11
Esa noche fue llamada para que asistiera al banquete que daba Al Talif a unos huéspedes ilustres. Sus esclavas la bañaron, ungieron y perfumaron y le cepillaron los cabellos largos y brillantes con lociones fragantes. Pensando con rebeldía y horror en lo que hoy había descubierto en el harén, se negó a llevar vestidos orientales; eligió una túnica griega blanca bordada de plata, y una toga del mejor lino egipcio, del color de los pétalos del jacinto. Ella misma se arregló el cabello al estilo griego con cintas de plata; la túnica y la toga que vestía resaltaban su níveo cuello adornado de perlas. No se puso brazaletes, ni anillos en los dedos. Tampoco quiso utilizar colorete ni en las mejillas ni en los labios. Cuando se puso en pie ante el espejo bruñido parecía tan pura como Atenea Partenos, la diosa virgen de la sabiduría, y las esclavas se sintieron intimidadas. Su aspecto era austero y lejano, y sus ojos castaños tenían un brillo peligroso. Se proponía repudiar a Al Talif con cada gesto y tono de su voz. Se enfrentaría a él con sus principios occidentales y su aborrecimiento, y luego, ya en la cama, le rechazaría fríamente. Aunque se suponía que debía ocultar los cabellos bajo un ligero velo, ahora se negó a hacerlo. Era mujer con conocimiento, consecuente con sus ideas, y estaba decidida a demostrárselo a Al Talif. Era su compañera, no una esclava humilde, una concubina o una esposa. Le abandonaría cuando quisiera. Pensó en todas las riquezas que él le había dado y, con gran dolor de su corazón, la idea de dejarle casi le hizo llorar.
Decidió reclinarse en un diván de su cámara para descansar y ordenar sus ideas antes de aparecer en el comedor. Pero por una vez no la colmó el sonido del viento y de los árboles, ni el aroma de los jardines ni los gritos de los pájaros: eran discordantes y burlones. Por fin había llegado a comprender que la mujer oriental no sentía tanto aprecio por la vida humana como su señor, o quizá menos incluso. No sufrirían más por el destino de aquellas niñas que por el de una mosca, una langosta o una rata.
Muy a su pesar se quedó medio dormida bajo el calor lánguido del día. De pronto, se despertó asustada porque alguien le tocaba en el hombro. Una esclava le dijo:
—Señora, el señor Al Talif desea verte inmediatamente en su cámara.
Esto era extraño. Jamás deseaba verla tan temprano. Se puso en pie, se arregló las ropas y acudió a la cámara del sátrapa. Los salones estaban extraordinariamente silenciosos y no vio a nadie, ni oyó nada, a excepción del rumor lejano de los esclavos que cantaban y disponían sus instrumentos músicos.
Un eunuco se hallaba a la entrada de la cámara y la miró, y luego, con lentitud insolente, le abrió la puerta. Aspasia entró inclinando la cabeza, como de costumbre. La cámara de Al Talif parecía la de un rey, llena de tesoros y perfumes; él estaba sentado a cierta distancia en un diván. Iba espléndidamente vestido con pantalones escarlata, una camisa de seda tan blanca como la nieve y una chaqueta azul dorada de piedras preciosas. Su cabeza, cubierta por el turbante, era majestuosa; su rostro hierático. Su actitud era contenida pero alerta, como la de una pantera agazapada en la sombra. No respondió al saludo de Aspasia. Se limitó a observarla inexpresivamente. Entonces, por primera vez, advirtió Aspasia la presencia de Kurda junto a Al Talif. Kurda tenía el látigo en la mano y se mostraba feliz y sonriente tras sus gruesas y brillantes mejillas.
—Señor —dijo Aspasia, cuyo temor por la presencia de Kurda iba decreciendo.
—Quédate en pie ante mí —dijo Al Talif con una voz que jamás le oyera antes.
No revelaba enfado ni emoción, y tampoco era elevada. Era sencillamente indiferente, como la del que habla con un esclavo. Aspasia se detuvo. ¿Era este hombre frío y remoto el mismo que la tuviera en sus brazos, le besara las manos y la llamara su lirio de Shalimar, su rosa de la India, su capullo iluminado por la luna? Por primera vez sintió cierto desmayo y temor. Miró de nuevo a Kurda y vio el triunfo odioso que reflejaban sus ojos. Alzó la cabeza con orgullo y aguardó. Al Talif seguía mirándola como si fuera una esclava indigna que le obligara a soportar su molesta presencia.
—Te he consentido muchas cosas —dijo—. He sabido desde hace algún tiempo que has estado molestando a las mujeres de mi casa con estúpidas exhortaciones y provocaciones contra la autoridad y las costumbres de nuestro país. Y jamás protesté. Incluso pensé que las divertirías, o que despertarías en ellas algo de vivacidad que pudiera entretenerme. Pero finalmente ellas mismas me han rogado que te prohíba ir al harén porque las turbas y te muestras desagradable. Dicen que has atentado contra mi placer y comodidad. Ya no soportan más tus estupideces y tu barbarie occidental, y deseo librarlas de todo ello. No volverás a visitarlas de nuevo a menos que sepas controlar tu lengua y ser una más entre ellas.
Aspasia olvidó todo temor y su rostro enrojeció profundamente.
—No soy una bárbara, señor. Soy una mujer libre, no una esclava; no soy una concubina iletrada, ni una esposa gorda y estúpida cuyo único gozo consiste en comer y dormir sobre almohadones y servirte a tu voluntad.
Él inclinó la cabeza.
—Y, ¿qué eres tú? —preguntó.
Sintió que el corazón le latía locamente.
—Soy tu compañera, para darte placer, para conversar contigo cuando lo desees. Nací libre, he sido educada, y muchos han admirado mi inteligencia.
Alzó él la tapa de una cajita de golosinas, tomó un dátil untado de miel y se lo comió lentamente observándola. Luego dijo:
—¿Y a mí qué me importa todo eso, mujer comprada en Mileto? Pagué un precio elevadísimo a tu señora Targelia por los supuestos deleites de tu compañía. Ya no me satisfaces.
Aspasia se sintió de pronto enferma y mareada, con un gran peso en el corazón. Las lágrimas acudieron a sus ojos. Pero alzó orgullosamente la cabeza.
—Entonces —dijo—, me marcharé y no te fatigaré más con mi presencia ni te aburriré con mis disertaciones. Si pagaste un precio enorme por mí, te lo devolveré.
—¿Con los regalos que te hice? —preguntó él con la misma voz, baja y terrible.
Ella guardó silencio. Sentíase morir de vergüenza y de algo más que no podía comprender.
—Ni siquiera eres joven ya —continuó Al Talif—. Tienes dieciocho años. Despedí a Narcisa y era más joven que tú, tenía diecisiete, pero ya se había hecho demasiado vieja para mi gusto. Entonces, ¿por qué he de sufrirte a ti, que turbas mi paz, que trastornas a mis mujeres y alteras mi casa?
Kurda dejó escapar un suspiro ahogado de gozo y de victoria, y Aspasia le oyó, pero no se volvió a mirarle. Toda la intensidad de sus pupilas se fijaba en Al Talif mientras se alzaba ante él como una diosa blanca, sin color en los labios ni en las mejillas.
—Si hice esas cosas que te desagradan, señor —dijo—, fue porque no podía soportar el ver a mi sexo degradado, mi feminidad avergonzada, mi misma existencia considerada inferior a la de un perro.
Alzó él las cejas.
—¿Te he hecho yo todo eso?
—No —repuso—, pero sí lo has hecho con las mujeres de tu harén, y en su ignominia he visto la mía propia, por amable que hayas sido conmigo.
Al Talif dijo muy despacio y como con disgusto:
—Sabes muy bien que las mujeres no son consideradas verdaderamente humanas en los países civilizados. Sin embargo, te has negado a aceptar esta verdad absoluta. ¿No serás en exceso presuntuosa porque te he mimado? Nunca has sido tratada en esta casa como una mujer del harén. Te he concedido honores que resultan increíbles en mi país; te he aceptado casi como a una igual. Y no te has mostrado agradecida. Has tratado de incitar la rebelión en mi casa, entre criaturas menos valiosas que un buen caballo.
—¡Algunas son madres de tus hijos! —gritó Aspasia, abrumada ante la idea—. ¿O es que tus hijos son menos que el polvo también porque proceden de un buen caballo o un perro?
—Tu padre pensó que un burro tenía más razones de vivir que tú —respondió Al Talif—. Tu madre te rescató y te entregó a Targelia; de otro modo habrías perecido de niña. ¿Son los hombres de tu país más compasivos y amables que yo?
Aspasia guardó silencio por un momento. Finalmente dijo:
—Si para algo nací fue para elevar la condición de mis hermanas y librarlas del deshonor, para obligarlas a reconocer que son buenas también, y que poseen prerrogativas humanas. Dos veces ocurrió esto: bajo las leyes de Solón, y en el período homérico. Se dice que las mujeres de Israel son honradas por sus hombres y respetadas por sus hijos.
—En realidad sí tienes conocimientos…, pero de todo aquello que no debías tenerlos —comentó Al Talif sonriendo ahora, y su sonrisa era más amenazadora que su voz—. Eres mi compañera, dices… mi compañera comprada. ¿Ignoras que a los ojos de nuestras leyes eres sólo un animal? Sin embargo, si lo deseas, tendré piedad de ti y te liberaré y podrás ir adonde quieras. Pero sin los regalos que te he dado.
Aspasia recordó repentinamente las amenazas de Targelia, hacía más de tres años, y se sintió dominada por tal desesperación que por un instante pensó en el suicidio. No había otro modo de librarse. Era evidente que Al Talif se había cansado de ella, aunque sólo hacía dos noches que la besara hasta en los arcos de sus pies y le declarara apasionadamente que ella era la luna de su delicia, y más querida a su corazón que todas sus posesiones y su misma vida. Pero lo que el hombre jura en un momento de lujuria, había enseñado Targelia a sus doncellas, no debía tomarse en serio, sino explotarlo sólo en ese momento, antes de que el deseo se enfriara o antes de haberlo satisfecho.
Parte de su mente pensaba en su desesperada situación, pero su corazón se dejaba vencer por la tristeza y el anhelo, y sus labios blancos se abrieron en un gesto de agonía. Dijo:
—Haz conmigo lo que quieras. Ya no tiene importancia para mí.
Él la estudió como si examinara su alma, jugueteando ociosamente con la hebilla dorada de su cinturón. Al fin habló:
—He oído que pronunciaste palabras muy duras al descubrir a las mujeres que destino como regalo para mi amigo de Damasco.
—¡Son niñas, no mujeres! —gritó Aspasia.
—Son animales. ¿Habrías obrado del mismo modo por el regalo de unos corderos o unos potrillos?
—Son humanas —insistió. Se encogió de hombros:
—Yo no lo he visto, Aspasia; sabes desde hace tiempo que en Oriente la vida humana es muy barata; no vale nada. No tiene importancia a menos que uno sea bien nacido e incluso entonces, si es hembra, no se la considera en lo absoluto. Pero un corcel árabe… ¡Ah!, ahí sí hay belleza y valor. Algo admirable y digno de aprecio.
—Zoroastro no vino a los animales, sino a los hombres —dijo Aspasia, más y más deprimida por momentos—. Y Mitra también.
—No discutamos —le interrumpió Al Talif cerrando los ojos de cansancio—. Vinieron a los hombres, no a las mujeres, pues, en Oriente, jamás se ha creído que las mujeres tengan alma.
Kurda pensó con impaciencia: «¿Por qué se rebaja a conversar siquiera con esta criatura, como si poseyera mente e intelecto?».
Aspasia suspiró agotada y con el corazón destrozado. Repitió:
—Haz de mí lo que quieras.
—Eso me propongo —y extendió la mano hacia Kurda.
El eunuco respondió rápidamente y entregó a Al Talif el látigo que sostenía. Este lo cogió y se golpeó ociosamente con él en la rodilla; un trallazo agudo restalló en la habitación. Aspasia, incapaz de creer lo que veía, se volvió a Kurda con una mirada de horror.
—No —dijo Al Talif—, no quiero que te azote Kurda, aunque por mucho menos le ordenaría que lo hiciera a mi esposa favorita. Tampoco deseo que presencie tu castigo. Kurda, déjanos solos.
El eunuco quedó amargamente desilusionado. Quería ver la destrucción definitiva de la extranjera, su humillación absoluta. Vaciló. Al Talif alzó la voz y dijo con energía:
—¡Fuera, esclavo!
Kurda se inclinó y, caminando de espaldas, abandonó la habitación y cerró lentamente la puerta tras él. Aspasia suspiró de alivio al ver desaparecer por fin aquel rostro lleno de odio.
Al Talif se puso en pie y se le acercó.
—Bájate la túnica hasta la cintura.
Aspasia miró con terror aquel látigo, fino y mortal. Jamás le había pegado nadie excepto una vez que recibió un suave bofetón de la impaciente Targelia. A pesar de sus esfuerzos, todo su cuerpo temblaba con una mezcla de horror y vergüenza. Miró el rostro de Al Talif buscando una señal de piedad, pero no la había. Ahora le parecía increíble que aquellos labios metálicos se hubieran apoyado en los suyos, que aquella mano le hubiera acariciado los senos y recorrido su cuerno, dándole placer. Esta incredulidad, más que el orgullo, era lo que la mantenía quieta y muda.
Con un juramento, Al Talif la cogió por los cabellos con una mano y, con la otra, que sostenía el látigo, le rasgó la túnica y arrancó la toga de sus hombros, obligándola a caer de rodillas. La echó hacia delante para tirarla al suelo. Pero Aspasia se levantó instantáneamente sobre sus rodillas cruzando las manos sobre el pecho y alzando la cabeza en silenciosa repudia.
—Como quieras —dijo él—. Será la última decisión que tomes en esta casa.
Alzó el látigo, que restalló en el aire, y la golpeó en los hombros y la espalda. Fue como si un cuchillo al rojo le cortara la carne. Pero no tembló, no pronunció sonido alguno. Apretó los labios y fijó los ojos en la distancia. El látigo se elevó y cayó silbando una y otra vez con una ferocidad insólita. Un dolor casi insoportable la vencía, y su carne tierna y blanca temblaba, pero no se encogía. Aunque se protegía los senos con las manos, el látigo le dañaba profundamente la espalda, que al poco rato se convirtió en puro fuego, en un tormento insoportable. El látigo seguía alzándose y cayendo con un siseo escalofriante, y este era el único sonido que se oía en la cámara. Aspasia no gritaba, no lloraba, ni trataba de escapar. Parecía una imagen de mármol que recibiera golpes sin sentirlos. Hubo un instante en que creyó que iba a desmayarse, pero se sobrepuso a esa última indignidad y no suplicó piedad.
Al fin terminó Al Talif y arrojó el látigo al suelo con odio. Aspasia se puso en pie, ardiendo todo su cuerpo de dolor. Notaba que la sangre le corría entre los omóplatos. Con serenidad, y sin mirarle, trató de cubrir su desnudez con los restos de las ropas desgarradas.
De pronto sintió que las manos de Al Talif la acariciaban, que besaba las heridas de su espalda, la carne atormentada, con una pasión que jamás le había demostrado antes, ni siquiera en los momentos de mayor éxtasis. Pronunciaba palabras incoherentes que eran más bien gemidos. Aunque semidesmayada, Aspasia lo soportó. Al Talif trajo un cuenco de agua y un jarro de ungüento, le curó las heridas y alivió el dolor de la piel en carne viva. Sus manos eran tan tiernas como las de una mujer.
—¡Ah! ¡Que me hayas hecho esto a mí! —gritó mirándola.
Enferma, mareada, inconsciente, Aspasia cerró los ojos. Luego se encontró entre los brazos de Al Talif, que la retenía contra su pecho y le besaba el rostro, las mejillas, los labios, la garganta, y ella percibía los latidos de su corazón contra el suyo. Ajenas a su voluntad, las manos de Aspasia se alzaron y rodearon el cuello de su amante; luego se echó a llorar y, sin saber por qué, el dolor que sentía su corazón, más hondo y desgarrador que el de su carne, fue aliviándose, dejando tras él una dulzura angustiosa.