19
Había un gran jardín en la ciudad, lleno de pájaros, monos, fuentes y muchos animales extraños. El cólera había cedido ya y la ciudad revivía de nuevo con el ruido, los bazares y las caravanas, música, tiendas, risas y campanas, y los templos estaban abarrotados de todos cuantos agradecían a los dioses que la peste hubiera desaparecido. Incluso los que lloraban a sus muertos sentían el despertar del año, pues los almendros florecían ya y los mirtos y sicómoros se cubrían de hojas nuevas. Los olivos brillaban como plata, y los árboles frutales parecían nubes de nieve rosa y blanca, destacándose contra un cielo que semejaba ser de ópalo. Incluso los gruñones camellos se movían más aprisa y los caballos hacían cabriolas.
Al Talif y Aspasia estaban sentados uno al lado del otro en un banco de mármol en aquel enorme jardín observando los colores en constante cambio de las fuentes que lanzaban sus brazos transparentes al sol. Los eunucos armados hacían guardia en torno, y también las sirvientas de Aspasia. Les esperaba la litera, con su techo de oro brillante a la luz. Aspasia sentíase a la voz triste, cansada y esperanzada. Al Talif le tenía cogida la mano al abrigo de la capa roja y los ojos de Aspasia, sobre el velo, le sonreían. Aún se sentía débil y en ocasiones tenía temblores intensos durante la noche, pero era obvio que pronto estaría bien del todo. Su delgadez era menos acentuada.
—Dentro de cuatro semanas podré viajar con la caravana —dijo—. Volveremos a casa. Ella no contestó y apartó los ojos.
—¿Acaso sientes dejar Damasco? —preguntó Al Talif. Agitó la cabeza. Un pájaro rojo se posó junto a ellos con ojos ávidos, luego tendió sus alas al sol y desapareció. —Te debo la vida, amada mía. De no haber sido por ti me habría reunido con mis antepasados.
Aspasia seguía guardando silencio pues sufría un ahogo repentino de insoportable dolor en la garganta. Al fin dijo:
—Pero ¿no me has dicho que todo está sentenciado? Si hubiera sido tu destino que murieras, señor, habrías muerto, y mis cuidados no habrían conseguido salvarte.
La risa de Al Talif era casi tan vibrante como antes de su enfermedad.
—No soy supersticioso, ni creo en tus Hados. Te he dicho ya, mi rosa del valle, que nada está decidido de antemano por el destino y que todo lo que se refiere al hombre es un accidente, pues no es posible que la Divinidad esté pendiente de nuestra insignificancia en la amplitud de Sus dominios.
La recuperación de la salud le hacía sentirse joven de nuevo. La noche anterior Aspasia había dormido satisfecha en sus brazos y Al Talif la había retenido abrazada mucho tiempo, como los hombres abrazan el tesoro de su vida. No, no era joven, pero seguía siendo hermosa; ahora ya no pensaba en su belleza recordando sus cuidados y su devoción para con él, y su incansable solicitud. Evocaba las horas que había pasado a su lado leyéndole en voz alta y observando ansiosamente sus cambios de expresión. Ninguna tarea le había resultado repulsiva, ningún aspecto de su enfermedad repugnante. Como le hubiese cuidado una madre, así había obrado ella a lo largo de noches de sufrimientos intensos y espasmos convulsivos y, aunque a menudo le animaba él a que descansara, Aspasia se limitaba a sonreír muy pálida. Adelgazaba por días, y sus ojos parecían cada vez más grandes en su rostro traslúcido. Al Talif no la despertaba nunca, pero ella siempre estaba allí, inclinada sobre él. A veces se quedaba dormida exhausta, y ni siquiera entonces le soltaba la mano. El menor movimiento de Al Talif la despertaba por completo, como un vigilante está alerta al rumor más lejano. Tampoco permitía que las esclavas le atendieran.
Recordando todas estas cosas, le dijo muy conmovido:
—Mañana, amada mía, te llevaré a mi joyero, y todo lo que él tenga es tuyo. Será una pequeña señal de gratitud por salvar mi vida, pero es la única recompensa que puedo darte.
Aspasia inclinó la cabeza y pensó: «¡Ah!, ¿es eso todo?». Luego habló en voz alta:
—Señor, yo no deseo más joyas, he recibido mucho de tu generosidad.
—Entonces, ¿cómo podré pagarte, Aspasia?
Estalló en un sudor frío. Debía hablar ahora, o jamás tendría el valor de hacerlo. Alzó los ojos nublados de lágrimas y, tras el velo, susurró:
—Señor, déjame ir en paz con tu bendición.
Al Talif quedó atónito. Se volvió de modo que pudiera mirarla fijamente a los ojos:
—¿Irte, Aspasia? ¿Dónde irías y por qué? No podía creerlo.
—Deseo volver a mi antigua casa de Mileto por algún tiempo, y luego ir a Atenas y abrir una escuela para jóvenes que quieran ser algo más que un simple placer para los hombres, que quieran vivir tal como los dioses anhelarían que lo hicieran, pues, ¿no trabajan sin descanso Atenea y Artemisa, no atiende Deméter la tierra, y no es Hera la reina del Olimpo, siempre entregada a sus deberes? Las diosas son fuertes, aun siendo del sexo femenino. Con seguridad que los dioses pensaron en que la vida de las mujeres también debería ser importante en la tierra.
Al Talif seguía incrédulo, pero una palidez se había extendido sobre su moreno rostro como una sombra de alas blancas.
—¿Es que quieres dejarme? —preguntó.
—Señor, debo hacerlo. Ahora sus lágrimas corrían sobre el velo, pero los ojos le miraban con franqueza. Sintió él un dolor profundo en el pecho, como si le hubieran herido de muerte. Su mano soltó la de Aspasia. Miró fijamente ante sí y ella cerró los ojos para no desfallecer e implorarle que no le concediera este deseo.
—¿En qué te he ofendido, Aspasia, que quieres abandonarme para siempre?
«¡Ah! Si tú me hubieses amado, aunque sólo hubiera sido un poco, no huiría de ti, corazón de mi corazón. Pero los hombres son incapaces de amar en la medida de nuestras esperanzas, y eso está en su misma naturaleza. Cuando aman, su amor se desvanece, y una nueva mujer les sirve de consuelo y disertación. No te reprocho, cariño; sólo reprocho mi propia locura, mi locura de esperar, cuando la esperanza era imposible. Había olvidado lo que aprendí en casa de Targelia y ese fue mi peor error. Soy una mujer».
Al no recibir respuesta, él continuó:
—Entonces, ¿no me cuidaste por amor, sino como una esclava que cuida a su amo, como una esclava cumplidora que piensa en el deber?
Aspasia habló en voz baja:
—Recordaba nuestros años juntos, nuestro afecto y nuestro gozo. Tú eres un hombre de valía, señor, y debías seguir viviendo.
—¿Para qué? ¿Para quién? —preguntó con amargura.
—Tienes esposas e hijos. ¿No significan nada para ti, señor?
Pensó él ahora en tres de sus hijos, jóvenes de los que se sentía orgulloso y que tenían ante sí un gran futuro, y que le amaban. Aunque los padres no solían estimar a las hijas, había dos que por su belleza y afecto le eran muy queridas.
Aspasia continuó:
—Vuelve a los tuyos, y al amor que sienten por ti. Tú sigues siendo su señor y su protector. ¿No es suficiente?
Al Talif no contestó. Sus ojos cambiaban bajo la gran fuerza de sus pensamientos y sus pasiones en rebeldía. Luego dijo:
—¿Es que nada de lo que te he dado tiene valor para ti, Aspasia?
—Señor, tiene un valor inestimable. Jamás te olvidaré, pero debo irme. Alzó su velo para mirarla al rostro y en él leyó una resolución férrea, pero no vio cómo le temblaban los labios.
—Es una pena que seas tan erudita, Aspasia —dijo con voz dura—. Los conocimientos no están hechos para las mujeres, pues las transforman en algo distinto de lo que la naturaleza pretendía.
—Para ser erudita hay que ser también inteligente, señor, —ahora estaba profundamente ofendida—. ¿Es que ha de malgastarse la inteligencia de las mujeres?
—La naturaleza de las mujeres consiste en amar, cuidar y servir. A ellas no les concierne la plaza del mercado, ni el comercio, ni los asuntos del mundo.
—Pero no has respondido a mi pregunta, señor.
—El absurdo no tiene respuesta. —Se detuvo; volvía a sentirse débil y agotado—. ¿No hay nada que pueda hacer para persuadirte de que te quedes conmigo?
«Sí —pensó—. ¿Puedes decirme que me amas, lo que sería mentira, y jurarme que, sobre todas las cosas, me querrás eternamente?». Pero dijo, casi en un susurro:
—Nada hay en tu poder, señor, que lograra persuadirme, porque lo que yo deseo no puedes dármelo. Cierto que puedes quitarme tus joyas y enviarme sin defensa alguna a las calles, como me amenazaste una vez. No sé cómo lograría sobrevivir en ese caso. Por eso te pido que me permitas conservarlas y me dejes libre.
—¿Crees que soy cruel y desagradecido?
«¡Oh, dioses! —lloró ella en su interior—, ¿es la gratitud lo único que conoces, amado mío?». El amargo desaliento la dominó.
—No pido gratitud, porque es algo pobre y que se da a disgusto y con resentimiento. Hice lo que tenía que hacer. No volvamos a hablar de ello. Pero sí hay una cosa que aún puedes darme: paz.
—¿No has conocido la paz conmigo? Se llevó Aspasia la mano a la garganta, donde sentía un dolor insufrible.
—No —dijo.
Al Talif guardó silencio. La palidez se agudizó en su rostro, pero, cuando ella le tocó alarmada, él retiró su mano, y Aspasia se estremeció.
—La paz es para los muertos —dijo—. ¿Eres tan estúpida como para creer que los vivos pueden conseguirla? Seguramente Targelia te enseñó algo mejor.
—Como de costumbre conversamos sin hablar de lo mismo —se quejó—. La paz que yo deseo no es la paz que tú entiendes.
Hizo él una seña a los portadores de la litera y dijo:
—Sólo entiendo que quieres dejarme. Te debo mucho, Aspasia. Te debo varios años de placer y conversación, y la contemplación de tu belleza. Has sido mi compañera en mis horas vacías, y las has llenado de dicha y felicidad. Ninguna otra mujer ha sido para mí lo que tú, y eso tampoco yo lo olvidaré.
—El mundo está lleno de mujeres complacientes —dijo, embargada por la tristeza—. No te será difícil sustituirme.
Esto dolió más a Al Talif que cualquier otra cosa que hubiera podido decirle, e hizo un gesto brusco.
—Tengo una caravana que sale mañana. ¿Quieres formar parte de ella?
¡Mañana! Entonces no habría una última despedida, un último abrazo. Era lo mejor, pero también lo más cruel.
—Sí —dijo.
—Dispongo de criados que te llevarán adonde desees ir. Confío en que eso te satisfaga, Aspasia —hablaba con voz monótona y carente de emoción—. En cuanto a las joyas, también te las doy con mi gratitud, y añadiré una bolsa de monedas de oro. —Se detuvo y sonrió sombríamente—. Ve en paz, Aspasia, si eso es lo que deseas sobre todas las cosas.
«No deseo eso, amado mío, pero es todo lo que me queda en este mundo maldito. Es un deseo estéril, el deseo de los muertos y los desesperados. Pero es todo lo que tengo».
Volvieron a la posada en un silencio increíblemente penoso. Esa noche le envió Al Talif una gran bolsa llena de monedas de oro, pero ni una palabra, ni una súplica. Las mujeres reunieron todas las posesiones de Aspasia y las metieron en los cofres, regocijándose y sonriendo cuando ella no las miraba. Se decían en susurros:
—La extranjera ha sido despedida y la felicidad volverá de nuevo a la casa del señor. Tiene mal de ojo. Todas nos alegraremos en el harén cuando ya no esté.
Partió la caravana con la tienda de Aspasia. No hubo una última despedida de Al Talif, ni una muestra de su solicitud. Aspasia pensó: «Ya me ha olvidado». Se había echado sobre los almohadones de la tienda y, cuando la caravana inició la marcha, se levantó, apartó la tela que cubría la entrada y permaneció en el umbral. Pero no estaba allí Al Talif. Las puertas de la posada se cerraron tras la caravana y esta inició su largo camino. Si Al Talif hubiese aparecido, ella habría corrido hacia él implorándole que no la dejara ir.
«¡Qué desgraciados somos cuando los dioses atienden a nuestras plegarias!», pensó con desesperación creciente. Se tumbó de nuevo sobre los almohadones, se cubrió el rostro con un paño de seda y se entregó al tormento, a un sufrimiento que jamás antes había experimentado. Era como una concha vacía arrojada sobre la playa, desnuda de la criatura vital que la habitara. Sentíase vacía a excepción del dolor que la inundaba y que hablaba de desolación, de un corazón destrozado, del término de una vida y de una soledad eterna. No derramó lágrimas. Los muertos no lloran por ellos mismos. Sólo pueden recordar.