17
Aspasia acompañó a Al Talif a los bazares de la ciudad disfrutando como una niña jubilosa y excitada. Sus ojos se abrían de par en par, llenos de luz sobre el espeso velo, tratando de abarcar aquel bullicio pintoresco y observarlo todo de una sola ojeada. Al Talif la llevó a una joyería y, en la trastienda, donde una mujer podía quitarse el velo sin ofender la mirada de los hombres, le compró un collar de ópalos, de rutilantes luces de color azul, rosa y perla. Se lo puso él mismo al cuello y Aspasia echó atrás la capucha; cuando los cabellos cayeron en torno a su rostro, el joyero quedó atónito. Era un hombre muy rico; creyendo que Aspasia era una esclava favorita se retiró respetuosamente a un lado con Al Talif y le ofreció una fortuna por la muchacha. Mientras tanto esta se miraba encantada en un espejo de plata. Al Talif murmuraba algo, entre enojado y divertido, pero a ella la lengua le era desconocida. Volvió él a su lado y la miró como si la viera por primera vez.
—¿Te gusta esta chuchería, mi dorado hibisco? —preguntó, y le acarició el collar y la garganta.
Aspasia le miró con adoración y Al Talif dejó entonces de sonreír y la contempló con aquella extraña ansiedad que tan pocas veces viera antes Aspasia, pero que siempre la había desconcertado. Parecía como si Al Talif tratara de interpretar sus palabras, gestos y expresiones, sin llegar nunca a estar seguro. Le dijo:
—Sólo con que yo te gustara, mi señor, tanto como me gusta el collar, sería realmente dichosa.
Al Talif suspiró y se alejó de ella.
Le compró sedas bordadas, brocados, sandalias cubiertas de piedras preciosas, jade tallado, botes de marfil para los cosméticos, brazaletes y pendientes de oro, de diseños desconocidos para ella, que le llegaban a los hombros y que sin embargo eran muy ligeros. Le compró cinturones flexibles de filigrana de oro y plata, adornados también con gemas. Sólo tenía que admirar algo y ya era suyo. Un manto de plumas de pavo-real, con sus miles de ojos, le encantó y Al Talif se lo echó sobre los hombros como una caricia. Se tomaba el trabajo de explicarle cuidadosamente la procedencia de todo y Aspasia exclamaba:
—¡Qué mundo tan maravilloso este, en el que se manifiesta tanta belleza!
—Las obras de los hombres no son más que una pobre imitación de la naturaleza —decía él con indulgencia—. Cuando esas plumas adornaban al pájaro vivo eran mucho más espléndidas, como siempre lo es la realidad sobre el artificio, por excelente o adornado que este se halle. —Como ella se quedara muy seria acariciando el manto añadió—: Tú eres más hermosa, Aspasia, que la estatua más gloriosa de una diosa o una ninfa, por bien esculpida o pintada que esté.
Simulaba sentirse adulada, pero deseaba de corazón que él la mirara, no como un objeto de embeleso —cuya hermosura se desharía pronto entre las manos del tiempo— sino como una mujer, un alma y una mente. Pensaba en Hepzibah bas Efraim y suspiraba a su vez encerrándose en sí misma, y todos los tesoros que él le comprara perdían su encanto. Se decía: «No son un tributo a mí, son sólo un adorno de lo que a sus ojos resulta encantador. Cuando se cansara de ella, todo aquello no serviría para enamorarle de nuevo; se vería reducida a una especie de maniquí sobre el que enseñarlos, algo propio de la tienda de un mercader». Tal vez Al Talif deseara entonces esos tesoros para una mujer más joven, y que le supusiera una novedad, y Aspasia se vería privada así no solo de ellos, sino de la vida, pues, ¿no era él su vida? La desolación la dominó y creyó sentir que su espíritu se convertía en un desierto árido en el que no había ningún oasis, sólo un silencio de muerte. Volvió a tocar los ópalos y le parecieron sólo piedras vulgares.
—¿Qué ocurre? —preguntó él, viéndola tan pensativa.
—Nada, señor —contestó, si bien se dijo interiormente: «Lo que me das no es lo que deseo en realidad, pues anhelo aquello que ansía toda mujer, algo que el hombre jamás podrá darnos en la medida de nuestros deseos».
Sabía que, por las noches, Al Talif se iba con los amigos a otras casas más lujosas, a cenar y divertirse con la música y las bailarinas, y con mujeres lascivas. En compañía de eunucos armados y de sus sirvientas, todas pesadamente envueltas en velos como el suyo, Aspasia podía visitar bazares y templos sin la presencia de Al Talif. A pesar de que aún le maravillaba todo, empezaba a sentir saciedad y agotamiento. Como a las mujeres no se les permitía comer en público, ella y sus sirvientes pasaban a unas habitaciones en la parte trasera de las tiendas donde vendían golosinas, vinos, granadas, pastas y comidas muy condimentadas servidas en hojas de vid y pan con ajonjolí, pastelillos curiosos rellenos de semillas aromáticas y nueces y dátiles. Allí, sentadas casi en silencio, devoraban lo que habían comprado. Estas habitaciones carecían siempre de ventanas y eran muy calurosas; estaban cómodamente amuebladas, y olían a comida y a incienso. El famoso vino de Hebrón, que se tomaba helado, permanecía en la lengua como un dulce recuerdo. Pero era muy fuerte y Aspasia se dormía en ocasiones en la litera y olvidaba por un rato el dolor ahora constante de su corazón.
Por la noche, escuchaba insomne hasta que percibía el regreso de Al Talif y sus compañeros que reían en el patio. A veces se levantaba y corría a la ventana de barrotes para verle bajo la luna y las estrellas, suplicando en su interior que él la llamara. Pero el amanecer encendía ya el Este y comprendía que se había retirado y olvidado de ella, encerrada ahora en esta cámara como había estado encerrada en su palacio. Aspasia se decía: «Soy una tonta por llorar, pues, ¿no es este mi destino inapelable? Sin embargo, sigo viva y, en algún otro lugar, puedo empezar a vivir de nuevo».
Habían de estar bastante tiempo en Damasco. Los días transcurrían para Aspasia como un sueño repetido e invariable. Sabía que Al Talif vendía las mercancías de su caravana y las reemplazaba por otras destinadas a sus propias tiendas y bazares. De vez en cuando él la invitaba a comer con él a mediodía. Pero siempre parecía cansado y preocupado, y con frecuencia se marchaba bruscamente cuando llegaba un visitante a consultarle y ya no volvía. Entonces Aspasia podía elegir entre pasarse la tarde durmiendo, como la mayoría de los habitantes de Damasco, a excepción de los comerciantes y los banqueros, siempre ocupados, o, salir de nuevo, acompañada de guardias y sirvientas para visitar lugares diversos de la ciudad. «Nada hay más terrible que el ocio, y yo soy una mujer ociosa», pensaba entonces. Intentaba leer los libros que Al Talif le compraba, pero las filosofías y poemas le resultaban extraños y complicados, y misteriosas sus alusiones.
Se preguntaba si Hepzibah bas Efraim la había, olvidado, pues Al Talif había mencionado en broma que la judía se apresuraría a invitarla a compartir una comida a solas con, ella. Sin embargo, no llegaba invitación alguna y el resentimiento y la desilusión se apoderaron de Aspasia. Sin duda Hepzibah la consideraba sucia y no deseaba que una mujer como ella contaminara su casa.
Empezó a pensar en la escuela que dirigiría en Atenas, pero hasta esa idea le parecía ahora un sueño perdido. Al Talif jamás la dejaría marchar a menos que se cansara de ella, y además, el aire de Damasco le infundía una languidez falta de esperanza. No existía sino para el placer de Al Talif; aparte de eso carecía de existencia, era tan sólo una burbuja de cristal arrastrada al azar por la brisa, captando luces y colores pero sin que estos le pertenecieran.
¿Dónde estaba la resolución férrea que poseyera hacía pocos meses? Aumentó su desinterés por todo, y sólo se animaba en presencia de Al Talif.
Un día le dijo:
—Yo había esperado ver de nuevo a Hepzibah bas Efraim. ¿Habrá olvidado la promesa que me hizo?
Él apartó la vista y respondió:
—Damos mencionó que su esposa había estado indispuesta. —Vaciló y siguió hablando—: Sé que te gusta ir a ver la ciudad, pero es mi deseo que no salgas de nuevo a partir de ahora, sino que te quedes en tus habitaciones.
Aspasia protestó:
—Pero ¡esa es mi única diversión! La miró con aire amenazador.
—Es una orden —dijo, y se negó a explicar más de momento, a pesar de que la muchacha le miraba con los ojos brillantes de cólera—. Tampoco quiero —añadió— que bebas agua del pozo, sino sólo vino, ni que comas fruta, a menos que la hayas lavado y pelado tú misma con tu cuchillo y tus dedos. Que no te llegue a la boca ni siquiera para limpiarte los dientes, y, cuando te bañes, cierra los labios apretadamente para que no pueda entrar el agua ni aun por la nariz. Ahora la sobrecogió un temor helado.
—¿De qué hablas, señor?
—Corre el rumor de que se está extendiendo una enfermedad por la ciudad, y los médicos temen que se transmita por los pozos y ríos. Tal vez sea una superstición, pero es mejor ser prudente.
Creció su alarma.
—¿Y tú, Al Talif? ¿Estás siendo prudente?
Se encogió de hombros y sonrió.
—He de beber y comer lo que me den en las casas de mis amigos y de los otros mercaderes, pero no temas: sus cocinas son pulcras y no me ocurrirá daño alguno. Esta posada tiene reputación de limpieza; por ello debes quedarte aquí. —Vaciló y dijo para sí: «A fin de que no te ocurra nada, pues quedaría desolado». Pero sonrió de nuevo y continuó—; ¿no guarda un hombre su tesoro, y no eres tú el mío?
Respondió con amargura:
—Hasta que deje de serlo por haber quedado sin lustre ni brillo ante tus ojos. La vida de Aspasia llegó a ser ahora mas restringida incluso que antes. No se le permitía que bajara ni siquiera al patio, y empezó a ver el temor en los ojos de las sirvientas. Las oía susurrar, las veía llevarse la mano a los amuletos. Una vez les dijo con impaciencia:
—¿De qué tenéis miedo? —pero ellas no contestaron y se limitaron a mirarla furtivamente, y Aspasia comprendió que temían darle un nombre a su terror, no fuera a acudir como ante una llamada y caer sobre ellas cual una de las Furias.
Eran mujeres estúpidas e iletradas, dóciles y aburridas, y carecían de toda conversación, por lo que no suponían compañía alguna para ella. Además, como eran orientales, no podían llegar a entenderse. Empezaron a entonar canciones disonantes, sentadas en el suelo y balanceándose sobre el trasero, con el rostro cargado de ansiedad, y el sonido resultaba desagradable a los oídos de Aspasia. Sabía que suplicaban piedad a sus propios dioses terribles. Pero ¿cómo les habían llegado los rumores, a menos que hubieran murmurado los eunucos? Estos eran peores que las mujeres: había dicho Al Talif en una ocasión, en lo referente al cotilleo y la charlatanería. Los eunucos, sin embargo, pocas veces hablaban con Aspasia.
Las mujeres además, eran mucho mayores que ella, y le parecían gordas y repugnantes, y como ninguna salía ahora de las habitaciones, empezaron a oler a sudor, a incienso y a perfumes rancios. Aspasia observó desde la ventana que los hombres recorrían constantemente el patio agitando incensarios y encendiendo fuego en los ángulos, llenando así el aire de un humo acre, y cantando como las mujeres. Tal vez estuviera terminando la temporada de actividad comercial de las caravanas, porque ahora veía llegar muy pocas y estas eran cada vez más pequeñas y con frecuencia pasaban días sin que viera ninguna. También ella empezó a sentir temor y a desear enterarse de algo.
Al fin no pudo soportado más y gritó a Al Talif:
—¡Debes decírmelo! ¿Cuál es esa enfermedad de que hablaste? ¿Quieres que sea víctima del terror? Es mejor saberlo que seguir ignorante.
Se le veía agotado. Aspasia observó con temor que había desaparecido el brillo bronceado de sus mejillas, que la nariz parecía más larga, y más apretados sus labios sutiles.
—Entonces te lo diré —dijo—. Es el cólera.
Al oír esa terrible palabra Aspasia tembló.
—Cólera —susurró—. ¿Hay muchos enfermos… muertos…?
—Una cuarta parte de la ciudad ha muerto —contestó Al Talif—. Pensaba ocultártelo. Las puertas de la ciudad están cerradas. Nadie puede entrar ni salir. ¿Estás ya más tranquila al saberlo?
Pero Aspasia susurró de nuevo:
—El cólera…
—Incluso los médicos están muriendo —añadió él. Aspasia se llevó las palmas de las manos heladas al rostro y cerró los ojos. —Casi todos mueren, señor.
—Cierto. Y yo no quería que tuvieras miedo. Estás segura aquí, si tienes cuidado con la comida y la bebida.
Ella exclamó como antes, pero ahora con más terror:
—¿Y tú, señor? —su rostro había palidecido, y los ojos eran enormes ahora.
—Yo tendré cuidado también —dijo Al Talif e intentó sonreír—. Te lo explico para que entiendas por qué estamos prisioneros. De no ser por esto habríamos partido hace tres semanas. Pues mi deseo no es encerrarte en una mazmorra.
Aspasia se adelantó hacia él cogiéndole la mano, temblando de nuevo.
—Quédate conmigo, señor. No vuelvas a salir, te lo suplico. La miró con curiosidad.
—¿Temes que si enfermo y muero, quedes aquí desvalida? No te preocupes, amada mía. Mis hombres te llevarán a casa —su tono era sarcástico—. Tu nombre, dulce capullo, figura en mi testamento.
Aspasia retiró su mano y apartó la cabeza sintiéndose herida. Luego preguntó:
—¿Está bien la familia de Damos?
—Su esposa murió hace un mes —le lanzaba las palabras al rostro como para vengarse de un dolor que ella le hubiera infligido.
Soltó un grito y se estrujó las manos.
—¡Hepzibah bas Efraim! ¡Dioses! ¿Y los niños…? ¿Y… Damos?
—Los niños enfermaron, pero se están recuperando. Damos pasó el cólera en la infancia, según me han dicho.
Aspasia lloró por aquella mujer tan amable cubriéndose el rostro con las manos. Cuando alzó la vista al fin advirtió que Al Talif se había marchado. Su temor por él se tornó frenético ahora. Volvió a sus habitaciones y empezó a recorrerlas de arriba a abajo, apretando los puños y murmurando plegarias incoherentes, a pesar de que le parecían supersticiosas e inútiles. Las mujeres, olvidando sus propios gemidos de temor, la observaron con odio y se miraron interrogándose sin palabras. ¿Estaría enferma la extranjera? Se apretaron unas contra otras en busca de protección.
Aspasia se detuvo de pronto ante ellas, y al mirarlas las odió sin más razón que la de ser testigos de su angustia incontrolable.
—¿Qué amuleto es ese que llevas, Serah? —preguntó a una de ellas, y señaló la cadena y el objeto que colgaba del grueso y grasiento cuello de la mujer.
Serah lo cubrió con la mano protegiéndolo de Aspasia, pues todos sabían que tenía mal de ojo. Gimió sin responder. Con una rabia súbita que jamás sintiera antes, Aspasia se inclinó, apartó la mano de la mujer y levantó el objeto de plata entre sus dedos.
En una ocasión había visto un amuleto semejante en el cuello de un egipcio, pero no le había interesado entonces, si bien aquel era de oro y piedras preciosas. El que ahora tenía en la mano, tan largo como su dedo meñique, era una barra plana y delgada; a un tercio de su longitud la cruzaba otra barra, tan fina como la anterior. Su extremo superior formaba un lazo, y a través de él pasaba la cadena de plata. No era tan bonito como el que llevaba aquel egipcio, y desde luego parecía mucho más barato. Aspasia había visto muchos amuletos, pero sólo dos como este. Preguntó:
—¿De dónde viene, qué significa y a qué dios se invoca con él? Serah se encogió de hombros.
—Lo encontré en una tienda de Mileto; dicen que tiene gran poder, y el tendero griego afirmó que es el símbolo del Dios Desconocido, pero quién es ese Dios, no lo sé. Significa la vida eterna y la resurrección de los muertos.
—¡Oh, qué locura! ¡La vida eterna! ¡La resurrección de los muertos!
Incluso en su tristeza le daban ganas de burlarse. Luego recordó que los egipcios sí creían en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, y se mostraban muy solícitos en lo referente al cuidado de los cuerpos de los que morían, especialmente los de sangre real. Hasta las familias pobres vendían cuanto tenían para pagar los gastos de conservación de uno de sus miembros y proceder a su embalsamamiento. Otra idea vino a su mente recordando la conversación con Al Talif acerca del Dios Desconocido: su altar le esperaba en los templos griegos y todas las religiones compartían la fe en Su venida, especialmente los orientales.
Dejó resbalar con lentitud el objeto entre sus dedos hasta que cayó en el regazo de Serah, y esta se lo metió a toda prisa bajo la túnica, sobre su seno.
—¿Te guarda contra la enfermedad, Serah? Se encogió de nuevo de hombros.
—Eso no lo sé, señora. El griego dijo que tenía grandes poderes —apretó la mano contra el amuleto—. ¿Y qué es más deseable que la protección contra el mal, la enfermedad y la muerte?
—Cierto —respondió Aspasia—. ¿No es eso lo que todos deseamos?
Se apartó y reanudó su paseo. No llevaba velos ni la cabeza cubierta. Al pasar junto a la ventana enrejada, los barrotes, calientes por el sol, cortaban la luz a intervalos en torno a su rostro, y sus hermosos cabellos eran como una llama junto a las pálidas mejillas. Seguía estrujándose las palmas, sudorosas ahora, y oraba en su interior: «Si eres en realidad el Dios Desconocido no dejes que muera mi amado. Guárdale del mal. Se dice que Tú amas a la humanidad y deseas el amor de los hombres, y que un día nacerás entre nosotros. Por tanto eres compasivo, como no lo son nuestros dioses. Ten piedad, ten piedad. Porque si él muere, yo no podré vivir».
Un suave frescor, y un leve adormecimiento se apoderó de ella y se sintió más tranquila. En ese momento fue cuando oyó un ligero golpecito en uno de los barrotes de la ventana. Se acercó a ella y miró al exterior. Talias la esperaba abajo, vestido de ropas oscuras, con el rostro hundido, más viejo y los ojos enrojecidos. Trató de sonreír a Aspasia, luego se mordió los labios. Sólo había uno o dos hombres en el patio, antes lleno de gentes, y estaban a lo lejos, hablando juntos.
Aspasia miró apresuradamente a sus espaldas, pero las mujeres seguían cantando, balanceándose sobre las nalgas. Se apoyó contra los barrotes con el rostro lleno de ansiedad, deseando comunicar sus sentimientos a Talias. Él lo comprendió. Sus ojos, tiempo atrás alegres, se llenaron de lágrimas. Metió la mano en la bolsa y volvió la cabeza. Luego sacó una carta sellada y se la mostró. El corazón de Aspasia dio un salto. Sólo podía ser de Targelia.
Desesperada, observó de nuevo a las mujeres. Todavía no habían visto ni oído nada. Sus ideas se agitaron en desorden, como pájaros turbados. De pronto se aclaró su mente. En la cámara inmediata se habían dispuesto todas las comodidades para ella y las mujeres a fin de que no tuvieran que bajar a las letrinas del patio. En aquel cubículo había una ventanita. Se miró la cintura ceñida por un cordón de plata con granates y amatistas, con el cual se encaprichara una vez en un bazar y que Al Talif le había comprado. Era muy largo, para que pudiera ponérselo en torno al cuerpo y los senos dando varias vueltas.
Reparó de nuevo en Talias y señaló hacia la ventana de la otra cámara dando la espalda a las mujeres. Suspirando pasó ahora a la habitación inmediata, que no tenía más puertas que esta. Corrió tras ella la cortina azul y oro y se acercó silenciosamente a la ventana. Talias estaba abajo. Con toda rapidez se soltó el cordón de la cintura y, sosteniéndolo por un extremo, lo pasó entre los barrotes de la ventanilla, casi sin poder respirar de temor y con los ojos clavados en los vigilantes.
Talias cogió con destreza el final del cordón y lo anudó en torno a la carta. Esta subió como una polilla por la pared polvorienta y Aspasia la retiró. Luego Talias se llevó la mano a la frente en señal de despedida y se alejó hacia las letrinas.
Los latidos del corazón de Aspasia eran intensos y dolorosos. Miró hacia las cortinas corridas, se dirigió a una pared y abrió rápidamente la carta que decía:
«Saludos a Aspasia, más querida que una hija.
»Me sentí muy feliz al recibir un mensaje tuyo, mi hermosa niña, pues siempre estás en mi memoria. ¡Cómo he llorado de placer, ante la esperanza de verte de nuevo! Haré cuanto antes lo que me pides y te buscaré una casa en Atenas según tus deseos; pero me parece un proyecto muy extraño. Sin embargo, no discutiré contigo, ya que el mensajero espera mi respuesta. Debes venir primero a tu hogar de Mileto, donde podré abrazarte y volver a retenerte entre mis brazos, porque tenemos que hablar de muchas cosas. Te espero, e invocaré a Hermes para que te traiga hasta mí en sus alas».
Aspasia se metió la carta en el seno. Disponer de ella suponía otro problema. Tampoco pensaba en ese instante cómo saldría de Damasco, cómo abandonaría a Al Talif. Eso lo dejaba para el futuro.
Pero una sensación de ligereza la inundó como un viento de libertad a través de los barrotes de una prisión, y su resolución, tanto tiempo adormecida, empezó a abrirse cual un manantial oculto, al principio vacilante y enfangado, luego convertido en una corriente de aguas cristalinas.
Como las tardes eran muy frías después del calor del día, un brasero estaba encendido en la cámara donde dormía con las mujeres. Aspasia pudo dejar la carta sobre las brasas; allí se encendió por un instante y luego no quedaron más que cenizas. Sin embargo, como el Fénix, de esas cenizas surgió una vida renovada. Por la noche, mientras las mujeres dormían, pensó Aspasia: «Pero, aunque Al Talif permita que me vaya, ¿cómo podré dejarle? Con él quedará mi corazón y mi amor y todo lo que soy, y ya no seré más que una sombra de Hades. Sin embargo, debo irme antes de que se canse de mí y me vea obligada a vivir como un fantasma entre las rechazadas, olvidada ya y sin esperar sus llamadas, llorando y suspirando en noches interminables…».