CAPÍTULO 4

Bran espoleó a su montura.

— ¡Iwan! -gritó. Al oír su nombre, el campeón del rey se incorporó y Bran vio cómo la sangre se deslizaba por la túnica de cuero acolchado del guerrero.

— ¡Bran! -exclamó el guerrero, jadeante-. Bran, gracias a Dios. Escucha…

— Iwan, ¿qué ha ocurrido? ¿Dónde están los otros?

— Fuimos atacados en el vado del Wye -dijo-. Francos. Trescientos o más… Sesenta o quizá setenta caballeros. El resto, infantería.

Tambaleándose, cogió al joven príncipe por el brazo.

— Bran, debes cabalgar… -empezó, pero sus ojos se quedaron en blanco, se desplomó y cayó del caballo.

Bran, sujetándolo del brazo, intentó amortiguar la caída de su amigo de la infancia. No obstante, Iwan cayó a plomo y quedó tendido entre los caballos. Bran bajó de su yegua y ayudó al herido a incorporarse.

— ¡Iwan, Iwan! -dijo, intentando que reaccionara-. Mi padre, la hueste… ¿Dónde están los otros?

— Muertos -gimió Iwan-. Todos… Todos ellos… muertos.

Bran cogió rápidamente una cantimplora que llevaba en la silla.

— Aquí -dijo, acercándola a los labios del guerrero-. Bebe un poco, te sentirás mejor.

El comandante bebió ávidamente un largo y sediento trago y después apartó el pellejo.

— Debes dar la alarma -dijo, mientras el vigor retornaba a su voz. Agarró a Bran y se pegó a él-. Debes cabalgar y avisar a la gente. Avisar a todo el mundo. El rey ha muerto y vienen los francos.

— ¿De cuánto tiempo disponemos? -preguntó Bran.

— Quiera Dios que sea suficiente -respondió el guerrero-. Algo menos si permaneces aquí. Vete ahora mismo.

Bran vaciló, incapaz de decidir qué debía hacer.

— ¡Ahora! -insistió Iwan, empujando al príncipe para que se moviera-. Apenas hay tiempo para que las mujeres y los niños se escondan.

— Iremos juntos. Te ayudaré.

— Vete-gruñó Iwan-. ¡Déjame!

— No te dejaré así.

Ignorando las maldiciones del herido, Bran lo ayudó a ponerse de pie y a recostarse en la silla. Entonces, tomando las riendas del caballo de Iwan y del suyo propio, los condujo a ambos por el camino por donde habían venido. Debido a la herida del guerrero, viajaron más lentamente de lo que Bran hubiera deseado. Finalmente alcanzaron el borde occidental del bosque, donde pararon para que los caballos y el herido descansaran.

— ¿Duele mucho? -preguntó.

— No, no mucho -dijo Iwan, apretando la mano contra el pecho-. Ah, un poco…

— Esperaremos aquí mientras tanto. -Bran desmontó, anduvo unos pocos pasos y se agazapó junto al camino, oteando el valle en busca de alguna señal de los enemigos invasores.

Las amplias y ondulantes tierras de Elfael se extendían ante él, brillando suavemente envueltas en la neblina azul de uno de los primeros días de otoño. Solitaria, verde, fértil, la región de suaves colinas, cubiertas de bosque y cruzadas por claros ríos y arroyos, se extendía plácidamente entre los altos y desnudos peñascos de las montañas, al norte y al este, y los páramos baldíos, al sur. Ni el más gran cantref más allá de las Marcas, en opinión de Bran, podía superar en encanto lo que le faltaba en tamaño.

No muy lejos, la fortaleza del rey sobre su promontorio. Los muros encalados reluciendo bajo el sol se erguían como centinelas en la puerta de Elfael, que parecía dormitar bajo la densa luz de color miel. Tan silencioso, tan tranquilo. La idea de algo perturbando una serenidad tan profunda y fastuosa parecía imposible, remota, la sombra de una simple nube pasajera sobre un prado soleado ocultando la luz antes de que el sol refulja de nuevo. Caer Cadarn había sido el hogar de su familia durante ocho generaciones y nunca había imaginado que nada pudiera cambiar ese hecho.

Bran se sintió satisfecho al ver que todo estaba en calma -al menos, por el momento-, entonces volvió junto a su montura y se encaramó a la silla otra vez.

— ¿Ves algo? -le preguntó Iwan. Su cara estaba pálida y cubierta de sudor; su mirada, vacía.

— Ningún franco, por ahora -respondió Bran.

Descendieron el valle al trote. Bran no paró en el fuerte de la colina sino que cabalgó directamente hasta Llanelli, el pequeño monasterio que ocupaba el extremo del valle y se alzaba a medio camino entre la fortaleza y Glascwm, la ciudad más importante del cantref vecino y el único asentamiento considerable de toda la región. Aunque era una simple avanzadilla de la abadía de San Dyfrig, en Glascwm, el monasterio de Llanelli servía bien a la gente de Elfael. Los monjes, había decidido Bran, no sólo sabrían cuál era el mejor modo de dar la alarma, sino que también podrían ayudar a Iwan.

Las puertas del monasterio estaban abiertas, así que las cruzó al galope y se detuvo en el amplio patio de tierra, junto a la pequeña iglesia hecha de madera y mampostería.

— ¡Hermano Ffreol! ¡Hermano Ffreol! -gritó Bran; saltó de la silla y corrió hacia la puerta de la iglesia. Un solitario sacerdote estaba de rodillas ante el altar. Un anciano, que se volvió hacía Bran cuando éste interrumpió sus plegarías.

— Lord Bran -dijo el anciano, levantándose temblorosamente-. Dios esté con vos.

— ¿Dónde está el hermano Ffreol?

— No lo sé -contestó el anciano monje-. Podría estar en cualquier parte. ¿A qué viene todo este griterío?

Sin contestar, Bran empezó a tirar de la cuerda del campanario. La campana repicó salvajemente en respuesta a su frenético tirón, y pronto aparecieron monjes que corrían hacia la iglesia desde todas las direcciones. El primero en cruzar la puerta fue el hermano Cefan, un muchacho de la región que apenas tenía unos años más que el propio Bran.

— Lord Bran, ¿qué ocurre?

— ¿Dónde está Ffreol? -lo urgió Bran, todavía tirando de la cuerda-. Lo necesito.

— Estaba en el scriptorium no hace mucho -contestó el joven-. No sé dónde está ahora.

— ¡Encuéntralo! -le ordenó Bran-. ¡Corre!

El joven monje se dirigió como una flecha a la puerta por la que había salido y allí topó con el prior Asaph, un severo hombre de mediana edad, tedioso, carente de sentido del humor y, en opinión de Bran, mediocre.

— ¡Eh tú! -le gritó, entrando a grandes zancadas en la iglesia-. ¡Para! ¿Me oyes? ¡Suelta esa cuerda ahora mismo!

Bran dejó caer la cuerda y se dio la vuelta.

— ¡Oh, eres tú, Bran -exclamó el prior, mientras todos los rasgos de su cara se contraían en un gesto de hartazgo y desaprobación-. Debería haberlo esperado. ¿Qué significa, te lo ruego, esta llamada tan fogosa?

— No hay tiempo que perder, prior -dijo Bran. Precipitándose sobre él, agarró al clérigo por una de las mangas y tiró de él hacia fuera, hacia el patio, donde una veintena, más o menos, de habitantes del monasterio estaban reuniéndose.

— Cálmate -dijo el prior Asaph, intentando zafarse de Bran-. Estamos todos aquí, así que explica a qué viene toda esta conmoción, si es que puedes.

— Vienen los francos -le informó Bran-. Trescientos marchogi están viniendo hacia aquí ahora mismo. -Señalando al comandante, que apenas se sostenía en la silla, dijo-: Iwan luchó contra ellos y está herido. Necesita ayuda.

— Marchogi -Los monjes dejaron escapar un grito sofocado y se miraron atemorizados unos a otros.

— Pero ¿por qué nosotros? -preguntó el prior-. Vuestro padre debería ser el que…

— El rey ha muerto -dijo Bran-. Lo asesinaron, y también al resto de la hueste. Todos están muertos. No tenemos protección.

— No lo entiendo -le espetó el prior-. ¿Qué quieres decir? ¿Todos?

El pánico cundió entre los monjes reunidos.

— ¡La hueste muerta! ¡Estamos perdidos!

El hermano Ffreol apareció, abriéndose paso entre la multitud.

— Bran, te vi llegar. Hay problemas. ¿Qué ha pasado?

— Los francos vienen hacia aquí -dijo, dándose la vuelta y corriendo al encuentro del monje-. Trescientos marchogi. Están de camino hacia Elfael ahora mismo.

— ¿Rhi Brychan va a luchar contra ellos?

— Ya lo hizo -le informó Bran-. Hubo una batalla en el camino. Mi padre y sus hombres han sido asesinados. Sólo Iwan pudo escapar para avisarnos. Está herido -dijo, aproximándose al tullido campeón-. Ayudadme a bajarlo.

Junto con algunos monjes, ayudaron al guerrero a bajar de su caballo y lo tendieron en el suelo. Mientras, el hermano Galen, el médico del monasterio, empezó a examinar las heridas de Iwan.

— Debemos dar la alarma. Todavía hay tiempo para que la gente huya -dijo Bran.

— Déjame eso a mí. Veré qué puedo hacer -contestó Ffreol-. Tú debes cabalgar a Caer Cadarn y reunir todo lo que sea de valor. Vete ahora, y que el Señor esté contigo.

— Esperad un momento -dijo el prior, alzando la mano para pararlos antes de que emprendieran la marcha. Volviéndose hacia Bran, le dijo-: ¿Por qué querrían los francos venir aquí? Tu padre lo había dispuesto todo para jurar un tratado de paz con William el Rojo.

— ¡Y se dirigía precisamente a jurarlo! -replicó bruscamente Bran, encendiéndose ante la sutil insinuación de que estaba mintiendo-. ¿Acaso soy ahora un consejero del rey Rojo y he de saber cuáles son los pensamientos de un bribón franco? -Bran miró ferozmente al suspicaz prior.

— Cálmate, hijo mío -dijo Asaph con severidad-. No hay necesidad de enfadarse. Sólo estaba preguntando.

— De lo que no cabe duda es de que van a llegar -dijo Bran subiéndose de nuevo a la silla-. Salvaré lo que pueda del caer y volveré aquí a por Iwan.

— ¿Y luego?

— Huiremos, si es que queda tiempo.

El prior negó con la cabeza.

— No, Bran. En vez de eso, debes cabalgar a Lundein. Debes acabar lo que tu padre empezó.

— No -replicó Bran-. Es imposible. No puedo ir a Lundein, y aunque lo hiciera, el rey nunca me escucharía.

— El rey te escuchará -insistió el prior-. William es razonable. Debes hablar con él. Debes contarle lo ocurrido y exigir una reparación.

"¡El rey William no me recibirá!"

— Bran -dijo el hermano Ffreol. Se acercó hasta situarse junto al estribo y puso la mano sobre la pierna del joven, como si fuera a retenerlo-, el prior Asaph tiene razón. Ahora vas a ser el rey. William, sin ninguna duda, te recibirá. Y cuando lo haga, debes jurar el tratado que tu padre iba a aceptar.

Bran abrió la boca para objetar, pero el prior Asaph lo detuvo.

— Se ha cometido una grave ofensa y el rey debe buscar el modo de repararla. Debes obtener justicia para tu pueblo -le dijo.

— ¡Ofensa! -gritó Bran-. ¡Mi padre ha sido asesinado y su hueste masacrada!

— No por William -señaló el prior-. Cuando el rey se entere de lo que ha ocurrido, castigará al hombre que lo hizo y te compensará.

Bran rechazó el consejo, enfurecido. El plan que con tanto apremio le sugerían seguir era infantil y peligroso. Antes de que pudiera empezar a explicar que su plan era una auténtica locura, Asaph se dirigió hacia sus hermanos, que permanecían allí, observando, y les mandó dar la alarma en la villa y en los campos.

— Que la gente no se oponga con violencia a los francos -ordenó severamente el prior-. Es una orden sagrada, decídselo. Ya se ha vertido demasiada sangre inútilmente. No vamos a dar al enemigo una razón para que nos ataque. Si Dios quiere, esta ocupación va a ser breve. Pero hasta que acabe, vamos a soportarla lo mejor que podamos.

El prior hizo que los mensajeros se fueran y añadió:

— Partid, aprisa. Decid a todo aquel que encontréis que haga correr la voz, que informe a sus vecinos. Que nadie quede sin saberlo.

Los monjes se apresuraron, y el monasterio quedó vacío. Bran contempló con un creciente y profundo recelo su partida.

— Ahora -dijo el prior Asaph, encarándose de nuevo hacia Bran-, debes llegar a Lundein lo antes posible. Cuanto antes se arregle este entuerto, menos daños se producirán y será mejor para todos. Debes partir ya.

— Esto es una locura -le replicó Bran-. Moriremos todos.

— Es el único modo -afirmó Ffreol-. Debes hacerlo por el bien de Elfael y del trono.

Bran contempló con incredulidad a los dos monjes. Todos sus instintos le decían que debía huir, volar.

— Iré contigo -se ofreció Ffreol-. Confía en mí. Haré todo lo que pueda para ayudarte.

— Bien -dijo el prior, satisfecho por la decisión tomada-. Ahora partid, y quiera Dios prestaros su propia sabiduría y la rapidez de los mismos ángeles.