6

Agarista habló a su hijo con aquella firmeza altiva que adoptara hacia él durante los últimos años, pues temía que, desde la muerte de Jantipo, Pericles la juzgara poco digna de interés.

—Ya estás en edad de casarte y engendrar hijos a la memoria de tu padre.

Pericles se mostraba invariablemente amable y cortés con su madre, pero ya no la tomaba en serio.

—Bueno —dijo—, tal vez sólo engendrara hijas. Agarista se negó a admitir esa broma e insistió:

—He pensado en mi amada sobrina Dejanira.

Pericles no tuvo que simular incredulidad y aversión.

—¡Dejanira! ¿La viuda de Hipónico? Es mayor que yo. Por lo menos tiene veintiséis años, y un hijo, Calias.

—Al que todos apodan «el rico» —dijo Agarista—. Las riquezas no son de despreciar, ya que todos somos aristócratas.

Estaban sentados en el pórtico exterior desde el que contemplaban la ciudad de Atenas, que parecía flotar bajo la luz cálida del próximo crepúsculo. Las colinas distantes, de color jade y lavanda, y plata también, envolvían la ciudad como un cuenco esmaltado.

—Creo que te burlas, madre mía —dijo Pericles, vestido sólo con una túnica corta a causa del calor. Cruzó las piernas blancas y miró a su madre con un gesto que intentaba aparentar ternura e indulgencia—. No sólo es mayor que yo, y viuda, y con un hijo, sino que además es tonta, fea, baja y gorda, y parece una cerda enfurruñada. Su voz es como una lira desafinada, aguda y chillona, y escucharla es una ofensa para los oídos. Desde luego hablarás en broma.

El rostro de Agarista, todavía hermoso y augusto, enrojeció de rabia.

—¿Prefieres a tu hetaira, esa mujer innoble y desvergonzada que es médico?

—Por lo menos mi Helena es inteligente, una delicia para la vista y de mi misma edad, y sus palabras siempre son alegres, mientras que la conversación de Dejanira, como la cabeza de Medusa, es capaz de convertir a cualquiera en piedra de puro aburrimiento. Cuando no está quejándose es que está gimiendo, y si no se dedica a comer, es porque está durmiendo. Además suda, y huele mal, y ni la esencia de rosas que usa con prodigalidad puede borrar ese olor. ¿Es que no se baña nunca? Las ropas le flotan en torno al cuerpo como si fuera un barril, como si siempre estuviera embarazada, y sus peplos y túnicas, aunque costosos, más parecen las ropas de una esclava que trabajara en el campo, y están igual de sucios. También camina como un pato.

Se levantó dando por terminada aquella conversación absurda. Incluso guiñó sonriente a su madre. Pero esta tenía la insistencia de una abeja atraída por un plato de miel, y, cuanto más se resistía Pericles, más terca se mostraba.

—Tus observaciones son obscenas, hijo mío —dijo—, asquerosas e indignas de un aristócrata. ¿Es que el aspecto es lo más importante para ti?

—Siempre has dicho, madre, que el aspecto es lo más importante, aunque ahora lo niegues.

Sentíase ligeramente irascible y no sólo por Dejanira sino por temor a enojar demasiado a su madre, pues, ¿no había dicho su hermosa Helena que el corazón de Agarista no andaba bien, como se manifestaba en su palidez constante y en el latir de las venas en su blanco cuello cuando estaba algo agitada? Pericles amaba todavía a su madre aunque últimamente le irritaba más y más con sus pretensiones y arrogancia. Era ya un notable soldado y estaba metiéndose en política, en la que todavía no había alcanzado demasiado éxito.

Agarista dijo, ignorando la última observación hecha por su hijo:

—Te olvidas de que su padre es un arconte, un importante magistrado de Atenas en estos momentos, y puede suponerte una ayuda muy valiosa.

Pericles la miró en silencio. Sentíase sorprendido como siempre que Agarista revelaba haber comprendido con agudeza las ambiciones e ideas de otros. En esas ocasiones pensaba que su madre podía ser tonta en algunos aspectos y hablar de cosas sin sentido, pero que también tenía una mente clara, y era inteligente. Todavía no le había comunicado él que la política le atraía profundamente; sin embargo, y en cierto modo, ella lo sabía, si bien Pericles sólo había confiado sus intenciones a Anaxágoras, a quien su madre despreciaba.

—Debe haber pagado muchos sobornos para que lo eligieran —dijo.

—¡Mi hermano no sobornaría a nadie! —gritó Agarista muy pálida y temblorosa—. ¡Pertenecemos a una casa honorable!

—Incluso los aristócratas aman el poder y, en segundo lugar, el dinero, por vulgar que esto aparezca, y están bien dispuestos a utilizarlo para lograr sus ambiciones.

Sin embargo ni él mismo creía que el arconte, hombre orgulloso y repelentemente virtuoso, hubiera comprado los votos. Habría utilizado su influencia, sí, para procurarse lo que deseaba, pero nunca el oro, y no en verdad porque despreciara el dinero, sino porque la influencia era más elegante y no olía de modo tan ofensivo en público. Además, a la influencia no se le podía seguir la pista, hecho en el que arconte, en extremo prudente, debía haber meditado con todo cuidado. Pericles nunca había apreciado a su tío, y Jantipo le había detestado y con frecuencia se había burlado de él con gran diversión de su hijo.

Agarista seguía protestando por las observaciones de Pericles acerca de su tío, pero él ya no la escuchaba. Meditaba con una mueca de amargura. ¿Sería la abominable Dejanira su camino más rápido en el campo de la política? Tembló al pensar en ella, pero era extraordinariamente ambicioso. Odiaba a la ekklesia por su opresión y la corrupción en que tenía sumida a Atenas, por su democracia degenerada. Él creía que, metido en la política, podía conseguir la liberación de Atenas y su nuevo imperio, hacerla grande y libre y prepararla para hazañas gloriosas. En ocasiones creía sentir en realidad el corazón de la ciudad, latente pero ahogado, bajo sus pies, y anhelaba darle la oportunidad de expandirse y alcanzar la gloria. Los militares tenían poca influencia en el gobierno. Un hombre de resolución, decidido a que su amado país extendiera sus alas brillantes sobre el mundo, tenía un sólo acceso al necesario poder: la política. Incluso el profundo Anaxágoras lo había admitido así, aunque con tristeza y deplorando el hecho.

«¿Puedo soportar a Dejanira por el bien de Atenas?», pensó, y comprendió bien la respuesta. Podía evitarla en el lecho, pero eso encolerizaría a su padre. Sin embargo, ¿cómo engendrar hijos con ella si le era tan repulsiva como a los aristócratas empobrecidos que necesitaban dinero? «Tendría que taponarme la nariz cuando me la llevara al lecho. ¿Y qué hijos tendría con ella? ¿Se asemejarían a los cerdos, como su madre? ¿Merece la pena engendrar tales hijos por Atenas?». ¡Ay!, ya sabía la respuesta. Atenas, su adorado país, valía cualquier cosa que un hombre pudiera ofrecerle, cualquier sacrificio sería poco. Se le revolvía el estómago, pero dijo a su madre:

—Déjame que lo piense. Tal vez puedas inducirla a que se lave y huela un poco menos, aunque sólo sea para la noche le bodas.

—Tu observación no sólo es asquerosa sino poco amable —dijo Agarista. Pero sabía que había ganado y esbozó una sonrisa fría y delicada—. Dejanira es una joven sana y tú no estás acostumbrado a la fragancia de la salud. Prefieres los olores de las cámaras cerradas donde tú y tus compañeros os atiborráis de vino y ajo y os divertís lascivamente con mujeres perversas. Como tu Helena, que no respeta a su sexo y ha de meterse en los mataderos de los cirujanos y llenarse de porquería y olvidar que es una mujer.

Pericles se echó a reír:

—Nunca he observado que se olvide de que es una mujer —dijo, y Agarista enrojeció por la intención de sus palabras y apartó la cabeza como para no ver algo increíblemente lascivo.

Alzó la mano para protegerse de cualquier otra mención de Helena, gesto que Pericles encontró a la vez enojoso y afectado. Helena era como una rosa en capullo a punto de abrirse, y tan sincera como cualquier joven nada sofisticada; además, tenía inteligencia, sentido del humor, y una amarga comprensión de la humanidad. Grande, alta y algo gruesa, Helena era para Pericles una joven Hera, pero sin la petulancia y celos de esta. Su risa era ruidosa y franca, apreciaba las bromas más que nadie y no simulaba horror ante un chiste grosero de los campamentos militares. Más bien lo disfrutaba, e incluso le añadía un epigrama.

«Puedo olvidar a Dejanira en brazos de Helena —pensó Pericles sonriendo cariñosamente—, aunque Helena no es propiedad de nadie, sino de ella misma, y su lecho sólo se me ofrece en pocas ocasiones».

Agarista le observaba con agudeza. «¡Cómo se parece a un joven Apolo!» —pensó—. A pesar de la frente demasiado alta, algo grotesca, y que empequeñece sus rasgos perfectos, es el hombre más hermoso de Atenas y en su perfil se refleja la fuerza, además de la inteligencia. ¿Quién puede compararse con mi hijo? Su futuro está asegurado. Dejanira parece una hija de Erisictón, que llegó a devorar su propia carne por el ansia insaciable de comida, pues, ¿no adora ella la mesa como si fuera el altar de su grueso cuerpo? Cierto, pero también es muy rica, y mi hermano poderoso, y ayudará a Pericles. Dejanira no le molestará mucho, pues los hombres son hombres y buscan consuelo entre las mujeres. La belleza no es necesaria en una esposa, ni tampoco es demasiado estimada por el marido al cabo de los años, pues estos se acostumbran a las esposas y las abandonan, por hermosas que sean. «¿Acaso mi marido no prefería la compañía de una hetaira a la mía?».

Zenón de Elea se había retirado a su pequeña propiedad sintiéndose agradecido. Su puesto en la vida de Pericles fue ocupado por Anaxágoras, como compañero y amigo muy querido, y de este aprendió Pericles ascetismo y la capacidad de conservar la dignidad en todas ocasiones, incluso ante la mayor provocación. Anaxágoras había nacido en Clasomene, diez años antes que Pericles, y ahora tenía unos treinta y tres años. Había llegado a Atenas hacía un año procedente de Asia Menor, atraído a la ciudad griega por su cultura y su fama como sede de los filósofos, aunque estos iban siendo rápidamente víctimas de la ekklesia cada vez más implacable y cruel en la persecución y exterminio de cuantos disentían de ella.

Anaxágoras era un hombre alto y delgado, de rostro grave y alargado, con una boca sensible y una nariz larga y fina, de afilada punta. Su frente estaba siempre serena, los pómulos se marcaban agudamente bajo la piel y, sobre ellos, los ojos más grandes y azules que Pericles viera en su vida, llenos de inteligencia y con un gran sentido del ridículo. Aunque ya de mediana edad, caminaba con la gracia de la juventud. Sus gestos eran disciplinados pero elocuentes. Los cabellos oscuros semejaban estar pintados sobre un cráneo frágil, y las orejas, si bien extraordinariamente grandes, eran traslúcidas, de modo que parecían rosadas contra la palidez natural de su rostro.

Su fama como matemático y astrónomo le había precedido en Atenas, donde se viera recibido con los aplausos y el afecto de sus colegas atenienses, aunque la ekklesia siempre vigilante, dominó su entusiasmo sin gran dificultad. Empezó a mirarle con suspicacia a causa de sus conocimientos científicos, sus enseñanzas y escritos. En contra de las convicciones de la ekklesia, cuyos conceptos de la Divinidad eran en exceso limitados, fijos y dogmáticos, y por tanto más vehementes y apasionados, Anaxágoras era culpable de hacer preguntas, de avanzar hipótesis dudosas y de sacar conclusiones en absoluto ortodoxas.

Su único defecto era su impaciencia con los tontos —al contrario que el amable Zenón, que se limitaba a compadecerles— y podía mostrarse brusco con la estulticia, viniera de donde viniera, y rechazarla sin disculpa. Le enojaba especialmente que la ekklesia, en tiempos un cuerpo legal, noble y representativo de los ciudadanos votantes, según estableciera Solón, se hubiese convertido en un cuerpo innoble de inquisidores que aceptaban cualquier acusación pública o privada contra las figuras que les disgustaban. Aunque hubiera en ese cuerpo legislativo pocos sacerdotes, estaba más o menos dominado por ellos y temía su supuesta taumaturgia y su intimidad con los dioses.

—La libertad —decía Anaxágoras— es la posesión más deseada del hombre, a la que siguen los conocimientos y la sabiduría, que no pueden existir sin la libertad. Pero esta, a menos que se halle salvaguardada por una constitución inmutable, se convierte en el instrumento de los tiranos que utilizan su propia libertad para destruir la de los demás.

Formaban parte de la ekklesia muchos ignorantes cuyo único derecho a sentirse orgullosos consistía en saberse hombres libres y ciudadanos votantes de Atenas, y que eran conformistas piadosos. Cuando Anaxágoras, al presentar su método científico, declaró que podía predecir los eclipses y que estos no eran un capricho repentino de los dioses, la ekklesia quedó horrorizada y dudó si debía pronunciar o no las maldiciones «contra aquellos que engañan al pueblo». No llevaba Anaxágoras ni dos años en Atenas cuando se inició el debate.

—Conviene ser prudente —le dijo Pericles una vez.

—La prudencia —respondió Anaxágoras— es el último refugio del cobarde. Sin embargo —añadió viendo la sonrisa juvenil de Pericles— es una virtud en el valiente. No hablo con paradojas, como tu maestro anterior, Zenón, pues la ciencia no reconoce las paradojas como característica de la Deidad, sino como un problema natural que desafía y puede contener una solución que explicaría que esas paradojas no existen en absoluto y sólo bullen en la mente de los hombres sin información. Los prodigios piadosos no tienen lugar en el reino de la ciencia, sino sólo los hechos.

—Aún queda el misterio del hombre —dijo Pericles.

—Entonces meditemos en ello y tal vez logremos desvelarlo —dijo su amigo.

Como todos los científicos, estaba seguro de que no existían los misterios y que, mediante el empleo de la exploración científica, los velos irían cayendo uno a uno. En cierto modo era dogmático también, y Pericles lo comprendía. Si Anaxágoras tenía alguna debilidad, consistía esta en su insistencia de que el método científico, y los científicos mismos, impedirían el caos. A pesar de la oposición, introdujo la investigación científica en Atenas desde Jonia y, más tarde, había de influir notablemente en Sócrates. Él creía que el núcleo de los conocimientos estaba ya completo, pero que, debido a cierta degeneración, el hombre había perdido la capacidad de penetrar hasta el fondo del mismo.

—Luego crees en la Deidad, que ha conservado ese núcleo de conocimientos para el uso del hombre —decía Pericles. Ante esta pregunta los ojos azules de Anaxágoras adoptaron una mirada grave.

—Un científico que no sea consciente del Ánima Mundi es tan mezquino como la misma ekklesia, y no puede ser denominado erudito —contestaba. El prodigio de sus descubrimientos, decía, consistía en las maravillas que la investigación revelaba y en su propia perfección.

—Nadie debe acercarse a la ciencia sin espíritu de reverenda, pues sin ella sólo hay arrogancia, vanagloria y presunción, y estas destruyen el espíritu auténtico de la investigación científica.

Se exaltaba ante cada descubrimiento. También había amabilidad en él; compadecía a la humanidad y era la caridad personificada. Pericles le consideraba el hombre más sabio y magnífico de todos, y tenía sobre él una influencia suprema, pues era el único que se había aproximado realmente a la auténtica grandeza.

Anaxágoras no sólo enseñaba en las columnatas del Ágora a los jóvenes y estudiantes, sino que tenía una pequeña academia en la que cobraba un precio muy bajo a los alumnos. Pronto despedía a los jóvenes cuya inteligencia no aprobaba, y a los materialistas también.

—Es cierto que todas las cosas están gobernadas por leyes naturales —decía—, pero la ley implica un legislador, y el que cree que todo viene de la suerte ciega es tan idiota como el que niega que exista la suerte.

—Entonces la Divinidad es caprichosa —decía Pericles riendo, a lo que Anaxágoras contestaba:

—También la Divinidad tiene sentido del humor. Sólo hay que observar a los animales en sus juegos. Yo no hablo de los juegos creados por el hombre, sino de las travesuras espontáneas de los inocentes.

Enseñaba que había una Unidad en todos los universos, desde los soles, al más pequeño campo de flores, y que la diversidad entre las especies, y la infinita variedad manifiesta incluso a los ojos del más torpe de los hombres, eran revelaciones de la Mente divina que gobernaba el caos aparente, y que era ilimitada e incomprensible.

—Esa Mente está eternamente en movimiento —enseñaba— y de esta, surgen todas las cosas, desde la maravillosa configuración de una concha marina a la traslación de las estrellas. Si esa Mente cesara en sus movimientos, que son creatividad, entonces todo desaparecería y dejaría de existir. Todo sería vacío, nada.

Cuando se le acusaba de impiedad por insistir en el «mecanismo» del universo contestaba que este era un ejercicio semántico y que «mecanismo» significaba la ley de la Mente divina; entonces se le acusó de inconsistencia, pues, ¿no implicaba la palabra «mecanismo» una máquina no gobernada por la Mente creativa? Entonces alzaba las manos desesperado.

En su opinión, las matemáticas no eran un tema aburrido, sino una investigación en las obras y la ley del Ánima Mundi, y un misterio maravilloso.

Introdujo una teoría del esoterismo en las matemáticas. Se le atacaba con sus propias palabras de que «no había misterios», y él contestaba que su definición de ese concepto no era la misma que la de otros. Como Zenón de Elea, afirmaba que la especulación era el primer paso hacia la comprensión y solución de los misterios corrientes. Pero el Misterio de la Deidad no podía ser comprendido por el hombre. La ekklesia decía que Anaxágoras suponía realmente un peligro para el pueblo, pues todo lo que decía no sólo confundía la filosofía —según ellos la entendían— sino que asustaba a «las mentes sencillas». Cuando él dijo que las «mentes sencillas» no ocupaban lugar en la filosofía, se le acusó de la misma arrogancia que él acusaba y despreciaba. La ekklesia afirmó que esto era una manifestación de su desprecio hacia la gente vulgar y que, por tanto, era su enemigo. Al oír esto, Anaxágoras se reía a gusto.

—Se diría que he atacado a la misma ekklesia, pues con seguridad que todas sus gentes son vulgares.

No podía tolerar a los que se oponían a la investigación por «impía» que pareciera.

—La única impiedad —decía— es la negación de que la Mente Divina sea superior a la mente del hombre.

Pericles asistía a sus clases y experimentaba, como siempre, gran excitación y exaltación de espíritu al escuchar las enseñanzas de este hombre majestuoso. Advertía que hacía rápidos progresos y que se desarrollaban sus conocimientos. Anaxágoras perfeccionaba y alentaba sus sueños acerca de Grecia más que los otros maestros. Él fue quien le dijo que se enfrascaba demasiado en las artes de la guerra y de la política. Pericles se burló.

—¿Es que la mente humana puede contenerlo todo? —a lo que el filósofo contestó:

—No existen limitaciones a la mente del hombre, ni hay términos para sus especulaciones, a no ser que sea perezoso y se diga a sí mismo que su mente sólo puede abarcar tales materias y que es preciso decidir qué es importante y qué no. ¿Quiénes somos nosotros para decidir la importancia de cualquier cosa?

—Excepto la verdad —contestaba Pericles con irónica solemnidad—. ¿No lo has dicho tú mismo, tú, el científico? Anaxágoras refutaba:

—Incluso la verdad está sujeta a modificaciones, y nosotros lo admitimos… si somos realmente científicos. —Y añadió—: Hasta la propia realidad cambia y se transforma cuando el hombre la percibe.

Pericles había oído hablar de Fidias, que tenía la misma edad de Anaxágoras, pero como vivía tan ocupado aún no le conocía personalmente. Anaxágoras puso remedio a esto. Llevó a Pericles al estudio del escultor, que ahora tenía fama considerable. Ya había realizado la incomparable Atenea para Pelene, y el memorial de Maratón en Delfos. La poderosa estatua en bronce de Atenea, que se alzaba sobre la Acrópolis y era el punto de mira que guiaba a los hombres de mar, había sido diseñada y llevada a cabo por él. Instruía a muchos estudiantes y algunos de los más dotados le copiaban con maestría.

Era ateniense, hijo de Carmides, y, a pesar de ser muy joven, estaba calvo ya; tenía una sonrisa muy dulce, infinitamente conmovedora y humilde. Su cuerpo era esbelto como el de un jovenzuelo y su rostro, algo grueso, sonrosado y franco, lo que le daba un aspecto atractivo. Tenía un taller tan modesto como él mismo, e igual de polvoriento y manchado de pintura y restos de metal, pero era ruidoso incluso cuando Fidias no trabajaba. Saludó a Anaxágoras con afecto apoyando amablemente la mano en su hombro y mirándole sonriente a los ojos. Daba la impresión de creer que Anaxágoras se rebajaba al visitarle, y, en consecuencia, le estaba muy agradecido. Miró a Pericles con cierta timidez, pues temía a los desconocidos. Le había visto a distancia, en el teatro, en los salones de la ekklesia y en los juegos, y sabía quién era.

—Mi amigo Pericles, soldado notable y, ¡ay!, un político en ciernes, estaba ansioso de conocerte, querido amigo —dijo Anaxágoras.

Iba tan humildemente vestido como el famoso escultor, pero nada podía ocultar su aire de grandeza y dominio propio. Fidias llevó a sus dos visitantes al exterior del taller, bajo la luz del sol. Había allí un jardín, pequeño pero muy bien cuidado, de mirtos, robles y sicómoros que bordeaban los senderos de grava, y un sólo macizo de flores, con una fuente en el centro, en la que se alzaba una de sus obras: una estatuilla maravillosa de Psique con una mariposa en el hombro, las alas extendidas, y un pie delicadamente posado en el pedestal. El metal había sido pulido por el agua que corría sobre la estatua, de modo que ahora parecía oro brillante al cálido sol. Estaba trabajada con tal perfección que semejaba estar viva, como si las minúsculas venas de las manos y los tobillos latieran a impulsos de la sangre palpitante. Una sonrisa de curiosidad y anhelo virginal alegraba su rostro encantador; un deseo ardiente de amor. Pericles se acercó a la fuente a admirar esta obra y sintió deseos de poseerla. Fidias le observó con expresión agradecida y pensó: «Aunque este joven resulte indudablemente algo pomposo de modales y palabras, e incluso presumido, hay algo espléndido en él, algo regio y sincero». Como si Pericles hubiera podido oírle se volvió de pronto y sus ojos se cruzaron con los de Fidias. Él se dijo entonces que allí había un gran hombre, un ser capaz de entender más de lo que uno podía adivinar, por sencilla que fuera su conducta. Ahora comprendió Pericles lo que quiso decir Zenón cuando explicó que sólo el hombre mezquino hablaba con pomposidad y tenía una gran opinión de sí mismo. ¡Ah!, sin embargo, los verdaderamente grandes eran ignorados con frecuencia por la plebe e incluso por el gobierno y los hombres prominentes, ya que no tenían pretensiones. El mismo Pericles reconocía que también en ocasiones había sido culpable de un desprecio manifiesto, y de rebajar a los demás cuando se impacientaba.

Un estudiante trajo vino, queso, aceitunas, miel y pan a una mesa de madera sin pulir a la sombra de un roble, y un plato de dátiles e higos. Fidias no se disculpó hipócritamente por la sencillez de aquel refrigerio y los tres se sentaron y comieron y bebieron. Pericles advirtió que la comida tenía muy poca importancia para el escultor, así como para Anaxágoras. El vino era execrable y barato; sin embargo, Fidias no era pobre. «Quizá sea tan sobrio con respecto a la comida y el vino como con el dinero», se dijo Pericles. Allá en el fondo del taller se escuchaba el martillar constante y el sonido de voces juveniles.

—Mi sueño —dijo Fidias con voz vacilante que imploraba perdón por sus palabras— consiste en ver Atenas como el centro supremo de la belleza, y no sólo de la filosofía y la ciencia.

Miró meditabundo a la Acrópolis y su rostro tenía una expresión soñadora y sublime.

—Veo un templo allí, dedicado a Atenea Partenos, y una estatua de la diosa ante él, de marfil y oro, una figura grandiosa bañada por la luz del amanecer, heroica, terrible y dominadora bajo la Aurora y brillante contra el cielo azul.

—No es un sueño imposible —dijo Pericles y Fidias quedó complacido de nuevo ante la calidad sonora de su voz—. También yo deseo la gloria de Grecia y, aunque Anaxágoras desprecia a los políticos, es necesario llegar a serlo para obtener los fondos necesarios a fin de convertir el sueño en realidad.

—Pero la nuestra es una democracia ruinosa —dijo Anaxágoras—, demasiado preocupada con los estómagos de los ciudadanos para cuidarse de la gloria de la nación. Sólo las repúblicas y los imperios pueden alzarse sobre la miseria y alcanzar el esplendor. Pero las democracias son femeninas, mientras que repúblicas e imperios son masculinos, y en eso se basa la diferencia entre la mediocridad y la sublimidad.

Como de costumbre empezó a lanzar invectivas contra la ekklesia y los jueces, no con rencor pero sí con pena. Fidias escuchaba suspirando:

—Incluso las artes, que son inmortales, han de hacerse a un lado ante el apetito ansioso de la plebe —dijo—. Tienes razón, Anaxágoras, al creer que el espíritu tiene más importancia que el cuerpo. Pero eso no puede decírsele al gobierno. Al revés, ellos temen admitirlo, en su búsqueda por conseguir los votos.

Dirigió a sus visitantes de vuelta al taller.

—Veo que hay aquí muy poco mármol —dijo Pericles—. ¿Trabajas sólo el oro, el marfil y el bronce?

—Encuentro el mármol demasiado imponente —dijo Fidias, de nuevo con aquel aire de disculpa—, pero sueño con la Acrópolis coronada de un mármol tan puro como la luz y tan grandioso como las montañas.

—Que tú hermosearás con tu genio —dijo Anaxágoras. —¡Qué bellos son los elementos de la naturaleza, el marfil, el oro, los metales, el mármol! Hablan con las voces de silencio, que son santas.

Pericles observó fascinado a Fidias, que había tomado un cincel y empezado a trabajar en una estatuilla de Zeus. El cincel cortaba el material como si fuera mantequilla y Pericles se maravillaba de su fuerza, elegancia y pulcritud. El rostro empezó a surgir, poderoso y dotado de luz divina.

—Quizás algún día —dijo Fidias como si pensara en voz alta— le daré un tamaño extraordinario y sobrehumano, no sólo para mi propio deleite sino también para el de los que la contemplen.

Su rostro se entristeció ligeramente, como si temiera que ese sueño tuviera pocas esperanzas de convertirse en realidad.

Cuando Anaxágoras y Pericles dejaron a Fidias, Pericles llevaba en las manos un regalo del escultor, una figurita de marfil apenas mayor que su índice, la imagen de una mujer encantadora de rostro franco y valiente. Tenía el cuerpo de una joven diosa, aunque madura de aspecto. Llevaba los cabellos peinados a la moda griega y sujetos con cintas que Fidias había pintado de oro. Alzaba un brazo como para recogerse la túnica sobre el hombro derecho, y enseñaba una pierna perfecta. Su expresión era meditabunda pero firme, y había cierta insinuación de humor en sus labios. Pericles la sostuvo en la palma de la mano y dijo:

—¿Dónde existirá una mujer así, dotada de belleza y además de carácter y sutileza? Sí, yo tengo a mi linda cortesana, que es como un espejo para mí, pues refleja todo cuanto yo digo. Ella tiene sus gracias. Pero no es tan femenina como esta ni tan tierna en su aspecto; humana y a la vez divina, e insinuando una mente muy profunda.

—¿Hablas de Helena, la médico? —preguntó Anaxágoras con sorpresa, ya que la conocía.

—No —repuso Pericles—. Helena no pertenece a nadie, ni siquiera a mí, aunque con frecuencia me concede su compañía. Hablo de mi Pomona, mi ninfa.

Estudió de nuevo la figurilla como si creyera verla moverse en la palma de su mano y a punto de hablar. Rebuscó en su bolsa y sacó un pañuelo de seda; envolvió la figurita con cuidado y la guardó en la bolsa.

—Si encuentro a una mujer así —lo que, desde luego, es imposible—, será para mí más que mi vida. —Mientras bajaban hacia el Ágora, añadió como si continuara una conversación consigo mismo—. Sí, los sueños de Fidias llegarán a ser realidad. Eso lo sé en mi alma.

Puso la figurilla sobre el cofre junto a su cama y la miraba largo rato, con frecuencia dominado por el anhelo y el deseo. En una ocasión soñó que ella bajaba del cofre y que era una mujer muy alta que le sonreía, se inclinaba hacia él y susurraba:

—He estado esperando a un hombre como tú. Ya nos encontraremos. Cuando se despertó se sintió confortado y dedicó algunos años a buscarla en todas las asambleas y templos. Siempre quedaba desilusionado, pero no dejaba de buscarla.