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Tmolos, el preceptor de arte —llamado así por el Monte Tmolos— estaba encantado con Aspasia, su mejor alumna, dócil y ansiosa de saber. Al contrario que la mayoría de los griegos, no despreciaba la mente femenina. «¿Existía el arte sin la mujer?». No, se respondía. Las mujeres eran el arte supremo de los dioses, aunque destruyeran también a dioses y hombres. Pero ¿no era la belleza en sí un terror inmortal y exquisito, y no era por tanto destructora? Sin el arte, don y ornamento de los dioses, no habría civilización, ni justificación de la vida. Todo lo demás era mundano, prosaico y aburrido. Ninguna otra cosa interesaba tanto a la mente, ni la llenaba de gozo, elevándola por encima de la carne. El arte hacía al hombre verdaderamente hombre. Tmolos había comprobado que Aspasia estaba de acuerdo con él. En una ocasión le había dicho: —Tmolos, tú eres verdaderamente un filósofo— y él había comprendido sus palabras y aceptado aquel comentario como un espaldarazo, aunque ella fuera una niña y él un viejo.

Era pequeño y flaco de cuerpo, jorobado y canoso, pero sus ojos eran vivaces, llenos de fuego juvenil y gozo de vivir pues, como Aspasia, hallaba hermosura en todas las cosas, incluso en un sapo verrugoso, una piedra llena de liquen, o una brizna de hierba. La fealdad no le molestaba, pues juzgaba todo cuanto existía intrínsecamente bello.

—Una vieja consumida y desdentada, con el pelo blanco y las manos paralizadas, tiene una gloria innata —decía—. ¿No vive, no tiene alma? Luego es hermosa. Su vida y sus pensamientos la han moldeado. ¿Que han sido odiosos? Pues… también tienen misterio, y por tanto su propio encanto. Una vez que hemos aprendido que nada es aburrido, nada demasiado mezquino o despreciable, podemos alcanzar la serenidad, ya que la serenidad es el alma del arte.

—¿Aun cuando represente la violencia? —había preguntado Aspasia.

—La violencia es parte de la vida y con frecuencia es una estimulación, un drama, hija. Podemos contemplarlo tal como es, como un aspecto de la vida, y la vida en sí misma es arte.

Sólo hallaba que algunos hombres eran indignos de ser llamados humanos. Además, suponían una amenaza para los demás hombres.

—No todo lo que camina con forma de hombre es humano —explicaba—. Muchos hay que no tienen casi humanidad, otros no la tienen en absoluto. La apariencia no lo es todo. Está el alma. He oído decir que algunos pájaros fabrican unas moradas encantadoras y delicadas para sus hembras, eligiendo entre los colores y la textura de las flores y logrando un paraíso de simetría y fragancia. ¿No son más humanos, en el pleno sentido de la palabra, que el hombre que juzga adecuada su morada hecha sólo a base de piedra, madera o ladrillo? El don de la humanidad no se limita a los hombres. Dicen que muchos animales poseen y demuestran las virtudes de la compasión y la justicia, la ley, la ternura y el amor. Luego son más humanos que aquellos que no las poseen.

Amaba a los dioses, aunque afirmara con frecuencia que eran pervertidos, caprichosos y demasiado humanos, pues, ¿no eran todos hermosos, incluso el cojo Vulcano? Zeus había violado a Leda y de ella había nacido Géminis y Helena de Troya, y Clitemnestra.

—Pero la historia de Leda y el cisne es inmortalmente hermosa —decía—. Pensad en aquella doncella encantadora, toda su hermosura, y el cisne de alas blancas apoyando la cabeza en su seno.

Las muchachas se habían reído al escucharle, pero Aspasia lo había comprendido. De la tumultuosa violencia había surgido la hermosa Helena y Géminis; del amor lascivo las formas de los dioses y el rostro inolvidable de Helena de Troya. «Pero no disculpaba la violencia sin sentido, que era despreciable, sino sólo la violencia que producía belleza», pensó Aspasia.

Tmolos tenía excusas para todo aquello que condujera a la belleza. Por eso Aspasia se preguntaba en ocasiones si tendría razón. Sin embargo, amaba a Tmolos y le perdonaba.

Esclavas y esclavos de notable hermosura posaban para las hetairas durante las clases de pintura, escultura y mosaico. Se elegían con todo cuidado aquellos cuerpos que tuvieran gracia y juventud. Targelia había insistido en que las doncellas debían recalcar los atributos sexuales de ambos sexos, y someter a los esclavos a un examen exhaustivo y hablar de sus gracias físicas, pero Tmolos prefería discutir de todo ello bajo el punto de vista del arte.

—No hay matices libidinosos en el arte —decía—. Lo que es exquisito se halla por encima de toda suciedad. El mal no está en el objeto, sino en el que lo contempla. Transferimos al arte nuestra falsedad y degradación, pero los objetos en sí no son lascivos ni meretricios. En resumen: aquello que vemos puede interpretarse con admiración e inocencia, o con perversión. Todo depende de nosotros. La mayoría de las doncellas preferían reírse y hacerse guiños maliciosos que enojaban al viejo.

—¡Sois idiotas! —gritaba—. ¿No crearon los dioses al hombre y la mujer? ¿Encontraron ellos algo licencioso u obsceno en sus cuerpos? La maldad está en vuestra propia mente, y eso sí es triste. Pero he podido comprobar que la juventud es de natural grosera e impura. Eso es la maldición de la humanidad.

En una ocasión Aspasia le había dicho:

—Sin embargo, la convicción de que ciertas cosas son malas y rastreras, ¿no aumenta su valor ante la mente humana? Tmolos meditó en ello. Luego dijo: —¡Ay!, es cierto.

No obstante seguía luchando con las jóvenes asignadas a su cuidado. El arte, les decía, está por encima del bien o del mal. Sabía que con esto desafiaba a la ekklesia, cuyo ceño adusto y mentalidad estrecha hallaba maldad en todo, e incluso denunciaba a los atletas desnudos y, por supuesto, a la belleza en sí.

—Si se atrevieran, destruirían también a las abejas que fecundan las flores —se quejaba amargamente Tmolos. Aspasia profundizaba en sus palabras y sabía que eran ciertas. Al igual que él, también ella deploraba el hecho de que los escultores cubrieran de pintura la majestad blanca y noble de las estatuas de mármol.

—¡Si hubiera más inocencia! —repetía Tmolos incesantemente—. ¿Por qué ha de abrumar la humanidad con su mezquindad y mediocridad a lo que es de por sí simple y perfecto? Si la maldad existe, existe tan sólo en los complicados vericuetos de la deformada alma humana, que ha de lanzar su porquería sobre todo lo que es puro.

Con Tmolos aprendió Aspasia, más que con sus maestros de teología, la verdadera perfección y el auténtico respeto.

Había sabido desde su infancia que nunca sería capaz de crear grandes esculturas, y que tampoco podría descollar en la pintura a pesar de sus esfuerzos. Tmolos la consolaba:

—No es necesario crear belleza para apreciarla, hija mía. ¿Para qué trabajan los pintores y escultores? Para el gozo de los que observan sus obras. No todos podemos ser artistas. Pero el espectador que ama y admira, ¿ha de ser menos que el que crea, ama y además admira? ¿Acaso los dioses nos exigen que también seamos dioses? No. Es suficiente que nos regocijemos en ellos, y en aquellos a los que han dotado.

Aspasia sostenía el frío mármol entre sus manos y con frecuencia se quedaba en éxtasis contemplándolo. Su corazón latía de gozo cuando acariciaba los mosaicos y observaba los cuadros. La reproducción de la naturaleza la exaltaba. Su gusto era inmaculado e infalible. Como su maestro, odiaba la mediocridad.

—La perfección, —decía Tmolos— es la meta máxima del verdadero artista, pero no importa si los que aman la belleza en el arte no sean artistas. Basta con que sepan valorarlo. Este aprecio es el espaldarazo y la satisfacción de todo artista. Sin la comprensión de la belleza, el hombre es un animal.

Y añadía:

—Por desgracia, ningún artista consigue jamás en su obra la perfección a que aspira. La perfección está por encima de la humanidad, pero eso no significa que debamos abandonarla como meta.

Para Aspasia, que deseaba sobresalir en todo, sus palabras eran un consuelo. Por ello, cultivaba la adoración y la comprensión de la belleza y confiaba fervientemente en que algún día sería capaz de influir en un hombre poderoso a fin de que patrocinara las artes. Nunca podría soportar a un hombre que disfrutara con su belleza y sus encantos sin captar todo su sentido, pues la sensualidad no era suficiente. La belleza física era transitoria: lo que se grababa en piedra, se pintaba con colores luminosos y se escribía en libros elocuentes, sí perduraba. Helena de Troya había muerto, pero el recuerdo de su belleza seguía latente e inspiraba a poetas y artistas. La leyenda era eterna; nunca envejecía ni se afeaba. Por eso los dioses seguían siendo magníficos, muy por encima de la corrupción humana.

Hoy, Tmolos tenía una modelo nueva para sus alumnas. La jovencita, desnuda y brillante como el ámbar, tenía unos doce años y mostraba inocentemente su desnudez. Los cabellos, negros y muy largos, acariciaban sus senos, aún en capullo, y apenas tenía vello púbico. Miraba con curiosidad a las doncellas que entraban en grupo, pero sus ojos tenían una mirada vacua, apenas consciente. Estaba de pie, con el codo apoyado en un pedestal de mármol y se removía inquieta. Se llamaba Cleo. Esbelta y delicada, Targelia la consideraba ya como candidata para el grupo de las hetairas, pues era rápida de mente para todo aquello que tuviera relación con ella misma. Había sido entregada hacía poco a Targelia para que la sirviera, y, según se decía era hija de una hermosa cortesana y de un hombre de cierta importancia en Mileto.

Cleo miró ahora con mayor atención a las doncellas que se dirigían a sus puestos de modelado de arcilla, pintura y mosaicos, y opinó que ya eran muy mayores. Luego sus ojos se clavaron en Aspasia que parecía haber traído con ella el sol a esta habitación. Inmediatamente se sintió dominada por una adoración infantil, como le ocurre al que llega a divisar a una ninfa. Atraída por la mirada intensa de la niña, Aspasia se volvió también a mirarla, y quedó conmovida por su belleza. Parecía una estatua de Eros; era como la representación de la primavera. Como siempre, Aspasia experimentó tristeza y frustración al no poder moldear de modo perfecto y no ser capaz de recrear impecablemente lo que veía. Una de las doncellas destacaba en la pintura, y Aspasia se acercó a su caballete y vio de nuevo con envidia que ya estaba delineando la cabeza de Cleo con unas líneas rápidas al carbón, y que incluso había esbozado ya el cuerpo joven y perfecto. Luego se aproximó a otra que, pacientemente, elegía piedrecitas para su mosaico. «Yo no tengo tanta paciencia; mi mente corre demasiado», pensó. Sin embargo encontró una piedrecita azul que la muchacha estaba buscando. Al ver que encajaba exactamente, se sintió abrumada por la satisfacción. Mi vista es buena, se dijo, aunque mis manos no la obedezcan.

Miró de nuevo a Cleo. La luz del sol acariciaba las formas de la niña y parecía atravesarla, dando a su cuerpo un tono de miel. Aspasia suspiró. Ahora comprendía lo que Tmolos quería decir al afirmar que nadie podía reproducir la naturaleza en todo su brillo por mucho que soñara, trabajara y suspirara; y entendía por qué su maestro nunca se sentía satisfecho con lo que había creado.

Tmolos, que amaba a Aspasia, vio su rostro y pensó: «¿Por qué no ha de comprender que no es posible sobresalir en todo?». Pero él sí comprendía que la naturaleza del genio consiste en desear la perfección; por eso no reñía a Aspasia aunque pareciera desesperada mientras trataba de modelar la arcilla o tallar el mármol, o cuando tiraba el pincel al suelo mientras trabajaba ante su caballete. Se despreciaba a sí misma en esta sala; sin embargo anhelaba estar constantemente en ella. La clase siguiente era la de retórica, en la que Aspasia destacaba sobremanera. Aquí podía olvidar la humillación que sintiera en el aula de Tmolos. Su voz, resonante, firme y musical, conmovía con frecuencia a la maestra. Era una voz sin la característica timidez femenina. Las otras la escuchaban ensimismadas, aunque apenas comprendieran el tema. Los ojos de Aspasia brillaban de modo extraordinario y sus gestos tenían una gracia especial. Cuando empezó a leer un pasaje de Homero, el aula se llenó de la gloria de Géminis, de Aquiles y Apolo, de Hércules y Ulises. «Tiene la voz de una sirena, capaz de arrastrar a los hombres al bien y al mal. Helena de Troya debió poseer una voz semejante, pues la belleza sola no es suficiente para esclavizar a los hombres», pensaba la maestra.

A continuación de esa clase recibían lecciones de danza y música, en particular de lira y flauta. También aquí destacaba Aspasia, aunque no diera una importancia especial al baile. Pero la música le encantaba. Manejaba ahora ya los instrumentos musicales de tal modo que, en sus manos, cobraban una dimensión y profundidad inmejorables, llegando a conmoverla de corazón.

Las clases de teología no le resultaban gratas. Pero se mordía la lengua, conociendo los castigos que la ekklesia infligía a cualquier sospechoso de herejía o disensión contra la religión dominante. Sin embargo, le ardía el rostro y surgía una mirada despectiva de sus ojos cuando escuchaba alguna pedantería piadosa. El preceptor convertía la grandeza de los dioses en simple mortalidad, creyendo que, al degradar lo inexplicable y rebajar la majestuosidad hasta el entendimiento y familiaridad humanas, los hacía más comprensibles, .

Y así transformaba el Olimpo, la morada de los dioses, en un suburbio de Atenas, o incluso de Mileto.

Aspasia siempre se sentía batalladora al acudir a la clase de política e historia, y el maestro la detestaba por sus controversias.

—¿Quién escribe la historia? —le había preguntado ella una vez—. Los simples mortales, que dan su propia interpretación, según su capricho y sus opiniones subjetivas, de cuanto ha sucedido. Es muy fácil falsear la historia. En cuanto a la política, no es más que historia.

Pero estos temas la apasionaban a la vez que la enfurecían. Se decía que, de ser más grande la nariz de Helena de Troya, o menos luminosa su mirada, Troya no habría sido nunca destruida por el fuego, ni su marido deseado su muerte, ni París la habría raptado. ¡En esas trivialidades se basaban los asuntos de los hombres! Aspasia encontraba muy divertida la política y la historia por la luz que arrojaban sobre la ridiculez de la naturaleza humana.

—Son cosas dignas de comediantes —observó en una ocasión— y, desde luego, no debían considerarse como la verdad objetiva e inmutable. Había llegado a decir incluso que la historia estaba hecha por locos y que las guerras eran la locura definitiva, observación que no despertó precisamente el afecto de su maestro.

—¿Acaso no ha sido todo hecho por el hombre, y es el resultado del hombre? —le había preguntado él.

—No —había contestado Aspasia—. Hay imponderables por encima del conocimiento y la comprensión humana.

El maestro la acusó entonces de ser una chiquilla, una mujer sin importancia cuyas opiniones nada valían. Las doncellas que no apreciaban a Aspasia por su belleza y su superioridad se rieron a escondidas. Al menos, Aspasia, con sus discusiones, aliviaba el aburrimiento de la clase y por ello le estaban todas agradecidas.

Eneas, el preceptor de historia, era griego. Por eso disertaba con frecuencia sobre la derrota de los persas en las Termópilas.

—No soy supersticioso —decía—, pero sí creo en el destino. Atenas, y Grecia entera, fueron protegidas por alguna intervención misteriosa. Parecía imposible que Jerjes pudiera ser derrotado por nosotros, los griegos, un pueblo de gentes que han peleado constantemente, aun entre ellos mismos, por hombres de las montañas agrestes, de los acantilados y los pasos, de los pueblos de pescadores, de las ciudades pequeñas, todavía más pequeñas que Atenas, que en si es insignificante. Sobrepasados en gran número, en una proporción de cien a uno, y siendo aquellos invasores sólo la primera oleada de un mar de soldados y de naves, los griegos se enfrentaron al enemigo en su tierra y sus aguas sagradas y lo derrotaron ignominiosamente. Esta nación pequeña llena de polvo dorado, de montañas, de furiosos torrentes, de valles siempre verdes y mares brillantes, pueblos miserables, caminos de piedra, campos resecos y un ardiente cielo azul, se negó tercamente a dejarse conquistar y esclavizar por el poderoso Jerjes y prefirió, en última instancia, la libertad o la muerte.

—Aunque Aspasia admiraba la poesía de sus palabras, había dicho:

—Solón declaró que todos los hombres debían ser libres. Pero tenemos esclavos. ¿Es que un esclavo no es un hombre? El maestro la había mirado furioso:

—Nosotros creemos que un esclavo es una cosa, no un hombre. Los dioses decidieron su destino. Los dioses crearon la libertad para los hombres. Luego si un hombre no nace libre, no es verdaderamente humano.

—Hay algo erróneo en tu silogismo —dijo Aspasia.

—¡Demuéstramelo! —gritó el maestro con ira.

—Solón fue grande y sabio —dijo Aspasia—. Deseaba establecer una república, pero Atenas había caído ya en la democracia. En eso se basa la gran tragedia del gobierno. Pero no importaba. Cuando Solón declaró que todos los hombres debían ser libres y estar a salvo de un gobierno inquisitivo y entrometido, no dividió la humanidad entre los que nacían libres o esclavos. También exigió que se aboliera la esclavitud, ya que él no consideraba al esclavo una simple cosa, sino un hombre.

El maestro se había limitado hasta entonces a ignorarla y, tomando aliento de nuevo, siguió adelante con la lección de historia.

—Por supuesto los espartanos, a los que desprecié por su austeridad, eran los más disciplinados, pues formaban una comunidad de soldados que sólo vivían para la guerra, pero frente a los ejércitos y navíos de Jerjes eran menos que nada. En cuanto a nosotros, los atenienses —y sonrió con agrado— somos volubles y nos enorgullecemos de nuestro ingenio y energía, y de nuestro amor por la belleza; practicamos toda suerte de pillerías en el mercado, y nuestros compatriotas griegos afirman que no se puede confiar en nosotros. Pero aún puede decirse menos de los hombres de Tebas, a los que todos juzgan poco civilizados. Las ciudades y pueblos —continuó Eneas— dominados por el pánico, enviaron el menor número posible de guerreros a enfrentarse con el enemigo en los diversos frentes de batalla, pues había que conservar a la mayoría para que defendieran a sus esposas e hijos, los muros de sus casas miserables y los animales domésticos. Pero los ejércitos de Jerjes eran como la langosta. Allí había soldados árabes, cabalinos, tibarenios y cólguidos con cascos de madera; medos con la piel oscura y fama de valientes; negros, cubiertos de pieles de animales; psidios y cáspiros; tracios; y ríos de caballos y bueyes, y brillantes carros de guerra. Además, noventa mil arqueros y lanceros, por no mencionar los armados con espadas y escudos de piel; y luego los mismos persas, notables por su ferocidad; y mercenarios, cisios, asirios y escitas, con sus ropas de lana, y bárbaros caspios con botas de altos tacones y ropas multicolores. Todos ellos invadieron las ardientes llanuras de Grecia, envueltos por nubes de polvo que reflejaban los fúlgidos rayos del sol. También lucharon con los griegos sobre las aguas incandescentes. En las Termópilas, las fuerzas persas se enfrentaron contra sólo siete mil griegos, pobremente armados, pero enormemente valerosos que superaban su propio cinismo y temor natural, y se disponían a morir por defender el desfiladero. Se dice que el mismo Jerjes los compadeció y admiró. Sus espías le habían comunicado que aquel pobre ejército de espartanos, tebanos y atenienses, luchaba al mando de Leónidas, de Esparta, valiente capitán ferozmente independiente. Diré aquí de paso, como ateniense que soy, que los espartanos son tan poco inteligentes como las hormigas, así como grandes guerreros…

—Es lo más normal —interrumpió Aspasia.

El rostro del maestro enrojeció de cólera. Alzó la voz y continuó:

—Que tal sociedad, tan opuesta a la nuestra, de griegos libres, engendrara a un hombre como Leónidas, es un misterio, y un misterio fue también para Jerjes. Era un hombre rudo pero inteligente, distinto a los demás espartanos, tan sólo crueles y valerosos. La tierra de las Termópilas —siguió Eneas— resonó como el trueno de los dioses bajo los pies del ejército de Jerjes, tomado por hombres venidos de muchas naciones, la Compañía de los Inmortales, y sus mejores tropas personales. Y los griegos se enfrentaron con ellos en aquel paso estrecho y consiguieron inmovilizarlos hasta que los traicionó uno de los suyos, que llevó a los persas más allá del paso. Jerjes mató a los heroicos espartanos, hasta el último hombre, y avanzó sobre Atenas y la redujo a cenizas.

—El hombre es siempre traicionado por los suyos, por aquellos a los que más ama —dijo Aspasia.

—¡Ah! —gritó el maestro airado de nuevo—. Y, ¿cómo puedes saberlo tú, con esa edad tan venerable?

Aspasia contestó con su serenidad exasperante:

—Porque tú nos has enseñado historia, Eneas.

—Ah —repitió este, pero con voz más suave—. Continuemos. Los espartanos y los tebanos, junto con cierto número de atenienses de poca importancia, derrotaron al imbatido Jerjes en Micala, y de modo espectacular en Salamina y más tarde en Platea. ¿Cómo fue posible? Esos valientes, en los últimos momentos, luchaban con las manos desnudas y los pies ensangrentados; con uñas y dientes, una vez destrozadas sus débiles espadas y lanzas de hierro. ¿Que gran misterio les movió a luchar de ese modo, y a hacerles superiores al hombre medio, aunque sólo fuera por unas horas? ¿Qué fue lo que inspiró a su espíritu pequeño y envidioso, a su mente suspicaz, y les infundió esa divinidad y valor increíbles?

—Luchaban por su vida —dijo Aspasia—. No tenían otra cosa que perder.

—¿Niegas acaso el heroísmo y la capacidad del hombre para luchar por algo superior a sí mismo? —exclamó el maestro, perdidos ya los estribos.

—Niego que los hombres luchen por algo más importante que su propia vida. Eso va contra la naturaleza humana.

—¿No crees en la nobleza personal?

—Nunca he podido apreciarla.

—Eres una cínica, hija mía, y te compadezco.

—Estudio a la humanidad. El hombre lucha por protegerse a sí mismo y por defender sus amados derechos; si lucha por algo más es un loco o un dios…

El maestro dejó que el silencio se prolongara mientras observaba a Aspasia con los ojos entrecerrados.

—¿Equiparas a la locura con los dioses? —preguntó con una voz ominosamente suave, él, que con tanta frecuencia insinuara que no creía en ellos.

Aspasia supo ver la peligrosa trampa.

—Con frecuencia se dice que la locura y la divinidad están estrechamente relacionadas. Tú mismo nos lo has dicho, Eneas, lo llamas «La divina locura».

—Yo me refería a la poesía y a la divina locura del hombre que lucha por algo más noble que sí mismo; a la divina locura de los artistas. También la guerra es un arte, según hemos dicho siempre nosotros los griegos, aunque los jónicos seáis más lentos en discernirlo.

—Nosotros nos aliamos una vez con Esparta —dijo Aspasia— lo cual, admito, fue una locura.

Hoy, y con gran aburrimiento por parte de las doncellas, Eneas continuó discutiendo con Aspasia sobre la diferencia entre una república y una democracia. Afirmaba que eran lo mismo, según ya dijera antes, pero Aspasia le repitió:

—Solón deseaba una república libre, pero aunque los griegos honran ese deseo, su país no es más que una democracia y por tanto es peligrosa. Por desgracia, si bien Solón concibió los principios permanentes de una república, no llegó al establecimiento de la misma. Por eso cayó el gobierno de Atenas en manos de los tiranos, que introdujeron la democracia. Los atenienses son demasiado volubles y activos en asuntos insignificantes, demasiado dados a la risa y los cambios, y demasiado excitables, para seguir el sueño de la república de Solón.

Eneas dijo:

—Si tan sabia eres, muchacha, define la diferencia entre la democracia, que es Atenas, y la república.

Aspasia habló con paciencia:

—Ya lo he hecho, maestro. Pero lo repetiré. Una república, como dijo Solón hace más de un siglo, es el gobierno que se rige mediante leyes escritas y permanentes; no el que lo hace a través de innumerables y caprichosos decretos; esa es la esencia de la democracia. En una república, según sus palabras, el pueblo obedece a los gobernantes y los gobernantes obedecen a las leyes. Pero en una democracia los gobernantes obedecen a la masa, que es caprichosa, violenta y ambiciosa. De ahí el caos y, al fin, la tiranía.

Continuó la discusión. En opinión de Eneas la voz del pueblo era la voz de los dioses, por eso abogaba por la democracia. Pero ahora cayó en la trampa. La república representaba en realidad al pueblo, y creía con excesiva firmeza en la ley, pero no tenía en cuenta los deseos, en constante evolución, de aquellos a quienes gobernaba. A lo cual contestó Aspasia:

—Entonces, ¿ha de convertirse la ley, una ley justa y adecuada que asegura al pueblo un gobierno estable y respetado por la ley, en un juego, en un juguete, en nombre de Demos? ¿Ha de ser interpretada según el capricho de los que sólo buscan su provecho, los exigentes por naturaleza, los que se dejan gobernar por el vientre más que por la mente, y no tienen el menor respeto por el gobierno ordenado?

—Sólo sientes desprecio por el pueblo, Aspasia.

—Me limito a observar, Eneas.

Pocas alumnas llegaban a entender la controversia, pero les satisfacía la compostura de Aspasia y la cólera de Eneas. Les aliviaba la monotonía de una clase aburrida.

Había llegado el crepúsculo, así que terminó la clase. El sol poniente era una esfera de oro ardiente, y el mar y la tierra se cubrían de vacilantes sombras de color púrpura. Las hojas de los mirtos parecían doradas, los cipreses recortaban su negrura contra el cielo, y las palmeras se agitaban trémulas bajo el viento suave del atardecer. Se alzaba de la tierra un aroma sensual de jazmines y rosas, de piedras frescas y agua, y las fuentes lanzaban a lo alto hilos de agua como dedos frágiles matizados de oro y lila.

Paseando por el jardín antes de la cena, Aspasia encontró a Cleo sentada junto a un estanque cuyas aguas temblorosas despedían reflejos dorados. La niña llevaba una túnica corta color plata y el pelo negro enrollado en la nuca. Miró tímidamente a Aspasia y se levantó. Esta contempló el estanque en el que nadaban ociosos pececillos iridiscentes y luego se volvió a la niña.

—Dime, Cleo, ¿cuál es el mayor deseo de tu corazón? La miró con los ojos muy abiertos. Luego dijo vacilante:

—Me gustaría ser una hetaira como tú.

—Me han dicho que lo serás. ¿Te satisfará eso? Cleo quedó desconcertada.

—Pero ¡si es la cosa más deseable de todas, señora!

Aspasia suspiró. Había sido muy tonta por esperar algo más que esa respuesta, ya que Cleo lo ignoraba todo. «¿Por qué estoy siempre buscando la inteligencia en los seres humanos, en los que tan pocas veces existe?», se preguntó.

Últimamente tenía más y más conciencia de una inquietud de espíritu y un sufrimiento de algo que aún era incapaz de nombrar. Experimentaba una gran soledad, ella que jamás se había sentido sola antes, un anhelo todavía sin forma, algo cálido, un calor a la vez profundamente físico y profundamente espiritual.

Seguía observando la puesta del sol, y el viento le alzaba los cabellos; cuando le cayeron sobre los hombros fue como un abrazo, y suspiró. Creció en ella un anhelo, un hambre devoradora de algo todavía desconocido. Pronto lo comprendería, y sería desastroso para ella.