9

Kurda, el jefe de los eunucos, y eunuco también, miró con odio a la mujer de cabellos rubios. Ella, una hembra detestable, llevaba ya tres años gobernando esta casa, este palacio, con más poder que una reina; desde luego con más autoridad que las cuatro nobles esposas del señor… el gobernador de la provincia. ¡No eran para esta los confines del harén, donde vivían doscientas concubinas y esclavas! ¡Ni tampoco los címbalos, las flautas, las cítaras y la danza para complacer al señor Al Talif durante su descanso tras los asuntos de Estado! Incluso se rumoreaba que no dormía a sus pies, como un perro o un gatito mimado. Pero Kurda no podía por menos de dudarlo pues, ¿cómo iba a permitirse a una hembra que se enfrentara cara a cara a su señor al dormir sobre los mismos almohadones? Eso era una blasfemia, una obscenidad, algo indecible… El señor Al Talif jamás lo permitiría. No podía rebajarse de ese modo.

Kurda permanecía de pie junto a las puertas de bronce que llevaban al vestíbulo del palacio y observaba sin disimulo el porte real de Aspasia, que paseaba sobre las baldosas azules y blancas del patio, iluminado ahora por el sol ardiente. Ni siquiera es joven, reflexionó con malevolencia. Dicen que tiene dieciocho años, pero parece una hoja arrugada. Es tan vieja como la esposa más madura del señor, que ha dado a luz cinco hijos, todos varones, por lo que ya había recibido grandes honores. Y más vieja que las concubinas del harén, la mayoría de las cuales no tenían ni catorce años, pues las mujeres empezaban a decaer a esa edad y el señor no podía soportar a las viejas. ¡Sin embargo a esta sí la sufría y soportaba! ¡Increíble! ¡Vergonzoso! ¿Le habría dominado con un hechizo occidental que le turbaba el intelecto? Si era así, nadie en el palacio estaba a salvo. Sus cabellos dorados eran como una telaraña de maldad en la que toda la casa estaba atrapada e indefensa. Kurda, devoto de su amo, aunque Al Talif siguiera la religión de Zoroastro y no fuera en realidad persa sino medo por sus antepasados, habría llorado de temor y rabia cada vez que se tropezaba con esta hija de Ariman, el espíritu de la maldad inmortal, eternamente en guerra con Mitra y el hombre. Sin duda Mitra dejaría sentir su influencia malvada no sólo sobre esta casa, sino sobre todo el Valle de Polvar.

Las mujeres del palacio se burlaban constantemente de Kurda y de sus eunucos, e incluso les atormentaban ligeramente, pero a él también le temían porque, a su capricho, podía ordenar unos latigazos y otros castigos para las mujeres del harén. Sólo las princesas —las esposas de Al Talif y las favoritas— estaban libres de su malicia y del odio que sentía por su sexo. Pero esta mujer occidental, que no era princesa ni una auténtica concubina, ni siquiera una esclava, simulaba no percatarse de su existencia, ¡él, cuyos pantalones eran de plata o de oro, bordados de escarlata, azul, amarillo y púrpura, con una chaqueta igualmente magnífica y un turbante del mismo estilo, y cuyo cinturón era de oro cuajado de gemas, y que llevaba además una espada curva que era una obra de arte! Pero ella no le hacía ningún caso, como si él fuera un chacal sujeto a una correa. Jamás le solicitaba favores o privilegios, como hacían las jóvenes concubinas y las esclavas, ni le premiaba con una moneda de oro o un regalito cuando él se mostraba indulgente con los estúpidos caprichos de las mujeres. Sólo en una ocasión le había mirado directamente, y con impaciencia, había curvado los labios al verle y luego se había apartado de él. ¡Ah, le despreciaba porque no tenía testículos! Ella, la impura, osaba juzgarse superior a uno que era puro. Ni siquiera parecía darse cuenta de que incluso los esclavos no castrados de la casa y los sirvientes menos libres, respetaban a Kurda por su poder; y que el señor Al Talif escuchaba con frecuencia sus opiniones y le pedía consejo.

¡Ah, pero ya se estaba haciendo vieja! No pasaría mucho tiempo antes de que se viera rebajada a las ocupaciones inferiores del harén, a cuidar de los niños y lavarles los pies a las favoritas, ungir sus cuerpos jóvenes y servirlas. Entonces él, Kurda, se vengaría cumplidamente. Ordenaría que la azotaran cada día al amanecer hasta que muriera, y luego arrojaría su cuerpo a los perros salvajes que infestaban las montañas. Nadie la lloraría. Era temida y odiada, no sólo por las nobles esposas, sino por todo el harén, que se regocijaría ante su destino final. ¡La muy insolente, la impertinente que desdeñaba a Kurda y también a las esposas y a las demás concubinas!

Mientras tanto, sin embargo, ella le resultaba terrible y detestable. La observó sombríamente. Había atravesado la mitad del patio, cubierto de losas blancas y azules, y estaba ahora de pie junto a la fuente de jade, un tazón enorme en el que un delfín de mármol blanco parecía saltar graciosamente bajo la iridiscencia de sus aguas. Metió la mano en la fuente y sonrió al delfín; Kurda vio su perfil extranjero y tembló. ¡Tampoco se merecía el velo decoroso y decente de la mujer virtuosa, que no sólo ocultaba sus rasgos de la mirada lujuriosa de los hombres, sino que protegía del sol ardiente el cutis delicado de las mujeres! ¡En verdad que Ariman guardaba a sus viles servidores! Los labios de aquella mujer eran como una granada, sus mejillas de carmín, el cuello y la frente tan blancos como la nieve y los hombros casi desnudos —¡obscena!— como el mármol del delfín. Tampoco tenía la nariz levemente curvada de una patricia, sino recta, e incluso descaradamente alzada en la punta. Esto traicionaba su origen esclavo. En cuanto al color extraño de sus cabellos… ninguna mujer había sido jamás así de rubia. Seguro que era teñido, pues, ¿qué podía esperarse a una edad tan avanzada? La madre de Al Talif se había teñido el pelo, pero de negro, como le estaba permitido a una mujer. Ahora bien, el color de los cabellos de esta doncella, como los de la griega de Cos, que había regresado a su tierra, era indudablemente falso. Las bárbaras y occidentales no tenían sentido de la decencia. ¡Ah, era una pena que el heroico emperador Jerjes no las hubiera conquistado! Sin embargo, Ariman protegía a los suyos, y Mitra era demasiado paciente y benigno, incluso con los bárbaros, que ni le conocían ni le honraban.

Kurda, cada vez más sombrío, observó que Aspasia llevaba una túnica escarlata, tan brillante como sus labios, artísticamente dispuesta, tensa sobre su seno y sus caderas encantadoras y cayendo en pliegues lustrosos hasta los pies calzados con sandalias doradas y cubiertas de joyas. La túnica estaba bordada con gran delicadeza, y más que tela parecía una gasa tejida con un arco iris. No se cubría la cabeza, y el viento cálido y perfumado que entraba por las muchas aracadas del patio le revolvía los cabellos. Su figura se reflejaba en los cuadros blancos y azules del suelo, y el agua de la fuente lanzaba sombras radiantes y reflejos seductores a su rostro. Los brazos, blancos y hermosamente torneados, estaban cubiertos de brazaletes y llevaba un collar de ópalos en torno al cuello. Kurda era supersticioso. La creía un espíritu maligno. Era tan extraña y enigmática, y tenía tanto dominio en los asuntos de palacio, que hizo el signo para alejar a los demonios. A veces él, el poderoso Kurda, la temía también, y en su interior gemía ante tal indignidad.

Lo más increíble y alarmante en su opinión era el hecho de que ella no pasara el día en el harén, ni durmiera en una de las cámaras asignadas a las princesas. Dormía con el señor Al Talif (según se rumoreaba, aunque Kurda no se rebajaba a creer esa bajeza) y disfrutaba de una habitación preciosa para ella, muy superior a las de las esposas. Tenía además diez esclavas para su servicio exclusivo.

El jefe de los eunucos era un hombre inmensamente gordo y alto, con un vientre enorme y el rostro muy pálido, tan suave como el culito de un bebé. Sus ojillos negros estaban hundidos en los pliegues del rostro; tenía la nariz como una seta, la boca tristona siempre fruncida como la de un niño y varias bolsas de piel que llegaban a ocultarle el cuello. Todo su aspecto era grosero, grotesco incluso y, cuando hablaba, Aspasia apenas podía aguantar la risa, tan alta, chillona y femenina era su voz. Pero había comprendido inmediatamente lo peligroso que era, cuan dominado estaba por el mal y el espíritu vengativo. Había oído decir que todos los eunucos eran así, que detestaban a las mujeres, que eran asesinos en potencia, y que deseaban infligir tortura con la misma intensidad que el hombre normal desea a una mujer. Pero sin duda Kurda los sobrepasaba a todos en estos atributos. Aspasia estaba segura de que, aunque odiara a todas las mujeres de palacio, incluso a las princesas a las que servía solícito y guardaba con tanto ardor, la odiaba a ella más que a ninguna. Al principio se había sentido inclinada a compadecerse de él, creyendo que el pobre se afligía por su mutilación, pero pronto comprendió que estaba muy orgulloso de ella y que la aceptaba como un don superior. Su vientre enorme, desnudo y libre de pelo, sobresalía por la chaqueta abierta, y llevaba el ombligo pintado de rosa, algo que Aspasia juzgaba especialmente obsceno.

En cierta ocasión se había preguntado: «¿Por qué me odiará más que a las otras mujeres y por qué fija en mí sus ojos con esas ansias asesinas?». No se le había ocurrido pensar hasta entonces que la única razón era que Kurda estaba enamorado como una mujer de Al Talif, y que sabía que este amaba a Aspasia como jamás amara a ninguna otra. Y algo todavía peor: Aspasia era tratada como una emperatriz en esta casa, y nunca se la recluía en la parte destinada a las mujeres sino que incluso se sentaba en los festines con el sátrapa y sus invitados a la mesa, atrevida, desvergonzada, contando como hablan los hombres y haciendo que todos la escucharan fascinados. Los invitados no la desdeñaban, ni la consideraban indigna como hacían con sus propias esposas e hijas, y esto enfurecía al celoso Kurda. La miraban como hombres hechizados por la luna en la cima de una montaña.

También era privilegio del jefe de los eunucos golpear a una joven concubina recalcitrante, o a una esclava que se amotinara en el harén, o castigarla de cualquier modo con tal de que no le dañara la piel y dejara huellas. Pero Kurda comprendió, desde el momento en que Aspasia entró en este palacio, que ella se hallaba muy por encima de esos castigos y que debía hablarle con más respeto que a las esposas de Al Talif. Cómo llegó a intuirlo no podría decirlo; de ahí su odio y resentimiento por la bárbara extranjera.

Kurda sentía también fascinación por Aspasia, pero era la fascinación del odio, la fascinación de la mujer desdeñada que estudia a su rival. No la creía hermosa; se repetía a sí mismo que era repulsiva, y lloraba por la extraña ceguera de su amado sátrapa. Hasta su perfume le asqueaba, pues Aspasia no utilizaba las esencias pesadas y lánguidas de oriente. Un perfume como de jacintos o lilas flotaba en torno a ella como si fuera la exhalación natural de su cuerpo. Sólo bastaba con que apareciera para que Kurda la mirara como si fuera un basilisco, incapaz de moverse hasta que aquella mujer hubiera desaparecido de su vista. Únicamente la muerte de Aspasia, o su despido, le habrían satisfecho. En eso soñaba. No había más que esperar la hora en qué Al Talif se cansara de ella. Claro que ese sueño no era sólo el de Kurda, sino también el de las esposas ofendidas y todas las mujeres del harén. Habían juzgado insoportable a Narcisa porque, siendo la favorita, se daba aires de sultana y se mostraba condescendiente hasta con las esposas. Pero Aspasia era infinitamente peor, ya que era infinitamente más hermosa. Incluso se rumoreaba en el harén, tan dado a murmurar, que el mismo Artajerjes, después de verla en el palacio, la había deseado y había ofrecido por ella una suma igual al rescate de un rey. Pero ninguna mujer del harén lo creía; sólo Kurda, porque él sabía que sí era cierto.

Observándola hoy con la misma rabia de siempre, Kurda la vio alzar la cabeza de la fuente con un gesto habitual en ella y fijar los ojos en la visión hipnótica del cielo azul y las arcadas, blancas y rematadas en punta, que se abrían desde el patio como el reflejo mil veces repetido de un espejo. Los arcos parecían extenderse hasta el infinito, cada vez más pequeños en la distancia, uno dentro de otro, creando una ilusión de eternidad. Atravesaban la piedra blanca de los muros que se interponían, una piedra tan exquisitamente tallada y labrada que parecía de encaje. El suelo se extendía también a lo lejos, formado por cuadros azules y blancos que parecían de cristal y que jamás estaban sucios ni cubiertos de polvo, ni siquiera de alguna hoja caída al azar, sino que duplicaban los colores y formas de cuantos pasaban sobre ellos. A la derecha, el muro y los arcos terminaban en unas escalinatas que daban paso a los jardines colgantes, grutas y estanques, pequeños puentecillos de ébano, macizos de flores y grupos de adelfas, cipreses, palmeras, mirtos y robles, y extraños árboles de helechos y senderos de grava roja. Por allí paseaban los pavo-reales, y en las aguas los flamencos, de un color rosa como el amanecer, y patos amarillos y marrones, y cisnes blancos y negros, y garzas de picos rojos. Las orillas de los estanques, de un verde esmeralda, estallaban en cascadas de flores de muchos colores sobre las que volaban mariposas variopintas. Pájaros exóticos de extraño plumaje, encerrados en jaulas doradas que colgaban de las ramas de los árboles, mezclaban sus voces con las de otras aves que volaban en libertad. El césped era muy escaso aquí, por lo que la tierra aparecía cubierta de hiedra y diversas plantas trepadoras, de arena tamizada y limpísima, o de grava, de un blanco brillante. Aquí y allá se alzaban enormes macetones chinos llenos de ramas de flor cuyos capullos eran como gotas de sangre, oro líquido y lapislázuli. Y sobre todo ello, un cielo resplandeciente de un azul pavo-real, de tan intensa luminosidad que los ojos no podían mirarlo demasiado tiempo. Por eso, ni siquiera las sombras eran oscuras, hasta el punto que, incluso las que cortaban los senderos o caían sobre las flores o la arena, tenían una débil incandescencia. El calor era seco, acre; no se alzaba perfume alguno de la tierra, sólo el del polvo aromático y el de las piedras ígneas.

Las mismas fuentes semejaban piedra líquida, y estaban muy calientes. En sus aguas se deslizaban perezosamente los peces de colores que a veces subían a la superficie en busca de aire. Lirios de agua, pálidos y rosados, se cerraban apretadamente, defendiéndose del sol sobre sus lechos de flotantes hojas verdes. Había pocas estatuas, de bronce y no de mármol, que adoptaban formas extrañas y asombrosas para el gusto occidental. Algunas representaban deidades femeninas de muchos senos, brazos retorcidos, manos entrelazadas, rostros terribles, con una ferocidad malévola y sobrenatural; otras eran dioses masculinos no menos espantosos; de su boca surgían llamas, así como de los hombros y escudos y todos tenían piernas musculosas y cortas, y pies desnudos de muchos dedos. Aspasia hallaba las estatuas repulsivas y amenazadoras, especialmente cuando los dientes sobresalían entre unos labios negroides. De vez en cuando tropezaba con alguna que sostenía en las manos, agarrándola por los cabellos, una cabeza cortada y se echaba a temblar. Había descubierto ya que la mente oriental era mucho más complicada, oscura y siniestra que la occidental, cuyos razonamientos eran más claros y lógicos. La mente occidental pasaba de un pensamiento lógico a otro; pero la oriental giraba en espiral, y razonaba de un modo misterioso, que escapaba a su comprensión. Sin embargo, la encontraba interesante y atractiva, no obstante su oscuridad, su falta de sencillez, sus insinuaciones misteriosas e incluso sus deducciones sobre hechos que trascendían al contexto humano y que estaban por encima de él. En una ocasión el anciano filósofo de casa de Targelia había dicho:

—Nada humano me es extraño.

Si hubiera venido hasta aquí, pensaba Aspasia con humor, no se habría sentido tan seguro, y habría llegado a la conclusión de que había cosas, superficialmente humanas, que no podían ser comprendidas y que surgían de algún poder consciente y oculto en nada semejante a la humanidad, pues poseían cualidades de otras naturalezas elementales e igualmente espantosas.

Sólo haciendo caso omiso de las estatuas, que en cierto sentido representaban para ella la mente oriental, podía disfrutar Aspasia de los jardines. Prefería contemplar los pájaros, los pavo-reales, las garzas, flamencos y loros, y fijar los ojos en las montañas de tono violeta que rodeaban aquel valle verde y fértil. Nunca dejaban de fascinarle los jardines colgantes que cubrían los muros, cayendo hasta la tierra en masas espesas de hojas y capullos, regados por ocultas corrientes de agua. Pero no había fragancia. Únicamente de noche, rosas y jazmines exhalaban su aroma dulzón bajo la luna. Sin embargo, Aspasia prefería no visitar los jardines en medio de la oscuridad, pues, en una ocasión en que lo hizo, creyó ver que las estatuas adquirían una especie de vida propia monstruosa, salvaje, distorsionada y amenazadora, y había experimentado un temor sin nombre. Sabía que tampoco su propio pueblo se distinguía por la compasión o la ternura desinteresada, pero la mente oriental, según se reflejaba en sus obras de arte, contenía algunos elementos de crueldad e indiferencia ante la agonía que resultaban indignos y repelentes al espíritu occidental. «Todos los hombres son iguales», había declarado aquel filósofo en tono didáctico. Aspasia se hallaba ahora en desacuerdo total con él.

Y no es que la mente oriental fuera inferior a la occidental: por muchas razones, ocultas y sutiles, era superior. Pero tenía algunos componentes únicos, evasivos y enigmáticos, desconcertantes para la inteligencia occidental. A menudo, conversando con Al Talif y sus amigos, Aspasia percibía claramente su propio desconcierto, pues las argumentaciones nunca concluían de manera satisfactoria, sino que parecían prolongarse en un laberinto en el que no conseguía penetrar, y que no llevaba a parte alguna. Para el oriental, una discusión sólo conducía a aumentar infructuosamente las opiniones místicas, nunca a una clarificación final. El occidental en cambio establecía la base inicial para una argumentación, definía sus términos, y, o bien demolía al oponente con una lógica irrefutable, o era derrotado por su propia ineptitud de razonamiento. —Pero nosotros— le había dicho amablemente Al Talif, —discutimos para confundir al oponente y para demostrar la perfección de nuestra propia inteligencia ante la admiración de los demás. Es un simple ejercicio que nos adentra en lo inescrutable, y jamás resulta aburrido como vuestra lógica occidental, desprovista de auténtica imaginación. Nosotros discutimos, no para informar o educar, sino para confundir. Lo cual siempre es excitante e inspira a nuestro espíritu como el vino, y lo emborracha también.

—Pero nunca termina —refutó Aspasia.

—Luego tiene mayor validez que vuestras restringidas conclusiones, ya que nada, en el cielo o en la tierra, es definitivo, sino que todo está en perpetuo cambio, y fluye, sin ser jamás esculpido en la piedra eterna.

—Pero no posee los méritos de la ley y el orden, señor.

—Ni la realidad tampoco, Aspasia. No existe la realidad fija, tal como tú has afirmado. Hay realidades dentro de realidades, y esas cambian constantemente de forma y contexto, y jamás se repiten. ¿Entiendes, mi diosa del sol?

—No —contestó Aspasia echándose a reír. Pero se sentía inquieta. Prefería los límites, incluso los de la imaginación y las conjeturas, basados todos en la aceptación de algunas condiciones, por subjetivas que fueran—. Todo lo demás es caos —decía.

Al Talif se encogía de hombros muy divertido.

—Nada sabemos más allá de nuestra simple existencia, nuestra débil imaginación, y nuestras hipótesis. Aparte de todo esto, que nos resulta tangible, existen mundos inmensos que nos afligirían si llegáramos a entreverlos, y que tú llamarías caos. Nosotros, los del Este, sospechamos de su existencia. Vosotros preferís que vuestras deidades, o vuestro mundo sobrenatural, tenga cierto aspecto humano y sea regido por leyes que gobiernen también a los hombres. Eso es pura egolatría, y del tipo más ofensivo. E infantil además. —Le explicaba entonces que las deidades amenazadoras de los jardines no representaban seres reales, sino más bien la emanación de esos seres—. O, si lo prefieres, sus atributos o pasiones.

Pero aquellos seres no tenían siquiera conciencia de la humanidad, o, si la conocían, ni les interesaba ni les preocupaba. Poseían su propia identidad, siempre incomprensible para el hombre. Sólo sus emociones, su naturaleza, se proyectaba a veces en el pequeño dominio del hombre, no por voluntad, sino por accidente.

Al oír eso, Aspasia experimentaba una sensación de miedo que no podía explicarse a sí misma y que rechazaba inmediatamente por temor a enloquecer. Sin embargo, la mente oriental aceptaba todo aquello y no enloquecía. Quizá, se decía, los griegos estábamos dispuestos a morir por impedir el paso a los persas, porque comprendíamos medianamente que, si vencía el Este, ya no quedaría lugar alguno donde el occidente pudiera permanecer y sobrevivir. La mente occidental perecería con todo su raciocinio, sus leyes y su aceptación de una realidad común. ¿Estaba corrompida la mente oriental? Desde luego que no, según el sentido habitual del término corrupción. Pero ¿qué otra cosa podía decirse de ella? No llegaba a saberlo, aunque sí a discernirlo y entonces se concentraba en sí misma. Por esa razón, todos los tratos entre oriente y occidente debían ser necesariamente superficiales, basados en algún compromiso aceptable, provechoso para ambos. Por encima de esto no podía haber acuerdo mutuo. No podía haber negociaciones sobre la base de la buena voluntad, ya que esta palabra tenía un significado en oriente y otro distinto en occidente, y eran incompatibles y estaban arraigados en un carácter inalterable.

—En todas partes, ya sea en el Este o en el Oeste —decía Al Talif— los hombres disponen de un único terreno común para su acuerdo mutuo, y ese es el oro. Es el punto de contacto universal, el entendimiento universal. Podremos diferir en todo lo demás…, pero no en el oro. —Y había sonreído—. Vosotros los occidentales nos consideráis tortuosos. Nosotros os encontramos ingenuos.

Aspasia comprendió que no pretendía denigrarla a ella, como mujer, sino a toda su raza. A veces se sentía desconcertada. Los persas y medos eran pueblos arios, como ella misma; sin embargo no existía entre ambos la comprensión total. Al Talif pasaba los dedos por sus maravillosos cabellos y los besaba ardientemente, y Aspasia sonreía diciéndose: «Todos los hombres tienen otro terreno común, aparte del oro, y son las mujeres». Una mujer astuta, de cualquier raza, conocía a un hombre, de cualquier raza, y lo seducía sutilmente, ya fuera oriental u occidental. No obstante, había de admitir que Al Talif nunca se dejaba conquistar tan por completo como los occidentales. Aunque se sintiera amada, mimada e incluso respetada, podía despedirla con impaciencia, ignorarla y no llamarla durante varios días. Al Talif permanecía invulnerable, y por esa única razón la fascinaba. Ella no le amaba, según su concepto del amor, pero le veneraba y con frecuencia le temía, ya que era un misterio para Aspasia. Sentíase agradecida por muchas razones, y no tenía que simular pasión por él. Al Talif conocía perfectamente a las mujeres, y esto a veces la humillaba, pues, cuando utilizaba con él sus artes aprendidas, la observaba con un brillo de malicia en los ojos, como se observa a un niño especialmente listo. Tenía poder, y las mujeres, admitía Aspasia, adoraban el poder.

A la derecha del patio donde se hallaba ahora Aspasia había ventanas en los muros, no tan puntiagudas como los arcos, sino redondeadas. Estaban cubiertas con rejas de bronce, como barrotes de prisión. Aquí era donde se hallaba la vida del palacio. El edificio era más redondo que cuadrado, con una cúpula de notable blancura rodeada de torrecillas altas y estrechas, como agujas de piedra. Había otro patio secreto, más pequeño que este, que llevaba al harén y que era utilizado exclusivamente por las mujeres de palacio y los eunucos que las guardaban. Aspasia se dirigía a veces a ese patio donde no era bien acogida, y allí intentaba hablar con las esposas y concubinas.

Los griegos exaltaban el cuerpo, como todos los pueblos occidentales y adoraban a los atletas, púgiles, actores, bailarines y luchadores, corredores y lanzadores del disco. Era un pueblo amante del cuerpo humano. Pero los persas no lo eran. El cuerpo tenía para ellos menos importancia que la mente… con la excepción del cuerpo de sus mujeres y de sus valientes guerreros. Su carácter tenía una veta de indolencia, y deploraban la actividad excesiva y el sudor. Las mujeres del harén eran más bien gruesas, y los hombres admiraban sus carnes. Resultaba extraño que Al Talif no encontrara deplorable la esbeltez y energía de movimientos de Aspasia. Acariciaba sus largas piernas, le pasaba las manos por los firmes senos, el vientre cóncavo, y ella se preguntaba, incluso en su excitación, cómo podía gustarle, teniendo en cuenta la gordura de sus esposas y concubinas. A veces se decía que tal vez fuese porque era medo, y no persa. Sin embargo, al adquirir una nueva esclava, siempre se decidía por una más bien gruesa. En una ocasión le había dicho quejosa:

—No te comprendo en absoluto.

A lo que él había respondido cariñosamente:

—Mi querida paloma, debes sentirte agradecida por eso. —Sus palabras insinuaban cierto terror oculto de su mente oriental y, aunque ella se encogiera de temor, le quería.

No era desgraciada. Tenía un maestro que con gran dedicación le enseñaba la lengua persa y las costumbres que deseaba aprender para mejor agradar a Al Talif. Su curiosidad, su interés, jamás se satisfacían. Tenía acceso a la biblioteca de Al Talif y a las áreas de palacio que le eran exclusivas, llenas de objetos de arte que, a la vez, la repelían y la cautivaban. Sin embargo sentíase deprimida en ocasiones por lo recargado de los adornos, el aspecto tan inhumano del jade tallado, de las piedras, lapislázuli y bronce, los mosaicos de un solo tamaño, las posturas estáticas que eliminaban por completo toda ligereza. En resumen: como si negaran la carne, la sangre y el tazón, y fueran tan sólo símbolos.

—¡Ya te he cogido! —le dijo él un día riéndose—. ¿No dijiste una vez, mi dulce aurora, que todo en el universo es únicamente símbolo?

Ella quiso responder con impaciencia, pero no tuvo palabras. Al Talif dominaba más la mente occidental que ella la oriental, y aceptaba aquella con ecuanimidad, como un fenómeno del mundo, mientras Aspasia se negaba a reconocerlo.

Creía que él la amaba, aunque sólo fuera como una novedad. En una ocasión le preguntó:

—¿Me despedirás cuando sea vieja, dentro de pocos años? Él la había mirado con la ternura burlona que a veces le resultaba tan enojosa.

—Lirio de Shalimar —había respondido— tú nunca serás vieja. —Después comenzó a hablarle de Egipto y de la India, de sus costumbres y religiones, y Aspasia se distrajo, siempre ansiosa de aprender. Por eso dijo él—: Él es el atributo de los eternamente jóvenes: que aprenden, que tienen un espíritu enardecido, y sus ojos jamás se apagan, ni su cuerpo se inclina. Mi madre era así. —Esta fue la primera y única vez que le habló de su madre.

Le preguntaba:

—¿Te sientes sola, amor mío? —y cuando ella le respondía que, en realidad, nunca había conocido la soledad, Al Talif asentía profundamente agradecido y contento. Había recibido de él regalos inapreciables, joyas y oro, y sabía que podía abandonarle en el momento en que lo deseara. Pero no quería irse. Había ocasiones en que llegaba a sentir el júbilo de la verdadera felicidad.

A veces él se la llevaba en su carro lujoso, brillante de esmaltes y gemas incrustadas, arrastrado por caballos árabes negros con arneses de plata y conducidos por esclavos nubios semidesnudos y con turbante, a los bazares ruidosos de las afueras de la ciudad de Murghab. Aquí, en una llanura bañada por una luz cegadora, bajo el cielo azul y entre las montañas rojizas, se extendían filas interminables de tiendas en las que se mezclaban el olor de las especies y el estiércol, la madera de sándalo y el nardo, la arena y el polvo caliente que se alzaba en nubes como oro al sol. Había montones de chile indio, del amarillo más pálido al escarlata más brillante, mesas plegables, adornos y joyas de bronce y plata con turquesas, perlas y granates, balas de seda y tejidos bordados, golosinas exóticas, jarras de leche, alfombras bordadas de flores, sandalias y botas de la piel más suave y de paja.

Mercaderes de Asia y de Asia Menor, de Catay, Arabia y Egipto, entre risas y juramentos cuando iban de puesto en puesto para estudiar a los competidores, tratando de denigrar sus precios, agitando sus propios tesoros bajo sus narices, discutiendo con ellos y burlándose de sus ofertas. En algunos puestos se vendía carne asada y aves, pasteles, vino embotellado y cerveza, e incluso aguardiente sirio. Otros vendían aceitunas en salmuera, ristras de cebollas, coles y pepinos, panes extraños de costra dura rellenos de semillas dulces y cubiertos de moscas. Los camellos, que aún levantaban más polvo, circulaban por los pasadizos estrechos chillando enojados, mirando a la multitud con desprecio y resistiéndose a los tirones de sus amos, entre un sinfín de perros y gatos escurridizos, cabras y ganado. Pollos y patos se guardaban en grandes cestos amontonados, y sus quejas competían con aquel conjunto confuso de sonidos discordantes. Había puestos en los que vendían cuchillos, cimitarras, espadas y dagas de plata, de los que salía el constante chirrido y siseo de las muelas de afilar. Hombres delgados de piel amarilla, con la cabeza afeitada, tenían puestos de flores, verduras, ropas de lana, y mesas y sillas exquisitamente talladas de ébano y teca con incrustaciones de marfil y madreperla, y también cerámica; otros vendían objetos de porcelana, la mayoría de ellos muy artísticos y pintados de colores extraordinarios. Negros de rostro frío e inexpresivo abrían sus cajas de madera bajo unas mesas cubiertas de seda sólo para el escrutinio de los hombres, y siempre estaban rodeados de clientes risueños que se daban con el codo y se hacía guiños como niños traviesos.

También existían tenderetes de cambistas de moneda, hombres de todas las razas con ojos alerta y rostro grave, vigilados por guardaespaldas con las espadas desnudas, y se escuchaba el constante tintineo del oro y la plata, el bronce y el cobre en los cofres y cajones cerrados. Los cambistas se mostraban serenos y silenciosamente despectivos mientras los clientes blasfemaban, agitaban los puños, discutían, pegaban puñetazos en la mesa, o lanzaban bolsas de moneda a la cara de los banqueros, que parecían aislados de todo y se limitaban a susurrar entre ellos o a devolver la bolsa con un gesto de rechazo, entre las protestas desaforadas de parte de los sudorosos pastores. Algunos escribían con toda calma en sus libros, abiertos ante ellos, tan tranquilos como si estuvieran en el santuario de un banco cerrado, inconscientes de la masa que entraba y salía de los puestos. El ruido allí era extraordinario.

—Observarás —dijo Al Talif a Aspasia, cubierta con el velo y una capucha en aquella jungla de estruendo, carreras y empujones— que los hombres que tratan con el dinero jamás se muestran descompuestos o desconcertados. El oro y la plata tienen una influencia sedante, pues, ¿no gobiernan el mundo, a pesar de todos los filósofos y sacerdotes que gritan lo contrario? Si yo deseara un consejo tan inmutable como las leyes de los medos y persas, y tan firme y sensato, recurriría a un banquero, siempre encerrado tras el muro de cristal de la realidad, ya que no tiene pasiones desordenadas. Desde luego no acudiría a un templo a consultar a los dioses.

—Pero el oro y la plata sólo tienen valor en la mente subjetiva de los hombres —dijo Aspasia—. Carecen de gloria intrínseca. Fueron concebidos por unas ideas, y esas ideas podrían alterarse.

—Te aconsejo que discutas esa esotérica opinión con los banqueros —dijo Al Talif tocándole la mejilla cubierta por el velo como acariciaría la de un niño— aunque dudo que estuvieran de acuerdo contigo.

—Sólo son símbolos, y muy convenientes —que los hombres han aceptado— de lo que en verdad es valioso: la comida, la casa, la tierra, las posesiones…

—Los hombres darían, y dan, su vida únicamente por los símbolos —afirmó Al Talif riéndose de ella—, ¿no lo has dicho así tú misma en tus discusiones conmigo? Ya lo creo que sí.

Como Aspasia no contestara, algo apurada, continuó:

—Has afirmado que también nuestros dioses son simples símbolos de nuestra esperanza, desesperación y anhelo, y que posiblemente no tienen existencia objetiva. Sin embargo nosotros los orientales creemos que los símbolos son manifestaciones externas de la realidad oculta y desconocida. —De nuevo le acarició la mejilla y sonrió—. ¡Ah, incluso los filósofos que se burlan del oro, y los sacerdotes que condenan el deseo de riquezas, pueden sobrevivir tan sólo mediante alimentos comprados por eso mismo que desprecian! Y no he visto que lo rechacen nunca: en realidad lo desean con avidez.

Aspasia, que tenía un gran sentido del humor, rió como respuesta.

—También yo he observado que es raro encontrar un filósofo delgado, o un sacerdote muerto de hambre. Pero han de comer, puesto que son hombres; si no morirían.

—Si quieren demostrar su hipótesis de que el oro es indigno y malo el desearlo, entonces que se dejen morir de hambre públicamente en la plaza del mercado como digno ejemplo para los demás —dijo Al Talif—. Me encantan esos idealistas que denuncian las propiedades y las desean para sí mismos.

Toldos de todos los colores y de todas las telas y materiales se agitaban bajo el viento constante del desierto. Las montañas, más allá, parecían cobre ardiente contra un cielo del color de bronce pulido, y el sol, en su centro, era un agujero y un holocausto de llamas. La multitud de compradores y comerciantes, de hombres y mujeres chillones, recibían los empujones de montones de críos que corrían entre las gentes y animales, morenos, descalzos, desnudos, el pelo negro y el rostro aceitoso, comiendo panes calientes y pasteles y llevando en la mano restos de comida robada de las mesas o cocinas. Burros con gestos enormes sobre su paciente lomo eran azotados y empujados en medio de aquella confusión de cuerpos; los látigos se alzaban, gruñían las ruedas de las carretas, se oían juramentos profanos y se rompían algunas cabezas. Todos, con excepción de los niños, iban vestidos de negro, escarlata, amarillo o azul, los hombres con el clásico paño sobre la cabeza sujeto con una cuerda formando nudos, y las mujeres cubiertas con un velo, viéndose únicamente sus ojos lustrosos.

No se le permitía a Aspasia que descendiera del carruaje más que en compañía de Al Talif y del grupo de eunucos, dirigidos por Kurda, todos con la espada desenvainada. Los mercaderes le traían cordero con setas y cebada, todo guisado a la vez y envuelto en hojas verdes, y vino ácido en vasos de metal. Al Talif, rodeado por su guardia de eunucos, se reía cuando Aspasia declaraba que la carne estaba demasiado sazonada y caliente para su gusto, y que el vino era muy ácido. Aún se reía más cuando ella se lo tomaba al fin, disfrutando al parecer de aquella novedad. En una ocasión Aspasia se negó a beber leche agria y espesa en un tazón de barro, pero cuando la persuadieron la saboreó, y la encontró muy refrescante. En todo momento trataba de complacer a Al Talif, no sólo porque así se le había enseñado, sino porque deseaba su aprobación. Él le compraba frutas exóticas con un sabor más exquisito que todo lo que había probado en su vida. Los pasteles calientes llenos de semillas aromáticas, y las carnes sazonadas con culantro y clavo le entusiasmaban.

—No veo que haya cerdo —dijo un día. El rostro de Al Talif se alteró.

—Casi nunca comemos cerdo —dijo, y no explicó más.

Aspasia aceptó pescado crudo en vinagre y cebollas con cierto temor, pero cuando él la animó a que lo probara en un plato de barro lo encontró delicioso. También había pescado frito con alcaparras y una salsa picante que le escocía la lengua, y vino refrescado con jugo de limón. Al Talif disfrutaba extraordinariamente con estos experimentos y se reía como un muchacho. Siempre le compraba alguna joya delicada de oro o plata, collares, anillos, pendientes y brazaletes, o bien alguna estatuilla que a ella se le antojara. Aspasia la sostenía en la mano examinándola, tratando de comprender el misterio de lo oriental. En una ocasión le compró un lirio de agua, hecho de jade blanco, increíblemente hermoso, con sus hojas de jade verde, y ya nunca se separó de él. Estaba convencida de que incluso exhalaba su propio aroma.

Otro día le regaló una estatuilla de mármol sacada de la tumba de algún noble egipcio, pues se vendían muchas en los puestos de los bribones egipcios, de rostro oscuro y ojos negros y misteriosos. Aspasia experimentó cierta repulsión. Daba vuelta a la figura entre sus manos, pero esta continuaba siendo impenetrable, como si repudiara a la humanidad y a sus frutos más cálidos.

—Osiris —le explicó Al Talif—. Hijo de Isis, a la vez su marido. Se dice que este dios, virtuoso salvador de su pueblo, fue asesinado por sus mismas gentes y luego se alzó de entre los muertos y subió al cielo, desde donde gobierna y ama a la humanidad.

—Los dioses de Grecia son más hermosos y sensatos —contestó ella.

De nuevo cubrió su rostro aquel aire inexplicable de gravedad y de reserva que Aspasia no conseguía interpretar. Más tarde Al Talif le habló de la religión egipcia, de Ptah, el Dios Todopoderoso que gobernaba el universo sin fin y se preocupaba por toda la creación.

—Los griegos —dijo Aspasia—, son más felices cuando los dioses les olvidan, pues, con frecuencia su interés resulta desastroso. Nosotros preferimos adorarles a distancia… y pedirles ayuda únicamente cuando la necesitamos.

Otra vez quedó Al Talif grave y ausente, y ella, intimidada y temerosa, se preguntó en qué le habría ofendido. Jamás se proponía ofenderle, y no por temor sino por respeto. Y por algo más, peligrosamente cercano al amor, que todavía no sospechaba. Le habían enseñado que una mujer no podía permitirse el lujo de amar a un hombre, puesto que esto sólo traía calamidades, dolor, desesperación y la pérdida total de la dignidad. La mujer, así, se convertía en una esclava.

Un día Al Talif le regaló una complicada esfera tallada en marfil de Catay. Por los intersticios de la talla Aspasia distinguió otra bola más pequeña en su interior y luego, girándola entre los dedos, vio otra más dentro de la segunda, y otra, y otra, cada una más pequeña que la que la envolvía. No veía las uniones, ni la menor indicación de cómo podían haberlas introducido así, y se sintió desconcertada. Al Talif le explicó que la bola, en su origen, había sido sólo una pieza, la exterior.

—Entonces, ¿cómo fueron talladas las otras? —preguntó Aspasia.

Él se limitó a agitar la cabeza. Maravillada, trató de introducir la puntita de la uña, teñida de rojo a la moda oriental, por los resquicios. Las bolas interiores giraban, no estaban fijas. Luego, inexplicablemente, se puso de mal humor.

—¿Prefieres soluciones? —preguntó Al Talif observándola.

Había hecho que se sintiera ridícula a sus propios ojos, y se volvió hacia él rápidamente, de pie a su lado. La cálida luz del sol le deslumbró impidiéndole ver con claridad, pero continuó mirándole. La luz danzaba sobre los planos oscuros y bronceados de su rostro delgado, como si fuera metálico, y sacaba destellos a sus pendientes, pero no pudo descifrar el secreto de sus ojos. Al Talif tenía ahora una expresión meditabunda, que ya había visto antes y que siempre la turbaba.

La muchedumbre inquieta les rodeaba, aunque mantenida a distancia por el círculo de eunucos lujosamente vestidos y con las espadas desenvainadas. Los mirones los maldecían, pero se alejaban respetuosos, pues comprendían que en el interior de aquel círculo había un hombre de importancia. Así que muchos empezaron a reunirse en torno, hombres vestidos con ropajes sucios y polvorientos, rojos, negros y amarillos, con la cabeza cubierta por una tela a rayas sujeta por una cuerda de varios nudos. Tenían el rostro ávido y moreno, tan famélico como el de un chacal, y los ojos brillantes, a la vez humillados y curiosos. No reconocían en este hombre, tan soberbiamente vestido, a su gobernador, pues, el rostro quedaba semioculto por la capucha y el manto de seda oscura, bordada discretamente de oro. Nunca hacía estas excursiones con sus propios soldados; prefería circular de incógnito por la plaza del mercado, y sin que le rindieran honores.

En ese instante el viento ardiente del desierto alzó en parte la capucha de Aspasia y su velo, y un mechón de cabello rubio surgió a la luz; los hombres que los observaban se aproximaron y soltaron un grito agudo de asombro al contemplar no sólo su pelo, sino la blancura de su rostro y su belleza. Se adelantaron más aún para apreciar mejor aquella visión increíble, e incluso empujaron a los eunucos, cuyas espadas curvas brillaban bajo la luz cegadora. Al Talif no dio muestras de haber advertido a toda esa gentuza, pero empujó a Aspasia a sus espaldas —la posición habitual de una mujer en compañía de un hombre— y se dirigió a la litera. Los ojos de Kurda brillaron de odio hacia la mujer que había puesto en peligro a su amo. Siguió a Aspasia. Los eunucos, alzando las espadas, guardaban la retirada. Aspasia, volviendo la cabeza por encima del hombro, vio primero a Kurda, en cuyo rostro se reflejaba un ansia incontenible de venganza, y tras él los puestos del mercado y los ojos aún atónitos de la plebe, momentáneamente callada, vencida por el asombro.

No estaba asustada. Sólo cuando estuvo en la litera, con su señor, sintió algo de miedo. Al Talif corrió las cortinas de seda espesa y quedaron en la penumbra. Luego se alzó la litera y se alejaron de allí. Desde entonces habían pasado dos semanas y Al Talif no había vuelto a hablar del mercado. Aspasia jamás le pedía explicaciones, pues sabía que esto le irritaba, ya que Al Talif no creía que las mujeres fueran dignas de recibir ninguna aclaración por la conducta de un hombre.

Pero ayer la había llevado al lugar en que Ciro derrotara a Astiajes, el último rey de los medos, batalla con la que había iniciado una carrera de conquista y poder que sólo terminó cuando logró establecerse como el supremo emperador de toda la historia. Se proclamó entonces rey de todos los persas y medos, uniéndolos así en un solo imperio, en un poder implacable que extendía su gobierno a todas las tierras entre el Gran Mar y Persia, e incluso hasta Egipto y Grecia.

Había hecho que construyeran en ese lugar un gran palacio con terrazas, a la entrada de Fars, y allí había surgido una ciudad para perpetuar su gloria. Una columna impresionante se alzaba junto al palacio cuadrangular, y en ella en tres idiomas, los de Susa, Asiría y Persia, se había escrito: «¡Yo soy Ciro, el rey, el aqueménido!». Esta gruesa columna circular, que se remontaba hacia el cielo azul e incandescente, estaba embellecida por una figura alada y el grabado de su tumba.

El silencio se extendía por todas partes, ese silencio que sigue inevitablemente a la partida de los hombres grandes e ilustres, que no son como los demás hombres, y el viento del desierto corría huracanado por el valle. Aspasia tuvo miedo. Dijo:

—¿Era descendiente de Aquemenes?

—Sí —repuso Al Talif, contemplando el pilar gigantesco—. Y también era el cabecilla de una tribu hasta que se encontró con el orgulloso rey medo, Astiajes, y le derrotó en este lugar.

Aspasia miró con curiosidad a su señor.

—¿No le odias?

Le devolvió él la mirada con una mezcla de burla y exasperación.

—¿Cómo sería eso posible? El rey Ciro era como un dios, y aunque fuera sólo un pobre gobernante tributario de Anshan, logró lo increíble, lo imposible; uniendo a medos y persas construyó el imperio invencible del mundo. Nosotros los medos reverenciamos su memoria porque fue un héroe noble, justo y misericordioso, honesto con las mujeres que habían observado la batalla. —Sonrió Aspasia—. Medita sobre esto. Era como uno de vuestros griegos que recibieron a Jerjes en las Termópilas y en Salamis, sin más que sus armas rudimentarias. Se parecía a vuestro espartano Leónidas.

—Yo soy jónica —dijo Aspasia—. Ni espartana ni ateniense. Él ignoró sus palabras. Alzó la cabeza mirando la columna.

—La mayor de todas las virtudes es el valor; la más heroica. En ese terreno incluso un pequeño cabecilla es semejante a un emperador, pues ambos ondean la misma bandera. He visto la tumba de Ciro, el mausoleo con su bóveda dorada, construida sobre una terraza ascendente de bloques blancos de piedra que se parece a las pirámides de Egipto. Su esposa era egipcia. Y he leído la inscripción en la tumba:

«¡Oh, tú, hombre, quienquiera que seas y vengas de donde vengas, pues sé que vendrás;

yo soy Ciro, que fundó el imperio de los persas.

No me niegues, pues, este trozo de tierra que cubre mi tumba!».

Su voz, en el profundo silencio, era sonora, dominante, conmovedora incluso, y Aspasia la escuchó y se sintió hondamente emocionada. Entonces Al Talif se apartó de ella y con su reserva habitual se dirigió hacia el carro, y Aspasia le siguió en silencio. Una vez en el carruaje, que un esclavo protegía del sol con una sombrilla escarlata, dijo a Al Talif:

—«Un pedazo de tierra». En eso acaban reyes y esclavos, y ese es el fin de la gloria y de la esclavitud.

—También es el fin de un perro hambriento —contestó, como habría contestado a un niño, y Aspasia enrojeció.

—Me crees ridícula —dijo.

—¡Ah!, no eres más que una mujer. —Y, viendo su rostro ofendido, su mortificación, cogió su mano y la besó—. Pero ¿no sois vosotras las mujeres las supremas conquistadoras, y nosotros los hombres tan sólo vuestros esclavos, incluso el más poderoso?

Si otro hombre de su propia raza, y de Occidente, le hubiera dicho estas palabras, Aspasia se habría sentido satisfecha. Pero ahora, en el calor sofocante del jardín, pensaba: «Se burla de mí incluso con sus besos, las sonrisas enigmáticas y las palabras galantes. Todos los hombres son extraños, es cierto, pero Al Talif es el más extraño de todos. Esa fue una de las veces en que me inspiró miedo, pues no le comprendí. Es caprichoso, y a la vez tierno y cruel, como un niño, y luego, en otras ocasiones, se muestra altivo, y majestuoso, e incluso más civilizado que los atenienses. Unas veces es tan sencillo y franco como el agua clara, y otras tan inescrutable como la bola de marfil que me regaló. ¿Por qué me deseó en la casa de Targelia? Ni siquiera sé si, en realidad, siente afecto por mí. Creo que no es mi belleza, que tanto ensalza, lo que atrae a este oriental tan peculiar, pero me temo que tampoco sea mi inteligencia, mis conocimientos y artes que tanto alaba, lo que le entusiasma de mí, porque, cuando soy más sincera y estoy más ansiosa de aprender, él se ríe. ¿Le dolería que yo me fuera? Creo que no, que me olvidaría en el momento en que hubiera desaparecido. Y yo, ¿le lloraría? ¡Oh, dioses, me temo que sí!».

Se llevó las manos a los ojos y se prohibió llorar, pues sentía ya las lágrimas abrasándole los párpados.

Una idea horrible la sobrecogió. ¿Sería posible que le divirtiera tan sólo, que la considerara como una novedad que podía distraerle durante algún tiempo, y por eso cultivara su compañía y soportara su presencia? ¿La exhibía ante sus invitados como si fuera un ser extraordinario aunque no humano, capaz de realizar algunos trucos entretenidos y deliciosos simulando humanidad? ¿Divertía ella a sus invitados como a su señor, y por la misma razón?

La humillación le venció de nuevo. Se juró que en la fiesta siguiente se sentaría en silencio, sin sonreír siquiera, simulando estupidez. Si Al Talif se enojaba, ¡pues que se enojase!

Empezó a pensar en su última visita al mercado, abarrotado de gente, y en los puestos donde se vendía a los esclavos. Siempre trataba de evitarlos y volvía al carruaje para sentarse melancólicamente bajo el toldo, blanco y rojo, dándose aire con un abanico de plumas y piedras preciosas mientras Al Talif regateaba con los vendedores vocingleros y gesticulantes. Había vivido rodeada de esclavos en casa de Targelia pero, desde la infancia, se había rebelado en secreto contra esta degradación de los seres humanos que, en Grecia, eran considerados únicamente «cosas». Más aún, había estudiado detenidamente las leyes de Solón y esperanzadas ideas de que la esclavitud se viera al fin erradicada en las naciones civilizadas. Sin embargo, los esclavos eran una propiedad muy valiosa en Grecia y sus Estados dependientes, y gozaban en cierta medida de aprecio por parte de sus amos; con frecuencia vivían amados y mimados, e incluso recibían educación, si eran inteligentes, y se les consultaba en muchos asuntos.

No sucedía así en el Oriente. Los señores tenían poder de vida y muerte sobre los esclavos y podían ordenar su destrucción a voluntad y sin más escrúpulos que si hubieran sido criminales o perros rabiosos. En Grecia había leyes que protegían la vida de los esclavos y les aseguraban cierta inmunidad de los castigos monstruosos.

Sólo una o dos veces, al advertir su disgusto, había pedido Al Talif que Aspasia estuviera presente en la compra de algún esclavo. Allí, en tiendas grandes y cubiertas, y de pie sobre una plataforma, se exhibían hombres, mujeres y niños de todas las edades y de todas las razas, desde los etíopes y árabes de piel más oscura al pálido marfil de las gentes de India y Catay y naciones bárbaras todavía sin nombre, de ojos azules y pelo rubio. Permanecían quietos, callados, resignados, como animales encadenados; mujeres con cacharros de cocina a los pies para indicar que eran cocineras y siervas de cocina; jovencitos de ambos sexos, desnudos y con el rostro cubierto de cosméticos para resguardarse del sol ardiente; viejas que sabían de costura; castrados que mostraban a las claras su mutilación y su rostro afeminado; viejos cuyas manos rugosas atestiguaban que eran jardineros, trabajadores de la madera, aguadores; hermosas doncellas, de las que se garantizaba su virginidad y que no llevaban nada encima, el vello púbico depilado y afeitado, los pezones pintados de negro; niños que se cogían desesperadamente al seno de su madre, jóvenes encadenados, dispuestos para la labor más dura, y nombres de mediana edad con tablillas y estilos, escribas cultos; bailarinas con sus panderetas, tan hermosas como estatuas y comadronas con sus instrumentos.

Todos, sin excepción, tenían esa expresión conmovedora de la resignación ante el destino, aunque a veces, viendo a un señor tan refinado y distinguido como Al Talif, un brillo de esperanza aparecía en sus ojos velados. Él iba de uno a otro, acariciándose los labios con el índice moreno. Examinaba a las jovencitas como el que examina a unos animales, separándoles los muslos y tocando sus partes con mano experta y palpando la textura y firmeza de sus senos; tanteaba los músculos de los jóvenes, y observaba a los castrados comprobando las cicatrices a fin de convencerse de que no habría infección ni incapacidad permanente. Nunca hablaba con los esclavos sino sólo con los tratantes, preguntando, regateando.

Aspasia jamás había visto antes un mercado de esclavos, y estaba horrorizada. Al Talif, tan elegante y pulcro en su casa, demostraba aquí una insensibilidad que le resultaba increíble. No trataba a los esclavos con delicadeza; se mostraba rudo y frío. Y lo peor, en opinión de Aspasia, era que los esclavos no se quejaban ni retrocedían ante las indignidades que se llevaban a cabo con ellos, íntimas y crueles. Jamás dejaba Al Talif de examinar a las doncellas para asegurarse de su virginidad; Aspasia cerraba los ojos y sentía náuseas a la vista de aquel índice investigador. Con frecuencia también traía al mercado algunos esclavos que le parecían incompetentes, o muchachas de las que se había cansado, y los vendía como habría hecho con el ganado.

De regreso al palacio ella le dijo:

—Señor, no debes llevarme de nuevo al mercado de esclavos. Me resulta insoportable.

Al Talif levantó las cejas divertido, estudiándola como si fuera un ser muy curioso.

—¿Comprarías un caballo o una vaca sin examinarlos para asegurarte de su salud y competencia?

Aspasia respondió:

—Son humanos, como tú y como yo —y él, al oír esto, soltó una carcajada de incredulidad, alejándose disgustado. Aspasia insistió—: Aunque te disguste, señor, aunque me envíes al exilio, no puedo venir más.

Con gran sorpresa por su parte, y tras echar una mirada al rostro tan pálido, él se encogió de hombros. Jamás se vio forzada a acompañarle de nuevo al mercado de esclavos.

La noche de aquel día decidió que le odiaba, que sentía asco. No respondió a su pasión y se limitó a yacer en sus brazos, tan muda como una esclava, sin resistirse. Al Talif, estudiando su rostro a la luz de las lámparas de cristal, adivinó su repulsión y que se negaba a devolverle la mirada. Hombre sutil e intuitivo, lo comprendió; se apartó de ella. Aspasia se levantó y regresó a su cámara, con el corazón tan helado como la nieve de invierno en las montañas. Ni siquiera se había percatado él de su marcha.

Unas horas después yacía en su cama insomne, llorando en silencio, pero no sabía si de asco o tristeza. Al Talif no la volvió a llamar en muchos días, y cada uno de ellos estuvo marcado para Aspasia con el sufrimiento. Cuando una noche fue a buscarla uno de los eunucos en su nombre, Aspasia se levantó del lecho y se vistió como una novia, temblando de gozo. Sentía vergüenza también, pero la felicidad predominó al fin y acudió rápidamente a su cámara con una sonrisa tan hermosa que Al Talif quedó anonadado una vez más ante su extraordinaria belleza e, incorporándose en su lecho, le tendió los brazos. Aspasia corrió a su lado. Él le quitó la túnica de los hombros, tomó un cuenco lleno de pétalos de rosa y le cubrió con ellas los senos, contemplándola tierno y complacido.

Y dijo:

—Eres muy tonta, mi tórtola de blancos senos, mi adorada, pero te he perdonado. Ven, dame tus labios, más suaves y dulces que estas rosas.

Aspasia siempre se había mostrado apasionada con él, pero esa noche se superó, y sus níveos brazos le rodearon como vencida por la desesperación, aunque las lágrimas le llenaban los ojos. Pero cuando volvió a su propio cuarto y lo recordó todo, su rostro enrojeció de vergüenza ante los recuerdos, Pensaba hoy en todas esas cosas, tan desconcertantes y demoledoras, en el jardín y bajo la mirada malévola de Kurda, que la observaba desde las puertas de bronce del palacio. Viendo su cabeza inclinada y el rostro triste, y con la agudeza propia del odio se dijo:

—¡Ah! La extranjera está triste hoy. Ha ofendido a mi señor. Así lo quiera Mitra, porque entonces será despedida.

Sintiendo su mirada, Aspasia alzó la cabeza, vio el gozo maligno en el rostro grasiento y una extraña frialdad inundó su cuerpo, incluso bajo aquel calor, y se sintió más sola que en toda su vida, como jamás antes se sintiera.