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Pericles llevó a sus amigos romanos al Ágora, donde se reunirían con la Asamblea y los arcontes. Les dijo:

—Habéis hablado de un gobierno perfecto que sirviera a las necesidades y aspiraciones de todos sus ciudadanos. En teoría es posible un gobierno perfecto. Pero no en la realidad. Siempre debemos recordar la naturaleza humana, en absoluto ejemplar.

—Sin embargo, si una nación está fundada sobre una firme Constitución, y tiene a sus líderes unidos a esa Constitución, a la que no se atreven a desobedecer, ¿qué mal puede sobrevenir a una república? —preguntó uno de los romanos.

—Siempre se puede encontrar a algún político que tenga una interpretación personal de cualquier Constitución —dijo Pericles—, dispuesto a servir a sus propios intereses y los de sus amigos, y a lograr todas sus pretensiones.

—No —dijo otro de los romanos— si la Constitución está escrita de tal modo que no resulte equívoca y su lenguaje tan claro que nadie pueda interpretarlo a capricho.

Aunque Pericles tenía sus dudas se recordó a sí mismo que Atenas no tenía una Constitución como la que estos romanos suponían imprescindible para la fundación de una república. Dijo:

—Es posible que la Constitución con que soñáis se pudiera escribir tan firmemente sobre piedra inmortal, que nadie se atreviera a interpretarla a su gusto; es decir, que la ley impusiera castigos severísimos ante cualquier manipulación de la Constitución con objeto de favorecer los propósitos de cualquier hombre o grupo de hombres. Pero supongamos que Roma creara hoy tal Constitución. Quizás en épocas futuras hombres venales utilizarían esa misma Constitución a la luz de sus ambiciones en esa época.

Como los romanos parecieran abrumados continuó:

—Supongamos que ciertos crímenes implican la pena capital según la Constitución que ahora estáis planeando. Y supongamos que futuras generaciones de políticos dicen: «Eso no es exactamente lo que nuestros padres se proponían en este aspecto particular de la ley», o bien: «Realmente se proponían esto y lo otro». ¿Quién podrá refutarles entonces? ¿Quién de vosotros seguirá vivo para insistir en lo que en realidad sí quería decir el antiguo significado? En resumen: que otras épocas distintas darán interpretaciones diferentes para servir a sus propios intereses. Uno de los romanos agitó la cabeza con precisión:

—Eso no sería posible.

Pericles se mostró algo impaciente:

—Digamos que vuestra Constitución ordena la pena de muerte por traición. Bien. Políticos y jueces del futuro podrían preguntarse: «Pero ¿qué entendían nuestros padres por traición? En realidad, ¿qué es traición? Debe definirse según el significado actual del término». Los romanos quedaron silenciosos y pensativos y se olvidaron de mirar el paisaje de Atenas por unos momentos. Luego dijo uno:

—Comprendo claramente la importancia de tu argumentación. Otras épocas, otras interpretaciones.

—Exactamente —afirmó Pericles—. El patriotismo de hoy puede considerarse traición mañana si así conviene a cualquier juez o político. Y lo mismo podría decirse de cualquier estatuto que definierais hoy, por explícitos que fueran los términos. Supongamos que un futuro jefe de estado romano es un hombre ambicioso, embustero y traidor. Sólo puede llegar a ser todopoderoso traicionando a su país. Bien podría decir a su pueblo: «Amo a mi país y, en nombre de ese amor, propongo tales y tales enmiendas a la Constitución, las cuales habrían aprobado nuestros padres a la luz de las necesidades actuales y de las circunstancias que han cambiado hoy en día. Porque, en realidad, la Constitución de nuestros padres quiere decir esto y esto». Os aseguro, señores, que ese nombre contará con un grupo de traidores como él que le apoyarán y ayudarán a confundir a los ciudadanos. Entonces, si algún patriota se le opone, ¡será el mismo traidor el que le acuse de traición! ¡Y podéis estar seguros de que el desgraciado patriota sufrirá el castigo por el supuesto crimen!

Los romanos se sintieron vencidos por la depresión. Pericles se compadeció de ellos y dijo:

—Pero debéis recordar que Atenas no es una república, con una Constitución inmutable, como Solón deseaba. Es una democracia, y las democracias pueden ser manipuladas a voluntad por cualquier demagogo, traidor o ambicioso. Las democracias llevan en sí mismas la semilla de su propia muerte; no están gobernadas por hombres juiciosos y virtuosos sino por la plebe, que no es juiciosa ni virtuosa y a la que sólo inspira su propio vientre, su lujuria y su ambición.

—¿Quieres decir acaso que la democracia es un caos, Pericles?

—Exactamente —contestó—. Por eso no pueden sobrevivir demasiado tiempo.

Uno de los romanos miró en torno suyo y alzó la vista a la Acrópolis.

—Pero observa lo que ha creado tu propia democracia aquí, en Atenas, donde vive la libertad, la veneración por la belleza y la ley entre los hombres comunes.

Pericles ya no pudo reprimir su amargura.

—La democracia, como tal, no creó esta belleza, ni venera la ley en absoluto. La belleza y la ley surgen de las almas de unos pocos en cualquier nación del mundo. Son como visitas de Dios a través de aquellos que Él ha elegido.

—Sin embargo esto es cierto —dijo un romano—. La belleza y la ley no podrían florecer en un ambiente hostil. Luego no es hostil el clima de Atenas.

«¡Mi querido e inocente amigo! —pensó Pericles—. Tu silogismo no es apto, ni válido, ni cierto. Con mucha frecuencia esa belleza y ley que tanto alabas sobreviven no a causa de, sino a despecho de los gobiernos y la plebe. Y suelen verse pisoteadas y despreciadas. Que perduren, no se debe a la bondad de la naturaleza humana —pues esa bondad es muy dudosa— sino a los designios inmortales de la Divinidad». Dijo entonces:

—Sólo en una república, o en una monarquía constitucional, pueden expandirse la belleza y la ley, y seguir existiendo y gozando del respeto de todos.

Se rió un poco recordando el consejo de Aspasia. Y añadió:

—En vuestra Constitución debéis exigir el castigo máximo para cualquiera que altere siquiera una letra, por mucho que alardee de amor al país o hable de «los cambios impuestos por la época».

—Eso haremos —dijo uno de los invitados con voz fuerte y decidida—. Como vuestro Solón dijo, debe lograrse el gobierno de la ley, y no el gobierno de los hombres, con sus caprichos y exigencias.

Pericles, por consejo de Aspasia, había escrito un mensaje al arconte rey. Empezaba a creer, aunque aún tenía sus dudas, que el viejo era su amigo. El mensaje decía:

«Nuestros amigos de Roma se sienten deseosos de conocer nuestro gobierno. Reverencian las leyes de Solón (aunque, por desgracia, nosotros no las obedezcamos). Creen equivocadamente que aquí tenemos un gobierno perfecto, basado en las leyes de Solón. Por tanto las aspiraciones que tienen para su gobierno son muy elevadas, y sueñan con una república excelente. Sería cruel en extremo desilusionarles mientras aún están en Atenas. Si conseguimos engañarles lo suficiente volverán a Roma y fundarán una república digna del honor de unos hombres honrados. El más viejo es un tal Diodoro, miembro del Senado Romano. Todos son hombres de principios y convicciones, y extraordinariamente probos. El senador Diodoro ha expresado el deseo de dirigirse a nuestro gobierno en una sesión solemne. Ruego a los dioses que la Asamblea se muestre digna y controle cualquier asomo de burla ante estos hombres sencillos pero dignos, y que conteste a sus preguntas con la debida sobriedad, recordando siempre que son nuestros invitados».

Desde luego, se dijo, esto es lo que suplico en mis oraciones.

Los romanos se sentían intrigados por el Ágora, aunque la encontraban algo ruidosa y turbulenta. Evidentemente estaban acostumbrados a un ambiente más decoroso para el comercio, las tiendas, el mercado y los despachos. Al advertirlo Pericles dijo:

—Los atenienses, como ya os lo he explicado, somos gentes vivaces, rápidas y vehementes. Si creéis verlos discutir sólo es su modo de llevar a cabo los negocios y dirigir las transacciones.

El senador romano dijo, lanzándole una mirada de admiración:

—No te sucede lo mismo a ti, Pericles. Ni Júpiter podría ser más grave y serio. Pericles pensó en Zeus, a quien los romanos habían denominado Jove, o Júpiter. Le divirtió el hecho de que ellos, al adoptar los dioses griegos, no hubiesen perdonado ni los aspectos más libertinos de Zeus en lo referente a la seducción de las doncellas. ¿O era posible que aquellos hombres virtuosos apartaran los ojos de tales implicaciones, prefiriendo ver al padre de los dioses y hombres tan puro como las nieves de Macedonia? «Eso —se dijo Pericles—, supondría una vida muy aburrida en el Olimpo. La virtud, como la verdad, debía tener unos límites discretos. Estos buenazos me hacen sentir un auténtico réprobo sensual. ¡Ojalá vuelvan a Roma con sus ilusiones intactas!».

El arconte rey, los arcontes inferiores, la Asamblea y la ekklesia se reunieron con Pericles y los romanos con toda ceremonia y compostura. Intercambiaron gran profusión de cumplidos. En una ocasión los ojos de Pericles se cruzaron con los del arconte rey, que raras veces sonreía. Pero ahora había un brillo en sus ojos que le satisfizo enormemente, si bien confiaba en que los romanos no lo hubieran advertido.

Deseó ahora que Aspasia se hubiera encargado de preparar el banquete que se dispuso ante los romanos. Estos quedaron atónitos y desconcertados por los espléndidos platos que se sirvieron, la profusión de vinos diferentes, el aguardiente sirio, las copas de cristal egipcio brillantes de gemas incrustadas. Lo observaban todo y estudiaban las túnicas y togas lujosas de los griegos, sus brazaletes, anillos y collares. Algunos llevaban un solo pendiente de oro con piedras brillantes, al modo egipcio. Muchos iban perfumados. Los romanos no sabían francamente qué hacer con los cuencos de plata en los que flotaban pétalos de flores y que ponían ante ellos para que se lavaran las puntas de los dedos. Observaron la costumbre y la imitaron, pero se miraron desconcertados. Las muchachas que cantaban, vestidas de modo indecoroso, tocaban flautas y liras y sonreían abiertamente a cualquier hombre que las mirara. Pericles vio el gesto de repudia de los romanos. El arconte rey le dijo:

—Todo esto no ha sido cosa mía. Nuestros amigos desean impresionar a los romanos, a los que consideran simples patanes.

—Me temo —dijo Pericles— que estos hombres nos consideren decadentes.

—Y, en cierta medida, ¿no lo somos? —preguntó el viejo, a lo que Pericles nada pudo contestar. El arconte rey continuó—: Tal vez hubiera sido mejor que visitaran Esparta en vez de Atenas. Los romanos, muy prudentes, apenas comieron de aquellos manjares magníficos y todavía bebieron menos vino, y nada de aguardiente. Sus vecinos conversaban con ellos con frases corteses y les hacían numerosas preguntas sobre Roma, asintiendo ante sus respuestas. Los romanos se relajaron un poco en aquel ambiente y hablaron de la industriosa Roma y de la nobleza del trabajo y el comercio. Sentíanse orgullosos de sus ingenieros, de los nuevos acueductos, de los arcos que habían perfeccionado. En ningún momento mencionaron la música, las estatuas, la poesía o la filosofía. Los atenienses miraban sus manos callosas, las uñas gastadas por el trabajo productivo, y alzaban las cejas. Para el ateniense el trabajo manual era cosa de esclavos y no de hombres libres que preferían hablar de política, teorías y filosofías, el teatro y las Olimpíadas. Pero para los romanos los deportes no era una empresa estética durante la cual se admiraba la belleza, precisión, perfección y destreza. Consideraban los deportes como un espectáculo sano en el que los más fuertes eran los que ganaban, no los más artísticos y dotados. Lo que aún resultaba peor para los atenienses era la costumbre romana de admirar a los gladiadores sanguinarios.

Pericles se sintió aliviado al llegar el momento en que el senador Diodoro se iba a dirigir a la Asamblea. Se levantó con sus ropas humildes y miró serenamente alrededor. Los atenienses se habían animado con el vino pero, al ver el rostro templado del senador, cayeron en un razonable silencio.

Este habló sin grandilocuencia.

—Nosotros los romanos —dijo— hemos fundado una república de acuerdo con lo que sabíamos de vuestro Solón. Nuestros conocimientos eran limitados hasta que llegamos a vuestra gloriosa ciudad —y miró amablemente a Pericles, quien inclinó la cabeza en respuesta desde su asiento—. Estos conocimientos han aumentado de modo considerable, y nos sentimos llenos de admiración y respeto.

»Nuestra Constitución aún no está terminada, pero hemos establecido un sistema de comprobaciones constantes. Queremos difundir y repartir el poder de tal modo que ningún grupo de romanos llegue a asumir la tiranía sobre otros. Lo diré más claro: nos proponemos proteger a todos los romanos contra su gobierno estableciendo en este agentes que vigilen con diligencia a cada hombre, de modo que ningún grupo llegue a ser demasiado poderoso.

Los atenienses cruzaron miradas burlonas, si bien con prudencia, como hacen los adultos cuando habla un niño inmaduro, pero advirtieron que el arconte rey los miraba con firme desaprobación.

—En esa Constitución que estamos a punto de completar se dará gran importancia a la unidad y santidad de la vida familiar, el patriotismo, la educación de nuestros hijos en el respeto a sus padres, la inviolabilidad de la palabra de honor de un hombre, el dominio propio en todas las circunstancias y, sobre todo, las profundas relaciones entre el hombre y Dios.

»Nosotros los romanos creemos que el hombre que trabaja es el fundamento de toda sociedad justa, y con la palabra trabajo queremos decir toda empresa en la que un hombre utiliza el cerebro y las manos y respeta la tierra de la que hemos surgido. En ningún momento se permitirá que nadie oprima a su vecino, le explote, le difame o le rebaje. Siempre lucharemos por la grandeza y la justicia en nuestra vida pública y privada; no la grandeza de los bienes materiales, sino la grandeza de las virtudes familiares. Pues el que es un hombre bueno, por humilde que sea, merece más honra que un rey.

»Sabemos que todos los hombres nacen libres, y que el gobierno tiene el deber sagrado de proteger esa libertad ante el rostro de Dios. Ese es el deber supremo del gobierno. Cuando se desprecia o se olvida ese deber todo lo demás se pierde, pues nada puede florecer en ausencia de la libertad. A nuestros tribunales podrá apelar cualquier ciudadano que vea amenazado alguno de sus derechos. Enseñaremos a nuestro pueblo que el dominio propio y el sacrificio personal son el distintivo de un hombre digno que reverencia a su Dios, su país y su humanidad, y que el que no los posea no es hombre en absoluto.

»Tenemos en gran estima a la industria y el comercio honrados. Lucharemos por vivir en paz con nuestros vecinos y no en guerra contra ellos, a menos que seamos atacados. No tendremos alianzas extranjeras que puedan llevar a guerras, disensiones y también a la bancarrota. Trataremos a otros estados con respeto, pero evitaremos vernos involucrados en sus asuntos. No permitiremos que ningún político ni hombre sin escrúpulos robe a una parte de nuestro pueblo en beneficio de otra, apoderándose de las propiedades que han ganado con su esfuerzo y entregándolas a otros menos prudentes e industriosos. Si un hombre no quiere trabajar, entonces debe morir de hambre, y a ningún político se le permitirá que alivie su miseria a expensas de los demás. Pues nosotros afirmamos que lo que un hombre gana con su propio trabajo sólo le pertenece a él, y por eso no se le quitará jamás. No pertenece al gobierno, no pertenece a su vecino. Los derechos de propiedad serán protegidos en todo caso. Si el gobierno tiene necesidad de utilizar la tierra de un hombre para la construcción de acueductos u otros servicios públicos, entonces debe pagársela. Si ni siquiera entonces lo acepta, podrá llevar su caso ante los tribunales.

»Recordando que unos tributos abusivos llevaron a la ruina a otras naciones antiguas, sólo impondremos impuestos a nuestro pueblo en tanto en cuanto sea necesario para nuestro sostenimiento militar, para la custodia de nuestra ciudad mediante un cuerpo de policía, para purificar el agua y mantener limpias las calles, para el pago de los tribunales, la sanidad pública, la construcción de edificios sólidos y la lucha contra los incendios. Los estipendios para los que trabajen al servicio del estado siempre serán modestos; el honor es casi suficiente».

Miró ansiosamente a su público. La mayoría estudiaba con atención sus manos enjoyadas.

—La riqueza —continuó— no es de despreciar si se adquiere con el trabajo y una inteligencia superior. Pero el hombre que se hace rico mediante latrocinios y malversaciones en el cargo, o con negocios solapados, debe ser tratado con desprecio. Es una vergüenza para su nación.

»En conclusión, por tanto, construiremos un estado basado en las leyes de vuestro Solón, y la Constitución que él deseaba será la nuestra. Enseñaremos a nuestros hijos la frugalidad, el ahorro y el respeto al prójimo, así como el precepto de que la ley y el orden han de reinar para que no perezcamos todos en una orgía de crímenes, pues de otro modo se apoderarían de nosotros los políticos venales.

Se sentó después de hacer una reverencia a su público. Todos miraron al arconte rey como si aguardaran una señal. Los que se hallaban a su lado vieron lágrimas en sus ojos de anciano. Alzó las manos y aplaudió, y el público, aun a pesar suyo y con cierto aire de burla, se unió al aplauso.

Luego se volvió a los romanos y dijo:

—Que vuestra ciudad florezca con la ayuda de Dios, que los hijos de vuestros hijos os recuerden con piedad, gratitud y honor, y que jamás olviden lo que vais a escribir en vuestras Doce Tablas de la Ley. Profetizo que vuestra república llegará a asombrar al mundo. Siempre que vuestro pueblo se adhiera a esas Tablas y no permita que el polvo cubra vuestros templos y que hombres malvados asciendan al poder, y que el justo se convierta en esclavo del ambicioso, la nación no decaerá.

Se volvió a Pericles, que se levantó, se inclinó ante los romanos y dijo con una voz que nadie le había oído jamás, tan conmovida era:

—Id con Dios.

Cuando los romanos habían partido ya de Atenas cargados de regalos, Pericles dijo a Aspasia:

—No. No les presenté a nuestros filósofos, ni siquiera a Anaxágoras, a quien habrían admirado por su misma presencia, aparte de por sus teorías. Ni a Sócrates tampoco. Pero Fidias los visitó y les acompañó por la Acrópolis, que les dejó mudos por algún tiempo. Amada mía, les aparté de nuestros filósofos, que sólo piensan y enseñan cosas estimables sin duda, pero no de la clase que apreciarían nuestros amigos romanos que reverencian el trabajo casi tanto como a sus dioses, y sospechan de las teorías y las ideas abstractas. No sé si llegarán a producir artistas en el futuro. Pero son hombres de un carácter distinto del nuestro. ¿Quién sabe? Tal vez lleguen a convertirse en los dueños del mundo, lo que beneficiaría a la mayoría de nosotros… si cumplen su Constitución.