II
MOVIMIENTO REFORMISTA. TIBERIO GRACO
EL GOBIERNO EN ROMA ANTES DE LA ÉPOCA DE LOS GRACOS
Después de la batalla de Pidna, Roma vivió en la tranquilidad más completa por espacio de un siglo; apenas si apareció, en algún que otro punto de sus dilatados dominios, alguna leve agitación en la superficie de su sociedad. El imperio territorial se extendía por los tres continentes entonces conocidos. El esplendor del poderío romano y la gloria de su nombre iban aumentando constantemente: todas las miradas estaban vueltas hacia Italia; todos los talentos y todas las riquezas afluían a este país afortunado. Parece que volvía a abrirse en él la edad de Oro, con los beneficios de la paz y los goces intelectuales de la vida. Los orientales hablaban entre sí y con entusiasmo de la gran República de «Occidente, que tenía sujetos los reinos vecinos y lejanos, que era temida de todo aquel que oía pronunciar su nombre, y que cuidaba escrupulosamente de conservar la amistad y la paz con sus amigos y con los pueblos que en ella ponían su confianza […]. Así pues, los romanos habían adquirido un poderío inmenso […], y, sin embargo, nadie ceñía allí la diadema, o revestía la púrpura para distinguirse de los demás y parecer más grande que ellos […], sino que delegando anualmente su magistratura soberana […], lo obedecían todos sin que reinasen entre ellos la envidia ni los celos».[1]
DECADENCIA RÁPIDA
En efecto, tal era el aspecto de las cosas miradas de lejos, pero, de cerca, el cuadro variaba por completo. El gobierno aristocrático de Roma marchaba a grandes pasos hacia la ruina de su propia obra, pero no porque los hijos y los nietos de los vencidos en Canas y vencedores en Zama hubiesen degenerado y perdido la tradición de sus grandes antepasados. No habían cambiado los hombres que se sentaban en el Senado, pero sí, los tiempos. Allí donde el gobierno pertenece a un número restringido, exclusivo, de antiguas familias que tienen vinculadas las riquezas y la influencia política, en la hora del peligro se las ve desplegar una incomparable persistencia: obedecen al heroico espíritu de sacrificio. Si los tiempos varían y las tempestades calman, vuelven de nuevo a caer en la estrechez de miras, en el egoísmo y en la flojedad. Ambos fenómenos se engendran en la misma causa, en el poder hereditario y perteneciente exclusivamente a una corporación. Hacía mucho tiempo que el mal existía, pero en estado latente, y no necesitaba para germinar y crecer más que el sol de la prosperidad. Había realmente un profundo sentido en aquella frase de Catón, cuando se preguntaba «¿qué sería de Roma, el día que ésta no tuviese a nadie que temer?». Había llegado este caso. Todos los pueblos que hubieran podido inspirarle algún temor habían sido casi aniquilados. La muerte iba arrebatando uno tras otro a los hombres nacidos y educados bajo el antiguo régimen, en la ruda escuela de las guerras de Aníbal; aquellos hombres que eran como el último eco del gran siglo, hasta en los días de su avanzada vejez. Ya había dejado de resonar en el Senado y en la plaza pública la voz del último de todos, la voz de Catón el Mayor. Una generación nueva había tomado a su cargo la dirección de los negocios, y los actos de su política eran una perentoria y terrible respuesta a la cuestión propuesta por el viejo patriota. Ya hemos dicho de qué manera gobernaba a los países sujetos, y cómo marchaban los asuntos exteriores bajo su dirección. En cuanto a las cosas interiores, el descuido era aún mayor, si esto es posible. La nave marcha hacia donde la impele el viento, y, si ha de entenderse por gobierno interior otra cosa que el despacho de los asuntos diarios, puede asegurarse que Roma no tenía gobierno. La corporación directora no tenía más que un pensamiento al que obedecía siempre: conservar y aumentar, si era posible, los privilegios usurpados. No es el Estado el que por su función tiene derechos sobre el ciudadano más útil y mejor, sino que cada uno de los miembros del patriciado pretende tener un derecho innato a la función suprema del Estado. Nada puede disminuir este derecho: ni la injusta concurrencia de sus iguales, ni las empresas del concurrente jurídicamente despojado. Todos los esfuerzos de la pandilla de los nobles no tienen más que un fin: impedir la reelección al consulado y excluir en adelante a los «hombres nuevos». En el año 603 consiguió por fin que pasasen a ser ley las tan deseadas prohibiciones;[2] y de esta forma asegura el régimen de las nulidades políticas en provecho de los nobles. Todo va entonces del mismo modo: la inacción en el exterior, la exclusión en el interior de los simples ciudadanos, y la desconfianza recíproca entre los miembros del orden noble al que pertenece el poder. El medio más seguro de tener alejados de la casta aristocrática a los hombres del común del pueblo era el de prohibirles las acciones brillantes que pudieran ser un título para su ennoblecimiento. Por lo demás, en este gobierno de las medidas a medias hasta resultaría incómodo un noble que volviese a Roma vencedor y conquistador de la Siria o del Egipto.
ENSAYOS DE REFORMA
COMISIONES CRIMINALES PERMANENTES
Sin embargo existía una oposición, cuyas tentativas produjeron algunos resultados. Se mejoró la organización judicial. Saltaba a la vista la insuficiencia de la jurisdicción administrativa contra los magistrados de las provincias, ejercida directamente por el Senado, o delegada por él en ocasiones a comisiones extraordinarias. En el año 605, y a consecuencia de una moción de Lucio Calpurnio, se estableció una innovación fecunda para el derecho y la vida pública de Roma, que consistía en una comisión permanente con la misión de proceder contra los magistrados romanos concusionarios,[3] a instancia de las provincias.
LA VOTACIÓN SECRETA. EXCLUSIÓN DE LOS SENADORES DE LAS CENTURIAS ECUESTRES. LAS ELECCIONES
También se quiso emancipar los comicios y arrancarlos a la preponderante influencia de la aristocracia. Los demócratas de Roma creían hallar su panacea en el voto secreto de las asambleas del pueblo: votación que fue instituida por la Ley Gabinia en el año 615 para las elecciones a las magistraturas, por la Ley Casia en el año 617 para los tribunales populares y, por último, por la Ley Papiria en el año 624 para admitir o rechazar las mociones legislativas. Hacia el año 625, un plebiscito obligó a los senadores a renunciar al «caballo público» al tiempo de su admisión en la curia; de este modo se les quitó el derecho de voto privilegiado en las dieciocho centurias ecuestres (volumen II, libro tercero, pág. 335). Todas éstas eran medidas que tendían evidentemente a emancipar el cuerpo electoral de la influencia del orden gobernante. Quizás el partido del que emanaban creyó ver en ellas el punto de partida de la regeneración política. ¡Vana ilusión! No trajeron ningún remedio a la nulidad del órgano supremo y legal del poder del Estado, antes, por el contrario, hicieron más patentes todos los vicios de las cosas y de las instituciones. Desde el año 609 se había fingido el formal reconocimiento de la soberana independencia del pueblo; habían abandonado el lugar de sus antiguas asambleas, al pie de la curia, y las habían trasladado a la plaza del mercado (al Forum). La querella de la soberanía popular contra la dominación real y constitucional de los nobles no era, después de todo, más que aparente. Los partidos luchaban solo con frases y palabras sonoras, y no se dejaba sentir su acción en los hechos inmediatos. Durante todo el siglo VII, la vida política solo se manifestó en las elecciones anuales para las funciones civiles, el consulado y la censura principalmente. Las elecciones eran las cuestiones grandes y candentes, pero son raros los casos en que se encarnan principios opuestos en las diversas candidaturas. Por lo común, no había más que una cuestión de personas. Que la mayoría de los votantes se vaya al lado de un Cecilio o de un Cornelio, poco importa: la política general no tiene nada que ver en ello. Si hay algo que pueda transformar los vicios de las facciones, eso es el libre movimiento de las masas en el Estado y el común progreso hacia el fin ideal que profesan. Los partidos no desempeñaban en Roma más que un papel miserable en provecho de los intrigantes que se disputaban el poder. Era relativamente fácil para todo noble romano penetrar por la cuestura y el tribunado del pueblo en la carrera de las funciones públicas (cursus honorum), pero, eso sí, para llegar hasta el consulado y la censura necesitaban hacer grandes esfuerzos y por espacio de muchos años. De los muchos premios que podían recogerse en la lucha, eran pocos los que pagaban el trabajo. Según la expresión de un poeta, los combatientes necesitaban luchar en un palenque muy ancho en un principio, pero que se iba estrechando por momentos. Mientras las funciones fueron honoríficas, mientras solo se presentaron a conquistar las pocas coronas hombres fuertes y capaces, militares, hombres de Estado y jurisconsultos, todo marchó bien. En el momento en que el orden noble se estrecha y aísla, no trae ventaja alguna la concurrencia. Con pocas excepciones, casi todos los jóvenes de las familias gobernantes se lanzan a la carrera política, y su prematura ambición encuentra medios más eficaces que los servicios prestados a la cosa pública para llegar al fin. La primera condición de éxito era tener o crearse relaciones influyentes, pero ahora no se iba como antes a buscarlas en los campos de batalla, sino en la antesala de los grandes personajes. Ir muy de mañana a esperar que se levantase el patrono y aparecer en público formando su cortejo era antiguamente oficio de clientes y de emancipados. En la actualidad, la nueva clientela de los altos personajes la constituyen los nobles ambiciosos y aduladores. Pero el pueblo es también un poderoso señor y debe respetárselo como tal. El populacho se muestra muy exigente: ya pretende que el futuro cónsul reconozca la soberanía del pueblo y lo honre en todo descamisado que anda por la calle, por decirlo así, ya quiere que el candidato salude a todos los electores por su nombre propio y les apriete la mano. Y, en efecto, los nobles se precipitan por esta senda y mendigan los cargos degradándose. El candidato que consigue el triunfo no solo ha necesitado prosternarse ante los altos y los poderosos, sino que se ha humillado en la plaza pública: ha necesitado aparecer alegre y complaciente ante las masas, ha tenido que prevenir y satisfacer todas sus exigencias. Ha prometido hacer grandes reformas y se ha llamado demócrata para atraerse el público; medio tanto más eficaz, cuanto que no va al fondo de las cosas ni sirve más que de pasaporte a la persona. No tardó en hacerse moda entre la imberbe juventud noble imitar ridículamente el papel de Catón para comenzar la vida pública con una acción brillante. Se los vio entonces sazonando su necia retórica con una pasión inexperta y buscar algún personaje elevado e impopular a quien poder acusar. Para estos abogadillos del Estado, la noble institución de la justicia y la disciplina política no eran más que un asunto de cábala o de cábalas electorales. Dar al pueblo funciones magníficas y, lo que es peor, prometérselas, era desde hacía mucho tiempo la condición previa y legal para obtener el consulado (volumen II, libro tercero, pág. 360); y vemos, por las prohibiciones dictadas en el año 595 (159 a.C.), que se compraban ya los votos a precio de oro. Mendigando con bajezas los favores de la muchedumbre, la aristocracia minaba su propio suelo. Ahora bien, ¿cómo conciliar por mucho tiempo la situación y los derechos del gobernante contra el gobernado, con esa actitud humillante y esas adulaciones a las masas? El gobierno debía ser la salud del pueblo, y no fue más que una peste funesta. No se atrevió a disponer de la vida y la fortuna de los ciudadanos, conforme a las necesidades de la patria; y dejó que se habituaran al pensamiento peligroso y egoísta que tenían de la exención de todos los impuestos directos y pagados por adelantado. En efecto, después de la guerra contra Perseo no volvieron a pedirse estos impuestos al pueblo. Por más que estuviesen a punto de desaparecer el ejército y la organización militar, no se atrevía a obligar a un romano a que fuese a servir más allá de los mares, pues ya se sabía lo que costaba al magistrado que intentase siquiera poner en vigor las antiguas y odiosas leyes del reclutamiento (pág. 74).
LA NOBLEZA Y EL PUEBLO
La Roma de estos tiempos ofrece el espectáculo de los múltiples abusos enlazados unos con otros, procedentes de una oligarquía completamente degenerada y de una democracia todavía en sus principios, pero carcomida ya en su germen. A juzgar solo por los nombres que se han dado las dos facciones, los «grandes» (optimates) tienden a hacer que prevalezca la voluntad de los mejores; los «populares» (populares) solo toman en cuenta a la totalidad de los ciudadanos. Pero en realidad no se encontrará en Roma una aristocracia completamente tal, ni un pueblo constituido y gobernándose a sí mismo. Por ambas partes se lucha por una sombra; no hay en ellas más que soñadores o hipócritas. La gangrena política ha penetrado por todas partes, y la nulidad es igual en los dos campos. En el poder, lo mismo que en la oposición, ninguno de los dos partidos tiene plan ni pensamiento político que pueda ayudarlos a salir de su estéril inmovilidad; y en el fondo se acomodan entre sí, tanto y tan bien que se encuentran constantemente en los mismos medios y con los mismos fines parciales. Las alternativas de sus triunfos y derrotas no son más que cambios de táctica, pues nada hay que manifieste un movimiento en la idea política. Es verdad que para la República hubiera valido más ver que la aristocracia, quitando la elección al pueblo, establecía directamente en favor de los grandes la herencia de los cargos, o ver que la democracia entronizaba definitivamente su propio régimen. Pero, al comenzar el siglo VII, los nobles y el pueblo comprendían ya que se eran muy necesarios unos a otros, y no se hacían una guerra a muerte y decisiva. Eran también incapaces de anonadarse recíprocamente, aunque lo hubiesen pretendido. Entre tanto, el edificio de la República iba desmoronándose política y moralmente, y amenazaba la ruina.
CRISIS SOCIAL
Llegó la crisis de la que había de salir la revolución romana, pero no comenzó por los mezquinos conflictos que acabamos de mencionar: fue más bien económica y social. También en esto el gobierno romano dejó marchar las cosas por sí mismas. El mal que fermentaba hacía tiempo llegó sin obstáculos a su madurez, y se desarrolló con una rapidez y un poder inauditos. En ningún otro tiempo la economía social había conocido más que dos elementos o factores, que se repelen eternamente: el elemento agrícola y el del dinero. En alianza estrecha con la gran propiedad, la renta había hecho una guerra secular a las clases rurales. Una vez vencido y destruido el campesino, parecía que la paz no iba a poder establecerse sino sobre las ruinas de la ciudad. Este éxito deplorable de los acontecimientos se había prevenido merced a las afortunadas guerras exteriores y a las distribuciones hechas de las tierras conquistadas. Ya hemos dicho anteriormente que en el momento en que con nombres nuevos resucitaba el antagonismo entre patricios y plebeyos, y el capital aumentaba desmesuradamente, esto había traído consigo una nueva tormenta sobre la cabeza de las clases rurales, pero el camino recorrido no es el mismo. En otro tiempo, el pequeño propietario, agobiado por los gastos, se había transformado en simple mediero por cuenta de su acreedor. En la actualidad muere por la llegada de los cereales procedentes del extranjero o producidos por el trabajo de los esclavos.
Se marchaba con el siglo: la guerra del capital contra el trabajo o, mejor dicho, contra la libertad individual continuó como siempre revistiendo las más rigurosas formas del derecho. Si, a diferencia de los tiempos antiguos, el hombre no pierde su libertad por causa de las deudas, ahora el esclavo legalmente comprado y pagado sustituye al trabajador, y el prestamista domiciliado en Roma sigue paso a paso la revolución económica y se convierte en industrial y en plantador. En resumen, el resultado viene a ser el mismo: envilecimiento de la pequeña propiedad rural y aniquilamiento, por parte de los grandes dominios, del cultivo en pequeño. Esto ocurrió primero en una parte de las provincias y después en la propia Italia; los grandes dominios fueron aplicados con preferencia a la cría de ganados y a la producción de aceite y de vino, y, por último, los brazos libres desaparecieron en Italia y en las provincias ante las bandas de esclavos. Así como la nueva nobleza hace correr al Estado más peligros que el patriciado, porque no basta ya con un simple cambio en la institución para derribarla, así también el capital y su poder actual engendran mayores males que en el siglo IV y V, porque las reformas de la ley civil no pueden alcanzarlos.
LA ESCLAVITUD Y SUS EFECTOS
Sin embargo, antes de referir este segundo gran conflicto entre el trabajo y el capital, conviene dar a conocer sumariamente el sistema de la esclavitud en Roma, su naturaleza y extensión. No vamos a tratar aquí de la antigua esclavitud rural, esa institución relativamente inocente en la que se ve al campesino conduciendo el arado o al señor con más tierras de las que puede cultivar, y que entonces lo establece en una quinta separada de la hacienda principal como capataz o arrendatario, con la condición de que le entregue una parte de los frutos. Además, este régimen se perpetuó a lo largo de todos los siglos, y en los alrededores de Como se verá establecido aún bajo los emperadores, pero esto no es más que una excepción local. Los países donde subsiste son países privilegiados, y la constitución de la propiedad asegura en ellos al labrador una condición más agradable. Lo que a nosotros nos toca estudiar es el gran dominio de esclavos tal cual se formó bajo la influencia de los inmensos capitales acumulados en Roma, lo mismo que en otro tiempo había sucedido en Cartago. La esclavitud de los antiguos tiempos hallaba suficientes medios para sostenerse en los prisioneros de guerra y en el hecho de ser hereditaria; pero en la época que mencionamos, en el siglo VII, la esclavitud necesita para subsistir, lo mismo que sucede en América con esta institución, echar mano a verdaderas cacerías humanas sistemáticamente organizadas. La población servil fue disminuyendo constantemente bajo un régimen que no tiene en cuenta la vida humana ni la reproducción de las familias, y para llenar estos vacíos no bastaban los rebaños de esclavos conducidos al mercado a consecuencia de las guerras. No se perdona a ningún país donde se halla esta triste cacería; hasta en la misma Italia se ve algunas veces al señor apoderarse del obrero campesino libre pero pobre, y colocarlo entre sus esclavos. De cualquier forma, la Nigricia de los romanos era principalmente el Asia occidental.[4] Corsarios, cretenses y sicilianos ejercían un oficio regular recorriendo las costas de Siria y las islas del archipiélago griego, cazando esclavos para venderlos después en los mercados de Occidente; pero en los Estados sometidos a la clientela de la gran ciudad lo hacían los publicanos de Roma, organizando por sí mismos cacerías monstruosas e incorporando a sus cautivos con la muchedumbre de esclavos que los seguían. En el año 650 (104 a.C.), el rey de Bitinia tuvo necesidad de pedir gracia y declararse impotente para suministrar su contingente de soldados, pues todos los hombres útiles de su reino habían sido cogidos y transportados a Italia por los publicanos. La gran escala de Delos se había convertido en el centro comercial de la trata; aquí era donde los traficantes de esclavos vendían y entregaban su mercancía a los especuladores de Italia. Una vez se vio en un solo día desembarcar y vender a diez mil desgraciados. De aquí podemos juzgar el inmenso número de víctimas, y sin embargo la demanda superaba la oferta. Nada de extraño tiene este fenómeno. Estudiando el estado económico de la sociedad romana desde el siglo VI, hemos mostrado que el cultivo en gran escala tenía por fundamento necesario en la antigüedad el trabajo servil (volumen II, libro tercero, pág. 390). Como asuntos de pura especulación, necesitaban por instrumento al hombre legalmente degradado y reducido al estado de bestia de carga. Por lo demás los oficios estaban en gran parte en manos de esclavos, que hacían sus productos para el señor, y es con esclavos de la clase más inferior como las compañías de arrendatarios de impuestos cobraban las rentas públicas. Los esclavos también eran quienes bajaban al fondo de las minas, recogían las resinas y estaban sujetos a todos los trabajos fatigosos: se ofrecían rebaños de esclavos para las minas de España, que eran aceptados por los explotadores y suministraban un crecido interés al dueño que los alquilaba. En Italia no se realizan ya la vendimia ni la recolección de la aceituna con hombres libres adscriptos al dominio, por decirlo así, sino que toma a su cargo tal empresa cualquier propietario de esclavos. Por último, se confía también a los esclavos el cargo de apacentar los rebaños: ya hemos hablado de ellos y dicho que recorrían armados, y a veces hasta a caballo, las grandes praderas de Italia (volumen II, libro tercero, pág. 384). Muy pronto se extendió la economía pastoril también a las provincias, y este fue el asunto favorito de especulación para el capitalista romano. Apenas fue conquistada la Dalmacia, se vio invadida por aquél. Allí organizó la cría de ganado en gran escala según el método italiano; pero el mal más funesto procedía sin duda del sistema de las plantaciones. En los campos ya no se veían más que bandas de esclavos marcados con el hierro candente y con grillos en las piernas, trabajando en cuadrilla durante el día, bajo la vigilancia del capataz, y encerrados de noche, por regla general todos juntos, en un calabozo subterráneo (ergastulum). Este sistema había sido importado tiempo atrás de Oriente a Cartago (volumen II, libro tercero, pág. 18), y después los cartagineses lo introdujeron en Sicilia, donde por esta misma razón parece que se desarrolló antes y más completamente que en ninguna otra región sometida al dominio de Roma.[5] El territorio de Leontium comprendía unas treinta mil yugadas (7560 hectáreas) de tierras de labor correspondientes al dominio público, que fue arrendado por los censores. Pocos años después de los Gracos, vemos que ha sido distribuido entre ochenta y cuatro propietarios, detentadores cada uno de 360 yugadas por término medio, todos extranjeros, a excepción de uno solo que es leontino; por consiguiente, todos capitalistas y especuladores romanos en su mayor parte. Éstos habían entrado con ardor por el camino que Cartago les trazara. Los ganados y el trigo de Sicilia, productos del trabajo servil, se prestaban a grandes negocios; romanos o no, estos traficantes habían extendido por toda la isla sus prados y sus plantaciones. Pero aún no se había introducido en Italia este sistema. Esta forma, la más funesta que puede adoptar la esclavitud, era casi generalmente ignorada en este país. La Etruria parece que fue la primera en ser invadida; pero, cuarenta años después de la época a que nos referimos, se practicaban ya las plantaciones en una vastísima escala y probablemente debían usarse también los calabozos para encerrar de noche a los esclavos. En el resto de la península el cultivo se realizaba generalmente con brazos libres o esclavos no encadenados. Hay además grandes trabajos que se ejecutan en forma de empresa y por contrato cerrado. Testimonio evidente de la diferente condición de la esclavitud en Sicilia y en Italia es que, al estallar en la isla la sublevación de los esclavos en el año 619, los únicos que no tomaron parte en ella fueron los esclavos mamertinos, que vivían según la regla italiana. Sondee quien quiera las profundidades de este mar de dolores y miserias; basta echar una ojeada sobre la condición de los más ínfimos y desgraciados entre los proletarios, para asegurar, sin temor de ser desmentidos, que los negros de nuestros tiempos no han bebido más que una gota del cáliz, si se compara su situación con la de los esclavos romanos. En este momento no voy a considerar sino los peligros que amenazan la República, y las necesidades que estos imponen al gobierno. Seguramente éste no había creado el proletariado servil, y su poder no alcanzaba a suprimirlo de una vez. Para esto, se hubiera necesitado un remedio que habría sido peor que la enfermedad. Lo más que hubiera podido hacer el gobierno, recurriendo a los procedimientos de una policía de seguridad rigurosa, era garantizar la vida y la propiedad de los gobernados que estaban amenazadas constantemente por ejércitos de esclavos, e intentar la reducción del número de éstos, favoreciendo y ensalzando el trabajo libre. Veamos de qué modo realizó esta doble misión la aristocracia romana.
SUBLEVACIONES DE LOS ESCLAVOS PRIMERA GUERRA EN SICILIA
Las conspiraciones y las guerras serviles que estallaron por todas partes muestran bien a las claras cómo se procedió en este asunto. En Italia parecían prontos a renacer los dramas sangrientos que se habían presenciado al terminarse las guerras de Aníbal: en el año 621 fue necesario coger y decapitar de repente ciento cincuenta esclavos en Roma, cuatrocientos cincuenta en Minturnos y cuatro mil en Sinuesa. Se comprende que la situación debía ser aún peor en las provincias. Por este mismo tiempo, en el gran mercado de Delos y en las minas de plata del Ática, las insurrecciones solo cedían ante la fuerza de las armas empleadas contra ellos. La guerra contra Aristónicos y los habitantes de la Ciudad del Sol (Asia Menor) no fue más que una guerra de los poseedores contra la misma clase de rebeldes. Pero donde el mal estalló en proporciones inauditas, como puede comprenderse bien, fue en Sicilia, en esa tierra prometida de los plantadores. En el interior de la isla, principalmente, siempre había existido el robo. Pero ahora se convirtió de repente en una formal insurrección. Había en Enna (Castrogiovanni) un plantador llamado Damófilo, rival de los especuladores italianos por la extensión de sus negocios industriales y por la importancia de su capital vivo. Cierto día el furor de sus esclavos rurales llegó a su colmo, y lo acometieron y asesinaron. Aquella banda salvaje después se precipitó sobre Enna, y degollaron en masa a los ciudadanos. Instantáneamente se extendió la insurrección por toda la isla: en todas partes fueron asesinados los dueños, o reducidos a su vez a la esclavitud. El numeroso ejército de los insurrectos puso a la cabeza de la fuerza a un hombre que poseía el don de los milagros y descifraba los oráculos. Natural de Apamea de Siria, Eunus tomó el nombre de Antioco, rey de los sirios. ¡Y por qué no! ¿No se había visto algunos años antes a otro sirio igual a él, pero que ni siquiera tenía el don de profecía, ceñir en su frente la diadema de los Seléucidas, en la persona del mismo Antioco? El nuevo rey de Sicilia eligió como su general a otro esclavo griego llamado Aqueo, y éste, bravo y activo, comenzó sus correrías por toda la isla. De todas partes acudieron a unírsele los rudos pastores de la montaña; y hasta los trabajadores libres, en su odio encarnizado contra los plantadores, hicieron causa común con los insurrectos. Su ejemplo fue imitado en otro punto del país por un esclavo cilicio llamado Cleon, que había sido ya ladrón en su patria. Ocupó Agrigento, y, aprovechándose de la mala inteligencia de los jefes romanos, las bandas de esclavos consiguieron algunas ventajas en combates parciales. Muy pronto estos triunfos fueron coronados con una completa victoria sobre el pretor Lucio Hipseo, cuyo ejército, formado en su mayor parte con el contingente siciliano, fue destruido y su campamento, tomado. Todo el país quedó a merced de las bandas vencedoras. Según los cálculos más fidedignos, su número pasaba de setenta mil hombres capaces para el combate; y durante tres años consecutivos, del 620 al 623, Roma se vio obligada a enviar contra ellos a los cónsules y los ejércitos consulares. Por último, después de muchos combates indecisos y hasta desgraciados, se puso término a la insurrección con la caída de Tauromenium y Enna. Delante de esta última ciudad, donde se habían refugiado las bandas de esclavos más decididas, y donde se defendieron con la tenacidad de hombres que no esperan salvación ni gracia, los cónsules Lucio Calpurnio Pison y Publio Rupilio tuvieron que sostener el sitio durante dos años, de forma tal que la plaza se rindió a las armas romanas por hambre, y no por la fuerza.[6]
Tales fueron los excelentes resultados de la política de seguridad organizada por el Senado, y dirigida por sus delegados en Italia y en las provincias. Para extinguir al proletariado se necesita un gran poder y una gran prudencia administrativa, y, aunque no son siempre suficientes para ello, al menos se consigue sin muchos esfuerzos anularlo políticamente en toda sociedad grande y bien organizada. En realidad sería muy cómodo no tener que temer de las clases pobres y desheredadas más peligros que los que hacen correr en las selvas los osos y los lobos. Solo a los políticos cobardes, o a los que no miran los asuntos públicos sino por el lado del miedo a las masas, se les ocurre predecir la destrucción del orden social por efecto de las sublevaciones de los esclavos, o por las insurrecciones de los proletarios. En Roma era fácil, pero no se supo refrenar a las masas oprimidas, aun cuando estaban en plena paz y el Estado tenía medios de acción inagotables. Grave síntoma de debilidad era esta insuficiencia del gobierno de la República: ¡síntoma también de otros vicios mayores! El pretor romano tenía en sus atribuciones legales la misión de proveer a la seguridad de los caminos y castigar con el suplicio de la cruz a todos los esclavos que se cogían ejerciendo el robo. En efecto, ¿qué otro medio que el terror podía emplearse para contener a los esclavos? Siempre que eran invadidos los caminos de la isla, vemos al funcionario romano ordenar inmediatamente una batida. Pero, en realidad, el que los ladrones fuesen condenados a muerte perjudicaría mucho a los plantadores italianos, y ¿qué hace entonces el pretor? Entrega a los cautivos a sus señores para que estos hagan justicia por sus manos, pero estos señores eran además muy económicos: cuando los pastores de sus rebaños les piden vestidos, les contestan apaleándolos, y les preguntan si es que los viajeros van por los caminos completamente desnudos. Ya sabemos a dónde condujo semejante connivencia. Por consiguiente, después de dominada la insurrección, el cónsul Publio Rupilio crucificó a todos los esclavos que cayeron en su poder, que no bajaron de veinte mil. ¡Ahora había gran peligro en guardar consideraciones hacia el capital de los especuladores!
LOS CAMPESINOS DE ITALIA
Si se hubiera querido dar de nuevo vida al trabajo libre y disminuir el proletariado servil, aunque infinitamente más difícil, sin duda la empresa habría prometido un inmenso resultado a la República, pero en esto el gobierno hizo nada o casi nada. Durante la primera crisis social, la ley había prescrito al propietario que emplease en su dominio cierto número de trabajadores libres en proporción con la cantidad de esclavos (volumen I, libro segundo, págs. 318-319). Después, el gobierno hizo traducir al latín un libro cartaginés que trataba de la agricultura: ¡primer y único ejemplo de una obra literaria inspirada y aprobada por el Senado! Pero este libro enseñaba indudablemente los métodos de las plantaciones fenicias, e iba a convertirse en un manual de los especuladores italianos. Las mismas tendencias se manifestaban en los hechos más importantes, o, mejor dicho, en lo que en Roma era una cuestión capital, en todo su sistema colonial. No se necesitaba gran previsión ni talento para comprender que no había más que un remedio eficaz contra los funestos progresos del proletariado rural. Dado el estado de los negocios exteriores, la emigración en gran escala hallaba en Roma las ocasiones y los medios más favorables (volumen I, libro segundo, pág. 326). Hasta fines del siglo VI se había luchado contra el aniquilamiento progresivo de la pequeña propiedad, con la creación incesante de nuevos dominios en beneficio de los campesinos. Sin embargo, aunque concebida en las vastas proporciones exigidas por la salvación pública, la obra había sido parcial: el Senado no había tocado los terrenos comunales ocupados desde tiempo atrás por los particulares (volumen I, libro segundo, pág. 285). Hasta había permitido nuevas ocupaciones en el territorio conquistado. Además, sin dar la tierra a los ocupantes, sobre todo en el territorio de Capua, se había reservado su distribución anexionando simplemente extensos dominios a los terrenos de aprovechamiento común. Sin embargo, se ve que las raras asignaciones hechas habían producido un bien considerable. Un gran número de ciudadanos pobres había hallado en ellos un recurso útil y, por tanto, había renacido la esperanza en todos los corazones. Pero a partir de la fundación de Luna no hallamos huella alguna de nuevas asignaciones coloniales, a no ser el hecho aislado de la colonia picentina de Osimo en el año 597. La razón es muy sencilla. Después de la sumisión de los boyos y de los apuanos, en Italia ya no quedaba territorio alguno por conquistar (pasamos en silencio los valles ligurios, que no podían atraer a colonos por su esterilidad). Terminada la conquista hubiera sido muy conveniente hacer una distribución de cierta parte de los terrenos comunales, pero esto era atentar contra los privilegios de la aristocracia. Así como esta viene luchando desde hace tres siglos contra semejante proyecto, continuará también impugnándolo en adelante. Distribuir los territorios de los que Roma se había apoderado fuera de Italia parecía cosa demasiado impolítica. Por consiguiente, era necesario que Italia continuase siendo soberana y mantener en pie la muralla que separaba a los súbditos provinciales de sus dominadores. Si no se quería abandonar los intereses de la política trascendental, o los intereses de casta, no había más remedio que asistir pasivamente a la ruina de la clase agrícola en Italia, y esto es lo que sucedió. Como antes, los capitalistas compraron los restos de las pequeñas fincas, y, por más que los pequeños cultivadores se empeñaron en resistir, se vieron desposeídos sin contrato ni venta, y a veces por los medios más infames. Hubo ocasiones en que, mientras el campesino araba en su campo, llegaba el enemigo y expulsaba a su mujer y a sus hijos. Luego el desdichado no tenía más remedio que ceder ante el hecho consumado. Los grandes propietarios no quieren ya brazos libres y prefieren a los esclavos, pues no están siempre sujetos a las requisas para el servicio militar.
Lo poco que aún quedaba de los antiguos proletarios fue esclavizado muy pronto y puesto al mismo nivel. El trigo producido a bajo precio en Sicilia invadía los mercados, depreciando al mismo tiempo los trigos de Italia. En Etruria, la antigua aristocracia indígena se ligó muy pronto con los especuladores. Desde el año 620 las cosas fueron llegando a tal estado que no existía en el país ni un solo ciudadano libre. Pudo decirse en Roma muy alto y en medio de la plaza pública que «para los animales había algún refugio, pero para los ciudadanos no quedaba más que el aire y el sol. Llámanse señores del mundo, cuando no poseen más que un mogote de tierra improductiva». ¿Se quiere un comentario elocuente de estas siniestras palabras? Pues consúltense las listas de los ciudadanos. Desde el fin de las guerras de Aníbal hasta el año 595, su número va aumentando, lo cual se explica fácilmente por las distribuciones hechas todos los días y en gran escala en los terrenos comunales (volumen II, libro tercero, pág. 406). En el año 595 el censo arrojó trescientos veintiocho mil ciudadanos válidos; a partir de aquí se entra en un periodo de constante decrecimiento. En las listas del año 600 solo se encuentran ya trescientos veinticuatro mil; en las del 607, trescientos veintidós mil, y en las del 623, trescientos diecinueve mil. Resultados deplorables para una época de paz profunda, tanto en el interior como en el exterior. Siguiendo esta pendiente, la población no tardaría en reducirse a plantadores y esclavos. ¿Iba el Imperio Romano a concluir de la misma forma que el Imperio de los partos? ¿No quedaría muy pronto reducido a buscar sus soldados en los mercados de esclavos?
IDEAS REFORMISTAS. ESCIPIÓN EMILIANO
Tal era la situación de los asuntos interiores y exteriores en el momento en que el Estado romano comenzaba el siglo VII de su historia. A donde quiera que los ojos se dirijan, no se ven más que abusos y decadencia. ¿Acaso un hombre prudente y sabio podía dejar de ver la urgencia del peligro y la necesidad de remediarlo? Roma contaba con un gran número de hombres de esta clase. Pero si entre ellos había alguno que pareciese llamado a poner mano sobre las reformas políticas y sociales, era seguramente el hijo predilecto de Paulo Emilio, el nieto adoptivo del gran Escipión, Publio Cornelio Escipión Emiliano Africano, aquél que llevaba su glorioso apellido por derecho de herencia y de conquista. Moderado y prudente como su padre, tenía una constitución física verdaderamente de hierro, tenía también ese espíritu decidido que no vacila ante la necesidad inmediata de las circunstancias. En su juventud había evitado los trillados senderos de los charlatanes políticos, no había aparecido en las antesalas de los senadores notables ni en los pretorios, donde resonaban las vanas declamaciones de los enderezadores de entuertos. Tenía una pasión decidida por la caza. A los dieciséis años, después de haber hecho ya la campaña contra Perseo siguiendo a su padre, había visto solicitado por toda recompensa de sus brillantes acciones el derecho de recorrer libremente los sitios reservados y los sotos reales, intactos desde hacía cuatro años. Por lo demás, los conocimientos científicos y literarios constituían sus placeres y goces principales. Gracias a los cuidados paternales había penetrado en el verdadero santuario de la Grecia civilizada, superando el trivial helenismo con el falso gusto de su refinada cultura. Dotado de un juicio recto y firme sabía separar el trigo de la cizaña, y la nobleza completamente romana de su marcha se imponía en las cortes de Oriente y frente a los burlones ciudadanos de Alejandría. En la fina ironía y en la pureza clásica de su lenguaje, se reconocía el aticismo de su cultura helénica. Sin ser escritor de profesión, igual que Catón dio a luz sus arengas políticas, y como las cartas de su hermana adoptiva, la madre de los Gracos, estas arengas fueron consideradas por los críticos de los tiempos posteriores como obras maestras y modelos de buena prosa. En su casa se reunían los mejores literatos griegos y romanos, y sus preferencias, frecuentemente plebeyas, le suscitaron muchas envidias y sospechas por parte de sus colegas del Senado, que no tenían más ilustración que su ilustre nacimiento. Honrado y de leal carácter, todos, amigos y enemigos, confiaban en su palabra; no era aficionado a la especulación ni al lujo, vivía con sencillez, y en los asuntos de dinero obraba con lealtad y gran desinterés. Su liberalidad y su tolerancia admiraban a sus contemporáneos, que solo miraban las cosas desde el punto de vista del negocio. Fue un bravo soldado y un buen capitán: en la guerra de África obtuvo la corona que Roma otorgaba a aquellos ciudadanos que habían salvado al ejército con gran peligro de su vida. Llegado a general, puso glorioso término a la guerra que había visto comenzar cuando era un simple oficial. Sin embargo, como no tuvo jamás que desempeñar misiones muy difíciles, pudo dar la completa medida de su talento militar. Escipión Emiliano no fue un genio. Amaba preferentemente a Jenofonte, soldado frío y tranquilo, y como él también escritor sobrio. Hombre justo y recto, si los hubo, parecía más que nadie llamado a asegurar el ya vacilante edificio del Estado y a preparar la reforma de la organización social. Acudió siempre a donde pudo, y con buena voluntad; al destruir e impedir los abusos, mejoró notablemente la justicia. Su influencia y su apoyo no faltaron a Lucio Casio, ciudadano activo y animado también por los austeros sentimientos del honor antiguo. A pesar de la violenta resistencia de los grandes, hicieron que se aprobase la ley que introducía el voto secreto en los tribunales populares, que era aún el órgano más importante de la jurisdicción criminal. Por otra parte, si de joven no había querido tomar parte en las acusaciones públicas, de hombre ya, hizo comparecer ante los tribunales a los grandes culpables pertenecientes a la aristocracia. Lo mismo delante de Cartago que de Numancia, lo encontramos siempre como hombre moral y prudente, arrojando de su campamento a los malos sacerdotes y a las mujeres, e introduciendo en la soldadesca la ley férrea de la antigua disciplina. Siendo censor en el año 612, purgó despiadadamente las listas de la elegante multitud de viciosos «de barba acicalada». Era común que empleara palabras severas con el pueblo, y que exhortara a la fidelidad y a la integridad de costumbres de los antiguos tiempos. Ahora bien, de más sabía, como todos, que esforzar la justicia y dar algún que otro remedio aislado no era curar el mal que corroía la sociedad. Y, sin embargo, no intentó nada decisivo. Cayo Lelio (cónsul en el año 614), su más antiguo amigo, su maestro y su confidente político, concibió un día la idea de presentar una moción para que se quitasen a los detentadores que los poseían todos los terrenos comunales de Italia no enajenados por el Estado. Si eran distribuidos entre cierto número de colonos, se detendría seguramente la creciente decadencia de las clases rurales. Pero se vio obligado a abandonar su proyecto ante la gran tormenta que comenzaba a levantarse, y su inacción le valió el sobrenombre de Prudente (Sapiens). Escipión pensaba lo mismo que Lelio. Tenía plena conciencia del peligro. Si no se trataba más que de pagar con su persona, marchaba derecho y con bravura legal a donde veía el abuso, cualquiera que fuese el ciudadano que tuviera por delante, pero, como estaba convencido de que para salvar a la patria se necesitaba una revolución semejante a la que había producido la reforma de los siglos IV y V, concluía de aquí, con razón o sin ella, que el remedio era peor que la enfermedad. Por lo tanto se colocó con su pequeño círculo de amigos entre los aristócratas, que no le perdonaron nunca el apoyo que prestara a la Ley Casia, y los demócratas, que lo tenían por moderado, y a quienes él no quería seguir. Aislado durante su vida, fue ensalzado por ambos partidos después de su muerte: hoy campeón y defensor de los conservadores, mañana precursor de los reformistas. Antes de él, los censores al dimitir de su cargo no hacían más que pedir a los dioses el aumento del poder y de la grandeza de Roma: en cambio Escipión, al salir de la censura, les pidió que velasen por la salvación de la República. Invocación dolorosa que nos revela el secreto de su pensamiento.
TIBERIO GRACO
La empresa ante la cual retrocedió aquel hombre que había salvado dos veces al ejército romano, y luego lo había conducido a la victoria, osó intentarla un hombre oscuro y sin pasado. Tiberio Sempronio Graco, que es a quien aludimos, fue el que se propuso salvar Italia (de 591 a 621). Su padre, que había llevado el mismo nombre que él, había sido cónsul en los años 577 y 591 y censor en el 585, se había conducido en todo como el verdadero tipo del aristócrata romano. Siendo edil había celebrado los juegos públicos con un esplendor inusitado y grandes cargas para las ciudades sujetas, e incurrido por ello en la severa y merecida censura del Senado (volumen II, libro tercero, pág. 370). Por otra parte, al intervenir en el lamentable proceso dirigido contra los Escipiones, sus enemigos personales, había obedecido a su humor caballeresco y a sus inclinaciones de casta. También hay que señalar que se pronunció abiertamente durante su censura contra la admisión de los emancipados a votar en las centurias, pues había luchado en pro de los principios conservadores. Por último, como pretor en la provincia del Ebro, en España, había prestado grandes servicios a la patria por su bravura y su justicia, y asegurado en la memoria de las poblaciones sujetas el respeto y amor a su nombre. El joven Tiberio era hijo de Cornelia, hija del vencedor de Zama. Escipión había reconocido el generoso apoyo que le había prestado su adversario político, y lo había elegido por yerno. Todo el mundo conoce a Cornelia, esa mujer ilustre, de elevados sentimientos y de un espíritu muy culto. Después de la muerte de su marido, que era mucho mayor que ella, se negó a desposarse con el rey de Egipto, y, por otra parte, educó a sus tres hijos de forma tal que tuviesen siempre a la vista la vida de su padre y de su abuelo. El mayor de los dos varones, Tiberio, tenía un natural excelente y honrado. Con su mirada dulce y su carácter tranquilo, lo que menos parecía era un agitador de las masas populares. Todas sus relaciones y todas sus ideas se aproximaban a las de los Escipiones; de hecho, compartía con su hermano y su hermana las elegancias y la instrucción filohelénica. Escipión Emiliano, su primo, fue también su cuñado; a los dieciocho años, sirviendo a sus órdenes en la guerra en que fue destruida Cartago, mereció por su valor los elogios del austero capitán y obtuvo distinciones militares. No debe causarnos admiración que este espíritu inteligente se convenciese de la decadencia de Roma, así en la cabeza como en los demás miembros del cuerpo político. Vivía en un medio en el que dominaba este pensamiento. Comenzó a convencerse cada día más de la necesidad de la restauración de las clases rurales. Adicto a las ideas reformistas, quiso proseguir a todo trance su realización, pues no eran solo los jóvenes los que no comprendían que Lelio hubiese retrocedido, y lo tachaban de debilidad. El ex cónsul y ex censor Apio Claudio, uno de los senadores más notables, había echado en cara a los Escipiones y a sus amigos, con elocuencia apasionada y poderosa, el haber abandonado cobardemente sus proyectos de leyes agrarias. La censura era tanto más amarga, cuanto que ya había tenido a Escipión Emiliano por competidor en las funciones censoriales. Publio Craso Muciano, entonces gran pontífice, respetado como hombre y jurisconsulto por todos, pueblo y Senado, había hablado en el mismo sentido. Su hermano Publio Mucio Escévola, el fundador de la jurisprudencia científica en Roma, parecía que tampoco desaprobaba las reformas proyectadas, y su opinión tenía una autoridad tanto mayor cuanto que era considerado como hombre ajeno a todo espíritu de partido. Finalmente, también ésta era la manera de ver de Quinto Metelo, el vencedor de Macedonia y de Acaya, menos estimado por sus hechos de guerra que respetado como el modelo de las costumbres y de la disciplina antiguas, tanto en su vida pública como en su vida privada. Tiberio Graco vivía y tenía íntimas relaciones con estos hombres ilustres, sobre todo con Apio, con cuya hija se había casado, y con Muciano, de quien su hermano era yerno. Así pues, se entregó por completo a la idea de emprender por sí mismo la reforma desde el momento en que pudiera conquistar una posición política que le permitiera la iniciativa legal. Lo movían además a ello más de un motivo personal. Recuérdese el papel que había desempeñado delante de Numancia, en el tratado de paz hecho por Mancino (pág. 22). El Senado había declarado nulo el tratado redactado por él y el general había sido entregado al enemigo. El mismo Tiberio, con los demás oficiales del ejército, hubiera sufrido la misma suerte de no ser por el favor del que gozaba entre el pueblo. Ante tal injuria, se había indignado su leal altivez y guardaba un rencor profundo a la aristocracia que dominaba en Roma. Es más, hasta los retóricos con quienes discutía diariamente sobre política y filosofía, Diofano de Mitelene y Blosio de Cimea, acariciaban su ideal y lo ayudaban a formarlo. Apenas se traslucieron sus proyectos, se oyeron por todos lados palabras de aprobación. De todas partes lo animaban, diciendo que al nieto del gran Escipión el Africano era a quien correspondía tomar a su cargo la causa de los pobres y la salvación de Italia.
TIBERIO GRACO TRIBUNO DEL PUEBLO
El 10 de diciembre del año 620 Tiberio Graco tomó posesión del cargo de tribuno del pueblo. Todo el mundo veía las llagas sociales, horrorosas consecuencias de una administración torpe, y la decadencia política, militar, económica y moral del pueblo romano. De los dos cónsules de aquel año, uno combatía sin resultados la insurrección de los esclavos de Sicilia, y el otro, Escipión Emiliano, después de estar acampado por espacio de muchos meses ante una pequeña ciudad española, tenía la misión no de vencerla, sino de exterminarla. Si Graco hubiera necesitado alguna nueva excitación para pasar del pensamiento a la acción, la habría hallado en las circunstancias presentes, tan angustiosas para todos los buenos patriotas. Su suegro le prometía su concurso y su consejo, y podía contar con el apoyo de Escévola, el jurisconsulto, elegido ya como cónsul para el año 621. Apenas entró Graco en el ejercicio de sus funciones, propuso una ley agraria que en muchos aspectos no era más que la renovación de la Ley Licinia Sextia del año 387 (volumen I, libro segundo, pág. 314). En ella se disponía que el Estado incautase todos los terrenos comunales, sin indemnización para los detentadores que los ocupaban. Pero por otra parte no tocaba los terrenos arrendados, como sucedía con el territorio de Capua. Cada ocupante conservaría quinientas yugadas (ciento veintiséis hectáreas), y cada uno de sus hijos, doscientas cincuenta yugadas, a título perpetuo y garantizado, pero nunca podría pasar el capital de mil yugadas. A raíz de esto, el detentador desposeído tenía derecho a una compensación. Para las mejoras, los edificios y las plantaciones incorporadas parece que también había una indemnización. Las tierras comunales que habían vuelto al dominio del Estado debían ser divididas en lotes de treinta yugadas y distribuidas por azar entre los ciudadanos y los aliados itálicos, no como propiedad absoluta sino en arrendamiento perpetuo y hereditario, según el cual el nuevo poseedor se comprometía a cultivarlas y a pagar una módica renta al Tesoro público. A este efecto se crearon triunviros con título de funcionarios regulares y permanentes. Debían ser elegidos anualmente por el pueblo reunido en comicios y tenían el cargo de ejecutar las disposiciones de esta ley, pero además, y lo que era más difícil e importante, debían ventilar las cuestiones de propiedad y fallar respecto de qué tierras pertenecían al Estado y qué otras a los particulares. Una vez comenzada la distribución, debía continuarse indefinidamente y aplicarse a toda la clase jornalera. Por otra parte, cuando el arreglo de los dominios itálicos hubiese terminado, por extensos y difíciles de deslindar y reconstituir que fuesen, debía procederse a otras medidas: el Tesoro, por ejemplo, debía dar a los triunviros una suma anual para la compra y distribución de nuevas fincas en Italia. Comparada con las Leyes Licinias, la ley agraria Sempronia se distinguió bastante de ellas: primero, por sus disposiciones especiales en favor del poseedor hereditario; segundo, por el carácter enfitéutico e inenajenable que imprimía a las nuevas posesiones, y tercero, y sobre todo, por la permanencia de los funcionarios repartidores. Por la ausencia de estas medidas previsoras, puede decirse que la ley antigua había carecido de objeto y no había producido efectos durables.
Con esto se había declarado la guerra a los grandes propietarios, que ahora estaban representados, lo mismo que tres siglos atrás, principalmente por el Senado. Por primera vez después de muchos años se levantaba un magistrado contra el gobierno aristocrático, y le hacía una oposición seria. La aristocracia aceptó el combate y recurrió inmediatamente a sus armas habituales, neutralizando al funcionario con otro funcionario (volumen I, libro segundo, págs. 332 y sigs.). Marco Octavio, el otro tribuno, colega de Graco y adversario decidido del proyecto, pues de buena fe lo tenía por malo, interpuso su veto cuando iba a ser votado. Según la constitución, esto valía tanto como desechar la moción. Graco, a su vez, suspendió el curso de los negocios públicos y de la justicia, y selló las arcas del tesoro. Por molesta que fuera la medida se lo dejó obrar, porque el año tocaba ya a su término. Por último, el tribuno llevó sus proyectos ante el pueblo y Octavio repitió su intercesión. En vano su colega, y amigo hasta aquel día, le suplicó que salvase con él a Italia. Le respondió que podían tener distinto parecer sobre los medios de salvación de Italia, pero que su derecho constitucional de veto contra la moción de un colega era cosa cierta e incontestable. En este momento, el Senado intentó proporcionar a Tiberio una retirada: dos consulares le propusieron que presentase su moción en la curia, proposición que el tribuno se apresuró a acoger. Creyó que el Senado no rechazaba ya el principio de la distribución de tierras, pero en esto se engañaba por completo. El Senado no estaba dispuesto, ni mucho menos, a hacer semejante concesión. De esta forma las negociaciones fueron cortas y sin resultado. Graco había agotado todos los medios legales. En otro tiempo, cuando llegaban estos casos, se dejaba pasar el año sin chocar ni incomodarse; después, al año siguiente, se reproducía la moción y se la llevaba ante el pueblo. De este modo, la energía de la exigencia de reforma y el poder de la opinión pública orillaban toda resistencia. Pero en la actualidad se obraba con más precipitación. Graco había llegado a la crisis suprema, al punto decisivo: ¿abandonaría la causa de la reforma, o comenzaría la revolución?… Y optó por esto último. Declaró al pueblo que era necesario que Octavio o él saliesen del colegio de los tribunos, y propuso a su colega que se votase en los comicios la despedida de uno o del otro. Ahora bien, según la constitución no era posible destituir a un magistrado; por tanto, Octavio desechó naturalmente una proposición que, además de violar la ley, le infería una injuria a su persona. Graco rompió inmediata y violentamente: se volvió hacia el pueblo y le preguntó «si el tribuno que obraba contra los intereses populares no deshonraba su cargo». La asamblea prestó completo asentimiento, acostumbrada como estaba, desde hacía mucho tiempo, a decir sí a todas las mociones, y particularmente ese día que estaba compuesta, casi en totalidad, por la muchedumbre de proletarios que habían acudido de la campiña para apoyar un proyecto de ley que a sus ojos era de capital importancia. Por orden de Graco, los alguaciles arrojaron a Marco Octavio del banco de los tribunos. La ley agraria fue votada por aclamación y saludada con gritos de entusiasmo; también fueron nombrados los primeros triunviros repartidores. Los votos proclamaron como funcionarios al autor mismo de la ley, a su hermano Cayo, joven de veinte años, y a su suegro Apio Claudio. Así, la ejecución de la ley se convirtió en un negocio de familia. Con esto se aumentó el resentimiento de la aristocracia, y cuando, según costumbre, los nuevos funcionarios fueron a pedir al Senado la indemnidad de instalación y sus honorarios, se les negó la demanda y se les asignó el sueldo ridículo de veinticuatro ases diarios. La discordia iba aumentando y cada vez se envenenaba más. Los odios iban extendiéndose y se convertían de políticos en personales. En todas las ciudades, aun entre las de los aliados itálicos, las operaciones de deslinde y de distribución de los dominios públicos detentados no hacían más que sembrar la discordia. La aristocracia confesaba sin rodeos que quizá sufriría la ley, si no podía evitarlo, pero que se vengaría a toda costa de aquél que la había propuesto y hecho votar por autoridad propia.
OTROS DESIGNIOS DE GRACO
PIDE UN SEGUNDO TRIBUNADO. MUERTE DE GRACO
Quinto Pompeyo decía que el día en que Graco saliese del tribunado formularía él mismo su acusación, amenaza que no era la más violenta de las que se oían en todas partes. Como no se creía seguro en Roma, y tenía razón para ello, el tribuno no aparecía en la plaza pública sin una escolta de tres o cuatro mil hombres. Esto le valió en pleno Senado las amargas censuras de Metelo, que no era, sin embargo, contrario a la reforma. Votada la ley agraria, se creyó que Graco había llegado a su fin; pero él se veía en la primera etapa de su carrera. Es verdad que el pueblo le debía estar muy reconocido; pero ¿qué sería de él, sin tener otro escudo que el reconocimiento popular, el día en que su persona no fuese ya indispensable, el día en que no estuviesen unidos a él nuevos intereses y esperanzas, vastos y nuevos proyectos? Entre tanto, el testamento del último rey de Pérgamo vino a dar a los romanos el imperio y las riquezas de los Atálidas. Inmediatamente Graco pidió la distribución del Tesoro pergamiano en provecho de los poseedores recientes, para que atendiesen a los gastos de su primer establecimiento, y, contra todos los usos antiguos, quiso reivindicar para los ciudadanos el derecho de estatuir soberanamente sobre lo que debía hacerse de la nueva provincia. Se dice que preparaba otras leyes populares, tales como el reclutamiento del servicio militar, la extensión del derecho de provocación, la supresión del privilegio que tenían los senadores para sentarse como jurados en los tribunales de justicia y, por último, la admisión de los aliados itálicos en el derecho de ciudadanía. Pero en verdad no puede fijarse hasta qué punto habrían llegado sus designios. Lo cierto es que no veía su salvación más que en la prorrogación de su cargo por otro año, y que, para obtener del pueblo semejante concesión sumamente inconstitucional, necesitaba proponer reformas sobre reformas. En un principio solo había querido salvar la República, pero en la actualidad se trata de sí mismo, y la suerte de la República iba unida con la vida del tribuno. Las tribus se reunieron para las elecciones del año siguiente, y sus primeras secciones votaron por Tiberio, pero la oposición del partido contrario fue bastante fuerte como para hacer que se disolviesen los comicios sin haber hecho nada definitivo, y se dilató hasta otros dos días la continuación de las operaciones. Graco apeló a todos los medios lícitos e ilícitos: se mostró a las masas vestido de luto y recomendando sus hijos al pueblo. Previendo el caso de que sus adversarios pudieran oponer de nuevo obstáculos a su elección, había tomado sus medidas para que sus amigos los arrojasen del recinto público de los comicios, que se verificaban junto al templo del Capitolio. Así, pues, comenzó de nuevo la votación el día señalado: los votos siguieron el mismo rumbo que en la primera y el partido aristocrático, por su parte, se obstinó en la resistencia a todo trance. Se promovió un gran tumulto y se dispersaron los ciudadanos; se disolvió por la fuerza la asamblea electoral y se cerró el templo Capitolino. Comenzó a divulgarse por la ciudad que Tiberio había depuesto a todos los tribunos y que estaba decidido a continuar en su cargo sin que lo reeligiesen. A todo esto, el Senado se había reunido en el templo de la Fidelidad, inmediato al de Júpiter, y los enemigos más encarnizados de Tiberio se desataban allí en improperios e inventivas contra él. En aquel momento Graco llevó la mano a su frente, indicando a la muchedumbre agitada que su vida corría peligro. Sus contrarios exclamaron inmediatamente que pedía al pueblo la corona de los reyes. Entonces se intimó al cónsul Escévola a que hiciera morir al traidor, y como Escévola, moderado por carácter y casi partidario de la reforma agraria, rechazase la moción a la vez bárbara e insensata, se levantó Escipión Nasica, el consular más duro y fogoso de todos los aristócratas, e invitó a sus amigos a armarse como pudieran y a seguirlo. Los electores rurales habían venido en corto número a la ciudad, y los electores urbanos se retiraban espantados al ver precipitarse del templo a todos aquellos elevados personajes encolerizados y amenazando con las armas de que se habían provisto. Graco quiso huir con el corto número de sus partidarios, pero cayó al bajar la rampa del Capitolio. Atacado por uno de aquellos hombres furiosos (Publio Satureyo y Lucio Rufo se disputaron después la honra de haber sido su verdugo), fue asesinado a palos y quedó tendido a los pies de las estatuas de los siete reyes de Roma, al lado del templo de la Fidelidad. Murieron además a su alrededor trescientos de sus partidarios. Llegada la noche sus cadáveres fueron arrojados al Tíber. ¡En vano Cayo Graco exigió que se le entregase el cadáver de su hermano! ¡Nunca había atravesado Roma un periodo tan funesto! La segunda crisis social había comenzado por una sangrienta catástrofe que superaba todo lo que se había visto durante las seculares discordias de las primeras disensiones civiles. En las filas de la aristocracia se apoderó de los buenos el terror, pero ¿qué partido tomar? El mal estaba hecho y, para no abandonar a los hombres más notables del partido a la venganza de la muchedumbre, debían aceptar en masa la responsabilidad del crimen cometido. Tuvieron que resignarse. Se proclamó oficialmente que Graco había aspirado a la monarquía, y se justificó el asesinato con el precedente de Servilio Ahala (volumen I, libro segundo, pág. 310). Se nombró una comisión especial para informar en contra de los cómplices de Tiberio, y se pronunció también la sentencia capital contra muchos romanos de condición ínfima. Su presidente, el cónsul Publio Popilio, se cuidó de imprimir el sello de una especie de legalidad retroactiva en el asesinato del campeón popular (año 622). Nasica tenía al menos el valor de sus actos y no temía el furor del pueblo: los confesaba en voz alta y se vanagloriaba de ellos. Fue enviado al Asia con un pretexto honroso, y durante su ausencia fue nombrado pontífice supremo. Tampoco en esto se separaron los moderados de sus colegas. Cayo Lelio tomó parte en la información en contra de los auxiliares de los Gracos; Publio Escévola, que había querido impedir el asesinato, se convirtió más tarde en su abogado en pleno Senado. Por último, cuando a su regreso de España Escipión Emiliano fue invitado a explicarse públicamente y a decir si aprobaba o no el suplicio de su cuñado, respondió con un equívoco: manifestó que Tiberio había sido justamente condenado a muerte si era cierto que había intentado coronarse rey.
LA CUESTIÓN AGRARIA EN SÍ MISMA
Procuraremos formular un juicio sobre estos acontecimientos, cuyas consecuencias fueron tan graves. El hecho de instituir un colegio de funcionarios con la misión de detener el constante decrecimiento de la población rural y hacerlo mediante la creación de nuevas parcelas agrarias, a expensas del Estado, ponía a la vista una de las llagas del sistema económico. Pero, en las actuales circunstancias políticas y sociales, la empresa era útil y estaba bien concebida. La distribución de los dominios detentados no era en sí un asunto de partido; se podía extender hasta el último mogote de tierra sin tocar en nada la constitución, sin quebrantar en lo más mínimo el régimen aristocrático. Por ello tampoco recibía ningún ataque el derecho existente. Era cosa reconocida que la propiedad de los dominios pertenecía al Estado; es más, investido de ella precariamente, el detentador se hubiera fundado mal invocando la posesión de buena fe, a título de propietario. Aun cuando en un caso excepcional lo hubiera podido hacer, esto también podría haber sido rechazado según la ley romana que instituye la imprescriptibilidad del dominio público. Lejos de ser la supresión, la distribución de tierras no era más que un modo de usar la propiedad; los juristas eran unánimes sobre la legalidad de la operación. Pero, puestos aparte la constitución y el derecho, ¿era una tentativa política esta reivindicación de dominios en nombre del Estado? Recuérdese el efecto producido en nuestros días por las pretensiones mostradas de repente por este gran propietario, despertando después de la larga inacción de sus derechos, por lo demás incontestables, y reclamando su completo ejercicio. ¡Lo mismo sucedió con las objeciones y la cólera suscitadas por las rogaciones de los Gracos, y con mayor motivo! No se podía negar que, después de tres siglos, la mayor parte de los dominios ocupados habían sido transmitidos en las familias a título hereditario y privado. El signo de la propiedad pública, más fácil de destruir por su naturaleza que el de la propiedad privada, había desaparecido por completo, y los detentadores actuales tenían sus títulos procedentes de un contrato de venta, o de cualquier otro contrato oneroso. ¿Qué importa la opinión de los jurisconsultos? Para los hombres de negocios, la ley agraria no será nunca otra cosa que una expropiación del gran propietario en beneficio del proletario de los campos; ni siquiera el hombre de Estado hubiera podido darle otra calificación. Así habían opinado los personajes influyentes del siglo de Catón, como lo prueba un hecho que ocurrió mientras él vivía. Se recordará que los territorios de Capua y de las ciudades vecinas habían sido anexionados al dominio público en el año 543. Durante los calamitosos tiempos que siguieron, la propiedad del Estado se convirtió en propiedad de particulares. Pero en los últimos años del siglo VI, por incitación e influencia de Catón, se intentó limitarla, y una decisión del pueblo ordenó la recuperación de las tierras de Campania y su arrendamiento en beneficio del Tesoro (582). Los poseedores no presentaron ningún título formal; la connivencia de las autoridades había favorecido su ocupación, que había continuado más de un siglo. Aun ante esta situación, no se los desposeyó sino mediante una indemnización pagada de los fondos del Tesoro por el pretor urbano, Publio Léntulo, y por orden expresa del Senado.[7] No presentaba menos inconvenientes ni menores peligros la condición enfitéutica y la inalienabilidad impuestas a las nuevas asignaciones. Roma debía su grandeza al principio esencialmente libre de su comercio interior y exterior. Por lo tanto, era ir contra el genio de sus instituciones imponer a las clases rurales recientemente establecidas métodos y modos fijos de explotación, colocarlas a su vez al alcance de una ley que pudiese retirarles la donación hecha, y encerrarlas en los estrechos límites del sistema económico descrito anteriormente.
La Ley Sempronia se prestaba, pues, a graves censuras, pero no eran decisivas. Cualquiera que fuese el mal que se causara al expropiar a los grandes poseedores de dominios públicos, era el único remedio que podía aplicarse a otro mal mucho mayor. De este modo se contenía en Italia la decadencia de la clase agrícola, decadencia a cuyo término se hallaba la ruina del Estado. Y así me explico suficientemente la actitud de los hombres más notables y de los mejores patriotas entre los conservadores: de Cayo Lelio, Escipión Emiliano y tantos otros, que eran los primeros en aprobar o desear la distribución de tierras.
LA CUESTIÓN AGRARIA ANTE EL PUEBLO
Desgraciadamente, si en su principio y su objeto la empresa de Tiberio Graco había parecido buena y saludable al mayor número de los amigos prudentes de la República, sucedió muy al contrario respecto del camino que para ello emprendió. Ningún patriota ni hombre notable lo aprobó ni podía aprobarlo. Roma obedecía entonces al gobierno senatorial. Al permitir que pasase una medida de gobierno contra la mayoría de los votantes en el Senado, se abría la puerta a la revolución. Al presentar Graco al pueblo la ley agraria, era un revolucionario en el sentido y espíritu de la ley constitucional. Según el espíritu de la ley, era un revolucionario cuando destruía una de las ruedas de la máquina del Estado, el infalible correctivo de las usurpaciones del tribunado sobre las atribuciones del Senado director, para poner mano sobre el derecho de intercesión o veto de sus colegas, no por una sola vez sino para siempre, provocando así la destitución de uno de ellos. No había sofisma que pudiese justificar este acto ilegal del primer jefe. Y, sin embargo, veo en otra parte la inmoralidad y lo impolítico de su conducta. El código de alta traición no tiene artículos definidos para la historia: es efectivamente revolucionario evocar en la ciudad la lucha de una fuerza viva contra las demás fuerzas, pero, desde este punto de vista, es quizá también revolucionario el hombre de Estado que ve más claramente y merece las mayores alabanzas. El error capital de la revolución de los Gracos ha consistido en un elemento de hecho, despreciado muchas veces en la constitución misma de la asamblea del pueblo. La ley agraria de Espurio Casio (volumen I, libro segundo, pág. 298) y la de Tiberio Graco eran muy semejantes en el fondo, tanto por sus disposiciones como por su fin, pero Espurio y Tiberio obraron de un modo enteramente distinto. La razón de esto es que la Roma que distribuía con los latinos y los hérnicos el botín hecho sobre los volscos no se parecía en nada a la Roma del tiempo de los Gracos, que enviaba sus gobernadores a las provincias de África y de Asia. La primera era una simple ciudad que reunía a voluntad a su pueblo y su gobierno; la segunda era ya un gran Estado. No puede reunir a todos sus ciudadanos en una sola asamblea; si intenta hacerlo, si pide un voto o una decisión a todo su pueblo, convocado de lejos, el voto y la decisión serán deplorables o ridículos (volumen II, libro tercero, pág. 357). Por lo tanto, Roma estaba pagando la falta de las instituciones políticas de la antigüedad, que nunca supieron pasar de la ciudad al Estado verdadero, o mejor dicho, de la organización primaria al sistema parlamentario. La asamblea soberana era en Roma lo que sería en Inglaterra si, en lugar de sus diputados, tuviesen entrada en la cámara los electores. Era una muchedumbre ruda y ciega, arrastrada por el soplo de todos los intereses y todas las pasiones, en la que se desvanecían la inteligencia y la vista clara de las cosas, incapaz de comprender las diversas relaciones y de tomar una decisión que le fuese propia. Era una barahúnda sin nombre, por más que se llame pueblo (salvo raras excepciones), donde se agitaban y votaban algunos centenares, algunos millares de hombres recogidos por las calles. En las tribus y en las centurias, por lo general el pueblo no contaba con sus representantes, sino en número apenas suficiente y completamente ilusorio. Lo mismo ocurría en las curias, donde los treinta lictores lo representaban legalmente. Por consiguiente, así como la ley curiada no era más que la decisión dictada por el magistrado que había convocado a los treinta lictores, así también, en la época que referimos, la decisión que salía de las tribus o de las centurias no era más que la moción del magistrado autor de la rogación, pues para darle fuerza legal bastaba un corto número de votantes con su sí obligado. En estas asambleas, en estos comicios, los votantes eran al menos ciudadanos, pero en las reuniones pura y simplemente populares, en las conciones (contiones, concilium), todo el que se presentaba, fuese egipcio o judío, libre o esclavo, tenía derecho a ocupar su lugar y a aclamar (volumen I, libro segundo, pág. 519).[8] A los ojos de la ley, estos meetings no eran nada, absolutamente nada: allí no se podía votar ni tomar decisión alguna. Pero no por esto dejaban de dominar, pues la opinión callejera se había convertido en un poder: gritando o callando, aplaudiendo o proclamando su alegría, silbando al orador o dando hurras a sus discursos, era de gran importancia la actitud de estas masas inconscientes. Eran muy pocos los que se atrevían a hacerles frente, como Escipión Emiliano cuando fue silbado por su declaración respecto de la muerte de su cuñado. «¡Callad vosotros —exclamó— los que tenéis a Italia, no por madre, sino por madrastra!» Y como aumentasen los rumores y la confusión, se dirigió de nuevo al pueblo diciendo: «¿Creéis acaso que, puestos en libertad, me vais a asustar vosotros a quienes yo he conducido antes al mercado de esclavos?». Era muy sensible tener que pasar por los comicios para las elecciones y la votación de las leyes. Su mecanismo estaba ya mohoso y no funcionaba. No obstante, permitir que las masas en los comicios y en las conciones se mezclasen en los asuntos de la administración; quitar de las manos al Senado el instrumento destinado a prevenir las usurpaciones; permitir a esta turba vil, que se adornaba con el nombre de «pueblo», que se diese a sí misma por decreto tierras, con sus pertenencias y dependencias, y, por último, dejar a cualquiera que pudiera dominar en las calles durante algunas horas por sus relaciones y su influencia entre el proletariado, dejarle, repito, la facultad de imprimir a sus mociones el sello legal de la voluntad soberana del pueblo era marcar no el principio, sino el fin de las libertades. Se estaba muy lejos de la verdadera democracia; se estaba ya tocando el imperio monárquico. Catón y sus amigos habían obrado con gran prudencia en el siglo precedente, al no querer someter semejantes rogaciones al voto del pueblo y mantenerlas dentro de las atribuciones senatoriales (volumen II, libro tercero, pág. 360). Por su parte los contemporáneos de los Gracos, los personajes del círculo de los Escipiones, consideraban la ley agraria Flaminia del año 522 como el primer paso dado en una senda peligrosa, como el punto de partida de la decadencia de Roma. Por esto vieron caer al autor de la distribución de los terrenos comunales y no lo defendieron; por esto vieron en la terrible catástrofe de su muerte un freno a semejantes tentativas, aun cuando ellos mismos perseveraron con energía en la útil medida de las nuevas asignaciones. Tal era la miseria de la situación, que los patriotas excelentes, condenados a la más lamentable hipocresía, abandonaban a su suerte al criminal, pero a la vez sacaban provecho del crimen. Por esto es también por lo que no estaban completamente fuera de la verdad los enemigos de Tiberio que lo acusaron de aspirar a la monarquía. Sin embargo, se dice que semejante pensamiento no cruzó jamás por su mente. Justificarlo así es acusarlo de nuevo. Los vicios del régimen aristocrático eran tales que, si hubiera estado en manos de un solo hombre el poder de echar abajo al Senado y colocarse en su lugar, quizás habría hecho un gran servicio a la República en vez de perjudicarla. Pero para conseguir esto se necesitaba un hombre muy diestro, y Tiberio Graco no era más que de una mediana capacidad. Aunque patriota, conservador y amante del bien, no supo medir la trascendencia de su empresa: creyendo atraer hacia sí al pueblo, sublevó a las masas. Sin saberlo, ponía su mano sobre la corona; y, arrebatado después por la inexorable lógica de los hechos y marchando por los senderos de la demagogia y de la tiranía, hizo de la ley agraria un asunto de familia. Forzó las cajas del Tesoro; la necesidad y el temor hicieron que acumulara «reformas sobre reformas» y saliera a la calle con una inmensa escolta para librar allí deplorables combates. Por digno de compasión que nos parezca, el hecho es que todos sus pasos denunciaban en él al usurpador del poder supremo. Los monstruos desencadenados de la revolución se apoderaron de repente del débil conspirador, y lo ahogaron. Éste pereció vergonzosamente en un motín sangriento, condenable sin duda por ser su primer jefe, como también lo es la turba de nobles que sobre él se precipitó. El nombre de Tiberio Graco ha sido adornado por la posteridad con la aureola del martirio, pero, como sucede con frecuencia, al examinar el asunto de cerca, no es tanta su gloria. Los mejores entre sus contemporáneos lo juzgaron muy de otro modo. Al recibir la nueva de la catástrofe Escipión Emiliano exclamó, con Homero: «¡De este modo perece todo el que así obra!» y después, cuando el joven hermano del tribuno amenazó seguirlo, Cornelia le escribió estas graves palabras: «¿Cuándo, pues, llegará esto a su término? ¿Cuándo dejará nuestra casa de hacer locuras? ¿A dónde iréis al fin a parar?… Y ¿cuándo acabaremos de agitar y trastornar la República?». No es la madre ansiosa la que aquí habla, sino la hija del vencedor de Cartago, para quien había males aún más grandes que la muerte de sus hijos.