18

Pasaron varias noches sin que Al Talif llamara a Aspasia, pero ella le oía entrar y salir del patio, en el que ahora sus pasos despertaban ecos, pues eran pocos los hombres que lo transitaban. El rumor de la fuente, en el centro, se escuchaba claramente en la oscuridad, al igual que las voces y, en ocasiones, le llegaba la de Al Talif, cada vez más lenta y agotada. Entonces se levantaba de los almohadones y le miraba a la luz de las antorchas, viéndole caminar con la cabeza inclinada. Ansiaba llamarle, pero su orgullo no se lo permitía. No era una mujer que importunara, que suplicara amor como un perro, aunque deseara sobre todas las cosas ir a echarse a sus pies.

Se sucedían, monótonos, los días. Había poco ruido en la ciudad que yacía en silencio y dominada por el temor. De pronto, una mañana, Aspasia recibió la orden de ir a la cámara de Al Talif. Se pasó a toda prisa el peine por los cabellos desordenados, pues había descuidado últimamente su aspecto. Se frotó las mejillas y los labios con ungüento rojo, ya que estaba muy pálida a consecuencia de su situación de prisionera privada del sol. Se vistió con una túnica color jacinto y se puso un collar de plata y amatistas en torno a la garganta, y perfume de rosas. Sólo entonces corrió al lado de Al Talif. Era muy temprano, y su llamada resultaba por eso extraordinaria. Los dos eunucos armados ante su puerta se la abrieron en silencio y Aspasia entró.

Con gran horror vio a Al Talif reclinado sobre el lecho de almohadones en actitud de derrumbamiento total; su perfil grisáceo miraba al techo. Tres esclavas se apretaban unas contra otras junto a la pared más distante y dos desconocidos, muy cerca del lecho, se frotaban la barbilla y hablaban en voz baja. Por sus ropas y el tono oscuro de la piel comprendió Aspasia que eran egipcios. Sobre una mesilla estaban unas bolsas con equipo médico. Aquella habitación caliente y cerrada, olía horriblemente a vómitos y heces, y Aspasia se detuvo vacilante y empezó a temblar de repente. Nadie había observado su llegada. Casi deslizándose se aproximó al lecho y contempló a Al Talif. Al inclinarse sobre los almohadones él advirtió su perfume y su presencia y volvió el rostro hacia Aspasia e intentó sonreír. Sus ojos estaban apagados y muy hundidos en el cráneo. El brillo metálico y bronceado había desaparecido por completo de sus mejillas, también hundidas. Tenía la boca tan seca como el polvo, y respiraba con dificultad. Un sudor intenso le cubría el rostro, cuajado de gotitas brillantes. Su cuerpo parecía haberse encogido.

Alzó una mano débil hacia ella. Aspasia cayó de rodillas y la cogió, y estaba tan ardiente como si hubiera tocado fuego. A pesar de su angustia esta manifestación la sobresaltó, pues revelaba una fiebre muy alta. Era indudable que Al Talif estaba muy enfermo y próximo a la muerte. «Pero el cólera no suele dar mucha fiebre», recordó entre la niebla del terror. Metió la mano bajo los cobertores. Tenía el vientre hinchado, y Al Talif gimió a su contacto aunque la presión había sido muy suave. Los egipcios la observaron sorprendidos, y se miraron luego con las cejas arqueadas. Olvidándolo todo y sin pensar en otra cosa que en su amado, Aspasia continuó su examen, y, por un segundo, la antigua ironía de Al Talif brilló en sus ojos. El lado derecho estaba más hinchado que el otro, y notaba una sensación de dureza bajo los dedos. De nuevo presionó con suavidad; él soltó una exclamación y le apartó la mano.

Aspasia se recogió los cabellos sueltos y miró a los médicos que trataron de sonreír desdeñosamente. Pero vieron unos ojos grandes, de color vivo, que brillaban como topacios con autoridad indiscutible.

—No es el cólera —dijo con voz clara y firme—. ¿Cuánto tiempo ha estado enfermo?

Guardaron silencio un instante y luego uno de ellos contestó:

—Lleva así varios días, señora. ¿Por qué dices que no es cólera?

Su voz era casi respetuosa y no expresaba el desprecio por las mujeres habitual entre los arios. Mientras hablaba se decía: «Es como Isis, dorada, blanca y rosa, y parece una sacerdotisa».

—Me enseñó medicina un médico famoso en casa de Targelia, en Mileto, y siempre me ha interesado mucho. Decidme, señores, ¿tiene frecuentes hemorragias y cólicos intensos?

El médico más joven se acercó a ella con interés y su expresión era ahora grave.

—Es cierto —dijo, hablando casi como si ella fuera un colega. Vio una gran inteligencia en su rostro y sus ojos, y recordó que las sacerdotisas solían ser también médicos en Egipto. Olvidó que se trataba únicamente de una concubina favorita, una amante, con apenas más categoría que una esclava—. Pero esto puede ocurrir también en algunos casos raros de cólera.

—El cólera da poca fiebre —insistió Aspasia dirigiéndose a él, mientras el más viejo se acariciaba la barba en actitud pensativa—. ¿Vomita mucho, como en el cólera?

—Vomita, sí, pero no con tanta frecuencia —la cara del médico joven se había animado.

Aspasia, sin soltar la mano de Al Talif, se sentó sobre sus talones.

—Pero en el cólera, según se nos ha enseñado, no se endurece ni hincha la región derecha del vientre, aparecen heces claras, o marrones, y no se segrega sangre, a excepción de los casos más raros. Decidme, ¿cuánto orina? Ahora se acercó también a ella el más viejo.

—Su producción de orina es casi normal, a pesar de los vómitos y la diarrea. A veces retiene el agua que ha tomado.

—Sufre profundos dolores —dijo Aspasia— y no soporta que se le toque el vientre. Esto no suele ocurrir en el cólera, que apenas afecta al intestino.

Los otros trataron de mostrarse indulgentes.

—¿Cuál es tu diagnóstico, señora?

—Flujo de vientre —dijo Aspasia—. Es muy grave, y puede ser mortal, pero no lo es tanto como el cólera.

Temblaba de nuevo y cogió la mano de Al Talif, apretándola como para imbuirle su propia fuerza y decisión de vivir. También ella tenía ahora la frente húmeda por la intensidad de sus emociones.

—¿Flujo de vientre? —repitió incrédulo uno de los médicos—. Es una enfermedad que tratamos con frecuencia, pero no creo que ese sea el caso ahora.

—Tal vez lo sea, señores, porque mi señor la padece en un grado extraordinariamente virulento. En Egipto, según he oído decir, esta enfermedad es endémica y por lo tanto más benigna que en estas regiones, donde hay pocas defensas contra ella y resulta gravísima. —Unió las manos y alzó el rostro implorante a los médicos—. Os lo ruego, señores, permitidme que yo trate a Al Talif, pues el flujo de vientre es una dolencia común en la región en que nosotros vivimos, entre los esclavos y los pobres. No así entre los ricos, y los que viven rodeados de comodidades. Dejadme que le trate. Está casi en las últimas. No puede hacerle daño.

La mano caliente de Al Talif se alzó débilmente hasta la garganta de Aspasia, hacia su mejilla, a la vez conmovido y reprochándola. Pero ella volvió a cogérsela y la retuvo con fuerza.

—¿Qué le habéis dado, señores, como tratamiento?

—Purgas —dijo el médico joven— y cocimientos de hierbas.

—¡Oh, dioses! —murmuró Aspasia temblando. Luego insistió—: ¿Tengo vuestro permiso para ordenar su tratamiento? Se miraron de nuevo sonriendo, encogiéndose de hombros.

—El amor —dijo amablemente el joven— logra con frecuencia lo que no pueden conseguir los médicos más hábiles. Su caso es desesperado. No puede hacerle daño.

—Aspasia —dijo Al Talif con voz muy débil. Pero ella le miró con ojos fieros.

—¡Estás en mis manos! —gritó—. ¡Has de obedecerme o morirás!

Un intenso asombro se reflejó en aquel rostro demacrado, pero nada dijo. Ella llamó a las esclavas, junto a la pared.

—Abrid las ventanas, para que mi señor pueda respirar, y abanicadle lentamente. Traedme agua fría con aguardiente sirio, un vaso lleno en el agua, y ropas limpias y suaves. Traed de prisa un jarro de leche de cabra con tres cucharadas de miel y media cucharada de sal. Pedid en la cocina jugo hervido de carne de ternera en cantidad. Esto, caliente, se le ha de dar cada media hora; la miel, con leche y sal, cada dos horas. ¡Aprisa!

Las muchachas recordaron que la extranjera era una bruja y corrieron a cumplir sus órdenes haciendo la señal contra el mal de ojo. El médico dijo:

—Ese no es el tratamiento para el flujo de vientre, señora. Nosotros damos sólo leche de cabra hervida y arroz.

—Ya os he dicho que en vuestro país la enfermedad no es tan virulenta y se cura con más facilidad mediante el descanso y un poco de cuidado.

¡Oh, dioses! ¿En qué casa contraería esto mi señor?

Miró a Al Talif con los ojos de una madre que riñe a su pequeño:

—Señor, si te hubieras quedado en esta posada nunca habrías enfermado. Él trató de reír, pero no pudo. Aspasia le acarició la mejilla y él le besó la palma de la mano.

—Debes ayudarme —dijo ella— y no discutir mis órdenes. Has de luchar por retener el alimento que te den. Gracias a los dioses no es el cólera.

Al Talif se volvió a los dos médicos eminentes con su antigua mirada satírica, pero, con gran asombro por su parte, estos asintieron.

—Te dejamos, señor, en manos más competentes —dijo el viejo—. Vendremos a verte por la noche.

Vacilando, luego alzaron ceremoniosamente la mano libre de Aspasia y la besaron con deferencia. Al Talif quedó aún más asombrado. Ella recibió este espaldarazo con una breve inclinación de cabeza sintiéndose agradecida por no haberse tenido que enfrentar a unos médicos arios que la habrían despedido como a una esclava descarada. Ambos salían ahora respetuosos, y Aspasia sonrió a Al Talif con lágrimas en los ojos y, como los dedos de su amante se enredaran de pronto en la suave seda de sus cabellos, volvió la cabeza y los besó.

Las esclavas trajeron el agua fría con su mezcla de aguardiente y Aspasia bañó el cuerpo de Al Talif con ella. Le obligó a beber la leche con miel y sal, y le miró amenazadora cuando él hizo ademán de ir a vomitar.

—Sólo tendrás que beberla otra vez —dijo, y Al Talif se limitó a hacer una mueca.

Al cabo de una hora le dio a beber el caldo caliente de ternera. Mientras esperaba, se sentó junto a él en el suelo sin dejar de observarle todo el tiempo, apretando los dedos contra su muñeca y su garganta. El pulso febril fue haciéndose más lento. Mucho antes del anochecer dormía agotado.

Por la noche volvieron los médicos y examinaron a su paciente. Luego dijeron a Aspasia:

—Señora, has hecho volver a tu señor de las puertas de la muerte, y no sabemos si ha sido debido a tu solicitud o a tu tratamiento.

No le abandonó ni por un instante en muchos días, excepto para ir a bañarse y comer. No permitía que una esclava se le acercara sin lavarse primero las manos y el rostro con agua, jabón y vino. Observaba sus deposiciones. Le alimentaba con sus propias manos, riñéndole con firmeza cuando protestaba. Le bañaba varias veces al día con agua y aguardiente, y la fiebre seguía bajando.

—En una ocasión —le dijo un día— tú me acusaste de ser sólo una niña. Pero las mujeres maduran y dejan su infancia tras ellas. No pasa así, sin embargo, con los hombres, en especial cuando están enfermos. Son como niños petulantes e intransigentes.

Al Talif recuperaba ya las fuerzas de modo que pudo decir casi con su misma voz de antes:

—Esa es una ilusión de las mujeres.

—También lo que vemos en los hombres es una ilusión, y la más terrible de todas —respondió ella—. Si Hera, Artemisa, Deméter y Atenea no nos guardaran a nosotras las mujeres, y no nos confortaran y guiaran, la humanidad habría desaparecido hace tiempo de la tierra.

—¿Y habría sido eso tan terrible? —preguntó él en broma.

—En absoluto —dijo ella, y rieron juntos.

Jamás se habían demostrado tanta ternura y estado tan unidos, ni siquiera en un momento de pasión. Pero la resolución crecía en la mente de Aspasia, y sus labios tenían ahora una firmeza nueva. «Ya no soy joven —se recordaba a sí misma—. Tengo diecinueve años, y debo crearme mi propia vida antes que sea demasiado tarde. Las enfermedades de la edad atacan rápidamente a las mujeres». Luego sentía el corazón débil y abrumado, y lloraba cuando estaba sola.

Una tarde, al caer el sol, cuando Al Talif se incorporaba en la cama para tomar la comida que le había preparado, le dijo con ligereza:

—Te devolveré con buena salud a tus esposas y a tus mujeres; sólo por eso habrán de estarme agradecidas. Él hizo una pausa y la miró con ternura.

—No te has mencionado a ti misma, queridísima. Ella se volvió hacia la ventana donde el sol caía rojizo sobre un lago de esmeralda y dijo:

—Oigo vientos lejanos que despiertan ecos en mi alma.

La acarició él íntimamente sin comprender, y Aspasia sonrió entre lágrimas y luego le dio de comer. Al Talif no sabía ahora prescindir de sus cuidados y cuando dormía a su lado en los almohadones, se alzaba sobre un codo y contemplaba el rostro pálido de su amada.

Llegó a pensar que ya no era joven, pero que le era más preciosa que la vida misma, y que todas las demás mujeres no eran nada a su lado. Pero no hablaría de esto con Aspasia. No le comprendería, siendo una mujer. Ella suspiró en sueños y Al Talif se preguntó por qué suspiraría. «¿Vientos lejanos?», se dijo. Eran palabras ambiguas, pero las mujeres siempre tenían extraños caprichos que carecían de importancia. Le acarició el cabello y también él se durmió satisfecho.