4

Los jóvenes Jantipo y Paralo, hijos de Pericles, estaban encantados y muy encariñados con Aspasia, cosa que satisfacía sobremanera a Pericles, pues de ese modo sus hijos nunca se casarían con mujeres inferiores ni torpes, sino que exigirían de ellas no sólo formas y rostro agradable, sino también una mente superior. Esto último era en verdad lo más deseable, ya que cualquier jovencita, a menos que estuviera deformada o fuera en exceso gruesa, podía presentar un rostro encantador y una figura notable, aunque por breves años. Pericles deseaba que sus hijos, a los que amaba mucho, fueran todo lo felices que era posible a un mortal… si bien eso no era mucho. La belleza era tan transitoria como la primavera. En el verano, otoño o invierno de la vida, la mujer inteligente resultaba infinitamente variada y fascinadora, fuera cual fuera su edad. Conservaba una eterna juventud de espíritu, y humor, y jamás se mostraba trivial o histérica. Pericles había visto mujeres de setenta, incluso de ochenta años, educadas como hetairas, que encantaban a los hombres de cualquier edad con su ingenio, conversación, conocimientos y sabiduría. Eran como el oro que, utilizado y gastado a través de los años, obtiene una pátina de brillo.

Pericles había observado que aquellos que perseguían con hambre e insatisfacción creciente a muchas mujeres, especialmente a las jovencitas, se habían casado siempre con mujeres materialistas de poca inteligencia, mundanas, ansiosas y petulantes. Pero nunca se cansaba el hombre de una mujer superior, aunque peleara frecuentemente con ella… cosa que pocas veces hacía con una esposa tonta. El pedernal necesita del acero para lanzar chispas y fuego. Pero no se enciende al contacto de la lana. Él mismo se peleaba a menudo con Aspasia y le decía que era discutidora y que no disfrutaba de paz con ella. Pero, cuando se separaban, no dejaba de pensar en Aspasia y, aunque a veces ella era la culpable y no él, volvía con un regalo y con gozo renovado. En sus brazos hallaba no sólo el disfrute de la pasión, sino el rejuvenecimiento de su espíritu y de su ambición. Sabía que con Aspasia jamás se haría viejo, senil y apático, aun cuando se quejara de que ella le daba poca tranquilidad, algo que, según afirmaba furioso, era un tesoro para los hombres.

—Ve a los cementerios entonces —decía Aspasia con cierta aspereza—. Mientras yo viva, amado mío, no seré un cadáver.

Cuando él estaba de buen humor se reía y contestaba:

—Vengo a ti convertido en cenizas, estado a que me han convertido los hombres, y renazco como Fénix en tus brazos, aunque a veces tengas la lengua de un áspid. O bien, si los miembros del gobierno me han cargado como a una mula, recupero la potencia en tu lecho para salir volando como Pegaso por la mañana y enfrentarme de nuevo con el sol. La verdadera paz y tranquilidad que hallaba en Aspasia no era la de la tumba.

Siendo tiempo atrás inconmovible, implacable incluso, aferrado a sus opiniones e intolerante en muchos aspectos, llegó a ser por influencia de Aspasia menos inflexible, menos fríamente impaciente, menos duro con los inferiores. Empezó a ganar con ello fama de blandura. Hombres que antes le temían y evitaban le hallaron ahora con sorpresa más simpático, más dispuesto a escuchar, menos sarcástico y amargo. Incluso los despreciados burócratas hablaban de él con aprecio, a pesar suyo. Los arcontes, a excepción de Dédalo, ya no temían tanto su arrogancia aristocrática, y la Asamblea, que en tiempos le escuchara con aire de esclavitud y resentimiento cuando él se dirigía a ellos, esperaba ahora con placer sus discursos y sugerencias. Sin embargo, una vez se enemistaba con alguien, Pericles no se desviaba de su odio. Tampoco soportaba a los necios.

—Habría que castrarlos, pues transmiten la necedad a sus hijos y son peores que ilotas y parecen los dientes del dragón —decía a menudo.

En consecuencia, los necios del gobierno —y estaban en mayoría, cosa inevitable— le odiaban con el odio mortal de los torpes. Él se reía abiertamente de su poder, y lo despreciaba, aun sabiendo que el poder estaba en sus manos, y luchaba implacable contra ellos y, por lo general, con éxito.

Así, sentíase dichoso porque sus hijos amaran y reverenciaran a Aspasia y hallaran su compañía irresistible. Sabía mitigar el ingenio mordaz, y en ocasiones cruel, de Jantipo, y hacer que pensara más y tuviera más consideración de los demás, ya que él la respetaba y deseaba su aprecio. Y sabía llevar a Paralo, de convicciones férreas, a una seguridad menos intolerante.

—Está bien —le decía— tener convicciones y principios nobles. Pero la mayoría de los hombres no son tan firmes y ni siquiera tienen principios intelectuales. Se sienten confundidos y, al sufrir los problemas comunes a la humanidad, les desconcierta el mismo mundo en que viven. Ten piedad de ellos. Sin embargo, la compasión indiscriminada no sólo es peligrosa. Es sensiblera, y con frecuencia atributo de los que en secreto destruyen a la humanidad. Es mejor tener piedad de tus congéneres y tratar de dirigirles con ternura y comprensión, pero nunca con la convicción de saber lo que es mejor para ellos. No somos más que humanos. Creer que uno sabe más que su hermano es la arrogancia suprema.

—Pero estoy seguro de que mi padre sabe mucho más que sus asociados —protestaba Paralo, para diversión de Jantipo.

Aspasia sonreía llenándose de hoyuelos y los jóvenes quedaban encantados.

—Vuestro padre —contestaba— es un caso único en verdad. Incluso él lo admite.

Amaba a los jóvenes como una madre. A menudo temía por Jantipo, cuya lengua era como una espada de doble filo insensible a las heridas que infligía e inconsciente de las que en consecuencia recibía. Había nacido para enojar a los inferiores, lo cual había comprendido hacía tiempo, y con gran satisfacción.

—No es necesario aplacar a los idiotas —decía Aspasia—, pero sí evitarlos. Herir a unos amigos en potencia y convertirlos en enemigos tuyos sólo por la diversión de un epigrama es una estupidez. Ese agudo ingenio es un precio demasiado elevado por la pérdida de un amigo. El hombre necesita de todos los amigos fieles que pueda conseguir.

—Mi padre tiene muy pocos —decía Jantipo con un guiño burlón, aunque afectuoso.

—¡Ah!, pero son auténticos. Morirían por él. Elige a tus amigos como elegirías una joya de gran precio. El que afirma que tiene muchos amigos y presume de ellos es objeto de burla y digno de compasión, pues vive engañado. Una presencia agradable en su mesa, que se aprovecha de sus buenos vinos y le jura afecto, suele reírse de él en privado llamándole ingenuo, y está dispuesto a difamarle por envidia o malicia.

Como Jantipo se acercaba a la edad del matrimonio, pues tenía diecisiete años, Aspasia le presentó a algunas de sus alumnas en los jardines de la escuela. Atenas entera se sintió ultrajada por este descaro. Un joven de familia no elegía a su esposa. Esto era prerrogativa de sus padres, y de los de la muchacha. Sin embargo los padres de las alumnas de Aspasia no hicieron la menor objeción pues ¿no era Jantipo hijo de Pericles? Además, ¿no eran ellos mismos gentes más ilustradas? Por supuesto Aspasia no consintió nunca que Jantipo estuviera a solas con ninguna de las alumnas, y no por las apariencias, sino porque conocía la naturaleza humana y se acordaba de Talias. La juventud ya era bastante fogosa como para que encima se le facilitara las oportunidades; y además, las doncellas habían sido confiadas a su cuidado.

Dédalo, que se enteró por la murmuración de los esclavos de que Aspasia corrompía y hacía impíos a sus nietos, corrió inmediatamente a enfrentarse con Pericles en casa de este último. El primer impulso de Pericles fue negarle una audiencia; luego recapacitó y recibió a Dédalo con helada cortesía, ofreciéndole un refresco. Pero Dédalo, más hiriente con la edad, lo rechazó furioso.

—¡No comeré en esta casa infame! —gritó—. ¡Me he degradado en beneficio de mis nietos, y eso me da náuseas!

—Ve entonces a las letrinas que aquí te aguardaré —contestó Pericles—. Yo soy el jefe de estado. Tú no eres más que un arconte, pero te he concedido cortésmente permiso para hablarme.

Ambos estaban de pie en el atrio porque Dédalo no quería sentarse. Su rostro había palidecido como un sudario. Pericles sintió cierta piedad del viejo y por eso quedó en actitud de espera, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Mi nieto Jantipo visita a las jóvenes cortesanas en casa de Aspasia, esa mujer abominable. Se rumorea que incluso se casará con una de ellas.

La boca de Pericles era tan dura como el mármol.

—Las jóvenes de la escuela son de familias aristocráticas, de casas impecables. ¿Quieres que informe a los padres de esas doncellas de que las has difamado llamándolas concubinas y rameras? Son poderosos, mucho más que tú, y te destruirían.

Dédalo se echó a temblar. Extendió los brazos.

—No me refería a las estudiantes —tartamudeó—. Dicen que se induce a Jantipo a relacionarse con las esclavas de la casa.

—Por supuesto que eso es mentira, y tú lo sabes, Dédalo.

—¡Creería cualquier cosa de esa mujer! Pericles se controló.

—La señora Aspasia ha permitido que Jantipo conociera a las hijas de familias importantes a fin de elegir esposa. Tiene gusto y sabe distinguir. Con seguridad que, si escoge a una doncella alumna de Aspasia, no cometerá la locura de casarse con una mujer fea y estúpida. Su hijo no será un Calias, cuyo nombre es infame en Atenas, tanto, que ningún caballero le aceptaría como marido de su hija a pesar de las riquezas que ha heredado.

—¡Su nombre no es infame! ¡Ha sido víctima de gentes rastreras! ¡Si cometió alguna locura fue porque se sintió trastornado por el deshonor que había caído sobre su familia! ¿Acaso no tiene sangre y emociones, y puede dejarse vencer por la vergüenza y el horror? Hasta le echan en cara su riqueza. Pero no importa. Vive solitario y triste en Chipre; esa es la única razón por la que no puede casarse con una doncella ateniense, pues ¿qué padres permitirían que su hija compartiese el exilio?

Pericles se echó a reír.

—Sé que vive en medio del lujo en Chipre. Allí todos le adulan y halagan. No es un vagabundo. Su casa es magnífica y está llena de esclavos. Recibe con ostentación. A muchas atenienses de buena familia se les permitiría casarse con él, y a toda prisa. Pero Calias no desea el matrimonio. Tiene concubinas. He enviado emisarios a Chipre para insinuarle que, si lo desea, puede volver a Atenas. Y los ha rechazado. En Chipre puede llevar una vida licenciosa que aquí le sería imposible. ¡Cómo! ¿Es que lo ignorabas?

—¡No lo creo! —gritó Dédalo—. Nosotros recibimos unas cartas muy tristes y manchadas con sus lágrimas, ya que echa mucho de menos a su familia.

—¿Dices que yo miento? —preguntó Pericles con voz peligrosa. Dédalo se encogió y se retiró un paso ante aquel rostro.

—Tal vez él exagere —dijo—, pero ¿qué hombre no desea volver a una familia que le adora?

—Calias —afirmó Pericles.

Dédalo bajó los ojos y tembló. Luego alzó la mirada y vio la comprensión y decisión que había en los ojos de Pericles.

Este dijo:

—Ya te lo he dicho. Podría casarse… si quisiera. —Hizo una pausa—. Podría volver pronto… si quisiera. Pero no quiere.

Dédalo estaba muy turbado. Extendió los brazos con desesperación.

—A mi hija Dejanira la has llamado estúpida y fea. Es virtuosa y fiel. ¿No te parecen estos unos atributos encantadores?

Pericles cerró los ojos agotado por un instante.

—Te concedo que Dejanira tiene virtudes. Pero no me atraen. Le estoy agradecido por mis hijos. Respeto su nombre. Nunca tuvimos una pelea. Pero todo eso ha pasado ya. Te he concedido mi tiempo y este es muy valioso para mí. Ahora debo pedirte que me dejes.

Dédalo se volvió para marcharse, pero giró de pronto en redondo y su túnica revoloteó alrededor de su cuerpo.

—¡No lo olvidaré! —exclamó, alzando la mano como en un juramento—. ¡No lo olvidaré! Imploro la venganza de los dioses… en los que no creéis tú y esa mujer. No os burlaréis de ellos.

Salió corriendo del atrio hacia el pórtico exterior donde le aguardaba su litera. Una vez tras las cortinas estalló en lágrimas y su boca se llenó de imprecaciones. No carecía de poder, y Pericles tenía muchos enemigos. Empezó a hacer planes; su viejo rostro estaba distorsionado por el odio.

Aspasia tomó a Pericles de la mano al anochecer y le llevó a la fresca tranquilidad de los jardines. Allí, junto al altar al Dios Desconocido, se alzaba la estatua de mármol de una avispa que Fidias diseñara personalmente hacía dos años. Al verla, Pericles se sintió de nuevo turbado, recordando de qué había escapado Aspasia. La abrazó estrechamente y dijo:

—Te defenderé, amada mía, contra todo mal.

—¿Esperas el mal? —preguntó ella mirándole a los ojos. Vaciló.

—El hombre es intrínsecamente malo…, todos. He oído decir a los judíos que el hombre es malo desde su nacimiento, y malvado desde su juventud. Así lo aseguró su fabuloso Salomón. Yo lo creo. El hombre que no vive alerta a la maldad innata de sus congéneres es un loco. Los hombres son inocuos por naturaleza. Hacen el mal no porque se haya obrado mal con ellos, sino porque les causa placer y satisfacción. Si no tienen enemigos, se los inventan. Eso ocurre también con las naciones, no sólo con la humanidad.

Aspasia contempló los mirtos, cuyas hojas parecían de oro al crepúsculo.

—Es un mundo hermoso —murmuró—. ¿Por qué sólo el hombre es incapaz de regenerarse?

—Es su naturaleza —repuso Pericles. Hizo una pausa—. Los judíos dicen que Dios nacerá en este mundo en un siglo próximo —se rió secamente—. Ten la seguridad de que los hombres le asesinarán como mataron a Osiris, porque la virtud es el único crimen que el ser humano no puede soportar.

Aspasia se entristeció.

—No tienes fe en tus congéneres, amado mío.

—Porque los conozco demasiado bien. Pero basta. Los planes para la Acrópolis ya están terminados. El mármol dispuesto. He dado la orden de que sólo hombres libres construyan los templos, pues los alzados por esclavos me resultan aborrecibles. Dios no se propuso nunca que los hombres fueran esclavos. Solón deploraba la esclavitud. Y yo también. Pero he llegado a comprender que las multitudes anhelan ser esclavos del gobierno para no verse forzados a pensar y a actuar con responsabilidad, y a ordenar su propia vida. Es más fácil vivir de rodillas y ser alimentado por el gobierno, que levantarse y buscar el propio sustento. ¿No fue Anaxágoras el que dijo que la naturaleza sigue siempre el camino del menor esfuerzo? Los hombres también. Resistirse al gobierno es arduo y peligroso. Obedecer es comer en la paz de los esclavos y verse olvidados de los burócratas. ¡No es eso de despreciar, desde luego!

Aspasia le preguntó, como ya hiciera muchas veces:

—Entonces, ¿por qué sigues siendo jefe de estado? Y él contestó, como siempre:

—He de hacer todo lo posible para realizar mi sueño de una Grecia unida. Las ciudades-estado corren peligro del ataque de las demás. Pueden verse divididas también por enemigos exteriores, ambiciosos de su tesoro. Una nación unida es fuerte. No admiro a Esparta ni a Macedonia. Pero los hombres sabios pueden llegar a un compromiso y a un entendimiento, sean cuales sean sus diferencias. ¿No nos unimos ya en el pasado para luchar contra los persas? Si podemos hacerlo en una emergencia, también podremos hacerlo simplemente como hombres razonables. Los atenienses lucharon junto a Leónidas el espartano, y nosotros despreciamos a los espartanos por su rigurosa disciplina y esa decisión férrea de ordenar la vida de todo su pueblo, hombres y mujeres, niños y niñas. ¿Quién de entre nosotros no se ha reído de las doncellas espartanas que compiten con sus hermanos en la gimnasia y el trabajo? Llevan túnicas masculinas. Tienen músculos y la piel tostada y curtida por el sol. Su rostro es severo. Pero, aunque nos riamos, debemos recordar que los dioses no nos han dado el poder de ordenar los asuntos de otras naciones. Eso es una presunción ridícula. Que cada nación viva en paz con el gobierno que desea. Eso no niega la unión contra los enemigos y el comercio.

«Siempre hay guerras», pensó Aspasia. Las ciudades-estado de Grecia estaban constantemente en lucha con los demás estados hermanos. Resultaba agotador recordar todas las guerras, tan pequeñas pero tan crueles. «Que Homero las glorifique y hable del arte de la guerra —se dijo—. No son sino tragedias. Sin embargo esto lo comprenden únicamente las mujeres que tienen esposo e hijos». Pensó en Lisístrata y en las mujeres que negaron el lecho a sus maridos hasta que concertaran la paz. Pensó en las sabinas bárbaras que, raptadas por los romanos y habiendo tenido hijos de ellos, arrojaron a los niños ante los caballos de romanos y sabinos y les desafiaron a que pasaran por encima de ellos. ¿Qué había detenido a sus hombres, febriles y enardecidos por la esperanza de la batalla? «La fuerza de las mujeres, después de todo», pensó Aspasia. Targelia había dicho que la esperanza del mundo estaba en manos de las mujeres. Aspasia no estaba demasiado convencida; sólo de que los hombres podían ser seducidos en el lecho por las mujeres si estas eran lo bastante listas. Desde luego los hombres no eran misericordiosos, ni siquiera para perdonar la vida a los niños. Suspiró. Amaba a Pericles con una pasión y devoción que no había sentido por Al Talif. Sin embargo, como era un hombre, ella no confiaba plenamente en que comprendiera los anhelos del corazón de una mujer. Luego sonrió. Zeus, padre de los dioses y los hombres, tenía miedo de Hera, su esposa, que le gobernaba como él gobernaba al mundo.

—¿Por qué sonríes?

—Pensaba en nuestro hijo.

Quedó él atónito y la cogió del brazo.

—¿Nuestro hijo? —exclamó. Aspasia inclinó la cabeza.

—He esperado algún tiempo para decírtelo, señor. Estoy embarazada. Y segura también de que será un varón… hijo tuyo y mío.

Como él no hablara y la mirara fijamente con sus ojos grandes y pálidos, continuó:

—Le llamaremos Pericles, como su ilustre padre.

Frunció él el ceño, se soltó de su brazo y se alejó un paso de ella.

—No será legítimo.

Aspasia le tocó en el brazo.

—Puedes adoptarle, señor, y entonces será verdaderamente tuyo —dijo. Experimentaba cierta ansiedad. ¿No le complacía el hecho? ¿Le enojaba que ella se hubiera descuidado en una noche de calor?

Luego Pericles se volvió a mirarla, con el rostro iluminado y continuó:

—Sólo pienso en el peligro que corres, amada mía. Después de todo ya tienes treinta años. ¿Has consultado con Helena?

—Sí —Aspasia se sintió conmovida. Le había juzgado mal; ambos sexos solían juzgarse mal casi siempre. ¿Habría salido esa confusión de la caja de Pandora, como tantos otros errores?—. Ha dicho que, a pesar de mi edad tengo una salud espléndida Ella misma me asistirá. Ha recibido instrucciones del joven Hipócrates, que ha visitado su escuela y su enfermería.

—Debo hablar con ese Hipócrates —dijo Pericles, pero fruncía el ceño de nuevo, alarmado por Aspasia.

—No te preocupes, señor. Todo irá bien. Pero dime, ¿te alegras de que vaya a darte un hijo?

—Puede ser una hija —y Pericles rió— y, si se parece a su madre la adoraré.

—Y… ¿si es un hijo?

—Le enseñaré disciplina. Será un digno hijo de Atenas.

¿Qué significaba para un hombre la palabra «digno»? También la dignidad era subjetiva.

—Una mujer a los treinta años, ya bastante vieja para ser abuela, no debía tener niños. No suspires, Pericles. Nuestro hijo será como un dios.

Se abrazaron estrechamente. «Pero no somos en verdad uno —pensó Aspasia—. Los pensamientos de una mujer están muy lejos de los pensamientos de un hombre. ¿Quién ha ordenado esto con malicia, o quizá con sabiduría?».

Contemplaron ahora la parte superior de la Acrópolis. Las enormes columnas dóricas del Partenón estaban bañadas con la luz rosada del sol poniente. Se alzaban como pilones, todavía sin cubrir, contra el cielo escarlata. En la parte inferior de la Acrópolis había grupos más pequeños de columnas. Surgían los muros en los terraplenes, y las escalinatas, amplias y blancas, todavía no llevaban a ninguna parte, sólo hacia arriba, esperando el edificio completo. Los lados de la Acrópolis estaban dispuestos en terrazas, y ya se plantaban cipreses y se preparaba la tierra para los jardines y fuentes. Las tuberías de plomo para la conducción del agua se retorcían en los lugares desnudos de la colina como serpientes atormentadas bajo una luz clara y brillante. El teatro, allá abajo, estaba cubierto de sombras púrpura; los asientos en círculo, vacíos; la escena —en tiempos un altar—, sin sonido. Los ruiseñores empezaron a cantar y un grupo de gaviotas proveniente del mar captó en sus alas los últimos reflejos dorados del sol. Los mirtos, sicómoros y cipreses de los jardines de Aspasia, muy oscuros ya, empezaban a susurrar bajo la brisa. El templo al Dios Desconocido brillaba en la penumbra. La curva de la luna creciente era como una uña de plata que subía lentamente por el cielo del este.

Había una profunda paz en el jardín. Pericles se levantó y miró la Acrópolis con las manos en las caderas, las piernas muy separadas, alzada la cabeza con el yelmo. Había ahora hebras de plata en su cabello, pero el rostro era aún muy hermoso y digno, de ojos soñadores.

Aspasia sabía que, en ese instante, la había olvidado por completo Contemplaba una visión construida en piedra sobre la elevada colina, y una sonrisa débil y exultante entreabría sus labios. No pensaba en guerras, ni en asuntos de estado. Lo que veía era más espléndido que cualquier victoria, más digno de ser exaltado que los tesoros. Era como si mirara la obra de los dioses. Sin embargo, pensó Aspasia, hombres son los que han creado esto, y un día la Acrópolis brillaría blanca y dorada, cubierta de templos, coronada de columnatas como un bosque de mármol y llena de vida, con las estatuas y figuras aladas que se alzarían sobre las columnas hacia el cielo. La gloria innata de la humanidad emergía de su carne vil y turbia como el pájaro que se eleva desde las aguas sucias de un pantano en el que florecen criaturas del mal. El hombre era un demonio, pero también era semejante a los dioses, y tan glorioso como vil.

Como si hubiera escuchado sus pensamientos, Pericles dijo:

—Atenas se alegra ahora porque un sueño se está convirtiendo en realidad, y se siente orgullosa de lo que allí se crea. Pero olvida que hay pocos Sócrates, pocos hombres como Fidias, Zenón y Anaxágoras, y no muchos como Sófocles. Sin embargo, en ellos cree verse reflejado el hombre vulgar, y cree compartir su gloria. Dice: «Somos grandes», y no: «Él es grande». Para cubrir su carne miserable se apropia del ropaje de los inmortales y grita: «¡Qué gloriosos somos!». No comprende que Sócrates, Protágoras, Fidias, Zenón, Anaxágoras, Herodoto y Sófocles, por nombrar sólo a unos cuantos hombres brillantes, son como estrellas que refulgen pocas veces y por poco tiempo en los cielos negros del mundo, pero que no son de este mundo en absoluto.

—Sin embargo —dijo Aspasia—, esos pocos son una inspiración para el resto de la humanidad, y una esperanza de que el hombre puede llegar a ser perfecto y heroico. Sin los sueños somos como animales; por tanto, señor, déjanos soñar —y sonrió.

Pericles le devolvió la sonrisa con indulgencia. Su túnica blanca palidecía a medida que avanzaba la noche y se hacía más brillante la luna, como el arco de Artemisa que reflejaba la luz del sol poniente. Los templos de la Acrópolis eran ya fantasmales.

Aspasia se refugió sobre el pecho de Pericles y él la abrazó y la besó en la cabeza. Pero se sentía turbada. Todos llamaban ahora a Pericles el dictador, y los poetas cómicos eran mucho más osados en sus ataques al jefe de estado en la escena. A ella no le importaba en absoluto que la calumniaran, pero sentía un gran temor por Pericles. Así como había huido de Al Talif en beneficio propio, ahora pensaba si no debía abandonar a Pericles en beneficio de él.

Se la odiaba, se la ridiculizaba, se la acusaba de cosas inmencionables, y Aspasia sabía muy bien que todo era por su unión con Pericles y por el amor que este sentía hacia ella.

—¿Por qué suspiras, amor mío? —preguntó Pericles apartándole un mechón de cabello y tratando de ver su rostro en la oscuridad.

—¿Acaso suspiré? Es propio de las mujeres el suspirar, pues, ¿no amamos a los hombres aunque vosotros no lo merezcáis? —dijo ella.

Rieron juntos, porque Aspasia nunca había olvidado lo que le dijera Targelia: que una mujer melancólica disgustaba a los hombres, los cuales la dejaban sola con sus penas, por lo que ella siempre debía simular que los suspiros eran de placer, burlones, triviales y carentes de significado. Aun cuando sabía que Pericles la amaba y la defendería con su vida, y que a menudo la confortaba, también sabía que la melancolía no debía prolongarse demasiado. Los hombres se conmovían por las lágrimas de una mujer si no eran crónicas y, después de todo, Pericles era un hombre.

Entraron juntos en la casa cogidos de la mano para cenar y retirarse luego a la cámara de Aspasia a hacerse el amor y dormir bajo la luna. Mientras Pericles dormía satisfecho a su lado, Aspasia se preguntó de nuevo por el destino de las mujeres, y volvió a experimentar la antigua rebeldía. Renacieron sus temores y miró insomne la oscuridad. Era imposible saber si el destino de la mujer se debía a la costumbre o a su propia naturaleza.