IV
EL GOBIERNO DE LA RESTAURACIÓN
EL PODER VACANTE
Cuando Cayo Graco desapareció, se hundió con él el edificio que había levantado. Su muerte y la de su hermano habían sido ante todo una obra de venganza, pero, al suprimir la persona del monarca en el momento mismo en que se fundaba la monarquía, se había dado también un gran paso hacia la restauración del antiguo régimen. Esto fue así, y aún más, si consideramos que, una vez muerto Cayo y con la sangrienta justicia de Opimio a la vista, nadie osó aspirar a la sucesión vacante a título de parentesco de sangre, o por el derecho de la superioridad de talento. Cayo no dejaba descendientes y el hijo único de Tiberio había muerto en edad temprana. En todo el partido popular no era fácil encontrar un solo hombre o un nombre que pudiera servirles de divisa, por decirlo así. Sucedía con la constitución de los Gracos lo que con una fortaleza sin jefe: sus muros y guarnición permanecen intactos, pero allí no se oye una voz de mando. Solo la situación derribada por Cayo podía ocupar el lugar que la catástrofe había dejado vacante.
RESTAURACIÓN ARISTOCRÁTICA
Esto fue lo que sucedió: a falta de herederos del tribuno, el Senado recogió inmediatamente el poder. Acontecimiento sencillo y natural. Cayo no había suprimido el Senado; en realidad no había hecho más que arrojarlo a la oscuridad a fuerza de decretos de excepción. Pero sería un gran error ver en la restauración únicamente la vuelta de la máquina del Estado a la situación en la que había permanecido durante muchos siglos. Quien dice restauración, dice siempre revolución, y en ese momento, sin embargo, se había restaurado el antiguo gobierno más que el antiguo régimen. Nuevamente se alzó la oligarquía vestida con el nuevo traje de la tiranía caída; y, así como el Senado había batido a Graco con sus propias armas, así también continuó gobernando en las cosas más esenciales con las instituciones de los Gracos. Sin embargo, abrigaba el pensamiento de suprimirlas por completo, o de purgarlas al menos de todos los elementos hostiles al régimen aristocrático que en sí encerraban.
PERSECUCIONES CONTRA LOS DEMÓCRATAS. LA CUESTIÓN DE
LAS
DETENTACIONES DURANTE LA RESTAURACIÓN
La reacción va siempre unida, en un principio, solo a las personas. Se tomó la sentencia pronunciada por el pueblo contra Pulio Popilio, y se lo llamó del destierro (año 633). Por otro lado, a los amigos de Graco se les hizo la guerra mediante procesos, y, aun cuando la facción popular intentó una acusación pública de alta traición contra Opimio a la salida de su cargo, fracasó ante el esfuerzo del partido contrario. Si puede señalarse algún rasgo en el gobierno restaurado, ésos son la actitud y el vigor de la aristocracia en materia de opinión política. Cayo Carbón, antiguo aliado de los Gracos, pero que se había pasado hacía mucho tiempo al bando del Senado, ayudó a Opimio con gran celo y buen éxito. Sin embargo, no por esto dejaba de ser un tránsfuga. Complicado por los demócratas en la acusación dirigida contra Opimio, no fue, como éste, socorrido por los gobernantes, que lo dejaron caer sin pena. Se vio perdido en medio de los dos campos enemigos, y se dio la muerte. Los hombres de la reacción se conducían como puros aristócratas cuando se trataba de las personas, pero, cuando la cuestión era de distribuciones de trigo, de impuesto asiático, de organización judicial o de los jueces jurados de los Gracos, cambiaban por completo de sistema. Guardaron muchos miramientos a la clase comerciante y a los proletarios de la capital; y, así como habían hecho anteriormente cuando la promulgación de las Leyes Libias, así también rindieron homenaje a los dos poderes del día, sobre todo al proletariado. De esta forma, fueron por este camino mucho más lejos que los Gracos. La revolución de éstos resonaba aún en todos los espíritus y protegía las creaciones de los tribunos. Es necesario también reconocer que el interés de las masas se entendía a las mil maravillas con el interés aristocrático; no se sacrificaba a uno ni a otro más que el bien público. Todas aquellas medidas que el bien público había inspirado a Graco, las mejores, y por consiguiente las más impopulares, fueron las primeras abandonadas. El más grande de sus proyectos es el primero que la aristocracia ataca y aniquila. ¿Podía haber cosa peor que realizar la fusión entre los ciudadanos de Roma e Italia y poner las provincias al nivel de ésta; borrar la diferencia entre el pueblo soberano y consumidor, y la muchedumbre de los súbditos que sirven y trabajan; inaugurar finalmente la solución del problema social con la emigración sistemática más vasta que ha conocido la historia? Inmediatamente después de restaurada la aristocracia, se la ve con la obstinada amargura y el mal humor de la decrepitud resucitar al presente la máxima usada en los tiempos pasados: Italia debe reinar sobre el mundo y Roma debe reinar sobre Italia. Ya en vida de Graco se habían rechazado por completo a los aliados itálicos; el gran pensamiento de la colonización transmarina había sufrido más de un ataque y había traído consigo la caída de su autor. Muerto él, la facción gobernante rechazó sin trabajo el proyecto de la reconstrucción de Cartago, aunque se dejaron a los poseedores las asignaciones que ya tenían concedidas. En otra cuestión, sin embargo, el partido democrático consiguió fundar un establecimiento análogo. A consecuencia de las conquistas comenzadas por Marco Flacco al otro lado de los Alpes, se fundó la colonia de Narbona (Narvo Martius) en el año 636, el municipio transmarino más antiguo del Imperio Romano, y, a pesar de las múltiples agresiones del partido gobernante, y de una moción hostil presentada abiertamente contra ella en el Senado, ésta se mantuvo y continuó su progreso. Pero salvo esta excepción única, y por lo mismo sin importancia, el poder detuvo en todas partes las asignaciones de terreno fuera de Italia.
El mismo principio presidió la organización del dominio itálico. Se suprimieron las colonias que Cayo había fundado en la península: en primer término Capua, donde se disolvió la reunión de los colonos que ya habían comenzado a reunirse. Solo se conservó Tarento, y la nueva ciudad de Neptunia se limitó pura y simplemente a la antigua ciudad griega. Los beneficiarios de las parcelas distribuidas fuera de las asignaciones coloniales continuaron cultivándolas. Marco Druso ya había abolido las cargas que Graco había establecido sobre el producto de los terrenos en favor del Estado, las rentas enfitéuticas y la cláusula de inalienabilidad. Por otra parte, en lo que toca a los dominios detentados aún a título de ocupación, según el modo antiguo, y que en su mayor parte (exceptuando las tierras pertenecientes a los latinos) no eran más que el máximo de capital inmueble que los Gracos habían dejado a los poseedores, estaban decididos a proclamar su conservación en manos de los ocupantes actuales, para impedir toda intentona de distribución en el porvenir. Estas tierras constituían realmente los fundos donde debían tener su asiento los treinta y seis mil nuevos lotes rurales prometidos por Druso al pueblo. Con esto se evitaron el trabajo de ir a buscar algunos centenares de miles de yugadas necesarias, y que ante todo no sería fácil hallar en los terrenos comunales de Italia, y enterraron sin forma de proceso las leyes coloniales de Libio: éstas habían cumplido su misión. Quizá solo la pequeña colonia de Scilaciun debe a ellas su origen. Antes bien, según los términos de una ley propuesta al Senado por el tribuno del pueblo Espurio Torio, los cargos de repartidores fueron suprimidos en el año 635 (119 a.C.) y los ocupantes fueron obligados a pagar una cuota fija, con cuyo producto se atendió a las necesidades del populacho de Roma (parece que fue empleado para asegurar las distribuciones de la anona). Otros y más amplios proyectos, como por ejemplo el del aumento de la anona, habían sido puestos también a la orden del día. El tribuno del pueblo Cayo Mario tuvo la habilidad de ponerse en el medio, y ocho años después se dio el último paso que faltaba: una nueva ley transformó el dominio ocupado en propiedad privada y libre de cargas. Además dispuso que en el porvenir no habría ya más ocupaciones de dominio, que en adelante se distribuiría en lotes o se destinaría a pastos comunales. Para este último caso determinaba un máximo insignificante de diez cabezas de ganado mayor, o de cincuenta de ganado menor por habitante, todo para impedir la absorción del pequeño ganadero por parte del rico propietario de rebaños. Medida sabia, sin duda, pero al mismo tiempo era la confesión oficial de los funestos vicios del antiguo sistema (volumen II, libro tercero, pág. 343). Desgraciadamente venían demasiado tarde, pues casi todos los dominios públicos estaban ya en manos de particulares. Al mismo tiempo que cuidaba de sus propios intereses y convertía en propiedad plena todo el territorio que aún poseía a título de lotes ocupados, la aristocracia romana daba una satisfacción a los confederados itálicos. Sin llegar a imprimir el sello de propiedad privada en las tierras del dominio latino que aquéllos, o por lo menos las aristocracias locales, disfrutaban, las mantuvo entre los privilegios que les confería la letra de los tratados. La desgracia para la oposición en Roma era que, en el terreno de las más importantes cuestiones materiales, los intereses de los italianos estaban en flagrante contradicción con los suyos. Por lo tanto, en Roma había una alianza forzosa entre los italianos y los gobernantes, y los primeros buscaban y hallaban en el Senado protección contra los atrevidos designios de los demagogos.
LOS PROLETARIOS Y LOS CABALLEROS DURANTE LA RESTAURACIÓN
Se ve, pues, que, mientras la restauración destruye las mejores semillas sembradas por los Gracos en la constitución hasta en su germen, permanece impotente por completo contra las fuerzas enemigas que sí habían desencadenado en detrimento de la salvación pública. El proletariado quedó en pie con el reconocimiento de su derecho de anona, y se conservaron los jurados que se elegían en la clase de los comerciantes. Por penoso que fuese el yugo de tal justicia para la parte más sana y orgullosa de los nobles, y por vergonzosas que fuesen las cadenas impuestas a la aristocracia, ni siquiera intentó desembarazarse de ellas. La ley de Marco Emilio Escauro había intentado tímidamente sujetar al tirano popular imponiendo algunas restricciones al voto de los emancipados; y hay que decir que este fue el único esfuerzo que hizo el gobierno senatorial durante mucho tiempo. Cuando dieciséis años después de la creación de los tribunales ecuestres el cónsul Quinto Cepion propuso la moción de restituir su jurisdicción a los jurados procedentes del Senado (año 648), hizo ver muy a las claras de qué lado estaban los deseos del gobierno. Pero al mismo tiempo se vio cuán grande era su impotencia cuando la medida propuesta se dirigía a un orden rico e influyente, como en este caso, al no tratarse ya de enajenar locamente los dominios públicos. La moción fue desechada.[1] Sin embargo, lejos de desembarazarse el poder de sus molestos acólitos con esto, las medidas o los esfuerzos hechos no trajeron consigo más que turbación y trastornos en las relaciones mal establecidas entre la aristocracia gobernante y la clase comercial y los proletarios. Éstos sabían bien que cuando el Senado cedía no lo hacía más que a su pesar y por la fuerza. Ni el interés ni el reconocimiento los ligaban a aquel con un lazo durable; estaban prontos a ponerse al servicio de otro poder, si les daba más u obtenían de él más ventajas, y dejaban hacer a todo el que oponía impedimentos u obstáculos a la marcha del gobierno. En síntesis, la supremacía senatorial reposaba sobre la base en que los Gracos habían fundado su poder, y como el de ellos, estaba vacilante y mal sentado. Bastante fuerte para destruir las partes útiles del edificio al aliarse con el populacho, y absolutamente débil contra las turbas y los privilegios de los comerciantes, el Senado ocupaba el trono vacante con plena conciencia de sus faltas. De esta forma, arrastrado por sus esperanzas y a la vez hostil a las instituciones de la patria, que no podía ni sabía reformar, indeciso en sus propios actos y en los que permitía que ocurrieran por todas partes, era la imagen viva de infidelidad con su propio partido y con el de la oposición. Pero además, estaba entregado a contradicciones intestinas, a la más miserable impotencia y al más vulgar egoísmo, y así era el ideal, pero ideal que nunca ha sido superado, del peor de los gobiernos.
LOS
HOMBRES DE LA RESTAURACIÓN
MARCO EMILIO ESCAURO
¿Podían suceder las cosas de otro modo? El nivel intelectual y moral había bajado mucho en toda la nación, y sobre todo en las clases elevadas. Es verdad que antes de los Gracos no se contaban por centenas los hombres de talento en la aristocracia, y que los bancos del Senado los llenaba una caterva de nobles afeminados y a veces hasta bastardeados. Pero también es cierto que aún se contaban allí los Escipiones Emilianos, los Cayos Lelios, los Quintos Metelos y tantos otros ciudadanos ilustres y capaces; y, por poca buena voluntad que se tenga, debe confesarse que el mismo Senado guardaba una cierta medida en la injusticia, y cierta dignidad en la mala administración. Pero esta aristocracia fue derribada, y, aunque se volvió a levantar muy pronto, traía ya en su frente el signo maldito de las restauraciones. Mientras que en otros tiempos y por espacio de más de un siglo había gobernado, bien o mal, pero sin encontrar oposición seria delante de sí, la crisis terrible de la víspera le había hecho ver el abismo inconmensurable que se abría a sus pies, como lo muestra el fulgor del relámpago en una noche oscura y tempestuosa al extraviado caminante. ¿Cómo admirarse, después de esto, de los furiosos rencores y transportes de terror que señalan el gobierno de los antiguos nobles? ¿Qué tiene de extraño verlos agruparse entre sí, más exclusivos y tenaces que nunca, haciendo frente a la turba de los no gobernantes, o que reviva el nepotismo que invade la esfera política como en los peores tiempos del patriciado? Por ejemplo, ¿es para sorprenderse que se vea a los cuatro hijos y probablemente a los dos nietos de Quinto Metelo, que eran todos, excepto uno, hombres medianos y célebres la mayor parte por su debilidad de espíritu, invadir todos los cargos, llegar todos al consulado y al triunfo tan solo en quince años (de 631 a 645)? ¡Y aún no he hecho mención de los yernos! Cuanto más ardiente se muestra un aristócrata contra la oposición, más lo celebra su partido: se le perdona todo, desde el crimen más odioso hasta la más vergonzosa fechoría. ¿Por qué es extraño, pues, que gobernantes y gobernados parezcan dos ejércitos que se hacen la guerra sin atenerse a las prescripciones del derecho de gentes? El pueblo había batido a la nobleza con varas; ahora, una vez restaurada ésta, lo castigaba con víboras.[2] La nobleza volvió al poder sin ser más moral ni haber aprendido nada. El periodo que media entre la revolución de los Gracos y la de Cinna marca sin contradicción para la aristocracia romana la época de mayor escasez de hombres de Estado y de buenos generales. No hay más que ver lo que sucedió con Marco Emilio Escauro, el corifeo del partido senatorial de entonces. Era hijo de padres de noble cuna, pero pobres. Para abrirse paso, necesitó hacer uso de sus talentos nada comunes: subió al consulado en el año 639 y a la censura en el 645. Príncipe del Senado durante muchos años, fue también el oráculo político del partido; famoso orador y escritor célebre, ilustró además su nombre con la construcción de algunos grandes edificios públicos pertenecientes a su siglo. Pero estudiando su vida más de cerca, se ve muy pronto a qué se reducen todas sus grandes acciones. Como general, consiguió el triunfo sobre algunas aldeas de los Alpes, hazañas que le costaron muy poco. Como político, consiguió algunas pequeñas victorias con sus leyes electorales y suntuarias sobre el espíritu revolucionario de aquellos tiempos: su mérito no consistía en realidad más que en mostrarse incorruptible como buen senador. Fino y hábil entre todos, floreció en los momentos en que la corrupción comenzaba a ofrecer sus peligros, en que convenía aparentar austeridad y presentarse en público vestido a lo Fabricio. En el ejército aún se encuentran algunas honrosas excepciones. Hay buenos oficiales hasta entre los que procedían de las clases altas, pero, por lo común, cuando llegaban a las legiones, los nobles se contentaban con hojear a la ligera los manuales estratégicos de los griegos y los anales de Roma, para buscar en ellos materiales con el fin de hacer una bella arenga a sus tropas. Después, una vez en campaña, lo mejor que hacían era abandonar el mando a cualquier capitán oscuro y de una modestia experimentada. Dos siglos antes Cineas había apellidado al Senado «Asamblea de Reyes». Los senadores de hoy se parecen a los príncipes hereditarios, pues su indignidad moral y política es igual, cuando menos, a su incapacidad. Y si los acontecimientos religiosos de los que después hablaremos no eran ya para nosotros un espejo fiel donde se retrata el desarreglo confuso de los tiempos, si el profundo bastardeo de la nobleza romana no constituía uno de los principales elementos de la historia externa contemporánea, incluso entonces darían a la restauración su color y su carácter propios los espantosos crímenes que diariamente se cometían en la alta sociedad.
ADMINISTRACIÓN DE LA RESTAURACIÓN
La administración fue, tanto en el interior como en el exterior, lo que podía ser procediendo de semejante régimen. Las ruinas sociales fueron amontonándose en Italia con pasmosa rapidez. Por todas partes se veía a la aristocracia rechazar a los pequeños poseedores, ya fuera por las compras de los bienes inmuebles en virtud de la autorización legal de que se había provisto, o por la violencia brutal, alentada por la exaltación de sus nuevas fuerzas, lo que no ocurría pocas veces. Así, el pobre labrador desapareció como desaparece la gota de lluvia en el inmenso océano. La oligarquía marchó en su decadencia a la par de su política, si es que no con mayor rapidez. En efecto, sabemos por el dicho de un demócrata moderado, Lucio Marcio Filipo (hacia el año 650), que apenas si se podían contar dos mil familias acomodadas en todo el cuerpo de los ciudadanos. Por último, y para completar el cuadro, estallaban a cada momento insurrecciones de esclavos: los primeros tiempos de la guerra címbrica estuvieron marcados por una sublevación cada año en Italia, en Luceria, en Capua o en el país de Thuriun. En este último fue tan grave la insurrección, que el pretor urbano tuvo que marchar contra ella a la cabeza de una legión, y la redujo, no por la fuerza de las armas, sino por medio de una cobarde perfidia. ¡Cosa notable! Esta insurrección tenía por jefe, no a un esclavo, sino a un caballero romano, Tito Vetio. Acosado por las deudas y extraviado por la desesperación, debió ser por eso que Vetio pensó en dar libertad a todos sus esclavos y proclamarse su rey. Todas estas insurrecciones constituían un peligro para Italia, y no se engañó en ello el gobierno. Son testigos de esto los reglamentos de los lavaderos de oro de Vigtumula, que desde el año 611 corrían por cuenta del Estado: primero se prohibió a los empresarios que empleasen más de cinco mil trabajadores, y después un senadoconsulto mandó parar completamente los trabajos. ¿No podían esperarse los mayores excesos con un gobierno semejante, si un día, y el caso era muy probable, un ejército de transalpinos se abría camino hasta Italia y venía a llamar a las armas a toda la población esclava, originaria en su mayor parte de estos mismos países?
LAS PROVINCIAS. PIRATERÍA. OCUPACIÓN DE CILICIA
Mayores eran aún los sufrimientos de las provincias. Figurémonos lo que serían las Indias Orientales si hubiese en Inglaterra una aristocracia análoga a la de Roma hacia el año 650, y podremos comprender el verdadero estado de Cilicia y de Asia. Al dar a la clase de los comerciantes el poder de comprobar los actos de los funcionarios provinciales, la ley los había puesto en la necesidad de hacer causa común con los primeros. En este sentido, cerrando los ojos a los excesos de los capitalistas, los funcionarios se aseguraban a sí mismos la libertad ilimitada de pillaje y la impunidad ante la justicia. Al lado del robo oficial y cuasi oficial, se ejercía la piratería por mar y tierra. En todos los parajes del Mediterráneo, sobre todo en las inmediaciones de las costas de Asia, los piratas cometían tales excesos, que Roma se vio obligada en el año 652 a formar una escuadra, con buques pedidos en su mayor parte a los puertos comerciales que estaban bajo la dependencia de la República, y enviarla a Cilicia bajo el mando de Marco Antonio, pretor con potestad consular. Fueron capturados un gran número de corsarios y además se apoderaron de muchos puntos de refugio de los piratas, pero, no contentos con estas hazañas y para conseguir mejor su objeto, los romanos se establecieron permanentemente en la Cilicia ruda u occidental, principal asilo de los bandidos. De aquí datan los principios de lo que fue después la provincia de Cilicia con sus gobernadores procedentes de Italia.[3] El fin era laudable, y el plan había sido bien ejecutado, pero los resultados obtenidos y el acrecentamiento del mal en las aguas de Asia, especialmente en Cilicia, atestiguan que a pesar de las posiciones tomadas no se lo había combatido sino con medios muy insuficientes.
INSURRECCIONES DE LOS ESCLAVOS
SEGUNDA GUERRA DE LOS ESCLAVOS EN SICILIA
Sin embargo, la impotencia y los vicios lamentables de la administración provincial romana no se mostraron nunca tan a las claras como en las insurrecciones del proletariado servil, que en el momento en que triunfó la aristocracia volvieron a provocar los mismos trastornos que antes. Incluso llegaron a engrosar y a tomar muy pronto las proporciones de una verdadera guerra; y, así como hacia el año 620 fueron una de las causas, quizá la principal, de la revolución de los Gracos, hoy se propagan y se repiten con una terrible regularidad. Todos los esclavos del Imperio estaban en fermentación, lo mismo que treinta años antes. Ya hemos hablado de las reuniones formadas en Italia. Por su parte, en Ática se levantan los obreros de las minas y se establecen en el cabo Sumnio, desde donde se arrojan y talan las campiñas. Los mismos movimientos se producen en otras partes. En Sicilia, sobre todo, el mal llegó a su colmo; las hordas de esclavos asiáticos de las plantaciones se levantaron en armas. Hecho curioso y que ayuda a medir el peligro: la insurrección nació allí de una tentativa del gobierno para poner coto a las más escandalosas iniquidades del régimen servil. Su actitud en la primera insurrección había hecho ver que los trabajadores libres no eran más felices que los esclavos: una vez dominada aquélla, los especuladores romanos tomaron su revancha e hicieron esclavos a todos aquellos infelices. En el año 650, el pretor de Sicilia, Publio Licinio Nerva, estableció en Siracusa, conforme a un senadoconsulto severo provocado por tales excesos, un tribunal llamado Libertad, que procedió con mucho rigor. Poco tiempo después se habían pronunciado ochocientas sentencias contra los poseedores de esclavos, e iba aumentando sin cesar el número de estas causas. Alarmados, los plantadores se trasladaron en masa a Siracusa para exigir la suspensión de estos inusitados procedimientos. El cobarde Nerva se asustó y rechazó rudamente a los que acudían suplicantes demandando justicia, diciéndoles que cesasen en sus inoportunos reclamos y, sin hablar tanto de sus derechos, se volviesen inmediatamente a casa de aquéllos que se llamaban sus señores. Los infelices se reunieron precipitadamente y se marcharon a la montaña. El pretor no estaba dispuesto para la lucha, ni siquiera tenía a sus órdenes las insignificantes milicias de la isla, y entonces se lo vio hacer trato con uno de los más famosos capitanes de bandidos sicilianos, quien prometió hacer traición y entregar a los insurrectos, a cambio de ser indultado. De este modo fue como consiguió apoderarse de ellos. Pero como otra banda de esclavos fugitivos había batido un destacamento de la guarnición de Enna (Castragiovanni), este primer éxito valió a la insurrección armas y soldados. Las bandas se organizaron militarmente con los pertrechos tomados al enemigo y no tardaron en contar con muchos millares de hombres. Estos sirios, transportados a país extranjero y siguiendo el ejemplo de sus predecesores, no se creyeron indignos de tener un rey, a la manera de los sirios de Asia. Así, parodiando hasta el nombre del maniquí sentado sobre el trono en su país natal, eligieron al esclavo Salvia y lo saludaron con el nombre de rey Trifon. Sus bandas, que se sostuvieron principalmente entre Enna y Leontini en campo raso, no tuvieron ya soldados que les opusieran resistencia, y sitiaron Morgancia y demás plazas fuertes. Pero un día se dejaron sorprender delante de aquella por el pretor auxiliado con las cohortes sicilianas o italianas reunidas con gran precipitación. El romano se apoderó de su campamento, que ellos no llegaron a defender; sin embargo, se volvieron e hicieron frente, y cuando llegaron a las manos, las milicias sicilianas huyeron luego de volver la espalda al primer choque. Los insurgentes dejaban huir a todo el que arrojaba sus armas, y los soldados de la República se aprovecharon de tan buena ocasión, con lo cual todo el ejército romano se desbandó inmediatamente. Morgancia estaba perdida si los esclavos del interior hacían causa común con sus hermanos, pero, como ellos habían recibido oficialmente la libertad de manos de sus mismos señores, los ayudaron con bravura a defenderse y salvaron la ciudad. Después de esto, el pretor sostuvo que la emancipación solemnemente prometida por los ciudadanos había sido arrancada por la fuerza, y la anuló.
ATENION. AQUILIO
En el momento en que la insurrección tomaba grandes proporciones en el centro de la isla, estallaba otra en la costa occidental. Atenion fue su jefe. En Cilicia, su país, había sido un temido jefe de bandidos, lo mismo que Cleon. Una vez cautivo y esclavo, los romanos lo habían traído a Sicilia. Como sus predecesores, cautivó los espíritus con ayuda de oráculos y de trapazas piadosas, pasto anhelado por las masas griegas y sirias, pero además conocía el arte de la guerra y era muy hábil. Al igual que los demás jefes de partidas, se guardaba de armar indiferentemente a todas las turbas que se precipitaban hacia él: eligió a los mejores y más robustos, los organizó en un cuerpo de ejército y ocupó a los demás en trabajos de otra índole. Su severa disciplina contenía todo movimiento de vacilación y todo tumulto entre sus tropas: era de carácter dulce para todos los habitantes de la campiña y para los prisioneros, y sus éxitos fueron grandes y rápidos. Los romanos creían que los jefes de ambas insurrecciones marcharían desunidos, pero se engañaban por completo. Atenion se sometió voluntariamente al rey Trifon, a pesar de su incapacidad, y se verificó la completa unión de los esclavos. Pronto quedaron dueños de todo el país llano, donde los proletarios libres hicieron causa común con ellos abiertamente o en secreto. Los oficiales romanos, que no se hallaban en estado de sostener la campaña, se juzgaron felices de poder siquiera introducir en las ciudades algunas milicias sicilianas y algunas tropas del contingente africano, mandadas con gran precipitación. La situación de las ciudades era además muy triste. Paralizada la ley en toda la isla, mandaba solo la fuerza. El agricultor de la ciudad no se atrevía a salir de puertas afuera y el campesino no se atrevía tampoco a penetrar en sus muros. Comenzaba a aparecer en todas partes el terrible azote del hambre, hasta tal punto que en el país que era el verdadero granero de Italia fue necesario que los magistrados de Roma enviasen grandes remesas de trigo para impedir que pereciesen los ciudadanos. En el interior de la isla estallaban diariamente conjuraciones de esclavos en las ciudades que las bandas de insurrectos atacaban por el exterior. Muy poco faltó para que Mesina cayese en poder de Atenion. A la sazón Roma tenía que defenderse de los cimbrios, y le era muy difícil levantar un segundo ejército. Lo hizo, sin embargo, y en el año 651 se mandaron a Sicilia, bajo el mando del pretor Lucio Lúculo, catorce mil romanos e italianos, además de las milicias transmarinas. El ejército de los esclavos unidos estaba en las montañas encima de Sciacca, y aceptó la batalla. Los romanos llevaron la mejor parte, gracias a su organización militar. Atenion había desaparecido: se lo creyó muerto en el campo de batalla y Trifon fue a refugiarse a la escarpada ciudadela de Triocala. Los insurrectos estaban deliberando sobre si era posible prolongar la resistencia, y prevaleció la opinión de los desesperados: se decidió resistir a todo trance. De repente apareció Atenion, que había escapado milagrosamente a la muerte, y reanimó el valor de los suyos. Durante este tiempo, Lúculo, cuya conducta es inexplicable, no hizo nada para proseguir su victoria. Hasta se pretende que, para cubrir el mal éxito definitivo de su administración, y para que no llegaran a su sucesor el provecho y la honra de una victoria que arrojaría a la sombra su nombradía, desorganizó intencionadamente el ejército y quemó su material de campaña. Que el hecho sea verdadero, o no, lo cierto es que Cayo Servilio, que fue el pretor que lo sucedió, no obtuvo mejores resultados. Ambos fueron más tarde acusados y condenados, lo cual es una prueba segura de su culpabilidad. Muerto Trifon en el año 652, mandaba solo Atenion a la cabeza de un ejército considerable y victorioso. Fue entonces cuando desembarcó en Sicilia el cónsul Manio Aquilio, que se había distinguido el año anterior bajo las órdenes de Mario en la guerra contra los cimbrios, y emprendió activamente las operaciones militares. Al cabo de dos años de esfuerzos (la tradición llega hasta asegurar que mató a Atenion en un combate singular), consiguió aniquilar la desesperada resistencia del ejército de los esclavos, y arrojó a los insurrectos hasta de sus últimas guaridas. En adelante se prohibió a los esclavos que tuviesen en su poder ninguna clase de armas, y se restableció la paz, si puede denominarse como tal al antiguo azote que reemplazaba al azote nuevo. El dominador de la rebelión fue el primero que se destacó entre los administradores más rapaces y ladrones de aquel tiempo. Quien quiera una última y más patente prueba de los vicios del régimen interior y de la restauración aristocrática, la tiene suficiente e irrecusable en la manera como principió y se condujo la guerra de los esclavos en Sicilia, y las devastaciones que trajo consigo por espacio de cinco años.
LOS ESTADOS CLIENTES
Si miramos ahora al exterior, vemos obrar las mismas causas y producirse los mismos efectos. La administración romana no puede desempeñar aquí el papel más sencillo, ni sabe contener al proletariado servil. En otras partes, en África por ejemplo, los acontecimientos se encargan de suministrar una demostración de la misma naturaleza: Roma no sabe administrar ni contener los Estados clientes. Cuando la insurrección se extendía por toda Sicilia, todo el mundo asistía con admiración a otro espectáculo. Despreciando a la poderosa República, que destruía en otro tiempo de un solo golpe los poderosos reinos de Macedonia y de Asia, se sublevó un principillo de la clientela romana: usurpador e insurrecto, luchó durante diez años, sostenido no tanto por la fuerza de sus armas, como por la debilidad lamentable del soberano.
ASUNTOS DE NUMIDIA, YUGURTA
GUERRA DE SUCESIÓN NÚMIDA. INTERVENCIÓN ROMANA
Hemos visto que el reino númida se extendía desde el río Molochat hasta la gran Sirtes (volumen II, libro tercero, pág. 216). Limitaba por una parte con el imperio mauritanio de Tingis (hoy Marruecos), y por la otra con Cirene y Egipto; comprendía al oeste, al sur y al este la estrecha faja marítima llamada la provincia romana de África.[4] Además de las antiguas posesiones de los reyes númidas, en tiempos de su esplendor se había anexionado la mayor parte del territorio africano de Cartago, con gran número de las antiguas y más importantes ciudades fenicias, tales como Hipporegius (Bona) y la Gran Leptis (Levidah). Por consiguiente, contaba con la más grande y mejor parte de la fértil región de las costas del continente septentrional. Después de Egipto, Numidia era la potencia más considerable de todas las sometidas a la clientela romana. Muerto Masinisa en el año 605, Escipión dividió el reino entre los tres hijos de aquél, Micipsa, Gulusa y Mastanabal. El mayor heredó la corona real y los tesoros del padre, el segundo mandaba el ejército, y el tercero estaba encargado de la administración de justicia (pág. 40). En la época a la que nos referimos, vivía solo el mayor y reunía en su mano todo el poder del reino.[5] Este anciano dulce y débil desatendía los asuntos del Estado para dedicarse al estudio de la filosofía griega. Como sus hijos eran demasiado jóvenes, abandonó las riendas del gobierno a su sobrino, hijo ilegítimo de Mastanabal. Yugurta no se mostró indigno descendiente de Masinisa. Bien formado de cuerpo, cazador ágil y bravo, exacto y decidido en los asuntos de su administración, se hizo estimar mucho por sus compatriotas. Fue el que condujo el contingente númida al sitio de Numancia, donde Escipión tuvo ocasión de apreciar sus talentos militares. Su posición en el Imperio y la influencia que había adquirido cerca de los romanos, por medio de sus numerosos amigos y compañeros de armas, fueron las causas de que Micipsa juzgase útil atraerlo cada vez más hasta que lo adoptó (año 634). En su testamento dispuso que su hijo adoptivo heredaría el trono en unión con sus dos hijos mayores Hiempsal y Aderbal, y gobernaría juntamente con ellos. Para su seguridad se pusieron bajo la garantía del pueblo romano. Poco después murió el viejo rey. El testamento fue escrupulosamente cumplido en un principio, pero muy pronto apareció la discordia entre el primo y los dos hijos de Micipsa. La cuestión tomó muy mal carácter sobre todo con Hiempsal, que tenía un genio más vivo y era más enérgico que su hermano mayor. Yugurta no era para ellos más que un intruso, admitido sin razón a la herencia paterna. Era imposible que pudiesen gobernar tres a la vez. Se intentó una distribución, pero no era posible dividir en partes las provincias y los tesoros entre aquellos tres príncipes que se aborrecían en alto grado. Y en cuanto al Estado protector, al cual hubiera pertenecido cortar la cuestión con una sola palabra, no quiso ocuparse de ella. Por consiguiente se verificó la ruptura: Hiempsal y Aderbal rechazaron el testamento de su padre, y quisieron negar a Yugurta su legado, pero éste se declaró soberano de todo el reino. Durante las negociaciones entabladas se desembarazó de Hiempsal por medio de un asesino pagado, y estalló la guerra civil entre Aderbal y el pretendiente: toda Numidia tomó parte en la cuestión. Yugurta se puso a la cabeza de sus tropas menos numerosas, pero mejor ejercitadas y dirigidas, y no tardó en derrotar a su adversario. Se apoderó de todo el país y condenó al tormento o a la muerte a los altos personajes que habían tomado el partido de su rival. Éste se refugió en la provincia de África, y desde allí pasó a quejarse ante el Senado de Roma. Ya lo había previsto Yugurta, y dirigió sus tiros a evitar la intervención que lo amenazaba. Su tienda de campaña delante de Numancia le había servido más para conocer a Roma que para aprender la táctica militar de los romanos. Introducido en los círculos aristocráticos, conocía muy bien todas las intrigas y la manera de tramarlas: había estudiado a fondo la llaga de esta nobleza bastarda. Dieciséis años antes de la muerte de Micipsa, en su codicia desleal por la sucesión de su bienhechor, había puesto en juego sordos manejos cerca de sus más ilustres amigos. El austero Escipión le hizo recordar que era beneficioso para los príncipes extranjeros trabar amistad con la República romana, pero no con algunos ciudadanos de Roma. Como quiera que fuese, sus enviados fueron provistos de palabras capciosas y, sobre todo, como mostraron después los acontecimientos, de los medios de persuasión más eficaces en tales circunstancias. Se vio así a los partidarios más decididos de Aderbal variar con una prontitud increíble, y decir que Hiempsal había sido asesinado por las crueldades que ejercía contra sus súbditos, y que el instigador de la guerra actual, lejos de ser Yugurta, era su hermano adoptivo. Los jefes del Senado declamaron mucho contra el escándalo. Marco Escauro resistió hasta el último extremo, pero sus esfuerzos fueron vanos. El Senado echó un velo sobre todo lo sucedido. Se decidió que los dos herederos de Micipsa se distribuyeran el reino por partes iguales, y, para prevenir toda nueva discordia, una comisión senatorial fue a presidir la distribución. El consular Lucio Opimio, famoso por sus servicios a la causa de la contrarrevolución, había ahora aprovechado la ocasión para hallar una recompensa debida a su patriotismo: había hecho que se lo nombrase jefe de la comisión. La distribución se hizo como quiso Yugurta, y con gran provecho para los comisionados. La capital Cirta (Constantina), con Rusicada, su puerto, fue adjudicada a Aderbal. Pero mientras que su lote lo colocaba en la parte oriental del reino, invadida casi toda por las arenas del desierto, Yugurta recibió la otra mitad, la del oeste, a la vez rica y poblada (las Mauritanias llamadas más tarde Cesariana y Sitifiana). La injusticia era grande, pero aún fue peor lo que ocurrió después. Queriendo quitar a su hermano la parte señalada, y aparentando mantenerse en una simple defensiva, Yugurta lo irritó y lo obligó a tomar las armas. El débil Aderbal, aleccionado por la experiencia, dejó a la caballería de Yugurta correr y saquear impunemente sus tierras, y se contentó con llevar a Roma su querella. Entonces Yugurta, impaciente con todas aquellas dilaciones, comenzó la guerra brutalmente y sin motivo. Aderbal fue derrotado en las inmediaciones de Rusicada y se refugió en su capital. Inmediatamente comenzó el sitio. Se sostenían combates diarios en las inmediaciones de la plaza con los italianos, establecidos en gran número en la ciudad, y que se defendían con más energía que los mismos africanos. En este momento se presentó la comisión enviada desde Roma a consecuencia de las súplicas de Aderbal al Senado, que estaba compuesta naturalmente por jóvenes sin experiencia, como todos aquellos a quienes el gobierno de entonces confiaba semejantes misiones. Piden al sitiador que les permita entrar en la plaza, porque van enviados a Aderbal por el Estado protector, pero además debía suspenderse la guerra y aceptarse su arbitraje. Yugurta les dio por toda respuesta la más seca negativa, y la comisión, como una turba de niños, se volvió a Italia para referir a los padres conscriptos todo lo ocurrido. Estos oyeron su relato y después dejaron que los acontecimientos siguieran su marcha: de esta forma, los italianos de Cirta se sostenían a duras penas, abandonados a sus propias fuerzas, pero continuaban batiéndose. Por último, al cabo de cinco meses, un adicto de Aderbal pudo atravesar sin ser visto las líneas del enemigo, y llegó a Roma con otro pliego de su señor, en el que dirigía las más suplicantes invocaciones. El Senado despertó y se decidió al fin, no a declarar la guerra a Yugurta, como exigía la minoría, sino a mandar a África una nueva embajada. Su jefe será Marco Escauro, el vencedor de los tauriscos, el dominador de los emancipados, el héroe imponente del partido aristocrático. Apenas se presente hará entrar en el círculo de sus deberes a ese rey insubordinado. ¡Yugurta obedeció, en efecto! Llamado a Utica para conferenciar con Escauro, se presentó allí, pero los debates se embrollaron e hicieron interminables y, en consecuencia, se disolvió la reunión. La embajada volvió a Roma sin haber declarado la guerra, y Yugurta volvió al sitio de Cirta. Aderbal, entonces, desesperado por la falta de apoyo de los romanos y reducido al último extremo, y los italianos, cansados de su larga defensa y confiados en la seguridad que el temor al nombre romano debía haberles garantizado, se vieron obligados a entregarse. Cirta capituló. Yugurta dio orden de que hiciesen perecer a su hermano adoptivo en los más crueles tormentos, y, en cuanto a la población, mandó pasar a cuchillo a todo varón adulto sin distinción entre africanos e italianos (año 642). Se lanzó un grito de horror que resonó de uno a otro extremo de Italia.
La minoría del Senado y todos los que estaban fuera de este alto cuerpo maldecían unánimemente a aquel gobierno, para quien el honor y el interés de la patria no eran más que una mercancía ofrecida a todo comprador. Entre los más ardientes contrarios estaban los caballeros, a quienes tocaba más de cerca la matanza de los traficantes romanos e italianos de Cirta. Pero la mayoría del Senado se aferraba todavía y llevaba adelante los intereses de la aristocracia. Tenía la paz en el corazón y, para guardarla, empleaba todos los medios y todas las prácticas usadas por los gobiernos que se han hecho patrimonio de una corporación. Por último, Cayo Memio, tribuno designado para el año siguiente, hizo que se discutiese públicamente este asunto. Tenía actividad y elocuencia, y, cuando amenazó con llevar un día ante los tribunales de justicia a los malvados para que rindiesen allí cuentas, el Senado se vio obligado a declarar la guerra. El negocio era serio. Los embajadores de Yugurta fueron despedidos de Italia sin haber sido admitidos en el Senado; el nuevo cónsul Lucio Calpurnio Bestia, que se distinguía, al menos entre sus contemporáneos, por su inteligencia y energía, reunió a toda prisa los armamentos necesarios. Marco Escauro aceptó él mismo uno de los principales puestos en el cuerpo expedicionario de África. Así, el ejército romano desembarcó en poco tiempo y marchó hacia el Bagradas en pleno país númida: las ciudades más lejanas del centro de la monarquía se le fueron sometiendo, y, por último, se verificó la alianza y amistad ofrecida a los romanos por Bocco, rey de Mauritania, no obstante ser suegro de Yugurta. En esta situación, todo ofrece al rey númida serios motivos de alarma: despacha sus embajadores al cuartel general romano y solicita humildemente un armisticio. Parecía que la lucha tocaba a su término, y concluyó en efecto más pronto de lo que pudiera esperarse. Bocco ignoraba las costumbres de Roma, al creer que podría hacer con ésta un tratado ventajoso sin pagar algo por ello. Como no había proporcionado a sus emisarios las sumas requeridas para comprar la alianza romana, fracasó por completo. Yugurta, por el contrario, que estaba familiarizado con las costumbres y las instituciones de Roma, mandó mucho dinero en apoyo de su exigencia de una tregua, y, sin embargo, se engañaba a sí mismo. Al entablar las primeras negociaciones, se vio patentemente que podía comprarse en el campo enemigo, no solo un armisticio, sino también la paz completa. El númida tenía en su poder las arcas atestadas de oro del viejo Masinisa, así que se entendieron a las dos palabras. Se extendieron los preliminares de la paz y fueron sometidos por pura fórmula a un consejo de guerra; después, una votación, sumaria e irregular si las hubo, los convirtió en tratados.
TRATADO ENTRE ROMA Y NUMIDIA
ANULACIÓN DEL TRATADO DE PAZ. DECLARACIÓN DE LA GUERRA
CAPITULACIÓN DE LOS ROMANOS. SEGUNDA PAZ
El rey se sometía a discreción, pero el vencedor lo perdonaba y le devolvía su reino mediante el pago de una multa módica, la entrega de los tránsfugas romanos y de los elefantes de guerra (año 643). Con respecto a éstos, Yugurta ya sabrá hacer que se los devuelvan, catequizando uno tras otro a los comandantes de plaza y a los oficiales de los destacamentos. Ante las noticias de paz, en Roma estalló una terrible tormenta. Todo el mundo sabía cómo se había hecho: tanto Escauro como los demás estaban dispuestos a venderse, con tal de que les pagasen un precio más alto que al común de los senadores. En la curia fue vivamente atacada la validez del tratado. Cayo Memio sostuvo que, si el rey se había sometido realmente sin condiciones, no podía negarse a comparecer; que convenía, por tanto, obligarlo a presentarse en Roma. Entonces se sabría a qué atenerse respecto de la irregularidad de las negociaciones, y se pondrían en claro los hechos, interrogando a las dos partes contratantes. Por inoportuna que la moción fuese, se aprobó al fin, pero al mismo tiempo, y contra la regla del derecho de gentes, se le dio al rey un salvoconducto por el cual venía, no como un enemigo que negocia, sino como un hombre que se somete. Finalmente, Yugurta llegó a Roma y compareció ante el pueblo, que costaba trabajo contener, y que, sin cuidarse de las seguridades dadas, quería hacer pedazos al asesino de los italianos defensores de Cirta. Pero, a la primera cuestión propuesta por Cayo Memio, salió uno de sus colegas, y con la interposición de su veto ordenó al rey que no contestase. También aquí el oro africano era más fuerte que el pueblo soberano y que los magistrados supremos. Mientras tanto, el Senado deliberaba sobre la validez del tratado de paz. El nuevo cónsul Espurio Postumio Albino, de quien ya hemos hablado anteriormente (volumen II, libro tercero, pág. 488), se mostró ardiente partidario de la anulación y esperaba obtener en consecuencia el mando del ejército de África. Otro nieto de Masinisa, Masiva, que se hallaba a la sazón en Roma, aprovechó también la ocasión para hacer valer ante el Senado sus derechos al trono vacante. Por esta razón Bomilcar, uno de los confidentes más íntimos de Yugurta, asesinó a este rival inesperado, probablemente con permiso de su señor, y, como iba a ser sometido a los tribunales, se fugó. Después de este nuevo atentado cometido ante los ojos del gobierno, se colmó la medida; como quiera que fuese, el Senado anuló el tratado y ordenó la expulsión del númida (en el invierno del año 643 al 644). Volvió a comenzar la guerra y el cónsul Espurio Albino fue a ponerse a la cabeza de las tropas. Desgraciadamente el ejército estaba gangrenado hasta en sus últimas filas, su desorden corría parejo con la desorganización política y social del Estado. No existía en él la disciplina: durante la tregua, la soldadesca no había pensado más que en saquear las aldeas númidas y también las ciudades de la provincia romana. Oficiales, legionarios y generales, todos a cuál más, estaban en secreta inteligencia con el enemigo. Hubiera sido una locura esperar nada bueno de tal ejército. Por lo demás, Yugurta tomaba sus medidas, cosa superflua en realidad: compró al cónsul a dinero contante, y esa venta fue probada más tarde ante los tribunales de justicia. Por consiguiente, Espurio Albino se contentó con no hacer nada. Pero después de su partida, a su hermano Aulo Postumio, hombre tan temerario como incapaz, y que había tomado interinamente el mando del ejército, se le puso en la cabeza dar en pleno invierno un golpe de mano sobre los tesoros del enemigo, depositados en la fortaleza de Sutul (más tarde, Calama: hoy, Guelma), que era difícil de cercar y más aún de tomar. El ejército levantó su campamento y se presentó delante de la plaza, pero se estrelló contra sus muros. Como el sitio se prolongó sin éxito, el rey, que en un principio había seguido a los romanos, fingió una retirada y los atrajo para que emprendiesen su persecución por el desierto. Todo salió a medida de su deseo. Uniéndose las dificultades del terreno a las facilidades que daban a los númidas sus inteligencias con el ejército romano, cayeron sobre él en un ataque nocturno, se apoderaron de su campamento e hicieron que la mayor parte de los legionarios huyesen sin armas. La derrota fue tan completa como vergonzosa. Después vino una capitulación. Que los romanos pasasen bajo el yugo, que fuese evacuado inmediatamente todo el territorio númida y que se renovase el pacto de alianza, roto la víspera por el Senado: tales fueron las condiciones dictadas por Yugurta, y a las que tuvieron que someterse los romanos a principios del año 645 (109 a.C.).
MOVIMIENTO DE LA OPINIÓN EN ROMA
El mal era demasiado grande. Mientras todo es alegría entre los africanos, y ante las perspectivas repentinamente abiertas de la destrucción de un protectorado odioso, pero hasta entonces considerado como inatacable, las numerosas tribus del desierto corren a colocarse bajo los estandartes del rey victorioso, se subleva de nuevo en Italia la opinión pública contra los actos deplorables del gobierno de la aristocracia, a la vez corrompido y corruptor. El movimiento estalló por una multitud de procesos políticos. El partido de los comerciantes, desesperado, formó coro con el pueblo y la tempestad arrebató a un gran número de hombres notables de la nobleza. A propuesta del tribuno Cayo Mamilio Limetano, y a pesar de los tímidos esfuerzos del Senado, que quería detener la acción de la justicia criminal, se abrió un informe extraordinario para poner en claro los delitos de alta traición consumados en el asunto de la sucesión númida. El veredicto de los jurados condenó al destierro a los dos jefes del ejército, Cayo Bestia y Espurio Albino, y tampoco se perdonó a Lucio Opimio, el jefe de la primera comisión de África y verdugo de Cayo Graco. No haremos mención de otra porción de víctimas algo más oscuras: culpables o inocentes, la sentencia los hiere con redoblados golpes. Sin embargo, es necesario reconocer que hubo que dar esta satisfacción a la opinión pública, y este pasto a la cólera de los capitalistas. No hay huella alguna de revolución antiaristocrática; nadie se atreve a atacar al más culpable entre los culpables, al hábil y poderoso Escauro. Cosa aún más admirable, vemos que lo eligen censor, y como tal es llamado a presidir la comisión extraordinaria de delitos de alta traición. Tampoco la oposición intenta conquistar nada sobre el poder: deja al Senado el cuidado de arreglar los escándalos de la expedición de África, sin ruido ni perjuicios para la nobleza. Lo más aristócrata del partido aristocrático comenzaba a comprender que ya era tiempo de acabar con este enojoso asunto.
ANULACIÓN DEL TRATADO. METELO GENERAL EN JEFE
RENOVACIÓN DE LA GUERRA. BATALLA DE MUTUL
OCUPACIÓN DE NUMIDIA POR LOS ROMANOS
El Senado anuló el segundo tratado de paz, como había anulado el primero, pero no entregó al enemigo el general que lo había concluido. Semejante medida, practicada todavía treinta años atrás, no parecía ya necesaria según las ideas reinantes en materia de fidelidad al cumplimiento de los tratados. Al mismo tiempo se decidió que volviese a comenzar la guerra con mayor vigor. Como es natural, también ahora un aristócrata obtuvo el mando en jefe. Pero éste al menos era de los pocos hombres de su casta que, moral y militarmente hablando, estaba a la altura de su misión. La elección recayó sobre Quinto Metelo. Era tenaz y absoluto en sus principios nobiliarios, como todos los miembros de la poderosa familia a la que pertenecía. Como magistrado se hubiera honrado con pagar asesinos, si hubiese creído que en ello estaba interesado el bien de la ciudad, o se hubiese reído desdeñosamente del quijotismo impolítico de Fabricio en su sencilla generosidad para con Pirro. Por otra parte, era inflexible ante el deber e inaccesible a la corrupción y al temor; capitán sagaz y experimentado, supo emanciparse lo bastante de los prejuicios nobiliarios como para no elegir sus lugartenientes del seno de la nobleza. Eligió como tales a Publio Rutilio Rufo, oficial excelente y de gran reputación en el mundo militar, por su amor ejemplar a la disciplina y por su nueva o mejor táctica en la guerra, y a Cayo Mario, bravo soldado latino, hijo de un labrador y procedente de las últimas filas del ejército. Asistido por éstos y por otros oficiales de bastante capacidad, el cónsul desembarcó en África en el año 645 y tomó inmediatamente el mando del ejército. Lo halló tan desorganizado que sus jefes ni siquiera osaron penetrar con él en territorio enemigo; hasta entonces solo se había hecho temible a los desgraciados habitantes de la provincia romana. Metelo, tan activo como severo, lo hizo entrar inmediatamente en orden y, en la primavera del año 646, pasó con él la frontera númida.[6] Cuando Yugurta supo el nuevo estado de cosas, tuvo por perdida la partida, e hizo serias proposiciones de arreglo antes de comenzar la campaña, sin exigir más que que se le perdonase la vida. Pero Metelo había tomado su partido: quizá sus instrucciones fuesen las de no deponer las armas sino después de la rendición a merced, y después del suplicio de este príncipe cliente que había osado desafiar las iras de la República. Solo esta expiación podía, en efecto, satisfacer al pueblo romano. Vencedor de Albino, Yugurta era a los ojos de los africanos el libertador de Libia, puesto que había arrojado al odioso extranjero. Su astucia y su perfidia frente a un gobierno como el de Roma eran un grave peligro. Después de hecha la paz, a cada instante podía volver a encender la guerra. No había tranquilidad posible si se lo dejaba con vida, y tampoco era posible que el ejército volviese a África. Metelo, dado su cargo oficial, respondió con palabras evasivas, mientras que por otro lado comprometía a los mensajeros del rey a que lo entregaran vivo o muerto. Pero, queriendo luchar con el africano en el terreno del asesinato, encontró muy pronto su maestro. Yugurta descubrió sus maquinaciones y, en su desesperación, se preparó a una suprema defensa. Detrás de la cadena de montañas ásperas y desiertas adonde habían llegado los romanos, se extendía una vasta llanura de cuatro millas romanas (unos seis kilómetros), que iba a terminar en el río Mutul (hoy Oued Mafrag), cuyo curso es paralelo a la cadena. Pelada y árida, a no ser cerca de la orilla del Mutul, la cordillera estaba accidentada por algunas pequeñas colinas cubiertas de monte bajo y de malezas. Aquí fue donde Yugurta tomó posiciones y esperó con sus tropas divididas en dos cuerpos: uno, compuesto por una división de infantería con los elefantes, estaba a las órdenes de Bomílcar en el punto de unión de la cordillera y del río; el otro, formado por el grueso de la infantería con toda la caballería, se apoyaba en los bosques sobre la altura. En el momento en que salían de la montaña, los romanos vieron que la posición del enemigo dominaba completamente su flanco derecho. Como no podían permanecer sin agua en medio de aquellas montañas desnudas, quisieron ganar a toda prisa las orillas del río, maniobra difícil en esta llanura de cuatro millas completamente abierta, sin caballería ligera que los protegiese y a la vista de la caballería enemiga. Metelo destacó a Rufo con una división para que se dirigiese hacia el Mutul y levantase allí un campamento. En cuanto al resto del ejército, hizo que saliera de los desfiladeros de la montaña y marchara oblicuamente hacia las alturas con la intención de arrojar de ellas a los númidas. Este movimiento estuvo a punto de perder a los romanos. A medida que salían de los desfiladeros, la infantería númida iba colocándose a retaguardia, y al poco tiempo la columna fue asaltada por todos lados y envuelta por los escuadrones de Yugurta, que cayeron sobre ella desde lo alto de las colinas. Atacándola y chocando contra ella, la detienen en su marcha; la batalla parece entonces degenerar en una multitud de pequeños combates. Entre tanto, Bomílcar ocupa a Rufo con su destacamento y le impide retroceder y socorrer al principal cuerpo de ejército romano. Finalmente, Metelo y Mario ganaron el pie de los cerros con unos dos mil legionarios, y la infantería númida, que debía defenderlos, se dispersó sin luchar ante los soldados romanos que las subían a la carga, a pesar de la superioridad de su número y sus posiciones. Rufo no era menos afortunado en la otra parte: los soldados de Yugurta se desbandaron al primer ataque, y los elefantes, embarazados por las dificultades del terreno, fueron todos muertos o cayeron en poder del enemigo. Ya había entrado la noche cuando los dos cuerpos de ejército romanos, vencedores cada uno por su parte, pero inquietos por la suerte del otro, se encontraron en la mitad del camino entre los dos campos de batalla. Esta jornada, a la vez que puso en claro el talento militar de Yugurta, había atestiguado la eterna bravura de la infantería romana. Mediante su valor, el soldado había convertido en triunfo la derrota en que habían incurrido sus generales. En cuanto al rey, licenció a la mayor parte de sus tropas y se contentó en adelante con hacer la guerra de escaramuzas, en la que se condujo con gran habilidad. Conducidas una por Metelo y la otra por Mario, que aun siendo inferior por su nacimiento y rango a los demás jefes se había elevado al primer lugar después de la batalla del Mutul, las dos columnas del ejército romano recorrieron todo el país númida ocupando las ciudades, y pasando a cuchillo a todos los hombres en estado de tomar las armas cuando no se les franqueaban sus puertas. Sin embargo, entre las ciudades del valle del Bagradas la más importante era Zama, y resistió vigorosamente. El rey la apoyó con todas sus fuerzas. Un día consiguió sorprender al campamento romano, y los sitiadores se vieron obligados a levantarlo y retirarse a sus cuarteles de invierno. Por lo demás, era necesario proveer a las necesidades del soldado. Para mayor facilidad, Metelo los condujo a la provincia romana, pero dejó guarniciones en las plazas conquistadas. A pesar de que las armas reposaban, reanudó las negociaciones y se mostró dispuesto a conceder la paz al rey en mejores condiciones. Yugurta aprovechó gustoso la ocasión. En efecto, ya se había obligado a pagar doscientas mil libras de plata y había entregado sus elefantes, trescientos rehenes y tres mil tránsfugas que fueron decapitados inmediatamente. Pero, entre tanto, Metelo se ganó a Bomílcar, el consejero más íntimo del númida, quien podía temer que Yugurta lo entregase a los romanos como asesino de Masiva al hacerse la paz. Con la promesa de impunidad y de una rica recompensa, se comprometió a entregar a su señor, vivo o muerto, a los romanos. Pero ni las negociaciones oficiales, ni estas intrigas de mal género llegaron al resultado que se esperaba. Cuando Metelo exigió que el rey se entregase prisionero, éste rompió bruscamente las negociaciones; y cuando las tramas infames de Bomílcar con el enemigo fueron descubiertas, fue hecho prisionero y decapitado. Por más que no defendamos esas miserables intrigas diplomáticas, reconocemos que los romanos tenían razón al querer apoderarse de la persona de Yugurta. La guerra había llegado a un punto en que no podía terminarse ni proseguirse. Puede juzgarse el estado de los ánimos en Numidia por la sublevación de Vaga (Vedjah), la ciudad más importante de las ocupadas por los romanos (invierno del 646 al 647). Allí pereció toda la guarnición romana, oficiales y soldados, a excepción del comandante Tito Turpilio Silano, que más tarde fue acusado, con razón o sin ella, de connivencia con el enemigo y fue condenado por un tribunal militar a sufrir la pena capital. Dos días después de la insurrección, Metelo penetró en la plaza, y la trató con toda la saña y el rigor de la ley de la guerra. Pero si tales eran los sentimientos de los númidas inmediatos al Bagradas, colocados al alcance de la espada de los romanos, y más dóciles de por sí, ¿qué no podía esperarse de los habitantes de los países del interior y de las tribus nómadas del desierto? Yugurta era el ídolo de los africanos; ellos le perdonaban fácilmente su doble fratricidio y no veían en él más que al salvador y al vengador de la patria. Veinte años después, cuando apareció en las filas del enemigo, en Italia, un hijo del rey númida, los romanos tuvieron que licenciar y mandar inmediatamente al África a un cuerpo númida que combatía con ellos. Júzguese por este hecho su prestigio personal. ¿Cómo prever el fin de la guerra en un país donde todo favorecía al jefe, pues contaba con las simpatías nacionales, y donde la configuración del suelo y el carácter de los pueblos le hacían sumamente fácil prolongar indefinidamente la guerra en pequeños e incesantes combates, o dejarla dormir un instante para emprenderla de repente mucho más violenta que antes?
GUERRA EN EL DESIERTO
Cuando en el año 647 Metelo volvió a emprender la campaña, Yugurta no le hizo frente en algún sitio preciso, antes bien aparecía ya en un punto inmediato, ya en otro más lejano. Pretender perseguir a estos rápidos corredores del desierto equivalía a una cacería de leones. Batalla dada, batalla ganada; pero ¿qué importa? No daba ningún resultado. Después el rey penetró en el interior del país. En un oasis en el centro del actual veilikato de Túnez, en la misma orilla del gran desierto y separada del valle del Madjerda por una estepa árida de diez millas (unos quince kilómetros) de ancho, había dos ciudades fuertes: Thala (más tarde Talete), al norte, y Capsa (Gafsa), al sur. Yugurta había ido a refugiarse a Thala con sus hijos, sus tesoros y lo más selecto de sus tropas, y para esperar allí mejores días. Metelo lo persiguió a través de las soledades, llevando el agua en odres. Llegó por fin a Thala, que cayó en su poder después de veinticuatro días de sitio. En el momento supremo, los tránsfugas romanos prendieron fuego a los edificios donde estaban reunidos y no solo se dieron la muerte, sino que destruyeron por completo el rico botín que poseían los sitiadores. Nuevamente Yugurta había logrado escapar con su familia y sus riquezas. Toda Numidia parecía que estaba ya en poder de los romanos; y, sin embargo, el estado de la guerra, en vez de tocar a su fin, retrocedía. En el desierto del sur se levantaron las tribus libres de los gétulos, y acudieron a las armas al llamamiento del rey.
COMPLICACIONES EN MAURITANIA
En el occidente, Bocco, rey de Mauritania, cuya amistad Roma había despreciado anteriormente, amenazó unirse con su yerno. Lo acogió en sus Estados y, uniendo a las hordas númidas su innumerable caballería, avanzó hacia el país de Cirta, donde Metelo había establecido sus cuarteles de invierno. ¿Cuáles eran sus proyectos? ¿Quería vender a Yugurta a un precio más caro a los romanos? ¿Quería hacerles a estos una guerra nacional? Esto es lo que no sabían los romanos ni Yugurta, ni quizás él mismo; el hecho es que no abandonaba la actitud equívoca que había tomado.
MARIO, GENERAL EN JEFE
En estos intermedios, Metelo tuvo que salir de la provincia. Un decreto del pueblo lo obligó a resignar el mando en su antiguo subordinado, Mario, que había sido elegido cónsul. Éste se puso a la cabeza del ejército para la campaña del año 648. Pero, en realidad, debía su título a una especie de revolución. Confiando en los señalados servicios que había prestado e impelido por los oráculos que lo designaban, se atrevió un día a solicitar el consulado. Si la aristocracia se hubiera decidido a sostener una candidatura completamente constitucional y plenamente justificada por el mérito de este personaje enérgico y además adicto, de esto no habría resultado más que la inscripción de una nueva familia en los fastos consulares. Pero no fue así por desgracia. Mario no era noble, y era una incalificable osadía que aspirara a la suprema magistratura. ¡Así cayó en el desprecio de toda la casta dominante, pues no era más que un imprudente innovador, un revolucionario! La nobleza obraba con Mario en la actualidad, como antes habían obrado los patricios con los plebeyos, pero ahora no tenían a su favor ni siquiera la letra del derecho público. Metelo escarnecía a su bravo subalterno, y se burlaba de él diciendo: «Que espere un poco para presentar su candidatura; mi hijo, que ha de ser su competidor, es todavía un mozalbete imberbe». Solo a última hora se le dio una licencia para que fuese a Roma a solicitar el consulado del año 647 (107 a.C.). Pero muy pronto Mario se vengó con usura de la injusticia de su general. Ante un pueblo que lo oye embobado, azota a Metelo aun en contra de lo que establece la ley militar y las justas conveniencias. Lo pinta como mal administrador y peor general, y refiere a aquella muchedumbre a quien adula, y que cree ser vendida a cada momento por conspiraciones secretas de la aristocracia, aquel cuento absurdo de la traición del ex cónsul. Según él, Metelo había prolongado la guerra para perpetuarse en el mando. Los vagos callejeros gritan asegurando la evidencia del hecho. Muchos malévolos, que aspiraban al poder por buenos o malos medios, y particularmente los comerciantes, cogieron por los cabellos la ocasión que se les ofrecía para inferir a la aristocracia una herida que le sería en extremo sensible; y, en consecuencia, Mario fue elegido por una gran mayoría. Además, aunque conforme a la ley de Cayo Graco correspondía al Senado distribuir los asuntos entre los dos cónsules (pág. 127), un plebiscito especial encargó al recién nombrado el mando supremo del ejército de África.
NUEVOS COMBATES SIN MEJORES RESULTADOS
Por lo tanto, en el año 648 Mario ocupó el lugar de Metelo. Ahora bien, le faltaba cumplir las presuntuosas promesas que no cuesta nada hacer. Tenía que obrar mejor que Metelo, y llevar a Yugurta a Roma atado de pies y manos. Mario lucha a su vez contra los gétulos: va, viene y somete algunas ciudades no ocupadas hasta entonces. Incluso emprendió una expedición contra Capsa, expedición más penosa que la de Metelo contra Thala. A pesar de la fe jurada, la ciudad capital fue destruida y todos sus habitantes capaces de tomar las armas fueron pasados a cuchillo. Sin duda éste era un medio bueno, y el único, para impedir que esta ciudad del desierto volviera a insurreccionarse. Por último, el cónsul atacó una gran fortaleza situada en una montaña y que dominaba el río Molochat (Moloia), que separa a la Mauritania de Numidia. En ella Yugurta tenía ocultas todas sus riquezas. La plaza fue tomada por asalto en el momento mismo en que el cónsul, ya desesperando de la empresa, iba a levantar el sitio. Una feliz escalada intentada por unos soldados atrevidos los hizo dueños de aquel inaccesible nido de águilas. Si solo se hubiese tratado de hacer más aguerrido al ejército por medio de razzias atrevidas, o de que los soldados hiciesen botín, o de oscurecer la expedición de Metelo al desierto por otra aún más arriesgada y lejana, todos estos movimientos, todas estas hazañas, podrían haber sido aplaudidos. Pero el fin de la guerra, que Metelo no había perdido de vista un momento y que era la captura de Yugurta, este fin, repito, estaba muy lejano. Por ejemplo, nada justificaba la expedición sobre Capsa, mientras que la expedición de Metelo sobre Thala, por temeraria que se la considere, había tenido un motivo serio. También era una grave falta dirigirse hacia el Molochat y amenazar, si no invadir, la Mauritania. En efecto, Bocco, que podía terminar de un solo golpe la guerra y hacerlo a favor de Roma, o abrir de nuevo una serie de aventuras sin fin, hizo tratativas con Yugurta. Mediante la cesión de una parte de su reino, el númida obtuvo la promesa de un enérgico apoyo. Al volver de las orillas del Molochat, el ejército romano se encontró una tarde envuelto por las enormes masas de la caballería de ambos reyes. Le fue necesario combatir en el mismo lugar donde se lo cogió, dividido como estaba en secciones para la marcha, sin orden de batalla y sin mando que dirigiese sus esfuerzos. En estas circunstancias debió tener por gran dicha el hecho de que sus mermadas filas pudiesen ganar dos colinas inmediatas, donde acampó durante la noche provisionalmente pero con alguna seguridad. Pero esta victoria se desvaneció entre los africanos, que perdieron todo su fruto a raíz de su incurable negligencia. Se dejaron sorprender al amanecer por los romanos que ya se habían repuesto, y así fue que los acuchillaron y dispersaron. Desde este día el ejército continuó su retirada en buen orden y con más prudencia, pero aún lo asaltaron en una ocasión las hordas africanas por cuatro puntos a la vez. El peligro era grande, pero el jefe de la caballería, Lucio Cornelio Sila, puso al fin en desordenada fuga a los numerosos escuadrones del enemigo. Al volver de su persecución, se arrojó sobre Bocco y Yugurta, quienes habían cogido por la espalda a la infantería. El ataque de estos también fue rechazado, y condujo a los romanos de Mario a sus cuarteles de invierno en Cirta (del 648 al 649).
NEGOCIACIONES CON BOCCO
ENTREGA DE YUGURTA A LOS ROMANOS. SU SUPLICIO
Aunque rara, es cosa fácil de comprender que no se hubiese hecho antes nada por contraer amistad con Bocco, y que incluso se la hubiera desdeñado. Pero en la actualidad, cuando se han abierto las hostilidades, se la busca con ardor. Como no había habido formal declaración de guerra, los romanos se valieron de esto para entablar negociaciones. Bocco volvió a tomar su actitud ambigua: no rompe la alianza con su yerno ni lo entrega, pero comienza a conferenciar con el general romano acerca de las condiciones de una alianza con Roma. Cuando estaban ya de acuerdo, o parecían estarlo, pidió, para concluir definitivamente y para recibir al real cautivo, que Mario le enviase a aquel Lucio Sila a quien él había ya conocido, y que le era muy simpático. Sila había estado ya en su corte como enviado del Senado romano, y, por otra parte, había sido recomendado al rey por los embajadores mauritanos, que en su marcha para Italia habían recibido de él señalado servicio. Mario quedó muy perplejo. Rehusar equivalía a la ruptura, pero aceptar era poner a su oficial más bravo y noble a merced de un hombre en quien no podía confiarse, puesto que todos sabían que tenía dos caras, una hacia Roma y otra hacia Yugurta, y que según todas las apariencias quería tener en su yerno y en Sila dos rehenes. Sin embargo, la necesidad de terminar triunfó por sobre todos los escrúpulos, y Sila se encargó de buena gana de la misión que le imponía Mario. Partió audazmente, conducido por Bolux, hijo de Bocco, y no se desmintió su osadía ni aun cuando se vio solo con su guía y tuvo que atravesar por el medio del campamento de Yugurta. Sus compañeros le aconsejaban que huyese, pero, lejos de ceder a este pensamiento cobarde, continuó su ruta a través de los escuadrones enemigos, y llegó sano y salvo con el hijo del rey a su lado. La altivez de su actitud y de su lenguaje no perjudicó en nada las negociaciones con el sultán moro, que al cabo se puso del lado de Roma y sacrificó a Yugurta. Con el pretexto de comunicárselo todo, atrajo el suegro al yerno a una emboscada donde su escolta fue acuchillada y él, hecho prisionero. El gran traidor caía por la traición de los suyos. Lucio Sila volvió al cuartel general llevando consigo encadenado al astuto e infatigable númida y a sus hijos, y de este modo concluyó la guerra al cabo de siete años de combates. La victoria fue unida al nombre de Mario: cuando hizo su entrada en Roma, el primero de enero del año 650, iban delante de su carro triunfal Yugurta y sus dos hijos, cargados los tres de cadenas sobre sus vestidos reales. Pocos días después, y por orden del mismo Mario, el hijo del desierto fue encerrado en un calabozo subterráneo en el antiguo sótano de la fuente capitolina (el Tullianum), en el «baño helado», como lo llamaban los desgraciados, donde pereció estrangulado o se lo dejó morir de hambre y de frío. Para ser justos, conviene decir que Mario solo había tenido una parte menor en el buen éxito de esta empresa. La conquista de Numidia hasta el límite del desierto había sido obra de Metelo, y se debía a Sila la captura de Yugurta. El papel desempeñado por Mario entre los dos aristócratas no dejaba de poner en cuidado su ambición personal. Sentía despecho al oír a su predecesor vanagloriarse con el sobrenombre de Numídico, y después se enfureció cuando el rey Bocco consagró en el Capitolio un monumento votivo de oro, en el que representaba la entrega de Yugurta a Sila. Sin embargo, ante la mirada de jueces imparciales, las hazañas de Metelo y de Sila oscurecían las de Mario. Sobre todo Sila, en aquella brillante retirada a través del desierto, había demostrado a los ojos de todos, tanto del general como del ejército, su valor, su presencia de ánimo, su destreza y su poderosa influencia sobre los hombres. Sin embargo, estas rivalidades militares habrían sido una cosa insignificante, si no hubieran ejercido su influencia en las luchas de los partidos políticos: si Mario no hubiera servido de instrumento a la oposición para retirar el mando al general aristócrata, y si la facción reinante no hubiese hecho de Metelo y de Sila sus corifeos militares para elevarlos muy por encima del vencedor nominal de Yugurta. Por lo demás, ya volveremos sobre estos incidentes y sus fatales consecuencias cuando tratemos de la historia interna de la República.
REORGANIZACIÓN DE NUMIDIA
La insurrección del reino cliente de Numidia terminó sin traer consigo un cambio notable en la política general ni en la situación particular de la provincia de África. Contra el sistema seguido en todas partes, Numidia no fue declarada provincia romana: la razón de ello parece evidente. Para ocupar el país se necesitaban soldados que lo guardasen contra las hordas del desierto. Pero de ninguna manera era el pensamiento del poder en Roma sostener en África un ejército permanente. Se contentó con anexionar al reino de Bocco la Numidia occidental, todo el país que media entre Molochath y el puerto de Salda (Bugía), y que se denominará más tarde Mauritania Cesariana (provincias de Orán y de Argel). El resto del mermado reino de Yugurta fue entregado por los romanos a Goda, hermano de éste, que, a pesar de ser un príncipe débil de cuerpo y de espíritu, era el último que quedaba de los nietos legítimos de Masinisa y había presentado sus pretensiones ante el Senado desde el año 646 a instigación de Mario.[7] En cuanto a las tribus gétulas del interior, fueron colocadas entre las naciones independientes unidas a Roma por medio de tratados, bajo el título de aliados libres.
RESULTADOS POLÍTICOS
Por más que ordinariamente se atribuya poca importancia a los resultados políticos de la guerra o, mejor dicho, de la insurrección de Yugurta, de cualquier forma hay que tenerlos en cuenta, pues ofrecen más interés que los arreglos relativos a la clientela africana. En primer lugar, pusieron en claro los muchos vicios del sistema gobernante. Todos pudieron ver, y se confirmó judicialmente, por decirlo así, que bajo este régimen se vendía todo en la ciudad: los tratados de paz, los muros de los campamentos y hasta la vida de los soldados. El príncipe africano había dicho la pura verdad cuando exclamó al salir de Roma: «¡Oh, ciudad venal! ¡cuán pronto perecerías si hubiera quien te comprase!».[8] Tanto en el interior como en el exterior, todo estaba marcado con el sello de la más detestable corrupción. Ahora han desaparecido las perspectivas, y se conserva solo la relación viva de la guerra de África, que pone su cuadro más cerca de nuestra vista a diferencia de los demás acontecimientos políticos o militares de aquel tiempo. En realidad, nada enseñaban estas revelaciones que no supiese desde tiempo atrás todo el mundo, y que no hubiese podido demostrar con hechos cualquier patriota. Es verdad que de los asuntos de Numidia salían nuevas e incontestables pruebas de la debilidad y corrupción del restaurado poder senatorial, pero ¿para qué servía esta luz, si no había oposición ni opinión pública bastante fuertes como para obligar al poder a que atendiese sus exigencias o siguiese sus inspiraciones? La guerra numídica había mostrado la nulidad de la oposición, a la vez que la prostitución del poder. Es imposible gobernar peor que lo que había gobernado la restauración desde el año 637 hasta el 645. Era imposible imaginar un cuerpo más desarmado y más irremisiblemente perdido que el Senado en esta última fecha. Si hubiera habido en Roma una verdadera oposición, un partido que hubiese deseado y promovido un cambio cualquiera en los principios constitucionales, habría derribado con seguridad el Senado de la restauración. Pero de las cuestiones políticas no supo hacerse más que cuestión de personas: se cambió de general y se desterró a dos o tres hombres inútiles e insignificantes. De aquí se deduce que el pretendido partido popular no podía ni quería gobernar por sí mismo, que no eran posibles en Roma más que dos formas de gobierno, la tiranía y la oligarquía. También ponía de manifiesto que mientras el acaso no trajese un personaje, si no bastante fuerte, bastante conocido al menos para subir al poder, los escándalos administrativos, por odiosos que fuesen y aunque trajeran consigo algún perjuicio para un corto número de oligarcas, no ponían en peligro la oligarquía misma. En cambio, para el primer pretendiente que se presentase era fácil romper de un solo golpe todas las carcomidas sillas curules de la aristocracia. Véase la fortuna política de Mario. Nada, absolutamente nada motiva su éxito. Se hubiera comprendido que el pueblo hubiera destruido la curia después de la derrota de Albino, pero después de Metelo, después de la marcha imprimida por él a la expedición de Numidia, ¿dónde estaba el pretexto para una acusación de mala dirección de la guerra, y de que estaba en peligro la República? Y sin embargo, en cuanto se levanta un oficial, un advenedizo ambicioso, le es sumamente fácil realizar la amenaza salida de boca del primer africano (volumen II, libro tercero, pág. 191). No solo eso, sino que también se hace elegir contra la voluntad formal y expresa del poder para uno de los principales mandos militares. Absolutamente nula e ineficaz en las manos del llamado partido popular, la opinión pública se ofrecía como un arma irresistible al futuro monarca de la ciudad de Roma. Esto no quiere decir que yo afirme que Mario haya sido nunca un pretendiente, por lo menos hasta el momento en que obtuvo del pueblo el generalato en jefe del ejército de África. Pero a pesar de que él tuviese conciencia de sus actos, o no, en realidad a esto es a lo que había venido a parar el sistema aristocrático de la restauración, desde el momento en que los generales salían completamente armados de la máquina de los comicios. O, lo que es lo mismo, desde el día en que un oficial, con tal que fuese popular, osaba y podía por sí mismo elevarse al generalato por las vías legales. En las crisis que preceden a la tempestad final vemos figurar un elemento absolutamente nuevo: los generales y el poder militar entran en la escena de las revoluciones políticas. Aún no podía saberse si la elevación de Mario era el acto preparatorio de un nuevo asalto dado a la oligarquía con la mira de una futura tiranía, o si era solo, como tantas veces había sucedido, una inculcación de la prerrogativa gubernamental sin otras consecuencias. Sin embargo, podía preverse que, si el germen llegaba a fructificar, vendría la tiranía, no del hombre puramente político como Cayo Graco, sino del oficial del ejército. Al mismo tiempo se había modificado la organización militar. Cuando Mario formó su ejército de África no se atuvo a la condición de los bienes de fortuna, que hasta entonces se habían exigido, sino que abrió las filas de la legión al voluntario más pobre entre los ciudadanos, con tal de que fuese buen soldado. Pudo suceder que se dictase la medida obedeciendo a otras puramente estratégicas, pero cambiar por completo la constitución del ejército era un acontecimiento considerable y de grandes consecuencias. Antes, el soldado tenía bienes que perder, y en los tiempos primitivos también había poseído alguna cosa. En la actualidad, la legión recibe a todo el mundo aunque no tenga nada más que sus brazos y sin esperar otra cosa que lo que le ceda la generosidad de sus jefes. En el año 650, la aristocracia tenía el poder ilimitado, de la misma forma que en los buenos tiempos del año 620, pero los síntomas de la catástrofe se aglomeraban, y en el horizonte político se veía el cetro detrás de la espada.