10

Pericles amaba a sus hijos, Jantipo, de ocho años y Paralo, dos años menor. Milagrosamente ninguno se parecía a Dejanira, su madre; para obtener ese favor, Pericles había hecho sacrificios a los dioses a su nacimiento. Jantipo se parecía al abuelo del mismo nombre y Paralo, aunque con los ojos negros de Dejanira, también tenía el color y estatura de Pericles. Jantipo tenía el mismo sentido del humor del abuelo paterno, su malicia, su intelecto rápido y el cuerpo ligero y elegante, y era ya famoso por su ingenio vivaz. Paralo era más serio, de carácter algo inflexible, se lo tomaba todo con gravedad incluso a los seis años y pocas veces reía o hacía travesuras. Era más fuerte que su hermano mayor, y más alto, y se movía con gran dignidad. Jantipo sobresalía en atletismo, en arco, esgrima ligera y juego de pelota, y era diestro y rápido. Paralo destacaba en el lanzamiento de disco, la lucha y el pugilismo. Jantipo era tan flexible como el agua; Paralo, tenaz y firme en sus opiniones, y muy decidido también.

Era costumbre de Pericles el reunirse con los muchachos al anochecer, antes de cenar solo, para jugar con ellos, charlar y opinar sobre sus tutores. A veces se le permitía al mayor que cenara con su padre, pero Paralo aún era muy pequeño y tomaba las comidas con su madre en las habitaciones de las mujeres. Ambos amaban a Dejanira, aunque Jantipo la molestaba frecuentemente, pues ella no tenía sentido del humor y se limitaba a fruncir el ceño tratando de comprender sus puyas. Paralo simpatizaba con su madre, y Jantipo se burlaba también de él, pero por lo general el menor sabía replicar a su hermano con su estilo lento y zumbón. Entre los dos, Dejanira prefería a Paralo, no sólo por su parecido con Pericles, sino porque era más amable y más sensible.

No tuvieron más hijos, pues Pericles no había vuelto a llevársela al lecho desde el nacimiento de Paralo. Temía que los dioses no fueran tan benignos con los otros y que nacieran parecidos a la madre, y heredaran su carácter obtuso. Además Dejanira se le había hecho más y más repugnante e insoportable a su olfato. Peor aún: ella le adoraba y le miraba con ojos implorantes cuando le veía, y Pericles la iba compadeciendo a medida que se acentuaba su repulsión hacia ella. De modo que la evitaba, aun admitiendo que era muy diestra en los asuntos domésticos y que aumentaba su fortuna con la buena administración y su frugalidad característica. Jamás interfería él en los asuntos de la casa, pero se había negado a permitir que Dejanira la convirtiera en una réplica de la de su padre, y había exigido que tratara a Agarista con deferencia y escuchara sus consejos en lo referente a las comidas de Pericles y a los preparativos para con los invitados. Dejanira, que le adoraba de modo abyecto, le obedecía en todos los casos, aunque detestaba a Agarista y la consideraba una mujer ociosa. Ella vivía casi perpetuamente en la cocina, vigilando a las esclavas y cocineros, observando cada trozo de comida y cada dracma. Los caprichos sólo se los podía permitir Pericles, y Dejanira deploraba en silencio sus gustos sibaritas y su exigencia de los mejores vinos. Cuando Agarista se quejó de que estaba tomando comida propia de esclavos, Pericles intervino en beneficio de su madre, que desde ese momento tuvo su propia mesa, mientras que Dejanira y sus hijos comían aparte, burlándose ella abiertamente de las cosas tan caras que comía su suegra, del buen vino, y la vajilla delicada. Una vez dijo en voz alta con su voz aguda:

—Nos arruinaremos.

A lo que Agarista contestó:

—Pues, mientras tanto, comeremos como seres humanos y no como cerdos.

Calias, el hijo que Dejanira había tenido con Hipónico, contaba ahora dieciséis años y era la réplica masculina de su madre, bajo, gordo y de temperamento desagradable. Envidiaba a sus hermanastros por su aspecto y su éxito en los estudios, y se consolaba al saberse apodado «el rico», ya que había sido el heredero de su padre. Era tan mezquino como Dejanira, iba vestido como un esclavo y sus tutores se desesperaban con él. No era un atleta. Prefería las peleas de gallos, y cuanta más sangre viera, mejor. También le gustaba jugar, pero como no dejaba de hacer trampas, pocas veces le invitaban a participar sus compañeros de academia. Además, les enojaba porque solía lanzar el kibos (los dados) y ganar con regularidad. Llevaba sus propios dados a las partidas, y estaban cargados; por eso no querían jugar con él a menos que aceptara los dados comunes, con los que ganaba tan esporádicamente como los demás. Esto le ponía de mal humor y, siendo fuerte además de gordo, casi nadie deseaba enfrentarse a él. Era tan innoble y tramposo en la pelea como en el juego, un infame que clavaba la rodilla en la entrepierna del contrario.

Odiaba a Pericles y le ridiculizaba ante su madre cuando ella se lo permitía; lo hacía sobre todo después que Pericles la hubiera rechazado y Dejanira se sintiera muy dolida. Aunque era torpe, adivinaba por lo general qué observaciones despectivas ella no le prohibiría. Entonces sonreía burlonamente a sus hermanastros, los cuales le despreciaban a las claras y hacían oídos sordos a los insultos contra su padre. Calias tenía una risa grosera. Había intentado tratar brutalmente a los dos niños en más de una ocasión, pero un día Pericles le azotó en presencia de Jantipo, de Paralo y Dejanira, que había permanecido a un lado llorando y estrujándose las manos. Pero como amaba a Calias mucho menos que a los dos pequeños, se sintió muy aliviada cuando aquel ordenó a su esclavo que recogiera sus cosas para irse a hacer una visita prolongada a la casa de Dédalo. Dédalo le prefería a sus nietos menores.

Durante los últimos meses Pericles había conferenciado con sus banqueros en lo referente a la dote de Dejanira y los intereses acumulados, pues había llegado a la conclusión de que debía divorciarse de su esposa. Aunque la veía pocas veces, y raramente de cerca, su presencia en la casa se le hacía más y más intolerable. Se daba cuenta de la tristeza de Agarista, incapaz de rehuir a Dejanira, como él podía, junto con su hetaira y otras mujeres de escasa reputación. Veía la expresión amotinada de sus esclavos que odiaban a Dejanira y se quejaban al vigilante de la mala comida y los cuartos abarrotados. Este se lo dijo a Pericles en interés de todos. Pues Pericles era un amo amable que los trataba como sirvientes pagados y no como esclavos, y con frecuencia les premiaba con largueza y, de haberle insistido lo suficiente, los habría liberado, advirtiéndoles sin embargo, de los peligros de la libertad. Cuando en una ocasión se sirvió un vino infame en hermosas botellas a unos huéspedes distinguidos, por órdenes secretas de Dejanira, decidió que ya no podía soportarla más. Había reñido con ella por esa humillación y la esposa había estallado en lágrimas tratando de abrazarlo y gimiendo:

—¡Sólo quería ahorrarte dinero, señor!

Pero Pericles la había rechazado entonces como se rechaza a un perro inoportuno y molesto.

Ni siquiera el hecho de que sus hijos tuvieran un afecto considerable por su madre le impediría divorciarse de ella. Podían verla en casa de Dédalo a intervalos regulares. Temía que los niños se contagiaran de su rudeza y grosería, y odiaba a Calias tanto como este le odiaba a él. Pericles, siempre pragmático, temía que influyera de modo desastroso en sus hijos. En cuanto a los sentimientos de Dejanira, ni los tenía en cuenta, ya que dudaba que fuera capaz de quererle, aunque se hubiese mostrado repelentemente apasionada con él cuando la llamó una vez a su lecho por sentido del deber y por compasión. Ya no la compadecía. Debía liberarse de ella, y lo más pronto posible. Todavía no sabía la infortunada mujer que ya los abogados de su marido estaban preparando la demanda.

Esta noche, después de la visita de Dédalo al despacho de Pericles, este no llamó a sus hijos. Deseaba meditar a solas acerca del peligro mortal que corría su amigo, y en sus planes para protegerle y salvarle, pues, al preguntar entre los conocidos en el Ágora, se había enterado de que no sólo se pensaba en el ostracismo para Ictus, sino en la muerte. Apenas dos horas antes habían ido a consultar con el arconte rey. Dédalo no estaba enterado de ello, pero lo supo una hora después de haber dejado a su yerno.

Pericles ignoraba que, mientras trataba de cenar algo. Dédalo hablaba aterrado con Dejanira.

—¡Nos destruirá a todos si defiende a ese Quilón! —gritaba a su hija—. Los hombres influyentes le miran ya con malos ojos, pues no sólo mencionan su similitud con Pisístrato, el Tirano, sino que aseguran que desea el poder arbitrario. Le han acusado de cinismo, porque él, un aristócrata, se aísla de sus compañeros de la aristocracia y se une a los humildes sólo para asegurar su posición. Pero todos advierten que, aunque simula ser amigo de la plebe, los mantiene lejos de su presencia y permite que se le acerquen en muy contadas ocasiones. Es demasiado ambicioso, siniestro y ambiguo para tener amigos influyentes. No es un secreto para nadie que fue él el instigador del destierro de Cimón, el cual era verdaderamente amado por todos, porque ambicionaba su poder. Sí, hija mía, actuó en connivencia con Cimón para que este fuera nombrado comandante de la flota mientras él, implacable, se proponía hacerse con el poder en Atenas, con el consentimiento de Cimón. ¡Incluso se ha rumoreado que fue el instigador del asesinato de Enalto, el gran y popular estadista!

Dejanira lloraba y se estrujaba las manos, pero dijo entre lágrimas:

—No sé nada de esto padre mío, y tal vez todo sean mentiras inspiradas por la envidia.

—¡Ah! —exclamó Dédalo con fiereza—, ¡pues yo sí lo creo todo, aunque él sea el marido de mi hija! ¡Desea ser el monarca supremo! El partido aristocrático le teme y le odia con justicia, ya que le considera un traidor a su nación, y a su familia y sus antepasados. Temen su poder, un poder que él tomó ilegalmente…

Dejanira le interrumpió con una valentía extraordinaria en ella:

—¡Padre, eso no es cierto! Los ciudadanos de Atenas le eligieron por sus méritos.

—¡Silencio, mujer! —gritó Dédalo furioso, alzando la mano como para golpearla.

Ella calló y continuó con sus gemidos, temerosa de su padre.

—El partido aristocrático ha inducido a Tucídides Alopece, pariente de Cimón, y hombre bueno e intrépido, a que se enfrente con él. Tendrá éxito. Tucídides no es un hipócrita que adula al pueblo para obtener el poder. Tú no has leído los escritos en los muros de Atenas, acusaciones infames contra Pericles escritas por los mismos que él defiende contra los aristócratas. ¡Te digo que quiere ser rey, y que Atenas no lo soportará!

Dejanira sólo sabía suspirar. Su padre la miró con exasperación.

—Es tu marido —dijo—. Es el padre de tus hijos. Has de influir en él para que te escuche, porque, si lleva adelante su plan de defender a Ictus, no sólo será destruido, sino tú y tus hijos también.

Dejanira estalló en lágrimas y su rostro enrojeció profundamente. Apartó el rostro y dijo:

—No tengo influencia alguna en Pericles, padre. Raras veces le veo. Él me evita. Temo que me desprecia. No he vuelto a entrar en su cámara desde el nacimiento de Paralo… Me ha abandonado por las mujeres disolutas. Has dicho que, cuando hoy le hablaste, te dio la espalda y te dejó con palabras altaneras. Tú eres un arconte, un hombre de importancia. Si no escucha a su suegro, ¿por qué había de escucharme a mí?

Dédalo se levantó temblando de rabia. Miró a su hija, tan acobardada, y él, que pocas veces sentíase movido por la piedad, la compadeció ahora. Le puso la mano en la cabeza y dijo con voz temblorosa:

—Hija mía, ignoraba esas indignidades contra ti; tu madre tampoco debe saberlo, o me lo habría dicho. Sólo hay una solución: debes dejarle, pedir el divorcio y regresar a la casa de tu padre con tus hijos. Entonces comprenderá el pueblo que tú eres inocente, que renunciaste a tu marido por su traición y sacaste a los niños de la casa por temor a que se vieran deshonrados y castigados por culpa de su padre.

—¿Dejar a Pericles? —gimió Dejanira, moviendo sus ojillos negros llenos de dolor—. ¡Es mi marido! Y le amo, por muchas humillaciones que me haya infligido, incluso en presencia de los mismos esclavos.

Dédalo la cogió por los gruesos hombros y la sacudió:

—¿Has pensado en tus padres, hija mía? Soy un arconte. ¿No comprendes que os veríais destruidos tú y tus hijos por los actos impetuosos de ese hombre, y tus padres también? ¡Cinco personas inocentes! ¿Permitirás que muramos todos, o que seamos desterrados y se confisque nuestra fortuna? ¿Consentirás tranquilamente que hayáis de vivir, en la mayor pobreza lejos de Atenas, en alguna isla bárbara? ¿He engendrado a un ser humano o a una Cíclope hembra, con un solo ojo ciego para aquellos a quienes debe amar?

Dejanira miró a Dédalo a través de sus lágrimas y le vio realmente desesperado y afligido, y el color abandonó su rostro, que quedó amarillento. Dédalo asintió sombrío:

—Nuestra fortuna, si no nuestra vida, está en peligro mortal por culpa de ese hombre al que llamas tu marido. ¿Te atreves a defenderle y quedarte con él hasta que nos hundamos en la laguna Estigia?

No podía hablar debido a su propio terror y angustia. Se estrujó las manos y sollozó roncamente.

—Habla con él —le ordenó su padre—. Habla con él esta misma noche. Si se muestra terco envíame un mensaje y os mandaré las literas para que vuelvas con tus hijos a casa de tu padre y pidas el divorcio. Díselo así.

Dejanira se llevó las manos al pecho; su rostro distorsionado reflejaba terror, sufrimiento y también desesperación. Susurró:

—Lo intentaré. Juro por Hera que lo intentaré. Es todo lo que puedo prometer. Si fracaso… —hizo una pausa y sollozó más fuerte—, volveré a tu casa, padre mío, y mañana mismo.

—Él se verá forzado a devolverte la dote y cuanto haya obtenido con ella —dijo Dédalo suspirando de alivio.

Siendo tan ambicioso juzgaba que la pérdida de la dote de Dejanira sería un golpe peor para Pericles que la pérdida de su familia.

Ella dijo, casi inaudiblemente:

—Ama a sus hijos. Tal vez no permita que me los traiga.

—Entonces, una vez hayas salido de su casa y él esté arruinado, pediremos que se libere a tus hijos de la nefasta influencia de su padre. No te apures, hija mía. Trata de hacerle reflexionar, como es tu deber. Si no lo consigues debes huir a toda costa. —Se frotó el rostro con la mano huesuda y suspiró—. No carezco de influencia. Me nombrarán tutor de tus hijos. Afirmaré que yo jamás habría consentido en este matrimonio, pero que mi hermana me lo suplicó.

Dejanira no carecía de agudeza. Sabía que había sido su padre el que propuso la unión, y no Agarista. Pensó en ella con odio repentino, ya que Agarista no ocultaba el desdén a su nuera.

—Gracias a mí alcanzó Pericles el poder —continuó el arconte—. No hay que olvidarlo. ¡Ojalá las Furias hubieran paralizado mi lengua antes de ayudarle!

Abrazó a su hija y partió. Tras mucho pensarlo Dejanira envió a un esclavo a rogar a Pericles que le permitiera visitarle inmediatamente. Mientras esperaba la respuesta, se lavó los ojos enrojecidos, se peinó, cambió sus ropas arrugadas y untó sus brazos y la garganta con esencia de rosas. Desalentada, se contempló en el espejo de plata y, por primera vez en su vida, se confesó que carecía de gracias, que no tenía belleza ni atributos para conquistar a un hombre, especialmente a un hombre como Pericles. Se había juzgado deseable merced a su dinero y a la posición de su padre en Atenas. Ahora comprendía vagamente que Pericles no necesitaba su dinero, y que era mucho más poderoso que Dédalo. De ahí que fuera imposible apelar a él sobre esa base.

«¡Ah, si yo tuviera belleza y juventud! —se dijo—, pero soy fea, y vieja; ya tengo canas y tres barbillas». Sentíase más humillada que nunca.

Sin embargo, se consoló con la idea de que tal vez Pericles escuchara sus prudentes consejos en beneficio de sus hijos, ya que no en el de ella misma. También estaba Agarista, que correría un peligro mortal.

Se detuvo, bajando el espejo brillante y adornado de gemas que tenía en la mano, y miró al espacio. Agarista… Por mucho que la vieja le disgustara, y por mucho que hubiera tratado de relegarla a una posición inferior, Agarista podía ser una aliada formidable. Gimiendo histéricamente corrió a las habitaciones de su suegra.

Esta no había entregado sus habitaciones, decoradas con gusto exquisito, a la nueva dueña de la casa. Después de cenar se retiraba pronto y se acostaba, ya que estaba muy enferma y a los médicos les preocupaba su corazón. No podía olvidar a Jantipo, su marido, que crecía en su mente en gracia y virtudes a través de los años. Con frecuencia se acusaba de estúpida por no haberle comprendido, de orgullosa por haberle recriminado tanto. Él la había amado, aunque no la apreciara en ocasiones. Jantipo la había visto una vez de lejos, de modo que el suyo no fue en realidad un matrimonio arreglado en el auténtico sentido de la palabra. Él mismo había acudido al padre de Agarista para rogarle que consintiera en la unión, declarando su amor por ella. A su estilo la había honrado durante muchos años, sin irse con las hetairas u otras mujeres. «Yo fui la que lo aparté de mí —se confesaba en sus noches de insomnio— con mis presunciones y vanidad. Insistí excesivamente en que me admirara por mi inteligencia. Y hasta después que murió no supe que me admiraba por ello, ya que jamás me lo confesó».

Se le ocurrió con tristeza que nunca se alcanzaba la sabiduría hasta que era demasiado tarde. Parecía mala intención por parte de los dioses.

Pocas veces dormía profundamente; dormitaba a intervalos y se despertaba luchando por respirar y con un dolor intenso en el corazón. Le había vencido ahora la somnolencia cuando una esclava entró en silencio en su cámara y dijo:

—Señora, la señora Dejanira quisiera hablarte un momento de un asunto de la mayor importancia.

Agarista, parpadeando a la suave luz de la lámpara, se forzó a incorporarse. Su respiración resonaba fatigosa en la habitación. El viento nocturno, cálido y perfumado de rosas, entraba por la ventana abierta. Miró a la esclava. ¿Qué querría de ella Dejanira, que jamás entraba en estas habitaciones, a las que no se la había invitado? Las dos mujeres se evitaban lo más posible. Dejanira le pedía consejo en muy pocas ocasiones. Cuando hablaban miraba a Agarista con resentimiento y siempre tratando de imponer su autoridad como dueña de la casa de su suegra. Esta la rechazaba fríamente, pero Dejanira insistía con terquedad. Ayer mismo habían tenido una pelea; Agarista se había mostrado desdeñosa y fría, y Dejanira tartamudeaba de cólera. Al fin había dicho aquella:

—Serás la hija de mi hermano el arconte, pero para mí tienes los modales de una cocinera, y eres insolente además. Tu padre es hermano mío y, por tanto, descendiente de una casa noble, pero tu madre es tan vulgar como tú, y su única distinción es el dinero. Te ha enseñado bien, y eres tan insufrible como ella. —Dejanira se había ido al fin, murmurando de impotencia.

Ahora dijo Agarista a la esclava:

—¿Que la señora Dejanira desea hablarme? ¿Ha enfermado alguno de mis nietos?

—Se incorporó en la cama muy asustada, pues los hijos de Pericles le eran muy queridos.

—No lo sé, señora —contestó la esclava—, pero la señora Dejanira te implora para que la recibas y la escuches un instante.

Sólo una emergencia podía obligar a Dejanira a acudir a ella, de modo que Agarista se tomó la medicina que tenía junto a la cama y tembló interiormente mientras esperaba la llegada de su nuera. Se arregló el camisón sobre sus senos, todavía hermosos, pero su rostro estaba tenso y arrugado por el dolor, y muy pálido, y los cabellos dorados habían perdido el brillo hacía tiempo y estaban manchados de gris. Un dolor espantoso le atravesó el corazón y volvió a reclinarse en los almohadones mientras el sudor frío del temor bañaba todo su cuerpo. Le pareció que un viento helado barría aquella habitación caldeada. Tenía muy secos los labios, ya sin color, y creía sentir el gusto de la sangre.

Dejanira entró en la cámara sollozando. Con la torpeza mental de los estultos se distraía fácilmente con futesas incluso en medio de su dolor.

Miró a su alrededor con curiosidad mientras las lágrimas caían por sus gruesas mejillas.

Por unos segundos casi se le olvidó la misión que la había llevado hasta allí mientras sus ojillos hinchados registraban la cámara con reprobación y observaban las mesas costosas de madera de limonero y sus lámparas delicadas, de oro y cristal egipcio, y los brocados de Damasco en la ventana, las sillas de marfil y ébano incrustado de esmaltes, los muros pintados en los que se veía al dios Pan y a los faunos en el bosque, las flores en los jarrones altos y graciosos de valor incalculable y las espesas alfombras persas sobre el suelo de mármol. Tampoco el lecho era el habitual de una habitación griega corriente, sino que estaba cubierto de sedas y lanas tan finamente tejidas que parecían de gasa sutil. Había muchas estatuillas de mármol en los nichos, todas de factura incomparable. «Aquí hay una fortuna —se dijo—, muchas fortunas que invertir en barcos, cargamentos y bancos». Y se sintió ofendida y vejada. Luego se dejó caer sin que se lo pidieran en una frágil silla —que crujió ominosamente bajo su peso— y empezó a sollozar con mayor fuerza.

—¡En nombre de los dioses, dime qué ocurre! —gritó. Agarista palideciendo más aún.

Dejanira era tranquila y poco emocional; por eso supuso que las noticias que traía eran terribles. ¡En su ansiedad deseaba darle un bofetón a aquella gorda!

—¡Estamos arruinados, destruidos, todo se ha perdido para nosotros! —Su voz era ronca y dura, y se balanceaba sobre las gruesas nalgas sin dejar de llorar—. ¡Pericles ha atraído a las Furias sobre nosotros y estamos perdidos!

Agarista la miró incrédula. Su hijo, tan impasible, tan remoto y autodisciplinado, y tan lacónico de palabras excepto cuando se dirigía a la Asamblea, no podía haberse mostrado tan impetuoso e imprudente como afirmaba Dejanira. Se recostó en los almohadones y dijo con voz perentoria:

—Dímelo todo.

Era casi imposible que Dejanira contara una historia coherente, pues sus pensamientos se desviaban invariablemente por cualquier tontería. De modo que Agarista se vio forzada a poner toda su atención para no perderse en aquella marea de palabras confusas que salían de unos labios gruesos y húmedos. Grandes sollozos interrumpían el relato. Dejanira hablaba del honor de sus padres; de las delincuencias de los esclavos en casa de su marido; de los hurtos de las cocineras en la despensa; y del dinero; del destino de sus hijos y de su propia vida amenazada; del temor de su padre y el interés de Dédalo en que ella hablara con Pericles; de su insatisfacción general con la administración de la casa; de su temor; de la bancarrota inminente, las premoniciones del desastre que la habían acosado desde hacía meses; de la indiscreción de Pericles y sus amantes; del destino tan infortunado que su matrimonio le había acarreado; del fracaso de la última inversión de Pericles en unos barcos con destino a Egipto, de su propia docilidad y virtud ante las pruebas que había de soportar en esta casa, de la falta de aprecio que recibía por su escrupulosa administración y ahorro, y de otras mil estupideces.

Agarista deseaba chillar. Extendió una mano muy delgada y agarró la muñeca gruesa de Dejanira.

—¡Dime, idiota! —gritó—. ¿Es que eres incapaz de ordenar tus pensamientos para decir lo que sea? ¿Qué tiene todo eso que ver con el desastre de que hablabas?

La marea de quejas, carentes de significado, llegó bruscamente a su fin, y Dejanira se sintió ultrajada por la voz de su tía y su modo de apretarle la muñeca. Luchó por recobrar la dignidad.

—Te lo he estado diciendo, Agarista. ¡Pero nunca me escuchas! Estamos perdidos.

Pero los ojos de su suegra seguían serenos, de modo que bajó la cabeza y su húmero rostro se tornó sombrío. Apenas podía recordar las denuncias específicas de su padre contra Pericles, pues no había sido capaz de seguir sus palabras rápidas. Sin embargo, Agarista, muy erguida en su lecho, pudo captar al fin parte de lo que Dédalo comunicara a su hija. Le soltó la muñeca que aún tenía agarrada y se recostó en los almohadones respirando con dificultad. Estuvo contemplando el techo pintado de color dorado durante mucho tiempo, después de que aquella quejumbrosa voz hubiera cesado, reemplazada por sollozos entrecortados.

La luz de la lámpara, cálida y suave, se agitaba sobre los muros y muebles; un ruiseñor empezó a cantar en los jardines, entonando unas notas tristes y punzantes. Agarista reflexionaba con rapidez. Seguramente Pericles no sería insensible al peligro en que estaba poniendo a su familia. No era voluble ni atolondrado. Por fuertes que fueran sus emociones jamás le arrastraban a la fatalidad. Era moderado, aunque sincero, con sus amistades. Anaxágoras se lo había enseñado, pero es que además Pericles era prudente por instinto. Agarista se sintió de nuevo incrédula si bien sabía que era imposible que Dejanira, carente de imaginación, hubiera inventado y exagerado todo aquello.

Interrumpió los sollozos de su nuera y dijo:

—Me cuesta mucho creer eso de mi hijo. Iré contigo a su cámara, ya que el esclavo ha comunicado que él te recibirá. —Miró despectivamente a Dejanira y se levantó con dificultad, poniéndose una toga blanca sobre el camisón. El corazón le latía dolorosamente, pero su rostro estaba compuesto.

—Ven —dijo, dirigiendo la marcha, y Dejanira la siguió como una sierva sin dejar de gemir. Agarista caminaba como una diosa, reprimiendo con orgullo su dolor, y reflexionando; Dejanira iba detrás como una sombra obesa, sonándose y gimiendo.

Pericles estaba sentado en su biblioteca, pero no leía. Su rostro era hermético, e intensa su mirada. Al ver a las dos mujeres frunció el ceño, pero dirigió su atención principalmente a su madre. Vio su palidez traslúcida y le pidió que se sentara, mas no hizo lo mismo con su esposa.

—Me dijeron que sólo Dejanira deseaba verme —dijo, pero su tono era amable hacia Agarista—. Estás enferma. ¿Por qué te has levantado para visitarme esta noche?

Ella señaló a su nuera con un ademán, pero no la miró. Con palabras breves y concisas repitió lo que Dejanira le contara, y las amenazas de Dédalo. Tenía una mente ordenada y supo hablar con claridad y sin divagaciones. Al hacerlo observaba el rostro de Pericles. Era impasible de nuevo, como una máscara de mármol que ocultara sus pensamientos. Cuando su madre hubo cesado de hablar, él se recostó en la silla y guardó silencio. Agarista esperaba. Los sollozos de Dejanira y sus exclamaciones tontas resonaban en la biblioteca. Sus cabellos estaban en desorden, pues se pasaba constantemente los dedos por ellos en su preocupación. Tenía las mejillas hinchadas, rojos los ojos y la nariz. Repetía una y otra vez sus palabras: la bancarrota, la situación de su padre como arconte, la ruina, el exilio, la confiscación de las propiedades. Pero ni Pericles ni Agarista la escuchaban.

Al fin dijo Pericles a su madre:

—Lo cierto es que debo defender a Ictus, pues es un hombre sencillo, justo y bueno, y dice la verdad. Por desgracia también la escribe y la publica.

—¿Comprendes las consecuencias que puedes sufrir si fracasas, hijo mío?

—He reflexionado sobre ellas. No fracasaré. Sólo debo convencer a Ictus para que se retracte y pida gracia, y él valora en mucho mi opinión y mis directrices. Es un hombre apasionado, pero tratable. He estado pensando en ello durante horas, y he llegado a la conclusión de que un breve ostracismo será su único castigo.

No estaba tan confiado como parecía, pero deseaba calmar los temores de su madre y tranquilizarla.

Agarista suspiró aliviada. Su hijo era el hombre más poderoso de Atenas. Pensó en Jantipo, que también había sido capaz de defender a un hombre y a sus convicciones aunque no estuviera de acuerdo con ellas. Pero Jantipo había sido imprudente en muchas ocasiones, y Pericles jamás. Sin embargo, padre e hijo eran ejemplares en su virtud cívica, y nunca dejaban de cumplir con su deber. Agarista suspiró de nuevo penosamente.

Entonces se volvió Pericles por primera vez a su esposa y su rostro era todavía más impasible y duro.

—Debo informarte, Dejanira, que estoy a punto de divorciarme de ti. Has hecho odiosa esta casa y has creado desorden y disensiones en ella. Saldrás de aquí mañana y volverás junto a tu padre, llevándote contigo a Calias, tu hijo. Pero los míos se quedarán.

La mente torpe y lenta de Dejanira experimentó una profunda sacudida. La dominó la desesperación. Estalló en un llanto chillón e histérico. Intentó acercarse a su marido, pero Agarista la detuvo. Luego dijo a Pericles con voz desapasionada:

—Es lo mejor. Esta familia ha sido desgraciada desde tu matrimonio, hijo mío. Y no debe sufrirse la infelicidad si es posible evitarla.

Se levantó, cogió firmemente a Dejanira del brazo y la obligó a mirarla.

—Ya has visto que ninguno de nosotros está en peligro, que todo ha surgido de la imaginación desbocada de tu padre. Ve a tus habitaciones en seguida para disponer tus asuntos y dejar la casa por la mañana.

Dejanira luchó con ella un instante bajo la vigilancia de Pericles; luego quedó inmóvil. Estalló en una tormenta de denuncias, quejas, súplicas, inoportunidades, argumentaciones incongruentes. Pericles cerró los ojos de cansancio. Dejanira, que sudaba a chorros, despedía un olor repugnante, y el pulcro Pericles se tapó la nariz, lo mismo que Agarista.

—Vamos —dijo esta. Pero compadecía a Dejanira, tan brutalmente rechazada y despedida—. De nada sirve llorar así. Mañana habrá tiempo para la reflexión y las decisiones.

Dejanira la miró con ojos saltones y se secó el sudor del labio superior. Creyó que Agarista le aseguraba que no se vería obligada a dejar la casa. Su pecho se hinchó en un profundo suspiro y se dejó llevar mansamente.

Mientras recorrían los salones dijo a su suegra, silenciosa ahora:

—Amo a Pericles. Él es mi vida y mi amor. En nuestra noche de bodas me llamó dulzura. Nunca lo he olvidado. Me abrazó con pasión además de con gozo.

Agarista alzó las cejas incrédula. También la sorprendía que Dejanira pudiera amar de aquel modo, y con tal vehemencia. De nuevo sintió compasión por ella y ahora la tocó suavemente en el brazo para consolarla. Pero sabía que las decisiones de Pericles eran inapelables.