EPÍLOGO

Nueve días después de que los batidores volvieran al castillo De Neufmarché, en Hereford, con las malas noticias de que no habían conseguido encontrar ningún rastro de los proscritos galeses, un jinete solitario apareció en la puerta de la abadía de San Dyfrig, el principal monasterio de Elfael, en el norte del cantref de Glascwm.

— Estoy buscando a cierto clérigo -anunció el jinete al hermano que lo recibió en la puerta. Llevaba una capa de color verde oscuro con capucha y se cubría con un amplío sombrero de cuero que le tapaba la cara; hablaba la lengua cymry de los auténticos britanos-. Me dijeron que lo encontraría aquí.

— ¿A quién buscáis? -preguntó el monje-. Os ayudaré si puedo.

— Busco al prior Asaph.

— En ese caso, Dios ha recompensado vuestro viaje, amigo -le informó el monje-. Está aquí.

— Traedlo, por favor. No tengo mucho tiempo.

Condujo al visitante a la hostería, donde le ofrecieron una copa de vino, un tazón de sopa y un poco de pan recién horneado mientras esperaba. Llevándose el tazón a los labios, bebió el caldo y usó el pan para rebañar los últimos restos. Entonces se centró en el vino. Bebiendo de la copa, se acercó hasta el umbral y contempló el patio y los monjes que se afanaban en sus distintas tareas. En ese mismo momento, el portero apareció conduciendo a un clérigo vestido de blanco a través del patio.

— Prior Asaph -dijo el monje, cumpliendo con su encargo-, este hombre ha venido preguntando por vos.

El monje sonrió, y en el rabillo de sus ojos pálidos se formaron unas pequeñas arrugas.

— Soy Asaph -se presentó-. ¿En qué puedo serviros?

— Tengo un mensaje para vos -anunció el extraño. Abriendo una faltriquera que colgaba de su cinto, sacó un trozo de pergamino doblado que entregó al prior.

— ¡Qué formal! -señaló éste. Recogió el pliego, soltó el cierre de cuero y lo desplegó-. Perdonadme, pero mis ojos ya no son lo que eran -dijo, retrocediendo y situándose junto a la luz del patio para poder ver lo que estaba escrito.

Examinó la carta rápidamente y levantó la cabeza con gesto grave.

— ¿Sabéis qué contiene esta carta? -El jinete asintió con un ligero movimiento de cabeza, y el prior leyó el mensaje otra vez en voz alta-: "… y una suma de dinero que debe ser usada para construir un nuevo monasterio en tierras que han sido compradas para este propósito, con el fin de servir lo mejor posible a la gente de Elfael, si aceptáis esta condición". -Mirando al mensajero, preguntó-: ¿Tenéis el dinero aquí?

— Sí -respondió el jinete.

— ¿Y cuál es esa condición?

— Es ésta -le informó el mensajero-: Que presidáis cada día una misa y roguéis por las almas de la gente de Elfael en su lucha, y por su legítimo rey y su corte, cada día sin falta y dos veces en los días santos. -El jinete miró al prior, impasible-. ¿Aceptáis la condición?

— La acepto con alegría con todo mi corazón -respondió el prior-. Dios sabe que nada me complacería más que hacerme cargo de esta misión.

— Que así sea. -El mensajero sacó una pequeña bolsa de cuero de su faltriquera y se la entregó al clérigo-. Esto es para vos.

Con manos trémulas, el prior abrió la pesada bolsa y vertió su contenido sobre la mesa. El brillo dorado de los bizantinos se encontró con su maravillada mirada.

— Doscientos marcos -le informó el jinete.

— ¿Doscientos marcos, dijisteis? -se extrañó el prior con la voz entrecortada, abrumado por la cantidad.

— Empezad con eso. Habrá más si lo necesitáis.

— Pero ¿cómo? -preguntó Asaph, moviendo la cabeza en un gesto de incredulidad-. ¿Quién ha enviado esto?

— No se me permite decirlo -respondió el jinete. Se acercó al banco y recogió su sombrero-. A mí señor le complacerá revelaros su identidad a su debido tiempo. -Rebasó al prior y se encaminó hacía el patio-. Por ahora, es su deseo que uséis su dinero al servicio de Dios, para la liberación de las gentes de Elfael.

El prior, sosteniendo aún la bolsa de monedas en una mano y el pergamino sellado en la otra, contempló la partida del misterioso mensajero.

— ¿Cuál es vuestro nombre? -inquirió Asaph, mientras el jinete tomaba las riendas y se encaramaba a la silla.

— Llamadme Silidons, pues ése soy yo -respondió el jinete-. Que tengáis un buen día, prior.

— ¡Que Dios os bendiga, hijo mío! -gritó mientras se alejaba-. ¡Y que Dios bendiga a vuestro señor, quienquiera que sea!

Más tarde, mientras los monjes de San Dyfrig se reunían en el oficio de vísperas para las oraciones de la tarde, el prior Asaph recordó la condición que le había puesto el mensajero: celebrar una misa diaria por la gente de Elfael y por el rey. Lord Brychan de Elfael estaba, tristemente, muerto. Si algún alma necesitaba que rezaran por ella era, seguramente, ésa, pero quién entre los vivos se preocupaba lo bastante como para construir un monasterio entero donde elevar las plegarias por esa alma sufriente?

Pero no… El mensajero no mencionó a Brychan; le había dicho "por la gente de Elfael, en su lucha, y por su legítimo rey y su corte…" -Por desgracia, el rey y su heredero estaban muertos, así que ¿quién era el legítimo rey de Elfael?

Asaph no podía decirlo.

Aquella noche, el fiel clérigo guió a los restantes monjes de Elfael, un pequeño grupo de leales hermanos que se habían exiliado con él, en la primera de las plegarias por el cantref, su gente y su misterioso benefactor.

— Y si así lo disponéis, padre celestial -susurró para sus adentros mientras las plegarias de los monjes se elevaban a su alrededor, envueltas en nubes de incienso-, que viva para ver el día en que el verdadero rey vuelva a ocupar el trono de Elfael.