VII
INSURRECCIÓN DE LOS SÚBDITOS ITALIOTAS REVOLUCIÓN SULPICIANA
ROMA Y LOS ITÁLICOS LOS SÚBDITOS RECHAZADOS A SEGUNDO PUESTO
Con la derrota de Pirro había terminado la última guerra de la independencia italiana. Por consiguiente, hacía dos siglos que Roma dominaba en toda la península sin que su predominio jamás se hubiese visto amenazado por su base, aun en medio de las más peligrosas coyunturas. En vano la línea heroica de los Barcas y los sucesores de Alejandro Magno y de los Aqueménidas habían intentado sublevar a los italianos, impulsándolos una vez más a la lucha contra una ciudad más fuerte que todos ellos. Los italiotas habían aparecido sumisos al lado de las legiones en los campos de batalla del Guadalquivir y del Medjerdah, de los pasos de Tempe y del Sipila; y con el sacrificio de la sangre de sus jóvenes milicias habían ayudado a sus señores a sujetar los tres continentes. Durante este tiempo, quizás había cambiado su situación, pero había perdido más que ganado. Desde el punto de vista de lo material, no tenían mucho de qué quejarse. Si el pequeño y mediano propietario sufrían en toda Italia la mala legislación de los cereales, en Roma, por el contrario, prosperaban los poseedores de los grandes dominios y, aún más que ellos, las clases de los comerciantes y usureros. Después de todo, en la explotación de las provincias los italianos disfrutaban de las mismas ventajas y privilegios que los ciudadanos de Roma; así como de los que traía consigo la preponderancia de la República. El estado económico y social de Italia no participaba esencialmente de las diferencias de su estado político. Podían citarse países exclusivamente confederados, como por ejemplo Etruria y Umbría, donde había desaparecido por completo el campesino libre; otros, como los valles de los Abruzos, donde se había mantenido casi intacto y en buen estado. De la misma forma podrían hallarse diversidades análogas en regiones habitadas por los ciudadanos romanos. En el orden político, por el contrario, los italianos eran rechazados cada día con mayor dureza y habían perdido mucho terreno, aunque en la forma y en los puntos principales se hubiese violado abiertamente el derecho respecto de ellos. La República había respetado en conjunto las franquicias comunales, «la soberanía de las ciudades itálicas», tal como eran llamadas en los tratados. Cuando los reformistas quisieron meter mano a los dominios públicos concedidos expresamente a ciertas ciudades más favorecidas con motivo de la agitación agraria, todo el partido conservador, y hasta el del justo medio, se habían levantado inmediatamente en Roma contra ellos. La oposición misma no tardó en renunciar a sus primeros proyectos. Sucedía de modo muy diferente en lo referente a la hegemonía a la que aspiraba, y debía aspirar, Roma, sobre la dirección suprema de los asuntos de la guerra y del alto poder respecto del gobierno supremo. En esto la República se había mostrado como si los aliados hubiesen sido simplemente declarados súbditos destituidos de todo derecho. En el transcurso del siglo VII se habían dulcificado mucho los terribles rigores del derecho romano de guerra, pero estas modificaciones eran solo aplicables al soldado ciudadano de Roma. El hecho es cierto, al menos en lo que toca a la abolición de las ejecuciones inmediatas de las sentencias dadas por la justicia militar (pág. 119). Por lo demás, se comprenden los deplorables efectos del privilegio, cuando en el transcurso de la lucha contra Yugurta veían decapitar en el acto a los oficiales latinos condenados por el consejo de guerra, y remitir al mismo tiempo ante los tribunales de Roma aun al último de los soldados, con tal que fuese ciudadano romano.
¿Cuál era la proporción de los ciudadanos llamados al servicio militar, y la de los aliados itálicos llamados al contingente? No estaba determinada por la letra de los tratados. En tiempos antiguos era igual por ambas partes, como ya hemos dicho en otro lugar. En la actualidad, por más que la población ciudadana hubiese aumentado más que disminuido con relación a la otra, se habían aumentado desmedidamente las exigencias contra los aliados (volumen II, libro tercero, pág. 346): por un lado, cargando sobre ellos los servicios más pesados y costosos; por otro, sacando en las levas dos confederados por cada ciudadano. La misma extensión se había dado en lo civil a la alta tutela de Roma. La República se la había reservado siempre sobre la ciudades itálicas que estaban bajo su dependencia, incluso la disciplina administrativa superior, que es su adherente casi necesario. En suma, los italianos vivían casi igual que los provincianos, a merced de los numerosos funcionarios que Roma les enviaba. En Teanum Sidicinum, ciudad aliada de las más notables, un cónsul mandó atar a una columna y azotar en medio del Forum al magistrado principal de la ciudad, porque, habiendo tenido su esposa el capricho de ir al baño de los hombres, los agentes municipales no habían expulsado a los bañistas todo lo pronto que aquella hubiera deseado, ni había encontrado el establecimiento bien aseado. Excesos semejantes se habían cometido en Ferentino, ciudad colocada también bajo el régimen más favorecido, y en la antigua e importante colonia latina de Cales. En otra ocasión ocurrió algo semejante en Venosa, que era otra colonia latina. Un campesino rudo y libre se había encontrado al paso a no sé qué joven diplomático romano, y como se permitiera una broma inocente alusiva a la litera en que iba recostado el ex funcionario, este hizo que lo derribasen en tierra y lo azotasen con los cordeles del vehículo hasta dejarlo muerto.[1] Estos hechos han sido referidos con motivo de la insurrección de Fregela y debieron ser contemporáneos (año 629); ¿pero acaso es posible dudar que fuesen frecuentes semejantes iniquidades? ¿Quién puede afirmar que había recurso contra los más escandalosos abusos, considerando que el derecho de provocatio, religiosamente reconocido y observado, ponía a salvo la libertad y la vida del ciudadano romano? En la situación que los había colocado el gobierno de la República, si no alcanzaban a desaparecer por completo, no podían dejar de atenuarse las rivalidades entre los italianos de derecho latino y las demás ciudades, que habían sido fomentadas con tanto cuidado por los antiguos. Las fortalezas romanas y sus territorios vivían en la actualidad bajo el mismo yugo: el latino podía hacer notar al picentino que ambos estaban igualmente «bajo el golpe del hacha». Así, un odio común los unía a todos contra el señor común.
De esta forma, mientras que de un simple lazo de soberanía los aliados habían caído en la más completa y opresora sujeción, les faltaban todas las perspectivas de mejoramiento en la condición legal. Cuando acabó de someter a Italia, Roma había cerrado completamente la ciudad: ya no concede sus derechos a ciudades enteras como en otros tiempos; y, en cuanto a los individuos, no se los confiere sino muy rara vez. Las ciudades latinas habían tenido el derecho de libre ingreso, mediante el cual los habitantes que emigraban a Roma vivían en ella por lo menos como ciudadanos pasivos. Este privilegio había sufrido más de un ataque (volumen II, libro tercero, pág. 346), y va a darse un paso más. Las agitaciones causadas por los proyectos reformistas, que tendían a la extensión del derecho de ciudadanía a toda Italia, suministraban un cómodo pretexto, y en los años 628 y 632 se suprimió el derecho de inmigración. Conforme a los términos expresos de un plebiscito y de un senadoconsulto, debían ser expulsados todos los no ciudadanos residentes en Roma (pág. 114). Ésta era una medida antiliberal y odiosa si las hubo, y funesta por los muchos intereses que atacaba. En resumen, en otros tiempos los itálicos eran para los romanos hermanos menores bajo su tutela, protegidos más que dominados, y no condenados a una perpetua minoría, o bien súbditos gobernados con dulzura, y a quienes quedaba cierta esperanza de una futura emancipación. En la actualidad pesa sobre sus cabezas la misma sujeción y desesperación. A todos amenazan las varas y el hacha de los señores, y apenas algunos, más favorecidos en la común esclavitud, pueden aventurarse a seguir las huellas de sus dominadores en la explotación de los desgraciados provincianos.
SE
VERIFICA LA ESCISIÓN. GUERRA DE FREGELA
DIFICULTADES PARA UNA INSURRECCIÓN GENERAL
En semejante situación, la naturaleza de las cosas exige que la presión de los pueblos, nacida del sentimiento de la unidad nacional y del recuerdo de las grandes dificultades vencidas en común, no afloje sino a la larga y sin ruido, hasta el día en que se abre el abismo. Solo entonces aparece a la vista de todos la presión que despierta el odio: allí están por un lado los señores con el derecho de la fuerza, y por otro los súbditos, cuya obediencia es determinada por el temor. Antes de la insurrección y el saqueo de Fregela, ocurrido en el año 629, no se había manifestado oficialmente el nuevo carácter de la dominación romana, ni la levadura que había en el seno de los italianos tenía nada de revolucionaria. Del silencioso deseo de obtener la igualdad cívica habían pasado a formular su demanda en voz alta; sin embargo, se habían visto más enérgicamente rechazados, en cuanto se habían mostrado más apremiantes. Al comprender que no había que contar con la concesión voluntaria del derecho reivindicado, debieron pensar más de una vez en levantarse en armas, pero tal era el poder de Roma por entonces, que era casi imposible traducir en actos el pensamiento de insurrección. No nos es dado conocer en números exactos la relación que había en Italia entre los ciudadanos y los no ciudadanos. No obstante, podemos admitir que la cifra de los primeros no sería muy inferior a la de los segundos. Estimaremos a los no ciudadanos por lo menos en quinientos mil, y quizá se aproximarían más a seiscientos mil, contra cuatrocientos mil ciudadanos en estado de tomar las armas.[2] Mientras los romanos permanecían unidos y en el exterior no se presentaba ningún enemigo digno de mención, la población confederada de los itálicos no podía llegar a una inteligencia ni a una acción comunes, diseminada como estaba en una multitud de ciudades y aldeas, y unida además a la capital por mil lazos públicos y privados. Con alguna prudencia Roma hubiera podido comprimir fácil y seguramente a los pueblos sujetos, por más descontentos que se mostrasen, ya con la ayuda de la masa compacta de sus ciudadanos, ya con los enormes recursos que podía sacar de las provincias. Por otra parte, tenía sujetas unas por otras a las ciudades que se decían aliadas.
LOS ITALIANOS Y LOS PARTIDOS EN ROMA
LOS ITALIANOS Y LA OLIGARQUÍA. LEY LICINIA MUCIA
LOS ITALIANOS Y DRUSO
Los italianos permanecieron tranquilos hasta el día en que la revolución quebrantó a la misma Roma. Pero apenas estalló se los vio entrar en el flujo y reflujo de los partidos, pidiendo a uno o a otros la igualdad cívica que tanto deseaban. Primeramente hicieron causa común con los demócratas, y después con el partido senatorial. Rechazados sucesivamente por ambos, les fue necesario reconocer que, si bien los hombres honrados de ambas facciones se inclinaban ante su buen derecho y la justicia de sus reclamos, estos mismos hombres, ya fuesen aristócratas o populares, no habían sido bastante fuertes como para que la mayoría les prestase oídos. Han visto a los hombres de Estado más enérgicos, mejor dotados y más célebres, abandonados repentinamente por todos sus prosélitos y arrojados del poder, en el momento en que habían abogado por la causa italiana. Durante los treinta años de vicisitudes por los que había pasado la revolución y la restauración, habían aparecido y desaparecido muchas administraciones y cambiado muchas veces el programa, sin que el egoísmo cesase de regir el timón del Estado. ¿Acaso los más recientes acontecimientos no habían demostrado la vanidad de las ilusiones de Italia, al creer que Roma satisfaría sus aspiraciones? Cuando los deseos de los italianos habían caminado a la par con los de la facción revolucionaria, y cuando con ésta se habían estrellado contra el atraso de las masas, todavía pudo creerse que la oligarquía, que era hostil a los promovedores, no lo era a las mociones, y que aún podían tener la fortuna de que los atendiese el Senado. Éste, más hábil e ilustrado, había acogido bien ciertas medidas perfectamente compatibles con su sistema y saludables para el Estado. Pero, en los años que acaban de transcurrir, el Senado había reinado sin obstáculo de ningún género, y se habían descubierto las tristes tendencias de la oligarquía. En vez de la templanza esperada, una ley consular promulgada en el año 659 había prohibido expresamente a todo no ciudadano pasar por ciudadano, con la amenaza a los contraventores de obtener penas muy severas (lex licinia mucia de civibus redigundis). Por consiguiente, se arrojó de las filas de los romanos a las de los itálicos a muchos hombres notables y que tenían un gran interés en la igualdad civil. En lo tocante a la ley misma, tan inatacable en su rigor jurídico como insensata políticamente hablando, puede ser puesta en la misma línea que el acto famoso del parlamento inglés que dio motivo a que se separase la América del Norte de la madre patria. Uno y otro fueron causa inmediata de la guerra civil. Lo más triste es que sus autores no procedían del partido de los optimates petrificados y rebeldes al progreso. Se trataba de Quinto Escévola, tan prudente y respetado entre todos, excelente jurisconsulto por vocación pero mediano hombre de Estado, al igual que Jorge Grenville, quien con su adhesión honrosa a la letra de la ley había contribuido más que nadie a encender la guerra civil entre el Senado y los caballeros. Y también estaba el orador Lucio Craso, amigo y asociado de Druso, uno de los hombres más moderados y previsores entre los oligarcas. En medio de la excitación violenta suscitada por la Ley Licinia Mucia y de los innumerables procesos que a ella se siguieron en toda Italia, los confederados creyeron ver aparecer en Druso su estrella. Cosa que antes hubiera parecido casi imposible, en la actualidad un conservador puro se convertía en heredero del pensamiento reformista de los Gracos y en el campeón de la igualdad cívica italiana. Un hombre de la alta aristocracia manifestaba su firme resolución de emancipar a los italianos desde el estrecho de Sicilia hasta los Alpes, y empleaba todo su celo y se entregaba por completo y sin reserva a la más generosa de las reformas. ¿Es verdad acaso, como se ha dicho, que estaba a la cabeza de una asociación secreta cuya red cubría Italia, y cuyos miembros habían prometido bajo juramento permanecer fieles a él y a la causa común? Cosa es que no puede afirmarse.[3] Aunque no estuviese afiliado a una asociación peligrosa, cuestión inexcusable para un magistrado de la República, es cierto, sin embargo, que había ido más allá de las simples promesas hechas en términos generales, y que sin que él lo hubiera deseado, y quizá contra su voluntad, se habían tramado bajo la égida de su nombre inteligencias sumamente graves. Toda Italia aplaudió cuando presentó sus primeras mociones con el consentimiento de la gran mayoría de los senadores; al poco tiempo aplaudieron aún con mayor entusiasmo las ciudades cuando supieron que el tribuno, luego de haber caído de repente y gravemente enfermo, se encontraba ya restablecido y en estado de continuar sus trabajos. Pero a medida que se iban trasluciendo sus proyectos futuros iba cambiando la escena. Druso no se atrevió a proponer su ley principal: le fue necesario aplazarla, vacilar y finalmente retroceder. Después se vio sucesivamente que la mayoría del Senado andaba muy vacilante y amenazaba abandonar a su jefe en medio del camino. Por todas las ciudades se extendió la noticia de que las leyes votadas acababan de casarse, que los capitalistas dominaban ahora más absolutamente que nunca y, por último, que Druso acababa de ser asesinado.
PREPARATIVOS DE INSURRECCIÓN GENERAL
ESTALLA LA INSURRECCIÓN EN AUSCULUM. LOS MARSOS Y LOS SABELIOS.
ITALIA CENTRAL Y MERIDIONAL
ITALIANOS QUE PERMANECIERON FIELES
Con Druso habían bajado a la tumba los últimos sueños de la posibilidad de concesiones. Ante el hecho de que el enérgico jefe del partido conservador no había podido convencer a los suyos para que las otorgasen, y esto en las circunstancias más favorables, fuerza era renunciar a todo ensayo de pacto por la vía amistosa. A los itálicos no les quedaba más que elegir entre la resignación paciente o la insurrección, que cincuenta y cinco años antes había quedado ahogada bajo las ruinas de Fregela, en el momento en que levantaba la cabeza. Sin embargo, estallando ahora a la vez en todas partes, quizá sí era posible. En caso de triunfo, se heredaría a Roma después de haberla abatido o, cuando menos, se le arrancaría la igualdad tan deseada. Pero éste era realmente el partido de la desesperación. En el estado en que se hallaban, la insurrección de las ciudades contra la República tenía incluso menos esperanzas que las que podían tener las colonias americanas en el siglo XVIII contra el imperio británico. Al parecer, Roma no necesitaba desplegar mucha diligencia ni mucho vigor para hacer sufrir a la segunda insurrección la triste suerte de la primera. Sin embargo, ¿no era un partido desesperado el de permanecer en su humillación, y dejar marchar los acontecimientos? ¿Acaso los romanos no pisoteaban la Italia sin ninguna causa de irritación? ¿Qué horrores no habían de esperarse cuando ya los hombres más notables de las ciudades itálicas habían sido cogidos en flagrante delito, o eran sospechosos de estar en inteligencia con Druso (para las consecuencias era lo mismo ser culpable o sospechoso) y de conspirar formalmente contra el partido victorioso, y por tanto, de alta traición? ¿Qué otra salida quedaba a todo el que se había afiliado a la liga secreta, o se creía siquiera que podía ser cómplice, sino comenzar inmediatamente la guerra o presentar el cuello al hacha del verdugo? Los momentos actuales ofrecían cierta perspectiva favorable para un levantamiento en masa. No se sabe con exactitud en qué estado habían dejado los romanos los manojos semideshechos de las grandes ligas itálicas (volumen I, libro segundo, págs. 368-369). Sin embargo, todo induce a creer que los marsos y los pelignios, y quizás hasta los samnitas y los lucanios, habían conservado los cuadros de sus antiguas federaciones, privadas de toda importancia política, pero con una especie de vida común en las festividades y los sacrificios nacionales. Toda insurrección encontraba allí un seguro punto de apoyo; por esta misma razón los romanos se apresuraban a ponerlas en orden. Por último, si esta asociación secreta, de la que se decía que Druso tenía en su mano todos los hilos, había perdido con su muerte a su jefe real o esperado, no por eso dejaba de permanecer en pie: suministraba a la organización política de la insurrección una base considerable, y, en cuanto a su organización armada, era perfecta. Cada una de las ciudades confederadas tenía su estado militar y su cuerpo de ejército disciplinado. Por otra parte, en Roma no se esperaba nada serio.
Se tuvo conocimiento de que se hacían algunos movimientos en ciertos puntos de Italia, y de que comenzaban a verificarse entre las ciudades confederadas ciertas prácticas que no estaban en uso. Pero en vez de llamar inmediatamente a los ciudadanos a las armas, la corporación gobernante en Roma se contentó con advertir a los magistrados en la forma ordinaria, que no perdiesen de vista los acontecimientos (caveant cónsules, etc.), y enviasen a los lugares espías encargados de ver las cosas más de cerca. La capital estaba tan poco preparada para defenderse, que se cuenta que un oficial marso, Quinto Pompedio Silon, hombre de acción y uno de los antiguos adictos de Druso, formó el designio de acercarse a los muros a la cabeza de compañeros seguros y escogidos, y, llevando las espadas ocultas bajo sus vestidos, apoderarse de Roma por un golpe de mano. Como quiera que fuese, la insurrección se iba organizando; se habían concluido tratados, y se iban armando activamente y sin ruido. Un día, sin embargo, la casualidad anticipó la hora señalada por los jefes, como sucede ordinariamente, y estalló de repente la sublevación. El pretor romano con poder proconsular Cayo Servilio había sabido por medio de sus espías que la ciudad de Ausculum (en los Abruzos) enviaba rehenes a las ciudades vecinas. Se apersonó en ella con su legado Fonteyo y una escolta poco numerosa, y encontrando a la multitud reunida en el teatro para la festividad de los grandes juegos, amenazó y tronó. A estas palabras que anunciaban el peligro, y a la vista de los hechos demasiado conocidos por desgracia, estallaron los odios aglomerados y comprimidos durante algunos siglos. Los funcionarios de Roma fueron hechos cuartos por las masas en el teatro mismo; e inmediatamente, y para quitar toda posibilidad de paz al cometer un hecho espantoso, se cerraron las puertas de la ciudad por orden de los magistrados. Todos los romanos que en ella se encontraban fueron degollados, y se saquearon sus casas. La insurrección se propagó inmediatamente por toda la península. Primero se levantó el valiente y rico pueblo de los marsos, unido a las pequeñas pero fuertes ligas de los Abruzos, Pelignios, Marrucinos, Frentanos y Vestinos. El bravo y hábil Quinto Silón fue el alma del movimiento. Los marsos fueron los primeros en proclamar su defección; por lo cual los romanos llamaron después a esta guerra, la guerra mársica. No tardó su ejemplo en ser seguido por las ciudades samnitas y por la masa de los pueblos del Liris y de los Abruzos, hasta la Apulia y la Calabria: toda la Italia central y meridional se puso sobre las armas. Solo permanecieron fieles los etruscos y los umbríos, los mismos que antes habían estado en favor de los caballeros contra Druso. En efecto, en su país dominaba desde tiempo inmemorial la aristocracia del dinero y la clase media no existía allí. En los Abruzos, por el contrario, las clases rurales se habían conservado más puras y más vivas que en el resto de Italia; y de los campesinos y de las clases medias era precisamente de donde salía la insurrección, mientras que la aristocracia de las ciudades daba aún la mano al gobierno de la República. De este modo se explica la fidelidad de ciertas ciudades aun en medio del país sublevado y la constancia de algunas minorías en el seno de otras. Así, por ejemplo, se ve a la de Pinna (Civita di Penna) sostener un rudo sitio contra los enemigos de Roma; y así se vio a un cuerpo legalista, formado entre los hirpinos por Minacio Magio de Eclano, apoyar las operaciones de los ejércitos romanos en Campania. Por último, las ciudades confederadas más favorecidas se habían puesto en su mayor parte al lado de los romanos. Citaremos a Nola y Nuceria, en Campania; las plazas griegas marítimas de Nápoles y Regium, la mayor parte de las colonias latinas, Alba y Esernia, por ejemplo; todas ellas obraron del mismo modo. Las ciudades latinas y griegas siguieron la causa de Roma, lo mismo que en tiempos de las guerras de Aníbal; los sabelios, por su parte, se declararon contra ella. La antigua política de la República había asentado su poder en Italia sobre el sistema aristocrático; había escalonado por todas partes la supremacía, conteniendo las ciudades colocadas bajo un yugo tanto más duro, cuanto gozaban de mejor derecho; y en el interior de éstas habían contenido a la población ciudadana con la aristocrática municipal. En la actualidad, y como consecuencia de los terribles golpes de este detestable gobierno oligárquico, se confirmaba al fin cuán sólidos y poderosos cimientos unían las piedras del edificio construido por los hombres de Estado de los siglos IV y V. Probado ya por muchas tempestades, se sostuvo también ahora contra el desbordado torrente. Sin embargo, aunque las ciudades privilegiadas no hubiesen desertado al primer choque, no podía concluirse de esto que no lo harían después, lo mismo que en tiempos de las guerras púnicas; como tampoco que al día siguiente de las grandes derrotas persistirían en su fidelidad hacia Roma. Aún no habían pasado por la prueba de fuego.
EFECTO PRODUCIDO EN ROMA POR LA INSURRECCIÓN.
SE RECHAZA TODA PROPOSICIÓN DE ACOMODAMIENTO.
COMISIÓN ENCARGADA DE JUZGAR LOS DELITOS DE ALTA
TRAICIÓN
Ya había corrido la primera sangre, e Italia estaba dividida en dos campos. Si, como hemos dicho, se necesitaba mucho para que la insurrección fuese general entre los confederados, superaba ampliamente las esperanzas de los que la habían promovido. Los insurrectos podían creer sin demasiada jactancia que obtendrían concesiones de la República. Por lo tanto, enviaron embajadores ofreciendo deponer las armas si se les concedía el derecho de ciudadanía. Vano trabajo. El espíritu público apagado durante tanto tiempo en Roma se despertaba de repente, y oponía una ciega negativa a la más justa de las demandas, sostenida por un ejército considerable. La insurrección de Italia tuvo por primera consecuencia en la capital la reapertura de la guerra de los procesos, como había sucedido ya al día siguiente de los desastres sufridos en África y en la Galia por la política del gobierno. Una vez más se vio a la aristocracia judicial ejercer su venganza sobre los hombres del poder, en quienes la opinión, con razón o sin ella, veía la causa del mal actual. Por una moción del tribuno Quinto Vario, y a pesar de la resistencia de los optimates y de la intercesión tribunicia, se creó un tribunal llamado de alta traición. Fue formado todo con miembros del orden ecuestre, que luchó con gran empeño para conseguir el triunfo. La misión de este tribunal era hacer las convenientes indagaciones sobre la conjuración que Druso había tramado, y que se extendía sobre Roma y sobre toda Italia, pues ahora que ya habían tomado las armas aparecía ante el pueblo, irritado y espantado a la vez, como la más patente traición a la patria. La comisión puso manos a la obra y mermó las filas de los senadores que habían sido partidarios de la conciliación. Entre los más notables citaremos a Cayo Cotta, amigo íntimo de Druso, joven de gran talento, quien fue desterrado; por su parte el viejo Marco Escauro escapó a duras penas de la misma sentencia. Las sospechas contra los senadores no hostiles a los planes de Druso iban tan lejos que, al poco tiempo de esto, el cónsul Lupo decía al Senado, desde su campamento, que entre los optimates que servían en el ejército y el enemigo había continuas inteligencias. Fue necesario que se verificase la captura de espías marsos para demostrar el absurdo de tal imputación. Mitrídates tenía razón al decir que «Roma vacilaba bajo el peso de los odios intestinos, más que quebrantada por la guerra social».
MEDIDAS ENÉRGICAS
Como quiera que fuese, la explosión de la insurrección y el terror inaugurado por los actos del tribunal de alta traición parece que habían dado unidad y fuerza a la República. Los partidos callaban. En efecto, los oficiales capaces de todos los colores, demócratas como Cayo Mario, aristócratas como Lucio Sila y amigos de Druso como Publio Sulpicio Rufo, todos, a porfía, se habían puesto a las órdenes del gobierno. Al mismo tiempo, y para dejar al Tesoro el empleo libre de sus recursos, parece que en virtud de un plebiscito la distribución de trigo se restringió mucho. Era una medida necesaria. A la sazón Mitrídates amenazaba el Asia, y se esperaba de un momento a otro la noticia de que se había apoderado de aquella provincia, con lo cual quitaría una de las principales fuentes de ingresos. Por lo demás, un senadoconsulto interrumpió la justicia en curso, excepto la comisión de alta traición, y todos los negocios públicos quedaron en suspenso: no se pensaba más que en sacar soldados y fabricar armas.
ORGANIZACIÓN POLÍTICA DE LA INSURRECCIÓN
CAPITAL CONTRA CAPITAL
Mientras que la República reunía y ponía en juego todas sus fuerzas en la previsión de una ruda y peligrosa guerra, los insurrectos, al mismo tiempo que combatían, necesitaban proveer a la tarea más difícil de su organización política. En medio del país de los marsos, los samnitas, los marrucinos y los vestinos, en medio de la región insurgente de los pelignios, habían elegido la ciudad de Corfinium (San Pelino) para convertirla en rival de Roma. Estaba situada en una hermosa llanura, en la orilla del Aterno (el Pescara), y la llamaron Italia; dieron en ella derecho de ciudadanía a todos los habitantes de las ciudades insurrectas y había también allí un gran Forum y una gran curia. Un Senado de quinientos miembros tenía la misión de formar la constitución y dirigir las operaciones militares. Instituido el Senado, el pueblo de los ciudadanos elegía de su seno dos cónsules y doce pretores, que ejercían el poder supremo en la paz y la guerra, lo mismo que los dos cónsules y los diez pretores romanos. La lengua latina, que por entonces se hablaba entre los marsos y los picentinos, continuó usándose como lengua oficial, pero a su lado y con los mismos privilegios fue admitido el idioma samnita, que dominaba en el sur. De hecho, ambos alternan en las monedas de plata que comenzaron a acuñar los itálicos conforme al modelo de Roma, pero con la leyenda del nuevo Estado que acababan de fundar. De este modo concluían con el monopolio monetario ejercido durante dos siglos por la República. De estas disposiciones es necesario concluir, evidentemente, que los insurrectos no se contentaban con la igualdad de derechos, sino que aspiraban a someter y aun a destruir Roma, y a establecer otro imperio sobre sus ruinas. Además, resulta que su constitución era una pobre copia de la de Roma o, mejor dicho, que no habían hecho más que reproducir el tipo tradicional en la antigua Italia. En una palabra, su sistema político era el de una ciudad y no el de un Estado, con sus asambleas primarias y una marcha embarazosa, por no decir imposible; con su consejo director y con todos los gérmenes de la oligarquía, absolutamente igual que el Senado romano; y con un poder ejecutivo puesto en manos de muchos altos magistrados, que se hacían concurrencia y servían de recíproco contrapeso. Por último, la imitación descendía hasta los más pequeños detalles. Prueba de esto es el cónsul o pretor, que investido del mando supremo, al igual que el de los romanos, después de la victoria cambiaba su título por el de imperator. Por tanto, no había diferencia alguna entre ambas Repúblicas, y las monedas tenían la misma divinidad en el relieve del anverso; en ellas solo variaba el epígrafe, que en lugar de Roma lleva el nombre de Italia. Pero la verdadera Roma se distingue esencialmente de la de los insurrectos: simple aldea en su origen, ha crecido lenta y sucesivamente, y perteneciendo a la vez a los sistemas de la simple ciudad y del Estado grande, ha marchado por su camino natural de engrandecimiento. La nueva Italia, por el contrario, no es más que el congreso de la insurrección; y era una pura ficción legal declarar ciudadanos de la capital improvisada a todos los habitantes de la península. Cosa notable, al verificarse de repente la fusión entre una multitud de ciudades esparcidas, y crear de este modo la unidad política, este pueblo debió tocar al mismo tiempo la idea del régimen representativo. Sin embargo, lejos de hallar la menor huella de él, se manifiesta la idea contraria[4] y es el sistema municipal el que se reprodujo de una manera exclusiva y más inoportunamente que nunca. Es una nueva y más decisiva prueba de esto el hecho de que, en todas partes en el mundo antiguo, las instituciones libres eran siempre inseparables de la injerencia directa y personal del pueblo soberano reunido en su asamblea primaria, y de la idea de la pura ciudadanía. Por lo demás, la noción fundamental del Estado republicano y constitucional al mismo tiempo, y de la asamblea representativa, expresión y emanación de la soberanía nacional, sin las cuales no podría concebirse el Estado libre en el mundo moderno, son obra del espíritu de nuestros tiempos. Volviendo a las instituciones de las ciudades de la península, con sus Senados hasta cierto punto representativos y sus comicios relegados a segundo lugar, hubiera parecido que se aproximaban a los sistemas políticos de nuestros días, pero no me atrevo a asegurar que ni en Roma ni en Italia se haya traspasado jamás la línea de demarcación.
ARMAMENTOS
Como quiera que fuese, pocos meses después de la muerte de Druso, y durante el invierno del año 663 al 664, comenzó la lucha entre el Toro sabélico, como decía uno de los insurrectos, y la Loba romana. Por ambas partes se hacían activamente grandes preparativos. En Italia se acumularon inmensos aprovisionamientos en armas, municiones y dinero. En Roma, se ordenó traer de las provincias todos los víveres necesarios, sobre todo de Sicilia, y se pusieron en estado de defensa los muros de la ciudad descuidados por mucho tiempo, aunque esto no fuese más que un acto de prudencia. Las fuerzas parecían iguales en ambos campos. Para suplir la ausencia de los contingentes itálicos, los romanos sacaron los de las milicias cívicas y pidieron soldados a la Galia cisalpina, que estaba ya completamente romanizada; como resultado de esto fueron incorporados diez mil solamente en el cuerpo de Campania.[5] También fueron pedidos a los númidas y a los demás pueblos del otro lado el mar; mientras que con la ayuda de las ciudades libres de Grecia y de Asia Menor reunieron una escuadra de guerra.[6] En suma, sin contar las guarniciones, se movilizaron cien mil hombres por una y otra parte;[7] y puede decirse que desde el punto de vista de la fortaleza del soldado, de la táctica y del armamento, los itálicos no cedían en nada a sus adversarios.
LOS DOS EJÉRCITOS DISEMINADOS EN ITALIA
La dirección de la guerra presentaba para unos y otros serias dificultades. El campo de la insurrección era de una extensión inmensa y las numerosas plazas que habían permanecido fieles a Roma estaban esparcidas en este mismo territorio. Los italianos, por un lado, estaban obligados a largos sitios que diseminaban sus fuerzas y al mismo tiempo debían defender extensas fronteras. Los romanos, por otro, tenían que combatir en muchas partes a la vez una insurrección que no tenía un foco central. Ése es el carácter de las operaciones que van a emprenderse. En este aspecto, el país insurrecto se dividía en dos regiones. Al norte, en la región que va desde el Picenum y los Abruzos hasta la frontera septentrional de Campania, y que comprendía todos los países de lengua latina, Marso Quinto Silón mandaba en jefe a los italianos, y Publio Rutilio Rufo a los romanos; ambos lo hacían con el título de cónsules. En el sur, en la región que abarcaba la Campania, el Samnium y los pueblos sabélicos, el cónsul de los insurrectos era el samnita Cayo Papio Mutilo; y el de los romanos, Lucio Julio César. A las órdenes de cada uno de estos generales iban seis capitanes en los ejércitos italianos, y cinco en los de la República. Ellos dirigían el ataque y la defensa simultáneamente, cada uno en el país que se le había asignado; por el contrario, los cuerpos consulares tenían libertad de acción en todos los sentidos para poder dar golpes decisivos. Los más famosos oficiales de Roma, Cayo Mario Quinto Catulo y los dos consulares experimentados en los campos de batalla de España, Tito Didio y Publio Craso, iban a las órdenes de los generales en jefe, desempeñando cargos subordinados. Ahora bien, si los itálicos no tenían nombres tan famosos que oponerles, los acontecimientos se encargaron de mostrar que sus jefes no eran inferiores a los lugartenientes de los romanos.
En esta guerra, éstos eran los obligados a tomar la ofensiva en todas partes, pero en ninguna lo hicieron con bastante energía. Un hecho nos llama la atención: al no concentrar sus tropas, los romanos no pudieron arrojarse sobre el enemigo y aplastarlo con sus numerosas huestes, pero, a su vez, los insurrectos no pudieron dirigir una expedición contra el Lacio y precipitarse sobre la capital romana. Sabemos muy poco respecto de los detalles, y sería temerario afirmar que pudieran estar en situación de obrar de otro modo. ¿Contribuyó quizá la flojedad del gobierno de Roma al mediano éxito que tuvieron las operaciones? ¿Fue la debilidad del lazo federal entre las ciudades la causa de ese mismo resultado entre los insurrectos? La guerra hecha de este modo trajo para ambas partes sus victorias y sus derrotas, mientras se perpetuaba sin darse una batalla decisiva. Presenta el cuadro de una serie de combates entre ejércitos que luchan simultáneamente hoy en movimientos combinados, y mañana aislados por completo: cuadro extraordinariamente confuso y cuyas tradiciones, destruidas en su mayor parte, no permiten hacer con orden su bosquejo.
PRINCIPIO DE GUERRA. LAS CIUDADELAS
CÉSAR EN CAMPANIA Y EN EL SAMNIUM
TOMA DE ESERNIA POR LOS INSURRECTOS
TOMA DE NOLA. PÉRDIDA DE CAMPANIA
Parece que los primeros ataques se dirigieron contra las fortalezas fieles a Roma y situadas en el país enemigo, las cuales habían cerrado sus puertas y recogido todas las riquezas de los campos. Silón se arrojó primero sobre la ciudadela que contenía el país Marso, la ciudad fuerte de Alba Fucentia, mientras que Mutilo marchaba contra la ciudad latina de Esernia, en el centro del Samnium; sin embargo ambos encontraron una resistencia desesperada. Iguales ataques debieron dirigirse también en el norte contra Firmun (Firmo), Hatria y Pinna, y en el sur contra Luceria, Benevento, Nola y Pestum. Todo esto debió ocurrir antes de que los romanos hubiesen aparecido en la frontera del país, o cuando apenas habían llegado a ella. En la primavera del año 664 el ejército de César se reunió en la región campania, que estaba casi toda a favor de Roma, y dejó guarniciones en sus ciudades, principalmente en Capua, cuya conservación importaba mucho a los intereses de la República, a causa de sus terrenos comunales. Pasó después a tomar la ofensiva, y marchó al socorro de las divisiones romanas que habían penetrado en Lucania y en el Samnium bajo las órdenes de Marco Marcelo y de Publio Craso. Pero los samnitas y los marsos al mando de Publio Vitio Escato hicieron sufrir a César una sangrienta derrota, a consecuencia de la cual la notable ciudad de Venafro se pasó a los insurrectos y les entregó los soldados que la guarnecían. Venafro estaba situada en la gran vía que va de Campania al Samnium: su defección cortaba las comunicaciones de Esernia, que estaba ya apurada, y que en adelante no podría contar más que con la constancia y el valor de su guarnición y de su comandante Marcelo. Luego pudieron respirar por un momento gracias a una rápida expedición de Sila, que acudió con esa audacia que había ya mostrado en su visita a Bocco; pero a fines del año perdió su tenaz bravura ante la más espantosa miseria, y tuvo que capitular. En Lucania, Publio Craso fue batido por Lamponio, y obligado a encerrarse en Grumentum (Agrimonte), que se entregó también después de un sitio largo y penoso. Roma había dejado abandonadas a sus propias fuerzas a la Apulia y a los demás países meridionales. La insurrección iba ganando terreno por momentos, y cuando Mutilo llegó a Campania, a la cabeza de un cuerpo samnita, el pueblo de Nola le entregó su ciudad y la guarnición romana; sus jefes fueron pasados a cuchillo y los soldados se alistaron en las filas de las tropas victoriosas. Exceptuando Nuceria, Roma había perdido ya toda la Campania hasta el Vesubio. Salerno, Estabies, Pompeya y Herculano se pronunciaron por los insurrectos. Mutilo invadió sin obstáculo toda la región al norte del Vesubio, y con los samnitas y los lucanios vino a sitiar a Acerra. En este momento los númidas del cuerpo de César desertaron a bandadas y se pasaron a Mutilo, o mejor dicho a Oxintas, hijo de Yugurta, que había caído en manos de los samnitas al tomar Venosa y aparecía ahora en sus filas, revistiendo la púrpura. Ante esta situación, César no vio otro remedio que mandar a sus casas a todo el contingente africano. La osadía de Mutilo llegó hasta intentar un asalto sobre el campamento romano, pero fue rechazado: la caballería romana atacó por la espalda a los samnitas y dejaron aquellos seis mil muertos en su retirada. Era la primera vez que los romanos obtenían un triunfo considerable en esta guerra. Inmediatamente el ejército proclamó imperator a su general, mientras que en la metrópoli se reanimaron un tanto los abatidos espíritus. Es verdad que al poco tiempo de esto el vencedor fue atacado por Mario Egnacio al pasar un río y, completamente derrotado, tuvo que retroceder hasta Teanum, donde se reorganizó. Desde antes del invierno el activo cónsul de Roma fue a tomar posiciones bajo los mismos muros de Acerra que tenía sitiada Mutilo.
COMBATES CONTRA LOS MARSOS DERROTA Y MUERTE DE LUPO
También en la Italia del centro habían comenzado las operaciones. La insurrección era dueña aquí de los Abruzos y del país del lago Fucino, y se mostraba armada y peligrosa hasta en las inmediaciones de Roma. Se había destacado a las órdenes de Gneo Pompeyo Estrabón y había sido enviado al Piceno, donde amenazaba a Ausculum apoyándose sobre Firmum y Faleries. Por otra parte, el grueso del ejército romano del norte, mandado por el cónsul Lupo, marchaba hacia la frontera del país latino y marso, haciendo frente al enemigo apostado a corta distancia de Roma en las vías Salaria y Valeria. El Toleno (Turano), pequeño río que corta esta última vía entre Tibur y Alba, y se une al Velino, no lejos de Rieti, separaba los dos ejércitos. El cónsul Lupo, impaciente por acabar con los sublevados, desdeñó los consejos de Mario que quería volver aguerrido a aquel ejército bisoño, e inútil todavía para combates formales, mediante una pequeña guerra de escaramuzas. Había destacado ya un cuerpo de diez mil hombres bajo el mando de Cayo Perpena; este cuerpo fue completamente derrotado. Entonces destituyó a Perpena y reunió los restos de su división con la que mandaba Mario. Decidió después tomar la ofensiva a pesar de todos los pareceres, echó dos puentes sobre el Toleno, a corta distancia uno de otro, y pasó todo su ejército en dos columnas: una bajo sus órdenes y otra bajo las de Mario. A todo esto, Publio Escato lo esperaba con sus marsos en el mismo sitio por donde Mario iba a pasar el río. Pero antes de que el enemigo pasase a la orilla derecha, dejó en su campamento apenas los soldados necesarios y se marchó a escondidas. Tomó posiciones encubiertas más arriba y desde allí se lanzó repentinamente sobre Lupo en el momento en que éste verificaba su paso, de forma tal que destruyó por completo su ejército (11 de junio del año 644). El cónsul murió con ocho mil de los suyos. En compensación, si es que acaso la había para tal derrota, Mario, que se había apercibido de la partida de Escato, atravesó inmediatamente el Toleno, se arrojó sobre el campamento marso y lo tomó por asalto, con grandes pérdidas para los defensores. Pasado el Toleno, y como Servio Sulpicio había obtenido otra victoria sobre los pelignios, los marsos se vieron obligados a poner más lejos su línea de defensa. Pero Mario no les permitió adelantarla, ahora que tras la muerte de Lupo el Senado lo había puesto al frente de aquel ejército. Pero de repente le dieron por colega y por igual a Quinto Cepión, no tanto porque había sido afortunado en no sé cuál escaramuza, como porque a causa de su oposición contra Druso se había puesto la víspera al lado de los caballeros, dueños de la situación en Roma. Cepión cayó en una astucia de Silón, que aparentaba querer entregarle sus tropas, y que en realidad lo atrajo a una emboscada en la cual los marsos y los vestinos lo exterminaron a él y a su ejército. Mario quedó de nuevo solo en el mando y se defendió tenazmente; impidió al enemigo aprovecharse de su victoria y después penetró poco a poco en el corazón del país. Por mucho tiempo rehusó todo combate decisivo, pero finalmente eligió la hora oportuna y triunfó sobre su fogoso adversario: en el campo de batalla quedó Herenio Asinio, jefe de los marrucinos. Poco después, Mario reunió la división del ejército del sur que mandaba Sila, y los marsos sufrieron una segunda derrota, que fue un gran desastre que les costó seis mil hombres. Sin embargo, el honor de la jornada fue atribuido al joven oficial, pues si Mario había empeñado la acción y vencido, Sila, al cortarle la retirada al enemigo, le había matado más gente.
GUERRA EN EL PICENUM
Mientras la guerra era encarnizada y su éxito tenía varias alternativas en los alrededores del lago Fucino, el cuerpo del Picenum, bajo las órdenes de Estrabón, tuvo también sus combates felices y desgraciados. Los jefes de los insurrectos, Cayo Judacilio de Ausculum, Publio Betio Escato y Tito Lafrenio habían combinado sus fuerzas y atacado a los romanos. Derrotados, éstos se habían retirado a Firnun, donde Lafenio tenía sitiado a Estrabón. Durante este tiempo Judacilio había penetrado en la Apulia, y atraía al partido de la insurrección a Canusium, Venosa y otras ciudades del país que estaban aún con Roma. Pero después de su victoria sobre los pelignios, Servio Sulpicio vio el camino franco y penetró a su vez en el Picenum para marchar en socorro de Estrabón. Éste tomó la ofensiva y atacó a Lafrenio de frente, mientras que Sulpicio lo atacaba por retaguardia. A consecuencia de esto, el campamento enemigo fue incendiado, Lafrenio murió, y el resto de sus soldados se desbandó y corrió a refugiarse en Ausculum. La situación cambió por completo en el Picenum. Antes estaban los romanos sitiados en Firnun; ahora están los itálicos encerrados en Ausculum: la guerra se convirtió una vez más en su sitio.
COMBATES EN UMBRÍA Y EN ETRURIA
Por último, como si no se hubiesen empeñado bastantes luchas con diversas fortunas en la Italia del Sur y del centro, en este mismo año el incendio se había corrido a la Italia del Norte. Excitadas ante los peligros que corría la República en los primeros meses de la guerra, un gran número de ciudades umbrías y etruscas se habían declarado por los insurrectos. Fue necesario enviar contra los umbríos a Aulo Plocio, y contra los etruscos a Lucio Porcio Catón. Pero aquí los romanos no tenían que habérselas con un enemigo tan enérgico como los pueblos marso y samnita; en todas partes abatieron la insurrección y quedaron dueños del terreno.
FUNESTOS RESULTADOS DE LA PRIMERA CAMPAÑA
DESFALLECIMIENTO DE ROMA. CAMBIO DE RUMBO DE LOS PROCESOS
POLÍTICOS.
SE CONCEDE A LOS ITÁLICOS QUE HAN PERMANECIDO FIELES,
O A LOS QUE SE SOMETAN, EL DERECHO DE CIUDADANÍA
De este modo terminó la primera y terrible campaña de la insurrección, dejando tras de sí sombríos recuerdos y temibles perspectivas en la política y en los asuntos de la guerra. Los dos ejércitos romanos, el enviado contra los marsos y el de Campania, habían perdido todo su valor, debilitados como estaban por sangrientas derrotas. El ejército del norte había quedado reducido a poner la metrópoli a cubierto de un golpe de mano; en tanto el cuerpo del sur, en los alrededores de Nápoles, estaba seriamente amenazado en sus comunicaciones, puesto que los insurrectos podían lanzarse sin trabajo alguno desde la región mársica o samnita, y acantonarse entre Roma y Campania. Por consiguiente, pareció necesario establecer una cadena de guarniciones entre Cumas y la capital. Desde el punto de vista político, la insurrección había ganado mucho terreno en los doce meses que acababan de transcurrir. Eran síntomas terribles la defección de Nola, la capitulación pronta de la fuerte colonia latina de Venosa, y la sublevación de los umbríos y los etruscos. La sinmaquia romana estaba quebrantada por su base, y parecía que debía derrumbarse antes de la última prueba. Ya había sido necesario exigir a los ciudadanos los mayores esfuerzos, así como alistar en las legiones a seis mil emancipados para cubrir la línea de puestos establecidos a lo largo de las costas latinas y campanias. Por último, se había condenado a los más duros sacrificios a los aliados que habían permanecido fieles. Si se tiraba más de la cuerda, había peligro de romperla. Un decaimiento increíble se había apoderado del pueblo romano. Después de la batalla del Toleno, cuando se trajeron a la ciudad para la ceremonia de los funerales el cadáver del cónsul y los de los innumerables e ilustres ciudadanos que habían caído con él en el inmediato campo de batalla; cuando además, en señal de duelo público, los magistrados se despojaron de la púrpura y de sus insignias, y cuando el gobierno tuvo que ordenar a todos los habitantes que se armasen con gran precipitación, se apoderó de la muchedumbre una gran desesperación, pues creyó que todo se había perdido. Se animó un poco al saber la noticia de la victoria de César en Ascerra, y la de Estrabón en el Picenum. Con la primera noticia, se cambió la túnica de la ciudad por el traje de guerra; con la segunda, se quitaron el luto. Como quiera que fuese, no había duda de que la República había llevado la peor parte. Ni en el Senado ni en el pueblo se produjo ese ardor invencible, que en las grandes crisis de la guerra de Aníbal había conducido finalmente a Roma a la victoria. Se había emprendido la guerra, igual que en otras ocasiones, desdeñando al enemigo en todos los sentidos. ¿Cómo proseguirla y terminarla como otras veces? ¿No habían sucedido la cobardía y la debilidad a la obstinación patriótica y a la rectitud sólida y poderosa de otros tiempos? Desde el primer año, vemos a la política romana cambiar dentro y fuera, e inclinarse a una transacción. Es verdad que obrando así se obraba prudentemente, en cuanto esto era posible. Ahora bien, esto no significa que yo entienda que, bajo la presión y el estruendo de la guerra, la necesidad exigiese concesiones desventajosas. Por el contrario, quiero decir que en realidad el objeto mismo de la lucha, o sea, la perpetuidad de la supremacía política de los romanos sobre los itálicos, era en definitiva más dañosa que útil a la República. Sucede muchas veces en la vida de las naciones que una falta suele repararse con otra; aquí, el mal procedente de la obstinación egoísta se reparó hasta cierto punto con la cobardía.
El comienzo del año 664 se había destacado con el rechazo absoluto del arreglo propuesto por la insurrección, y con la aparición de una guerra de procesos. En ellos los capitalistas, que eran los más ardientes defensores del egoísmo patriota, hacían recaer su venganza sobre todos los sospechosos de moderación o de hábil condescendencia. En la actualidad el tribuno Marco Plaucio Silvano, que había entrado en el cargo el 10 de diciembre de ese mismo año, propuso una ley que quitaba a los jurados de la clase de los comerciantes la jurisdicción en los casos de alta traición, para dársela a otros jueces de libre elección de las tribus, sin ninguna condición de clase. De donde se sigue que la comisión perpetua que se discute, después de haber sido el azote del partido moderado, venía a ser ahora el de los ultras. Así, muy pronto se vio llamar a juicio y desterrar a su mismo fundador, Quinto Vario, a quien la opinión pública echaba en cara los más execrables crímenes democráticos, como por ejemplo el envenenamiento de Metelo y el asesinato de Druso.
El cambio político era ciertamente de los menos disfrazados. El mismo cambio, pero aún más grave, se había producido en la conducta respecto de los itálicos. Habían pasado trescientos años justos desde que Roma tuvo que sufrir la paz dictada por el vencedor. Ahora había vuelto el tiempo de la humillación y deseaba la paz, pero ésta no era posible sino sufriendo en parte las condiciones de sus adversarios. A la vista de las ciudades insurrectas que con las armas en la mano querían abatirla y hasta destruirla, el odio era demasiado grande como para acceder a las exigencias de aquéllos, y hasta podría suceder que rechazasen ahora sus ofertas. Pero si se concedía a las ciudades fieles las exigencias que habían formulado en un principio, aunque con ciertas restricciones, por una parte se hacía la apariencia de una concesión benévola, y por otra se impedía la consolidación de la confederación insurrecta, que de otro modo era inevitable, con sus probabilidades de buen éxito. Así pues, en el momento en que las espadas llamaban a las puertas de la ciudadanía romana, cerrada durante tanto tiempo a los que la habían solicitado, éstas de repente fueron abiertas, aunque a medias: los recién admitidos no hallaron más que una acogida forzosa. Una ley votada a propuesta del cónsul Lucio César[8] confirió el título de ciudadano romano a todos los de las ciudades confederadas itálicas que no estuviesen en abierta insurrección. Una segunda ley de los tribunos Marco Plaucio Silvano y Cayo Papirio Carbón concedió a todo individuo itálico, ciudadano o simple domiciliado, un plazo de dos meses durante el cual podía adquirir los mismos derechos, con tal que se presentasen a declararlo así ante el magistrado de la República. Pero los nuevos ciudadanos, igual que los antiguos emancipados, no tenían voto político sino bajo ciertas condiciones más restringidas. De las treinta y cinco tribus, no había más que cinco en las que podrían inscribirse, así como había solo cuatro para los emancipados. ¿Era esta restricción personal o, como parece, era hereditaria? No puede decidirse la cuestión aduciendo pruebas para ello. Por último, esta gran medida liberal solo se extendía a la propia Italia, que llegaba entonces hasta Florencia y Ancona.
CONCESIÓN DEL DERECHO LATINO A LOS GALOITÁLICOS
En la región cisalpina, país extranjero en realidad, pero que hacía muchos años formaba parte de Italia en lo que respecta a la administración y la colonización, todas las colonias de derecho latino fueron tratadas como ciudades itálicas. En cuanto a las demás ciudades simplemente confederadas y, sobre todo, a las pocas que estaban situadas a este lado del Po, obtuvieron el derecho de ciudadanía. Sin embargo, en los términos de una ley votada a propuesta del cónsul Estrabón en el año 665, el país entre el río y los Alpes recibió la organización de las ciudades puramente itálicas, a saber: las localidades no independientes, como, por ejemplo, las aldeas de los Alpes, fueron unidas a las ciudades vecinas por el lazo de una soberanía efectiva y de un tributo, pero éstas no fueron admitidas al derecho cívico de Roma. Asimiladas a las colonias latinas mediante una ficción legal, obtuvieron las franquicias que habían pertenecido hasta entonces a las ciudades latinas de menor derecho. Así, pues, Italia no tendrá de hoy en más su frontera real en el Po, sino que en ella entra de ahora en adelante el territorio transpadano. Este hecho se explica fácilmente. La región entre el Apenino y el Po estaba modelada desde hacía mucho tiempo por el sistema itálico. Pero en el norte, donde no se veía ninguna colonia latina ni romana, salvo Ibrea y Aquilea, y donde las razas indígenas no habían sido aún rechazadas, como los indígenas del sur, en su mayor parte sobrevivían el sistema céltico y las instituciones cantonales de los galos.
Por amplias que parezcan las concesiones hechas, sobre todo si se las compara con el sistema exclusivista y cerrado de Roma durante ciento cincuenta años, no puede concluirse de aquí que, al concedérselos, la República pagaba el precio de su capitulación con los insurrectos. Lejos de esto, solo quería encerrar en el deber a las ciudades vacilantes, o a aquellas que amenazaban pasarse al enemigo; además quería atraerse el mayor número de tránsfugas posible. Sin embargo, ¿cuál era en la aplicación la importancia real de las leyes de civitate, particularmente la de César? Imposible es precisarlo: no sabemos más que en general sobre la gran magnitud de la insurrección en el momento en que se las promulgó. De todos modos se había obtenido un buen resultado: estas leyes hacían entrar en la sociedad romana a todas las ciudades de derecho latino, restos de la antigua liga del Lacio, como Tibur y Preneste, o colonias de una edad aún más reciente; solo se exceptuaban algunas ciudades insurrectas. Además, el efecto de la ley de César se extendía hasta las ciudades federales diseminadas en la región entre el Po y el Apenino, a Rávena, por ejemplo, a un gran número de ciudades etruscas, y a las ciudades aliadas de la Italia del Sur, como Nápoles, Nuceria y otras muchas. Entre estas últimas había algunas que, al estar dotadas ya de franquicias privilegiadas, vacilaron en aceptar el nuevo derecho cívico de Roma. Si por ejemplo Nápoles no quiso desistir del beneficio de sus antiguos pactos con la República, que aseguraban a los ciudadanos la exención de la milicia, la práctica de su constitución helénica y quizás hasta el libre uso del dominio público local, nada más fácil de comprender que semejante resistencia. Roma negoció, y de los tratados concluidos resultó que Nápoles, Regium y otras muchas ciudades grecoitálicas conservaron sus instituciones comunales y hasta el uso oficial de su lengua. En resumen, las nuevas leyes extendieron extraordinariamente el derecho de ciudad romana. Ésta se aumentó con ciudades tan numerosas e importantes como las que estaban diseminadas en toda la península, desde el estrecho de Sicilia hasta las orillas del Po. Además, al dar a la región transpadana hasta los Alpes los privilegios del derecho federal más favorecido, Roma les abría la perspectiva legal para ser admitidos en la plena ciudadanía en un plazo próximo.
SEGUNDO AÑO DE LA GUERRA PACIFICACIÓN DE ETRURIA Y UMBRÍA
Fortalecidos mediante las concesiones otorgadas a aquellos cuya fe era vacilante, los romanos volvieron valerosamente a la lucha contra los países insurrectos. Llevando el hacha en sus propias instituciones políticas, habían procurado alimentar la hoguera para que no se extinguiese. Desde este día, en efecto, la conflagración no invadió nuevos territorios. Si por un momento había estallado en Umbría y en Etruria, se extinguió como por encanto, menos bajo el peso de las armas romanas, que por el efecto de la Ley Julia. En las antiguas colonias de derecho latino y en la poblada región del Po, la República halló inmediatamente grandes y seguros recursos que, unidos a los proporcionados por la población ciudadana, permitieron pensar en dominar el incendio actualmente aislado. Los dos generales en jefe volvieron entre tanto a Roma. César en calidad de censor elegido, y Mario porque sus operaciones habían parecido lentas e inciertas, y por tanto había incurrido en la censura pública. Se decía que el viejo general marchaba agobiado bajo el peso de sus sesenta y seis años. Censura injusta, según todas las apariencias. Durante su permanencia en Roma, se lo vio ir todos los días a la palestra, y hacer allí ostentación de su gran vigor físico. Además, en su última campaña había mostrado que no había decaído en lo más mínimo su capacidad militar de otros tiempos; sin embargo no había podido distinguirse por algún gran éxito, que era lo único que hubiera podido rehabilitarlo de su antigua bancarrota política ante la opinión pública. Con gran desesperación suya, se despreció al valiente viejo y se desestimaron sin ningún miramiento los servicios de su espada tan ilustre. Así, lo sustituyó en el mando del ejército que operaba en el país de los marsos el cónsul de este año, Lucio Porcio Catón, recomendado por su campaña en Etruria. En el ejército de Campania, César tuvo por sucesor a su lugarteniente Lucio Sila, a quien se debían en parte los mejores resultados del año precedente. En cuanto a Gneo Estrabón, promovido también al consulado, permaneció en el Picenum, donde continuó el curso de sus conquistas.
LA
GUERRA EN EL PICENUM
SITIO Y TOMA DE ASCULUM
En el invierno del año 665 se abrió la campaña con un movimiento atrevido de los insurrectos. Renovando las grandes tentativas de la guerra épica del Samnium, lanzaron de repente un cuerpo de quince mil marsos en la Italia del Norte, para auxiliar la insurrección que fermentaba entonces en Etruria. Pero Estrabón, cuya provincia tenían que atravesar, les cerró el paso y los batió completamente, de tal forma que muy pocos volvieron a su patria. La estación permitió después a los romanos que tomasen la ofensiva, así que Catón entró a su vez en el territorio de los marsos, y penetró hasta el corazón del país después de una serie de afortunados combates. Pero al querer tomar por asalto el campamento enemigo, situado en las inmediaciones del lago Fucino, encontró allí su muerte. Estrabón quedó él solo encargado de las operaciones militares en la Italia del centro, y dividió su atención y sus fuerzas entre el sitio de Asculum, que continuó, y la obra de sometimiento de los países marsos, sabelios y apulios. El jefe insurrecto Judacilio acudió con sus picentinos en socorro de su ciudad natal, empeñado en obligar al enemigo a levantar el sitio, y atacó a los sitiadores, a quienes la guarnición de Ausculum embistió también en sus líneas. Se dice que setenta y cinco mil romanos combatieron aquel día contra sesenta mil itálicos. La victoria quedó para los primeros, pero Judacilio había conseguido penetrar en la plaza con parte de su ejército. El sitio volvió a comenzar inmediatamente, y fue un sitio largo y difícil. La plaza era fuerte, y los habitantes se defendieron como desesperados que recordaban la sangrienta explosión del principio de la guerra.[9] Cuando, después de muchos meses de una valerosa defensa, Judacilio vio que iba a sonar la hora de la capitulación, hizo morir entre tormentos a todos los habitantes sospechosos de inteligencias con los romanos, y él mismo se dio después la muerte. Inmediatamente se abrieron las puertas de la ciudad, y a las matanzas ejecutadas por los itálicos sucedieron los suplicios ordenados por los generales de Roma: todos los oficiales y ciudadanos notables fueron pasados por las armas, y el resto, reducido a la mayor miseria, fue expulsado, a la vez que todos sus bienes quedaron confiscados en beneficio del Estado.
SUMISIÓN DE LOS MARSOS Y DE LOS SABELIOS
Durante el sitio de Ausculum y después de su caída, numerosas columnas habían recorrido los países vecinos, obligando a unos y a otros a someterse. Los marrucinos habían hecho la paz después de haber sido derrotados en Chieti por Servio Sulpicio. En Apulia el pretor Cayo Cosconio tomó Salapia (el antiguo puerto de Arpi) y Canas, y sitió Canusium. Un cuerpo de samnitas que conducía Mario Egnacio había marchado en auxilio de los apulios, que eran poco belicosos, y en un principio rechazó a los romanos, pero, al ser derrotado por el pretor al pasar el Aufido (Ofanto), perdió a su general y a mucha gente, y se vio obligado a refugiarse en los muros de Canusium. Los romanos marcharon nuevamente adelante: se los vio en Venosa y en Rubi (Ruvo), y quedaron dueños de toda la Apulia. Al mismo tiempo su dominación se restableció en la región del lago Fucino y del monte Majilla, verdadero centro de la insurrección. Los marsos se sometieron a Quinto Metelo Pío y a Cayo Cinna, legados de Estrabón; y al año siguiente, los vestinos y los pelignios se entregaron a Estrabón en persona. Italia, la capital de la insurrección, volvió a ser como antes la modesta aldea pelignia de Corfinium: los restos del Senado itálico se habían refugiado entre los samnitas.
SUMISIÓN DE CAMPANIA HASTA NOLA. SILA EN EL SAMNIUM
Por su parte el ejército del sur, a las órdenes de Sila, había tomado la ofensiva e invadido la Campania meridional, ocupada por el enemigo. Estabies fue tomada y destruida por Sila el 30 de abril del año 665; Herculano, muerto por Tito Didio en el momento del asalto según parece, el 11 de junio del mismo año. Pompeya se resistía más. Lucio Cluencio, un jefe samnita que había venido en socorro de la plaza, fue rechazado por Sila. Volvió a la carga, contando con las hordas de los galos que habían reforzado su ejército, pero hizo mal en fiarse del valor inconstante de sus inseguros aliados. Su derrota fue un verdadero desastre: su campamento fue tomado y él murió con la mayor parte de los suyos al huir hacia Nola. Reconocido el ejército romano, dio a su general la corona de césped (corona gramínea), insignia rústica con que se adornaba todo soldado que, por su bravura, había salvado una división. Sin detenerse en el sitio de Nola y de otras ciudades campanias, que aún conservaban los samnitas, Sila penetró en el país y marchó derecho al foco principal de la insurrección. Eclanum (Fricenti, al este de Benevento) fue rápidamente asaltada y cruelmente castigada. El miedo se apoderó de todo el país de los hirpinos, quienes se sometieron antes de que los lucanios que se habían puesto en movimiento pudieran llegar en su auxilio; así, nada impidió ya a Sila subir hasta los puntos más elevados del país samnita. Pasó los desfiladeros donde lo esperaban las milicias del país con su jefe Mutilo, que fueron derrotadas al ser atacadas por la espalda, y que a consecuencia de esto perdieron su campamento. Mutilo, herido, huyó a Esernia. Sila continuó sus triunfos: llegó a Bovianum (Boyano), capital del país, y la obligó a capitular después de una nueva victoria obtenida bajo sus muros. Solo lo avanzado de la estación puso término a sus hazañas.
LA
INSURRECCIÓN VENCIDA POR TODAS PARTES
CONSTANCIA DE LOS SAMNITAS
La rueda de la fortuna había girado por completo. Así como al principio de la campaña del año 665 la insurrección iba triunfante, poderosa y progresando, así se la ve al fin abatida, derrotada y sin esperanza. La Italia del Norte estaba pacificada, la central en manos de Roma de una a otra ribera, y los Abruzos, sometidos casi por completo. Por otra parte, la Apulia había sido reconquistada hasta Venosa, y la Campania hasta Nola. El territorio de los hirpinos había sido ocupado nuevamente, con lo que se interrumpían las comunicaciones entre el Samnium y el país lucanobrucio, únicas regiones que aún sostenían la lucha: tal es el cuadro que se presenta a nuestros ojos. Italia parecía la inmensa hoguera de un incendio aún no extinguido: por todas partes se veían cenizas, ruinas y siniestros resplandores; y después alguna que otra llamarada que salía del medio de los escombros. Pero en todas partes la República había dominado el incendio; el principal peligro había pasado. Desgraciadamente no conocemos los hechos más que superficialmente, y no podemos decir cuáles fueron las causas ciertas de estos prodigiosos y repentinos reveses. No hay duda de que la habilidad de Estrabón y más aún la de Sila, así como la enérgica concentración de las fuerzas de Roma y su vigoroso ataque, contribuyeron en gran medida a este resultado. Pero al lado de los hechos de armas estuvo necesariamente la influencia de los hechos políticos. De otro modo no puede explicarse la increíble y repentina caída del edificio de los insurrectos. Las leyes de Silvano y de Carbón debieron fomentar la desorganización y la traición en las filas del enemigo, tal y como se había supuesto acertadamente. Por otra parte, y como sucede frecuentemente, el fracaso se convirtió en la manzana de la discordia entre ciudades mal unidas entre sí por el lazo de la común insurrección. Pero lo que vemos claramente (y no necesitamos para convencernos más que las violentas convulsiones interiores y la disolución que siguió en el Estado itálico) es el acto grave y notable verificado por los samnitas. Según parece, bajo el impulso del marso Quinto Silón, que desde un principio había sido el alma de la insurrección, y que después de la capitulación de su pueblo se había refugiado en el país inmediato, se dieron en aquellos momentos una nueva organización particular y provincial, y ante el hecho de que el Estado de Italia había caído, intentaron continuar la lucha por su cuenta y bajo el nombre de «safines» (samnitas).[10] Hicieron su último santuario en la fuerte ciudadela de Esernia, levantada tiempo atrás para ser la Bastilla de sus libertades. Allí reúnen un ejército de unos treinta mil hombres de a pie y mil caballos, al cual refuerzan con veinte mil esclavos emancipados y colocados en sus líneas, y eligen cinco generales, el primero de los cuales es el mismo Silón. Después de doscientos años de silencio, se vio con admiración reproducirse la guerra del Samnium. Como en el siglo V de Roma, el rudo y valeroso pueblo volvía a tomar las armas después de la caída de la confederación italiana, e intentaba arrancar por sí solo y en sangrienta lid el reconocimiento de su independencia. ¡Esfuerzo heroico de la desesperación, pero que no podía tener buen éxito! La guerra de las montañas se sostendría todavía algún tiempo, y podría hacer nuevas víctimas en el Samnium y en Lucania, pero la causa de la insurrección estaba irremisiblemente perdida.
EXPLOSIÓN DE LA GUERRA CON MITRÍDATES
Sin embargo, sobrevino en este momento una complicación grave. Los asuntos se habían embrollado en Oriente, y Roma se veía en la necesidad de declarar la guerra a Mitrídates, rey del Ponto. Al año siguiente (666) sería necesario enviar al Asia Menor a un cónsul y un ejército consular. Si la guerra hubiese estallado un año antes, la República habría corrido un gran peligro, teniendo insurreccionada la mitad de Italia y una de sus más ricas provincias. Pero, en la actualidad, la maravillosa fortuna de Roma se había ya manifestado con la rápida caída de la insurrección italiana. La guerra que amenazaba en Asia, por más que comenzase en el momento en que terminaba la insurrección de los pueblos itálicos, no podía ser ya un peligro serio considerando además que Mitrídates, en su orgullo, había negado a los italianos su poder o su auxilio. Con todo, no puede negarse que proporcionaba a Roma un grave disgusto. Habían pasado los tiempos en que esta hacía frente sin resentirse apenas a una guerra en Italia y a una expedición al otro lado de los mares. Después de los dos años de la guerra mársica, el Tesoro estaba agotado, y parecía imposible formar un nuevo cuerpo de ejército aparte de los que ya había en servicio activo. Sin embargo, se proveyó a ello del mejor modo que se pudo. Se reunió dinero, enajenando como terrenos propios para edificar los que quedaban libres en la meseta y en las inmediaciones del Capitolio (volumen I, libro primero, pág. 133). La venta produjo nueve mil libras de oro. No se reunió un nuevo ejército, pero al cuerpo que había en Campania, mandado por Sila, se le dio orden de embarcarse tan pronto como se lo permitieran las circunstancias en la Italia del Sur. Los progresos que el ejército de Estrabón hacía en el norte dejaban entrever que no se dilataría mucho el momento de la partida.
TERCERA CAMPAÑA. TOMA DE VENOSA. MUERTE DE SILÓN
La campaña del año 666, la tercera de esta guerra, comenzaba bajo los más favorables auspicios. Estrabón destruyó en el primer encuentro la última tentativa de resistencia en los Abruzos. En Apulia, Quinto Metelo Pío, sucesor de Cosconio e hijo del Numídico, adicto como él a los principios conservadores y digno de su padre por sus talentos militares, puso fin a la lucha apoderándose de Venosa, donde hizo tres mil prisioneros. En el Samnium, Silón había reconquistado a Bovianum, pero perdió luego una batalla contra el general romano Mamerco Emilio. En esa ocasión, cosa que fue para la República un éxito mayor que la victoria, se halló su cuerpo entre los seis mil muertos que dejaron los samnitas tendidos en el campo. En Campania, Sila arrancó a los rebeldes las pequeñas ciudades que todavía ocupaban, y comenzó el sitio de Nola. Por último, el romano Aulo Gavinio penetró en Lucania y en un principio alcanzó algunas ventajas, pero fue muerto en el ataque dado al campamento enemigo, y Lamponio, el jefe de los insurrectos, se apoderó de nuevo casi sin oposición de todo el país agreste del Brucium y de Lucania. Pero un golpe de mano intentado por él contra Regium fracasó, gracias al pronto auxilio de Cayo Norbano, pretor de Sicilia. De cualquier modo, y a pesar de algunos incidentes desgraciados, los romanos veían aproximarse cada vez más el fin de esta lucha. Nola estaba a punto de entregarse y el Samnium tenía agotadas sus fuerzas; quedaba disponible un numeroso ejército para la guerra de Asia. Todo iba a medida de su deseo, cuando de repente un cambio inesperado en Roma dio a la insurrección pujanza y fuerza.
AGITACIÓN EN ROMA. EL DERECHO DE CIUDAD OTORGADO A LOS
ITÁLICOS.
SUS RESTRICCIONES CONSECUENCIAS DE LOS PROCESOS POLÍTICOS.
MARIO
En efecto, en Roma reinaba una fermentación de las más temibles. El ataque de Druso contra la jurisdicción de los caballeros, su precipitada caída ante el esfuerzo de este partido y, por último, los procesos iniciados por la Ley Varia, verdadera arma de dos filos, como hemos visto anteriormente, habían sembrado los odios más acerbos entre la aristocracia y la nobleza del dinero, entre los moderados y los ultras. Como los sucesos habían dado la razón al partido que tendía a un acomodamiento amistoso, se habían visto casi forzados a conceder a los confederados los mismos derechos que los moderados habían propuesto que se les reconociesen de buen grado. Pero la concesión hecha, lo mismo que la negativa que la había precedido, habían guardado en la forma ese carácter estrecho y celoso que sabemos. En lugar de colocar a todas las ciudades itálicas bajo el imperio de una ley igual, no se había hecho más que dar a la igualdad una expresión diferente. Se había recibido en la asociación cívica de Roma a un gran número de estas ciudades, pero al título conferido iba anexa una nota de inferioridad que colocaba a los nuevos ciudadanos, con relación a los antiguos, en una situación semejante a la de los emancipados frente de los ingenuos. Al conceder solo el derecho latino a las ciudades entre el Po y los Alpes, se excitaba su codicia lejos de apaciguarla. Por último, en una gran parte de Italia, y no por cierto la peor, todas las ciudades conquistadas al día siguiente de la insurrección se veían no solamente excluidas, sino que, como sus antiguos tratados con Roma habían caído por el hecho de su insurrección, no se habían estipulado otras bases y no conservaban más que lo que se les había dejado a manera de gracia.[11] Ver que se les quitaba así su voto político era cosa tanto más injuriosa al considerar que en efecto se sabía cuán poco valor tenían estos votos en el estado actual de los comicios. A los ojos de todo hombre imparcial, no había cosa más ridícula que esta afectada solicitud por la inmaculada pureza del cuerpo electoral. Todas estas restricciones traían consigo un peligro, que era el de ofrecer al primer demagogo que se presentase un medio en que apoyar sus ambiciones, ya fuera que quisiese atender los reclamos más o menos justos de los ciudadanos nuevos, o que intentase admitir en la ciudad a los italianos excluidos de ella. Por último, las semiconcesiones hechas y los derechos tan mezquinamente concedidos parecían todavía insuficientes a los hombres ilustrados de la aristocracia, lo mismo que a los recién venidos y a los mismos excluidos. Sobre todo deploraban la dolorosa ausencia de todos los hombres eminentes, enviados al destierro por la comisión de alta traición de la Ley Varia. Sacarlos del exilio era difícil, pues estaban condenados no por la justicia popular, sino por sentencia del jurado. Casar por un segundo plebiscito judicial el plebiscito anterior no hubiera sido complicado para nadie, pero casar un veredicto dado por el pueblo habría sido un ejemplo funesto a los ojos de todo buen aristócrata. En suma, ni los ultras ni los moderados se hallaban satisfechos del éxito de la crisis social. Pero ninguno se sentía tan colérico como el viejo Mario. Él se había lanzado a lo más recio de la guerra con toda clase de esperanzas. Pero de allí había vuelto en contra de su voluntad, con la conciencia de haber prestado a su patria nuevos servicios y haber sufrido nuevas injurias, y con la amarga convicción de que, lejos de ser temible todavía al enemigo, había descendido en su estima. Abrigaba en su seno el espíritu de venganza, ese gusano roedor que se alimenta de su propio veneno. Por incapaz o inútil que se hubiese mostrado en el gobierno, no podía ser mirado como un intruso: su nombre había continuado siendo popular y era un temible instrumento en manos de un demagogo.
CORRUPCIÓN DE LA DISCIPLINA MILITAR
A estos elementos peligrosos de convulsión política venía a unirse la creciente decadencia de las costumbres, del honor y de la disciplina militares. Los malos gérmenes introducidos en la legión por los proletarios se habían desarrollado con una terrible rapidez durante las desmoralizadoras guerras de la insurrección, en las que había sido necesario utilizar los servicios de todos los hombres válidos sin distinción, y en las que se había hecho tranquilamente la propaganda demagógica, tanto bajo la tienda del soldado como dentro de los muros de Roma. No tardaron en verse las consecuencias en el relajamiento del lazo de la jerarquía militar. Ante el sitio de Pompeya, el consular Aulo Postumio Albino, comandante del cuerpo sitiador y destacado del ejército de Sila, había sido molido a palos y pedradas por sus mismos soldados, que se creyeron vendidos y entregados al enemigo. Por su parte Sila, general en jefe, no había podido nada contra ellos, sino exhortarles a olvidar el recuerdo de su crimen con sus proezas delante del enemigo. Los principales culpables habían sido los soldados de la armada, que, como sabemos, son la peor especie de soldados. No tardó en seguir su ejemplo una división de legionarios, reclutados principalmente entre el populacho de Roma. A la voz de Cayo Ticio, un famoso héroe del Forum, se sublevaron y atacaron a Catón, que era uno de los cónsules, y que se libró de la muerte como por milagro. Ticio fue arrestado, pero no castigado. Poco tiempo después Catón murió en una batalla y, con razón o sin ella, se sospechó que sus mismos oficiales, entre ellos Cayo Mario el Joven, lo habían asesinado.
CRISIS ECONÓMICA. MUERTE DE ASELIÓN
Como si no fuese bastante la crisis política y militar, se declaró otra aún más terrible en los asuntos de la economía pública, producida por la guerra social y los trastornos de Asia, y cuyas primeras víctimas fueron los capitalistas. Como les era imposible pagar el interés de sus deudas, y estaban siendo perseguidos despiadadamente por sus acreedores, los deudores se presentaron ante el tribunal competente y reclamaron al pretor urbano, Aselión, que les diese un término o plazo para poder vender sus propiedades, o que aplicara las antiguas y olvidadas leyes sobre la usura, que, conforme a una regla de tradición inmemorial, condenaban al acreedor a pagar el cuádruple del interés cobrado ilegalmente (volumen I, libro segundo, pág. 300). Aselión parecía dispuesto a hacer que prevaleciese sobre las prácticas del derecho existente la letra de la ley: recibió las demandas y procedió en la forma acostumbrada. Por esta razón, los acreedores, irritados, se reunieron en el Forum conducidos por el tribuno Lucio Casio y se arrojaron sobre el pretor, vestido con las insignias religiosas para cumplir un sacrificio, y lo asesinaron delante del templo de la Concordia. Ni siquiera llegó a abrirse una investigación sobre semejante atentado (año 665). Durante este tiempo los deudores, exasperados, decían que no había otro remedio para los sufrimientos de las masas «que la formación de nuevos libros de cuentas», lo cual quería decir la anulación por la ley de todos los créditos, o el perdón total de las deudas. Se reprodujeron entonces todos los incidentes de la lucha entre los órdenes: los capitalistas reanudaron su alianza con una aristocracia cuyo interés era también el suyo, y persiguieron con procesos a la oprimida multitud y también a los hombres del justo medio que deseaban que se dulcificasen los rigores judiciales. Esta sociedad se hallaba al borde del abismo, y allí, en el extremo, se vio al deudor desesperado arrojarse de cabeza, arrastrando al acreedor en su caída. Sin embargo no ocurría ya, como en otro tiempo, que este mal atacaba solo al organismo civil y moral de una gran ciudad puramente agrícola. En la actualidad, la descomposición local se verificaba en el seno de la capital de numerosos pueblos. La desmoralización de las ciudades donde se codean los príncipes y los mendigos era un hecho, pues en aquel inmenso teatro las condiciones sociales se detenían ante masas más compactas, más densas y temibles. La guerra social había sacudido violentamente hasta los cimientos sobre los que se fundaba Roma, y preparado una nueva revolución. Una casualidad hizo que estallase.
LEYES SULPICIAS. SULPICIO RUFO
Corría el año 666. El tribuno Publio Sulpicio Rufo propuso al pueblo que se declarase depuesto a todo senador que tuviese una deuda que excediera los dos mil dineros, y que se abriesen las puertas de la patria a los ciudadanos condenados por el veredicto de jurados, que no habían sido liberados. Por último, planteó que los nuevos ciudadanos se distribuyesen en todas las tribus y que los emancipados tuviesen en ellas derecho a votar. Mociones extrañas, por lo menos desde ciertas perspectivas, y más en boca de semejante hombre. Publio Sulpicio Rufo (nacido en el año 630) debía su importancia política menos a su origen noble, sus grandes relaciones y su riqueza patrimonial, que a su gran elocuencia, en la que superaba a todos sus contemporáneos. Su excelente voz, sus animados ademanes y lo enérgico de su palabra arrastraban al oyente, incluso al no convencido, como dice Cicerón.[12] Por su origen pertenecía al partido senatorial: su primer acto político (año 659) había sido una acusación pública contra aquel Norbano tan odioso a los amigos del poder (pág. 222); y, entre los conservadores, había pertenecido a la facción de Craso y de Druso. ¿Por qué se había decidido a aspirar al tribunado del pueblo en el año 666, y por este hecho abdicar a su nobleza patricia? No es posible averiguarlo. Pero del hecho de que tuviese, con todo el partido moderado, en contra a los conservadores, que lo calificaban de revolucionario, no debe concluirse que lo fuera en efecto, o que hubiese soñado con derribar la constitución, como Cayo Graco. Sin embargo, como era el único entre los personajes notables del partido de Craso y de Druso que había visto pasar sobre su cabeza el huracán de los procesos que trajo consigo la Ley Varia, sin duda se creyó llamado a concluir la obra de Druso y a poner término a la inferioridad civil de los ciudadanos nuevos. Para hacerlo necesitó revestir las insignias de tribuno. Agréguese a esto que en el curso de sus funciones muchos de sus actos fueron contrarios a las tendencias de la demagogia. Un día se lo vio interponer su veto e impedir que uno de sus colegas consiguiese por un plebiscito la casación de los veredictos pronunciados conforme a la Ley Varia. En otra ocasión, cuando al salir de la edilidad Cayo César quiso saltar por encima de la pretura y obtener el consulado para el año 667, aspirando sin duda al generalato del ejército de Asia, encontró en Sulpicio el más decidido y el más enérgico de sus adversarios. Así pues, fiel siempre a la línea de conducta de Druso, Sulpicio quiso que todo el mundo respetase la constitución ante todo. Desgraciadamente no podrá, como no había podido Druso, unir elementos irreconciliables y, conduciéndolos por las estrictas vías del derecho, conseguir que triunfen sus proyectos de reforma por sabios que sean. En realidad repugnan demasiado a la inmensa mayoría de los antiguos ciudadanos, y nunca los aceptarán de buen grado. Sulpicio rompió con la poderosa familia de los Julios, a la que pertenecía Lucio César, uno de los senadores más influyentes, y hermano de Cayo. Rompió además con la camarilla aristocrática que navegaba en sus aguas; y los odios personales nacidos de esta ruptura contribuyeron no poco a que el irascible tribuno fuese más allá de donde pensaba en un principio.
TENDENCIA DE LAS LEYES SULPICIAS
De cualquier modo, las mociones sulpicias no desmentían en absoluto por su índole sus antecedentes personales, o la situación que había ocupado hasta entonces en medio de los partidos. Establecer la igualdad entre los ciudadanos nuevos y los antiguos era sencillamente tomar en parte una de las proposiciones de Druso en favor de los itálicos, e, igual que él, no hacer otra cosa que obedecer las prescripciones de una sabia política. El llamamiento de los personajes condenados por los veredictos del jurado de Vario atacaba realmente la inviolabilidad que el mismo Sulpicio había defendido poco antes, pero era en beneficio de su partido y de los conservadores moderados. Se concibe fácilmente, desde este momento, ese cambio de conducta del fogoso agitador. Al entrar la víspera en la escena política había combatido vivamente la medida; después, exasperado por la resistencia de sus adversarios a todos sus proyectos, se convirtió en su sostenedor. En cuanto a la medida de exclusión contra los senadores que habían contraído grandes deudas, tenía su razón de ser en la situación profundamente quebrantada de las fortunas en el seno de las principales familias, situación revelada durante la crisis financiera, a pesar de las apariencias y del brillo exterior. Por doloroso que el sacrificio fuese, era en interés bien entendido de la aristocracia ver salir de la curia (pues tal hubiera sido el resultado de la Ley Sulpicia) a todos los senadores que no pudiesen pagar inmediatamente sus deudas. En efecto, había un gran número de ellos que, agobiados por los compromisos económicos, marchaban como encadenados detrás de sus colegas más ricos y eran esclavos de las pandillas que era necesario destruir expulsando a una multitud notoriamente venal. Reconocemos, sin embargo, que al querer limpiar de este modo el establo de Ogias, Rufo sacaba al público los vergonzosos vicios del Senado: la medida era brutal y odiosa, y no la hubiera propuesto sin sus luchas con los jefes de la facción. Por último, si con su moción a favor de los emancipados intentaba ser pronto el jefe de las masas, esta moción tenía también sus justas causas y por otra parte podía conciliarse con las instituciones aristocráticas. Después de haber llamado a los emancipados al servicio militar, ¿no tenían estos algún fundamento para reclamar el voto político? Siempre habían caminado a la par el voto y el servicio en el ejército. Y además, en el estado al que habían llegado los comicios, anulados por completo políticamente, ¿qué inconveniente había en que viniera a perderse un albañal más en aquella inmensa cloaca? Si admitían indistintamente a todos los emancipados en el derecho de ciudad, lejos de aumentarse las dificultades del gobierno para la oligarquía, se aminoraban. Los emancipados eran en su mayor parte dependientes de las grandes familias por su fortuna y sus bienes. Oportunamente utilizados, ofrecían al poder una poderosa palanca de la que podían echar mano en las elecciones. La medida, como todo favor político concedido al proletariado, era indudablemente contraria incluso a las tendencias de la aristocracia reformista. Sin embargo para Rufo no era más que lo que había sido para Druso la ley de cereales: el medio de atraerse el proletariado, conquistar su asistencia y vencer con él la resistencia opuesta a las reformas verdaderamente útiles. Nada más fácil de prever que esta resistencia a todo trance. Era muy cierto que en su espíritu de cortas miras ambas aristocracias manifestarían después de la insurrección los mismos celos estúpidos que antes de su explosión. La gran mayoría de cada partido, en voz alta o baja, tacharía de inoportuna debilidad las semiconcesiones hechas en la hora del peligro, y se opondría violentamente a toda proposición que tendiera a ampliarlas. El ejemplo de Druso había mostrado en lo que podrían venir a parar las tentativas de reforma conservadora con el único apoyo de la mayoría del Senado. De aquí la actitud del amigo y partidario de Druso; de aquí la tentativa de renovar los proyectos de aquél, colocándose en oposición directa con el Senado, y lanzándose por el camino de los demagogos. Rufo no se tomó ni siquiera el trabajo de ganarse a los senadores con el cebo de la restitución del Senado; hallaba un apoyo más firme entre los emancipados y en el pequeño ejército que lo seguía. Según sus adversarios disponía de tres mil mercenarios y de un antisenado compuesto de seiscientos hombres de las clases altas: con ellos aparecía en las calles y en el Forum.
RESISTENCIA DEL PODER. INSURRECCIÓN. POSICIÓN DE
SILA
SUSTITUCIÓN DE SILA POR MARIO COMO GENERAL EN JEFE
Sus mociones fueron combatidas a todo trance por la mayoría del Senado. Para ganar tiempo, este indujo a los cónsules Lucio Cornelio Sila y Quinto Pompeyo, ambos adversarios de la democracia, a celebrar festividades religiosas extraordinarias, durante las cuales no podían reunirse los comicios. En contestación a esto, Sulpicio suscitó una violenta insurrección en la que entre otras víctimas murió el joven Quinto Pompeyo, hijo de uno de los cónsules y yerno del otro. Los mismos cónsules estuvieron en gran peligro, y hasta se dice que Sila tuvo que refugiarse en casa de Mario. Hubo que ceder a la fuerza. Sila se resignó a dar contraórdenes respecto de las fiestas, y las mociones de Sulpicio se votaron sin ningún obstáculo. Sin embargo aún no estaba asegurada su suerte. Si en la capital había llevado la aristocracia la peor parte, y esto por primera vez después de la era de la revolución, en Italia había otro poder con el que se necesitaba contar en adelante: me refiero a los dos grandes y victoriosos ejércitos del procónsul Estrabón y del cónsul Sila. Las disposiciones de Estrabón eran dudosas; pero en lo que concierne a Sila, aunque en el primer momento cedió a la violencia, vivía en inteligencia completa con la mayoría del Senado. Además, después de haber dado contraórdenes respecto de las fiestas, había salido precipitadamente de Roma para volver a unirse con su ejército que estaba en Campania. Inaugurar el terror con la espada de las legiones en una capital indefensa era menos difícil que asustar a un cónsul desarmado, amenazándolo con los palos en un motín. Sulpicio suponía que su adversario, hoy que estaba en posesión del poder, respondería a la fuerza con la fuerza, y volvería a Roma a la cabeza de sus legionarios para echar abajo a los conservadores demagogos con todas sus leyes. ¡Quizá se engañaba! Sila tenía más deseo de ir a pelear contra Mitrídates, que disgusto y odio contra los tumultos en las calles de Roma. Indiferente en su origen a todas estas querellas, en su increíble negligencia política no pensaba quizás en el golpe de Estado que Sulpicio creía tener suspenso sobre su cabeza. Si se hubiese dejado a Sila seguir su deseo, una vez tomada Nola, que tenía entonces sitiada, habría embarcado inmediatamente su ejército con rumbo hacia el Asia. Pero Sulpicio quería prevenir el peligro y concibió la idea de relevarlo del mando. Con este objeto se entendió con Mario, cuyo nombre popular parecía justificar ante las masas la moción que tenía por objeto conferirle el generalato de Asia. Además, gracias a sus talentos y a su ilustración militar, podía ser un sólido apoyo en caso de una ruptura con Sila. Sin embargo, esto no quiere decir que el tribuno desconociese el peligro de una medida que ponía el ejército de Campania en manos de un hombre ansioso de venganza y de honores, ni la enorme ilegalidad de un mando en jefe conferido por plebiscito a un ciudadano que no era funcionario público. Pero la notoria incapacidad política de su héroe le daba la seguridad de que éste no querría cometer ningún grave atentado contra la constitución. Por otra parte, era tal el peligro de la situación si las previsiones de Sulpicio respecto de los proyectos de Sila resultaban ciertas, que no le estaba permitido detenerse ante semejantes objeciones. En cuanto al viejo capitán, se convertiría con mucho gusto en el condottiero de cualquiera que utilizara sus servicios; después de largos años, ambicionaba en el fondo de su corazón el mando en jefe de una expedición al Asia. ¿Quién sabe además si encontraría en esto la ocasión tan deseada de arreglar sus cuentas con la mayoría del Senado? Por un plebiscito votado a propuesta de Sulpicio, Cayo Mario recibió el mando supremo y extraordinario del ejército de Campania o, según la fórmula, la potestad proconsular, para dirigir la expedición contra Mitrídates. A continuación de esto, dos tribunos del pueblo partieron hacia el campamento que estaba bajo los muros de Nola para hacerse cargo de las legiones de Sila.
LLAMADA DE SILA. SU MARCHA SOBRE ROMA
ÉSTA ES INVADIDA POR LAS LEGIONES
Los enviados llevaban mala comisión. Si había un hombre en quien debía recaer naturalmente el mando militar de Asia, ése era Sila. Pocos años atrás había luchado allí con gran éxito, y había contribuido más que nadie a abatir la última y peligrosa insurrección de los itálicos. Cónsul en funciones el mismo año de la ruptura con Mitrídates, se le había asignado dicho mando en la forma acostumbrada y con pleno asentimiento de Pompeyo, su colega, amigo y consuegro. Después de esto, era cosa grave quitarle el mando por un voto del pueblo soberano para darlo a su viejo rival en la guerra y en la política, aquel a quien nadie podía decir a qué excesos y a qué violencias podría entregarse. Sila no era hombre bastante sumiso como para resignarse a obedecer, ni dependiente para creerse obligado a ello. El ejército, tal como lo habían hecho las reformas militares de Mario y la disciplina de su jefe actual, tan severo desde el punto de vista de las armas como relajado desde el punto de vista de las costumbres, no era más que una banda de soldados aventureros entregados por completo a su general, que permanecían absolutamente indiferentes a las cosas de la política. En lo que respecta a Sila, frío y gastado, pero de gran lucidez de espíritu, no veía en el pueblo de Roma más que una muchedumbre envilecida, y en el héroe de Aix a un político gastado y en quiebra. Veía en la legalidad una palabra vana, y en Roma una ciudad desguarnecida, de murallas ruinosas y mil veces más fácil de tomar que Nola. Y, según lo que veía, así obró. Reunió a sus soldados que formaban seis legiones, o un contingente de unos treinta y cinco mil hombres, y les mostró el mensaje que había recibido de Roma, con el buen cuidado de decirles que el nuevo general no los conduciría al Asia Menor, pues llevaría allí otras tropas. Excepto uno solo, los oficiales superiores, ciudadanos antes que soldados, se negaron a seguirlo, pero los soldados, a quienes la experiencia prometía en Asia una victoria fácil y un botín inmenso (volumen II, libro tercero, pág. 361), se sublevaron tumultuosamente, hicieron pedazos a los dos tribunos procedentes de la capital, y exclamaron que Sila podía conducirlos a Roma. Levantó inmediatamente su campamento, e hizo que se le uniese en el camino el otro cónsul, su colega, que pensaba como él. En algunas pocas jornadas, y sin hacer caso de los enviados que Roma le mandaba con orden de detenerse, llegó al pie de los muros de la ciudad. De repente se vio a sus columnas tomar posiciones en el puente del Tíber y en las puertas Colina y Esquilina, y después, con las legiones en buen orden y con las águilas por delante, pasaron los muros sagrados dentro de los cuales la ley prohibía la guerra. Muchas discordias y luchas funestas habían tenido lugar dentro de su recinto; nunca, sin embargo, el ejército romano había violado la paz consagrada. Hoy se consuma el crimen sin vacilar, por una miserable cuestión de mando militar en Oriente. Una vez en Roma, las legiones ganaron la altura del Esquilino. Molestadas allí por las piedras y los objetos que les arrojaban desde lo alto de las casas, iban ya a retroceder cuando Sila, tomando en la mano una antorcha encendida, amenazó con incendiar las casas y llevar a todas partes la desolación y la ruina. Los soldados llegaron por fin a la plaza Esquilina (no lejos de Santa María la Mayor), donde los esperaban algunas tropas reunidas precipitadamente por Mario y Sulpicio. Las primeras columnas que llegaron fueron vigorosamente rechazadas por sus adversarios. Pero no tardaron en llegar refuerzos. Una división de silenos bajó por la Subura y cogió por la espalda a los defensores de Roma; estos retrocedieron. Entonces Mario se volvió y quiso hacer frente al enemigo junto al templo de la Tierra (Tellus), donde el Esquilino va descendiendo hacia el gran mercado. Conjura al Senado, a los caballeros y al pueblo a ir contra los legionarios, pero sus esfuerzos son vanos. Quiere armar a los esclavos prometiéndoles la libertad: solamente tres se presentaron. A los dos jefes ya no les quedó más remedio que huir por las puertas que aún no estaban ocupadas. A las pocas horas Sila era dueño absoluto de Roma, y al llegar la noche sus legionarios estaban acampados en medio del Forum.
PRIMERA RESTAURACIÓN DE SILA
MUERTE DE SULPICIO. HUIDA DE MARIO
Era la primera vez que el ejército intervenía en las discordias civiles. Estaba ya demostrado hasta la evidencia que, en el punto al que habían llegado las dificultades políticas, la fuerza bruta era la única que podía decidirlas, y que además la fuerza de los palos no podía luchar con la fuerza militar. El partido conservador también había sido el primero que había sacado la espada; desde aquel día quedó condenado a sufrir la pena dictada más tarde por la profunda y justa sentencia del Evangelio. De esperar, tenía asegurada la victoria, y podía tranquilamente y a su placer escribir su triunfo en forma de leyes. Dicho está que las Leyes Sulpicias quedaban anuladas como de pleno derecho. Su autor y sus principales partidarios habían huido. El Senado los declaró enemigos de la patria, en número de doce, y pregonó que cualquiera podía prenderlos para decapitarlos. En virtud de este senadoconsulto, Publio Sulpicio fue apresado y muerto cerca de Laurentum. Su cabeza fue enviada a Sila, quien mandó que fuese expuesta en pleno Forum, sobre aquella misma tribuna donde poco tiempo atrás su palabra resonaba vigorosa y elocuente. Se siguió la pista a los otros, y el viejo Mario se salvó a duras penas de los asesinos, que ya casi le habían dado alcance. El gran general había borrado en parte el glorioso recuerdo de sus hazañas con una larga serie de faltas. Sin embargo, cuando se supo que estaba en peligro la vida del salvador de la República, no se vio ya en él más que al héroe victorioso de Verceil; y toda Italia oyó y esperó ansiosa la admirable aventura de su huida. Entró en una embarcación a Ostia con objeto de arribar al África, pero después, obligado por los vientos contrarios y la falta de provisiones, tuvo que arribar al promontorio Circeyo, y comenzó a andar errante y como a tientas por la campiña. Sus compañeros eran poco numerosos, y él no se fiaba de dormir bajo techo. El viejo consular marchaba a pie, y muchas veces sus fuerzas se veían agotadas por el hambre. Así llegó a los alrededores de Minturnos, colonia romana situada en la desembocadura del Liris (Garigliano). Pero como a lo lejos aparecieron los caballeros de Sila, apenas tuvo tiempo para llegar fatigado a la orilla del río; finalmente pudo entrar en un buque mercante que allí se encontraba, y sustraerse así al enemigo. Pero los marineros, aterrados, se acercaron a tierra y después se marcharon mientras Mario dormía en la orilla. Los que lo perseguían lo encontraron al fin en las marismas inmediatas, hundido en el cieno hasta la cintura y oculta la cabeza entre unas hojas de caña. Lo entregaron a los magistrados de Minturno, y fue encerrado en un calabozo al que se mandó a un esclavo cimbrio, alguacil de la ciudad, para que lo asesinase. El germano no pudo sostener la terrible mirada del vencedor de su pueblo, y se le cayó el hacha de la mano cuando el romano le preguntó con su voz atronadora si se atrevería alguna vez a asesinar a Cayo Mario. La vergüenza cubrió la frente de los magistrados locales; el hombre a quien aquél había hecho esclavo, indultaba, por decirlo así, y respetaba al salvador de Roma. ¿No podría esperar siquiera otro tanto de sus conciudadanos a quienes él había dado las franquicias que disfrutaban? Se rompieron sus cadenas y se le dio un buque y dinero, con lo cual pudo llegar a Enaria (Ischia). En las aguas de esta isla fue donde pudieron volver a reunirse todos los proscritos, a excepción de Sulpicio. Llegaron después a Erix, y desde allí fueron a Cartago, pero los funcionarios de Roma los rechazaron de Sicilia y de África. Ganaron la Numidia, y durante el invierno hallaron asilo en las dunas. Una vez allí, el rey Hiemsal II, a quien éstos habían esperado ganar, y que en verdad había fingido recibirlos como aliados para apoderarse más fácilmente de ellos, quiso echarles mano. Fue necesario huir delante de su caballería y refugiarse en la pequeña isla de Cercina (Kerkena, en la costa de Túnez). No se sabe si Sila agradeció a su buena estrella el no haber sido el asesino del vencedor de los cimbrios. Lo que sí parece cierto es que no castigó a los magistrados de Minturnos.
LEGISLACIÓN CORNELIANA
Durante este tiempo puso manos a la obra y, para reparar los males presentes o impedir las revoluciones futuras, concibió una serie completa de leyes nuevas. Respecto de los deudores, no hizo más que confirmar y poner en vigor los reglamentos sobre el máximo del interés del capital,[13] además, instituyó cierto número de colonias. Los combates y los procesos criminales, llevados adelante durante la guerra social, habían clareado las filas del Senado. Sila las reforzó con la incorporación de trescientos miembros elegidos naturalmente bajo la inspiración del interés aristocrático. Introdujo también cambios esenciales en el sistema de la votación y en la iniciativa legisladora. La reforma del año 513 y el régimen de los comicios centuriados, que concedía el mismo número de votos a cada una de las cinco clases censatarias, no le pareció que debían sostenerse y volvió a la antigua ley de Servio. Ésta asignaba a la primera clase a todos los ciudadanos ricos de cien mil sestercios, y de esta forma, acaparaba aquí casi la mitad de los votantes. Además, Sila exigió para los altos cargos del consulado, de la censura y de la pretura, un censo electoral que excluía de hecho del voto activo a todos aquellos que no tenían una riqueza determinada. Por último, restringió la iniciativa de las tribus en materia legislativa: en adelante toda moción debía ser inmediatamente presentada al Senado, que debía aprobarla antes de que el pueblo pudiese conocerla.
Estas medidas, que eran una reacción manifiesta contra las tentativas revolucionarias de Sulpicio, tenían por autor al hombre que se había convertido en espada y escudo del partido constitucional. Por lo demás, llevaban su sello enteramente particular. Sin decreto del pueblo ni veredicto de los jurados, Sila había osado pronunciar la pena capital contra doce ilustres personajes, entre quienes se contaban magistrados en ejercicio y el general más famoso de su tiempo. Dando publicidad a este acto de proscripción, se atrevía a infringir la antigua y santa ley de apelación al pueblo, y se reía de la severa censura de los personajes más decididos del partido conservador, de Quinto Escévola, por ejemplo. Se atrevía también a trastornar el orden de votación que venía practicándose desde hacía ya ciento cincuenta años, y a restablecer un censo electoral que había caído en desuso y estaba proscrito desde tiempo inmemorial. Por último, osaba quitar el poder legislativo a sus dos antiguos órganos, la magistratura y los comicios, para investir con ellos a los que no habían tenido nunca más que el derecho consultivo (volumen I, libro segundo, pág. 336). Quizá nunca, o al menos no tanto como este reformador procedente de las filas del partido aristocrático, un demócrata hubiera cambiado la justicia en tiranía, quebrantando y removiendo la constitución con una audacia increíble y hasta en sus más profundos cimientos. Sin embargo, si en vez de mirar la forma se mira el fondo de las cosas, juzgamos de un modo muy diferente. En Roma, y menos aún que en cualquier otra parte, las revoluciones no terminan sin exigir cierto número de víctimas expiatorias llamadas, según las formas tomadas más o menos de las fórmulas judiciales, a pagar la pena del crimen de su derrota ¡Recuérdense los excesos de la facción victoriosa, y los procesos y las persecuciones que comenzaron al día siguiente de la caída de Cayo Graco, o de la de Saturnino! ¿No parece como si debiera ensalzarse en el vencedor del Forum y del Esquilino la franqueza y la moderación relativa de sus actos? Tomó sin gran miramiento las cosas por lo que eran, y en la guerra no vio más que la guerra. Colocó fuera de la ley a los enemigos a quienes había vencido, redujo lo más posible el número de víctimas, y no dejó que el furor de su partido se desencadenase contra los humildes. Lo mismo hizo respecto de la organización política interior. En lo que toca al poder legislativo, el objeto y la materia de sus innovaciones más graves y más profundas en apariencia, no hizo más que reconciliar la letra de la constitución con su espíritu. ¿Qué cosa más irracional, desde su origen, que ese sistema legislativo donde todo magistrado, cónsul, pretor o tribuno tenía derecho a presentar su moción ante el pueblo, cualquiera que esta fuese, y hacer que la votasen? Con la creciente decadencia de los comicios, no había hecho más que aumentarse este vicio orgánico. No era tolerable sino porque el Senado había reivindicado de hecho el derecho de previa consulta, y porque había sabido detener toda proposición llevada directamente ante la asamblea del pueblo mediante su intercesión política o religiosa (volumen I, libro segundo, pág. 336). Pero, como la revolución había pasado por encima de estos diques, se desarrollaron prontamente las consecuencias de un régimen absurdo; así se había hecho posible a cualquier ciudadano trastornar hasta los fundamentos del Estado. En tales circunstancias, ¿qué cosa más natural y necesaria, qué cosa más conservadora, en el recto sentido de la palabra, que formular en términos expresos y consagrar en la ley las atribuciones senatoriales autorizadas ya por los hechos? Lo mismo puede decirse respecto de la renovación del censo electoral. Éste había sido la base de la constitución antigua. Si la reforma del año 513 había aminorado la prerrogativa de los más ricos, en materia de elecciones no había dejado ninguna influencia a los ciudadanos que poseían menos de cuatro mil sestercios. Pero después de esta época se había realizado una inmensa revolución financiera que hubiera justificado por sí misma una elevación nominal del censo mínimo. Por permanecer fiel a su espíritu, la nueva timocracia cambia ahora la letra de la constitución, y al mismo tiempo apela a los medios menos rigurosos que tiene a su alcance para prevenir la venalidad de los votantes y la serie de vergüenzas que la acompañaban. Si hablamos de las medidas de Sila respecto de los entrampados y de la colonización, hallamos también la prueba de que, si bien no descendía por la pendiente de las ardientes ideas de Sulpicio, deseaba sin embargo reformas materiales, de la misma forma que las habían deseado Druso y los demás aristócratas que veían más claro. Por otra parte, no olvidemos que estas reformas las emprendía por su propia voluntad y después de la victoria. Por último, al confirmar también que dejó en pie los fundamentos principales del edificio constitucional de los Gracos, y que no tocó la jurisdicción ecuestre ni las distribuciones de trigo, llegará a formarse sobre el conjunto de la legislación del año 666 este juicio equitativo y verdadero. En efecto, mantuvo en todas sus partes esenciales las instituciones vigentes después de la caída de los Gracos; se contentó con modificar, según la exigencia de los tiempos, ciertas tradiciones legales que ponían en peligro el orden establecido, y al mismo tiempo se esforzó por remediar los males sociales hasta donde le era posible, sin meter la cuchilla hasta lo más profundo de la llaga. Manifestó un enérgico desprecio hacia el formalismo constitucional, y se alió al vivo sentimiento de la conservación de las leyes actuales en su más íntima esencia. Con todo esto revelaba vistas claras y penetrantes, y hasta laudables designios, pero defraudaba las convicciones fáciles y demasiado superficiales. Es verdad que se necesitaba una gran dosis de buena voluntad para creer que, contentándose con fijar el máximo de interés, se iba a sacar de apuros a los deudores, y que contra los futuros demagogos el derecho de previa consulta al Senado opondría una barrera más fuerte que lo que había sido hasta entonces el derecho de intercesión y de intervención religiosa.
NUEVAS COMPLICACIONES. CINA ESTRABÓN.
SE EMBARCA SILA PARA ASIA
En efecto, no tardaron en aparecer nuevas nubes en el horizonte del puro cielo de los conservadores. Los asuntos de Asia iban tomando cada día un aspecto más amenazador. Por el solo hecho de haberse retrasado el embarque del ejército, retraso debido a la revolución sulpiciana, el Estado había sufrido un perjuicio enorme. Era necesario a toda costa hacer que partiesen al momento las legiones. Sila creyó que dejaría detrás de sí garantías sólidas en caso de que se desencadenase una nueva tormenta contra la oligarquía. Contaba con los cónsules, que la institución electoral había de dar a Roma, y contaba con el ejército que quedaba en Italia, que se ocupaba entonces en destruir los últimos restos de la insurrección itálica. Pero he aquí que los nuevos comicios consulares fueron desfavorables a los candidatos que él había presentado, y que al lado de Gneo Octavio, personaje que pertenecía decididamente a los optimates, nombraron a Lucio Cornelio Cina, uno de los más ardientes agitadores de la oposición. El partido capitalista había puesto mano probablemente en la votación, y con esto se vengó del nuevo legislador del interés. Sila sufrió la elección y manifestó que estaba encantado de haber visto al pueblo hacer uso de las libertades electorales que le aseguraba la constitución. Solo exigió a los dos cónsules que jurasen que la guardarían fielmente. Respecto de los ejércitos, como casi todo el de Campania partía hacia el Asia, el del norte se iba a hacer dueño de la situación. Por un plebiscito expreso Sila hizo conferir el generalato a su fiel colega Quinto Rufo. Gneo Estrabón, que lo mandaba en la actualidad, fue llamado con toda clase de precauciones. Pertenecía al partido de los caballeros, y su actitud puramente pasiva durante los trastornos suscitados por Sulpicio lo había hecho sospechoso ante la aristocracia. Rufo marchó a su puesto y ocupó el lugar de Estrabón, pero murió en una insurrección militar y volvió aquél a ponerse a la cabeza del ejército que acababa de dejar. Se lo acusó de haber sido el instigador del crimen; nada de extraño tiene que así se creyese, puesto que él recogió el provecho y no castigó a los asesinos sino con palabras de amarga censura. En cuanto a Sila, la pérdida de Rufo y la reinstalación de Estrabón no dejaban de crearle un peligro nuevo y serio. Sin embargo no quiso retirarle el mando. Por otra parte, no tardó en expirar el término de su mismo consulado. Cina lo apremiaba para que partiese a Asia, al mismo tiempo que uno de los tribunos del pueblo elegidos la víspera osó citarlo ante la justicia. Era evidente, aun para los que veían menos claro, que se formaba una nueva tormenta contra él y los suyos, y que sus enemigos no deseaban más que su partida. ¿Qué hacer? ¿Convenía romper con Cina y quizá también con Estrabón, y marchar de nuevo sobre Roma? ¿O por el contrario convenía abandonar los asuntos de Italia, sucediera lo que sucediese, y dirigirse hacia el continente de Asia? Patriotismo o indiferencia, el hecho es que eligió este último partido. Confió el cuerpo de ejército que había dejado en el Samnium a Quinto Metelo Pío, militar aguerrido y experimentado, que tomó en su lugar el mando proconsular de la baja Italia, y, por otra parte, encargó la continuación del sitio de Nola al protector Apio Claudio. Hecho esto, se embarcó con sus legiones a principios del año 667 (87 a.C.).