LA DANZA DE MAYO
Los vientos cálidos de la costa trajeron una temprana y también húmeda primavera. Desde el día de San David hasta la festividad de San Juan, el cielo fue un manto de color gris del que manaba lluvia incesantemente, lluvia que alimentaba los arroyos y los ríos a lo ancho y largo de las Marcas.
Finalmente, los cielos se aclararon y la tierra se secó bajo un sol tan brillante y ardiente que los desdichados extranjeros, envueltos en sus ruidosas cotas de malla, casi olvidaron las penurias del invierno pasado.
Las primeras flores silvestres aparecieron, y con ellas las carretas llenas de herramientas y materiales de construcción avanzando lentamente hacia el valle desde las extensas posesiones del barón De Braose, en el sur. Los caminos hasta entonces intransitables todavía no estaban lo bastante firmes, pero el barón De Braose estaba ansioso por empezar, así que la primera carreta que llegó al valle removió la blanda tierra, abriendo profundos surcos en el barro, que se convirtieron en una trampa para todos los que vinieron detrás. Desde primera hora de la mañana hasta la última de la noche, el suave aire se llenó con los gritos de los carreteros, el restallido de los látigos y el mugido de los bueyes que luchaban por arrastrar los pesados vehículos a través del lodo.
Los cymry también volvieron a las tierras bajas desde sus refugios de invierno, en las altas colinas. Aunque la mayoría había abandonado el cantref, quedaban unos pocos, campesinos en su mayoría, que no podían, a diferencia de los pastores, llevarse sus propiedades a otro lugar. Quedaban también algunos de los pastores más tercos, que habían calibrado sus opciones durante el invierno y habían concluido que no querían dejar buenos pastos en manos de los francos. Los campesinos empezaron a preparar los campos para la siembra y los pastores volvieron a los pastos. Siguiendo el antiquísimo ciclo que los clanes habían establecido desde tiempos inmemoriales -trabajar durante la estación cálida y soleada, acumulando para la estación de la lluvia y el hielo, cuando descansaban en viviendas comunales alrededor de un fuego compartido-, la gente de la región reclamó silenciosamente la tierra de sus ancestros. Por primera vez desde la llegada de los francos Elfael empezó a recuperar algo de su antiguo aspecto.
El conde Falkes de Braose consideró la reaparición de los britanos como una buena señal. Significaba, pensó, que la gente había decidido aceptar la vida bajo su mandato y que lo reconocía como su señor feudal. Todavía pretendía presionarlos para que lo ayudaran a construir la ciudad que el barón exigía -y los castillos también, si hacía falta-, pero más allá de eso, no tenía otros planes para ellos. Mientras hicieran lo que se les pedía con rápida obediencia, él y la población podrían llegar a una asociación pacífica. Por supuesto, cualquier oposición a su dominio sería respondida con feroces represalias: al fin y al cabo así es como se suponía que funcionaba el mundo, ¿no?
Como preveía una temporada de intenso trabajo -levantar una ciudad y erigir fortificaciones en las fronteras-, el conde envió un mensajero al monasterio para recordar al prior Aspa su obligación de proporcionarle trabajadores britanos que se sumaran a las filas de constructores que el barón proveería. Después, se apresuró a supervisarlos suministros de materiales y herramientas para las distintas construcciones. Junto con el arquitecto y el maestro albañil inspeccionó cada uno de los lugares donde debían construirse las fortalezas para asegurarse de que nada se había descuidado y que todo estaba en orden. Él personalmente marcó los lugares en los que se alzarían las torres y los fosos que rodearían los recintos, pasando largos días bajo el cielo azul lleno de nubes, y lo dio por trabajo bien hecho Quería que todo estuviera preparado cuando llegaran los constructores que el barón había prometido. No tenían mucho tiempo y había mucho que hacer antes que las tormentas de otoño pusieran fin al trabajo anual.
No permitiría que nada impidiera el progreso de sus planes. Demasiado consciente de que su futuro dependía de un hilo muy fino, Falkes se desesperaba con los preparativos; comía poco y dormía menos, preocupándose por detalles grandes y pequeños, lo que lo llevó a un estado próximo al agotamiento.
Una mañana soleada en la que el viento soplaba con fuerza, el maestro albañil se acercó a Falkes en una de sus visitas a los lugares donde iban a construirse las fortalezas.
— Si os place, sire, quisiera empezar mañana -dijo. Tras haber supervisado la construcción de siete castillos en Normandía, el maestro Gernaud, con el rostro sonrojado bajo un maltrecho sombrero de paja y su andrajoso y resudado pañuelo amarillo alrededor del cuello, era un curtido veterano en las labores de construcción. Éstos iban a ser los primeros castillos que levantara fuera de Francia.
— Nada me complacería más -respondió el conde-. Os ruego que empecéis, maestro Gernaud, y que Dios dé alas a vuestro trabajo.
— Pronto necesitaremos a los peones -señaló el albañil.
— Eso ya está arreglado -contestó el conde, con confianza-. Los tendréis.
Sin embargo, pasaron dos días y ninguno de los voluntarios britanos requeridos apareció.
Cuando, al cabo de unos pocos días, ni un solo trabajador britano hubo comparecido, Falkes de Braose mandó a buscar al prior Asaph y le exigió saber por qué.
— ¿Habéis hablado con ellos? -preguntó Falkes, apoyándose en el respaldo de su descomunal silla. El salón estaba vacío, a excepción del conde y su invitado; todos los hombres disponibles, excepto sus sirvientes personales y unos pocos soldados necesarios para mantener la fortaleza en orden, habían sido enviados a ayudar en la construcción.
— He hecho lo que me pedisteis -respondió el clérigo en un tono que sugería que no podía hacer más que eso.
— ¿Les dijisteis que debemos levantar esa ciudad? Cada día que nos retrasemos será un día que deberemos trabajar en el frío invierno.
— Se lo dije -contestó Asaph.
— Entonces, ¿dónde están? -exclamó Falkes, enfureciéndose ante la afrenta perpetrada por los nativos-. ¿Por qué no vienen?
— Son campesinos, no albañiles o canteros. Es la estación de la siembra y han de arar los campos. No quieren arriesgarse a retrasarse. Si lo hacen, no habrá cosecha. -Hizo acopio de todo su coraje y añadió-: La cosecha del año pasado fue muy escasa, como sabéis. Y a menos que se les permita cultivar sus tierras, la gente pasará hambre. Ya están pasando hambre, de hecho.
— ¿Qué? -gritó Falkes-. ¿Y sugerís que esto es, por alguna razón, culpa mía? Huyeron de sus fincas. Esos brutos ignorantes no corrían peligro pero huyeron igualmente. La culpa es completamente suya.
— Simplemente constato el hecho de que a los campesinos de Elfael se les impidió recoger la cosecha el año pasado y ahora apenas hay comida en los valles.
— ¡Deberían haberlo pensado antes de salir corriendo y abandonar sus campos! -gritó Falkes, golpeando el respaldo de la silla con sus largas manos-. ¿Qué hay de su ganado? Que maten algunas de sus reses si están hambrientos.
— El ganado es la única riqueza que poseen, mi señor conde. No pueden sacrificarlo. En cualquier caso, al ganado hay que alimentarlo durante el verano si es que ha de haber comida suficiente en invierno.
— ¡Ése no es mi problema! -insistió Falkes-. Es asunto suyo y no voy a tolerar que intentéis cargármelo.
— Conde De Braose -dijo el prior en un tono conciliador-, son simples campesinos y tenían miedo de vuestras tropas. Su rey y su hueste acababan de ser asesinados. Temían por sus vidas. ¿Qué esperabais? ¿Que corrieran a recibiros con alegres cánticos?
— Esa lengua vuestra hará que acabéis colgado algún día, monje -le advirtió De Braose apuntándole con un dedo amenazador-. Si fuera vos, la vigilaría.
— ¿Eso ayudaría a erigir vuestros castillos? -preguntó Asaph-. Sencillamente señalo que si huyeron fue por una buena razón. Tenían miedo, y nada de lo que han visto de vos les ha hecho cambiar de opinión,
— No les he hecho ningún daño -insistió el conde con petulancia-. Ni pretendo hacerles ningún daño ahora. Pero la ciudad será construida y los castillos serán levantados. Y este commot será dominado y civilizado y no hay nada más que decir. -Cruzando los brazos sobre el pecho, Falkes alzó ligeramente el mentón, como si desafiara al clérigo a mostrar su desacuerdo.
El prior Asaph, atrapado entre las exigencias del conde y la obstinada resistencia de su gente a semejante plan, decidió que no había daño alguno en intentar mitigar el daño y congraciarse con el conde.
— Veo que estáis decidido -dijo-. ¿Puedo haceros una sugerencia?
— Debéis -concedió el conde.
— Sólo esto: ¿por qué no esperar a que los campos estén sembrados y plantados? -sugirió el monje-. Una vez que los cultivos estén preparados, la gente estará más dispuesta a ayudaros en la construcción. Concededles un aplazamiento hasta que la siembra haya acabado. Ellos os estarán agradecidos y eso demostrará vuestra equidad y buena fe.
— Dieu defendí ¿Retrasar la construcción? ¡No lo haré! -gritó Falkes. Empezó a andar a grandes zancadas por el salón, se paró y volvió a encararse con el prior-. ¡Basta! Os doy un día más para informar a la gente y reunir a los trabajadores requeridos: los dos hombres más fuertes de cada familia o poblado. Irán a vuestro monasterio, allí iremos a buscarlos y los asignaremos a una de las construcciones. -Contemplando el rostro contraído del prior, añadió-: ¿Lo habéis entendido?
— Por supuesto -contestó el prior apocadamente-. Pero ¿y si se niegan a venir? Yo sólo puedo transmitir vuestras demandas. No soy su señor…
— ¡Pero yo sí! -estalló Falkes-. Y también vuestro. -Al ver que el prior no contestaba, continuó-: Si se niegan a cumplir, serán castigados.
— Se lo comunicaré.
— Espero que así lo hagáis -dicho esto, Falkes despidió al clérigo. Cuando Asaph llegaba a la puerta, el conde añadió-: Estaré en el patío del monasterio mañana al alba y los trabajadores estarán listos.
El prior asintió y partió sin decir nada más. Al llegar al monasterio, ordenó al portero que tañera la campana y reuniera a los monjes, quienes corrieron rápidamente a extender por todos los rincones del cantref las noticias del requerimiento del conde.
Cuando el conde De Braose y sus hombres llegaron al monasterio a la mañana siguiente, encontraron quince hombres toscos y cuatro jóvenes pendencieros, de pie, en el patío -en su mayor parte vacío-, junto al prior. El conde atravesó la puerta y echó un vistazo a la miserable tropa.
— ¿Qué? -gritó-. ¿Esto es todo? ¿Dónde están los otros?
— No hay otros -contestó el prior Asaph.
— Dije claramente dos de cada poblado -se quejó el conde-. Pensé que estaba claro.
— Algunos son tan pequeños que sólo hay un hombre en ellos -explicó el prior. Señalando la triste reunión dijo-: Estos representan a todos los poblados de Elfael. -Contemplando las infelices caras que lo rodeaban, preguntó al conde-: ¿Creíais que habría más?
— Ha de haber más -rugió Falkes de Braose-. Las obras ya se están retrasando por la falta de trabajadores. Tiene que haber más.
— Puede que así sea, pero he hecho lo que me ordenasteis.
— No es suficiente.
— Entonces, quizá deberíais haber invadido un cantref más poblado -le espetó el monje secamente.
— No os burléis de mí -aulló el conde, mientras se dirigía a toda velocidad hacía su caballo-. Encontrad más trabajadores. Traedlos. Traed a todo el mundo. También a las mujeres. Traedlos a todos. Los quiero aquí mañana por la mañana.
— Mí señor conde -insistió el prior-. Os ruego que lo reconsideréis. La siembra pronto habrá acabado. Es una tarea de vital importancia y no puede esperar.
— Mí ciudad no puede esperar -gritó Falkes subiéndose a la silla-. No consentiré que gente de vuestra calaña me ordene qué debo hacer. Quiero cincuenta trabajadores aquí, mañana por la mañana, o una de las fincas arderá.
— ¡Conde De Braose! -gritó el prior-. Con seguridad no habréis querido decir eso.
— Eso es exactamente lo que he querido decir. He sido demasiado tolerante con vuestra gente, pero esta tolerancia se va a acabar.
— Pero debéis reconsiderar…
— ¿Debéis? ¿Debéis? -se burló el conde desdeñosamente mientras se acercaba a caballo hacia el monje, quien retrocedió, acobardado-. ¿Quién sois vos para decirme qué debo o no debo hacer? Conseguid los cincuenta o perderéis una granja.
Dicho esto, el conde espoleó a su caballo y empezó a cruzar el patio. Cuando el franco llegó a la puerta, uno de los chicos cogió una piedra y la lanzó, golpeando al conde en medio de la espalda. Falkes se dio la vuelta, pero no pudo ver quién había arrojado la piedra; todos estaban de pie, con las manos a los lados, mirándolo con un profundo desprecio, tanto los hombres como los chicos.
Negándose a que la ofensa quedara impune, Falkes retrocedió y se encaró con ellos.
— ¿Quién ha lanzado esta piedra? -preguntó. Al ver que nadie contestaba se encaró al prior-. ¡Haced que me lo digan!
— No hablan latín -respondió el clérigo fríamente-. Sólo hablan cymry y un poco de sajón.
— ¡Entonces preguntad por mí, monje! -aulló el conde-. Y es mejor que os deis prisa. Quiero una respuesta.
El prior se dirigió al grupo y hubo una breve discusión.
— Parece que nadie ha visto nada, conde -le informó el clérigo-, pero todos prometen vigilar con el máximo celo para que este lamentable comportamiento no vuelva a repetirse en el futuro.
— ¿Sí? ¿Lo harán? Bien, para uno de ellos, al menos, no habrá futuro. -Señalando a un muchacho que sonreía satisfecho en un extremo de la fila, el conde dio una orden en francés a sus soldados, y al instante, dos de los marchogi desmontaron y agarraron al aterrorizado muchacho.
Los britanos de más edad se adelantaron para intervenir, pero fueron disuadidos por las espadas rápidamente desenvainadas del resto de soldados. Tras una fugaz escaramuza y muchos gritos, el chiquillo que había tirado la piedra fue arrastrado hasta el centro del patio, donde le hicieron permanecer de pie mientras el conde, blandiendo su espada, se acercaba al muchacho, que gritaba arrebatado por el pánico.
— ¡Esperad! ¡Deteneos!-gritó el prior-. ¡No, por favor! ¡No lo matéis! -Asaph corrió a interponerse entre el conde y su víctima, pero dos de los soldados lo atraparon y lo apartaron-. Por favor, perdonad al chico. Trabajará para vos todo el verano si le perdonáis. No lo matéis, os lo ruego.
El conde De Braose comprobó el filo de su espada y levantó el brazo con ira nacida de la frustración; bajó los pantalones del chico y golpeó el trasero expuesto del muchacho con la hoja de la espada: una vez, dos veces, y otra y otra… Sobre la piel pálida aparecieron unos finos ribetes rojos y el chico empezó a sollozar de furia e impotencia.
Satisfecho con el castigo, el conde envainó la espada y, levantando el pie, aplastó su bota contra el herido trasero del lloroso muchacho y le dio un fuerte empujón. El muchacho, con las piernas enredadas en los pantalones, se tambaleó y cayó de bruces al suelo, donde quedó tendido, vertiendo ardientes lágrimas de dolor y humillación.
El conde se alejó de su víctima, se dirigió apresuradamente a su caballo y volvió a montar.
— Mañana quiero cincuenta hombres aquí, listos para trabajar -anunció-. Cincuenta, ¿habéis oído? -Se detuvo mientras el prior traducía sus palabras-. Cincuenta trabajadores o, por todos los cielos, que una granja arderá.
A la mañana siguiente había veintiocho trabajadores esperando cuando los hombres del conde llegaron, y la mayoría de ellos eran monjes, pues el monasterio en pleno -excepto el anciano hermano Clyro, que era demasiado viejo para poder desempeñar un trabajo pesado- se había unido a la causa. El prior Asaph se apresuró a justificar la falta de hombres y prometió más trabajadores para el día siguiente, pero el conde no estaba de humor para escucharlo. Como el número era inferior al requerido, el conde ordenó a sus soldados que cabalgaran hasta la granja más próxima y le prendieran fuego. Poco después, el humo del incendio oscurecía el cielo por el oeste. Al día siguiente, dieciocho cymry más -diez hombres, seis mujeres y dos muchachos- se unieron a la fuerza de trabajo, arrojando un total de cuarenta y seis, sólo cuatro por debajo del número solicitado por el conde.
Falkes De Braose y sus hombres irrumpieron en el patio y encontraron al prior de rodillas ante el aterrorizado y desanimado grupo de nativos cymry y monjes. El prior suplicó al conde que anulara la orden y aceptara a los que habían venido como cumplimiento de su demanda. Como eso no conseguía ablandar al implacable señor, Asaph se tendió en el suelo ante él y le imploró un día más para encontrar a los trabajadores que hacían falta para alcanzar la cuota.
El conde ignoró sus súplicas y ordenó que quemaran otra granja. Los monjes pasaron toda la noche rezando. A la mañana siguiente, aparecieron cuatro trabajadores más, dos de los cuales eran mujeres con bebés entre sus brazos, alcanzando el total de cincuenta, y ya no se destruyó ninguna otra granja.