15

Polícrates, hombre de la edad de Pericles, era alto, atlético y de aspecto patricio, de rostro pálido y alargado y con unos grandes ojos castaños de noble expresión. Vestía con sobriedad, de acuerdo con su cargo, lo que una vez hizo decir a Pericles:

—La santidad del dinero es más tenida en consideración por el pueblo que la santidad de Dios. Que los filósofos repitan, en su inocencia, que el dinero no tiene importancia. El pueblo es más sabio que ellos, y los que se relacionan con el dinero lo tratan con la reverencia de los sacerdotes.

Como custodio del tesoro, hombre que había insistido en que Atenas acuñara su propio oro en vez de permitir que Persia se encargara de ello, Polícrates jamás permitía que en su presencia se bromeara sobre la importancia del dinero. Para él, tal cosa constituía sacrilegio.

Tucídides —que no debe confundirse con el historiador del mismo nombre— era un hombre digno de ser tenido en cuenta, en opinión de Polícrates, ya que era prestamista y, por tanto, pernicioso en sus tratos. Era rico y, a pesar de su propio linaje aristocrático, Polícrates le reverenciaba, aunque este viejo no tenía antepasados de que presumir. Era Tucídides bajo de estatura, ancho de hombros, de cuerpo delgado, cabellos abundantes y blancos y una barba espesa como seda brillante. Era el único rasgo hermoso de su rostro, pues tenía ojos pequeños y una nariz tan ganchuda como la del cuervo, al que lo comparaban muchos de los que le debían dinero.

Los soldados se habían encargado de mantener separados a estos dos hombres de modo que no pudieran comunicarse, aunque esto no les impidió intercambiar una mirada de temor mientras se les llevaba en presencia de Pericles. Ninguno de ellos estaba enterado todavía de la muerte de Fidias, ya que no habían tomado parte en el complot para matarle, pues sus compañeros en la conspiración para arrestar y llevar a juicio a Fidias no habían creído conveniente mencionarles esta segunda parte del plan. En primer lugar pensaban que Polícrates, el aristócrata, se había vuelto demasiado prudente desde que fuera el dueño del tesoro y, aunque odiara a Pericles por lo que él llamaba «el desvalijamiento del dinero del pueblo» y porque aquel le había apoyado en sus momentos de mayor necesidad, era demasiado circunspecto para llegar al asesinato, ya que se protegía a sí mismo en exceso. Tal vez Tucídides fuera muy astuto y odiara a Pericles por razones personales, tales como la persecución de su usura abusiva; quizá deseara verle privado de su cargo y a sus amigos prisioneros o exiliados. Pero era demasiado cauto por naturaleza, y demasiado cobarde, para sancionar un crimen tan osado. De joven se había visto expulsado del ejército, al cabo de sólo un mes de servicio, por esos dos rasgos de carácter que los oficiales consideraban indignos de un militar, incluso los sofisticados oficiales atenienses, nada militaristas.

Tanto Polícrates como Tucídides creían que los llevaban ante Pericles porque —fuera por el medio que fuese— este se había enterado del complot, urdido a fin de llevar a Fidias a la cárcel y a juicio y, eventualmente al exilio o, en último extremo, a muerte a manos de las autoridades legales y adecuadas. Pero involucrarse personalmente en un asesinato, o sancionarlo ilegalmente y a sangre fría, estaba muy por encima de su temperamento. Ambos se persuadían a sí mismos, cuando un pensamiento venía a turbarles, de que habían actuado virtuosamente, incluso Polícrates, que había falsificado los informes contra un inocente. Porque había llegado a creer en realidad que Pericles derrochaba el tesoro para sus planes grandiosos en beneficio de Atenas, entregando parte de él a Fidias, pues ¿no había llevado con todo ello a la ciudad a la bancarrota? Por tanto la falsificación de los informes en contra de Fidias estaba justificada, por falsa que fuera. Había muchos modos de coger a un felón, incluso por medios criminales en sí, si es que la ley era impotente.

Polícrates, siendo más inteligente que Tucídides, se decía en su interior, justo antes de llegar a presencia de Pericles: «Por supuesto que Fidias ha blasfemado contra Atenea Partenos y recibido de Pericles grandes sumas de dinero, y ambas cosas se demostrarán en el juicio. Pericles trata de intimidarme… pero tengo amigos casi tan poderosos como él y que no me abandonarán». Tucídides estaba menos confiado, pues se le ocurrían unos pensamientos aterradores y se decía: «Si nuestros amigos nos traicionan, los involucraré al máximo». De modo que ambos dispusieron sus rasgos lo mejor posible y, al entrar al despacho de Pericles, habían conseguido dominar parte de su terror.

Quedaron atónitos al ver allí al arconte rey. ¿No había de presidir este el juicio de Fidias que se llevaría a cabo a pesar del retraso en la aparición de Polícrates, el testigo principal? Ni siquiera el mismo Pericles podía detener el juicio y se vería forzado a soltar a Polícrates, por muchas acusaciones que le lanzara y que no sería capaz de probar. Sólo había que ser valiente, se dijo Polícrates, el más cobarde de los hombres. ¿Sería, quizá, que el arconte rey deseaba oír su testimonio antes del juicio para asegurarse de que era válido? Al pensar esto lanzó una débil sonrisa al arconte rey y quedó aterrado al verle apartar la vista. En cuanto a Tucídides, sólo pudo abrir la boca de horror, ya que su mente no era tan ágil como la de Polícrates y además era viejo.

Los dos culpables se atrevieron entonces a mirar a Pericles, sentado y muy erguido en la silla, y ambos se encogieron al ver su rostro y temblaron dominados por el pánico. Él estudiaba sus rasgos. Los conocía muy bien, especialmente a Polícrates, al que ayudara tan generosamente. Como era hombre muy perceptivo y astuto, y comprendía la naturaleza humana en todas sus variedades y con todas sus venalidades, sintió ciertas dudas. Polícrates era muy capaz de doblegarse ante la presión, pero no era un hombre violento. Tucídides era usurero, avaricioso y tramposo, y de familia humilde por parte de su madre. Además era cobarde. Podía ser partidario del libelo, la difamación y los ataques encubiertos, y era notoriamente malvado. Amaba el dinero tanto como un hombre estima a una amante. No pondría en peligro ese dinero —aunque sí la vida por conseguirlo— comprometiéndose en un asesinato. No iba con el carácter de ninguno de los dos, y Pericles se preguntó si sabrían que los demás compañeros de conspiración habían llegado a planearlo. Lo dudaba. Era muy probable que los otros, mucho peores, jamás les hubieran informado de ello.

Sin embargo les dijo con voz serena y terrible:

—¿Qué podéis decir en vuestro favor, asesinos?

Comprobó que ambos quedaban atónitos, anonadados. Había hablado mientras ellos se inclinaban ante él, y quedaron paralizados, doblados por la cintura; tenían el rostro desfigurado por el terror, la boca abierta, los ojos saltones. Le miraban sin parpadear, como a un basilisco Los ojos de reptil de Tucídides estaban vítreos; los de Polícrates nublados.

—¿Por qué asesinasteis a Fidias, el gran artista? —continuó, ya que los otros parecían incapaces de hablar ni de respirar siquiera.

Polícrates, el más capaz de recuperar el control de su voz, preguntó aterrado:

—¿Asesinar, señor? ¡Seguramente hablarás en broma!

—Hablarás en broma —repitió Tucídides, vacilando sobre los pies. Pericles insistió con la misma voz, serena y amenazadora:

—No bromeo. Fue envenenado esta mañana temprano en su celda. —Ahora lanzó un grito que resonó en la habitación—: ¿Qué os había hecho para que conspirarais contra él y le matarais?

—¡Dioses! —gimió Polícrates, que se volvió débilmente al arconte rey extendiendo la mano y como pidiéndole socorro. Pero el rostro del viejo era tan implacable como el de Pericles. Entonces Polícrates se volvió hacia este gimiendo de angustia—: Si fue asesinado yo nada supe ni tuve parte en ello. ¡Ante los dioses lo juro, señor!

—¡Ante los dioses lo juro yo también! —gimió Tucídides y sus párpados vacilaron como si estuviera a punto de desmayarse. Empezó a balancearse y a sollozar. Miró a Polícrates y se cogió de su brazo para no caer. Los cabellos blancos se agitaban con un terror que no había conocido en la vida—. ¿Por qué… —no pudo seguir por un momento— por qué había de querer alguien asesinar a Fidias?

—No lo sé —dijo Pericles con la voz más terrible que nadie oyera nunca—. Pero ya que los dos formabais parte del complot para destruirle, también sois capaces de asesinarle, si eso sirve a vuestro propósito.

Había logrado lo que deseaba. Había llegado hasta el fondo de su ser, convirtiéndoles en unos seres débiles, petrificados e impotentes. El perjurio y el soborno eran una cosa; el asesinato otra. Antes de que recobraran el impulso innato de defenderse y trataran de mentirle, añadió:

—Como veis, aquí están mi capitán y mis soldados. Es legal ejecutar a los asesinos instantáneamente si confiesan. ¿Por qué no confesáis entonces y morís de un modo rápido y fácil, sin enfrentaros al juicio, la ignominia pública, la muerte en público? Tú, Polícrates, eres de familia noble. Preferirás sin duda la ejecución en privado a la exposición ante los ojos del populacho cuando mueras. ¡Ifis!

Este se adelantó. Polícrates le miró con un terror mortal y retrocedió un paso. Pericles alzó la mano, como para detener a su capitán.

—Y, antes de que mueras, Polícrates, declaro abiertamente que tú hiciste que el nombre de tu esposa fuese falsificado en los informes públicos y se la incluyera entre los atenienses. Por tanto no es tu esposa sino tu concubina, y tus hijos son ilegítimos. No heredarán nada de ti, y tu familia los rechazará para siempre.

Entonces se derrumbó la última resistencia de Polícrates que cayó de rodillas ante Pericles, le cogió las manos sollozando y suplicó:

—Señor, ten piedad de esos pobrecillos… si no de mí, que soy inocente del crimen y nada sabía de él. Moriré con gusto para librar a los que amo de la infamia y la vergüenza…

—No perdonaste a Fidias, a quien yo amaba. ¿Por qué había de perdonarte entonces a ti, que mataste a Fidias?

Polícrates seguía gimiendo. Se inclinó más aún sobre sus rodillas y se golpeó la cabeza contra el suelo de piedra hasta hacerla sangrar. Pericles hizo una seña a Ifis que cogió a Polícrates por el cuello y lo levantó a la fuerza. Lágrimas y sangre le corrían por el rostro. Repitió:

—¡Soy inocente de ese asesinato! Haz conmigo lo que quieras, pero perdona a mi esposa y a mis hijos. No tengo miedo a la muerte, sólo temo por el destino de mi familia. Tú tienes hijos, señor, y no serás insensible a su destino…

Tucídides seguía en pie temblando, lamentándose y estrujándose las manos. Pericles le lanzó una mirada de asco, pero sólo se dirigió a Polícrates.

—Tal vez no asesinaras tú a Fidias, ni dieras órdenes para que muriera, ni supieras que preparaban su muerte. Aceptaré eso; de momento. Pero sí falsificaste los informes públicos del tesoro para declarar que Fidias era un ladrón, que había recibido sumas desorbitadas por el trabajo glorioso llevado a cabo. Aceptaste un soborno por esa maldad. Porque te amenazaron con la denuncia de tu esposa e hijos.

Polícrates se secó la sangre y las lágrimas del rostro con el dorso de la mano y respondió con desesperación:

—Sí, eso es cierto. Habría resistido el soborno por mucho que deseara el dinero. Confieso que al fin llegué incluso a convencerme de que aquello era en realidad cierto, que Fidias había robado al tesoro con tu consentimiento, señor. Sí, lo confieso. ¿No eran enormes las sumas que se destinaban a la Acrópolis? Tuve primero que vencer a mi conciencia antes de acceder a la presión. El soborno… sí, a él podría haberme resistido. Pero me amenazaron con denunciar mi matrimonio ilegal con mi amada esposa, y a eso no pude resistirme.

Los labios pálidos de Pericles se apretaron. La angustia indudable de aquel hombre empezaba a afectarle. Por tanto se volvió a Tucídides.

—¿Qué papel representaste tú en esa conspiración monstruosa, viejo malvado?

Tucídides gimió:

—No supe nada del crimen. ¡Piedad, señor! Me enloquecían tus despilfarros, lo confieso. Te odiaba, lo confieso. Por tanto me uní a la conspiración contra ti para atacarte a través de Fidias. Pero ¡un asesinato! ¡Dioses, un asesinato no!

Pericles se recostó en la silla y le miró con odio intenso.

—Si se hubiese hallado culpable a Fidias merced a las falsificaciones de Polícrates, a tus acusaciones, y a esa conspiración, habría sido ejecutado. ¿No llamarías a eso un asesinato?

Tucídides agitó la cabeza y clamó en voz más alta aún:

—¡No, no lo habría considerado un crimen! Habría sido una ejecución. Pero me aseguraron que lo más que podía ocurrirle a Fidias era el exilio o la prisión y la vergüenza pública. Yo no tenía nada contra él, ni como hombre ni como artista. Sólo me enojaban tus despilfarros. Repito, sí, que te odiaba. Me habías hecho perseguir como usurero… —hablaba de modo incoherente, y empezó a articular palabras sin sentido.

—Luego la víctima propuesta era yo, ¿no es cierto?

El silencio de ambos fue una confesión más clara que las palabras. El arconte rey habló por primera vez a los culpables.

—Tú, Polícrates, de familia aristocrática, habrías jurado solemnemente hoy ante mí que Fidias era culpable de malversación. Tú, Tucídides, habrías declarado también que Fidias era asimismo culpable de sacrilegio, aunque ni siquiera la plebe había llegado todavía a esa conclusión. Ninguno de los dos os atrevisteis a disponer abiertamente el asesinato de vuestro jefe de estado, ni a difamar con franqueza su carácter. Pero sí os proponíais hacerlo a través de Fidias. Eso, en mi opinión, es peor que un crimen. ¡Ah, que no exista un castigo adecuado para vosotros dos!

Ahora se levantó con toda la dignidad que le prestaban sus ropajes oficiales y les dijo con una firmeza llena de amargura:

—Ante los dioses soy vuestro juez. Y ante mí, Polícrates, habrías cometido perjurio contra un inocente con el fin de destruirle. Eres más culpable que tu compañero Tucídides, que es muy viejo, de familia humilde por parte de su madre, y estima el dinero sobre todas las cosas. Por tanto ordeno que se os arreste a los dos y se os lleve a la prisión donde aguardaréis el juicio público en el que todo quedará expuesto y nada oculto.

—Un momento —dijo Pericles—. Necesito los nombres del resto de los conspiradores, que no escaparán a mi propio juicio. Habla, Polícrates. Ahora no tienes nada que perder.

Pero este vacilaba, pues era de estirpe aristocrática. Tucídides fue el que se adelantó tembloroso unos pasos hacia Pericles y gritó:

—¡Yo los nombraré, señor, si tienes piedad de mí! ¡Soy un viejo, mis cabellos y barba ya son blancos y moriría en la prisión! ¡Ten piedad!

Pericles dijo:

—No te prometo nada, pero tomaré en consideración que has hecho una confesión completa de tu culpabilidad y que no has ocultado los nombres de los demás culpables.

Tomó la pluma y puso ante sí un pergamino.

—¿Bien? —Aguardaba.

Tucídides miró rápidamente a Polícrates, que se limitó a seguir de pie, más y más pálido.

De modo que Tucídides los nombró. El arconte rey escuchó con silencioso horror, porque varios eran amigos suyos y uno estaba casado con su sobrina. En una o dos ocasiones hizo un gesto de desesperación y angustia. Pericles fue escribiendo los nombres a medida que Tucídides los decía con voz temblorosa y retorciéndose las manos. Cuando dejó de hablar, Pericles contempló la lista que había escrito, y sus ojos tenían la mirada ciega de una estatua enfrentada al sol.

Dijo, con gran serenidad:

—Polícrates, creí que sólo yo conocía tu matrimonio ilegal. Nunca te dije que lo supiera. Tenía piedad, cosa que no tuviste tú; como tampoco gratitud por haberte nombrado custodio del tesoro. Si continúas con vida y eres juzgado, el matrimonio será de conocimiento público. Eso te lo aseguro. Si no eres juzgado, tus compañeros guardarán silencio porque son de tu clase. También creerán que nunca los traicionaste, y por eso no hablarán.

Después se volvió a Tucídides:

—No deseo que seas juzgado tampoco porque podrías descubrir el caso patético de Polícrates. Sí, patético es; ¿no amo yo mismo a una extranjera? No se podría confiar en ti en un tribunal público, Tucídides. De modo que debes salir en seguida de Atenas, exiliado voluntariamente y de por vida. Y —de nuevo se alzó amenazadora su voz— si hablas de Polícrates y su familia, incluso en el exilio, mis hombres te hallarán y morirás.

Tucídides, vencido por un gozo febril, unió las manos y se acarició la barba.

—Señor, que los dioses te bendigan por tu piedad. Me marcharé hoy sin hablar con nadie, ni siquiera con mi familia —dijo. Lágrimas de agotamiento y de alivio surgían de sus ojos.

Pericles hizo una mueca de disgusto y dijo:

—No me has dicho quién fue el que sobornó a Polícrates.

Incluso Tucídides vaciló ahora. Había ocultado el nombre de Calias por temor a Pericles, pues ¿no era el hijo de la esposa que este rechazara? Tal vez uno y otro se odiaran y detestaran mutuamente, pero Calias era hermanastro de los hijos de Pericles. Estaba en un dilema y de nuevo se atrevió a lanzar una mirada a Polícrates. Pero este había inclinado la cabeza y parecía meditar.

—¿Fuiste tú, Tucídides? —insistió Pericles.

Aterrado, temeroso de que se le retirara la merced ofrecida si el jefe de estado le creía culpable, el viejo exclamó:

—¡Señor, no te enfurezcas! ¿No he confesado y te he dado los nombres de los otros? Señor, el que sobornó a Polícrates y le amenazó fue… Calias, hermano de tus hijos.

Hubo un silencio prolongado en la habitación pues todos quedaron inmóviles como estatuas, incluso Ifis y los soldados. Entonces dijo Pericles sin emoción aparente:

—Debí haberlo adivinado. Sí, tenía que haberlo sabido.

Dejó la pluma en la mesa con mano firme. Empezó a enrollar el pergamino como si no se apercibiera de los que le rodeaban.

Finalmente miró a Polícrates y este le devolvió la mirada con firmeza. La sangre cubría su rostro.

—Eres un valiente, aparte de tu venalidad, Polícrates, y de todos tus crímenes contra un hombre bueno, inocente e ilustre. Sí, podías haber resistido el soborno, pero no la vergüenza de tu familia. Ya ves que soy misericordioso, después de todo.

Polícrates se inclinó en silencio; su rostro era cadavérico.

—¿Me entiendes bien, Polícrates?

—Sí, señor —su sonrisa era angustiosa, pero firme.

Tucídides le miró. Polícrates era más culpable que él; sin embargo Pericles le perdonaba. Frunció el ceño. ¡Ni siquiera le condenaba al exilio!

—Ambos podéis salir ahora —dijo Pericles, y se apartó de ellos. Pero añadió a Polícrates—: Ve en paz. Abraza a tu familia.

Cuando hubieron salido, el arconte rey dijo con voz asombrada y trémula:

—Te había juzgado muy mal, Pericles, y te pido perdón, pues eres bien noble —se detuvo y sonrió francamente— aunque seas también un derrochador.

Pero Pericles nada dijo y, tras una mirada compasiva, el arconte rey dejó asimismo la habitación.

Polícrates abrazó a su amada familia esa noche, luego se retiró a solas a su cámara. Allí, con mano firme, se clavó una daga en el corazón y murió calladamente. Jamás se explicó su suicidio.

Calias fue seguido unas cuantas noches más tarde, cuando se dirigía a una de sus visitas habituales a las callejuelas del puerto, envuelto como siempre en una capa y encapuchado. Le asesinaron en una calle miserable. Sus asesinos nunca fueron descubiertos, aunque se dijo que le habían matado unos ladrones para robarle la bolsa.

Los otros conspiradores se convencieron a sí mismos de que Polícrates había muerto antes de denunciarles, de modo que, en agradecimiento, no le traicionaron después de su muerte. En cuanto a Tucídides… ¿dónde estaba aquel viejo plebeyo? Nadie le vio de nuevo. Habría huido, decidieron todos, al enterarse del suicidio de Polícrates. Luego los dos únicos testigos que podían haberles llevado a juicio se habían desvanecido. Pero cuando Calias fue asesinado, al parecer por unos ladrones, adivinaron parte de la verdad, por poca que fuera. En cuanto al desconocido que envenenara a Fidias, había de quedar impune.

Uno a uno fueron marchándose sigilosamente de Atenas por ausencias prolongadas, y la mayoría ya no regresó. Pero el rumor iniciado por ellos: que Pericles había hecho envenenar a Fidias, fue creído por el populacho.