y del vino en el país transalpino.[6] Es verdad que la oposición y la fracción del partido conservador menos hostil a las ideas de reforma lucharon enérgicamente contra el torrente. Al promover la repartición de casi todos los terrenos comunales, los Gracos dieron al Estado ochenta mil nuevos campesinos itálicos. En Italia se establecieron ciento veinte mil colonos, y con esto Sila llenó, al menos en parte, los vacíos hechos por la revolución y por él mismo en las filas de la población rural. Pero cuando el vaso ha quedado seco a fuerza de derramar constantemente el agua, en cualquier cantidad que se la vierta, no volverá a llenarse jamás, pues para esto sería necesario estar echándola constantemente. Esto se intentó en Roma, pero no se lo consiguió jamás. En cuanto a las provincias, no se hizo absolutamente nada para salvar al campesino, a quien el especulador romano atropellaba sin piedad; los provinciales eran hombres, pero no un partido. El resultado fue que la renta del suelo de los países extraitálicos refluyó también en Roma. Además, en medio de este periodo el sistema de las plantaciones predominaba ya en muchos puntos de Italia, en Etruria, por ejemplo; y, conducido con una actividad vigorosa y racional a la vez, y dotado de ricos capitales, había alcanzado el más alto grado de prosperidad en su género. La producción de los vinos, especialmente de los italianos, había aumentado considerablemente con la excitación artificial del mercado monopolizado de las provincias y la prohibición de importar en Italia vinos extranjeros, prohibición que se lee además en la ley suntuaria del año 633. Al lado de los caldos de Tasos y de Quios, eran ya bastante nombrados el amineo y el falerno. Y el vino del cónsul Opimio del año 633 permaneció en la memoria de los inteligentes en este ramo, mucho después de vaciarse el último cántaro.

INDUSTRIA

Respecto de la industria y de los oficios, Italia continuó pasiva e inmóvil, casi al nivel de los bárbaros. Se habían destruido las fábricas de Corinto, depositarias de una tradición industrial brillante y variada, y, lejos de fundar en otro punto talleres análogos, se contentaron con coleccionar a precios fabulosos las obras maestras de la cerámica corintia, los vasos de bronce y las demás «antigüedades» que adornaban las casas de los griegos. Si había algunos oficios que prosperaban, como los que se refieren a la edificación, de ellos el cuerpo social no sacaba ninguna ventaja. Por otra parte, en toda obra de alguna importancia dominaba el trabajo esclavo. ¿Se quiere saber cómo se construyó el acueducto de Mario? Pues fue construido con tres mil dueños de esclavos, cada uno de los cuales desempeñaba su papel por medio de su «rebaño».

METAL CIRCULANTE Y COMERCIO OSTIA. PUZOLI

El valor monetario y el comercio fueron quizá los puntos más brillantes, y tal vez los únicos de la economía privada de los romanos. En primer lugar, encontramos los arrendamientos de dominios y de los impuestos, que hacían que afluyese a las arcas de los capitalistas una buena parte de las rentas públicas, si es que no la mayor. Los romanos tenían el monopolio del tráfico del dinero en toda la extensión de sus dominios: «Toda moneda que circula por las Galias —dice un escritor casi contemporáneo— ha pasado por las manos de los mercaderes romanos». No hay duda de que en todas partes sucedía lo mismo. ¿A dónde podía conducir el rudo y grosero estado económico de Roma, y la supremacía política explotada sin escrúpulos en provecho de los intereses privados del rico, sino a un sistema general de banca y de intereses usuarios? Véase lo que ocurrió con el impuesto de guerra decretado por Sila en el año 670 en la provincia de Asia: los banqueros romanos hicieron su anticipo, pero al cabo de los catorce años la suma primitiva se elevó al séxtuplo, comprendiendo aquí los intereses pagados y por pagar. Para que los italianos pudiesen realizar su crédito, vendieron las ciudades sus edificios públicos, sus obras de arte y sus objetos preciosos: los padres hasta llegaron a vender a sus hijos adultos. ¡Cuántas torturas morales sufría diariamente el deudor! Y aún podía llamarse dichoso si no lo martirizaban en su cuerpo. A todo esto se agregaban además las especulaciones del comercio en gran escala. De este modo se hacía en Italia el comercio de exportación e importación. El primero consistía principalmente en vino y aceite. Italia y Grecia surtían de estos artículos a todas las regiones mediterráneas, pues aún era insignificante la producción vinícola de Masalia y de los turdetanos. El vino de Italia llegaba en grandes cantidades a las Baleares, al país de los celtíberos, al África, que solo producía trigo y pastos, a Narbona y al interior de las Galias. Ahora bien, la importación italiana excedía ampliamente la exportación. Italia era el centro del lujo: comestibles, bebidas raras, telas, adornos, mobiliario, obras de arte, todos los artículos ricos y costosos afluían allí por la vía marítima. Por otra parte, como los negociantes romanos buscaban por todas partes constantemente esclavos, la trata tomó un vuelo que no se había visto jamás en el Mediterráneo, y corría a la par de la piratería, a cuyo desarrollo contribuía mucho. Todos los países y todos los pueblos estaban puestos a contribución, pero los principales puntos de aprovisionamiento fueron la Siria y el interior del Asia Menor. En Italia se concentraba el tráfico de importación en los dos grandes mercados de Ostia y de Puteoli (Puzoli), en las costas del mar Tirreno. Ostia, con su rada mala e insuficiente pero inmediata a Roma, estaba mejor colocada para el tráfico de las mercancías de menor precio, y monopolizaba el comercio de granos con destino a la capital. Por el contrario, el comercio de lujo con Oriente se hacía en Puzoli. Su excelente puerto recibía todo buque con cargamento de mercancías preciosas; y la región de Baia, que limitaba con aquél, se iba cubriendo diariamente de quintas romanas y ofrecía al negociante un mercado que en accesos competía con el de la misma Roma. Por mucho tiempo Corinto perteneció a este último comercio, y, después de destruida, perteneció a Delos. El poeta Lúculo llama a Puzoli una «pequeña Delos». Delos cayó a su vez durante las guerras de Mitrídates, para no volver a levantarse. Los puteolanos entablaron entonces directamente negociaciones con Siria y Alejandría: su ciudad, cada vez más floreciente, fue en definitiva la principal escala del comercio transmarino de Italia. Sin embargo, no fue ésta la única ciudad que se enriqueció con el tráfico de entrada y salida: los italianos se trasladaron además a Narbona e hicieron allí competencia a los masaliotas en el comercio con las Galias. Es una verdad que, a partir de este día, la mejor parte de la especulación perteneció a los mercaderes romanos que afluían o residían en todas partes.

OLIGARQUÍA FINANCIERA. MEZCLA DE LAS NACIONES
LOS ITALIANOS EN EL EXTRANJERO Y LOS EXTRANJEROS EN ITALIA.
LA ESCLAVITUD EN ITALIA

Reuniendo en un mismo cuadro todos estos hechos, confirmamos en la economía privada de esta época la existencia de una oligarquía del dinero, que en Roma marchaba al mismo paso que la oligarquía política. En su mano concentró casi toda la renta del suelo de Italia y lo mejor del territorio provincial: la renta usuraria del capital cuyo monopolio poseía, las ganancias comerciales que se hacían en todos los dominios del Imperio, y con el concepto de arrendamientos públicos, una gran parte de las rentas de la República. La acumulación siempre creciente de los capitales se demuestra por el aumento de la cifra media de la riqueza: tres millones de sestercios constituían entonces una fortuna senatorial moderada y dos millones eran un pasar decente para un caballero. Sin embargo, el capital del personaje más rico del tiempo de los Gracos, Publio Craso (cónsul en el año 623), se dice que se elevaba a cien millones de sestercios. ¿Por qué admirarse entonces de que los capitalistas se impusieran en la política exterior, y de que por rivalidad entre los comerciantes destruyesen Cartago y Corinto, y mantuviesen de pie Narbona a pesar de la resistencia del Senado? Ya en otras circunstancias los etruscos habían destruido Alalia (volumen I, libro primero, pág. 170), y los siracusanos, Cerea. ¿Qué tiene de extraño que esta misma oligarquía haya podido hacer en el interior una poderosa asistencia a la oligarquía de la nobleza, y que haya logrado el éxito muchas veces? Tampoco hay que admirarse cuando se vea a tal o cual rico arruinado ponerse a la cabeza de las partidas de esclavos, y mostrar a todos que no hay gran distancia entre el «lupanar» de los refinados y la caverna de los bandidos. Por último, no habrá que extrañarse cuando veamos a esta torre de Babel financiera, fundada en la supremacía colosal de Roma en el exterior, y no sobre bases simplemente económicas, derrumbarse de repente por efecto de las crisis políticas y vacilar como lo haría en nuestros días el sistema de papel del Estado. El gran apuro que se desencadenó sobre los capitalistas romanos a consecuencia de la crisis italoasiática (años 664 y sigs.), la bancarrota del Estado y de los particulares, la depreciación general de la tierra y de las acciones en las sociedades: he aquí los hechos constantes que saltan a la vista; y, aunque no podemos estudiarlos de cerca, nos son conocidos por su naturaleza y sus resultados. ¿Hay necesidad de recordar aquí a aquel juez asesinado un día por una banda de deudores insolventes, la tentativa de expulsar del Senado a todos los senadores que no pudiesen pagar sus deudas, la renovación hecha por Sila del máximo de interés, y la reducción de los créditos en el 75% que hizo la facción revolucionaria? Pero mientras que el estado económico de Roma traía como consecuencia en las provincias el empobrecimiento general y la disminución de la población, aumentaba al mismo tiempo en todas partes una multitud parásita de italianos ambulantes, o de residentes por temporada. Se recordará que en un solo día perecieron en Asia Menor ochenta mil hombres de origen itálico; y las losas sepulcrales atestiguan que en Delos murieron por orden de Mitrídates veinte mil mercaderes, itálicos en su mayor parte. En África eran también numerosos los italianos: cuando Yugurta sitió la ciudad numídica de Cirta, ellos fueron los principales defensores. La Galia estaba inundada de mercaderes romanos. Solo en España, y quizás esto no se debe a la casualidad, el historiador no halla huellas de semejante inmigración. En Italia, por el contrario, se había aminorado la población libre. Las guerras civiles habían contribuido mucho a esta decadencia. De creer en ciertos documentos, puramente aproximativos y poco seguros en su estimación general, murieron en estas guerras entre cien mil y ciento cincuenta mil ciudadanos, y trescientos mil itálicos. Sin embargo, no dudo de que la ruina económica de las clases medias produjese aún peor efecto unida a la prodigiosa extensión de la emigración comercial, que enviaba al extranjero a la mayor parte de la juventud italiana para pasar allí sus años más activos. Se dirá acaso que esto se compensaba con la inmigración de los extranjeros libres: inmigración de un valor más que dudoso. ¿En qué puede estimarse aquella multitud parásita procedente de Grecia y de Oriente, reyes o diplomáticos, médicos o pedagogos, sacerdotes idólatras, servidores, picadores de caballos y tantos otros que ejercían en Roma los mil oficios de caballeros de industria, de trapaceros, de traficantes y marineros, y que moraban en los puertos de Ostia, de Puzoli y de Brindisi? En lo tocante a los esclavos, su número aumentó desmesuradamente en el suelo itálico. El censo del año 684 dio por resultado la existencia de novecientos diez mil hombres capaces de llevar las armas. Pero para formar el total de la población libre es necesario añadir a éstos a los ciudadanos omitidos involuntariamente en las listas, a los latinos establecidos entre los Alpes y el Po, y a los extranjeros domiciliados en Italia. Por otra parte, hay que deducir a los ciudadanos romanos establecidos en países lejanos. Calculado todo, no puede elevarse a más de seis o siete millones de hombres libres la cifra de la población de Italia. Si se creyese que había en ella una densidad igual a la de nuestros días, habría que elevar la población esclava a trece o catorce millones de individuos. Pero no hagamos estos cálculos que tan fácilmente pueden engañarnos. ¿Los necesitamos acaso para confirmar la inmensa dislocación de la máquina social? ¿No hablan con bastante claridad las insurrecciones parciales de los esclavos? Desde los primeros días de la revolución y hasta el fin de todas las sublevaciones, se ve que llaman a los esclavos a las armas y prometen la libertad a todo el que se bata contra su señor. Representémonos la Inglaterra con sus lores y sus señores, pero fundamentalmente la ciudad de Londres. Si por un lado se convierten en proletarios los freeholders y sus arrendatarios, y por otro, en esclavos sus obreros y sus marineros, se tendrá un bosquejo de la población de Italia en el siglo VII de Roma.

SISTEMA MONETARIO. MONEDA FIDUCIARIA

Para nosotros, las monedas romanas reflejan como en un espejo la condición económica del momento, y su sistema descubre inmediatamente al comerciante práctico e inteligente. Hacía mucho tiempo que el oro y la plata eran los medios universales de los pagos. Para facilitar por todas partes los sueldos y los balances, se había fijado legalmente la relación del valor entre ambos metales. Sin embargo, no quedaba a la libre elección del deudor el pagar en oro o en plata: en esto se seguía la ley de lo pactado. De este modo se había sabido evitar los graves inconvenientes que lleva siempre consigo la institución de un doble marco monetario, y las grandes crisis de oro, como la que se produjo hacia el año 600 después del descubrimiento de las minas de los tauriscos, en la que la relación de uno a otro metal bajó más del 33% en Italia. Estas grandes crisis, repito, no influían sino de un modo insignificante en el curso de una u otra moneda. A medida que se extendía el comercio marítimo por un campo ilimitado, el oro ocupó naturalmente el primer lugar en las transacciones. Tenemos la prueba de ello en los documentos que han llegado hasta nosotros sobre la administración de las rentas públicas y los asuntos de tesorería. Sin embargo, la República persistía en no introducir este metal en su sistema monetario oficial. Se habían abandonado los talleres ensayados bajo la presión de las guerras de Aníbal (volumen II, libro tercero, pág. 183); y en cuanto a los aurei acuñados en corto número por Sila, no pueden considerarse más que como una especie de medallas destinadas a las generosidades del triunfo. Antes, como después, era de plata la única moneda efectiva, ya fuera que circulase en barras, cosa muy usual, o que llevase el sello extranjero o romano. El oro no era recibido más que por peso, lo cual no le impedía tener, como la plata, su lugar en las relaciones comerciales. Adulterarlo por medio de la liga constituía un delito de monedero falso, lo mismo que si se acuñasen monedas de plata falsas. De aquí también esa inmensa ventaja de evitar toda posibilidad de fraude y engaño en el título más importante de estos intermediarios del cambio. Por lo demás, la acuñación de moneda se verificaba en gran escala. Después de la reducción de la pieza de plata de setenta y dos a ochenta y cuatro céntimos de libra, en tiempo de las guerras de Aníbal (volumen II, libro tercero, pág. 183), el dinero conservó su mismo peso y título por espacio de tres siglos, y no se permitió ninguna liga. En el principio de este periodo las monedas de cobre no eran más que para los picos, y cesaron de emplearse en el comercio en gran escala. Así pues, a partir de principios de siglo VII no se acuñaron ya ases; la moneda de cobre no tuvo en adelante más objeto que arreglar las fracciones que no podían arreglarse con las de plata.[7] La serie monetaria seguía una regla sencilla y cómoda, y la pieza más pequeña que entonces se acuñaba, el cuadrans, llegaba hasta el último límite sensible del valor metálico. El sistema romano es único en la antigüedad: se recomienda por la inteligente elección de sus bases y el rigor inflexible de su ejecución en todas sus partes, y apenas ha sido igualado en nuestros días. Sin embargo, tiene también sus defectos. Obedeciendo la práctica usual entre los antiguos, la de Cartago entre otras, la República había aplicado excesivamente, al lado de los dineros buenos de plata, otros fabricados de cobre con una capa sencilla de plata, y que había que recibir por su valor nominal. Estos dineros constituían una verdadera moneda fiduciaria, análoga a nuestro papel moneda con curso forzoso, que era garantizada por los ahorros del Tesoro, y que, en derecho, no podía rehusarlas. Ésta no era una moneda falsa oficial, como no lo es nuestro papel moneda, pues una y otro se fabricaban públicamente. Para facilitar las distribuciones de granos, Marco Druso hizo votar la emisión de una gran cantidad de esta moneda, con un valor de siete dineros, que salía de la fábrica oficial romana. Desgraciadamente, al mismo tiempo que esta medida auxiliaba las falsificaciones de la industria privada, perjudicaba al público, pues no le permitía saber cuándo recibía una moneda buena o mala, y en qué relación se hallaba esta con aquélla en la circulación general. En los momentos más apurados de las guerras civiles y de las grandes crisis financieras, se hizo una extraordinaria emisión de dineros plateados. De aquí una crisis monetaria, como consecuencia de las otras crisis: la moneda falsa y la moneda oficialmente adulterada embarazaron las transacciones en el mercado, y aumentaron extraordinariamente las inquietudes. Así pues, mientras que Cina estaba en el poder, los pretores y los tribunos, particularmente Marco Mario Gratidiano, provocaron la retirada de toda moneda fiduciaria y su cambio por la de plata, y, por último, se instituyó una oficina de comprobación. No sabemos hasta qué punto se llevó la ejecución de tan útiles medidas. Lo que sí es cierto es que no desapareció la moneda fiduciaria.

MONEDA PROVINCIAL

En las provincias donde se había abolido sistemáticamente la moneda de oro no se acuñó ninguna moneda, ni siquiera en los Estados clientes. Solo se encuentran en los países donde no impera la voz de Roma: entre los Galos al norte de los Cevennes, y entre los pueblos sublevados contra la República. Durante la guerra social, los italianos acuñaron moneda de oro, y otro tanto hizo Mitrídates Eupator. Por todas partes, y sobre todo en el oeste, la República tiende a acaparar toda la emisión de moneda de plata.

SISTEMA MONETARIO EN OCCIDENTE

Es posible que continuase circulando el oro cartaginés en África y en Cerdeña, aun después de la caída de Cartago, pero allí no se acuñaba moneda de metales preciosos, sino bajo las reglas de Cartago o de Roma. Se tiene una prueba de ello en el hecho de que, después de que los romanos se apoderaron de estos países, el dinero de Italia introducido en ambos sirvió de norma en los cambios. En España y en Italia, conquistadas antes y tratadas con más consideraciones, se acuñó plata bajo la dominación de la República, y, con mayor razón, los mismos romanos habían reanimado en la isla italiana esta acuñación, arreglándola según sus condiciones usuales (volumen II, libro tercero, págs. 83 y 219). Sin embargo, hay motivos justos para creer que también en estas dos regiones, al menos desde principio del siglo VII en adelante, la acuñación debió limitarse solo a la moneda fraccionaria y de bronce. En la Galia narbonense, solo Marsella, ciudad libre y antigua aliada de Roma, había conservado su derecho a acuñar moneda de plata, y era imposible quitárselo. Lo mismo debía suceder en las ciudades grecoilíricas de Apolonia y de Dirrachium. Pero aun tolerando la regalía en estas ciudades, Roma la limitaba indirectamente. A mediados del siglo VII borró de la serie monetaria el dinero de tres cuartos, acuñado por orden suya en ambas localidades, y que había admitido con el nombre de victoriatus (volumen II, libro tercero, pág. 395). En consecuencia, la moneda masaliota e iliria, rechazada en Italia, solo obtuvo una circulación restringida en los países de su procedencia y en algunas regiones de los Alpes y del Danubio. En adelante, en todos los dominios occidentales de Roma tuvieron un curso exclusivo el dinero y su serie: Italia, Sicilia (de esta sabemos expresamente que a principios del periodo siguiente no se ve otra moneda de plata que el dinero), Cerdeña y África no pagan más que en moneda romana; y respecto de España, que había conservado su moneda provincial, hace lo que Masalia e Iliria, la ha arreglado conforme al dinero.

SISTEMA MONETARIO DE ORIENTE

No sucedía lo mismo en Oriente. Aunque tenía curso legal, quizá la moneda romana no penetró sino en cantidades insignificantes. Eran muy numerosos los Estados que acuñaban moneda desde tiempo inmemorial, y las monedas locales circulaban allí en gran cantidad. Por regla general, se conservaron las diversas bases monetarias: la provincia de Macedonia, por ejemplo, continuó acuñando sus tetradracmas[8] áticas y no usó otra moneda, aunque agregaba al nombre del país el del magistrado romano. En otras partes, y por la voluntad de Roma, se introdujo una base monetaria especial que respondía a las necesidades y usos locales. Así es como en Asia encontramos la nueva estatera, o cistofora,[9] que se acuñaba en las capitales con el título y peso dados por la República, y bajo la vigilancia de sus funcionarios. Esta diferencia entre los sistemas de Oriente y los de Occidente es de una importancia capital en la historia: la moneda de la República fue seguramente uno de los más poderosos agentes de la romanización de los países sujetos. No es solo la casualidad la que hizo que las regiones en que predominaba la circulación del dinero constituyesen más tarde la mitad latina del Imperio, y que aquéllas en que dominaba la dracma formasen la mitad griega. Aún en nuestros días los países de civilización romana reconocen estas mismas fronteras, mientras que las regiones, tiempo atrás fieles al sistema monetario de la dracma, han permanecido fuera de la cultura europea.

LAS COSTUMBRES. DISIPACIÓN CRECIENTE

Dada la condición económica que precede, se tiene la medida del estado moral de la sociedad romana. Pero descender al detalle de estos precios crecientes, de estos refinamientos exagerados, y estudiar la vida de todos esos espíritus gastados sería cosa tan fatigosa como poco instructiva. Disipación, goces sensuales, tal era la palabra a la orden del día, lo mismo entre los «recién llegados» que entre los licinios y metelos. Ignoraban el lujo noble y culto, que es la verdadera flor de la civilización. El suyo era parecido al de Alejandría y al de Asia Menor. Era un producto infecundo de la civilización griega en tiempo de su decadencia, que degradaba todo lo que es grande y bello y no buscaba más que la ostentación y el aparato; que no pensaba en nada sino en gozar en su desacreditado pedantismo y estaba entregado a una especie de poesía envejecida; y que repugnaba, en fin, a toda naturaleza viva y enérgica, ya fuera que se inclinase al lado de lo sensible o de lo inteligible.

FIESTAS POPULARES. EL JUEGO.
LOS VESTIDOS LA MESA. LA VAJILLA DE PLATA

Hablemos ahora de las fiestas públicas. A mediados de aquel siglo, y en virtud de la ley votada a propuesta de Gneo Aufidio, se autorizó expresamente la importación de fieras del otro lado de los mares, prohibida mientras vivió Catón (volumen II, libro tercero, pág. 425). Inmediatamente se llenaron de fieras los circos, y sus luchas fueron uno de los principales episodios de los juegos. En el año 651 fue la primera vez que se enseñaron al pueblo muchos leones. En el 655 se presentaron en el circo varios elefantes; y en el 661, siendo pretor Sila, se sacaron en un mismo día cien leones al público. Lo mismo sucedió con los gladiadores. Los antepasados de los romanos se complacían en las representaciones figuradas de los grandes combates; en cambio sus descendientes se divertían presenciando las luchas sangrientas de sus asalariados combatientes. Magníficas hazañas y altos hechos destinados a servir de mofa a la posteridad. Las sumas gastadas en estos juegos y en las fiestas funerarias eran enormes. Leamos, para nuestra edificación, el testamento de Marco Emilio Lépido (cónsul en el 567 y el 579, y muerto en el 602): «Como los verdaderos y últimos honores no consisten en un lujo vano sino en el recuerdo de los méritos personales del difunto y de los antepasados», prohibió que sus hijos gastasen en sus funerales más de un millón de ases.[10] El lujo de las construcciones y de los jardines también iba en aumento. De hecho la magnífica casa de campo del orador Craso (muerto en el 663), célebre sobre todo por sus espléndidos árboles y jardines, estaba valuada en seis millones de sestercios con los árboles incluidos, y en la mitad de esta suma, sin ellos. El precio de una habitación ordinaria en Roma ascendía a sesenta mil sestercios aproximadamente.[11] ¿Quiere saberse sin embargo el increíble aumento de precio de los terrenos destinados al lujo? Citaremos el ejemplo de la quinta del cabo de Misena, adjudicada a Cornelia, madre de los Gracos, en setenta y cinco mil sestercios, y vendida a Lucio Lúculo (cónsul en el 680), en un precio treinta y tres veces mayor al referido (dos millones cuatrocientos setenta y siete mil sestercios). Las ricas construcciones, la vida del campo y los baños con sus refinamientos hacían de Baia y de toda la costa del golfo de Nápoles el Eldorado de los ociosos elegantes. Los juegos de azar hacían furor, y eso que al parecer les servirían de baraja unas cuantas nueces, así como en los buenos tiempos de las tangas itálicas. En el año 639, un edicto del censor reprimió el vicio del juego. Por otra parte, las mujeres, y aun los hombres, comenzaban a despreciar el antiguo vestido de lana: se preferían las gasas ligeras y las túnicas de seda, que revelaban las formas en vez de ocultarlas. En vano las leyes prohibieron los gastos insensatos en perfumes procedentes del extranjero. Por lo demás, es en la mesa donde brillaba principalmente el despilfarro de los ricos. Un buen cocinero se pagaba al precio extravagante de cien mil sestercios; en las construcciones, la cocina era el objeto principal del edificio. Las casas de campo (villas), inmediatas a la costa, tenían sus estanques de agua salada para tener a la mano el pescado vivo y las ostras. Se tenía por comida pobre aquella en que se servían a los convidados los manjares enteros, y no los trozos más suculentos solamente; así como aquella en la que se los obligaba a comer de un plato en vez de no hacer más que degustarlo. Se traían de lejanas regiones, sabe Dios a qué precio, los comestibles más delicados, y los vinos griegos se servían aún en la más modesta comida.[12] Alrededor de la mesa se agitaban innumerables esclavos puramente de lujo, cantantes, músicos y bailarines. Mobiliarios elegantes, tapices recamados de oro o artísticamente bordados, sobremesas de púrpura, antiguos bronces, rica vajilla: todo estaba allí acumulado. ¿Qué podían hacer en cuanto a esto las leyes suntuarias, por minuciosas y frecuentes que fuesen, al prohibir hoy una porción de vinos y manjares delicados, y fijar mañana el máximo de peso y precio; o al determinar ahora la cantidad de vajilla de plata, y designar luego los gastos de una comida ordinaria o de un banquete, en el año 593, de diez a cien sestercios; y en el año 763, de treinta a seiscientos sestercios? En realidad, entre los romanos notables no había quizá ni siquiera tres que siguiesen estas prescripciones (y menos que todos el autor de la ley), si no como ciudadanos obedientes a la ley del Estado, al menos como verdaderos discípulos del pórtico. No será trabajo perdido que digamos algunas palabras sobre la riqueza creciente de la vajilla, a pesar de lo que prescribían los legisladores. En el siglo VI era una excepción una bandeja de plata, además del salero tradicional; de hecho los enviados de Cartago se burlaron al ver que a todas partes donde eran invitados llevaban la misma vajilla. Más tarde, Escipión Emiliano ya poseía treinta libras de plata labrada; y después, su nieto Quinto Fabio (cónsul en 633), tenía ya mil libras. Marco Druso, el tribuno del pueblo del año 663, tenía diez mil libras; y por último, en tiempo de Sila, se contaban en Roma más de ciento cincuenta grandes bandejas que pesaban cien libras cada una, y que fueron causa de la proscripción de muchos de sus ricos poseedores. Si se quiere calcular las sumas gastadas en esto, debemos recordar que el modelarlas costaba entonces extraordinariamente caro. Cayo Graco pagó por su vajilla quince veces más de lo que valía por peso, y Lucio Craso, cónsul en el 650, pagó la suya dieciocho veces más que el valor de su metal. Incluso un día se lo vio pagar cien mil sestercios a un hábil artista por una simple copa; y lo mismo sucedía en todas las cosas.

LOS MATRIMONIOS

En cuanto a lo de casarse y tener hijos, era cosa que repugnaba en extremo a los elegantes. Ya la ley agraria de los Gracos daba un premio a los matrimonios que no eran estériles (pág. 97). Si el divorcio en Roma era antes desconocido, vino a ser ahora un acontecimiento natural y frecuente, y, así como en el antiguo derecho el marido compraba a su mujer, se podía proponer a los romanos del día hacer del matrimonio una especie de contrato de alquiler. Metelo el Macedónico fue la admiración de sus conciudadanos por sus virtudes domésticas y sus numerosos hijos. Siendo censor en el 623, quiso recordar al pueblo la santa obligación del matrimonio. Ahora bien, ¿en qué razones se apoyaba? «¡Ésta es —decía— una carga pública muy pesada, pero una carga que debe sufrir todo buen patriota!»[13]

Había sin embargo algunas excepciones. La población de las ciudades del interior y la mayor parte de los grandes propietarios rurales habían permanecido fieles a la antigua tradición de las costumbres latinas. En Roma, por el contrario, la oposición catoniana no era más que una palabra vana, pues se habían sobrepuesto las tendencias modernas. Para un hombre como Escipión Emiliano, de naturaleza fina a la vez que vigorosa, que sabía unir la moralidad del viejo romano con el refinamiento griego, existía una inmensa muchedumbre cuyo helenismo no significaba otra cosa que la corrupción del sentimiento y de la inteligencia. No se pierda de vista esta gangrena social y su funesta influencia en la esfera política, sin lo cual se corre riesgo de no comprender las revoluciones romanas. ¿Era acaso una cosa indiferente el lenguaje de estos dos ciudadanos notables, censores de las costumbres, que en el año 622 se dirigían mutuamente el reproche de que uno había llorado una «morena», gloria de sus viveros, y de que el otro había enterrado a tres mujeres sin derramar una lágrima? ¿No era cosa notable oír en el año 593, y en pleno Forum, a un orador trazar el cuadro satírico que a continuación transcribimos, y que hace una clara referencia a un senador jurado que se halla entre copas y buenos tercios en el momento en que se abría la sesión?

«Está jugando a los dados, perfumado con un cuidado exquisito y rodeado de mujeres mundanas. Cuando llega la hora décima, llama a un esclavo y lo envía a que pregunte qué ha sucedido en el Forum, quién ha hablado en pro y en contra de la moción; cuántas tribus la han votado y cuántas la han rechazado. Entonces va al comicio para no contravenir las disposiciones vigentes. Por la calle no hay en los rincones de las callejuelas ánforas que no llene; tan repleta de vino lleva la vejiga (quìppe qui vesicam plenam vini habeant). Llega por fin gruñendo y dice: “Vamos, expóngaseme la causa”. Los litigantes hablan y el juez interroga a los testigos. Mientras estos declaran, va a orinar (it minctum). Vuelve luego y dice que se ha enterado perfectamente. Pide los autos; apenas si el vino le permite abrir los ojos. Por último, cuando va a votar, pronuncia este magnífico discurso: “¿Qué he de hacer yo con todas estas majaderías? ¿Cuánto más vale irnos a beber un trago del meloso vino de Grecia, y a comernos unos tordos y un buen pescado, un buen lupum germanum de entre los dos puentes?”».[14] Los oyentes ríen a carcajadas. ¿No es ya un síntoma grave el reírse frente a un juez que hace semejantes proposiciones?