13

Al Talif estaba a punto de ir a Damasco con una de sus caravanas y había invitado a Talias a que le acompañara, dejando que el guía de este último condujera su propia caravana hasta la ciudad. Talias, enterado del derroche en cuestión de comida, vino y muchachas que acompañaba a Al Talif en estas expediciones, aceptó gustosamente, soñando con las lujosas tiendas persas y las mujeres que cantarían y bailarían en su interior. También pensaba en Aspasia y se preguntaba si acompañaría a su señor.

El sátrapa estaba fuera esta tarde, poco antes del crepúsculo, y Talias, aburrido como de costumbre cuando no se hallaba enfrascado en alguna actividad, salió a pasear por los jardines tomándose un puñado de dátiles maduros. Hallaba opresivo el palacio con todos sus salones, sus fuentes y el recargado ambiente oriental. No le gustaba tampoco Damasco, pero vivía allí con su esposa —sólo tenía una— y por sus negocios, y con frecuencia le dominaba la nostalgia de Mileto o Grecia, ciudades que podía visitar cuando quería, y en particular Atenas. Todavía no se había atrevido a ir a Mileto, su lugar de nacimiento, pues podía ser reconocido y apresado como esclavo huido. En Grecia, sin embargo, hallaba descanso de la ampulosidad sofocante de Oriente, y se complacía en hablar su propia lengua con los comerciantes que le admiraban y respetaban, y en disfrutar, como él decía, de una comida honesta.

No miró a Kurda, y este tampoco pareció verle, ya que tenía la vista clavada en un punto del jardín; Talias volvió los ojos interesado en aquella dirección. Allí, a la sombra de un grupo de palmeras, se hallaba Aspasia sentada en un banco de mármol, cuyos brazos estaban tallados en forma de tigres persas. Era como una niña solitaria, enfrascada en sus pensamientos, su cuerpo y su túnica apenas más oscuros que la blanca piedra en que se sentaba. El corazón de Talias saltó de placer, pues con frecuencia la recordaba incluso entre los brazos de su esposa, y además la había amado. Advirtió la serena melancolía de su rostro. Tenía los ojos clavados en un estanque próximo, pero no parecía verlo. Se adelantó rápidamente por el sendero en dirección a ella, oyéndose el rechinar de la grava bajo sus botas elegantes.

Alzó Aspasia el rostro con aire ausente, pero al verle se demudó. Kurda se irguió en su puesto y se dijo: «¡Estos bárbaros deberían comprender que ningún invitado aborda a una mujer tan abiertamente, y sobre todo en ausencia del anfitrión, de los esclavos o el séquito!». Pero Talias, aún estando familiarizado con las costumbres de Oriente, lo olvidó todo en su deseo de hablar a solas a Aspasia y contemplarla más de cerca bajo esta luz brillante. Ella le vio aproximarse y se volvió alarmada hacia Kurda, que había dejado la puerta y se hallaba ahora en los escalones inferiores que llevaban al jardín, con el rostro ávido de curiosidad. Aspasia se movió, pero, cuando Talias se hallaba casi a su lado mirándola con una sonrisa luminosa, le dijo en voz muy baja:

—Cometes una gran imprudencia, Talias. Ese eunuco de allí es el jefe de todos y desea destruirme. Me vigila constantemente a la espera de poder informar a Al Talif de algo nulo por mi parte.

Talias se detuvo y su sonrisa desapareció:

—No le mires —susurró Aspasia—. No, no te sientes a mi lado. —Se levantó y le indicó con un gesto que se sentara, cosa que él hizo, quedando ella de pie ante Talias—. Simulemos que no nos conocemos en absoluto y que tú quieres divertirte un momento con mi compañía, y que me desdeñas.

—Aspasia… —dijo él con tristeza.

Su tono le conmovió y trató de sonreír.

—No soy desgraciada —dijo—. Hay horas, incluso días, en que vivo muy feliz y dichosa.

Asumía una actitud humilde, y Talias movió la cabeza. Dijo:

—¡Ah!, después de todo yo soy sólo un esclavo, pero nunca me he olvidado de ti, ni de lo que tú eres en verdad.

—¿Y qué soy yo? —preguntó ella con repentina amargura—. La concubina comprada por mi señor, poco más que una zorra. Sí, lo soy, pero no me siento desgraciada.

Se apartó un poco más de Talias y contempló una de las estatuas de bronce; él siguió su mirada y dijo:

—Son monstruosas, ¿verdad? ¿No crees que resumen lo que es el Oriente?

—Háblame de Grecia, y de Atenas, ciudades que nunca he visto —suplicó ella.

—¡Ah, Atenas! —exclamó Talias, y ella se llevó un dedo a los labios en señal de aviso. Talias bajó la voz—. Anda tan revuelta como el mar, con nuevas ideas, movimientos filosóficos y grandes hombres. ¿Has oído hablar de Pericles, el famoso hijo de Jantipo? Hace muchos años su padre tuvo gran preponderancia en Atenas, en la política; derrotó al resto de la flota de Jerjes en Micala. Jantipo fue un héroe, y su esposa Agarista, sobrina de Cleistene, fue la madre de Pericles. La familia de Agarista estaba relacionada con los antiguos tiranos de Sición y también pertenecía a la familia de los Alcmeonidas. Seguramente habrás oído hablar del ilustre Pericles.

—¿Pericles? —repitió Aspasia. Pensó por un instante—. Sí, creo que mi señor lo ha mencionado en tono de burla, pues los persas siguen creyendo que los griegos son bárbaros a pesar de sus victorias sobre Jerjes. ¿No es un político?

—Es mucho más que eso —respondió Talias, y añadió—: Pero Al Talif cita a los filósofos griegos con frecuencia, luego dudo que considere a Grecia una nación bárbara.

—En su opinión sólo Persia está realmente civilizada, aunque admite que los filósofos griegos llaman ahora la atención en todo el mundo. Me habla poco de la historia actual, o de la evolución de las naciones. Estos asuntos le aburren. Prefiere los temas intelectuales —y su sonrisa era amarga de nuevo al recordar el harén de Al Talif—. Su biblioteca se ve de continuo incrementada con las obras de muchos filósofos, y está convencido de que los persas son más sutiles, maduros y, desde luego, más profundos. Me permite acudir a su biblioteca y leer lo que quiero, pero hasta ahora me he limitado a los filósofos griegos, pues mi conocimiento de las otras lenguas no es demasiado bueno.

—Estás tan recluida aquí como cuando eras una doncella en casa de Targelia —dijo Talias con piedad.

—En cierta medida más aún —confesó Aspasia—. No salgo sino a la plaza del mercado. Y no tengo compañeras ni amigas. ¡Ah!, no me mires con tanta compasión, querido Talias. Ya te he dicho que muchas veces me siento feliz.

—Sí, él es un intelectual —admitió Talias, al que fascinaba la personalidad de Al Talif—, pero también un comerciante, muy rico y prudente. ¿Por qué no te habla de lo que ve y oye en las ciudades que visitan sus caravanas?

—Tan sólo soy una mujer —dijo Aspasia, pero sonrió—. Sin embargo sí conversa conmigo de todo aquello que no se refiere al presente inmediato.

Tenemos conversaciones eruditas cuando estamos a solas —su sonrisa era amarga de nuevo—. Háblame del famoso Pericles.

Había orgullo en la voz de Talias cuando dijo:

—Es un estadista, y más que eso, y está casado con la hija de un noble linaje. Tiene dos hijos y es muy rico. Fue educado por Zenón de Elba, que le enseñó el poder de la dialéctica, y por Anaxágoras, el astrónomo de mayor fama. Es por eso que la elocuencia de Pericles es capaz de dar vida al mármol. Incluso de conmover a esa maldita ekklesia. Contribuyó a la condena de Cimón, acusado de cohecho, después de sus campañas en Tasia. También atacó al Areópago hace dos años y permitió que su colega Efialto recibiera todos los parabienes por la decisión de renunciar a la alianza espartana y la liga con Tesalia y Argos, aunque ambas cosas fueron en realidad obra de Pericles, que dejó que el otro, mayor que él, fuera alabado por ellas. Pericles es un hombre de honor, discreción y tolerancia.

—¡Ah! —dijo Aspasia—, todos esos nombres nada me dicen. Me he convertido en una ignorante.

—¡Ah! —repitió Talias como un eco—. Continuaré: Cuando Efialto fue asesinado, Pericles heredó el cargo supremo del Estado. No ha abandonado el sueño de Efialto, que deseaba que los ciudadanos de Atenas se gobernaran por sí mismos, y constantemente desafía a la Iglesia, pues, no sólo es osado sino también valiente.

Miró a Aspasia con aire reflexivo.

—Pericles tiene una hetaira como compañera. ¡Ojalá lo fueras tú, hermosa Aspasia! Esta esbozó una sonrisa. Talias continuó:

—Pericles posee una mente noble y le enoja el dominio opresivo de la Iglesia y su intolerancia religiosa. Se dice que ha comentado con sus amigos que Atenas necesita un rejuvenecimiento de mente y cuerpo. Muchos están de acuerdo con él, pero, de momento, eso no añade nada a su popularidad. Sin embargo, Pericles es como Zeus: no teme lanzar sus rayos, pues, por su carácter parece un ser del Olimpo; es famoso por su noble porte y por su dignidad, que le hace semejante a un dios. También es hermoso, y orgulloso —Talias vaciló—. Dicen que tiene la cabeza deformada y que por eso lleva casi siempre un yelmo muy alto, pero podrían ser habladurías.

Aspasia guardó silencio, y la melancolía cubrió de nuevo su rostro. Viendo esto Talias, de natural bondadoso, dijo en un impulso:

—¡Ah, si yo pudiera ayudarte como tú lo hiciste, Aspasia! Se obligó a sonreír otra vez.

—No fui del todo generosa, mi querido Talias. Pero no me has contado cómo te las arreglaste cuando huiste de Mileto.

—Cogí el primer navío y, tras un viaje muy largo, llegué a Damasco. Me hice amigo de un viejo mercader que no tenía hijos. Era de la tierra de Israel y me case con su hija. —Hizo una pausa y su sonrisa se hizo más amplia—. Me convertí a su religión, y yo… —se detuvo y Aspasia se echó a reír, y él rió también—… fui debidamente circuncidado, y aunque mi suegro, que es muy devoto, me mira con cierta suspicacia, no tiene razones para quejarse. Todavía me quedaba mucho oro del que tú me diste, pues, lo utilicé con prudencia, y lo invertí con Efraín. No soy un don nadie en Damasco —y bajó los ojos alegres en una parodia de humildad que obligó a la muchacha a reír.

—Me alegro de que hayas triunfado de ese modo.

Talias se levantó e hizo un ademán de cogerla de la mano, pero ella volvió a agitar la cabeza en señal de aviso.

—Es mejor que me dejes ahora, Talias-Damos, y que los dioses te acompañen.

Miró a Kurda, que seguía de pie en los escalones con las manos en las caderas y las piernas muy abiertas, en actitud viril. Clavaba los ojos con gran avidez en los jóvenes, y trataba incluso de oír lo que decían. Pero ambos hablaban en voz muy baja.

Talias dijo ahora:

—Que los dioses, y también Jehová, te acompañen, Aspasia. Tal vez nunca volvamos a vernos.

Con el pensamiento puesto en Kurda ella se inclinó en una reverencia ceremoniosa y Talias le devolvió asimismo el saludo. Luego pasó ante Kurda con una sonrisa, pero el eunuco le miró con furia y no se movió, de modo que Talias tuvo que desviarse de su camino. Aspasia se sentó de nuevo en el banco y pensó en todo cuanto Talias le había contado y se dijo:

—Estoy encerrada aquí, como una ninfa en una campana de cristal; quizá me asemeje a Dríope, que fue transformada en un árbol, y si me cojo el cabello para asegurarme de que aún soy una mujer, mis manos se llenan de hojas…

Luego rió mientras suspiraba:

—Pero las hojas son fragantes y brillan como la plata, y mi destino podría ser peor.

Kurda acudió junto Al Talif, inclinó la cabeza casi hasta las rodillas y dijo:

—Señor, la extranjera ha sido imprudente otra vez. Al Talif frunció el ceño con impaciencia.

—¿Es que ha vuelto a molestar a mis mujeres a pesar de mis órdenes?

—¡Ah, señor! ¡Si sólo fuera eso! Es mucho peor —Kurda asumía el gesto y la postura de un actor de tragedia, y Al Talif hubo de reprimir una sonrisa…

—Dime —le ordenó.

Kurda vaciló. Sabía que Talias era un huésped honrado de la casa, y por ello había preparado la historia por adelantado y dijo:

—Tu noble amigo Damos, señor, estaba paseando por el jardín justo antes del crepúsculo y la extranjera se le acercó atrevida y abiertamente y habló con él. Sin duda tu amigo la habría dejado, pero ella le obligó a sentarse en un banco de mármol y, como no deseaba ofender a nadie de tu casa, señor, él hubo de someterse a sus deseos. La mujer quedó en pie ante él, y conversaron. Traté de oír la conversación, pero hablaban en voz muy baja.

El rostro de Al Talif era inescrutable.

—Las mujeres de Mileto no viven tan recluidas como las nuestras, y mi invitado es de Atenas, donde las mujeres gozan de mayor libertad todavía. Despidió a Kurda, vencido por la desilusión. Al Talif se sentía dolido por la imprudencia de Aspasia. Kurda, a pesar de su malicia, no había descubierto nada excesivamente malo, y Al Talif, conociendo a Aspasia, no creía que se hubiera acercado con tanta osadía y descaro a Damos. En cuanto a este, casado con una israelita, sin duda estaba acostumbrado a una actitud más tolerante en lo referente a las mujeres. Aspasia se negaba con frecuencia a llevar velo en el palacio o en los jardines como el resto del harén y Al Talif se lo había permitido. Era una mujer hermosa y la había sentado a sus pies hacía dos noches para conversar con ella ante sus invitados, de modo que Damos habría adivinado con toda seguridad que Aspasia disfrutaba de una posición única en esta casa y sólo se habría querido mostrar cortés. Al Talif se golpeó los dientes con el índice y envió a buscarla.

Pronto entró Aspasia en la cámara. Al Talif le tendió la mano y ella acudió al punto a su lado y cayó a sus pies. Como siempre, su hermoso rostro brillaba ante su presencia. Le sirvió él una copa de vino y se la puso suavemente en la mano, besando su muñeca. Ella apoyó la mejilla en su hombro y suspiró. Una fragancia ligera de lirios surgía de su cuerpo y Al Talif quedó complacido, pues, era su perfume favorito.

—He oído decir, mi blanco cisne, que hoy has sido imprudente —dijo. Aspasia se sobresaltó y él no dejó de advertirlo. Los pensamientos de la muchacha giraban en torno a Kurda. ¿Habría oído algo en el jardín?

¿Escucharía las palabras de afecto y admiración que pronunciara Talias? Se prohibió a sí misma temblar y dijo:

—¿En qué te he ofendido, mi señor?

—No es costumbre nuestra, Aspasia, que las mujeres se dirijan a los extranjeros y conversen con ellos en secreto. Se esforzó a reír con ligereza.

¡Oh, ese Kurda! ¡Tiene la mente de un cerdo! En cuanto a mi conversación con… tu invitado…, se llama Damos, ¿no…?, se refería tan sólo a las niñas que le diste para su esposa.

Al Talif la estudiaba de cerca.

—¿Y cómo se desarrolló esa conversación, amada mía? Ella contestó inmediatamente:

—Le dije que rogaría a los dioses para que su esposa amara a las pequeñas y las aceptara en su casa como una madre. Al Talif agitó la cabeza con exasperación burlona.

—Eres muy terca, en verdad. ¿Querías asegurarte de que las niñas no serían utilizadas para el propósito original? Aspasia sabía que la mejor defensa era la osadía. Se inclinó hacia él y le dio un largo beso en la boca.

—¿Acaso una mujer puede confiar en un hombre? —preguntó—. Es cierto que quería asegurarme. ¿No merecía eso al menos, después del castigo que me infligiste?

Se quitó la túnica de los hombros y la espalda y le mostró las heridas que iban ya sanando; luego dejó resbalar la túnica de modo que los hermosos senos quedaran ante sus ojos. Le miró con aire inocente, como si esto hubiera sido un accidente, y el rostro de Al Talif enrojeció. Le puso una mano en el pecho y sintió los fuertes latidos de su corazón, y creyó que eran de pasión y no de temor.

—Hay ocasiones —dijo— en que creo que eres una verdadera niña. —La besó en los senos y Aspasia cerró los ojos con alivio, dando gracias mentalmente a Targelia por haberle enseñado sus trucos y el dominio propio—. Te perdono tu osadía.

De pronto recordó algo en lo que había estado pensando todo el día en la ciudad.

—Debo salir mañana para Damasco —dijo—. Estaré fuera algún tiempo. He pensado que iba a echarte mucho de menos, mi dulce tesoro, y que sería excesiva mi impaciencia por volver a tus brazos. He decidido, por tanto, no negarme el placer de mirarte y recibir tus besos. Te llevaré conmigo.

El gozo y asombro de Aspasia al oírle le gratificó. Ella le retenía las manos sobre sus senos y ahora no necesitaba disimular.

—Señor —dijo—, si tú creías echarme de menos en esa gran ciudad, rodeado como estarías de tus mujeres, ¡cuánto más te habría deseado yo quedándome aquí sola, soñando contigo en mi lecho y aguardando con anhelo tu regreso!

Advirtió él la sinceridad y la alegría que reflejaba su voz, y pensó que era la primera vez que podía sentirse seguro de que no le engañaba con una pasión aprendida. Aquello le conmovió, y luego se avergonzó de su satisfacción.

—Pero llevarás siempre el velo, en todo momento —dijo acariciándola—. Te he permitido ir sin él aquí en mi casa, pero eso es imposible durante el viaje, o en Damasco. No quiero que nadie vea tu rostro y desee matarme para raptarte.

—¿Como el toro que raptó a Europa? —se echó a reír y agitó la cabeza—. He oído decir que las mujeres de Damasco son grandes beldades.

—No, son extraordinariamente feas —contestó Al Talif—. Los hombres son guapos y corrompidos, y las mujeres virtuosas, aunque son una ofensa para la vista. Llevan velo, pero no para ocultar su rostro, sino para no molestar a los hombres con su fealdad. Si los de Damasco vieran tu hermosura, dulce Isis, perderían la cabeza.

La atrajo hacia sí sobre el diván y ella pensó al abrazarle: «¡Ay, yo le amo y esto va a ser una tragedia para mí. Pero Al Talif no lo sabrá nunca!».