CAPÍTULO 32
El día no pasaba lo suficientemente rápido para Mérian. En su impaciencia, olvidó el disgusto que le había causado la intromisión de su madre y su odio hacia todo lo que fuera franco, y en su lugar, empezó a preocuparse por su atuendo. Contempló con creciente disgusto el vestido que estaba tendido sobre la cama. ¿Por qué, oh, por qué había escogido éste? ¿En qué estaba pensando?
Por mucho que detestara la idea de prometerse con algún noble normando, no quería darles la satisfacción de tratarla con desprecio como a una campesina británica. Cuando llegó el momento de vestirse para la fiesta, había llegado a tal estado de nervios que se sentía como si alguien hubiera abierto una jaula de gorriones en su interior y los pobres pájaros revolotearan excitados pugnando por salir.
Haciendo todo lo posible por mantener la compostura, se forzó a asearse lenta y cuidadosamente ayudándose del pequeño cuenco de agua fría. Se puso una camisa limpia de exquisito lino blanco y permitió que su madre le cepillara el pelo hasta que brilló. Su largo y oscuro cabello fue trenzado y recogido en un espeso e intrincado moño cuyo extremo adornó con un broche de oro. Entonces, Mérian se puso su mejor vestido, de color azul pálido, y sobre él un manto cortado de precioso lino de color crema bordado de seda. Un amplio fajín de satén amarillo ceñía el vestido y el manto a la cintura; sus bordadas borlas casi le llegaban a los pies. Cuando estuvo lista, la reina Añora aprobó la elección de su hija.
— Pero falta algo… -dijo.
Súbitamente sobresaltada, Mérian preguntó, con voz ahogada:
— ¿Qué? ¿Qué he olvidado?
— Cálmate, hija mía -la serenó su madre, mientras se inclinaba sobre un pequeño cofre de madera que había viajado con ellos desde Eiwas. Abriendo la tapa, sacó un fino y delicado velo de brocado entretejido con hilo de oro. Dispuso el largo rectángulo de la extraordinaria tela sobre Mérian, dejando que una esquina colgara entre sus oscuras cejas. El resto caía por su espalda, cubriendo, y al mismo tiempo revelando, el cabello trenzado de la joven.
— Madre, es tu mejor velo -dijo la joven, casi sin aliento.
— Esta noche lo llevarás tú, querida -le respondió su madre. Inclinándose de nuevo sobre el cofre, sacó una fina diadema de plata, que colocó sobre la cabeza de su hija para asegurar el velo, y entonces retrocedió para observar su obra-. Exquisito -celebró su madre-. Una joya que brillaría en cualquier celebración. Que las damas normandas se mueran de envidia.
Mérian dio las gracias a su madre con un beso.
— Me daré por satisfecha si sobrevivo a esta noche sin desfallecer.
— Vete ya -dijo Añora, dándole una cariñosa palmadita en la mejilla para que se fuera-. Ponte los zapatos. El chambelán llegará de un momento a otro.
Se calzó sus zapatos nuevos de piel, que nunca antes había usado. Mérian ató los finos lazos alrededor de las pantorrillas y, cuando llamaron a la puerta de la habitación, se enderezó, respiró hondo para tranquilizarse y se preparó para ocupar su lugar entre los nobles invitados que ya se estaban reuniendo en el salón del barón.
Aunque todavía era de día, la sala del banquete estaba iluminada por hileras de antorchas que ardían sujetas a las paredes. Las inmensas puertas de roble se abrieron de par en par para que los invitados del barón entraran y salieran a placer; los candelabros de hierro de cada esquina y el fuego de la chimenea habían expulsado las sombras y la oscuridad como si fueran huéspedes a los que nadie había invitado.
Se habían montado mesas sobre caballetes, formando hileras a lo largo de todo el salón, en el extremo del cual se había instalado otra mesa sobre una tarima, de modo que quedara por encima de las otras. La estancia estaba repleta de gente, tanto invitados con sus mejores galas como sirvientes con túnicas y mantos carmesíes portando bandejas con dulces y confituras para abrir el apetito. Arriba, en un pequeño balconcillo situado en una esquina del salón, cinco músicos tocaban una melodía que a Mérian le recordó el trino de los pájaros saltando entre las ramas de un sauce mientras el agua caía, de fondo, sobre un estanque cristalino. Era tan hermosa que no podía entender cómo nadie parecía estar escuchándola. Sólo tuvo tiempo para lanzar a los músicos una fugaz mirada antes de verse arrastrada a atender la llegada del barón y su esposa.
— ¡Saludad todos al señor de la fiesta! -proclamó Remey, el senescal del barón, cuando la pareja apareció en el umbral de la puerta-. Os presento a mi señor y a mi señora, el barón y la baronesa De Neufmarché. ¡Salud!
— ¡Salud! -respondieron los huéspedes enfervorecidos.
El barón De Neufmarché, alto y majestuoso con su túnica negra y su capa corta carmesí, con la larga y hermosa cabellera peinada hacia atrás, el oro de su garganta y su túnica centelleando, permaneció de píe en el umbral y miró con benevolencia a la deslumbrante asamblea. Lucía una pequeña daga enjoyada en el cinturón negro y una cruz de oro pendiendo de una cadena, también de oro, colgada del cuello. A su lado, delgada como una rama de sauce, estaba la baronesa, lady Agnes. Llevaba un vestido de brocado, de un claro tono plateado, que relucía como el agua bajo la luz de las antorchas; la cabeza estaba cubierta por un tocado salpicado de pequeñas perlas. Un doble círculo también de pequeñas perlas adornaba cada una de sus finas muñecas. ¡Era tan delgada! Los huesos de sus caderas se percibían bajo el delicado tejido de su vestido, y los huesos de la base de z garganta se alzaban como dos puntas de flecha idénticas. Tenía las mejillas hundidas. Sólo cuando reía, tensando los labios sobre los dientes, un halo de vitalidad animaba su rostro.
De Neufmarché y su mujer iban acompañados por una joven morena, su hija, lady Sybil, de la que Mérian pensó que tendría, aproximadamente, su edad. La chica mostraba una expresión de aburrimiento e indiferencia que declaraba abiertamente al mundo el vivo desdén que sentía hacia la reunión, así como su forzada asistencia. Tras la imperiosa joven marchaba un grupo de cortesanos y sirvientes portando bandejas en las que se amontonaban hogazas de pan hecho de pura harina blanca. Otros sirvientes con librea carmesí los seguían empujando un barril de vino que estaba en una pequeña carreta; aún había algunos más acarreando barriles de cerveza. Dos ayudantes de cocina iban detrás, cargando una enorme tabla de madera por los extremos; en el centro de la tabla había una gran rueda de queso cremoso, rodeado de cebollas encurtidas y olivas del sur de Francia.
Los sirvientes procedieron a desfilar lentamente por la sala para que los invitados pudieran servirse el queso y las aceitunas; Mérian centró su atención en los otros invitados. Había varias jóvenes damas de su misma edad, todas francas. Hasta donde podía decir, no había otros britanos. Los jóvenes estaban reunidos en pequeños y rígidos grupitos y la miraban por encima del hombro; nadie se dignó a dirigirle la palabra. Mérian estaba resignada a tener que contentarse con la compañía de su madre durante toda la velada, cuando dos jóvenes se acercaron.
— Paz y alegría en este día -la saludó una de las damas. Era la mayor de las dos, tenía un rostro ovalado y un cuello esbelto, como de cisne; su cabello era largo y tan pálido que parecía blanco, y liso y suave como el hilo de seda. Llevaba un vestido verde de un tejido que Mérian no había visto nunca antes.
— Que Dios os bendiga -respondió Mérian amablemente.
— Permitidnos que nos presentemos -dijo la joven en un latín fuertemente acentuado-. Yo soy Cécile -y señalando a la joven morena que estaba junto a ella- y ésta es mi hermana, Thérese.
— Yo soy Mérian -respondió a su vez-. Bienvenida sea vuestra compañía. ¿Hace mucho que estáis en Inglaterra?
— Non -respondió la joven-. Acabamos de llegar de Beauvais con nuestra familia. Mi padre ha venido a comandar la hueste del barón.
— ¿Y cómo os encontráis aquí? -preguntó Mérian.
— Es agradable -respondió la mayor-. Muy agradable, de hecho.
— No es tan húmedo como pensábamos -añadió Thérese. Era tan morena como rubia era su hermana. Con grandes ojos de color avellana y una pequeña boca rosada, era más baja que Cécile, y sus mejillas parecían dos frescas manzanas-. Nos dijeron que en Inglaterra nunca dejaba de llover, pero no es cierto. Sólo ha llovido una vez desde que llegamos. -Su vestido era del mismo tejido brillante, pero de un acuoso color de aguamarina; como el de su hermana, su velo era de encaje amarillo.
— ¿Vivís en Hereford? -preguntó Cécile.
— No, mi padre es lord Cadwgan de Eiwas.
Las dos jóvenes extranjeras se miraron. Ninguna sabía dónde estaba Eiwas.
— Está más allá de las Marcas -explicó Mérian-. Es un pequeño cantref al noroeste de aquí, cerca de un lugar que los ingleses llaman Ercing y los francos Archenfield.
— ¡Sois galesa! -exclamó la mayor de las muchachas. Las dos hermanas intercambiaron una mirada excitada-. ¡Nunca habíamos conocido a un galés!
Mérian se incomodó al oír esa palabra, pero ignoró el desaire.
— Británica -corrigió con suavidad.
— Les Marches -dijo Thérese. Tenía una voz melodiosa, casi cantarina, que Mérian encontró inexplicablemente atractiva-. Esas marcas están más allá del gran bosque, ¿oui?
— Así es -afirmó Mérian-. Caer Rhodl, la fortaleza de mi padre, está a cinco días de viaje de aquí, y una parte del camino atraviesa el bosque.
— Pero entonces habréis oído… -Se detuvo, buscando la palabra adecuada.
— L'hanter? -inquirió la mayor de ellas.
— Oui, l'hanter.
— El bosque encantado -confirmó Cécile-. Todos hablan sobre él.
— Es lo único de lo que habla todo el mundo -afirmó Thérese, asintiendo solemnemente.
— ¿Qué es lo que dicen? -preguntó Mérian.
— ¿No lo sabéis? -se extrañó Cécile, casi temblando de placer por tener a alguien a quien contárselo-. ¿No lo habéis oído?
— Os aseguro que no sé nada de ello -respondió Mérian-. ¿Qué es ese encantamiento?
Antes de que la joven pudiera contestar, el senescal del barón llamó a los comensales para que ocuparan sus lugares en la mesa.
— Vamos a sentarnos juntas -sugirió Cécile amablemente.
— Oh, por favor, sentaos con nosotras -insistió su hermana, zalamera-. Os lo contaremos todo.
Mérian estaba a punto de aceptar la invitación cuando su madre se acercó a ella.
— Ven, hija. Hemos sido invitados a sentarnos a la mesa del barón.
— ¿Debo? -preguntó Mérian.
— Certainement-apuntó Cécile efusivamente-. Debéis. Es un gran honneur.
— Exactamente -afirmó su madre.
— Pero estas damas me han invitado a sentarme con ellas -se lamentó Mérian.
— ¡Qué amable por su parte! -Lady Añora contempló a las jóvenes con una remilgada sonrisa-. Tal vez, dadas las circunstancias, lo entenderán. Puedes unirte a ellas después, si lo deseas.
Mérian se disculpó precipitadamente de sus nuevas amigas y siguió a su madre hasta la mesa presidencial, donde su padre y su hermano ya habían ocupado sus lugares en la mesa. Había otros nobles -todos ellos francos, con sus damas resplandecientes cubiertas de joyas-, pero su padre se sentaba a la derecha del barón. Su madre se sentaba junto a su padre, y Mérian se situó junto a la baronesa, a la izquierda de su marido. Para alivio de Mérian, lady Sybil estaba bastante lejos, al otro extremo de la mesa, flanqueada por jóvenes nobles francos, los cuales parecían ansiosos por complacer a la distante dama.
Tan pronto como el resto de huéspedes hubieron ocupado su lugar en las mesas, el barón alzó su copa de plata y con voz alta y clara declaró:
— ¡Damas y caballeros! Paz y alegría para todos en este día de celebración en honor a mi esposa, que acaba de retornar de Normandía. ¡Bienvenidos todos! ¡Que empiece la fiesta!
El banquete empezó al momento, con la aparición de las primeras fuentes, algunas llenas de carne asada, otras de pan y de cuencos de verduras estofadas. Los sirvientes aparecieron con jarras y empezaron a llenar las copas y los cálices de vino.
— Creo que no nos han presentado -dijo la baronesa, alzando una copa para que se la llenaran. En su traje de brillante brocado plateado parecía una criatura hecha de hielo; su sonrisa era exactamente igual de fría.
— Soy la baronesa Agnes.
— Paz y alegría, milady. Me llamo Mérian.
La mirada de la mujer se hizo cortante hasta llegar a una enervante severidad.
— La hija del rey Cadwgan, por supuesto. Me alegra que vos y vuestra familia hayáis podido uniros a las celebraciones. ¿Estáis disfrutando de una estancia agradable?
— Oh, sí, baronesa, mucho.
— Imagino que ésta no debe de ser vuestra primera visita a Inglaterra, ¿cierto?
— Sí lo es -respondió Mérian-. Nunca había estado en Hereford antes. Nunca había estado al sur de la Marca.
— Espero que lo encontréis agradable. -La baronesa aguardó su respuesta contemplándola con una mirada penetrante, llena de maliciosa intensidad.
— Sí, es maravilloso -concedió Mérian, cada vez más incómoda bajo el implacable escrutinio al que la sometía la mujer.
— Bon -contestó la baronesa. De repente, pareció perder todo el interés por la joven-. Es espléndido.
En ese preciso momento, dos sirvientes llegaron con una tabla de carne asada y la colocaron en la mesa, ante el barón. Otro sirviente apareció con unos cuantos cuencos de madera que dispuso ante cada uno de los invitados. Los hombres de la mesa sacaron sus cuchillos de los cinturones y empezaron a cortar carne. Las damas esperaron pacientemente hasta que un sirviente trajo cuchillos a quienes no disponían de ellos.
Más tablas llegaron a la mesa, y aún más, y bandejas llenas de pan, y fuentes de verduras al vapor untadas de mantequilla, y platos que Mérian jamás había visto.
— ¿Qué es esto? -se preguntó en voz alta al observar lo que parecía ser una compota de manzanas secas, miel, almendras, huevos y leche horneados y servidos, aún hirviendo, en vasijas de barro.
— Se llama muse -la informó lady Agnes sin mirarla siquiera-. Es igualmente bueno con albaricoques, melocotones o peras.
¿Qué eran los albaricoques o los melocotones? Mérian no lo sabía, pero imaginaba que debía de ser algo parecido a las manzanas. También llegaban a la mesa bandejas de pescado al vapor y algo llamado frose, que resultó ser carne de cerdo y ternera guisadas con huevos…, y otros muchos platos cuyos contenidos Mérian sólo podía suponer. Encantada por la extraordinaria variedad de platos que tenía ante ella, decidió que tenía que probarlos todos antes de que la noche acabara.
La baronesa, sentada junto a ella y rígida como el astil de una lanza, cogió un minúsculo pedazo de carne, la masticó pensativamente y se la tragó. Tomó un poco de pan de una hogaza y lo mojó en la salsa de la carne, lo comió y enjugándose los labios delicadamente con el dorso de la mano, se levantó de la silla.
— Espero que podamos hablar de nuevo antes de que os vayáis -le dijo a Mérian-. Os ruego que me disculpéis, pero todavía estoy muy fatigada a causa de mis viajes. Os deseo bon soir.
La baronesa ofreció una fugaz sonrisa a su marido y le susurró algo al oído mientras se retiraba de la mesa. Su repentina ausencia dejó un vacío a la derecha de Mérian y el barón estaba absorto conversando con su padre, así que se giró hacia el huésped de la izquierda, un joven un año o dos mayor que su hermano.
— Sois extranjera, creo -dijo, mirándola con el rabillo del ojo.
— Así es -respondió ella.
— Entonces, ya somos dos -repuso, y Mérian reparó entonces en que sus ojos eran del color del mar en lo más profundo del invierno. Sus rasgos eran suaves, casi femeninos, excepto por la mandíbula, que era ancha y angulosa. Los labios se le curvaban graciosamente hacía arriba mientras hablaba.
— He venido de Rainault. ¿Sabéis dónde está?
— Confieso que no -respondió Mérian, recordando los consejos de su madre e intentando desanimarlo con un tono indiferente.
— Está más allá del estrecho, en Normandía -le explicó-, pero mi familia no es normanda.
— ¿No?
Negó con la cabeza.
— Somos angevinos. -Un deje de orgullo impregnaba la afirmación-. Una antigua y noble familia.
— Pero francos -observó Mérian, poco impresionada.
— ¿Dónde está vuestro hogar? -preguntó.
— Mi padre es el rey Cadwgan ap Gruffyd, de una antigua y noble familia. Nuestras tierras están en Eiwas.
— ¿En Gales? -exclamó el joven con voz entrecortada-. ¡Sois galeses!
— Britanos -contestó Mérian secamente.
Él se encogió de hombros.
— ¿Cuál es la diferencia?
— Galeses -dijo ella con estudiado desdén-, es como los sajones ignorantes llaman a cualquiera que vive más allá de la Marca. Todo el mundo lo sabe.
— He oído hablar de la Marca -afirmó, impasible-. Y también he oído hablar de vuestro bosque encantado.
Mérian contempló al joven, debatiéndose entre su enorme curiosidad y su renuencia a animar cualquier afinidad con el franco. La curiosidad venció.
— Es la segunda vez, esta velada, en la que alguien me menciona ese hecho. -Buscando entre las mesas que había en el salón, encontró a las dos muchachas con las que había hablado antes-. Esas dos muchachas, ahí -dijo, señalando a las dos hermanas, que estaban sentadas juntas-. Ellas fueron las que me lo contaron.
— Ellas, claro… -murmuró el joven, visiblemente irritado por el hecho de que le hubieran estropeado sus importantes noticias.
— ¿Las conocéis?
— Son mis hermanas -respondió, como si esa palabra le quemara en los labios-. ¿Qué os contaron?
— A decir verdad, nada. El barón ya se había sentado y habíamos de acudir a la mesa, así que no me pudieron contar nada.
— Bien, entonces os lo contaré yo -declaró el joven, recuperando, en parte, su anterior buen humor mientras explicaba que el bosque estaba encantado por un extraño fantasma en forma de una enorme ave de rapiña.
— Qué extraño -comentó Mérian, preguntándose para sus adentros por qué no había oído nada de esa historia.
— Es un pájaro más grande que un hombre. ¡Que dos hombres! Puede aparecer y desaparecer a voluntad y descender desde el cielo para llevarse a los caballos y a las reses de los campos.
— ¿De verdad?
Asintió con una seguridad que también rezumaba un punto de terror. Aparentemente, esa cosa era negra, de cabo a rabo, y era dos veces más alta que el hombre más alto; tenía unos centelleantes ojos rojos y un pico tan afilado como una espada. Sonrió con picardía, disfrutando del efecto que surtían sus palabras en la joven que estaba a su lado.
— Puede devorar a un ser humano entero, agarrándolo con el pico, y después correr a toda velocidad, como el caballo más rápido.
— Pensé que descendía desde el cielo -señaló Mérian, soltando un jarro de agua fría sobre sus fervorosas afirmaciones-. ¿Es un pájaro o una bestia?
— Un pájaro -insistió el muchacho-. Sí, sí, tiene cabeza de pájaro pero el cuerpo de un hombre, sólo que más grande. Mucho más grande. Y no sólo vuela, sino que se esconde en el bosque y espera para atacar a su presa.
— ¿Cómo sabéis eso? -preguntó Mérian-. ¿Cómo puede saberlo nadie?
Acercándose, puso la cabeza junto a la suya.
— Fue visto por los soldados no hace muchos días -dijo.
— ¿Dónde?
— En el Bosque de la Marca -respondió con total seguridad-. Algunos de los caballeros y hombres de armas del barón fueron atacados. Combatieron con la criatura, por supuesto, pero perdieron los caballos, en cualquier caso.
La historia era tan extraña que Mérian no pudo decidir qué pensar al respecto.
— Perdieron sus caballos -repitió, con un tono un tanto escéptico-. ¿Todos ellos?
El joven asintió solemnemente.
— Y a uno de los caballeros.
— ¿Qué? -exclamó, incrédula.
— Es cierto -insistió él con vehemencia-. El caballero estuvo vagando tres días, pero fue capaz de liberarse y salió ileso, excepto por el hecho de que no podía recordar lo que ocurrió o dónde había estado. Algunos dicen que el fantasma viene del otro mundo, y todos saben que cualquier humano que va allí no recuerda cómo volver, a menos, por supuesto, que pruebe la comida de los muertos, pues en ese caso está condenado a quedarse allí y no volver nunca.
Sin saber qué decir, Mérian no pudo más que agitar la cabeza, maravillada.
— En la corte del barón no se habla de otra cosa -dijo el joven-. He visto al hombre que el fantasma se llevó, pero no quiere hablar del asunto.
— ¿Por qué no?
— Por miedo a que la criatura haya dejado su marca en él y vuelva a reclamar su alma.
— ¿Y creéis que algo así podría ocurrir?
— Bien sur! -asintió el joven de nuevo-. Esas cosas se saben. Los sacerdotes de la catedral han prohibido que la gente haga sacrificios al fantasma. Dicen que la criatura viene del infierno y ha sido enviada por el diablo, y está al acecho.
Un exquisito estremecimiento cruzó el rostro de Mérian; en parte miedo, en parte mórbida fascinación.
— Vivís más allá de les Marches -dijo su contertulio-, ¿y no teníais ningún conocimiento del pájaro fantasma?
— No -le aseguró Mérian-. Una vez oí hablar de una gran serpiente que había encantado uno de los lagos de las colinas: Llyntallin, se llamaba. La criatura tenía cabeza de serpiente y la piel viscosa de un salmón, pero sus patas eran como las de un lagarto, con grandes garras. Salía de noche para robar el ganado y arrastrarlo al fondo del lago para ahogarlo.
— Un wyrm -le informó el joven con aire cómplice-. Sí, yo también he oído hablar de esas cosas.
— Pero eso fue hace mucho tiempo, antes de que mi padre naciera. Mi abuelo me lo contó. Lo mataron cuando él era un niño. Dijo que olía tan mal que tres hombres enfermaron y otro murió cuando intentaron enterrarlo. Al final, quemaron el lugar donde lo sepultaron.
— Me hubiera gustado ver eso -afirmó el joven gentilmente. Sonriendo de repente, dijo-: Mi nombre es Roubert. ¿Cuál es el vuestro?
— Soy Mérian -respondió.
— Os deseo paz y alegría, lady Mérian -dijo-. Ésta y todas las noches.
— Y yo a vos, Roubert. -Sonrió. Cada vez le gustaba más este muchacho-. ¿Habéis visto alguna vez un wyrm?
— No -admitió-. Pero en un pueblo de Normandía, no muy lejos de nuestro castillo, nació un niño con cabeza de perro. Por eso su padre supo que su esposa era una bruja que había tenido relaciones con un perro negro que había sido visto a las afueras del pueblo.
— ¿Qué ocurrió?
— Los lugareños cazaron al perro y lo mataron. Cuando volvieron a casa, encontraron que la mujer y el bebé estaban muertos. Tenían las mismas heridas que habían infligido al perro.
— ¡Por favor! -interrumpió una voz al lado de Mérian. Se dio la vuelta y vio al barón De Neufmarché inclinándose hacia ella, salvando el espacio vacío. Miró más allá y vio que su padre estaba profundamente embebido en la conversación que sostenía con el noble franco que estaba junto a él-. ¿Qué son todas esas tonterías que le estáis contando a mi invitada?
— Nada de importancia, sire -respondió el joven, retirándose rápidamente.
— Estábamos hablando del fantasma del bosque de la Marca -lo puso al corriente-. ¿Habéis oído hablar de él, sire?
— Mmm -farfulló el barón-. Fantasma o no, me ha costado cinco caballos.
— ¿La criatura devoró a vuestros caballos? -preguntó Mérian, asombrada.
— No he dicho eso -respondió el barón. Sonriendo, se acercó hacia ella deslizándose sobre el banco-. Perdí los caballos, eso es verdad, pero estoy más inclinado a pensar que, de un modo u otro, los soldados los descuidaron.
— ¿Y qué hay del hombre desaparecido? -preguntó la joven.
— Respecto a eso -contestó el barón-, supongo que bebió de más o que le tocó demasiado el sol; eso explicaría su historia. -Se calló un instante para considerarlo-. Aun así, os aseguro que es un hombre de toda confianza. Sea cual se la explicación, el incidente ha alterado su mente.
Mérian se estremeció al pensar en la criatura salvaje y extraña emergiendo del bosque, el mismo bosque que ella y su familia habían atravesado de camino a Hereford.
— Pero no os preocupéis, milady -dijo el barón con una sonrisa en los labios-. Veo que os he incomodado. No hablaré de estas cosas horribles. ¡Ahí está! -Alcanzó un tazón que contenía una sustancia de un pálido color púrpura-. ¿Habéis probado alguna vez eifrumenty?
— No, nunca.
— Pues debéis probarlo. Insisto -dijo el barón. Pasándole su propia cuchara de plata, le acercó el tazón-. Creo que os gustará.
Mérian hundió la punta de la cuchara en la cremosa sustancia y la probó. El gusto era agradable y dulce.
— Es muy bueno -dijo, devolviéndole la cuchara.
— ¡Quedáosla! -le ofreció el barón estrechando las manos de la joven entre las suyas-. Un pequeño regalo por bendecir esta celebración con vuestra, ¡ah! présence lumineuse, vuestra radiante presencia.
Mérian, sintiendo la calidez de su tacto sobre la piel se lo agradeció e intentó retirar la mano. Pero él la cogió más firmemente.
— Os podría dar mucho más, milady -susurró, acercándole los labios al oído.