CAPÍTULO 29

Los dos monjes más ancianos de Llanelli tardaron más de una semana en llegar al castillo de Neufmarché, en Hereford. Aunque el prior Asaph deseaba ardientemente viajar más rápido, no podía avanzar con más premura debido al paso tembloroso del hermano Clyro, y tampoco podía negarse a asistir a los menesterosos que, al ver pasar a los monjes, corrían hacia ellos para implorar plegarias y bendiciones.

Fatigados y con los pies cansados y doloridos, llegaron a Hereford al atardecer del octavo día y se dirigieron a la abadía de San James y San John, donde se hospedaron. El portero les condujo a la hostería y les entregó unos cuencos llenos de agua para que se refrescaran. Más tarde se unieron a los otros monjes en las oraciones y en una frugal cena antes de ir a dormir. A la mañana siguiente, tras las primas, el prior dejó a su compañero orando y emprendió la marcha hacia la fortaleza del barón. Situado en un promontorio que se alzaba sobre el río Wye, el castillo podía ser visto desde varías millas a la redonda: una impresionante estructura de piedra rodeada por un foso profundo de paredes empinadas y lleno de agua derivada desde el río.

No era la primera fortaleza que se alzaba en este lugar; la construcción anterior había ardido hasta los cimientos en una batalla contra los ingleses. Los francos la habían reconstruido, pero esta vez de piedra; más grande, más fuerte. Reforzada con almenas, murallas y torres, se había construido para que perdurara. Su último habitante había extendido sus territorios alrededor de la fortaleza para incluir pastos, corrales para ganado, graneros y silos.

El prior se detuvo antes de cruzar la puerta.

— Dios Todopoderoso -murmuró, elevando sus manos hacia el cielo-, conoces nuestras necesidades. Haz que la ayuda que necesitamos se nos conceda rápido. Amén. -Entonces, cruzó la puerta y se encontró con un guardia vestido con una túnica corta de color rojo-. Pax vobiscum -le dijo el prior.

— El señor esté con vos -respondió el portero, al reparar en el hábito y la tonsura del prior-. ¿Qué os trae por aquí, padre?

— Quisiera que el barón De Neufmarché me concediera una audiencia, si es posible. Podríais decirle que el prior Asaph de Elfael está aquí y que necesita hablarle de un asunto de la mayor importancia?

El sirviente asintió silenciosamente y condujo al monje por un puente de madera sobre las aguas del foso, a través de una segunda puerta, hasta que llegaron a un patio interior, donde esperó mientras el portero anunciaba su presencia a un paje, quien fue a entregar el mensaje al barón. Mientras esperaba que el barón lo hiciera llamar, el prior Asaph observaba a la gente que iba y venía desarrollando sus tareas cotidianas. Se sorprendió pensando en lo extraña que era esta raza, los francos, hechos de tantas contradicciones. Trabajadores e ingeniosos, solían perseguir sus intereses con firmeza, determinación y un admirable ardor. Pero por lo que había visto en los marchogi de Elfael, también podían abandonarse rápidamente a la languidez y a la melancolía cuando los acontecimientos les traicionaban. Fieles y reverentes devotos, en el mejor de los casos, también parecían desmesuradamente sujetos a sus extravagantes caprichos y estúpidas supersticiones. Eran una gente hermosa, altos y fuertes, miembros bien formados y ojos claros que resplandecían en sus amplios y francos rostros; eran, no obstante, una raza que parecía sufrir una extraña abundancia de enfermedades, afecciones y achaques de toda clase.

Eran todo eso, y también arrogantes. Eran, concluyó el prior, ferozmente ambiciosos. Su ansia de posesión era voraz. Su sed de poder, insaciable. Sus aspiraciones de triunfo, despiadadas, Su deseo de dominación, inexorable.

En cualquier caso, y siempre había de recordar eso, también podían ser justos y leales cuando les convenía. Exhibían un loable sentido de la justicia, al menos de "su" justicia. En la mayoría de los casos trataban mal a los ingleses y los cymry, eso era cierto; pero no carecían de una cierta capacidad de ser tolerantes. El prior esperaba poder contar con una cierta porción de estas cualidades en su trato con el barón.

En aquel momento, el paje volvió para anunciarle que el barón estaría encantado de recibirlo en ese mismo instante, y Asaph fue conducido a una enorme sala adoquinada, donde le ofrecieron una copa de vino y unas rebanadas de pan antes de que lo llevaran a la sala de audiencias del barón: una enorme habitación revestida de gigantescos paneles de roble, con una estrecha ventana en forma de arco cubierta de cristal, que impedía que entrara el viento pero permitía que entrara la luz.

— ¡Prior Asaph! -prorrumpió el barón cuando se anunció la presencia del monje-. Pax vobiscum -Cruzó la estancia a grandes zancadas y alzó la mano, el peculiar saludo de los nobles francos-. Me alegra veros de nuevo. -El prior le estrechó la mano con cierta torpeza-. ¡Deberíais haberme dicho que ibais a venir! Hubiera preparado un banquete en vuestro honor. ¡Pero venid! ¡Venid, sentaos conmigo! Me han traído un pequeño refrigerio. Comeremos juntos.

La efusiva bienvenida hizo que los temores del prior Asaph se desvanecieran.

— Os lo agradezco, barón De Neufmarché, pero vuestro sirviente ya ha sido suficientemente solícito y me acaba de ofrecer pan y vino. No quisiera apartaros de vuestros asuntos más de lo necesario.

— Sois muy considerado -observó el barón alegremente-. Es una interrupción más que bienvenida. Tenéis un aliado en mí. Espero que seáis consciente de ello.

— No podéis imaginar cuan gratificante es escuchar esas palabras, barón De Neufmarché. Sois muy amable.

De Neufmarché quitó importancia al cumplido.

— No es nada. Aun así, alcanzo a ver que estáis preocupado y creo que debe de ser algo serio, sin duda, ya que os ha traído hasta aquí desde vuestro hermoso valle. -Le indicó a su huésped una silla para que se sentara junto a él-. Aquí, amigo mío, sentaos y contadme qué os inquieta.

— A decir verdad, es sobre las provisiones que prometisteis enviar.

— ¿Sí? Confío en que habrán recibido un buen uso. Os aseguro que el grano y la carne eran lo mejor que pude disponer en tan poco tiempo.

— Estoy seguro de que lo eran -concedió el prior Asaph-, pero nunca las recibimos.

— ¿Nada? ¿Absolutamente nada? -se extrañó el barón. Asaph negó lentamente con la cabeza-. ¿Cómo es posible?

— Eso es lo que he venido a descubrir -respondió el prior, quien, seguidamente, le relató su conversación con el conde Falkes-. En suma -concluyó el prior-. El conde me hizo saber en términos inequívocos que las provisiones no habían sido enviadas, o que, si lo habían sido, nunca llegaron. Sugirió que tratara este asunto con vos. Así, que aquí estoy.

— Ya veo. -El barón frunció los labios en un gesto de preocupación y pasó una amplia mano por su oscura y larga cabellera-. Esto es enormemente preocupante. Dispuse las provisiones el mismo día en que volví de Elfael, y lo hice encantado. Además, los carreteros me informaron de que se había efectuado la entrega y que ni siquiera hubo dificultades en el trayecto.

— Os creo, barón -le aseguró el prior-. Lo único que puede haber ocurrido es que De Braose se haya quedado con ellas.

— Eso parece -corroboró el barón De Neufmarché. Se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas, la abrió y llamó al sirviente que estaba esperando en el exterior-. Dile a Remey que venga ahora mismo. -El mozo echó a correr y el barón volvió junto a su invitado-. Pronto desharemos este entuerto.

— ¿Qué es lo que pretendéis hacer? Sí es que puedo ser tan atrevido.

— Pretendo enviar otro cargamento inmediatamente -declaró el barón-. Lo que es más, pretendo asegurarme de que esta vez alcanza su destino. Daré órdenes de que la comida se os entregue a vos y a nadie más.

— Barón De Neufmarché -suspiró Asaph, quitándose un peso de encima-, no podéis haceros la idea de cuánto significa esto para mí. Es una bendición. La mayor de las bendiciones.

— No es nada de eso -protestó De Neufmarché-. Si hubiera sido más cuidadoso, esto no habría ocurrido y vos no hubierais tenido que emprender este oneroso viaje. Lo lamento. -Se detuvo. Entonces, su voz adquirió un tono grave y solemne-: Ahora ya veo que el conde De Braose no es en ningún modo un aliado. Es falso e insidioso y no se puede confiar en su palabra.

— ¡Ay! Es cierto -confirmó Asaph espontáneamente.

— Debemos vigilarlo muy de cerca, vos y yo -continuó el barón-. Me han llegado noticias de, digamos… ciertos proyectos que conciernen al conde y su tío. -Ofreció una fugaz sonrisa de complicidad-. Pero no temáis, amigo mío; creedme, haré todo lo que esté en mi mano para interceder por vos.

Antes de que el prior pudiera pensar qué decir, la puerta se abrió y un hombre delgado con un bonete rojo entró en la habitación.

— ¡Ah, aquí estás! -dijo el barón-. Remey, ¿recuerdas que te encargaste de las provisiones que enviamos al conde Falkes, en Elfael, verdad?

— Sí, señor, por supuesto. Lo supervisé personalmente cuando vos me lo ordenasteis.

— ¿Cuántas carretas enviamos?

El anciano sirviente se llevó un dedo a los labios y se quedó pensativo unos instantes.

— Cinco, creo: tres de grano y dos más cargadas con carne y otros suministros necesarios.

— Es correcto, Remey -confirmó el barón-. Quiero que prepares otro envío exactamente igual. -Miró al prior y añadió-: Que sea el doble, esta vez.

— ¡Diez carretas! -balbuceó el prior Asaph. Esto iba mucho más allá de sus más fervientes esperanzas-. Mi señor barón, esto es extremadamente generoso; de hecho ¡es más que generoso! Vuestra magnanimidad es tan noble como necesitada.

— Nada de eso -respondió el barón condescendientemente-. Sólo estoy feliz por ser de alguna utilidad. Ahora, pues, quizá pueda persuadiros para que compartáis unas pocas viandas conmigo antes de que volváis a Elfael. De hecho, si consentís en quedaros, podréis partir con las primeras carretas.

— Nada me complacería más -respondió el prior, casi aturdido por el alivio que sentía-. Y esta noche, el hermano Clyro y yo guardaremos una vigilia por vos y os encomendaremos ante el Trono de Gracia.

— Sois demasiado amable, prior. Estoy seguro de que no merezco tales oraciones.

— Al contrarío, daré noticias de vuestra generosidad de un extremo a otro de Elfael, para que toda nuestra gente sepa a quién hay que agradecer las provisiones. -Los ojos se le arrasaron de lágrimas, y mientras se las enjugaba con las manos, añadió-: Que Dios os bendiga mil veces, barón, por preocuparos por nosotros. Que Dios os bendiga, una y mil veces.

Bran pasó el día conociendo a la gente de Cel Craidd, el corazón oculto del bosque. Unos pocos eran gente de Elfael, pero la mayoría eran de otros cantrefs, principalmente de Morgannwg y Gwent, que también habían caído bajo el yugo normando. Todos, por una razón u otra, se habían visto forzados a abandonar sus casas y buscar refugio en el bosque. Habló con ellos y escuchó sus historias de pérdida, sus tragedias, y su corazón estuvo con ellos.

Aquella noche se sentó junto a la chimenea de la cabaña de Iwan y hablaron de los francos y de qué podían hacer para reclamar su tierra.

— Debemos formar una hueste -declaró Iwan, encendido de entusiasmo-. Eso es lo primero. Expulsar a esos diablos. Echarlos tan lejos y con tal violencia que no osen volver nunca más.

Los tres hombres se miraron a través de las llamas que crepitaban en el centro de la única habitación de la cabaña.

— Podríamos conseguir espadas y armaduras -sugirió Siarles-, y caballos, también. Unos buenos caballos preparados para la batallas. -El joven había sido el maestro de caza del rey de Gwent, pero cuando los francos depusieron a su señor y se arrogaron todos los derechos sobre la caza, Siarles había huido al bosque, pues prefería eso antes que servir a un lord franco. Se había convertido en el brazo derecho de Iwan-. De Braose tiene centenares de caballos. Conseguiremos un millar -dijo, con un entusiasmo que sacaba lo mejor de él. Consideró estas palabras por un momento y entonces se corrigió-: No todos los guerreros necesitarán un caballo, creo. La verdad es que también debemos tener infantería.

A Bran, el mero pensamiento de encontrar tantos hombres y caballos le parecía risible. Incluso si pudieran encontrar, de algún modo, a tantos hombres, armar y equipar a una hueste de semejante tamaño les llevaría un año o más; y habría que alimentarlos y alojarlos mientras tanto. Era absurdo, y Bran se compadecía de sus amigos por su patético e imposible sueño. Podía hacer que el corazón de los britanos palpitara con fuerza al pensarlo, pero estaba condenado al fracaso. Los francos estaban hechos a la batalla; estaban mejor armados, mejor entrenados, tenían mejores caballos. Desafiarlos a campo abierto iba a ser un desastre seguro; y la muerte de cada britano fortalecía su dominio sobre la tierra al mismo tiempo que aumentaba la miseria y la opresión. Pensar de otro modo era una estupidez.

Escuchando a Iwan y a Siarles, Bran estaba más seguro que nunca de que su futuro estaba en el norte, entre los parientes de su madre. Elfael estaba perdido -lo estaba desde el momento en que su padre fue asesinado en el camino-, y no había nada que pudiera cambiar eso. Mejor aceptar la cruda realidad y vivir que morir persiguiendo una gloriosa quimera.

Contempló con tristeza a los dos hombres que tenía ante él, sus rostros anhelantes junto a las llamas. Ardían con celo pensando en expulsar al enemigo del valle y liberar su tierra. "¿Por qué parar aquí? -pensó Bran-. También podrían reclamar Cymru, Inglaterra y Escocía, para lo que les iba a servir…" Incapaz de alentar la fútil esperanza de esos rostros entusiasmados, Bran se levantó repentinamente y dejó la cabaña.

Salió a la luz de la luna y allí permaneció unos momentos, sintiendo cómo el frío aire de la noche lo traspasaba. Gradualmente, se dio cuenta de que no estaba solo. Angharad estaba sentada junto a la puerta.

— No tienen a nadie más -dijo-. Y ningún otro sitio al que ir.

— Lo que quieren… -Bran empezó y en seguida se detuvo ¿Tenía alguien la más ligera noción del esfuerzo, el tiempo y el dinero que llevaría organizar un ejército lo suficientemente grande como para hacer lo que Iwan sugería?- es imposible -declaró al cabo de unos segundos-. Se engañan.

— Entonces, debes decírselo. Díselo ahora. Explícales por qué están equivocados. Y entonces podrás irte, sabiendo que, como rey, hiciste todo lo que pudiste.

Sus palabras lo encendieron.

— ¿Qué esperas de mí, Angharad? -Habló con voz queda, para que los que estaban en el interior no pudieran oírlo-. Lo que proponen es una locura, como tú y yo sabemos.

— Quizá -admitió ella-, pero no tienen nada más. No tienen parientes en el norte esperándolos y dispuestos a acogerlos. Elfael es todo lo que tienen. Eso es todo lo que saben. Si la esperanza es vana, debes decírselo.

— Lo haré -dijo Bran, enderezándose-. Y acabaremos con esto. -Volvió al interior de la cabaña y ocupó de nuevo su lugar junto al fuego.

— Podemos acudir a lord Rhys, en el sur -estaba diciendo Iwan-. Ha vuelto de Irlanda con una gran hueste. Si lo convencemos de que nos ayude, podría prestarnos las tropas que necesitamos.

— No -intervino Bran serenamente-. No hay trofeo que repartir ni tenemos nada que ofrecerles. El rey Rhys ap Tender no se dejará arrastrar a una guerra inútil. Ya tiene bastantes preocupaciones.

— ¿Y qué es lo que sugieres? -preguntó Iwan-. ¿Hay alguien más?

Bran miró a su amigo. La luz todavía relumbraba en sus ojos; no podía permitirse apagar esa débil llama. Angharad tenía razón: la gente no tenía a nadie que lo guiara ni ningún lugar adonde ir. Para Iwan, y para todos los demás, era Elfael o nada.

Bran dudó, debatiéndose interiormente para tomar una decisión. "Dios ten piedad -pensó-, no puedo abandonarlos." En aquel instante, Bran vio el camino a seguir justo ante él.

— No tenemos que luchar contra los francos -declaró abruptamente.

— ¿No? -preguntó Iwan-. Creo que no se rendirán por mucho que se lo pidamos…, aunque ése es un pensamiento agradable.

— ¿Lo has olvidado, Iwan? Fuimos a Lundein y hablamos con el magistrado del rey -dijo Bran-. ¿Recuerdas qué nos dijo?

— Sí -concedió el imponente hombre-, lo recuerdo, pero ¿en qué va a ayudarnos eso?

— ¡Es nuestra auténtica salvación! -Iwan y Siarles intercambiaron unas estupefactas miradas por encima del fuego. No captaban claramente la idea, así que Bran se explicó-: El cardenal dijo que anularía la regalía a De Braose por seiscientos marcos. Así que, simplemente, compraremos Elfael al rey.

— Sí -musitó Iwan, acariciándose el mentón con aire dubitativo-, eso es lo que dijo, y era tan imposible entonces como ahora.

— Es un precio elevado, sí, pero no es imposible. En cualquier caso, es mucho menos de lo que necesitaríamos para organizar y alimentar a un ejército de mil hombres, por no mencionar las armas y armaduras. Nos costaría diez veces más que reunir lo que nos pide el cardenal.

Los otros dos guardaron silencio y lo miraron, calculando la enormidad de las sumas que estaban tratando. Bran dejó que sus palabras calaran en sus mentes, y entonces añadió:

— Aparte de eso, estoy de acuerdo con lo de los caballos.

— ¿Sí? -preguntó Siarles, impresionado.

— Sí, pero no mil. Con tres o cuatro bastará.

— ¿Y qué es lo que podemos hacer con tres caballos? -se burló el joven guardabosques.

— Podemos empezar reuniendo seiscientos marcos para liberar nuestra tierra. Parte IV