3

El médico, hombre vivaz dé mediana edad y rostro despierto, era también, como Aspasia y Targelia, jónico, de Mileto. Se llamaba Equión. No había sido nunca esclavo; había nacido libre y pertenecía a una próspera familia, dueña de un negocio de orfebrería, y había asistido a una escuela egipcia de medicina. Era un hombre grande, grueso, musculoso, de cara redonda y ojos como brillantes piedras azules, muy alegres. Estaba calvo y su cabeza era una cúpula rosada que se alzaba sobre sus cejas negras y espesas, y tenía gruesos mofletes que atestiguaban una buena digestión y un apetito excelente. Llevaba siempre túnicas cortas de colores vivos que descubrían unas piernas de forma admirable, a pesar de su gordura. Era uno de los amantes de Targelia, la cual le pagaba bien y no subestimaba su talento, ni en el lecho ni en la escuela. Amaba sus labios gruesos y lascivos que siempre sonreían, ya que Equión tenía unos dientes perfectos de los que se enorgullecía. No se sentía tan orgulloso de su nariz, que Targelia comparaba cariñosamente con un nabo, y cuyas aletas estaban llenas de pelos negros y viriles.

Le complacía instruir a las doncellas de la escuela de las hetairas y, si en ocasiones deseaba a alguna de ellas, era lo bastante prudente para limitarse a dar un golpecito aparentemente paternal en los hombros, los brazos o las mejillas. Era también muy perezoso, a pesar de su aspecto tan viril, y prefería la vida lujosa en esta casa a la práctica de la medicina en la ciudad, ya que el trabajo sería arduo y sin demasiada recompensa en dinero o estimación. Disponía de su propia casa de mármol en los terrenos de la escuela, y de ella le hacía venir Targelia cuando sentía deseos de que la divirtieran y la trataran bruscamente en la cama. Era un hombre amable y agudo, y un buen médico; tenía un ingenio superior al de muchos hombres y su conocimiento de la medicina era notable, y sabía preparar pociones casi mágicas. Siendo cínico no sentía demasiada piedad por el sufrimiento humano; la enfermedad, para él, era un desafío a su persona, y la consideraba como una afrenta personal; no despertaba tampoco su compasión, ya que él despreciaba todo lo que fuera enfermizo y luchaba por abolirlo. Los egipcios decían que el médico sólo podía curar si su corazón se conmovía y sus emociones se entregaban por completo en beneficio del paciente, pero Equión había demostrado que todo eso era falso y sentimental. Sólo se necesitaba arte, y la enfermedad era un enemigo al que había que comprender y derrotar porque era fea, y él odiaba la fealdad; Tenía también profundas sospechas —y en esto no estaban de acuerdo los egipcios— de que el hombre era su propia enfermedad, y que originaba gran parte de sus propios tormentos. Reñía a los enfermos y les hacía reproches incluso mientras los curaba, y creía que su triunfo sobre la enfermedad era también un triunfo sobre los débiles y recalcitrantes que obstinadamente la preferían a la salud. Sobre todo detestaba la debilidad, pues era un luchador de corazón. Había en él esa crueldad característica de los cirujanos expertos, y su mano nunca temblaba cuando sostenía el escalpelo, ni el sudor de la ansiedad humedecía jamás su rostro.

Amaba todo lo que era sano y fresco y lo admiraba abiertamente; por eso tenía la reputación de ser un hombre de gran sensibilidad, lo cual era totalmente falso. Sin que él mismo lo supiera la enfermedad le aterrorizaba y la veía como una amenaza para su propia vida y un presagio para el futuro.

Tenía una vista que distinguía a su enemigo aunque se ocultara tras un rostro de labios de rosa y ojos brillantes, y muchas fueron las doncellas que Targelia entregó apresuradamente al primer postor por consejo de Equión. Jamás discutía con él. Había visto con demasiada frecuencia los resultados si no seguía sus consejos. Las muchachas enfermaban pronto y morían, con gran sorpresa y desconcierto de sus protectores, pero no de Equión.

—¿No te dije que la doncella tenía los riñones enfermos, o la sangre pobre, o el corazón débil, aunque no fuera evidente para ti y para los demás? —Decía a Targelia cuando esta le leía la carta apesadumbrada de algún hombre rico que se había llevado a la muchacha de buena fe—. Hiciste bien en librarte de ella. ¿El comprador? —Se echaba a reír—. El hombre que compra un caballo, o una mujer, debería conocer mejor su negocio, y si no es así, es un idiota y no merece compasión.

Claro que él sabía que no se compraban actualmente doncellas, pues no se trataba de esclavas y podían dejar a sus protectores a su voluntad y en cualquier momento, pero le gustaba pensar en aquellos enfermos en potencia, y débiles por tanto, como si fueran menos que perros o ganado.

Entre todas las doncellas hermosas prefería a Aspasia, aunque no fuera nada dócil y le provocara constantemente. Prefería sus discusiones poco agradables, las observaciones agudas y sus preguntas, a la simple aprobación de las demás muchachas. Apenas había una sombra de respeto en aquellos grandes ojos castaños, y sabía que le escuchaba ávidamente no sólo para aprender, sino para caer sobre él en el momento en que dudara. Pero cuando Aspasia le admiraba honestamente y se inclinaba hacia delante para no perder una sola palabra, la gratificación que sentía Equión era inmensa. Con gran diversión por su parte, le parecía recibir el espaldarazo de un colega, no de una chiquilla.

—Te digo que está poseída por el espíritu de un médico —decía a Targelia—. Me maravilla su prodigioso talento. Siempre se dice que la mujer hermosa tiene el alma de un mico, pero, según mi experiencia, aquellos que han sido dotados de inteligencia por los dioses resultan también agradables a la vista.

—Es digna de un emperador —repetía Targelia.

—O del mismo Apolo —asentía él—. Pero confiemos en que no la descubra Zeus, en el que no creo, y se la lleve en una nube de oro. O la deje embarazada, como hizo con Leda, aunque una mujer poniendo un huevo sería un espectáculo interesante para un médico.

—Tú no eres Zeus —dijo Targelia con una sonrisa de advertencia, pero afectuosa—. Vale más que lo recuerdes.

—Pero tú sí eres una auténtica Hera, adorada mía —contestó él con galantería; Targelia se echó a reír acusándolo con el dedo—. Por la ciudad se dice que eres incansable —observó.

—¡Pero, divinidad, eso es sólo un rumor! ¿No te soy fiel?

—No —afirmó Targelia—, pero me diviertes y satisfaces y disfruto con tu conversación, y eso me contenta. —Parecía momentáneamente preocupada—. Hay ocasiones en que temo que Aspasia no sea la mejor compañera para un hombre, ya que estos no gustan de una lengua demasiado aguda en la mujer. Es rebelde, y de carácter poco dócil. La reprendo y aconsejo a menudo.

—Hay hombres que prefieren una mujer de fuego a otra complaciente en los brazos. ¿Quién no disfrutaría más domando a un caballo salvaje que a un burro o una mula? Tienes un tesoro en tu casa, Targelia.

—Y lo guardo muy bien.

Por todo esto, Equión, que deseaba ardientemente a Aspasia —sana, de aspecto maravilloso e intelectual— se mostraba siempre decoroso con su alumna. Le gustaba esta vida tan agradable, y ni siquiera Aspasia iba a amenazarla nunca por mucho que lo intentara. Pero tenía sus fantasías, con las que había de satisfacerse.

Las muchachas entraron en su clase este día como pétalos de rosa movidos por el viento y Equión se pasó la lengua por los labios. Vio a Aspasia y observó, con sus ojos de médico, que parecía turbada y preocupada. Aquello auguraba que hoy se mostraría más discutidora que de costumbre. Aspasia se sentó en una de las sillas y le miró con ojos distantes. Ni se le ocurrió a Equión que la muchacha apenas se daba cuenta de su presencia. Creyó, en su egoísmo, que pensaba en él y en la próxima lección. Le ofreció una sonrisa que no obtuvo respuesta, pues Aspasia se miraba sus manos que tenía entrelazadas.

—Hablaremos hoy —comenzó él pensando que su clase parecía un jardín y regocijándose en la visión— sobre el tema de que un cuerpo sano es el resultado de una mente sana. Ya lo hemos discutido anteriormente, pero me propongo ampliarlo.

Aspasia volvió en sí y alzó una mano imperativa. Equión frunció el ceño, pero inclinó la cabeza.

—Según tu argumentación —dijo ella— el hombre es su propia enfermedad, y la salud sólo es cuestión de pensamientos juiciosos y de una serena filosofía.

—Cierto, Aspasia.

—Entonces todas las enfermedades, aparte de las producidas por un accidente, ¿se originan en la mente del que las sufre?

—Cierto.

Aspasia sonrió despectivamente.

—En ese caso un niño o un bebé afligido por la enfermedad blanca, ¿es responsable de esa dolencia mortal?

El médico la miró disgustado. Aspasia sonrió de nuevo.

El bebé nace con una deformidad o una enfermedad que le mata. Dime, señor, ¿se le puede acusar de haber pensado mal?

Equión sintió que se borraba todo su afecto por ella y se volvió insensible a sus encantos. Soltó una tosecilla.

—Hay una teoría entre los egipcios según la cual en la vida de los hombres reaparece la corrupción mental de otras vidas anteriores.

—¿Lo crees tú así, maestro?

La ekklesia griega no acepta que los hombres hubieran tenido vidas anteriores a la actual. Equión se sintió en peligro por culpa de aquella chiquilla y dijo cuidadosamente:

—Hay muchas cosas misteriosas, muchacha.

—Pero tú has anticipado la teoría de que el hombre es su propia enfermedad. Dime entonces cómo puede estar enfermo un niño recién nacido y morir de esa enfermedad.

El médico alzó las manos, sonrió ampliamente y recurrió a un aforismo.

—¿Quién sabe lo que hay en la mente de un niño? Aspasia dijo:

—No hace tanto tiempo que dejé la infancia y, a los catorce años, aún soy joven. Recuerdo mis pensamientos infantiles. No eran misteriosos. Sólo se referían al apetito y a los pequeños placeres, como los pensamientos de todos los niños. ¿Por qué, entonces, yo estoy sana y otros enfermos?

—Tus padres disfrutaban de buena salud —dijo Equión.

—Nunca conocí a mi padre; ni siquiera llegué a oír su voz. Mi madre murió hace tres años. Su constitución no debía ser muy buena o no habría muerto de tuberculosis. —Hizo una pausa—. Has dicho que mis padres eran sanos. ¿Se deduce de eso que el hijo sano es el resultado de unos padres sanos? Sin embargo he visto en esta casa que esclavas de poca fortaleza corporal daban a luz niños sanos, no enfermos ni deformes. También he visto a una madre joven y vigorosa dar a luz un hijo incapaz de sobrevivir, tan vencido estaba por la enfermedad. Teniendo en cuenta todo esto, ¿no deberíamos ser más cuidadosos al afirmar que uno mismo es el origen de todas sus enfermedades y despreciar al que sufre?

—La medicina —dijo el médico, el rostro enrojecido— es una ciencia exacta. Pero cada hombre es distinto a los demás, y aquello que mata a uno tal vez no moleste a otro ni le suponga inconveniente.

—¿Luego admites que es un arte misterioso, oculto y subjetivo? ¿Y único en el sentido de que no es aplicable a todos los hombres?

Aquello iba contra todas las convicciones y teorías de Equión. Se mordió los labios.

Aspasia se acariciaba el cabello y su sonrisa era burlona.

—La medicina, al parecer, es un arte y no una ciencia —contestó Equión—, y sólo los artistas debían dedicarse a ella, pues son hombres de razonamiento subjetivo y de ocultas facultades de adivinación.

Equión se preguntó por qué la habría considerado hermosa alguna vez. Vio las sonrisitas discretas de las demás y dijo:

—¡Yo he abierto a muchos hombres para sacarles un cálculo del riñón, y las piedras eran idénticas! No había arte en ello.

—Pero —refutó Aspasia— unos vivieron después de la operación y otros no. Por lo tanto los que sufrían no eran iguales, y no podía predecirse ni su vida ni su muerte. Equión dijo en tono triunfante:

—Los que sobrevivieron eran sanos de mente y los que murieron la tenían enferma.

—¿Cómo puede eso probarse, si la medicina es una ciencia exacta, señor? Como no obtuviera respuesta, Aspasia continuó:

—Todo es subjetivo. No hay modo de probarlo con exactitud; por lo tanto la medicina no es una ciencia, sino un arte, y el arte es impredecible.

—He dicho, Aspasia, que, aunque la medicina sea una ciencia exacta, ningún hombre es igual a otro.

—Nunca habías admitido eso antes —dijo ella, y asintió con aprobación—. De modo que los hombres no son siempre su propia enfermedad, sino que son arrastrados por un curso misterioso que aún no comprendemos y que tal vez no conozcamos nunca. Dime, ¿es la enfermedad en un hombre exactamente igual que en otro?

—No. Pero, repito, eso es cuestión de la respuesta individual de la mente.

—Entonces la mente es subjetiva. ¿Quién ha visto alguna vez una mente? ¿Puedes cortarla o cambiarla con un escalpelo? Es posible, sí, adormecerla con opio, como en una ocasión nos dijiste, pero no podrá estar siempre aletargada. Cierto es que un hombre puede matarse por sus propias convicciones y, como la mente es subjetiva, se deduce que el cuerpo lo es también. Pero ¿no es verdad que un cuerpo enfermo puede afectar a la mente, que el dolor puede convertir a un filósofo, por estoico que sea, en un animal vociferante, sin vergüenza ni dignidad?

—¡El dolor se originó primero en su mente! —exclamó el médico que empezaba a odiarla.

—¿Como puede demostrarse eso, señor?

—¡No puede demostrarse, por supuesto!

—Pues lo que no puede demostrarse con seguridad no es objetivo, y no es una ciencia. Sólo es una hipótesis. ¿No es lógico deducir de ahí que la medicina es hipotética?

Habían existido en Egipto maestros que solían disertar sobre este tema, y Equión los había despreciado como soñadores de imposibles, ignorantes de la realidad.

—¿Es que pretendes, Aspasia, que consideremos a la medicina como simple ciencia que realiza prodigios? Su voz era suave ahora.

—No debemos descartar lo sobrenatural como parte de la medicina subjetiva —repuso ella con toda seriedad—. ¿No tenemos a Delfos, a los sacerdotes y a nuestra religión, que se basa en la magia, la contemplación, la reflexión y la fe en lo que no es discernible a los ojos? Negarlo es blasfemia o herejía.

—Eres una sofista —dijo Equión palideciendo repentinamente—. Tergiversas la verdad y ensucias las aguas cristalinas con tus palabras. Tu razonamiento es falaz. ¿Quién te has creído que eres, chiquilla?

—Soy una realista subjetiva —dijo Aspasia con otra de sus sonrisas encantadoras y aparentemente inocentes.

—¡Una contradicción de términos!

—Como toda nuestra filosofía, e incluso nuestra vida misma. Equión pensó en Targelia, que a menudo se burlaba de él de modo similar. Sin embargo sabía que Aspasia discrepaba también con Targelia en muchas cosas.

—Eres discutidora —dijo con severidad—. Sólo discutes por tu propio placer, y dudo que tú misma creas en esas argumentaciones.

—Sólo busco el conocimiento —dijo Aspasia con modestia insoportable.

—¿Y qué es lo que te ha enseñado tu limitado conocimiento?

—Que nada existe, salvo la mente y que, como la mente es subjetiva, todo lo demás lo es también.

—Mi querida niña —dijo Equión recuperándose y con sonrisa de soberbia— si alguna vez te abren para sacarte un cálculo, o si tienes un hijo, ya sabrás con seguridad que el dolor es objetivo y no subjetivo.

—Y si siento entonces el dolor que todos sienten, bajo las mismas circunstancias, ¿será culpa mía, culpa de mi mente deformada?

—Vayamos a la enfermería —dijo Equión exasperado y casi fuera de sí.

«Los razonamientos de esta muchacha son simples y no merecen la respuesta de un hombre de ciencia, ya que sólo busca llamar la atención, como hacen todas las mujeres, seres inferiores que reconocen su propia inferioridad. Muge como una vaquilla y a eso le llama filosofía… Necesita una azotaina, no tanta indulgencia», se dijo. Las muchachas pasaban ahora discretamente en torno a él y Equión sintió que se le contraía la garganta. Odiaba a Aspasia en este momento, y el odio le hacía sentirse voluptuoso; deseaba llevársela a la cama, ¡allí le enseñaría la verdadera objetividad! Con horror por su parte tuvo una repentina manifestación física que, advertida por las muchachas, les provocó más risitas y, simulando un gran apuro, se cubrieron el rostro con las manos, sin dejar de observarle entre los dedos. Equión se apretó el cinturón sintiéndose muy mortificado.

Debía hablar con Targelia, y con severidad. El maestro de ciencias le había dicho que Aspasia discutía también con él sobre ese mismo tema de la objetividad y la subjetividad. Bien estaba adiestrar a una cortesana para que pudiera conversar con el hombre eminente en cuya amante se convertiría, pero otra cosa era entregarle una doncella que prefería la discusión sobre todo lo demás.

Cruzaron un vestíbulo blanco y estrecho de mármol. A la izquierda había unas sencillas columnas dóricas entre las cuales se divisaba el jardín con sus luces y colores cambiantes. Las fuentes brillaban lanzando el agua hacia el sol, y al caer esta sobre los capullos y matorrales, una fragancia seductora se mezclaba con la brisa cálida. Aspasia pensó: «Si hubiera alguna realidad absoluta, esta sería la belleza, y si existiera la verdad se reflejaría en la armonía. Como los hombres no eran armoniosos, no podía haber verdad en ellos; y siendo sus pensamientos oscuros, intrincados e insidiosos, eran ciegos para percibir la belleza por mucho que simularan extasiarse de este mundo, es un gran misterio por qué nos soportan los dioses, si es que los dioses existen», se dijo.

Entraron en la enfermería, una habitación alargada y luminosa con las ventanas abiertas. Aquí sólo había lechos estrechos y aislados, no el habitual hacinamiento de camas de los hospitales. Esta era la enfermería de los esclavos, sus mujeres, y sus niños. La sala siguiente, bellamente decorada, era para las jóvenes hetairas, pero aquí las alcobas eran personales, adornadas con flores y atendidas por enfermeras expertas. Sólo dos o tres alumnas se interesaban por la enfermería, entre ellas Aspasia. Tan pronto como entraron en estas salas Equión olvidó a las doncellas, pues estos eran sus dominios, su arte, su trabajo. Iba de lecho en lecho examinando, frunciendo el ceño, interrogando a los pacientes y a sus ayudantes con voz áspera y concisa, y Aspasia le seguía y escuchaba con admiración y atención profundas. Ahora volvía a sentir respeto por el médico. Tal vez no fuera amable ni delicado, y muy brusco en los reconocimientos e inmune a los gritos de los enfermos, pero su juicio era infalible y aquí manifestaba su cínica comprensión de los caprichos de la mente humana, siendo rápido en descubrir y en denunciar a los llorones que preferían la enfermedad al trabajo y al deber. Aspasia meditó todo ello. En cierto modo, y por muchas causas, tanto Equión como ella tenían razón; ambos contaban con parte de verdad. Había en realidad enfermedades originadas por la propia persona, voluntaria o involuntariamente. Pero había otras que surgían por sí mismas. Y era casi imposible distinguirlas.

La calva rosada de Equión brillaba a la luz del sol. Sus ojos eran amables e implacables. Le interesaba más la enfermedad que el paciente. En esto era científico y no médico. Llevaba con él una tablilla y un lápiz para sus propias notas. Se detuvo junto al lecho de un grueso esclavo de unos treinta años, y le miró con disgusto.

—He aquí un hombre que no sólo devora con ansia la comida excelente y abundante que se le da en esta casa, sino que anda siempre picando en la cocina, y sobre todo alimentos con exceso de grasa, con especias y salsas picantes. Le han visto robar subrepticiamente incluso de los platos de los que se sientan con él a la mesa, privándoles así del sustento necesario que, se han ganado con su trabajo. Sin que ellos lo adviertan bebe también de sus vasos, y ni siquiera escarmienta con las amenazas del vigilante, ni con los castigos. Lo que queda en los platos de la señora de la casa, de los maestros y discípulas, lo devora antes de llegar a la cocina. ¡Mirad ese vientre! ¡Observad el tono azafranado del rostro de ese ladrón, y el amarillo de sus ojos! ¡Fijaos en esos mofletes! No le empuja el hambre. Es un esclavo de su estómago, que es su dios. ¿Es extraño acaso que tenga bilis y piedras en el hígado? ¡No! Ha estado en la enfermería muchas veces, sufriendo una terrible agonía cuando se le movían las piedras. ¿Pero escarmienta con ello? ¡No!

Miró furioso al enfermo, y le dio un golpe, no demasiado suave, en la mejilla. El hombre hizo una mueca; luego gimió. Equión asintió fieramente y sonrió, con una sonrisa nada divertida.

—Cuando vino por primera vez le di opio para aliviar su angustia, pues en realidad esta dolencia es más penosa que un parto difícil. ¡Pero ya no más! Se agita en la cama y suplica a los dioses que le envíen la muerte cuando se ve torturado así. Pues no tendrá más opio hasta que aprenda que la comida juiciosa es el único remedio a su dolor. Entonces ni sufrirá más, ni necesitará el opio.

Aspasia dijo en voz baja:

—¿Qué es lo que le obliga a comer de modo tan desmesurado y a robar la comida?

—La gula —repuso el médico. Miró a la muchacha con cólera y quedó complacido al ver un rostro respetuoso, sin ninguna intención de burla—. Nació en esta casa y jamás se ha visto privado de comida abundante desde su nacimiento. Ha disfrutado de lo suficiente para satisfacer el hambre de cualquiera y más aún.

—Entonces —preguntó Aspasia—, ¿por qué no se contenta con ello y ha de comer hasta matarse?

—Pregúntaselo tú misma —contestó el médico con desprecio. Aspasia se inclinó sobre el enfermo, cuyo rostro aceitoso y bilioso estaba cubierto de sudor; sus ojos reflejaban una extraña autocompasión y gemía a la vez que imploraba con su expresión, la piedad de Aspasia. Ella frunció el ceño.

—Estás gordo —dijo— y ya has oído cómo condenaba el médico tu gula, tu apetito desordenado. Sabes que esa tolerancia contigo mismo te lleva al sufrimiento y puede causarte la muerte, pero no la dejas. ¿Por qué?

El esclavo murmuró:

—Tengo hambre.

—¿De qué tienes hambre? Guardó silencio. Miró el rostro suave e impasible de Aspasia y creyó ver reflejada en él la piedad, tierna y juvenil. Se humedeció los labios gruesos y grasientos, bajó los ojos y murmuró:

—De libertad.

Aspasia meditó estas palabras. El cabello maravilloso caía en torno a sus mejillas al inclinarse hacia el hombre. La dominaba el asco, pero no lo demostró. Luego dijo en tono grave:

—Eso tiene fácil arreglo. La señora Targelia tiene un carácter amable y misericordioso y yo soy su favorita. La convenceré de que te dé la libertad y podrás salir en seguida de esta casa y vivir y morir como un hombre libre, trabajando por el salario que puedas ganar, alimentándote y vistiéndote por ti mismo, y buscando tu propia casa. Como el salario será pequeño y la labor ardua, te verás forzado a olvidarte de la comida abundante, de dormir a tu gusto en un lecho suave y de divertirte con las esclavas. Vivirás como un campesino. Así desaparecerá la grasa y el dolor. Eso es la libertad, y te felicito por preferir una vida austera y pobre a la riqueza y un abrigo inseguro en lugar de un techo sólido sobre tu cabeza.

Los ojos del esclavo se abrieron con temor repentino y perdieron su expresión astuta y dolida. De pronto se incorporó, humedeciéndose los labios que parecían haberse encogido.

—¿Cómo viviré? —gritó.

Sonrió Aspasia:

—Como viven los demás hombres libres, merced a tu trabajo, tu ingenio y tu laboriosidad constante. ¿Cuál es tu tarea en esta casa? Ayudas en la cocina, sirves la mesa de la señora Targelia y limpias el cobre y la plata. Ahora tendrás que buscar empleos muy distintos, ya que estas obligaciones tan cómodas son realizadas por esclavos en otras casas. Pero alégrate. El trabajo duro reducirá tu grasa y tu hambre, y una vida rigurosa te alargará la vida.

Lanzó un guiño al médico, que la escuchaba muy interesado.

—Equión —dijo—, ¿te unirás a mí en mis súplicas a Targelia para que libere a este pobre enfermo que desea la libertad sobre todas las cosas?

—Por supuesto —contestó inmediatamente. Miró al esclavo que había palidecido terriblemente, y le dio un golpecito en el hombro—. Mañana serás libre, pues la señora Targelia te llevará ante el oficial. Entonces recogerás tus pertenencias y partirás al punto de esta casa.

El esclavo miró con desesperación en torno suyo, encogiéndose ante la sonrisa de la muchacha y el médico.

—¡Vino, en nombre de los dioses! —gritó con voz temblorosa y extendió una mano vacilante como si muriera de sed en el desierto.

El médico agitó la cabeza.

—No. Como ahora eres un hombre libre ya no habrá más vino gratis para ti en esta casa; recibirás al marchar muchos dones de tu generosa ama y tendrás dinero en la bolsa. Pediré vino para ti, pero sólo si lo pagas. Veinte dracmas por un jarro pequeño. Cuando quieras, puedes pedírselo al ayudante. Hizo como si se alejara, pero el esclavo le cogió repentinamente la túnica verde con manos frenéticas. Casi se cayó de la cama, pues el peso de su estómago le llevó hasta el borde.

—¡Amo! —gruñó—, ¡eso es una crueldad! El médico alzó las cejas como asombrado.

—¿Crueldad, dices? ¿Por concederte el deseo de tu corazón, tu deseo de libertad, para que no sufras más y camines dignamente como hombre libre? ¿No es eso lo que deseas?

El esclavo no le soltaba. Empezó a respirar con agobio. Todo su cuerpo le temblaba. Sus ojos amarillentos giraban aterrados. Su voz estalló en un grito:

—¡No quiero ser libre! Equión, que asumiera una expresión benévola durante la conversación, dejó ahora que sus rasgos manifestaran toda la repulsión y desprecio que sentía, y el esclavo se echó atrás.

—De modo que no deseas ser libre. Sólo deseas continuar con esta existencia de parásito, satisfaciendo todos tus apetitos asquerosos. Voy a decirte algo. No pediré a la señora tu libertad, pues veo que realmente la desprecias y temes alcanzarla, como la mayoría de los hombres de este mundo cobarde. Prefieren ser esclavos para rehuir así cualquier responsabilidad.

—Miró a Aspasia. —Esta es la historia de la humanidad. Nadie desea la libertad si entraña un trabajo duro, estrecheces y el riesgo de pasar hambre o de fracasar por su propia debilidad.

Aspasia inclinó la cabeza.

—¡Piedad! —gimió el esclavo, pendiente sólo de su propio dilema—. No quiero ser libre.

Equión hizo una larga pausa, como si meditara, y dijo al fin con rostro firme:

—He dicho que no pediré a la señora tu libertad, pero sólo con una condición: que controles tu apetito de cerdo. Estoy harto de verte en esta enfermería. Sin embargo, si continúas permitiéndotelo todo y robando más comida de la que necesitas, pronto tendrás la libertad y serás despedido de la casa. ¿Me entiendes?

El esclavo sonrió trémulo. El alivio emanaba como el sudor de todo su cuerpo, y sentíase como un niño castigado al que han perdonado ya.

—Obedeceré tus instrucciones, amo —dijo casi sollozando—, pero dame opio para calmar este sufrimiento que te prometo no volveré a tener. El médico agitó la cabeza.

—No habrá opio. Soportarás este dolor con gratitud porque es el precio de pasados excesos en los que ya no incurrirás. El dolor no es nada comparado con los peligros de la libertad, preferible, según los hombres más nobles, a la esclavitud, Pero tú no eres uno de ellos.

Arrancó su túnica de los dedos del esclavo y se apartó de él. Aspasia le siguió pensativa, Equión le dijo:

—Habrás observado que el hombre es su propia enfermedad, como he insistido antes. ¿Que hay también pacientes que nacen con graves defectos? Claro que sí. Pero sus padres eran débiles y jamás se les debía haber permitido que concibieran un hijo.

—Sin embargo, el paciente no es responsable de su agonía —dijo Aspasia yendo tras él.

El médico se detuvo y agitó el índice ante su rostro.

—Todos los crímenes contra la salud deben ser pagados, ya sea por los padres o por los hijos. Eso es ley de vida y, ¿quién soy yo para discutirla?

—¿Ni siquiera en nombre de la piedad?

—¡Piedad! ¿Es que los débiles la tienen para con los fuertes, a los que han explotado o arruinado? ¡No! Abandonan como los parásitos el cuerpo de su anfitrión cuando le han causado la muerte. A los fuertes, valientes y libres sí los admiro, y a esos ayudaré —seguía agitando el índice ante Aspasia— aunque me encuentre solo en esta tarea. Existen filósofos que afirman que el hombre tiene derecho a vivir por la simple razón de haber nacido… aunque nadie haya pedido su nacimiento. ¿No es esa una falacia despreciable?

—Lo es, por muchas causas —dijo Aspasia mientras las aburridas doncellas se reunían con ellos—. Ya he visto que la piedad indiscriminada resulta destructiva en ocasiones. Pero ¿no existen seres con los que debiéramos ser piadosos?

—Yo no los he visto, salvo aquellos que han sido víctimas de las debilidades de otros —respondió el médico con creciente impaciencia.

—De haber sido ellos fuertes, ¿habrían consentido en convertirse en víctimas de otros más débiles?

Equión se detuvo. Luego soltó una carcajada.

—¡Ahí tienes un buen razonamiento! —gritó y la tocó afectuosamente en el hombro, dejando que su mano, cubierta de anillos, se deslizara por el brazo desnudo de la joven. Sintió la textura de seda y el calor de la carne, y su mano se detuvo. Miró aquellos ojos castaño claro y sonrió—. Te felicito, mi querida alumna. Deberías estar en el gobierno, aunque seas una mujer.

Visitó los lechos de los demás. El interés de Aspasia era cada vez más grande, y se fijaba ahora en más detalles que antes, aunque en muchos casos seguía teniendo dudas. Llegaron al lecho de una joven esclava que gemía, incapaz de dar a luz a su hijo. Aspasia preguntó:

—¿Sufre tanto por haber pecado contra la salud?

—Si pudiera hacer mi voluntad, la dejaría morir —contestó Equión— ya que la incapacidad para dar a luz con normalidad es un defecto físico que pueden heredar las hijas. ¿Por qué habría de permitirse que se les infligiera tal sufrimiento?

—Es una decisión muy dura —dijo Aspasia.

—Este es un mundo de realidades duras —afirmó el médico— como ya te he dicho otras veces. No se debe despreciar la crueldad en nombre de la salud y la justicia. Muchos morirían antes de su hora, sí, pero ¡piensa en la desdicha que tales muertes evitarían!

Aspasia meditó sus palabras. Desde luego era ley de la naturaleza que los débiles y defectuosos debían morir. Con frecuencia la piedad humana abolía esa ley. ¿Era eso bueno o malo? Debía pensar en ello a solas. Sin embargo, no creía que el médico tuviera toda la razón. Dijo:

—¿Y los soldados heridos, los que padecen por culpa de otros?

—A esos ayudaré —dijo el médico, y Aspasia sonrió. Él la miró con afecto.

—Hija mía —dijo—, tú mantienes que nada existe verdaderamente, salvo la mente, y que todo es subjetivo. ¿Es subjetivo el dolor? Tu argumentación diría que sí. Pero, en ese caso, podría controlarse mediante un esfuerzo de la voluntad.

Aspasia soltó una carcajada.

—¡Estoy derrotada por mis propias palabras! —exclamó.

Sin embargo, aún no estaba del todo convencida de que la piedad fuese una debilidad detestable. ¿Y esos hombres a quienes encarcelaba y condenaba a muerte la poderosa ekklesia, que perseguía incansable la herejía y la impiedad? ¿Acaso ellos no merecían piedad y justicia? ¿No eran a veces una misma cosa la piedad y la justicia? El mundo estaba lleno de misterios. De una cosa sí estaba segura. No había una sola ley que pudiera extenderse hasta abarcar todas las circunstancias de la conducta del ser humano. La naturaleza sí disponía de leyes amplias, pero los hombres estaban dotados de intelecto y sabían diferenciar. La derrota de la naturaleza había creado las civilizaciones y la belleza, el orden, la filosofía y el arte, y había liberado los grandes imponderables de la mente humana. La naturaleza en sí era caótica y debía ser dominada para que la vida no regresara de nuevo a la jungla y al salvajismo.

Las alumnas entraron ahora en el aula, que presidía una maestra severa que miró a Aspasia sin afecto. Su belleza le inspiraba envidia y sus discusiones la enojaban. Maia, la maestra, consideraba a las matemáticas como la verdadera ley, el orden inflexible y objetivo, siempre válido. Las matemáticas gobernaban el universo y ella las reverenciaba como la manifestación de la sabiduría de los dioses. Sin la precisión de las matemáticas no habría vida en absoluto, ni planetas ni estrellas guiadas en su paso por leyes eternas y precisas.

—Pero nosotros tenemos una mente —dijo Aspasia cuando la maestra insistió de nuevo en este tema— no es precisa, ni está gobernada por las matemáticas. Si así fuera, la conducta de cada hombre sería igual a la de los demás, y todos se verían reducidos a un simple juego de números y podría predecirse su pensamiento. ¿Qué decir de la mente, que no es esclava del valor aparente ni de la regla de precisión ni de las matemáticas?

—Si los gobiernos insistieran en que las matemáticas se aplicaran a los asuntos humanos, no tendríamos desórdenes ni revoluciones, ni pensamientos confusos, ni emociones destructivas —dijo la maestra.

—Entonces no seríamos hombres —repuso Aspasia. Enojada, la maestra exclamó furiosa:

—¿Qué es el hombre?

—¡Ah! —contestó Aspasia. Esa es una pregunta que no pueden explicar las matemáticas.

—¿Es que prefieres el caos a la ley y al orden? —exclamó Maia ofendida.

—La mayoría de los hombres prefieren la ley y el orden, pero niegan que las matemáticas tengan algo que ver con ello —dijo la muchacha— porque son el resultado de la inteligencia, la reflexión, y la observación de que los hombres no pueden existir en el caos y el desorden.

—Una observación que se basa en la verdad de que dos y dos son cuatro —afirmó Maia más y más exasperada. Aspasia agitó suavemente la cabeza.

—Cierto que en este mundo dos y dos equivalen a cuatro, pero ¿cómo puede demostrarse que tal ley prevalezca en otros mundos que giran en torno al sol? Tal vez en esos mundos dos y dos sean cinco. ¿No es posible que las mismas matemáticas sean subjetivas y que no prevalezcan siempre en todas partes?

—¡No son subjetivas, Aspasia! No hay más que una ley en todo el universo.

—¿Como puedes demostrarlo, Maia?

—Mediante la inducción y la deducción, joven disidente.

—Pero también esas son subjetivas, Maia. Nacen en la mente humana.

—Hay una mente superior a la tuya, muchacha, que ha fijado las leyes que gobiernan el universo con una precisión inalterable.

—También esa mente es subjetiva, Maia. La maestra la miró con astucia y le lanzó al rostro sus propias palabras imitando su tono de voz:

—¿Cómo puedes demostrarlo, Aspasia? Esta se echó a reír y las demás se unieron a ella.

—Todo constituye un gran misterio que resulta emocionante. La conjetura en sí misma ya lo es. El hombre que no se hace preguntas constantemente es sólo una bestia.

Sin embargo, las matemáticas le interesaban profundamente aun cuando considerara o creyera que sus leyes precisas podían pertenecer únicamente a este mundo. Su mente se agudizaba mediante los conocimientos de otros, y el diálogo le revelaba descubrimientos interesantes. Pero los maestros se disgustaban cuando un diálogo iba en desacuerdo con sus opiniones. Ignoraban que sus convicciones demasiado doctrinales, eran lo que molestaba a la muchacha, que no creía en ningún absoluto. La mente del hombre debía ser libre para razonar a su voluntad, y sólo debía detenerse cuando chocaba con la mente de otros y originaba destrucción y opresión. En resumen: la libertad era la ley de la vida floreciente, y, si algún malvado la erradicaba, sobrevendría la muerte.

Se guardó muy bien de decir a Maia que, para ella, las matemáticas eran el mayor misterio de todos, y uno de los interesantes. La maestra se habría asombrado profundamente de que Aspasia juzgara a las matemáticas misteriosas, tan misteriosas como Aquel que las había ordenado. Ya comprendía, aunque vagamente, que los que hacían caso omiso de los misterios y negaban su existencia, eran seres anodinos, por grandes que fueran sus conocimientos. Aspasia empezaba a despreciar a los dogmáticos y recelaba de los que creían tener todas las respuestas.

Siguió pensando sin atender a la clase. Todas las ciencias se basaban en la «ley» de la causalidad. Ella dudaba que la causalidad lo gobernara todo. La mente del hombre lanzaba conclusiones definitivas sin causa aparente en muchas ocasiones. Siendo los hombres con frecuencia demasiado emocionales y poco dominados por la sabiduría, había que pensar que las causas concretas no siempre conducían a resultados inevitables, y estos pocas veces eran predecibles.

Las otras muchachas bostezaban durante la lección, aunque algunas, pensando en su futura riqueza, se interesaban por las matemáticas. «Pero la riqueza no siempre es la misma ni es inextinguible», pensó Aspasia. Cuando los gobiernos devaluaban la moneda, reduciendo por ejemplo la cantidad de oro o recortando el tamaño de las monedas, la riqueza —el dios de los mercaderes— se desvanecía, con frecuencia. Sólo de una cosa podía estar el hombre completamente seguro en este mundo: de que no había nada cierto. La divertía y entristecía a la vez, que la mayoría de los hombres lo negaran tercamente. Uno debía vivir al ritmo de los sucesos, interesado en todos ellos, pero sin sacar conclusiones férreas, lo cual era el último refugio de los estúpidos. ¿Por qué el conocimiento era inevitablemente enemigo del misterio? Sin embargo, nadie era capaz de explicar adecuadamente qué era un hombre, o demostrar irrefutablemente su origen. Sin el afán de saber, la sabiduría estaba muerta.

«Nunca seré la amante de un hombre que no tenga dudas, que carezca de la capacidad del asombro», se juró a sí misma. Pero ¿existiría un hombre así? Targelia jamás hablaba de gentes de ese estilo.

Había un tema en el que su mente se enfrascaba con gozo: era el arte. Después venía la historia y el gobierno. Le molestaba que Targelia no pusiera énfasis en estas materias cuando enseñaba a sus doncellas, considerándolas importantes sólo en la medida en que servían para poder hablar con fingida inteligencia sobre esos asuntos si llegaban a ser amantes de hombres consagrados a ellos.

—Incluso en ese caso —observaba— a los hombres les molesta que la mujer entienda demasiado de esos temas.

Sin embargo, los maestros de la escuela eran competentes. Targelia despreciaba la incompetencia. Para Aspasia el arte era la joya suprema de la mente del hombre, y era la única que poseía validez real, aunque fuera subjetiva. Entró en la clase de arte con la alegre iniciativa que es el atributo del auténtico escolar. Las otras muchachas, con pocas excepciones, creían que el arte sólo lo era en verdad cuando aumentaba el encanto de una mujer y la hacía deseable a los hombres. Preferían el arte de los cosméticos, y el baile y la música, porque las hacía codiciables, y porque tenían la exuberancia de la juventud.