CAPÍTULO 17

El día después de la fiesta de San Edmundo -tres semanas después de la visita del duque Philip-, el tiempo se había recrudecido. Soplaba el viento del norte en ráfagas heladas que empujaban nubes bajas, oscuras, por encima de las colinas. El conde Falkes estaba aterido por el río y deseaba darse la vuelta y cabalgar de regreso al cálido y enorme fuego que crepitaba en su chimenea; pero los hombres del barón todavía estaban discutiendo acerca del mapa que estaban confeccionando, y no quería parecer indeciso o causar la impresión de que no daba apoyo total y absoluto a los grandes planes de su tío.

Había cuatro: un arquitecto, un albañil y dos aprendices, y aunque Falkes no podía estar seguro, sospechaba que además de desempeñar sus actividades cartográficas, también eran espías. Las preguntas que hacían y el interés por sus propios asuntos pusieron al conde en guardia; sabía demasiado bien que disfrutaba de su actual posición gracias a la tolerancia del barón De Braose. No pasaba ni un día en el que no considerara cómo mejorar la buena opinión de su tío sobre él y sus aptitudes, pues del mismo modo que Elfael le había sido entregado, podía serle arrebatado. Sin él, volvería a ser lo que había sido: un noble empobrecido, desesperado por ganar el favor de sus superiores.

El destino se había apiadado de él y lo había arrancado de entre las tumultuosas filas de la nobleza desesperada. Contra todo pronóstico, había sido el escogido para avanzar y había conseguido que su oportunidad diera sus frutos. Si lo estropeaba, Falkes sabía que no tendría otra oportunidad. Para él, o era Elfael… o nada.

Así pues, debía permanecer siempre, absolutamente siempre, vigilante y mostrarse despiadado en sus tratos con los galeses que estaban a sus órdenes, pues ahora no podía permitirse mostrar ninguna debilidad ante sus compatriotas. Cualquier minucia podía darle una buena razón al barón para enviarlo de vuelta a Normandía y caer en desgracia.

Aunque su primo Philip le aseguraba enfáticamente que su tío, el barón, aplaudía sus logros, Falkes consideraba que no estaría seguro en su posición de lord de Elfael hasta que el estandarte de los De Braose ondeara, sin oposición alguna, sobre los commots vecinos. Así, a pesar del frío que le penetraba hasta los huesos, el desdichado Falkes permanecía con sus visitantes, sentado sobre su caballo y temblando bajo la húmeda ventisca.

La partida de agrimensores había llegado el día anterior, cuando los primeros carruajes descendieron al pequeño valle. Cruzando estrepitosamente el arroyo, que ahora era un torrente de aguas bravas, los vehículos, con sus altos remolques y sus ruedas de madera, ascendieron laboriosamente la vereda y avanzaron hasta detenerse al pie del montículo donde se alzaba la fortaleza. Las carretas, cinco en total, estaban llenas de herramientas y provisiones para los hombres que supervisarían la construcción de los tres castillos que el barón De Braose había encargado. La construcción no empezaría hasta la primavera, pero el barón no quería desperdiciar ni un día; quería que todo estuviera listo cuando los albañiles y sus equipos de aprendices llegaran con el deshielo.

Cuando las flores silvestres cubrieran las colinas, los cimientos de cada una de las torres defensivas ya estarían puestos. Cuando las estrellas del equinoccio brillaran sobre aquellos lugares, los fosos tendrían la altura de un hombre y las paredes ya estarían levantadas. A mediados de verano, la mole central apuntaría al cielo, y cortinas pétreas dos veces más altas que los trabajadores coronarían las lomas. Y cuando llegara el momento en que el maestro albañil llamara a sus hombres y les ordenara recoger sus herramientas y cargar las carretas para volver con sus familias a Wintancaester, Oxenforde y Gleawancaster, la muralla y la torre del homenaje, los adarves, las almenas y el foso estarían casi terminados.

Por ahora, no obstante, las carretas y los animales permanecían a la vista de Caer Cadarn, donde sus conductores podían acampar al abrigo de la fortaleza para refugiarse del viento perpetuo y de la lluvia helada que azotaba desde el noroeste. Durante todo el invierno, los hombres de armas del conde Falkes estarían ocupados cazando para llenar la mesa, mientras que la infantería y los sirvientes buscarían madera para mantener ardiendo la chimenea y el círculo de fuego del caer y el campamento.

No era, decididamente, una región agradable, concluyó Falkes, pues aunque el invierno no había llegado aún con toda su fuerza, el conde nunca había pasado tanto frío en su vida. ¡Maldita impaciencia del barón! ¡Ojalá la invasión de Elfael se hubiera demorado hasta la primavera! Pero tal y como se había desarrollado, Falkes y sus hombres habían llegado a Gales tan tarde que no habían tenido tiempo de prepararse adecuadamente para la estación de hielo y nieve. Falkes se encontró con que había subestimado muy seriamente la severidad del clima britano; sus ropas -llevaba dos o tres túnicas y mantos a la vez, y también la capa que más abrigaba- eran demasiado finas y hechas de tejidos poco apropiados. Los dedos de sus manos y sus pies padecían perpetuos sabañones. Se movía por la fortaleza dando palmadas y moviendo los brazos sobre el pecho para conservar el calor. Por la noche, se iba a la cama después de cenar y se acurrucaba entre las colchas, pieles y capas que le servían de abrigo en su húmeda y fría habitación, llena de corrientes de aire.

Precisamente aquella mañana se había despertado horrorizado al encontrarse con que, por la noche, se había formado una capa de escarcha sobre la ropa de cama. Juró solemnemente que no dormiría otra noche en aquella habitación. Si eso significaba acostarse en la planta baja, con los sirvientes y los perros, junto al fuego del gran salón, que así fuera. El único momento en que sus manos y pies estaban calientes era cuando se sentaba ante la chimenea, con los brazos y las piernas extendidos hacia el fuego -una posición que sólo podía mantener unos pocos momentos; pero aquellos eran los únicos instantes de puro deleite en lo que parecía ser un largo, amargo y devastador invierno-, en lo que parecía más una ordalía que un gesto reconfortante.

No fue hasta que la luz empezó a debilitarse y el agrimensor no pudo continuar trabajando en el mapa que estaba confeccionando cuando los constructores decidieron acabar el trabajo por aquel día y volver a Caer Cadarn. El conde fue el primero en iniciar el camino de regreso a casa. Cuando el grupo ya estaba divisando la fortaleza, los cielos se abrieron y la lluvia empezó a caer torrencialmente. Falkes azotó a su montura para que se apresurara y cubrió la distancia que faltaba al galope. Ascendió a toda velocidad la larga rampa, cruzó las puertas y llegó al patio, donde encontró una docena de caballos desconocidos atados al pasamanos que estaba en el exterior de las caballerizas.

— ¿Quién ha venido? -preguntó, entregándole rudamente las riendas de su caballo al jefe de los establos.

— El barón De Neufmarché de Hereford -contestó el mozo-. No hace mucho que ha llegado.

"¿De Neufmarché, aquí? Mon Dieu! Otra preocupación más -pensó el conde-. ¿Qué puede querer de mí?"

Tras cruzar a la carrera el patio azotado por la lluvia, Falkes de Braose, empapado, entró en el salón. Allí, de pie ante un fuego gloriosamente radiante, estaba el compatriota de su tío y su enemigo principal acompañado de cinco hombres, todos ellos caballeros.

— ¡Barón De Neufmarché! -prorrumpió Falkes. Se quitó la empapada capa y se la alargó a un sirviente-. Éste es un placer inesperado -dijo con tono alegre, intentando sonar más amable de lo que se sentía en ese momento. Avanzando rápidamente, estrechó la cálida espalda De Neufmarché entre sus largas manos-. ¡Bienvenido! ¡Bienvenidos, mis señores, todos!

— Mi querido conde De Braose -respondió el barón con un comedida reverencia de cortesía-. Os ruego perdonéis nuestra intrusión. Nos dirigíamos hacia el norte, pero este miserable tiempo nos ha traído hasta aquí en busca de refugio. Espero que no hayamos abusado de vuestra hospitalidad.

— Por favor -contestó Falkes, destilando cordialidad-. Me honráis. -Echó un vistazo a su alrededor y vio copas en las manos de sus huéspedes-. Veo que mis sirvientes os han servido un refrigerio. Bon.

— Sí, vuestro senescal es enormemente solícito -le aseguró el barón. Tomando una copa que estaba llena, se la entregó al conde-. Aquí, bebed y calentaos junto al fuego. Habéis soportado una cabalgada inclemente.

Sintiéndose incómodo, como un huésped en su propia casa, Falkes agradeció el gesto del barón y aceptó su copa. Retirando uno de los atizadores del fuego, lo hundió en el vino, el hierro ardiente chisporroteó y crepitó. El conde levantó entonces su humeante copa.

— ¡Por el rey William! -dijo. Varias copas después, cuando la cena ya había sido servida y todos se habían sentado a la mesa, el conde descubrió al fin que el asunto que había llevado al barón hasta su puerta no tenía nada que ver con refugiarse de la lluvia.

— Deseaba hace tiempo visitar el ducado de Rhuddland -le informó el barón, pinchando un trozo de asado con su cuchillo-. Confieso que quizá he esperado demasiado, pues el otoño ya está bien avanzado, pero ciertos asuntos en la corte me han mantenido ocupado en Lundein más tiempo de lo esperado. -Se encogió de hombros-. C'est la vie.

El conde Falkes sonrió furtiva y secretamente; sabía que el barón De Neufmarché había sido llamado por el rey William para reunirse con él en Lundein y lo había tenido esperando varios días antes de que finalmente lo despachara sin recibirlo. El rey William no había olvidado completamente a los nobles que habían estado en su contra y habían apoyado a su hermano Robert y su reclamación, indudablemente legítima, del trono. Cuando los ecos de la revuelta se apagaron, William perdonó tácitamente a los que consideraba rebeldes, restituyéndoles el rango así como su favor, aunque no podía resistirse a acosarlos de forma sutil, sólo para probarlos.

El retraso del que De Neufmarché se quejaba había permitido que el tío del conde llevara a cabo con éxito la primera incursión del clan De Braose en Gales, sin ninguna interferencia de los señores feudales de los territorios vecinos. Mientras Neufmarché estaba ocioso en Lundein, el conde De Braose había conquistado Elfael con extraordinaria rapidez y facilidad. La campaña entera había sido cuidadosamente preparada para evitar intromisiones innecesarias por parte de los señores rivales, como De Neufmarché, porque si el barón De Braose hubiera tenido que pedir permiso a De Neufmarché para cruzar las tierras que se extendían entre la Inglaterra normanda y las provincias galesas, Falkes estaba completamente seguro de que todavía estaría esperando.

— Lo habéis hecho muy bien -dijo el barón, mirando minuciosamente el salón con un gesto de aprobación en su rostro-. Y en muy poco tiempo. ¿Entiendo que los galeses no os han dado ningún problema?

— Muy pocos -afirmó Falkes-. Hay un monasterio en la cercanía, con unos pocos monjes y algunas mujeres y niños escondidos allí. El resto parece haberse dispersado por las colinas. Supongo que no los veremos hasta la primavera. -Cortó una gruesa loncha del rollizo pavo asado que tenía ante él-. Por entonces, estaremos bien fortificados y la oposición será inútil. -Acabó de trinchar la suculenta pechuga del ave, la ensartó en su cuchillo y la mordisqueó delicadamente.

De Neufmarché captó la velada referencia al aumento de fortificaciones. "Nadie construye fortalezas para dominar a unos pocos monjes y algunas mujeres y niños", pensó, y se imaginó el resto.

— Son una gente extraña -señaló, y varios de sus caballeros gruñeron, asintiendo-. Astutos y reservados.

— Bien sur -respondió Falkes. Masticó meditabundo y finalmente preguntó, intentando que sus palabras parecieran espontáneas-: ¿Planeáis hacer una incursión vos mismo?

La franqueza de la pregunta sorprendió al barón con la guardia bajada.

— ¿Yo? De momento no tengo planes -mintió-. Pero ahora que lo mencionáis, esa idea ha cruzado alguna vez mi mente. -Bebió un poco de vino para darse tiempo para pensar y entonces continuó-: Confieso que vuestro ejemplo me anima. Si hubiera imaginado que adquirir tierras iba a ser tan fácil, me habría tomado esas ideas mucho más seriamente. -Se quedó callado, como sí considerara la posibilidad de un ataque en Gales por primera vez-. Ocupado como estoy, gobernando los territorios bajo mi mando, no estoy seguro de que una campaña ahora fuera prudente.

— Lo deberíais saber mejor que yo -concedió Falkes-. Esta es mi primera experiencia al mando de un territorio. No me cabe duda de que tengo mucho que aprender.

— Sois demasiado modesto -respondió De Neufmarché con una amplia y afable sonrisa-. Por lo que he visto, aprendéis muy rápido. -Vació la copa y la alzó. Un sirviente apareció y la volvió a llenar casi al momento-. ¡Brindo por vuestro éxito absoluto!

— ¡Y yo por el vuestro, mon ami!-dijo el conde Falkes de Braose-. Y yo por el vuestro.

A la mañana siguiente el barón partió tras invitar a Falkes a que le visitara en cuanto tuviera ocasión de pasar por sus tierras en Hereford.

— Esperaré a que llegue esa ocasión con el mayor de los placeres -le agradeció cortésmente. Entonces, corrió a sus aposentos, donde escribió una apresurada carta a su tío, informándole del progreso en la prospección de los lugares donde se construirían los edificios, así como de la inesperada visita de su enemigo. Falkes selló la carta y envió un mensajero en el mismo momento en que sus invitados desaparecieron de su vista.