XII
NACIONALIDAD. RELIGIÓN. EDUCACIÓN

PREPONDERANCIA EXCLUSIVA DEL LATINISMO Y DEL HELENISMO

En medio de esa gran lucha de nacionalidades que tiene lugar en los inmensos dominios de la República, en el siglo VII de Roma los pueblos secundarios decaen, o están ya próximos a desaparecer. El más importante de todos, el pueblo fenicio, había recibido el golpe mortal cuando sucumbió Cartago, y fue aniquilándose lentamente. En Italia, las razas que hasta entonces habían conservado sus antiguas costumbres y su lengua, como las de la Etruria y el Samnium, recibieron las más terribles heridas con la reacción silana, y se les impuso la nivelación política que pesaba sobre toda la península. También sufrieron, en el dominio y el comercio público, la lengua y las formas latinas, y su antiguo idioma fue poco a poco degenerando en un simple dialecto popular y desapareciendo lentamente. En esta época ya no se encontraba en ningún punto del mundo romano una nacionalidad que pudiera luchar ni siquiera un instante contra las nacionalidades griega o latina.

EL LATINISMO

En particular la latinidad, más intensa y desbordándose en el interior y en el exterior, adquiere un progreso continuo y notable. Después de la guerra social, todo fondo de tierra itálica lleva consigo el dominium romano en beneficio del italiano que la posee. Toda divinidad itálica puede recibir los dones de la piedad romana, y en toda Italia, a excepción de la región transpadana, está exclusivamente en vigor el derecho romano, que arroja al olvido los estatutos locales de las ciudades y de las campiñas. La lengua de Roma es también la lengua de los negocios, y no tardó en ser la del comercio civilizado en toda la península. Después no se detuvo ante las barreras puestas por la naturaleza. Italia no ofrece ya un campo suficientemente extenso para los inmensos capitales que a ella afluyen, para la riqueza de sus productos, para la inteligencia de sus agrónomos, para la habilidad de sus mercaderes. En consecuencia, los italianos marchan en masa a las provincias llamados por todos estos intereses y por las necesidades del servicio público. Su condición privilegiada proporciona a su lengua y a su derecho los mismos privilegios, incluso en otras relaciones diferentes de las exclusivas de romano a romano (pág. 420). En todas partes se mantienen unidos en masas compactas, puras de toda mezcla y fuertemente organizadas. Los soldados en sus legiones, los negociantes de cada gran ciudad en sus asociaciones particulares, los ciudadanos romanos domiciliados, o simples transeúntes, en las diversas circunscripciones provinciales: todos se acantonan en sus círculos exclusivos (conventus civium Romanorum), con su lista especial de jurados, y, en cierto modo, con su constitución comunal separada. Concedo que estos romanos de provincia volverían tarde o temprano a Italia, pero no por esto dejaban de formar en el punto donde residían una población mixta distinta, puramente romana, o que se apoyaba en la colonia romana. En lo que respecta a España, donde se organizó el primer ejército permanente, ya hemos dicho que allí fue también donde se establecieron las primeras ciudades provinciales con instituciones libres: Carteya, en el 583 (pág. 12); Valencia, en el 616, y más tarde Palma y Palencia. Pero la civilización se había desarrollado poco a poco en el interior. Si por mucho tiempo los italianos elegantes consideraron al país de los vasceos como la más ruda e inhospitalaria morada, los escritores latinos y las inscripciones atestiguan, por el contrario, que a mediados del siglo VI se hablaba comúnmente la lengua latina en los alrededores de Cartagena y también en toda la costa española. Como quiera que fuese, antes de Cayo Graco nadie había concebido el pensamiento de una colonización sistemática de las provincias, o, mejor dicho, de su transformación romana por medio de la emigración itálica. En cuanto a él, tuvo un plan inmediato y puso atrevidamente mano a su ejecución. A pesar de la sublevación de la oposición conservadora, que destruyó las construcciones comenzadas, o detuvo su continuación, casi en todas partes, quedó en pie la colonia de Narbona, conquista preciosa por sí misma, en cuanto aseguraba por este lado la extensión del dominio de la lengua latina, conquista mucho más importante desde otro punto de vista, pues era a la vez el monumento de una gran concepción y la piedra angular de un poderoso edificio en el porvenir. De aquí procede la antigua civilización de los galos, o, lo que es más apropiado decir, la civilización francesa de nuestros días tiene sus más lejanas y profundas raíces en la creación de Cayo Graco. Pero al mismo tiempo que la nacionalidad latina llenaba la región itálica hasta sus fronteras naturales e incluso comenzaba a franquearlas, se verificaba en ella un profundo movimiento moral. En este momento la vemos en camino de crearse una literatura clásica, una alta escuela de instrucción que le pertenece en propiedad. Y si bien es cierto que el que las compara con el clasicismo y la cultura helénica no se siente muy inclinado a hacer mérito alguno de estas débiles producciones italianas, colocadas como en un invernadero, sin embargo, es necesario confesar que, en interés del progreso histórico, lo más importante era que la literatura clásica y la cultura de los latinos vinieran a colocarse al lado de las de los griegos, cualquiera que fuese el papel que aquellas hiciesen. Además, la Grecia estaba entonces muy bastardeada, incluso en su literatura, y podía aplicársele la frase del poeta: «Más vale recluta vivo que emperador enterrado».

EL HELENISMO

Sin embargo, por rápidas y triunfantes que fuesen las conquistas de la lengua y de la nacionalidad latinas, reconocían al helenismo un título igual al suyo, y aún mejor y más antiguo. Marchan unidas con él en la más completa alianza, y en él se fundan para recibir su común desarrollo. La revolución, que en la península había pasado el nivel sobre las nacionalidades no itálicas, no había tocado a las ciudades griegas de Tarento, Regium, Nápoles ni Locres. La misma Masalia, que estaba rodeada por un territorio ya romanizado, continuó siendo ciudad griega y, por tanto, aliada y amiga de Roma. Italia se latinizaba por completo, pero su latinidad daba la mano al helenismo que crecía con ella. En las altas regiones de la sociedad italiana, la cultura griega forma parte integrante de la cultura aborigen. El cónsul del año 623, el gran pontífice Publio Craso, admiraba a los naturales griegos cuando en su proconsulado de Asia juzgaba y pronunciaba la sentencia, según los casos, en griego vulgar o en uno de los cuatro dialectos de esta lengua. En vano la literatura y el arte italiano habían mirado durante mucho tiempo al Oriente; en la actualidad es el Oriente el que vuelve sus ojos hacia el Occidente. No son ya solo las ciudades griegas de Italia las que viven, como en tiempos pasados, en comercio intelectual y activo con Grecia, Asia Menor y Egipto, y disfrutan los mismos honores e iguales alabanzas de parte de los poetas griegos célebres y de los artistas dramáticos. La gimnástica y la musa helénica se instalaron en Roma después del ejemplo dado por el destructor de Corinto en las fiestas de su triunfo (año 608). Roma tiene sus luchas de atletas, sus músicos, juegos diversos, lectura y declamaciones de retóricos.[1] Los literatos griegos extienden su red sobre toda la alta sociedad romana y se apoderan del círculo de los Escipiones, cuyos miembros principales de nacionalidad helénica, el historiador Polibio y el filósofo Panecio,[2] pertenecen más bien a Roma y a su historia, que a la de su país natal. En la sociedad menos culta presenciamos el mismo fenómeno. Citemos a otro contemporáneo de Escipión, al filósofo Clitomarco, cuya existencia refleja y pone al alcance de nuestras miradas la fusión que se estaba verificando entre los pueblos. Natural de Cartago,[3] Clitomarco fue discípulo de Carneades en Atenas y lo sucedió en la escuela, pero después dejó esa ciudad y llegó a Italia con los mejores literatos, con el historiador Aulo Albino y el poeta Lucilio. Dedicó un libro científico a Lucio Cesorino, el cónsul romano que comenzó el sitio de Cartago, y publicó una Consolatio Philosophica dirigida a sus compatriotas traídos a Italia como esclavos. Hasta entonces no habían venido a Roma los literatos griegos, sino como de paso, como embajadores o desterrados, pero en esta época comenzaron a establecerse en ella con designio premeditado. Panecio, a quien acabamos de citar, vivió en casa de Escipión, y el poeta Arquias de Antioquía vino a fijar su residencia en Roma hacia el año 652, donde su talento improvisador y sus cantos épicos celebratorios de los grandes consulares de aquel tiempo le proporcionaron bastantes comodidades.[4] Aún hay más: hasta Mario, que no comprendía una palabra del panegírico poético que se le había dirigido, y que no tenía nada de mecenas, se creyó obligado a patrocinar al artista que lo ensalzaba en sus versos. En resumen, mientras que la cultura literaria y moral ponía en contacto en ambos pueblos los elementos nacionales, que, si no eran los más puros, eran al menos los más brillantes, la importación en masa de los esclavos de Asia Menor y de Siria, y la inmigración de los mercaderes que llegaban en tropel del Oriente griego o semigriego, ponían al proletariado italiano en comunicación íntima con las capas de un helenismo mezclado de elementos extraños, y cubrían con su barniz la nacionalidad latina. Cuando Cicerón afirma que en las ciudades marítimas es donde se encuentran principalmente el nuevo idioma y las costumbres nuevas, habla seguramente de las costumbres casi helénicas de Ostia, Puzoli y Brindisi, donde el extranjero ha importado sus modas juntamente con sus mercancías. De este modo es como se verificó la invasión.

FUSIÓN O MEZCLA DE LOS PUEBLOS

En las relaciones internacionales se había verificado una revolución completa cuyos resultados inmediatos fueron tristes. Italia estaba plagada de griegos, sirios, fenicios, judíos y egipcios; mientras que en las provincias no se veían más que romanos. Los caracteres más salientes y distintivos de los pueblos iban desapareciendo visiblemente con el roce continuo, y no quedaba más que una lisa uniformidad, lo mismo que sucede con las monedas usadas. La latinidad había perdido en vigor lo que había ganado en extensión, sobre todo en Roma; allí, como la clase media había desaparecido mucho tiempo atrás, no quedaban más que grandes y mendigos, que son igualmente cosmopolitas. Cicerón sostiene que hacia el año 660 la cultura general de las ciudades latinas era superior a la de la capital. En efecto, su dicho está confirmado por la literatura del siglo, cuyas producciones más originales y mejores, la comedia nacional y la sátira luciliana, pueden llamarse acertadamente latinas, más que romanas. El helenismo italiano de las capas sociales inferiores era también completamente cosmopolita, y dejaba percibir las tristes deformidades de una civilización corrompida bajo el barniz superficial de la barbarie primitiva; incluso en las regiones sociales altas la ley no pudo imponer mucho tiempo la delicada elegancia de los Escipiones y su gente. Cuanto más se interesaba en los asuntos de la cultura griega, más se acercaba la sociedad romana a los últimos y frívolos productos del neohelenismo, y perdía de vista las enseñanzas clásicas. Por más que se modelase en el genio antiguo de la Hélade, no tomaba de la nacionalidad vecina más que lo más fútil de la ciencia, y lo más apropiado seguramente para paralizar su energía propia. Así pues, Marco Cicerón, el propietario campesino de Arpinum, el padre del gran orador, exclamaba cierto día: «Los romanos son como los esclavos de Siria, que valen tanto menos cuanto más tienen de griegos». Descomposición nacional lamentable, como lo es todo el siglo, pero como éste, es digna de estudio y fecunda en consecuencias. Este cúmulo de nacionalidades que llamamos mundo antiguo, exteriormente unificado bajo el poder de Roma, se librará un día de sus cadenas, y con el impulso de la civilización moderna, que también se funda en el elemento helénico, vendrá a regenerarse por completo. Se destruyen las nacionalidades de segundo orden, y entre sus escombros se funda silenciosamente entre ambos pueblos superiores el gran compromiso de la historia: hacen las paces la Grecia y el Lacio. Los griegos en el terreno de la cultura humana, y los romanos en el de la política, renuncian a su espíritu exclusivista. En la escuela, las letras latinas ocupan su lugar al lado de las letras griegas, aunque es un lugar restringido e incompleto; y Sila, por su parte, permite por primera vez a los enviados extranjeros dirigir la palabra al Senado en griego, sin intérprete. Se anuncian los tiempos en que la República romana se convertirá en un Estado donde serán corrientes los dos idiomas, y no tardará en levantarse en el oeste el verdadero heredero del trono y del pensamiento de Alejandro Magno, heredero a la vez romano y griego. Pero aún no hemos llegado a esos tiempos. Por ahora vamos a estudiar más en detalle, lo que nos permitirá entrever con una rápida ojeada el cuadro de las relaciones internacionales y la desaparición de las naciones de segundo orden, esa exaltación conquistadora de las dos naciones soberanas en los diversos dominios de la religión, la educación popular, la literatura y el arte.

RELIGIÓN

La religión romana había nacido y se había desarrollado en íntima unión con la ciudad y con todo el sistema romano, y no era otra cosa que el reflejo piadoso de la asociación ciudadana. Cuando vinieron las revoluciones políticas y sociales, cayó necesariamente con todas las demás instituciones. De las antiguas creencias populares de Italia no quedaban más que ruinas; y, así como sobre los escombros del edificio político se levantaron la oligarquía y la tiranía, así también se vio que se levantaban al lado de la religión oficial y del helenismo la incredulidad y la superstición, las sectas y las religiones orientales. En el periodo anterior comenzaron a manifestarse estos fenómenos, y se oyeron los primeros crujidos precursores de la revolución política y social. Y ya en estos tiempos las clases elevadas se habían adherido en su nuevo helenismo a la sólida fe de sus mayores. Ennio ya había dado a conocer a Italia las alegorías del antropomorfismo histórico de las religiones griegas, y el Senado, cuando Aníbal llamaba a las puertas de Roma, había tenido que aprobar la importación de la Cibeles de Asia Menor. En otra ocasión se había visto obligado a ensañarse contra las supersticiones peligrosas, y acabar con las hipocresías de las bacanales. Sin embargo, en esta misma época en realidad se preparaba la revolución en los espíritus, más que la rebelión en los hechos. Por tanto, la revolución religiosa data también del siglo de los Gracos y de Sila.

FILOSOFÍA GRIEGA

Ensayemos ahora el estudio de la cultura moral en el camino por donde la arrastraba el helenismo. Como la nación griega había tenido su primavera y su otoño mucho antes que Italia, había también atravesado antes que aquélla la edad de las creencias sencillas, y había buscado su único refugio en el campo de la especulación y de la abstracción. Hacía mucho tiempo que las creencias religiosas habían desaparecido, y que se había entregado por completo a la filosofía. Pero la filosofía misma, en el momento en que el genio de la Grecia influyó sobre el de Roma, había dejado muy atrás la edad de la fecundidad intelectual. Había entrado en esa fase en que no surgen sistemas verdaderamente nuevos, aunque no se extingue la facultad comprensiva que sabe aún elegir entre las antiguas teorías las mejores; en esa etapa en que la inteligencia se encierra en una escolástica estrecha, tradicional y gasta sus fuerzas en los más defectuosos teoremas filosóficos de otros tiempos. Estaba en esa fase en que la ciencia, en vez de dar al espíritu profundidad y libre expansión, lo seca y aplasta, por decirlo así, y lo enreda en las cadenas que se forja a sí mismo, que son las peores de todas. Vuelto y echado a perder, el filtro de la especulación filosófica se convierte en un veneno activo. Los griegos no ofrecían ya a los romanos más que un brebaje flojo y diluido, y éstos no supieron rehusarlo, ni elevar sus malos maestros vivos a la altura de sus ilustres antepasados. Sin ir más lejos, Platón y Aristóteles prácticamente no tuvieron influencia en la cultura romana, por más que se citaban sus ilustres nombres, y se leían y traducían sus obras menos inteligibles. En filosofía, puede decirse de los romanos aquello de «a malos maestros peores discípulos». Fuera del sistema religioso-histórico y racionalista, que resolvía todos los mitos en una especie de leyenda de todos los bienhechores de la humanidad en los tiempos antiguos, convertidos en dioses con ayuda de la superstición, y fuera del vehemerismo (volumen II, libro tercero, pág. 414), en los destinos morales de Italia influyeron principalmente tres escuelas filosóficas: las dos escuelas dogmáticas de Epicuro y de Zenón, y el escepticismo de Arcesilao y de Carneades (epicureísmo en realidad), es decir el Pórtico y la Nueva Academia. La Nueva Academia establecía como principio la imposibilidad de la certeza refleja, y ponía en su lugar la sola probabilidad de una opinión preconcebida, suficiente para las necesidades de las acciones humanas. En este sentido, no iba a parar más que a una polémica constante, envolviendo en la red de sus dilemas todos los datos de la fe positiva y del dogmatismo filosófico. Se coloca casi en la línea de la antigua sofística, pero con la diferencia de que los sofistas se dirigían más bien a la creencia popular, mientras que Carneades y sus discípulos luchaban principalmente con los otros adeptos de la filosofía.[5] Por el contrario, Epicuro y Zenón se encontraban, por la semejanza de su fin, aspirando ambos a dar una explicación racional de la naturaleza. Para ello se apoyaban en el método fisiológico y tomaban como punto de partida la noción de la materia, pero se separaban en el momento en que se ponían en camino. Epicuro seguía la doctrina atomística de Demócrito: el elemento primitivo no es para él más que materia inerte, que pasa por simples variaciones mecánicas a la movible multiplicidad de las cosas. Por su parte, Zenón era también discípulo del efesiano Heráclito: profesaba la hipótesis de un antagonismo de las fuerzas en el elemento primitivo, y de un continuo movimiento de flujo y reflujo. De aquí las profundas diferencias entre ambas escuelas. En el sistema epicúreo no hay dioses; no son más que sueños de sueños. Para los estoicos, en cambio, los dioses son el alma del mundo eternamente activo, en cuanto espíritu, sol y esencia divina son omnipotentes sobre los cuerpos, la tierra, la naturaleza. Epicuro no reconocía gobierno supremo del mundo ni inmortalidad personal del alma; para él, el fin del hombre es el equilibrio absoluto de los deseos corporales y de los combates del espíritu. Para Zenón, por el contrario, la actividad humana procede y se educa en la lucha perpetua del espíritu y del cuerpo, y conquista una perfecta armonía con la naturaleza, eternamente en lucha y eternamente tranquila. A pesar de estas diferencias, en el campo de la religión estas diversas escuelas venían a reunirse y sostenían que la fe, como tal, no era nada; que debe suplirse necesariamente por la reflexión. Según la Nueva Academia, ésta se obtenía renunciando a alcanzar todo resultado de conciencia, o, como decía Epicuro, rechazando las representaciones y las imágenes de la fe popular. Para los estoicos, por su parte, éstas debían ser conservadas, en parte motivándolas y en parte transformándolas.

De los primeros contactos de la filosofía helénica con la nacionalidad romana, creyente y antiespeculativa, no podía salir otra cosa que una hostilidad recíproca. La religión tenía en Roma pleno derecho de insurreccionarse contra los sistemas que aniquilaban su propia esencia. Por instinto la República se mantuvo unida a su religión, y se portó con la filosofía como la fortaleza con las avanzadas del ejército que viene a sitiarla. En el año 593 expulsó de Roma a los retóricos y a los filósofos. En efecto, la primera aparición de la filosofía no fue más que una declaración de guerra contra la fe y las costumbres. La ocupación de Oropos por parte de los atenienses había dado la ocasión. Queriendo justificarse, enviaron al Senado a tres ilustres profesores de filosofía, como sus abogados. Entre ellos iba Carneades, el maestro de la filosofía sofística, y los otros dos eran Diógenes el Babilonio, o el estoico, y Critolao el peripatético (año 599). La elección era excelente, puesto que el acto cometido por Atenas no admitía excusa para el buen sentido y la equidad común. Carneades, plenamente conforme con su misión, probó por el pro y por el contra que existen tantos y tan graves motivos en favor de lo injusto como de lo justo; e hizo ver, en forma buena y lógica, que podía pedirse a los romanos que volviesen a sus antiguas y estrechas chozas de paja, con tanta razón como había para exigir de los atenienses la restitución de Oropos. La juventud romana, a quien era familiar la lengua griega, acudió en tropel a oír al célebre discutidor, atraída por el escándalo de sus doctrinas y por su enfática y elocuente palabra. Sin embargo, no llegó a quitarle la razón a Catón cuando este comparó, sin ninguna cortesía, las largas exposiciones dialécticas del filósofo con las enojosas salmodias de los llorones de los cortejos fúnebres, y reclamó enérgicamente en el Senado la expulsión de aquellos hombres que sabían convertir lo justo en injusto y viceversa, y cuya defensa era una impudente confesión del crimen y casi una burla indecente. Pero expulsar a los filósofos era una medida ineficaz, desde el momento en que no podía impedirse que la juventud romana fuese a Rodas o Atenas a oír sus lecciones. Se acostumbraron entonces primeramente a tolerar la filosofía como un mal necesario, y, después, a pedir a la doctrina extranjera una especie de asistencia en interés de la religión romana, demasiado sencilla para poder defenderse por sí misma. Es verdad que semejante apoyo era la ruina. ¿Pero qué importa si permitía al hombre de buena educación salvar decorosamente las apariencias, conservando los nombres y las formas de la fe popular? Ahora bien, ni el vehemerismo, ni el sistema de Carneades, ni el de Epicuro podían hacerle semejante servicio. Convertir los mitos en historia era paralizar por completo las creencias, y hacer de los dioses simples mortales. Carneades ponía en duda su existencia; y, en cuanto a Epicuro, les negaba toda influencia en los destinos humanos. No había alianza posible entre estos sistemas y la religión romana: hostiles en su punto de partida, se combatían hasta el fin. En sus escritos, Cicerón dice que es deber de todo ciudadano rechazar el vehemerismo, en lo que se refiere al culto de los dioses; y en los diálogos en que pone en escena a los de la Nueva Academia y a los epicúreos, cuida de que los primeros se excusen de ser discípulos de Carneades, y digan que son buenos creyentes y adoradores del Júpiter capitolino. Los epicúreos se dejan coger y acaban en una conversión. Luego, ninguno de los tres sistemas era una realidad popular. Si bien el vehemerismo sencillo y prosaico sedujo un poco a los romanos por su demasiada claridad, si fue tomando incremento con la epopeya convencional de los primeros tiempos de Roma y en la redacción infantil de las fábulas legendarias que quisieron elevarse a historias, la religión al menos quedó fuera de sus alcances. Alegorizaba, pero no animaba la fábula; y nunca le fue dado escribir las biografías del primero, del segundo y del tercer Júpiter, tal como habían hecho los griegos. La nueva sofística, a su vez, no podía conseguir que allí donde se encontraba a su servicio, como en Atenas, surgiera la rápida vivacidad del genio y de la palabra de entre los inmensos escombros de los incendios del pensamiento, aglomerados unos sobre otros por los sistemas filosóficos que habían surgido y desaparecido sucesivamente. Por último, contra el quietismo de Epicuro se sublevaba todo el mundo en aquella ciudad de Roma, cuya alma era la acción. Sin embargo tuvo sus partidarios, antes y más que el vehemerismo y la sofística. Quizá por esto es por lo que la policía romana le haría una guerra más ruda y larga. Pero el epicureísmo no era en Roma un sistema de filosofía, sino una especie de máscara o de manto con el que se cubrían en los círculos íntimos el amor brutal y todos los placeres sensuales. (Aun en contra del pensamiento de su fundador que era, como todos sabemos, el más moral de todos los hombres). Uno de los primeros adeptos de la secta epicúrea en Roma fue el mismo Tito Albucio, a quien Lucilio nos pinta en sus versos como uno de los prototipos del lamentable helenismo de Roma.

EL PÓRTICO EN ROMA

No sucedió lo mismo con la filosofía del Pórtico, ni con su influencia en Italia. Eligió un camino muy diferente y se mantuvo al lado de la religión local, acomodando a ella su doctrina hasta donde es posible que se entiendan la ciencia y la fe. El estoico aceptaba las creencias populares con sus dioses y sus oráculos, y en todo esto obraba por principios. A sus ojos, la fe es una noción instintiva que toda noción científica debe respetar, y a la que, en caso de duda, debe subordinarse. En realidad el estoico creía las mismas cosas que el pueblo, pero las creía de otro modo. Para él, el dios esencialmente verdadero y supremo era el alma del mundo, pero cada una de las manifestaciones del ser primario era también dios: primeramente los astros, después la tierra, la cepa de la vid, el alma de un mortal ilustre, del héroe a quien honra el pueblo y, por último, todo espíritu que ha salido ya del cuerpo humano. Semejante filosofía convenía más a Roma que a Grecia, su patria. El creyente piadoso censuraba al estoico por su creencia en una divinidad sin sexo, sin edad y sin cuerpo, que cambiaba la personalidad por una pura idea: tal censura era fundada entre los griegos, pero no entre los romanos. La alegoría grosera y la purificación moral enseñadas por la teología natural estoica quitaban a la mitología de los helenos su principal y mejor elemento; pero en Roma se había conservado el genio plástico de los sencillos tiempos primitivos, y solo se habían revestido con un ligero velo, fácil de quitar sin perjudicar en nada la cosa, las vistas innatas y las nociones primeras de donde había salido la divinidad. La Palas Atenea se hubiera enfurecido al verse de repente convertida en la facultad de la memoria; pero la Minerva romana nunca fue más que esto. La teología supranaturalista de los estoicos y la teología alegórica de Roma se encontraban, pues, en sus conclusiones finales. Incluso cuando el filósofo hubiera debido proclamar dudosas o falsas ciertas teorías amadas por el sacerdote, o cuando el estoico desechaba el dogma de las apoteosis y continuaba viendo en Hércules, Castor y Pólux solo los espíritus de grandes hombres, o cuando se negaba a creer en la representación divina de la imagen plástica de los dioses, en ninguno de estos casos respondía a la misión que Zenón había legado a sus discípulos: la de comenzar la lucha contra los errores piadosos, y hacerse iconoclastas. En todas partes daban testimonio de su miramiento y respeto a la religión local, hasta en sus debilidades. En cuanto a la moral, también las tendencias casuísticas del Pórtico y sus métodos racionales en las ciencias especiales agradaban a los romanos, y sobre todo a los de estos tiempos. Éstos no practicaban ya la disciplina ni las buenas costumbres a la manera sencilla y recta de sus antepasados; necesitaban ahora una moral que estuviera de acuerdo con las acciones permitidas o prohibidas. Cuando su gramática y su jurisprudencia exigían la sabia distribución de las partes, se hallaban también fuera de estado de poder entrar en posesión del método. Vino después la filosofía de Zenón, copiada del extranjero, se aclimató inmediatamente en Italia, y, penetrando en la economía moral del pueblo romano, echó sus raíces en todos los terrenos. No hay duda de que sus primeros ensayos se remontan a una época muy antigua. Sin embargo, no ganó por completo las clases sociales altas, sino mediante el «círculo» y las intimidades de Escipión Emiliano. Panecio de Rodas, maestro y profesor de filosofía de todos los familiares del gran hombre, y su constante compañero en todos sus viajes, había sabido inculcar la teoría del estoicismo en aquellos espíritus raros, dejando prudentemente a un lado las partes más especulativas y dulcificando una terminología demasiado ruda. Había dado una especie de cuerpo al catecismo moral de la doctrina, y, sobre todo, no había querido apelar a los antiguos filósofos a los que Escipión amaba, preferentemente a Sócrates según Jenofonte. A partir de este día se unieron al Pórtico los personajes más inteligentes y considerables de Roma. Citaremos solo dos, el fundador de la filología y el fundador de la jurisprudencia científica: Estilón y Quinto Escévola. Del Pórtico es de donde procede esa afición a las definiciones y ejemplos de escuela (esquematismo), que dominará en adelante las ciencias especiales, al menos exteriormente, e irá uniéndose a un método etimológico extravagante y superficial, que degenerará casi en una charada. Por el contrario, la fusión verificada entre la filosofía estoica y la religión de los romanos produjo un inmenso resultado: produjo una filosofía y una religión del Estado. El elemento especulativo, poco vivo en su origen en la doctrina zenoniana, se debilitó aún más cuando el estoicismo hizo en Roma sus primeros ensayos. Pero después de que durante todo un siglo los pedagogos griegos se fatigaran para hacer que sus teorías entrasen en la cabeza de los niños, a riesgo de echar de ella el espíritu y la inteligencia, la especulación filosófica no tenía ni un solo adepto en Roma, donde no especulaban más que los banqueros. Eran muy contados los hombres que perdían su tiempo en discurrir sobre el gran dios que se desarrolla en el alma del hombre, o sobre la ley divina del universo. Por otra parte, los estoicos no fueron insensibles al honor que se les había hecho. Al ver que su sistema era elevado a la altura de una filosofía casi oficial en la ciudad de Roma, ante ciertas exigencias se mostraron más dóciles de lo que podía esperarse del rigor de sus principios. Su teología y su doctrina política se familiarizaron con las instituciones prácticas de los patronos que los alimentaban. Abandonado el estado cosmopolita y filosófico, se pusieron a disertar sobre el sabio ordenamiento de las magistraturas romanas. Los más listos entre ellos, Panecio por ejemplo, se guardaron de tocar el dogma de la revelación divina por medio de los milagros y los signos. Por lo demás habían rechazado decididamente la astrología como cosa que, según ellos, podía concebirse en razón, pero como cosa también incierta. Sin embargo, he aquí que vienen sus sucesores inmediatos y se hacen los campeones de aquella y, por consiguiente, de la ciencia augural romana. Acalorados y absolutos como si se tratase de uno de los principios fundamentales de la ciencia, hacen a esta misma astrología las concesiones más antifilosóficas. La casuística de los deberes es el sostén de su sistema y viene a ayudar a ese vano orgullo de virtud, por el que los romanos del día procuran indemnizarse de las múltiples humillaciones que han tenido que sufrir en su contacto con la Grecia. Así formula el dogmatismo de la probidad proporcional y la persona moral bien educada, que sabe conciliar el rigor general que petrifica el corazón con la más admirable facilidad en el detalle.[6] Todo este armazón casuístico no produjo más que insignificantes resultados: apenas si podían encontrarse en Roma dos o tres grandes casas donde se comía mal por amor al Pórtico.

LA RELIGIÓN DEL ESTADO

La nueva filosofía del Estado tenía por aliada próxima la nueva religión oficial, o, mejor dicho, ésta era un aspecto particular de aquélla. Su ley y dogma fundamentales eran mantener deliberadamente y por pura razón de utilidad las creencias populares reconocidas como absurdas. Ya se oye a uno de los hombres más eminentes de la sociedad de los Escipiones, al griego Polibio, expresar abiertamente la opinión de que los extravagantes y complicados ritos del culto romano se habían inventado solo para el populacho; pues, como la razón no es su fuerte, hay que gobernarlo por medio de signos y milagros. ¡Las gentes sensatas e ilustradas no deben hacer caso de la religión! No hay duda de que los romanos amigos de Polibio participaban en el fondo de su manera de ver, por más que guardaban sus miramientos y su lenguaje era más comedido en materia de ciencia y de religión. Ni Lelio ni Escipión Emiliano pudieron ver en la ciencia augural, a la que Polibio se dirigía principalmente al hablar así, algo más que una institución política; pero tenían demasiado amor nacional y comprendieron muy bien las conveniencias sociales, como para permitirse hacer en público tan peligrosas manifestaciones. Los sucedió otra generación, y entonces llegó Quinto Escévola, el gran pontífice que fue cónsul en el año 659. A él se lo oyó decir en alta voz, en su curso oral sobre la jurisprudencia, que hay dos religiones, una inteligible y filosófica, y otra ininteligible y tradicional. La primera no conviene al Estado porque contiene muchas cosas inútiles o perjudiciales para el pueblo; la otra es la religión del Estado, y que debe seguir siéndolo, ya que la ha hecho la tradición. La teología varroniana no es más que el desarrollo de este mismo pensamiento cuando, al tratar la religión de Roma, la considera como una verdadera institución política. El Estado, dice, es más antiguo que sus dioses, como el pintor es más antiguo que sus cuadros. Si se tratase de rehacerlos, habría mucha razón para instituirlos de un modo más conveniente y que cuadrasen mejor, en cuanto a su principio, con las diversas partes del alma del mundo. Así pues, se les darían nombres más exactos, y se suprimirían las imágenes que despiertan en el espíritu ideas erróneas[7] y todos esos absurdos sacrificios. Ahora bien, como la institución religiosa ya existe, conviene que todo buen ciudadano confiese y practique sus principios, y que el hombre vulgar, sobre todo, lejos de desdeñarlos, aprenda a rendirles homenaje. Pero, como veremos más adelante, por desgracia este hombre vulgar, o el común de las gentes, en cuyo provecho los grandes patronos aceptaban semejantes cadenas, despreciaba en la actualidad su fe antigua y buscaba su salvación en otra parte. Aún estaba en pie la alta iglesia romana, con su corporación de sacerdotes hipócritas y de levitas, y con su incrédula comunidad. Desde el momento en que se dijo en voz alta que la religión de la ciudad romana no era más que una institución política, los partidos convirtieron a su vez la iglesia oficial en campo de batalla de sus ataques y de su defensa. La ciencia augural y, sobre todo, las elecciones en los colegios sacerdotales habían suministrado constantemente amplia materia para las disenciones. La antigua y natural costumbre, según la cual se disolvía la asamblea del pueblo al estallar una tormenta, se había cambiado en manos de sus augures en un sistema complicado de observación de los signos celestes, y de reglas de conducta relacionadas con ellos. En las primeras décadas del siglo VII se había dispuesto por las leyes Elia y Fufia que los comicios quedaban disueltos de pleno derecho desde el momento en que a un alto magistrado se le ocurría buscar en el cielo cualquier fenómeno precursor de la tempestad. La oligarquía romana estaba muy orgullosa de haber inventado este medio hábil y estas mentiras piadosas, para poder anular las leyes votadas por el pueblo cuando llegara el caso. Por otra parte, la oposición se había levantado contra el otro uso también antiguo, el de la cooptación, por medio del cual los cuatro grandes colegios sacerdotales proveían por sí mismos las vacantes ocurridas en su seno, y deseaban que los simples sacerdotes fuesen de elección popular, cosa que antes ya habían conseguido respecto de los presidentes de los colegios (volumen II, libro tercero, pág. 373). Esto era ponerse en flagrante contradicción con el espíritu de estas corporaciones; pero ¿tenían derecho a quejarse siendo ellas las primeras en faltar a su misión al ponerse a remolque del poder, y al suministrarle medios de casación religiosa contra los actos políticos del pueblo? La cooptación fue la manzana de la discordia de los partidos. En el año 609 estalló la primera tempestad: el Senado salió de ella ileso, gracias a Escipión y a sus amigos, que dieron un golpe decisivo e hicieron que fracasase la moción. Pero en el año 650 ésta pasó solo con una restricción en materia de elección de los jefes de los colegios, restricción establecida por respeto a las conciencias timoratas. En vez de ser hecha por todo el pueblo, la elección se hizo en las tribus y solo con una parte de los ciudadanos (volumen II, libro tercero, pág. 373). Después vino Sila y restituyó a su primitivo estado el derecho de cooptación. No obstante todas sus predilecciones por la antigua institución religiosa, y su mantenimiento en total estado de pureza, los conservadores no vacilaban en mofarse de ella abiertamente, sobre todo en los círculos de la alta sociedad. El gran negocio del sacerdocio se reducía a la cocina piadosa. En los banquetes augurales y pontificales el glotón romano veía deslizarse los días más bellos de su vida oficial; y más de una de estas comilonas formó época en la historia de la gastronomía. De hecho, la primera vez que sirvieron pavos reales asados fue en el banquete de entrada del augur Quinto Hortensio. La religión servía de pretexto o de ocasión para excusar el escándalo. Los señoritos de la aristocracia que recorrían las calles por la noche se divertían en insultar y mutilar las estatuas de los dioses. Las intrigas de amor eran muy comunes, y se buscaban las relaciones galantes con las mujeres casadas; pero era aún más sabroso seducir a una vestal: había cierto placer anticipado en esa especie de amorcillos de monjas y de novelas de convento del Decamerón. Es bien conocida la triste aventura de los años 640 y siguientes. Tres vestales pertenecientes a familias ilustres y sus tres amantes, pertenecientes a no menos ilustres casas, fueron denunciados primeramente ante el colegio de los pontífices, pero, como se trató de echar tierra al asunto, se procedió a la votación de un plebiscito expreso que los envió ante un tribunal extraordinario por el crimen de atentado contra las costumbres, a consecuencia del cual fueron todos condenados a muerte. Es natural que estos excesos fuesen censurados por las personas prudentes, pero no por eso la religión dejaba de ser considerada en los círculos íntimos como una cosa muy absurda; y los augures que estaban en funciones no podían contener la risa cuando se miraban unos a otros. Si ellos quedaban impunes, en cambio sus atribuciones sagradas se perjudicaban. Hasta se aprobarían las discretas mojigangas de otras cofradías piadosas muy semejantes, si se las comparase con la gran desvergüenza de los sacerdotes y levitas romanos. La religión oficial era tratada sin miramientos como una vana apariencia, o como una decoración que solo servía para uso de los manipuladores de la escena política; su aparato complicado, sus ángulos y recodos, sus trampas infinitas, todo esto era solo bueno para los partidos, y todos lo utilizaron. La oligarquía, sobre todo, había puesto su paladium en la religión del Estado y en la institución augural. La facción contraria no se hizo en un principio enemiga de un establecimiento que no tenía más que una vida artificial: para todos era una especie de ciudadela que pasaba de las manos del enemigo a las del vencedor.

LAS RELIGIONES ORIENTALES EN ITALIA

Frente a este fantasma de religión, cuyo bosquejo acabamos de trazar, se encontraban en Roma los numerosos cultos extranjeros, bastante diferentes del culto indígena. A la sazón estaban muy en boga y eran muy seguidos, y no se les podía negar una fuerza viva en este siglo. Penetraban en todas partes, tanto entre los ciudadanos y las damas nobles, como entre los esclavos; en el general y en el simple soldado; en Italia y en las provincias: todos se daban en esto la mano. Es increíble el grado de superstición al que se había llegado. Durante la guerra de los cimbrios, Marta, la profetisa siria, llegó un día a ofrecer al Senado el medio seguro de vencer a los germanos. El Senado la rechazó con desdén, pero inmediatamente las damas romanas y la misma mujer de Mario la mandaron al cuartel general, donde el cónsul la acogió y la llevó consigo hasta el día de la derrota de los teutones. Durante la guerra civil, todos los jefes de los diversos partidos, entre ellos Mario, Octavio y Sila, tuvieron igual fe en los prodigios y en los oráculos. Por último, en medio de la confusión del año 667, el mismo Senado dio decretos bajo la inspiración de otra loca adivina. Por lo demás, cabe destacar como nuevo testimonio del embotamiento mortal que se había apoderado del culto grecorromano, el hecho de que, en el momento mismo en que las masas necesitaban más estimulantes piadosos, la superstición, no muy diferente de la de los tiempos de las bacanales, se aleja más de la religión del país. Hasta superaron los famosos misterios estruscos. En adelante, aparecen en primera línea las devociones que se habían formado y madurado en las abrasadoras regiones del Oriente. La causa de ello estaba sin contradicción en la invasión del elemento siriaco y de Asia Menor, importado con las masas de esclavos y con el tráfico inmensamente multiplicado entre Italia y las regiones del este. Las insurrecciones sicilianas, alimentadas en gran parte por los esclavos sirios, revelan el poder de las religiones procedentes del extranjero. Eunus apaga el fuego; Atenion lee en las estrellas; la mayor parte de las balas de plomo lanzadas por la honda de los esclavos insurrectos llevan grabados nombres de dioses. Al lado de los nombres de Zeus y de Artemis se lee particularmente el de la Diosa Madre, cuyos misterios secretos, transportados de Creta a Sicilia, hacían entonces furor. Muy análoga fue la influencia del comercio al importar directamente en los puertos italianos las mercancías de Berito (Beirut) y de Alejandría. Ostia y Puzoli fueron los dos grandes mercados de los bálsamos y perfumerías de Siria, y de las telas de Egipto, así como de las creencias orientales. La mezcla de los pueblos favorece en todas partes la de las religiones. Sin embargo, de todos los cultos autorizados el más popular fue el de la Dea-mater de Pesinunte, que alcanzó gran prestigio entre las masas con sus sacerdotes eunucos, sus banquetes, sus conciertos, sus procesiones mendicantes, y todo su aparato externo. Las colectas a domicilio formaban ya uno de los principales capítulos del presupuesto doméstico. En el momento crítico de la guerra de los cimbrios, Battraces, el gran sacerdote de Pesinunte, vino a Roma a hacer valer los derechos e intereses del templo de su diosa, pues decía que había sido profanado por una persona. Habló en presencia del pueblo e hizo diversos milagros en nombre de la divinidad que lo enviaba. Las gentes sensatas se conmovieron, pero las mujeres y el pueblo quedaron completamente alucinados por la palabra del sacerdote profeta, y cuando partió lo acompañaron en masa. Se hacían frecuentes votos o promesas de ir a Oriente, y Mario fue el primero que emprendió una peregrinación a Pesinunte. Por último, algunos ciudadanos romanos llegaron a hacerse sacerdotes eunucos de Cibeles, lo cual sucedió por primera vez hacia el año 653. En cuanto a los cultos secretos y prohibidos, gozaban naturalmente de una popularidad mayor, si cabe. Ya en tiempo de Catón, el caldeo que sacaba los horóscopos había comenzado a hacer competencia al arúspice etrusco y al áuspice marso.[8] Por tanto, la astrología que observa el curso de los astros y explica los signos celestes no tardó en ponerse en Roma tan en boga como en el país alucinado de Babilonia. En el año 615, el pretor de los extranjeros ordenó a todos los caldeos salir de la ciudad y de Italia en el término de diez días. Igual intimación se hizo a los judíos, que habían admitido en su sabbat prosélitos italianos, mientras que Escipión había tenido que purgar el campamento delante de Numancia de los adivinos y caballeros de industria que por él pululaban. Algunos años después, en el 657, fue necesario proscribir los sacrificios humanos. Entre ellos estaban los feroces ritos de la diosa Ma de Capadocia, o de Belona,[9] para llamarla como los romanos, en cuyas procesiones públicas se veía a la sacerdotisa azotarse hasta hacer brotar de su cuerpo la sangre, y aparecían también los sombríos cultos de Egipto. Ya Sila vio en sueños a la deidad capadocia, quien debió aconsejarle que viniese de Asia sobre Italia; y más tarde, en la época del dictador, llegaron las cofradías de Isis y de Osiris para elevar su origen. En realidad ocurría que, como no se sabía en dónde se estaba respecto de la fe antigua, se había perdido el camino recto respecto de sí mismo. Las terribles crisis de cincuenta años de revoluciones y la convicción instintiva de que aún no se había acabado la guerra civil, todo era materia y causa de estupor y angustia; todos tenían sombríos presentimientos y el corazón oprimido. El pensamiento errante a la ventura escalaba las alturas del poder y se precipitaba en los abismos por más que apenas entreviese una salida, una luz débil, en las amenazadoras tinieblas de los destinos, y por poca esperanza que tuviese de poder librarse de aquel combate desesperado, o simplemente de poder cambiar de lugar y de dolores. La semilla de un monstruoso misticismo había hallado su terreno favorable en este caos político, económico, moral y religioso del mundo romano, y había germinado y crecido con pasmosa rapidez. Semejante a un árbol colosal que hubiese brotado de la tierra durante la noche, nadie sabía de dónde había venido, ni cuáles serían sus frutos: su rápido crecimiento era fecundo en nuevos prodigios, y su veneno devoraba todos los espíritus débiles.

INSTRUCCIÓN PÚBLICA

En la instrucción pública sucedió lo mismo que en los asuntos de religión, y acabó de completarse la revolución comenzada durante la época precedente. Ya hemos visto que durante el siglo VI se había modificado desde este punto de vista la igualdad civil, ese pensamiento fundamental del sistema republicano de Roma. Desde el tiempo de Catón y Fabio Pictor se había extendido en la ciudad la educación griega. A su lado se había formado también un régimen completamente romano; pero, por ambas partes, no se habían hecho más que los primeros ensayos. La Enciclopedia catoniana nos enseña lo que debe entenderse por la educación modelo grecorromana de esta época (volumen II, libro tercero, pág. 487). En ella no se encuentra más que la antigua ley del poder de familia distribuida en fórmulas, y comparada con el nuevo sistema importado de Grecia es sumamente árida. Polibio nos muestra cuán atrasada estaba la instrucción de la juventud a principios del siglo VII. Revela y censura acerbadamente la indiferencia culpable de los romanos en esta materia, y muestra, por el contrario, la solicitud inteligente de sus conciudadanos griegos en materia de instrucción pública y privada. Sobre esto haré notar que, en el fondo de su negligencia, entre los romanos había un culto al gran principio de la igualdad, que ni los griegos ni el mismo Polibio comprendieron jamás. En el momento en que nos encontramos ha comenzado a cambiar todo. Así como el inteligente supranaturalismo de los estoicos ocupó el lugar de la sencilla fe popular, así también en la educación, al lado del antiguo sistema simple y breve que usaba el pueblo, se impuso un sistema nuevo, una exclusiva humanidad (humanitas), que destruyó poco a poco los últimos restos de la antigua igualdad social. No será superfluo entrar aquí en algunos detalles respecto de la instrucción que se daba en la actualidad a la juventud, según el sistema griego y la alta escuela latina.

INSTRUCCIÓN Y MÉTODO GRIEGOS

Por una singular coincidencia, Lucio Paulo Emilio, el personaje que había consumado la destrucción política de Grecia, fue también uno de los primeros en rendir un completo homenaje a la civilización helénica, y en reconocer en ella lo que nadie hasta ahora ha contradicho: la civilización del mundo antiguo. Ya había llegado a la vejez cuando le fue dado penetrar en el sentido íntimo de los cantos homéricos al contemplar el Júpiter de Fidias; pero tenía el espíritu bastante joven aún como para abrirlo a la luz brillante de la belleza griega, y para ceder a la irresistible codicia de las manzanas de oro del jardín de las Hespérides. En este extranjero ilustre, los poetas y los artistas hallaron un adepto más serio y más profundamente conmovido que todos los sabios de la Hélade contemporánea. No hacía, como éstos, epigramas sobre Homero y Fidias, pero quiso que sus hijos entrasen en el reino intelectual, sin despreciar la educación nacional hasta donde esta alcanzaba. Al igual que los griegos, cuidaba también del desarrollo físico del cuerpo no solo por el ejercicio gimnástico, completamente insuficiente en la forma en que se hacía en Roma, sino por la instructiva práctica de la caza, que entre ellos había llegado casi a constituir un arte. En suma, concibió la educación a la manera griega, pero no solo como el aprendizaje y el uso de una lengua, sino como un conjunto de estudios profundos, hechos en la forma referida, que se relacionan con el sistema helénico, se desarrollan en él, y abrazan desde entonces el conocimiento de la literatura, las nociones mitológicas e históricas necesarias para su inteligencia, la retórica y la filosofía. Después de la conquista de Macedonia, la única parte de botín que Paulo Emilio se reservó fue la biblioteca del rey Perseo, con intención de legarla a sus hijos. Adonde quiera que iba lo acompañaban pintores y escultores griegos encargados de completar la educación de estos jóvenes, y de familiarizarlos con las musas. Habían pasado los tiempos —ya lo había comprendido Catón— en que se desdeñaba en este terreno el helenismo: los más ilustrados comprendían que era menos peligroso recibirlo completo que mutilado o deforme. Lo mismo en Roma que en el resto de Italia, las clases altas daban el tono a la moda nueva. Ya hacía mucho tiempo que los pedagogos griegos habían aprendido el camino de la ciudad. En la actualidad, afluían a ella profesores de gramática, de literatura y de educación en general, y vendían su ciencia a un precio alto en el nuevo mercado que aquí se había abierto. En los palacios de los ricos no se veían más que mayordomos y profesores de filosofía griegos, tratados como criados cuando no como esclavos.[10] En esta cuestión las clases altas se hacían una gran competencia: por un esclavo literato de primera clase se pagaban hasta doscientos mil sestercios. Desde el año 593, un gran número de retóricos enseñaban la declamación griega, y tenían abierta una escuela en la ciudad. Entre ellos encontramos más de un nombre conocido: el de Panecio, por ejemplo, de quien ya hemos hablado; el de Crates, ilustre gramático de allos en Cilicia, contemporáneo y rival de Aristarco, a quien igualaba en nacimiento. En el año 585 tenía un público asiduo al que le explicaba la letra y el espíritu de los poemas de Homero. Esta nueva instrucción dada a la juventud, instrucción a la vez revolucionaria y antinacional, se estrelló en un principio contra la resistencia del gobierno; pero la orden de expulsión lanzada en el año 593 contra los retóricos y los filósofos fue ineficaz y desobedecida, como tantas otras medidas de rigor de este mismo género, a raíz de que los magistrados supremos variaban todos los años. Muerto el viejo Catón, algunos romanos se quejaban frecuentemente, pero se quejaban sin obrar. Las escuelas y las ciencias cultas de los griegos tuvieron en adelante su domicilio en Roma; allí se les dispensó buena acogida y llegaron a constituir la parte más importante de la cultura en Italia.

ESCUELA LATINA. LECTURAS CLÁSICAS

Al lado de aquélla, no dejaba de progresar la instrucción latina. Ya hemos dicho cómo se había extendido la instrucción elemental durante la época precedente y cómo había ocupado la Odisea latina el lugar de las Doce Tablas. Hemos señalado también que el joven romano, teniendo la traducción, aprendía en ella la sintaxis de su lengua nacional como el niño griego en el texto original; y que los gramáticos y literatos helenistas, Andrónico, Ennio y muchos otros, cuando enseñaban, no a los niños, sino a los adolescentes y a los jóvenes, no habían desdeñado enseñarles su idioma patrio al lado de la lengua de la Grecia. Sin embargo, esto no era más que el principio de la superior educación latina, pero no esta misma. No existían más que rudimentos de literatura y de gramática; y a los manuales de la escuela sucedieron las letras latinas. Vienen después los clásicos del siglo VII, que son su expresión hasta cierto punto exclusiva, y vemos entrar la lengua y las obras literarias en el círculo de una cultura elevada. No tardó en sobrevenir la emancipación, y los gramáticos griegos retrocedieron a segunda fila. Excitados por las lecturas homéricas de Crates, los literatos romanos pusieron manos a la obra y citaron sus composiciones. Nevio leyó sus Guerras púnicas; Ennio sus Crónicas, y Lucio recitó después sus poesías. En un principio su auditorio fue escaso, pero escogido; después reunieron un auditorio numeroso en los días que determinaron para ello; por último, a imitación de los gramáticos lectores de Homero, se hicieron comentadores y críticos de sus propias obras. Esto no quiere decir que las lecciones literarias dadas gratis por estos «literatos» constituyeran, en realidad, una enseñanza en forma, pero no por ello dejaban de abrir a la juventud estudiosa la inteligencia de la literatura clásica de Roma y del arte de la recitación.

EJERCICIOS ORATORIOS

Una cosa análoga sucedió respecto de la educación oratoria. En realidad este género de ejercicios nunca había estado completamente olvidado. Sabemos que en los tiempos antiguos los jóvenes de buenas familias pronunciaban en público elogios y arengas judiciales. Sin embargo, antes de esta época y antes de los nuevos estudios especiales, aún no había nacido el arte oratorio. El primer abogado romano de reputación que manejó como artista de la palabra la lengua latina fue Marco Lépido Porcina, cónsul en el 617, cuyo estilo y talento oratorios tanto ensalza Cicerón (Brut., 25, 86, 97). Los dos famosos abogados del tiempo de Mario, el viril y poderoso Marco Antonio (de 611 a 667) y Lucio Craso, orador sagaz y de estilo sostenido, fueron también verdaderos artistas de la palabra. Los estudios oratorios tomaron naturalmente un desarrollo y una importancia considerables, pero, igual que los estudios literarios, para el alumno no consistían más que en unirse a la persona del maestro y formarse con el ejemplo de sus lecciones. El primero que creó la verdadera enseñanza en materia de literatura y de elocuencia latina (hacia el año 650) fue Lucio Emilio Preconio, de Lanuvium, apellidado Estilón (el hombre del estilo). Este caballero romano de opiniones sumamente conservadoras, que se rodeaba de un círculo de oyentes elegidos, tales como Varrón y Cicerón, y les leía Plauto y los demás poetas, retocaba con los autores los planes de sus arengas, o las presentaba perfectamente preparadas a sus amigos. Ésta era ya una escuela abierta, y, sin embargo, Estilón no es todavía un maestro de profesión: enseña la literatura y el arte de la palabra de la forma en que se enseñaba toda ciencia en Roma. Es un amigo viejo que da sus consejos a quienes inculca su celo, pero sus lecciones no se venden al primero que quiera pagarlas.

CURSOS DE LITERATURA Y DE ELOCUENCIA

En vida de Estilón comenzó la enseñanza superior de las escuelas públicas. Hubo establecimientos especiales con profesores retribuidos, esclavos casi siempre, que dejaron fuera de su programa la latinidad puramente elemental y las letras griegas. Es verdad que tomó sus tendencias y su método de la gramática y de los cursos literarios griegos, pero quizá no podía hacerse otra cosa. También aquí eran los alumnos jóvenes, y no niños. La escuela latina, que seguía siempre las huellas de la escuela griega, no tardó en dividirse en dos partes: hubo un curso para la exposición científica de la literatura; después otro de introducción doctrinal al arte de las arengas políticas, judiciales, etcétera. El primero que puso una escuela de literatura romana, en tiempo de Estilón, se llamaba Marco Sevio Nicanor Póstumo, y el primero que abrió una escuela distinta de retórica fue Lucio Plocio Galo (hacia el año 660).[11] Sin embargo, en los establecimientos de la primera clase solía darse también un curso de elocuencia. Ambas enseñanzas, dadas en un principio por maestros y eruditos colocados a bastante altura, se habían emancipado hasta cierto punto de los griegos. Esto no quiere decir que los buenos oradores y los profesores de elocuencia hubieran dejado de sufrir la influencia helénica, pero no obedecían directamente a las leyes de la gramática y de la retórica de la escuela griega; hasta la trataban como a un enemigo declarado. La altivez y el buen sentido romano se insurreccionaban contra la tesis sostenida por los profesores griegos. No, no era solo en la escuela, y según las reglas dadas por ella, como los hombres aprendían el arte de hablar en su idioma nacional, y de decir discretamente y de un modo conmovedor lo que se sabe y se siente. A los ojos del buen abogado, todas aquellas lecciones del retórico griego, extraño a la vida práctica, eran para el principiante mucho peores que la carencia completa de su estudio. El hombre culto y de experiencia no encontraba en ellas más que vaciedades y engaño; y, en cuanto a los austeros conservadores, habían comprendido bien la afinidad de elección que existía entre la elocuencia de oficio y el oficio funesto de los demagogos. De esta forma, el círculo de los Escipiones había jurado un odio irreconciliable a los retóricos. Se toleraban las declamaciones griegas de los maestros retribuidos, a título de ejercicios en idioma helénico, pero se descartaba la retórica griega en la enseñanza de la elocuencia y oratoria de los romanos. Sin embargo, al entrar en una de las nuevas escuelas latinas se veía de qué modo tan singular aprendían los jóvenes a pensar como hombres y a hablar como hombres de Estado. Uno acusa de asesinato y otro defiende a Eulises, a quien se ha encontrado al lado del cadáver de Ayox empuñando la espada ensangrentada de su compañero; en otra parte se disculpa y se interpela a Orestes, asesino de su madre, y hasta hay jóvenes alumnos que aconsejan a Aníbal: «¿Es mejor que obedezca la orden de Roma y responda a la acusación que ha recibido? ¿Debe permanecer en Cartago, o huir de la persecución de los romanos?». En mi sentir, Catón no era injusto cuando impugnaba toda esta palabrería funesta y majadera. En el año 664, los censores notificaron a los padres y a los maestros que no debían tener a los jóvenes dedicados todo el día a ejercicios desconocidos por sus antepasados. El hombre que hablaba de este modo era Lucio Licinio Craso, el primer abogado de su siglo; pero, como suele decirse, era cansarse en vano. Las declamaciones sobre los temas obligados de la escolástica griega continuarán siendo en adelante, dígase en contra lo que se quiera, el elemento fundamental de la enseñanza superior de la juventud romana, y contribuirán a hacer de estos niños histriones abogadillos o políticos, y ahogarán en Roma la elocuencia varonil y verdadera. A los resultados adquiridos recientemente por el programa de la educación romana se les quiso dar un título, una expresión nueva, y así se los llamó «humanidad» (humanitas), mezcla rara de cultura de inspiración griega, aclimatada más o menos superficialmente, y de una escolástica latina, que se enseñaba privilegiadamente, mal o bien modelada, pero siempre imitadora. La «humanidad nueva», según el nombre indica, se desembarazó por completo del elemento puramente romano: levantó muy alto su pendón, y quiso revestir a la vez (a la manera de la instrucción pública de nuestros días) los caracteres de cosmopolitismo, desde el punto de vista de la nacionalidad, y de exclusivismo, desde el punto de vista social. También aquí se encuentra la revolución que separaba las clases y pasaba el nivel político sobre los pueblos.