VIII
EL ORIENTE Y EL REY MITRÍDATES
ASUNTOS DE ORIENTE
Inquieto, y respirando apenas en medio de las tormentas revolucionarias, las voces de alarma y el ruido de los ciudadanos que se dirigían al incendio, el gobierno romano había perdido de vista los asuntos de las provincias, y sobre todo los de Oriente, cuyas lejanas y poco belicosas naciones no llamaban la atención inmediata de la República tanto como España, África y los pueblos vecinos del otro lado de los Alpes. Después de la incorporación del reino de Atalo, contemporáneo de los principios de la revolución, el gobierno romano había cesado de intervenir de un modo serio en los acontecimientos de Oriente durante toda una generación, a no ser cuando los intolerables excesos de los piratas del archipiélago lo habían obligado a formar la provincia de Cilicia, en el año 652. Sin embargo, el nuevo establecimiento no era más que una estación permanente para una pequeña escuadra y algunas tropas destacadas allí a fin de custodiar los mares del este. Ahora bien, una vez que la restauración quedó consolidada por la caída de Mario en el año 654, finalmente pensó en volver la vista hacia este lado.
EGIPTO. CIRENE ROMANIZADA
En muchos aspectos, la situación permanecía tal y como la habíamos dejado hacía ya treinta años. A la muerte de Evergetes II (año 637), el reino de Egipto con sus dos regiones anexas, la Cirenaica y Chipre, se disolvió en parte legalmente y en parte de hecho. Cirene fue el lote del hijo natural del rey difunto, Tolomeo Apion, y se separó para siempre. En el Egipto propiamente dicho, Cleopatra, viuda de Evergetes (muerta en el año 665), y sus dos hijos, Soter II y Alejandro I, se hicieron una guerra encarnizada, y en consecuencia Chipre se emancipó por mucho tiempo. Los romanos no quisieron mezclarse en todas estas querellas, pero cuando en el año 658 se les cedió la Cirenaica en virtud del testamento de Apion, que había muerto sin dejar hijos, no quisieron rehusar el legado. Sin embargo, dejaron el país casi independiente pues declararon libres a todas las ciudades griegas, Cirene, Tolemaida y Berenica, y les asignaron el disfrute de su antiguo dominio real. En cuanto a la vigilancia del pretor de África en este territorio, y teniendo en cuenta su distancia, era aún más nominal que la del pretor de Macedonia sobre las ciudades libres de Grecia. La causa de estos arreglos no era el filohelenismo, sino simplemente la debilidad o negligencia del gobierno romano, y dieron los resultados que ya hemos visto producirse en Grecia en las mismas circunstancias. El país fue despedazado por guerras civiles y usurpaciones de tal modo que, en el año 668, cuando por casualidad un general romano había ido por allí, los habitantes le suplicaron que remediase el mal y les diese una organización sólida o estable.
SIRIA
Casi peor habían marchado las cosas en Siria. Durante una guerra de sucesión de veinte años entre los dos hermanos Antioco Gripo y Antioco de Cizica, y que después de ellos continuó entre sus dos hijos, el trono, objeto de tantas disputas, había venido a parar en una vana sombra. Los reyes del mar de Cilicia, los jeques árabes del desierto de Siria, los príncipes de Judea y los magistrados de las grandes ciudades eran ya más fuertes que las testas coronadas. En esta época los romanos fundaron estaciones en la Cilicia occidental, y los partos acabaron de ocupar definitivamente la importante región de Mesopotamia.
ESTADO PARTO. ARMENIA
Por el tiempo de los Gracos, la monarquía de los Arsácidas había tenido que atravesar una crisis peligrosa en todos los sentidos, principalmente a consecuencia de las repetidas agresiones de las tribus turanias. El noveno Arsácida, Mitrídates II o el Grande, había reconquistado para su trono el predominio en el Asia interior, luego de rechazar a los escitas hacia el norte, y extender sus fronteras por el lado de Siria y Armenia. Pero al final de su reinado, paralizado por incesantes discordias, vio rebelarse contra él a los grandes del reino y a su propio hermano Orodes, que no tardó en derribarlo y darle muerte. Fue entonces que Armenia se levantó y engrandeció, país hasta ahora insignificante. Al declararse independiente (volumen II, libro tercero, pág. 288) estaba dividida en dos partes: la septentrional, o Armenia propiamente dicha, que pertenecía a Artaxiades, y la meridional, o Sofena, que pertenecía a Zariadrides. Sin embargo, Artaxiades Tigranes no tardó en reunirla toda. Con sus fuerzas duplicadas, y aprovechándose de la debilidad de los partos, el nuevo rey había roto los lazos de su dependencia respecto de éstos, y había reconquistado los territorios de los que antes se habían apoderado. Así pues, la supremacía en Asia, que había pasado tiempo atrás de los Aqueménidas a los Seléucidas, y de éstos a los Arsácidas, en la actualidad la poseía Armenia.
ASIA MENOR
La distribución de los territorios en Asia Menor había permanecido casi en la misma forma que Roma había verificado luego de la disolución del reino de los Atálidas. Solo la Gran Frigia había sido arrebatada al rey de Ponto, cuando Cayo Graco había descubierto inteligencias entre Mitrídates Evergetes y el cónsul Aquilio (pág. 63). Erigida en país libre, se la unió luego a la provincia de Asia, como se hizo con Grecia respecto de Macedonia (hacia el año 634). En cuanto a los Estados clientes, Bitinia, Capadocia, Ponto, principados de Galacia y de Paflagonia, y en cuanto a las numerosas ligas de ciudades y a las ciudades libres, no se había modificado sensiblemente su situación exterior. En el interior, por el contrario, la dominación romana había tomado un carácter muy diferente, y este cambio obedecía a una doble causa. En primer lugar, la opresión había ido aumentando, tal como sucede siempre bajo un régimen tiránico; y en segundo término, las revoluciones de Roma habían extendido hasta allí sus desastrosos efectos. Recordaré solo las usurpaciones ejercidas sobre la propiedad en la provincia de Asia por Cayo Graco, los diezmos y las aduanas instituidas en provecho de Roma, y aquellas cacerías de esclavos que verificaban los publicanos. Así pues, la dominación de Roma, que era muy pesada ya en su origen, se había hecho insoportable: ni la diadema de los reyes, ni la choza del campesino estaban al abrigo de la confiscación. Toda espiga que salía, salía en provecho del colector romano del diezmo; todo hijo que nacía de padres libres, crecía para proveer a Roma de esclavos. El asiático, indefinidamente pasivo, soportaba todos estos males: no porque la paciencia o la reflexión lo hiciesen permanecer tranquilo, sino porque obedecía a esa falta de iniciativa que constituye el principal rasgo del carácter oriental. En medio de estas regiones tan sufridas, de estas naciones afeminadas, se hubieran cometido por mucho tiempo crímenes espantosos, y quizás impunemente, si no se hubiera levantado un hombre que dio al fin la señal.
MITRÍDATES EUPATOR
Por este tiempo era rey de Ponto Mitrídates VI, apellidado Eupator (de 624 a 691), descendiente directo en decimosexto grado, por línea paterna, del hijo del rey Darío, hijo de Hidaspes, y en octavo grado de Mitrídates I, fundador del reino de Ponto, a la vez que por su madre estaba emparentado con los Alexandridas y los Seléucidas. Su padre Mitrídates Evergetes había muerto prematuramente, asesinado en Sinope, y así él subió al trono cuando apenas tenía once años (en 634). La diadema, sin embargo, no le trajo en un principio más que miserias y peligros. Sus tutores, y se dice que hasta su misma madre, a quienes el testamento de su padre había encargado la regencia, atentaron contra su vida. Pero parece que el pupilo real supo librarse de los puñales de sus protectores legales: anduvo errante y miserable durante siete años, cambiando de asilo todas las noches y fugitivo en su propio reino, haciendo la vida del cazador nómada y sin patria. De este modo el niño se hizo hombre, y hombre fuerte. Lo que de él sabemos se funda principalmente en el testimonio de los contemporáneos. Sin embargo, puede suceder que las leyendas, que en Oriente corren como el relámpago, hayan formado al poderoso rey una gran aureola, y lo adornaran con los atributos de un Sansón y de un Rustan. Después de todo, semejante aureola conviene a la figura de Mitrídates, como la corona de nubes al gigantesco pico de la montaña. Si las líneas principales están recargadas de colorido y tienen algo de fantásticas, no están, sin embargo, muy alteradas. Las piezas de la armadura con las que se revestía el gigantesco cuerpo del rey de Ponto excitaban la admiración de los asiáticos y más aún la de los italianos. Alcanzaba en la carrera a la bestia más ligera; domaba el caballo más fiero, y una vez corrió cincuenta leguas en un día, cambiando de cabalgadura; montado sobre su carro, guiaba dieciséis caballos. Ganó infinidad de premios en los juegos de destreza y velocidad (si bien es verdad que no hubiera hecho muy buen negocio el que hubiera vencido al rey). Cazando, y a galope, con seguridad hería la pieza. Por último, en la mesa desafiaba a sus convidados y convertía sus banquetes en una reunión de apostadores, en las que vencía al bebedor más probado y al glotón más intrépido. Tampoco tenía rival en el harén y sus placeres, si hemos de creer las licenciosas afirmaciones de sus queridas griegas, cuyas amorosas cartas se encontraron un día entre sus papeles. En cuanto a las necesidades del espíritu, corría en el campo sin límites de las supersticiones y consagraba muchas horas a la interpretación de los sueños y a la fantasmagoría de los misterios. Por otra parte, era muy dado a los refinamientos de la civilización de los griegos. Amaba su arte y su música: coleccionaba objetos preciosos, ricos utensilios, antiguas y espléndidas curiosidades de Grecia y de Persia. Sobre todo, era célebre su guardajoyas. Historiadores, filósofos y poetas griegos lo rodeaban constantemente, y en las festividades de su corte, al lado del premio para los comedores y bebedores, había también uno para el bufón más festivo y para el mejor cantor. Tal era el hombre, y el sultán no se diferenciaba mucho. En Oriente, donde las relaciones del señor con el súbdito están arregladas por la naturaleza y no por la ley, falsa o fiel, este último es una especie de perro, y el señor es desconfiado y cruel. ¿Qué rey ha superado jamás en desconfianza ni en crueldad a Mitrídates? Por orden suya murieron violentamente o en el fondo de una prisión perpetua, por crímenes reales o imaginarios, su madre, su hermano, sus hermanas, que fueron también sus esposas, tres de sus hijos y tres de sus hijas. Por último entre sus papeles secretos se encontraron, atrocidad que subleva todavía más, sentencias de muerte preparadas de antemano contra algunos de sus más fieles servidores. Verdadero sultán hasta el fin, un día se lo verá ordenar que todo su harén sea asesinado, para que el enemigo no hiciese de él un trofeo de victoria. Su concubina predilecta, una bella efesia, pudo obtener de él el privilegio de elegir su suplicio, como un último favor. Estudió y experimentó los venenos y sus antídotos: a sus ojos, éste era un ramo importante de los trabajos del gobierno, y quiso habituar su cuerpo al veneno en grandes dosis. Así como de joven no había tenido a su alrededor más que traiciones y asesinatos, y había aprendido de todos, aun de sus parientes más próximos, a practicar el asesinato y la traición por su propia cuenta, así también sufrió forzosamente las consecuencias de esta educación funesta. La historia lo atestigua: todas sus empresas fracasaron por la infidelidad de sus más íntimos servidores. Agréguense a este cuadro algunos ejemplos de una justicia generosa: castigaba despiadadamente a los traidores, pero por regla general perdonaba al cómplice, cuando estaba bajo la dependencia personal del principal culpable. Pero semejantes accesos de equidad se encuentran en todo tirano, por brutal que sea. Lo que distingue a Mitrídates entre todos es su actividad inaudita. Una mañana se encerró en su fortaleza, y permaneció invisible meses enteros. Se lo creyó perdido, pero de repente reapareció con la nueva de que había recorrido de incógnito todo el Asia Menor. Tenía palabra fácil, y además sabía hablar y dar leyes a las veintidós naciones sujetas a su imperio, sin necesidad de intérprete y en sus propias lenguas: notable rasgo del activo dominador del Oriente. Respecto de su gobierno interior, por desgracia nos dice muy poco la tradición escrita. Sin embargo, sabemos que se parece al de todos los sultanes de Asia en lo de reunir tesoros y ejércitos innumerables, que confiaba en sus primeros años a cualquier condottiero griego, en vez de mandarlos y conducirlos por sí mismo contra el enemigo, y en lo de agregar todos los días nuevas satrapías a las ya numerosas de sus dominios. En cuanto a los elementos más nobles de la administración, tendencias civilizadoras, útiles manejos de las oposiciones nacionales, miras originales y profundas; de todo esto no hay un solo vestigio en las fuentes históricas. Por tanto sería temerario colocar a Mitrídates en la misma línea que los grandes Osmanlis, que un Mahomet II, o un Soliman el Magnífico. A pesar de su cultura helénica, que le sentaba casi peor que la armadura romana a sus capadocios, para nosotros jamás será más que un puro oriental: rudo, arrastrado por los apetitos sensuales, supersticioso, cruel, sin fe y sin escrúpulos. Por otra parte tenía una organización poderosa, y estaba maravillosamente dotado en su aspecto físico, de tal suerte que al verlo debatir y abrirse enérgicamente su camino, y luchar después infatigable hasta el fin, se lo creería un gran talento, ¡qué digo! un verdadero genio. No niego que en el siglo en que la República romana estaba agonizante fuese más difícil hacerle frente que en los tiempos de Escipión o de Trajano, ni que la embarazosa situación de Roma en Italia en el momento en que comenzaron los trastornos en Asia fuese lo que le permitió a Mitrídates resistir el doble de tiempo que Yugurta. Pero no por eso es menos cierto que, antes de las guerras contra los partos, fue el único que se mostró como un enemigo que los romanos necesitaron tener muy en cuenta, y que se defendió de ellos, como el león del desierto se defiende del cazador. Pero, fuera del homenaje tributado a la tenaz resistencia que se apoya solo en las fuerzas físicas, ¿debemos llevar aún más adelante nuestra admiración?
Por lo demás, cualquiera sea el juicio que se forme acerca del hombre, la figura de Mitrídates continuará siendo grande en la historia. Sus guerras dieron lugar a la última sacudida de la oposición política de la Hélade contra Roma, y fueron también las precursoras de una vasta insurrección contra la supremacía de la República. Esa insurrección en verdad fue suscitada por antagonismos de otra especie y mucho más profundos, y manifiesta, en fin, la reacción nacional en Asia contra los occidentales. Como Mitrídates era hombre de Oriente, su reino fue también oriental. En su corte y entre los grandes, existían la poligamia y el harén. La religión de los habitantes de los campos, lo mismo que la oficial alrededor del trono, era el antiguo culto asiático, y el helenismo superficial y local no se diferenciaba apenas del de los Tigranes de Armenia o del de los Arsácidas del Imperio parto. Concedo que, al principio, los griegos de Asia Menor hubiesen creído hallar en el rey de Ponto un punto de apoyo para la realización de sus sueños políticos, pero la parte que tomaron en sus batallas no se pareció en nada a las jornadas de Magnesia y de Pidna. Después de un largo reposo se abría un nuevo periodo en ese gigantesco duelo de Occidente contra Oriente que comenzó en los campos de Maratón, que el mundo antiguo ha legado a la generación presente, y que quizás exigirá todavía millares de años en el porvenir.
LOS PUEBLOS DE ASIA MENOR
Por determinada que parezca, en todo su ser y sus actos, la personalidad verdaderamente extraña y antihelénica del rey capadocio, no es menos difícil fijar su carácter y el elemento nacional. Todo lo que nos da la historia es una apreciación general, una vista total. En el inmenso dominio de la civilización antigua, ningún país presenta un cuadro tan cubierto de razas, diversas entre sí y superpuestas o mezcladas desde tiempo inmemorial, como el Asia Menor; tampoco en ninguna parte flota la nacionalidad tan indistintamente. Los pueblos semíticos forman una cadena ininterrumpida desde Siria hasta Chipre y Cilicia, y en las costas carias y lidias es también su sangre la que parece que predomina. Por el contrario, el extremo noroeste está ocupado por los binios, parientes de los tracios. En el interior y en la costa septentrional se encuentran una porción de pueblos indogermánicos, muy próximos también a la familia iraní. De los idiomas de Armenia y de Frigia,[1] y del de Capadocia, podemos decir con gran verosimilitud que tienen parentesco con el avéstico. Por otra parte, como parece cierto que entre los misios se mezclaban las lenguas lidia y frigia, en este punto hay que concluir de aquí la existencia de una tribu semítica irania, parecida al pueblo asirio. En lo tocante a los países que se extienden entre Cilicia y Caria, confieso que nos faltan datos precisos a pesar de los numerosos restos de la escritura y de la lengua indígenas llegados hasta nosotros; y puede creerse que los habitantes pertenecían en parte a los semitas y en parte a los tracios. Por último, hemos dicho en un estudio precedente de qué modo Grecia había arrojado sobre esta aglomeración confusa de pueblos la red de sus ciudades comerciales, cómo el Asia Menor había sido conquistada al helenismo por el genio guerrero y el poder intelectual de sus vecinos.
PONTO. CONQUISTAS DE MITRÍDATES
CÓLQUIDA. LAS RIBERAS AL NORTE DEL MAR NEGRO
Tales eran las regiones donde reinaba Mitrídates. Su imperio propio ocupaba la Capadocia del mar Negro, o el país del Ponto. Colocado en el extremo noreste de la península, tocando a la Armenia y en diarios contactos con ella, la nacionalidad iraní del Ponto se había mantenido allí más pura que en el resto del Asia Menor. La Hélade no había sabido echar allí profundas raíces. A no ser a lo largo de las costas, donde se encontraban en gran número los establecimientos griegos, las importantes plazas comerciales de Trapezus (Trebisonda), Anusos (Samsoum) y, sobre todo, la ciudad natal y residencia de Mitrídates, la floreciente Sinope; el país había conservado su aspecto primitivo. No es que estuviese desierto. Lejos de esto, así como en nuestros días la región póntica es una de las más fértiles y bellas de la tierra, y en la que se ven sucederse los campos de trigo, los bosques y los árboles frutales, así también en los tiempos de Mitrídates estaba bien cultivada y relativamente bien poblada. Propiamente hablando, no había más que un corto número de ciudades; el resto eran castillos que servían de reductos a los labradores, y de tesoros fortificados al rey, pues era allí donde encerraba los productos del impuesto. Solo en la pequeña Armenia se contaban sesenta y cinco pequeñas ciudadelas reales. No parece que Mitrídates haya hecho nada activamente para favorecer allí la construcción de ciudades, fenómeno muy sencillo para quien sabe cuál era su situación, y se da cuenta de esta reacción real y progresiva contra el helenismo, cuya influencia sufría quizá sin darse cuenta. Sin embargo, se muestra muy activo a la manera oriental: atareado sin cesar, extiende constantemente por todos lados los límites de su ya vasto reino, aun suponiendo que se exagere al darle a este cerca de mil leguas de circunferencia. Encontramos sus ejércitos y sus escuadras en las costas del mar Negro, en Armenia y en Asia Menor. Pero en ninguna parte tenía campo más libre y más grande que en las costas orientales y septentrionales del Euxino. Procuremos echar por esta parte una ojeada, por difícil o, mejor dicho, por imposible que sea trazar claramente el cuadro de las conquistas reales. En la costa oriental, casi desconocida antes de Mitrídates, en efecto es él quien la reveló a la historia, lo vemos arrancarle a sus príncipes locales el país de Cólquida, con la escala ya considerable de Dioscuriades (después Sebastópolis, hoy Iskuriah), y formar con ella una satrapía póntica. Aún más fructuosas fueron sus empresas en el norte.[2] La naturaleza del suelo y su temperatura variable, que oscila desde el clima de Estocolmo hasta el de Madera por las sequías absolutas y la falta de nieves, que duran algunas veces hasta veintidós meses o más, las estepas inmensas, llanas y peladas que se extienden más allá del Eusino, del Cáucaso y del mar Caspio, aparecen hoy rebeldes a la agricultura y aún más a la colonización fija. Lo mismo sucedía en los tiempos antiguos, por más que, al remontarnos dos mil años antes de nuestra era, las condiciones del clima quizás eran menos malas.[3] Los pueblos conducidos allí por la emigración se entregaron, y se entregan todavía en parte, a la vida nómada y de pastoreo para acomodarse a las circunstancias de los lugares. Cambian constantemente de morada, conducen sus innumerables manadas de bueyes, y más frecuentemente de caballos, y llevan su casa y sus muebles sobre carros. Sus armas y su manera de pelear eran semejantes a su vida: los habitantes de las estepas se batían casi siempre a caballo y sin orden. Llevaban su yelmo y su coraza de piel, y el escudo forrado de cuero; traían además espada, lanza y arco. Verdaderos antepasados de los modernos cosacos, al marchar del este hacia el oeste habían empujado a los escitas indígenas, de raza mongólica sin duda, quienes se aproximaban a los actuales pueblos de Siberia por las costumbres y los caracteres físicos. Comúnmente se dice que pertenecían con los sauromatas y los roxolanos, o yazigas, a la familia sármata, de origen eslavo, pero las denominaciones que se les han dado recuerdan más bien los idiomas medo y persa, y quizá deberían unirse todos al gran tronco del avéstico. Por lo demás, los enjambres tracios que llegaron hasta el Dniester, particularmente los getas, habían seguido el camino opuesto. Entre los unos y los otros, hijos perdidos de la gran emigración germánica cuya masa principal no se acercó nunca al mar Negro, cerca del Dnieper se movían algunas tribus que se llamaban celtas y formaban el pueblo de los bastarnas, y más lejos, en las bocas del Danubio, el de los peucetianos. En ninguna parte se veía un Estado constituido; cada raza obedecía a sus príncipes, a sus ancianos.
EL HELENISMO EN ESTOS PAÍSES
Frente a estos bárbaros, y aunque eran muy diferentes de ellos, se hallaban los griegos. Sus establecimientos, numerosos en estas playas, habían sido fundados por la ciudad de Mileto particularmente, en los tiempos de su poderosa prosperidad comercial. Estos establecimientos constituían simples mercados o estaciones para la pesca, que era tan productiva en estos mares, o bien colonias agrícolas; porque, como ya hemos dicho, la costa norte del mar Negro ofrecía en los tiempos antiguos algunos sitios fértiles que no se encontrarán ya en la actualidad. Lo mismo que los fenicios en Libia, los helenos pagaban a los señores del país un canon determinado a cambio del suelo, cuyo disfrute se les había concedido. Entre los puntos de escala más importantes, se citaban la ciudad libre de Quersoneso (no lejos de Sebastopol), en el país de los escitas, y la península taurica (Crimea). A pesar de las dificultades locales, el bienestar había engendrado allí una constitución ordenada y el espíritu de prudencia de los ciudadanos. Más lejos, en el flanco opuesto de la península, estaba Panticapea (Kertsch), sobre el estrecho del mar Negro al de Azov, gobernada desde el año 457 de Roma por magistrados ciudadanos con título hereditario, que más tarde tomaron el de reyes del Bósforo, y formaron las dinastías de los Archeanaktidas, de los Espartocidas y de los Pærisadas. El cultivo de los cereales y la pesca en el mar de Azov habían elevado a esta ciudad a una rápida fortuna. En tiempos de Mitrídates, su territorio se extendía sobre la mitad de Crimea, y comprendía Teodosia (Kaffa), la ciudad de Panagoria, en el extremo opuesto del continente asiático, y toda la región síndica (sobre la costa, al sur del Kuban). En mejores tiempos los señores de Panticapea habían reinado en tierra firme en todos los pueblos de la costa oriental del mar de Azov y del valle del Kuban; mientras que por mar su escuadra había sido la reina del Eusino. Pero nada puede expresar cuánto se notaba en estas regiones, que eran frontera de la civilización griega, la postración de la nacionalidad helénica en aquellos momentos. Solo Atenas había intentado en sus buenos tiempos cumplir con su deber de potencia directora. Pero aun con esto, hay que añadir que le hacía mucha falta el trigo de las costas del Ponto y que obedecía forzosamente a un interés vital. Después de la caída del poder marítimo de Atenas, todos estos países quedaron abandonados a sí mismos. Los Estados griegos continentales no consiguieron nunca implantarse profundamente en ellos, a pesar de los esfuerzos de Filipo, padre de Alejandro, y más tarde del empeño de Lisimaco. Roma, a su vez, cuando después de haber conquistado Macedonia y Asia Menor había contraído el deber de servir de escudo a la civilización helénica, por donde quiera que lo necesitara, despreció la voz imperiosa del interés y del honor, y de esta forma no tardó en caer Sinope. Después de esto Rodas llegó a una gran postración, y el aislamiento de los griegos fue completo, perdidos en las riberas septentrionales del mar Negro. ¿Se quiere tener una idea clara de su condición deplorable en medio de las bandas de los bárbaros? Léase la inscripción de Olbia (no lejos de las bocas del Dnieper, cerca de Oczakof), sin duda contemporánea de Mitrídates. Esta inscripción atestigua que los ciudadanos estaban obligados a enviar un tributo anual al rey bárbaro, a su propio campamento. Además vino a establecerse delante de la ciudad, y, aunque no hizo más que pasar por ella, hubo que ofrecerle ricos presentes. Incluso hasta era necesario algunas veces hacer regalos a los jefes más insignificantes, y aun a toda la horda, pues costaría muy caro mostrarse mezquinos. Pero las cajas de la ciudad estaban ya vacías, y echó mano a los exvotos piadosos. En este tiempo llamaron a las puertas los belicosos pueblos del desierto. La campiña fue talada y se llevaron además a todos los labradores. Pero, lo que es peor, los escitas, vecinos de Olbia, demasiado débiles a su vez, y buscando un abrigo contra la furia de los celtas, más salvajes aún, intentaron apoderarse de la ciudad amurallada, con tal suerte que sus habitantes desertaron en masa y los pocos que quedaron pensaron en entregarse al sitiador.
MITRÍDATES SE HACE DUEÑO DEL REINO DEL BÓSFORO
Tal era el estado de las cosas cuando Mitrídates franqueó la cordillera del Cáucaso a la cabeza de su falange macedónica, y descendió a los valles del Kuban y del Terek, al mismo tiempo que su escuadra llegaba a las aguas de Crimea. Como era natural, los griegos lo recibieron con los brazos abiertos, pues veían un libertador en este rey medio helenizado y en sus capadocios armados a la manera griega. Por entonces, los acontecimientos se encargaban de mostrar cuán buena ocasión había perdido Roma. Los señores de Panticapea no podían ya satisfacer los enormes tributos que les exigían sus vecinos, y en ese mismo instante el rey de los escitas tauriscos y sus cincuenta hijos cercaban la ciudad de Quersoneso. Todos ellos sacrificaron sin vacilar: unos, su pequeño reino hereditario; otros, su libertad, que habían sabido defender largo tiempo, para salvar siquiera un último bien, su nacionalidad griega. No tuvieron de qué arrepentirse. Mitrídates, con sus tropas disciplinadas y sus bravos generales Diofantos y Neoptolomeo, derrotó fácilmente a las hordas de las estepas. Neoptolomeo los batió en el estrecho de Panticapea, en parte por mar y en parte sobre el hielo durante el invierno. El Quersoneso quedó limpio de bárbaros, pues cayeron los fuertes taurianos; y el rey, construyendo una línea de ciudadelas, se aseguró la contestable posesión de la península. Entre tanto Diofanto marchaba sobre los roxolanos (entre el Don y el Dnieper) que venían en auxilio de los taurianos. Sus seis mil falangistas hicieron huir a ochenta mil bárbaros, y las armas del rey de Ponto llegaron hasta el Dnieper. De este modo Mitrídates fundó un segundo imperio, inmediato al reino de sus padres, y que, como éste, tenía por fundamentos principales una línea de ciudades griegas comerciales. Este imperio del Bósforo, como se lo llamaba, comprendía toda la actual Crimea, con las lenguas de tierra situadas enfrente sobre la costa de Asia, y producía anualmente a la caja y a los almacenes reales doscientos talentos y ciento ochenta mil fanegas de trigo. En cuanto a los pueblos de las estepas, desde las pendientes septentrionales del Cáucaso hasta la desembocadura del Danubio, todos entraron bajo la clientela del rey de Ponto o contrajeron con él alianza. Este hecho le dio una porción de recursos y, cuando menos, la ventaja de un inagotable campo de enganche para sus ejércitos.
LA
PEQUEÑA ARMENIA
ALIANZA CON TIGRANES
No contento con estos magníficos éxitos en el norte, se volvió al mismo tiempo hacia el este y el oeste. Fundió completamente en sus Estados la pequeña Armenia, que hasta entonces no había formado parte integrante del reino de Ponto, aunque era dependiente, y, lo que es aún más ventajoso, se unió en estrecha alianza con el rey de la Gran Armenia. Dio a Tigranes en matrimonio a su hija Cleopatra; y gracias a su apoyo el armenio se libertó de la dominación de los Arsácidas y conquistó en Asia la situación que antes había tenido. Se cree que, conforme a un convenio estipulado entre los dos reyes, Tigranes debía apoderarse de Siria y del Asia central, mientras que Mitrídates ocupaba el Asia Menor y las costas del mar Negro. Además se habían prometido auxiliarse mutuamente. No hay duda de que la idea de este tratado procedió de Mitrídates, mucho más activo y capaz que el otro; por lo demás, necesitaba que le guardasen sus espaldas y procurarse un aliado poderoso y seguro.
CONQUISTA DE PAFLAGONIA Y CAPADOCIA
Por último, el rey puso sus miras en Paflagonia y Capadocia.[4] Según él, la primera le pertenecía conforme al testamento del último de los Pyleménidas en favor de su padre Mitrídates V Evergetes. Sin embargo, se encontró con las pretensiones opuestas de parte de la línea real legítima e ilegítima, y hasta el país mismo protestó. Respecto de Capadocia los reyes de Ponto no podían olvidar que éste y la Capadocia marítima otras veces no habían formado más que un reino, y las ideas de reunión se mantenían aún vivas. Mitrídates comenzó por ocupar la Paflagonia de acuerdo con Nicomedes, rey de Bitinia, y, al repartir con él su conquista común, lo unió completamente a sus intereses. Para cubrir, en cierto modo, la violencia hecha a la fe pública, los dos reyes instalaron como regente nominal a un hijo de Nicomedes, quien tomó el nombre de Pilemenes. Más pérfida fue aún en Capadocia la política de los dos aliados. El rey Ariarato VI fue aseinado por Gordios, por orden expresa, o al menos en interés exclusivo de Mitrídates Eupator, su cuñado. Dejó un hijo de su mismo nombre, que no pudo resistir las invasiones del bitinio sino con la ayuda equívoca de su tío. A cambio, Mitrídates le exigió que dejase entrar en Capadocia al asesino fugitivo de Ariarato. De aquí la ruptura y la guerra; ya estaban ambos ejércitos uno frente a otro, cuando el tío citó a una entrevista a su sobrino, y lo asesinó él mismo. Gordios, el asesino del padre, se puso inmediatamente al frente del gobierno por cuenta del rey de Ponto y a pesar de la insurrección del pueblo que pidió por señor al último hijo del rey difunto. Sin embargo éste no pudo sostenerse contra las fuerzas muy superiores de Mitrídates, y murió al poco tiempo. El rey de Ponto tenía el campo completamente libre considerando que ya no quedaba nadie de la raza real de Capadocia. Por tanto se proclamó, como se había hecho en Bitinia, un falso Ariarato que reinó nominalmente; pues en realidad, quien gobernaba era Gordios, el lugarteniente de Mitrídates.
REINO DE MITRÍDATES
Por entonces, el rey de Ponto era más poderoso que lo que ningún otro indígena había podido llegar a serlo desde hacía muchos años. En el norte y en el sur del mar Negro, y hasta en el centro del Asia Menor, lo obedecían todos. Sus recursos para la guerra continental o meridional parecían inagotables. Recogía soldados a voluntad desde las bocas del Danubio hasta el Cáucaso y el mar Caspio: tracios, escitas, saromatas, bastarnos, colquidios, iberios (pueblo de Georgia), todos se precipitaban a porfía a ponerse bajo sus banderas. Pero entre los bastarnos, que eran los más belicosos, era donde principalmente iba a buscar sus ejércitos. Respecto de su escuadra, la Cólquida le suministraba el lino, el cáñamo, la resina, la cera y sobre todo las excelentes maderas que bajaban por los torrentes del Cáucaso; mientras que en Fenicia tomaba sus capitanes de buques y sus pilotos. Se dice que había venido a Capadocia a la cabeza de seiscientos carros armados de hoces, de diez mil caballos y de ochenta mil hombres de infantería, y que no había sacado para esta guerra todas las tropas que tenía disponibles. Por lo demás, las escuadras de Ponto se apoyaban en Sinope y en los puertos de Crimea, y así eran dueñas exclusivas del mar Negro.
LOS ROMANOS Y MITRÍDATES
INTERVENCIÓN DEL SENADO. SILA EN CAPADOCIA
La República había presenciado pasivamente las usurpaciones consumadas por Mitrídates en todas partes, y este imponente engrandecimiento, obra quizá de veinte años. Había dejado a un simple Estado cliente transformarse en una gran potencia militar, que ponía en campaña cien mil hombres. Roma vivía en estrecha alianza con este nuevo gran rey de Oriente, que se había puesto a la cabeza de los Estados del Asia central, en parte gracias a su ayuda; y que iba confiscando todos los reinos, todos los principados a su alrededor con mil falsos pretextos, que parecían una burla o un ultraje para el Estado protector, siempre mal resignado y situado demasiado lejos. Incluso había llegado a fortificarse en el continente de Europa; y su jefe en persona se había sentado sobre el trono real en la península taurica. En suma, había extendido sus fronteras, a título de soberano, hasta las regiones vecinas de Tracia y de Macedonia. Esto no quiere decir que el Senado no hubiese deliberado sobre este asunto grave. Pero al aceptar los hechos consumados en el asunto de la sucesión paflagónica, y tolerar las usurpaciones de Mitrídates fundadas en el título de un testamento falso, las de Nicomedia, con su falso Pilemenes, mostraba cómo ese gran cuerpo se acogía a todo pretexto plausible de no intervención, y sin que esto fuese un mal. Sin embargo, las injurias iban creciendo y agravándose. Los príncipes de los escitas tauricos, arrojados de Crimea, se volvían hacia Roma y le pedían socorro. Por su parte, si hubiese habido todavía algún senador que se hubiera cuidado de las máximas tradicionales de la política romana, habría recordado que, en otros tiempos, el paso del sirio Antioco a Europa y la ocupación militar del Quersoneso de Tracia habían sido la señal de la guerra de Asia (volumen II, libro tercero, pág. 273). Aún menos debía tolerarse la ocupación del Quersoneso taurico por parte del rey de Ponto. Por último, la República se decidió a obrar cuando supo que acababa de verificarse la reunión de Capadocia con Ponto. Nicomedes de Bitinia, quien por su lado había querido tomar posesión de ella bajo el nombre de otro falso Ariarato, y que veía a su pretendiente despojado por otra hechura de Mitrídates, había solicitado con urgencia la intervención de los romanos. El Senado exigió que Mitrídates restableciese a los príncipes escitas. La debilidad del gobierno había hecho que la política se desviara de tal modo que, en la actualidad, en vez de defender a los helenos contra los bárbaros, iba a sostener a los escitas contra sus semicompatriotas. Paflagonia fue declarada independiente. El falso Pilemenes de Nicomedes y Mitrídates recibió la orden de evacuar el país. Asimismo la recibió Ariarato para abandonar la Capadocia; y como los representantes del país rehusasen la libertad que Roma les ofrecía, se dispuso que eligiesen un rey. Había energía en todas estas decisiones, pero desgraciadamente, en vez de apoyarlas con un ejército, se envió a Capadocia a Lucio Sila, protector de Cilicia, con el pequeño contingente de que disponía para combatir a los ladrones y a los piratas. Sin embargo, el recuerdo del antiguo vigor de los romanos trabajaba para ellos en Oriente más que su desdichado gobierno actual; y Sila, a fuerza de habilidad y de energía personales, suplió lo que le faltaba por parte del Senado. Mitrídates se retiró contentándose con impulsar hacia adelante al gran rey Tigranes de Armenia, más libre que él de obrar contra los romanos. Los soldados de Tigranes entraron en Capadocia. Sila reunió inmediatamente su gente, recogió los contingentes aliados, pasó el Tauro y derrotó al regente Gordios con sus bandas armenias. No se necesitó más. Mitrídates cedió en todas partes e hizo recaer sobre Gordios la falta de todos los trastornos de Capadocia. El falso Ariarato desapareció sin saber por dónde. Por último, la elección del pueblo, que los partidarios del Ponto se esforzaron en hacer que recayese sobre Gordios, se inclinó sobre un notable del país, sobre Ario Barzana.
PRIMER CONTACTO ENTRE LOS ROMANOS Y LOS PARTOS
Sila marchó más adelante y llegó a la región del Éufrates, cuyas aguas reflejaron por primera vez las enseñas de Roma. También por primera vez se encontraron los romanos en contacto con los partos, que a consecuencia de sus luchas con Tigranes habían creído conveniente relacionarse con los occidentales. En este encuentro de las dos grandes potencias del Este y del Oeste, pareció que ninguna de las dos partes estaba dispuesta a ceder en lo más mínimo sus pretensiones de dominación universal. Pero Sila, más audaz que el enviado de los partos, se apoderó y conservó el puesto de honor durante las conferencias que hubo entre él y el capadocio. Esta actitud altiva le valió más gloria que sus victorias de Oriente: el parto, por el contrario, pagó con su cabeza la humillación. Por lo demás, la entrevista no tuvo por entonces ninguna consecuencia. Se ejecutaron las decisiones del Senado contra Mitrídates, y éste evacuó la Paflagonia. Además consintió, verbalmente al menos, en la restauración de los jefes escitas, y se restableció en todo el Oriente el statu quo ante bellum (año 662).
NUEVAS FECHORÍAS DE MITRÍDATES
Éstas eran las apariencias, pero en el fondo de las cosas no se veían ni huellas del antiguo Estado. Apenas Sila abandonó el Asia, Tigranes de Armenia cayó de nuevo sobre el rey de Capadocia, Ario Barzana, lo arrojó del trono y reinstaló en su lugar al pretendiente del Ponto, a Ariarato. En Bitinia, donde después de la muerte del viejo rey Nicomedes II (hacia el año 663), su hijo Nicomedes III Filopator había sido reconocido por el pueblo y por el Senado, surgió también otro pretendiente, su hermano Sócrates, que lo arrojó del trono. Era evidente que estas nuevas discordias, tanto en Capadocia como en Bitinia, reconocían por autor indirecto e interesado a Mitrídates, por más que oficialmente pareciese que se abstenía. Todos sabían que Tigranes se movía bajo su dirección; además, detrás de Sócrates y entre los bitinios marchaban los soldados de Ponto, y los asesinos pagados por Mitrídates eran los que amenazaban la vida del rey legítimo. En Paflagonia habían podido sostenerse los príncipes indígenas, pero no por esto Mitrídates dejaba de ser dueño de toda la costa hasta la frontera de Bitinia, ya fuera que con motivo del apoyo prestado a Sócrates la hubiese reocupado, o que no la hubiese aún evacuado. Respecto de Crimea y de los países vecinos, nunca había pensado seriamente en retirar sus soldados, antes bien, marchó adelante en el camino de las conquistas.
AQUILIO EN ASIA
La República, cuyo auxilio había sido implorado por Nicomedes y Ario Barzana, envió al Asia al consular Manio Aquilio para apoyar al pretor Lucio Casio. Este oficial había sido ya experimentado en las guerras cimbrias y de Sicilia, pero por lo demás Aquilio no llevaba tropas ni mando militar. Iba como diplomático; aunque al mismo tiempo Mitrídates y los clientes de Asia recibían órdenes de auxiliarlo con fuerza armada. Sucedió ahora lo mismo que dos años atrás. Para apoyar su misión, el oficial romano llevó consigo el pequeño cuerpo del pretor de la provincia de Asia, y los contingentes de los frigios y de los gálatas. Como consecuencia de esto, Nicomedes y Ario Barzana pudieron recobrar su trono vacilante. En cuanto a Mitrídates, se había sustraído bajo diversos pretextos a la orden de suministrar soldados, pero se había guardado al mismo tiempo de manifestar una resistencia abierta, y hasta había mandado dar muerte a Sócrates, el pretendiente bitinio (año 664).
SITUACIÓN AMBIGUA, ENTRE LA PAZ Y LA GUERRA
Todo esto producía una confusión extraña. Mitrídates se conocía incapaz de luchar contra Roma en los campos de batalla; así es que hubiera preferido no llegar a una ruptura completa. Sin este partido tomado ya de antemano, es necesario confesar que nunca se había presentado una ocasión más oportuna para venir a las manos. En el momento en que Aquilio entraba en Bitinia y en Capadocia, estaba en su punto culminante la insurrección italiana, lo cual podía dar ánimos al enemigo más pusilánime. Mitrídates, sin embargo, dejó transcurrir todo el año 664 sin sacar partido del momento favorable, pero no por esto dejaba de llevar adelante con gran actividad sus proyectos sobre Asia Menor. Esta extraña política, a la vez de paz y de conquista, no podía ser duradera. Por otra parte, mostraba que el rey de Ponto no pertenecía a los hombres de Estado de la gran escuela, y que no sabía preparar la batalla como Filipo de Macedonia, ni resignarse como Atalo, sino que, como verdadero sultán que era, oscilaba perpetuamente entre las codicias ambiciosas y el sentimiento de su relativa inferioridad. En efecto, me doy cuenta de su conducta al principio de sus cuestiones con Roma. Una experiencia de veinte años le había enseñado cuál era la actual política de la República. No ignoraba que el Senado romano no tenía afición a las armas en manera alguna, y que incluso las temía más que él, porque ya había experimentado los peligros que el generalato hacía que corriese el gobierno de la capital, y los recuerdos de la guerra cimbria y de Mario estaban aún muy recientes. El rey supo obrar en consecuencia, y no temió entrar en un camino donde una declaración de guerra lo hubiese hecho detenerse cien veces, si hubiera tenido ante sí un gobierno enérgico no esclavizado por el egoísmo. Al mismo tiempo evitaba cuidadosamente toda causa de hostilidad abierta que hubiera obligado al Senado a tomar, a pesar suyo, las armas. Cuando las cosas tomaban un aspecto serio, retrocedía delante de Aquilio como delante de Sila. Por tanto, era evidente que aguardaba no tener siempre delante de sí capitanes vigorosos y enérgicos. Como Yugurta, esperaba encontrar Escauros y Albinos; esperanza que no tenía nada de insensata. Sin embargo, el ejemplo de Yugurta debía mostrarle cuán poco seguro era no contar más que con la corrupción del general y del ejército de Roma. ¡De aquí a vencer al pueblo romano había una inmensa distancia!
AQUILIO HACE NECESARIA LA GUERRA. NICOMEDES
Así pues, se continuó entre la paz y la guerra, y la situación llevaba visos de que se prolongaría indefinidamente. Aquilio quiso concluir de una vez, pero la República persistía en no obligar a Mitrídates a que declarase abiertamente las hostilidades, y entonces recurrió al rey Nicomedes. Colocado éste en manos del general de Roma, y siendo su deudor, tanto por los gastos de la guerra precedente como por sumas que le había garantizado, no pudo resistir a sus instancias y comenzó el ataque contra Ponto. Sus buques cerraron el Bósforo a los del rey, y sus tropas pasaron la frontera y talaron la región de Amastris (hoy Amasserah, en la costa de Anatolia). Mitrídates se mantuvo quieto, inquebrantable en su calma. En vez de rechazar a los bitinios, se presentó ante los embajadores de Roma para quejarse y pedirles su mediación o permiso para defenderse. Aquilio decidió que, sucediera lo que fuese, era necesario que conservase la paz con Nicomedes. La respuesta era demasiado clara. Roma había observado ya la misma política con Cartago. Señalaba la víctima a sus perros, y le prohibía defenderse. Mitrídates comprendió, al igual que Cartago, que estaba perdido, pero en vez de entregarse a merced, como habían hecho los fenicios en medio de su desesperación, el rey de Sinope hizo todo lo contrario. Reunió inmediatamente sus tropas y su escuadra, y exclamó: «Contra los ladrones hay que luchar hasta morir». Dispuso enseguida que su hijo Ario Barzana penetrase en Capadocia, y al mismo tiempo mandó al romano sus fundamentos para obrar así, y solicitó una última explicación. Esta fue tal como debía esperarse. Ni el Senado, ni el rey de Ponto, ni el de Bitinia habían deseado la ruptura; pero Aquilio la quería, y la guerra estalló (a fines del año 665).
ARMAMENTOS DE MITRÍDATES
DEBILIDAD DE LAS MEDIDAS TOMADAS POR ROMA
Compelido a la lucha, Mitrídates recobró toda su energía e hizo sus preparativos políticos y militares. Primeramente reforzó su alianza con el rey de Armenia. Obtuvo de él la promesa de un ejército auxiliar que, avanzando por Asia Menor, ocuparía el país por cuenta del rey de Ponto. Tigranes debía apropiarse el botín. El rey parto, a quien Sila había rebajado con sus maneras altivas, permaneció a la expectativa: ni hostil a los romanos ni su aliado. Mitrídates se esforzaba por desempeñar entre los griegos el papel de un Filipo o de un Perseo, y convertirse en escudo del helenismo contra el extranjero. Sus embajadores llegaban a Egipto, se acercaban a los restos vivos de la libre Hélade, conferenciaban con la liga de las ciudades cretenses, y excitaban a todos aquellos para quienes Roma había forjado sus cadenas para pedirles que se sublevasen a última hora para salvar la nacionalidad griega. Consiguió mucho con los cretenses, que entraron en gran número a servir bajo sus banderas. Además contaba con la insurrección sucesiva de los pequeños Estados clientes, de los númidas, de Siria y de las Repúblicas griegas; con la de las provincias, y sobre todo con la del Asia Menor, que estaba tan oprimida. Al mismo tiempo se trabajaba la Tracia, y se agitaba hasta la misma Macedonia. La piratería ya activa y floreciente se vio tratada como aliada; en todas partes se le daba la bienvenida y se le abría el camino. Las escuadras de los corsarios, diciéndose asalariadas por el Ponto, aparecieron inmediatamente y llevaron el terror a todas las costas del Mediterráneo. En este mismo tiempo Asia gozaba al conocer las noticias de los trastornos interiores de la República. Se preguntaba con gran interés por el resultado de los combates de la insurrección italiana, que aunque ya estaba vencida continuaría luchando aún por mucho tiempo; y, si bien no intentó ponerse en relaciones directas con los descontentos y los sublevados, no dejó de recibir el auxilio de una legión extranjera, armada y organizada a la romana, que tenía por núcleo a los tránsfugas de Roma y de Italia. Después de las guerras pérsicas, no se había visto al Oriente desplegar tantas fuerzas. Sin contar con el ejército auxiliar de los armenios, se dice que Mitrídates entraba en campaña a la cabeza de doscientos veinticinco mil hombres de a pie y cuarenta mil caballos. En el mar tenía trescientos buques de puente y cien embarcaciones descubiertas; cifras todas que no tienen nada de exageradas, si se piensa en su poder y en las innumerables tribus que lo obedecían. Los jefes de sus ejércitos, los dos hermanos Neoptolomeo y Arquelao, entre otros, eran griegos y capitanes prudentes y experimentados; y entre sus soldados no faltaban bravos combatientes que no temían la muerte. En sus bandas, las armaduras recamadas de oro y de plata, y los ricos vestidos de los escitas y de los medos formaban un singular contraste con el cobre y el hierro de los caballeros helenos. Sin duda, no tenían una sabia unidad ni una organización militar que uniformase estas movibles masas de mil colores; esto no era más que una monstruosa máquina de guerra asiática, incapaz de resistir el choque de un ejército disciplinado. Ya se había hecho muchas veces la experiencia, y no hacía todavía un siglo de lo ocurrido en los campos de Magnesia. Sin embargo, no por eso los romanos dejaban de ver que todo el Oriente se levantaba contra ellos en el momento mismo en que estaban más comprometidos y necesitaban tomar medidas más severas en Occidente. Por necesario que fuese para Roma declarar la guerra a Mitrídates, el momento no podía ser peor. Así pues, parece verosímil que, al provocar la ruptura entre la República y Mitrídates, Manio Aquilio obedecía solo a los cálculos egoístas de su interés personal. Roma no tenía entonces en Asia más que el pequeño cuerpo de ejército de Lucio Casio con las milicias locales. Embarazada como estaba por la crisis militar y financiera que se había declarado al día siguiente de la insurrección italiana, no podía mandar un ejército de legionarios hasta el estío del año 666. Hasta entonces, ¿cuántos peligros no corrían sus representantes? No obstante, se creyó que la provincia estaría suficientemente a cubierto y podría defenderse. El ejército bitinio al mando de Nicomedes conservaba sus posiciones desde el año precedente en Paflagonia, entre Amastris y Sinope, y tenía a sus espaldas, en Bitinia, en Galicia y en Capadocia, las divisiones de Lucio Casio, de Manio Aquilio y de Quinto Oppio. Además el Bósforo estaba cerrado por la escuadra romanobitinia.
MITRÍDATES OCUPA EL ASIA MENOR
MANIFESTACIONES ANTIRROMANAS
ÓRDENES DE ASESINATO ENVIADAS A ÉFESO
Desde los primeros días de la primavera del año 666, Mitrídates tomó la ofensiva. Su vanguardia, compuesta de caballería y de tropas ligeras, no tardó en encontrarse con los bitinios sobre el Amnias, afluente del Halis, no lejos de Tesch-Kæpri. A pesar de la superioridad numérica del enemigo, al primer choque lo puso en desordenada fuga, tras abandonar su campamento y dejar su caja en poder del vencedor. Este principio tan brillante se debió principalmente a Neoptolomeo y a Arquelao. Las milicias asiáticas, menos sólidas aún y colocadas a retaguardia por Nicomedes, se dieron por vencidas antes de venir a las manos, pues se dispersaron en cuanto vieron que se aproximaban los generales de Mitrídates. Tocó después su turno a una división romana, que sufrió en Capadocia una sangrienta derrota. Casio intentó sostenerse en Frigia con los soldados del país, pero tuvo que retirarse sin pelear, y se contentó con dejar algunas guarniciones de hombres de su confianza en ciertas ciudades del Alto Meandro, como Apamea. Por este mismo tiempo Oppio evacuó la Panfilia y se encerró en Laodicea de Frigia. Por último, Aquilio estaba retrocediendo cuando fue alcanzado en Bitinia a orillas del Sángara, y la derrota fue tan completa que perdió su campamento y fue a refugiarse a Pérgamo. Sin embargo, enseguida la provincia invadida fue a su vez conquistada, y Pérgamo cayó en poder del enemigo. El Bósforo fue ocupado, y el rey se apoderó de los buques que allí encontró. Después de cada victoria, Mitrídates ponía en libertad a todos los prisioneros que hacía sobre las milicias de Asia, y no omitía diligencia alguna para aumentar las simpatías nacionales, bastante inclinadas ya hacia él. Dueño del país hasta el Meandro, a excepción de algunas plazas, supo que en aquellos momentos había estallado una nueva revolución en Roma. El cónsul Sila, designado para ir contra él, había marchado sobre la capital en vez de embarcarse, en tanto los generales de la República, ocupados en sangrientos combates, se disputaban el mando del ejército destinado a la expedición de Asia. Roma parecía precipitarse por sí misma en el fondo del abismo: ¿qué hay de extraño en que los pocos partidarios con que contaba en Asia Menor estuviesen como agobiados bajo las masas populares que se echaban en brazos de Mitrídates? Helenos e indígenas, todos lo aclamaban como su libertador, y, comparándolo con el divino vencedor de los indos, lo saludaban con el nombre de «nuevo Dionisos». Las ciudades y las islas mandaban a su encuentro embajadas al «dios salvador» para invitarlo a que se dignase visitarlas, y las poblaciones, en traje de gala, salían en masa a recibirlo fuera de las puertas. En algunas ciudades incluso se llegó a entregarle ahorcados a los oficiales romanos que se habían descuidado. Laodicea le entregó a Quinto Oppio, y Mitelene de Lesbos, al consular Aquilio.[5] ¿Quién no conoce el furor del bárbaro cuando la suerte de las armas lo hace dueño de aquél que lo ha hecho temblar? Este furor se descargó cruelmente sobre el desgraciado promotor de las hostilidades. Encadenado y siguiendo a pie al fuerte Bastarna, que iba sobre su ligero caballo, o montado sobre un asno y obligado a proclamar muy alto su nombre, el viejo romano fue paseado por toda el Asia Menor hasta que finalmente después de este triste espectáculo llegó a Pérgamo, donde a la sazón se hallaba Mitrídates. Para castigar su avaricia, causa única de la guerra, el rey dispuso que se le engargantase oro fundido, y murió en medio de los más terribles tormentos. Pero no era la ironía salvaje de semejante suplicio la que debía colocar el nombre de Mitrídates en la lista de los grandes y nobles caracteres. Desde Éfeso mandó a todos sus sátrapas y a todas las ciudades la orden de matar en el mismo día, a la misma hora y sin distinción de edad ni de sexo, a todos los italianos residentes en el país, libres o esclavos. Deberá castigarse despiadadamente a aquél que les preste socorro; sus cadáveres serán abandonados para servir de pasto a los buitres, y sus bienes confiscados se distribuirán en dos porciones iguales, una para los asesinos y otra para el rey. En todas partes, excepto en algunos raros distritos, como por ejemplo en la isla de Cos, se ejecutó puntualmente la orden aterradora. En un mismo día fueron degollados a sangre fría en Asia Menor, según unos, ochenta mil, y según otros, cincuenta mil hombres, mujeres y niños, todos desarmados, si es que no inocentes. Obra de horrible carnicería que daba rienda suelta no solo a la sed de venganza, que pudiera ser excusable en cierto modo, sino también, y sobre todo, a la mala fe de los deudores, que aprovechaban la ocasión para deshacerse de sus acreedores, y al servilismo de los asiáticos, siempre dispuestos a desempeñar el oficio de verdugos a la más leve señal de su sultán. Por otra parte, era una crueldad políticamente insensata y sin objeto: ¿acaso Mitrídates necesitaba sangre para enriquecer su tesoro? ¿O podía la conciencia de tan repugnante crimen convertir en guerrero al habitante del Asia Menor? En realidad esta crueldad era contraproducente, porque impelía al Senado a hacer la guerra de una manera enérgica, si es que aún era capaz de energía, y porque hería a la vez a los romanos y a los italianos no romanos, aliados naturales de Mitrídates. La sentencia de muerte lanzada desde Éfeso no era más que un acto de venganza ciega y bestial. Y si aún parece que va unida a él no sé qué falsa apariencia de grandeza salvaje, no puede verse en ella más que la ilusión creada por las colosales perspectivas de la manifestación del poder absoluto de un sultán de Oriente.
ORGANIZACIÓN DEL PAÍS CONQUISTADO
Sea como fuese, Mitrídates se había llenado con una soberbia alegría. Había comenzado la guerra por desesperación, pero sus fáciles e inesperadas victorias, así como el retraso de la partida de Sila, hacían que abrigase en su alma las más vastas ambiciones. Si bien tenía su morada en el Asia citerior, había hecho de Pérgamo, residencia habitual del magistrado romano, su nueva capital. Dejó a su hijo, que tenía su mismo nombre, el antiguo reino de Sinope, y organizó Capadocia, Frigia y Bitinia en satrapías pónticas. Los grandes del reino y sus favoritos se veían enriquecidos o provistos de grandes feudos, y en todas las ciudades se perdonaron los impuestos atrasados y los venideros por espacio de cinco años. Esta medida fue tan funesta como el asesinato de los residentes romanos, si es que el rey pretendía ganarse de este modo la fidelidad de los asiáticos. Es verdad que su tesoro estaba repleto con las enormes sumas procedentes de los despojos de los italianos y de las confiscaciones; solo de la isla de Cos había arrebatado ochocientos talentos, que los judíos habían dejado en depósito. Todo el norte de la península asiática y la mayor parte de las islas vecinas estaban en su poder. A excepción de los insignificantes dinastas de Paflagonia, no había ningún jefe que fuese adicto a Roma; sus escuadras eran dueñas de todos los puntos del mar Egeo. Solo al sudoeste le negaban su homenaje las ligas de las ciudades carias y licias, y la gran ciudad de Rodas. En Caria sometió a Estratonicea por la fuerza de las armas; pero Magnesia, sobre el Meandro, sostuvo valerosamente un sitio largo y sangriento, en el que Arquelao, el mejor de los generales del rey, se dejó vencer y hasta fue gravemente herido. Rodas fue a su vez atacada por mar y por tierra, pues allí se habían refugiado con el pretor Lucio Casio todos los romanos fugitivos. Parecía que iba a sucumbir ante las enormes fuerzas enviadas contra ella, pero por más que los marinos de Mitrídates cumpliesen con su deber en presencia de su rey, en realidad no eran más que unos torpes novicios. Las escuadras rodias derrotaron a las de Ponto, cuatro veces más numerosas, y entraron en el puerto con los buques que habían capturado. No iba mejor el sitio por la parte de tierra, y Mitrídates abandonó la empresa después de haber visto destruidos una gran parte de sus trabajos. Esta importantísima isla y la parte del continente que da frente a ella quedaron en poder de los romanos.
INVASIÓN EN EUROPA. ALGARADAS DE LOS TRACIOS
LOS SOLDADOS DE MITRÍDATES OCUPAN LA TRACIA Y MACEDONIA.
LA ESCUADRA DE PONTO EN EL MAR EGEO
LAS TROPAS DE PONTO EN GRECIA
No contento con la conquista de casi toda la provincia de Asia, Mitrídates se aprovechó de las funestas consecuencias de la revolución sulpiciana y de los desórdenes interiores ocurridos en mala hora en la República, y dirigió también sus ataques contra Europa. Desde el año 662, los bárbaros de las fronteras de Macedonia habían renovado sus incursiones en el norte y el este, con una persistencia y una violencia increíbles. En el 664 y el 665, los tracios devastaron toda la Macedonia y el Epiro, y saquearon el templo de Dodona. Cosa aún más extraña, a estas incursiones iba unida una tentativa de restauración macedónica en la persona de un pretendiente llamado Eufeno. Seguramente el rey de Ponto no era extraño a estos movimientos, pues estaba en comunicación con los tracios a través de Crimea. El pretor Cayo Sencio resistió como mejor pudo con el auxilio de otros tracios, los denteletes, pero no tardaron en acudir otros enemigos a los que no podía hacer frente. Entusiasmado con sus triunfos, Mitrídates había concebido, como antes Antioco, el audaz proyecto de hacer teatro de la guerra el Asia y toda la Grecia. En consecuencia, dirigió todas sus fuerzas de mar y tierra sobre Europa. Su hijo Ariarato atravesó la Tracia y penetró en Macedonia, y a su paso fue subyugando a todo el país y dividiéndolo en satrapías asiáticas. Abdera y Filipos fueron las dos principales ciudadelas de Ponto en Europa. La escuadra, conducida siempre por el capitán más sabio del rey, por Arquelao, apareció en el mar Egeo, donde apenas los romanos podían contar con un buque. Delos sucumbió y allí fueron degollados cerca de veinte mil hombres, italianos en su mayor parte. También se sometió Eubea, y al poco tiempo estaban en poder del enemigo casi todas las islas situadas al este del cabo Maleo. Nada impedía ya la invasión de la Grecia continental. En estos momentos las escuadras del rey se dirigían contra la importante plaza de Demetriade; pero su ataque fue rechazado por el valiente Brucio Sura, lugarteniente del pretor de Macedonia, quien con un puñado de hombres y algunos buques, reunidos con gran precipitación, los batió y recobró la isla de Esciatos. Sin embargo, no pudo impedir que el enemigo se estableciese en tierra firme. Mitrídates apoyaba la obra de sus armas con la propaganda de las ideas de nacionalidad. En Atenas tenía por principal instrumento a un cierto Aristión, esclavo ateniense de nacimiento y sofista de oficio que había explicado ya lecciones de epicureísmo. Había hecho un viaje fastuoso a la corte, y había aprendido a arrojar el polvo a los ojos del pueblo; allí anunció con singular aplomo que Cartago iba a venir en auxilio de Mitrídates. ¡Cartago, convertida en ruinas hacía treinta años! Los discursos del nuevo Pericles y la promesa hecha por Mitrídates de devolverles la antigua posesión de Delos inflamaron a los atenienses. Algunos de los más prudentes emprendieron la huida; pero el populacho y unos cuantos retóricos medio locos repudiaron solemnemente la soberanía de Roma. Después el ex filósofo, transformado en sátrapa y asistido por una horda de soldados de Ponto, inauguró un régimen de imprudencia y de sangre. El Pireo se convirtió en puerto de desembarco de la escuadra del Ponto. A medida que sus tropas invadían el continente, se entregaban a Mitrídates todos los pequeños Estados llamados libres: aqueos, laconios y beocios, hasta las fronteras tesalianas. Como Sura había recibido algunos auxilios de Macedonia, penetró en Beocia intentando socorrer a Tespies. Durante tres días se batió en Queronea contra Arquelao y Aristión sin resultado decisivo; sin embargo, tuvo que retirarse cuando se aproximaron las tropas reales, que acudieron desde el fondo del Peloponeso (a fines del año 666 y principios del 667). La superioridad de Mitrídates en el continente y sobre todo en el mar era tal, que los insurrectos italianos le mandaron embajadores rogándole que hiciese un desembarco en la península; pero, como la insurrección estaba vencida en parte, la exigencia fue rechazada.
SITUACIÓN DE LOS ROMANOS. DESEMBARCO DE SILA
REOCUPACIÓN DE GRECIA
El imperio continental de Roma corría más de un peligro. El Asia Menor y Grecia estaban totalmente perdidas, y Macedonia estaba ocupada en parte por el enemigo. El pabellón de Mitrídates dominaba sin rival en todos los mares de Oriente; y, en Italia, la insurrección, aunque herida en el corazón, era dueña de vastos países. En el interior, por su parte, tenían una revolución apaciguada la víspera, pero cuyo incendio amenazaba reproducirse a cada instante. Por último, Roma atravesaba una terrible crisis comercial y financiera, consecuencia de los trastornos de Italia y de las enormes pérdidas experimentadas en Asia por los capitalistas; pero, sobre todo, había una carencia total de soldados. Ésa era la situación. La República necesitaba tres ejércitos: uno en Roma para contener la revolución, otro en Italia para acabar con la insurrección, y un tercero para la guerra de Asia. Y en realidad no había más ejército que el de Sila, pues las divisiones del Norte, que estaban en las manos poco seguras de Gneo Estrabón, eran más bien un embarazo que una fuerza. Sila tenía que decidirse por uno de los tres partidos, ya hemos visto que se decidió por la guerra de Asia. Resolución importante y quizás un gran acto de patriotismo. En el conflicto de los intereses generales de la República y de sus intereses privados, Sila dio preferencia a los primeros. A pesar de los peligros que su alejamiento iba a traer a las nuevas instituciones y a su partido, se hizo a la vela y desembarcó en Epiro en los primeros días del año 667. No iba con el aparato con que otras veces solía ir el general en jefe de Roma. Su ejército, que contaba con cinco legiones o unos treinta mil hombres,[6] no era más considerable que un ejército consular ordinario. Pero aún hay más. En las épocas de las antiguas guerras de Oriente, Roma nunca había dejado a su ejército sin escuadra, y siempre había dominado los mares. En la actualidad, Sila iba a reconquistar dos continentes y las islas del mar Egeo, y llegaba sin un solo buque de línea. En otro tiempo, el general romano desembarcaba siempre con sus cajas llenas, y sacaba de Roma todas las provisiones que necesitaba por mar y tierra. Ahora, en cambio, Sila llegó con las cajas vacías, pues había gastado en Italia las sumas sacadas con mucho trabajo para la campaña del año 666, y necesitaba vivir de requisas. Antes, el general iba a buscar en el campamento de los contrarios al enemigo que debía combatir; y después de la lucha de los órdenes en Roma, todas las facciones de la ciudad se reunían para ir a luchar contra el enemigo. En la actualidad había romanos notables bajo las banderas de Mitrídates, y muchos grandes pueblos de Italia querían formar alianza con él. ¿Había acaso seguridad de que el partido democrático siguiera el noble ejemplo de Sila, y diera tregua a su hostilidad mientras éste desenvainaba la espada contra el rey de Asia? Pero el intrépido capitán, sobre quien pesaban todas estas dificultades, no se preocupaba de estos peligros lejanos, pues tenía sobre sí otro más inmediato. Ofreció la paz al rey mediante el regreso al statu quo ante bellum; y como aquél la rehusase, apenas desembarcó marchó desde los puertos de Epiro hacia Beocia. Batió a los generales de Mitrídates, Arquelao y Aristión, cerca del monte Tilfusios, y se apoderó inmediatamente, y casi sin resistencia, de todo el continente griego a excepción de Atenas y del Pireo, donde se concentró el enemigo. Un golpe de mano intentado sobre estos dos puntos fracasó por completo. Una división mandada por Lucio Hortensio reocupó la Tesalia y llegó hasta Macedonia; otra, bajo Munacio, se apostó delante de Calcis de Eubea y cerró el paso al ejército de Neoptolomeo. Por último, Sila estableció su campamento cerca de Eleusis y de Megara; desde allí dominó la Grecia y el Peloponeso sin dejar de proseguir el sitio de Atenas y de su puerto. Las ciudades griegas, esclavas como siempre del temor próximo, se sometieron a discreción, y se tuvieron por felices al obtener el perdón mediante suministros de hombres, municiones y dinero.
SE
PROLONGAN LOS SITIOS DE ATENAS Y DE EL PIREO
CAÍDA DE ATENAS
Pero los asedios en Ática marcharon con menos rapidez. Sila se vio obligado a construir todo el pesado material de sitio necesario en aquellos tiempos, y para ello se sirvió de los árboles de los jardines de la Academia y del Liceo. Por su parte, Arquelao defendía la ciudad con tanta actividad como inteligencia. Armó a todos los marineros que había desembarcado y así reconquistó la superioridad numérica; gracias a este refuerzo, rechazó fácilmente los ataques del enemigo e hizo salidas frecuentes y afortunadas. Al poco tiempo llegó y fue derrotado bajo los muros de Atenas un segundo ejército guiado por Dromicaetes. La lucha fue ruda y sangrienta, y en ella ganó gran renombre Lucio Licinio Murena, lugarteniente de Sila. Pero, a pesar de todo, el sitio adelantaba muy poco. De Macedonia, lugar donde se habían establecido definitivamente los capadocios, llegaban por mar muchos socorros regulares, a los que Sila no podía cerrar El Pireo. Respecto de Atenas, y aunque las municiones comenzaban a disminuir, la proximidad de ambas plazas permitía a Arquelao intentar el aprovisionamiento de una por otra, y más de una vez lo conseguía. El invierno que fue del año 667 al 668 pasó en esta situación fatigosa y sin resultado. En cuanto lo permitió la estación, Sila se arrojó de nuevo sobre El Pireo. La impetuosidad de su ataque, sus máquinas de guerra y sus minas consiguieron al fin abrir brecha en la poderosa muralla de Pericles, y los romanos dieron el asalto. Rechazados la primera vez, cuando volvieron a la carga hallaron detrás del lienzo de muro derribado un segundo terraplén en forma de media luna. Los sitiadores fueron acribillados por las flechas que les arrojaban por los tres costados, no pudieron sostenerse y se batieron en retirada. El sitio activo cesó, y se convirtió en bloqueo. Durante este tiempo Atenas había agotado todos sus víveres, y la guarnición ofreció capitular. Pero Sila despidió a los mensajeros que le trajeron las proposiciones diciendo: «Que él no había venido como estudiante, sino como general, y que no aceptaría más que una entrega a discreción». Aristión vaciló aún, porque sabía la suerte que le esperaba. Sila hizo arrojar las escalas y la ciudad fue tomada, casi sin hacer resistencia, el 1 de marzo del año 668. Aristión se encerró en la Acrópolis, pero se entregó a su vez muy pronto. El romano dio rienda suelta a los soldados, que se entregaron al degüello y al pillaje; y los principales agitadores fueron ajusticiados. Después restituyó a la ciudad sus antiguas libertades, y hasta la misma Delos, que ya le había dado Mitrídates. Atenas se salvó una vez más por consideración a sus ilustres antepasados.
FALSA POSICIÓN DE SILA. LE FALTAN NAVES
Vencido el filósofo epicúreo, no por esto Sila se sentía en un terreno menos malo y vacilante. Hacía un año o más que luchaba sin haber conseguido una victoria brillante, ni haber podido hacer serios progresos. Todos sus esfuerzos acababan de estrellarse contra una plaza marítima. Durante este tiempo, el Asia estaba abandonada a sí misma, y los lugartenientes de Mitrídates acababan de redondear la conquista de Macedonia con la toma de Anfípolis. Cada día era más patente que sin escuadra no podía asegurar las comunicaciones ni los aprovisionamientos en medio del enjambre de buques enemigos y piratas, como tampoco podía tomar El Pireo. Y esto sin contar con las islas ni con el Asia. Por lo tanto, ¿cómo procurarse estas naves tan necesarias? Durante el invierno del 667 al 668 había mandado a Lucio Licinio Lúculo, el más capaz y hábil de sus oficiales, con la misión de recorrer todos los países del este y reunir en ellos una marina a toda costa. Lúculo volvía con algunas embarcaciones sin puentes que le habían suministrado los rodios y otras ciudades menores, cuando se encontró con una escuadra de piratas; solo se escapó por una feliz casualidad y perdió casi toda su flotilla. Cambió de buque, y engañando al enemigo, pasó por Creta y Cirene, y fue a Alejandría. La corte de Egipto negó cortés, pero rotundamente, los auxilios que se le pedían. ¡Cuánto había decaído el poder de Roma! En otros tiempos, cuando los reyes de Egipto ponían todas sus escuadras a su servicio, se les daban las gracias. En la actualidad, los hombres de Estado de Alejandría no les entregaban ni una vela. Unid a esto las dificultades del dinero. Sila había gastado ya los tesoros del Júpiter de Olimpia, del Apolo délfico y del Asklepios de Epidauro, y, para indemnizar a los dioses, les había cedido la mitad del territorio confiscado a Tebas. Sin embargo, por graves que fuesen estas dificultades militares y financieras, no llegaban en lo más mínimo al mal producido a consecuencia de los trastornos de Roma. Aquí, la ruina venía precipitada e inmensa, arrastrándolo todo y pasando los límites de las más tristes aprensiones. La revolución se había apoderado del poder, había destituido a Sila y nombrado en su lugar, para el mando del ejército de Asia, al cónsul demócrata Marco Valerio Flacco. Todos los días se esperaba su llegada a Grecia. El soldado se inclinaba ante Sila, que había hecho todo lo posible para mantenerlo en buenas disposiciones; pero faltándole los víveres y el dinero, y siendo un general destituido, ¿qué podía esperar de semejante situación? Y esto sin contar con que la guerra se prolongaba indefinidamente, y que el enemigo era tenaz y dueño de los mares.
LOS EJÉRCITOS DEL PONTO EN GRECIA
EVACUACIÓN DE EL PIREO
Mitrídates tomó a su cargo sacar de aquella situación a Sila. Al menos según todas las apariencias, fue él quien, luego de censurar el sistema de la prudente defensiva de sus generales, les dio orden de venir a las manos y vencer inmediatamente al enemigo. Ya en el 667, su hijo Ariarato había marchado contra Sila al lanzarse desde Macedonia sobre Grecia, pero como el príncipe murió repentinamente cerca del cabo Tiseo, en Tesalia, la expedición había tenido que retroceder. Pero he aquí que apareció su sucesor Taxila, quien persiguió a la división romana que había quedado en el país y llegó a las Termópilas con cien mil infantes y diez mil caballos. Además se le había unido Dromicaetes. Por su parte Arquelao, más por obedecer al rey que obligado por las armas romanas, evacuó El Pireo, primero en parte y después en totalidad, y fue a reunirse con el ejército del Ponto en las llanuras de Beocia. Después de haber destruido El Pireo y sus magníficas murallas, Sila se puso a su vez en camino con objeto de alcanzar a los soldados de Mitrídates y dar una batalla decisiva antes de la llegada de Flacco. En vano Arquelao aconsejó a los suyos no pelear. Según él, valía más ocupar las costas del mar y dejar a Sila para que se fuese consumiendo. Los orientales se precipitaron al combate de la misma manera que lo habían hecho antes con Antioco y Dario: aglomerados, ciegos, como animales rabiosos que se arrojan al incendio. Locura más imperdonable que ninguna otra. De haber esperado algunos meses, hubieran podido asistir como espectadores a la batalla entre Flacco y Sila.
BATALLA DE QUERONEA
Sea como fuese, el encuentro entre ambos ejércitos se verificó en la llanura de Cefisa, no lejos de Queronea, en marzo del año 668. El ejército romano, aunque aumentado con una división procedente de Tesalia, que por fortuna había podido efectuar su unión con el cuerpo principal, y con los contingentes de los griegos, tenía frente a sí fuerzas tres veces más poderosas. La caballería de Mitrídates, sobre todo, era muy superior a la de Sila. La configuración del terreno la hacía muy peligrosa; así es que Sila tuvo que cubrir sus flancos con fosos y empalizadas. Por el frente, unas hileras de palos colocados paralelamente entre sus dos líneas lo protegían de los carros con hoces. En cuanto los carros se aproximaron, el combate comenzó y la primera línea de los romanos se retiró inmediatamente detrás de su muralla de estacas, con lo cual los carros vinieron a estrellarse contra ellas. Su desorden aumentó bajo la granizada de piedras de los honderos y la nube de flechas de los arqueros romanos. Retrocedieron precipitadamente, pero, al arrojarse sobre su propio ejército, sembraron la confusión y el desorden hasta en la falange de los macedonios y en el cuerpo de los tránsfugas itálicos. Entonces Arquelao trajo su caballería de los flancos al centro, y la precipitó sobre los romanos para dar a la infantería tiempo de reponerse. Atacó furiosamente, y penetró hasta en las filas de los legionarios; pero Sila los formó inmediatamente en masas cerradas contra las que se estrellaron todos los esfuerzos de la caballería enemiga. Después, poniéndose él mismo al frente de su caballería, fue a arrojarse sobre el flanco descubierto del enemigo; los asiáticos cedieron sin pelear, y al retroceder desordenaron su propia caballería. Fue entonces cuando, aprovechando el momento de vacilación que había paralizado a esta última, un ataque general de la infantería romana decidió la victoria. En vano Arquelao había mandado cerrar las puertas del campamento, pues no consiguió más que aumentar la matanza; y, cuando por último se abrieron las barreras, los romanos entraron revueltos con los asiáticos. Se dice que Arquelao volvió a entrar en Calcis con doce hombres. Sila lo había perseguido hasta el Euripo, pero no pudo pasar el estrecho.
ESCASAS CONSECUENCIAS DE LA VICTORIA SILA Y FLACCO
La victoria había sido grande, pero sus consecuencias fueron insignificantes. ¿Qué hacer sin escuadra? Además el vencedor, en vez de perseguir al asiático, tenía que defenderse de sus compatriotas. En los mares solo se veían escuadras del Ponto que navegaban aún más allá del cabo Maleo. Al día siguiente de la batalla de Queronea, Arquelao desembarcaba en Zacinto con tropas e intentaba alojarse en ella. Por otra parte, Lucio Flacco ya había llegado a Epiro con dos legiones, no sin haber perdido mucha gente en el camino por la tempestad y por los cruceros del enemigo en el Adriático. Ya sus tropas ocupaban toda Tesalia; y fue necesario que Sila marchase inmediatamente a su encuentro. Los dos ejércitos romanos habían acampado uno frente a otro en Melita, en la orilla septentrional del Othrys: el choque parecía inevitable. Pero como Flacco se había convencido de que los soldados de su adversario no estaban en manera alguna dispuestos a abandonar a su general victorioso por un demócrata desconocido, y que hasta sus avanzadas comenzaban a desertar hacia el campamento de Sila, rehusó el combate por desigual. Fue hacia el norte, y ganó el Asia por Macedonia y por Tracia. Mitrídates, derrotado, esperaba aún ver renovarse el curso de triunfos decisivos. Concibo que la conducta de Sila sorprenda a un juez exclusivamente militar: en efecto, dejó que se escapase un enemigo más débil y, en lugar de perseguirlo, se volvió a Atenas donde parece que pasó todo el invierno del año 668 al 669. Sin embargo, hay que reconocer que tal decisión obedecía a graves motivos políticos. Veía las cosas con bastante moderación y patriotismo como para ponerse a luchar y vencer a un general romano, mientras aún tenía enfrente a los asiáticos. En aquellos tiempos de deplorable confusión, le parecía quizá la mejor solución luchar en Asia contra el enemigo común con el ejército de los revolucionarios, y en Europa, con el de la oligarquía.
LLEGA A EUROPA UN SEGUNDO EJÉRCITO DEL PONTO
BATALLA DE ORCHOMENES
Con la primavera del año 669, volvió a emprender en Europa su trabajo de Hércules. Mitrídates, siempre infatigable, envió a Eubea un ejército casi igual al dispersado en Queronea, al mando de Dorilao. Pasó al Euripo, y fue a unirse con los restos del ejército de Arquelao. El rey de Ponto, que medía la fuerza de sus ejércitos por las fáciles victorias contra las milicias de Bitinia y Capadocia, no comprendió que las cosas habían tomado en Occidente un aspecto que le era muy desfavorable. Ya sus cortesanos habían comenzado a pronunciar a su oído la palabra traición contra Arquelao. Dio a su nuevo ejército la orden terminante de atacar por segunda vez y concluir con los romanos. Se cumplieron estrictamente las órdenes del señor en lo de pelear, aunque no en lo de vencer. El choque tuvo lugar de nuevo en la llanura de Cefisa, no lejos de Orchomenes. Los asiáticos lanzaron atrevidamente su numerosa y excelente caballería sobre la infantería de Sila, que comenzó a cejar y a ceder campo. El peligro era apremiante. Sila cogió una bandera y lanzándose contra el enemigo con sus oficiales y su estado mayor, gritó a sus soldados: «¡Si se os pregunta dónde habéis abandonado a vuestro general, responded: en Orchomenes!». Al oírlo las legiones se contuvieron, rechazaron vigorosamente a la caballería enemiga, y al arrojarla sobre la infantería la pusieron con facilidad en desordenada fuga. Al día siguiente cercaron y tomaron por asalto el campamento de los asiáticos. La mayor parte de los soldados de Mitrídates fueron muertos, o se ahogaron en las marismas del lago Copais; solo un corto número pudo volver a Eubea con Arquelao. Las ciudades beocias pagaron muy cara su segunda defección; algunas fueron arrasadas. Nada había ya que impidiese la entrada en Macedonia y Tracia. La ocupación de Filipos, la espontánea evacuación de Abdera por su guarnición asiática, y la reconquista de todo el continente europeo: tales fueron los frutos de esta victoria. Tocaba a su término el tercer año de la guerra, y Sila fue a establecer sus cuarteles de invierno en Tesalia. Pensaba al fin poder desembarcar en Asia en la primavera del año 670,[7] y al efecto ordenó que le construyesen naves en todos los arsenales tesalianos.
REACCIÓN CONTRA MITRÍDATES EN ASIA MENOR
Durante todo este tiempo se habían verificado grandes cambios en Asia Menor. Mitrídates había sido recibido como el libertador de los griegos, e inaugurado su dominación proclamando la independencia de las ciudades y la inmunidad de los impuestos. Pero al primer entusiasmo, había seguido inmediatamente el amargo desengaño. El rey había recobrado su carácter, y al sustituir la tiranía del magistrado romano con la suya, mucho más pesada, había agotado la habitual paciencia de sus nuevos súbditos, que comenzaban a sublevarse por todas partes. El sultán de Ponto recurrió entonces a los grandes medios. Dio libertad a las ciudades aliadas, dependientes de las principales, y el derecho de ciudadanía a los simples residentes. Perdonó las deudas, dio tierras a los que no las tenían, y emancipó a los esclavos, quince mil de los cuales fueron a combatir en el ejército de Arquelao. Dejo a la consideración del lector los terribles excesos que debieron seguir a la revolución social realizada desde las alturas del trono. Las grandes ciudades comerciales, como Esmirna, Colofón, Éfeso, Sardes y otras, cerraron sus puertas a los oficiales del rey, o los asesinaron y se declararon por Roma.[8] En Adramita, el gobernador de Mitrídates, Diodoro, filósofo de reputación como Aristión, aunque de otra escuela, pero también de alma dañada por la política real, condenó a muerte a todo el consejo de la ciudad. Por orden del señor, Quios fue condenada a una multa de dos mil talentos, pues se había hecho sospechosa de querer pasarse al partido de Roma. Como no pudieron pagarla con exactitud, sus habitantes fueron apresados, encadenados, conducidos en masa a sus buques y transportados a Cólquida bajo la vigilancia de sus mismos esclavos, mientras que su isla fue repoblada por una colonia de pónticos. También en Galacia el rey dio orden de degollar en un mismo día a todos los jefes de los celtas asiáticos con sus mujeres y sus hijos, e instaló en su lugar una satrapía. Casi todas las ejecuciones se consumaron en el campamento del rey o en el país de los galos; pero como algunos jefes habían logrado huir, se pusieron a la cabeza de sus tribus todavía poderosas, y expulsaron al sátrapa Eumacos. En adelante, no hay que admirarse de ver a Mitrídates amenazado todos los días por los puñales de los asesinos. De hecho, hizo procesar y condenó a muerte a mil seiscientos individuos complicados sucesivamente en conjuraciones contra su persona.
LÚCULO Y SU ESCUADRA EN LA COSTA DE ASIA
Mientras que los furores homicidas de Mitrídates conducían a sus nuevos súbditos a la desesperación y a apelar a las armas, finalmente lo acosaron los romanos por mar y por tierra. Después de haber intentado en vano obtener el auxilio de las escuadras egipcias, Lúculo se había vuelto hacia las ciudades sirias para pedirles buques de guerra. Obtuvo aquí buen resultado, y tras haber aumentado mucho su escuadra con los buques que pudo reunir en los puertos cipriotas, panfilios y rodios, se encontraba ya en estado de emprender operaciones. Sin embargo evitó venir a las manos con fuerzas muy desiguales, cosa que no impidió que consiguiese algunos triunfos importantes. La isla y península de Cnidos fueron ocupadas; atacó Samos, y tomó Colofón y Quios.
FLACCO EN ASIA. FIMBRIA.
SU VICTORIA EN MILETÓPOLIS. SITUACIÓN CRÍTICA DEL REY
Flacco, por su parte, después de haber llegado a Bizancio por Macedonia y por Tracia, había pasado el estrecho y arribado a Calcedonia (año 668). Allí estalló una insurrección entre sus soldados, pues decían que su jefe había malversado su parte de botín. Reconocía por instigador a Cayo Flabio Fimbria, uno de los principales oficiales del ejército, cuyo nombre era proverbial en Roma como orador de las masas, y que, apartándose de su general, había continuado en el campamento los procedimientos demagógicos del Forum. Flacco fue inmediatamente depuesto y ajusticiado al poco tiempo no lejos de allí, en Nicomedia. Los votos de los soldados llamaron a Fimbria al mando en jefe. Dicho está que el nuevo jefe había de cerrar los ojos a todos lo excesos. En Ciziquia, ciudad amiga, sus habitantes fueron obligados bajo pena de muerte a entregar todos sus bienes a la soldadesca, y, para ejemplo, fueron ejecutados dos de los ciudadanos más notables. Sin embargo, esta insurrección militar tuvo felices consecuencias. Fimbria no era un general incapaz como Flacco. Tenía talento y energía. Batió en Miletópolis (cerca del Rindakos) al joven Mitrídates, que en su calidad de sátrapa real marchaba contra él. Sorprendido a media noche, fue derrotado y muerto. De esta forma dejó franco el camino que conducía a Pérgamo, la antigua capital de la provincia romana y la actual del Ponto. Fimbria arrojó de allí al rey, que se salvó por el puerto vecino de Pitana, donde se embarcó. En este momento llegó Lúculo con su escuadra. Fimbria le pidió el auxilio de sus buques para coger a Mitrídates, pero Lúculo era aristócrata antes que patriota. Él se alejó, y el rey pudo llegar a Mitelene. Su situación era muy crítica. Había perdido Europa, en tanto todo el Asia Menor se sublevaba contra él, o estaba ocupada por un ejército romano que lo amenazaba y acampaba a corta distancia. La escuadra de Lúculo había librado dos combates felices frente a la costa troyana, uno en el cabo Lecton (Baba Kalesi), y otro junto a Tenedos. Se mantenía en su puesto, e iba reuniendo todos los buques construidos por orden de Sila en Tesalia. De esta forma, dominando en adelante sobre el Helesponto, garantizaba al general y al ejército del Senado el paso fácil y seguro al Asia en la primavera siguiente.
NEGOCIACIONES PARA LA PAZ.
PRELIMINARES DE DELIÓN NUEVAS DIFICULTADES.
PASO DE SILA AL ASIA
Mitrídates comprendió que convenía entablar negociaciones. En otras circunstancias, el autor del edicto de sangre de Éfeso no hubiera podido esperar razonablemente la paz. Sin embargo, en medio de las convulsiones interiores de Roma frente a un general depuesto por el poder, con todos sus partidarios víctimas de una persecución espantosa, por un lado, y frente a dos jefes de los ejércitos republicanos que luchaban uno contra otro, pero que estaban en guerra contra un solo y común enemigo, por otro, el rey debió esperar la paz, y hasta una paz ventajosa. Podía elegir entre Fimbria y Sila, y entabló negociaciones con ambos. Pero parece que desde el principio tenía intención de tratar con Sila, que era en su sentir más fuerte que el otro. Por orden suya Arquelao invitó a Sila a pasar al Asia e ir a donde estaba el monarca, prometiéndole la asistencia de su parte contra la facción demagógica de Roma. Pero por más deseo que tuviese de concluir sus negocios en Asia para poder volverse a Italia, adonde lo llamaban tantos y tan apremiantes intereses, Sila, frío y sagaz en extremo, rechazó con desdén los beneficios de la alianza propuesta la víspera de la guerra civil que lo esperaba en Occidente. Como verdadero romano hasta el fin, no quiso oír hablar de concesiones deshonrosas. Las conferencias habían comenzado en el invierno del año 669 al 670, en Delión, en la costa beocia frente a Eubea. Sila rechazó todo lo que fuera abandonar una sola pulgada de terreno, y fiel a la antigua máxima de los hombres de Estado de Roma, que persistían en exigir los términos estrictos de las condiciones antes de la batalla, tuvo el acierto de la moderación y no exageró sus pretensiones. Reclamó la restitución de las conquistas del rey, aun de aquellas que todavía no se habían recobrado por las armas, como Capadocia, Paflagonia, Galacia, Bitinia, Asia Menor y las islas del archipiélago. Reclamó también la entrega de los cautivos y de los tránsfugas, y la de las ochenta naves de Arquelao, que era un apoyo importantísimo para la insignificante escuadra de Roma. Por último exigió el sueldo y las provisiones para su ejército, y una indemnización de guerra relativamente módica de tres mil talentos. Los habitantes de Quios, transportados más allá del mar Negro, debían ser conducidos a sus casas, así como lo serían a su patria los macedonios amigos que se habían visto obligados a huir. Finalmente entregaría un cierto número de buques a las ciudades aliadas de Roma. Nadie dijo nada respecto de Tigranes, que debió haber sido comprendido en el tratado. Ninguno se cuidó de hacer mención de él, por no entrar de nuevo en un sinfín de complicaciones. En lo demás, las cosas quedaban en el mismo estado que antes de la guerra. Nada humillante había para el rey en semejantes condiciones.[9] Convencido Arquelao de que había obtenido más de lo que podía esperarse, se apresuró a aceptar los preliminares, suspendió las hostilidades y retiró sus tropas de todas las plazas que los asiáticos ocupaban en Europa. Pero he aquí que Mitrídates rechaza semejante paz. Quiere que la República no insista respecto de la entrega de los buques y le deje la Paflagonia; y para esto hace valer las condiciones mucho mejores que Fimbria decía estar dispuesto a otorgarle. Sila se ofendió de que sus ofertas fuesen comparadas con las de un aventurero sin poderes legítimos; había llegado hasta el último límite de las concesiones, y rompió bruscamente las negociaciones entabladas. Durante este tiempo ya había reorganizado a Macedonia, castigado a los dárdanos, a los cintios y a los medos de Tracia; había dado un rico botín a sus soldados, y se aproximaba a Asia, adonde de cualquier modo tenía que ir para arreglar sus asuntos con Fimbria. Cuando la hora llegó, puso en movimiento sus legiones reunidas en Tracia, y su escuadra viró hacia el Helesponto. Pero Arquelao había arrancado al fin a su señor el consentimiento que tanto le costaba a su orgullo. Sus esfuerzos para la paz eran mal vistos por los cortesanos de Mitrídates, que hasta lo acusaron de traición. No tardó en verse obligado a abandonar el Ponto y refugiarse entre los romanos, que le hicieron una acogida admirable y lo colmaron de honores. Por su parte, los soldados romanos murmuraban a su vez al ver que se les escapaba de las manos el rico botín con que habían contado. Ésta era la verdadera causa del descontento y no tanto la impunidad escandalosa otorgada a aquel rey bárbaro, a aquel asesino de ochenta mil de sus hermanos, al autor de los indecibles males que habían sufrido Italia y Asia, y que se volvía a su reino con todos los tesoros que había robado en Oriente. No dudo que el mismo Sila sufriría con dolor lo que le imponían las necesidades del momento; pero desgraciadamente mediaban las complicaciones de la política interior, que venían a poner dificultades a la sencilla misión de su generalato en Asia, y lo obligaban a contentarse con aquella paz, aun después de sus grandes victorias. La guerra contra un príncipe a quien obedecían todas las playas del mar Negro, y cuyas últimas negociaciones ponían en claro su soberbia tenacidad, hubiera exigido por sí sola muchos años. Por otra parte, Italia estaba al borde de su perdición, y quizá ya era tarde para conducir a ella las legiones que Sila tenía y empezar la lucha con la facción dueña del poder.[10] Pero antes de pensar en la partida, convenía deshacerse del atrevido agitador que se había apoderado de Asia a la cabeza del ejército de los demócratas; sin cumplir este requisito, en tanto Sila iba a apoderarse de Italia y a ahogar en ella la revolución, aquel vendría en socorro de los revolucionarios. Sila recibió la nueva de la ratificación del tratado en Cipsela, sobre el Hebrus (Isala, sobre el Maritza), pero continuó su marcha. El rey Mitrídates, decía el romano, deseará una conferencia en que se concluya definitivamente el tratado de paz: pretexto hábil, y que solo se proponía para justificar su paso del Helesponto y su lucha con Fimbria.
PAZ DE LOS DÁRDANOS. SILA ATACA A FIMBRIA
MUERTE DE FIMBRIA. SILA ARREGLA LOS ASUNTOS DE ASIA
En consecuencia, pasó el mar acompañado de Arquelao y sus legiones; después encontró a Mitrídates en la costa asiática, en Dárdanos, y, luego de concluir verbalmente la paz, continuó su marcha. Finalmente llegó hasta Tiatira, no lejos de Pérgamo, donde Fimbria tenía su campamento, y levantó el suyo muy cerca. Sus soldados, que eran muy superiores a los de Fimbria por su número, su disciplina y su energía, despreciaban las bandas desalentadas y abatidas del general demócrata, de ese general que no tenía ninguna misión por sí mismo. Entre estas iban aumentando las deserciones. Cuando Fimbria dio la señal, se negaron a combatir contra sus conciudadanos, y ni siquiera quisieron prestar en sus manos el juramento de fidelidad durante el combate. Un asesino dirigido contra Sila erró el golpe; una entrevista solicitada por Fimbria fue rechazada con altanería, aquél se contentó con enviarle a su adversario uno de sus oficiales para ofrecerle seguridades personales. Por audaz y criminal que fuese, Fimbria no era un cobarde, y rechazó un buque que se le había ofrecido y un asilo entre los bárbaros; volvió a entrar en Pérgamo y se atravesó con su espada en el templo de Esculapio. Los más comprometidos entre los suyos se refugiaron con Mitrídates, o entre los piratas, que los recibieron con los brazos abiertos, mientras el resto de su ejército se pasó a Sila. Se componía de dos legiones, pero en ellas el vencedor no tenía confianza. En vez de llevarlas consigo a pelear a Italia, prefirió dejarlas en Oriente, donde las ciudades y los campos no estaban aún tranquilos de las convulsiones de la víspera. Puso a Lucio Licinio Murena, su mejor capitán, a la cabeza del ejército y al frente del gobierno del Asia romana. Las medidas revolucionarias tomadas por Mitrídates, la emancipación de los esclavos y la anulación de las deudas fueron naturalmente revocadas. Sin embargo, en muchos lugares no pudo verificarse esta restauración sin echar mano a la espada. La justicia tuvo un día de triunfo, pero la justicia tal como la entendían los vencedores. Todos los partidarios notables de Mitrídates y los fomentadores de los asesinatos cometidos contra los italianos pagaron sus crímenes con su vida. Además tuvieron que reintegrar inmediatamente todos los diezmos y tributos atrasados de los cinco años últimos, y una indemnización de guerra de veinte mil talentos. Lucio Lúculo permaneció en el país para activar los ingresos. Medios de rigor, terribles y execrables en sus consecuencias, pero al compararlos con el decreto y el asesinato de Éfeso se reducen a insignificantes represalias. En cuanto a las demás expoliaciones verificadas, no pasaron el límite habitual a juzgar por el botín llevado en triunfo a Roma (en oro y plata). Pero las ciudades fieles como Rodas, el país de Licia y Magnesia sobre el Meandro, obtuvieron todas ricos presentes. Rodas recobró una parte de las posesiones que había perdido después de la guerra contra Perseo. Por lo demás, cartas de libertad y otros privilegios recompensaron a los habitantes de Quios por los males que habían sufrido, en cuanto esto era posible, y a los de Ilión, víctimas del loco furor de Fimbria, por haberse puesto en inteligencia con su contrario. En cuanto a los reyes de Bitinia y Capadocia, los había llevado consigo a las conferencias de Dárdanos, para que juraran con Mitrídates que en adelante vivirían en paz y en buena armonía. El rey, sin embargo, se había negado a que apareciese en su presencia Ariobarzana, que no era de sangre real y a quien él llamaba «Ariobarzana el esclavo». Cayo Escribonio Curión recibió el encargo de restablecer el orden legal de las cosas en los dos reinos evacuados.
SILA SE REEMBARCA PARA ITALIA
Sila había ya terminado su misión. Después de cuatro años de guerra, el rey de Ponto volvía a entrar en la clientela de Roma. La unidad del gobierno estaba constituida como antes en Grecia, en Macedonia y en Asia Menor. El honor y la victoria habían quedado en su debido lugar, si no en la medida de la ambición romana, al menos en el que era rigurosamente necesario. Sila se había hecho ilustre como capitán y como soldado. Había sabido conducir su carro por los más difíciles senderos, avanzar a través de mil obstáculos, guiado a veces por la tenacidad inteligente, a veces por el espíritu de concesiones. Había combatido y vencido como Aníbal, y conquistado en la primera victoria los medios y recursos necesarios para una segunda y más comprometida lucha. Dejó a sus soldados que se repusiesen de sus largas fatigas en la abundancia de sus cuarteles de invierno en Asia; después se embarcó en la primavera del año 671 en mil seiscientos buques. Fue de Éfeso al Pireo, llegó a Patra por tierra, volvió a encontrar allí su escuadra, que lo estaba ya esperando, y vino con todas sus tropas a desembarcar en Brindisi. Mandó adelante una comisión al Senado, y con el hecho de que en ella no se hablara más que de sus campañas de Grecia y Asia parecía ignorar que había sido destituido: su silencio anunciaba la próxima restauración.