CAPÍTULO 34

El hermano Aethelfrith se detuvo en medio del camino y se pasó una húmeda manga por el sudoroso rostro. Los mercaderes normandos con quienes había estado viajando lo habían sobrepasado desde hacía un buen rato; sus cortas piernas no se acompasaban con el paso de las muías y las grandes ruedas de sus carretas, y ninguno de los cuatro arrieros ni sus criados habían consentido en dejarlo subir a uno de los vehículos. Todos ellos le habían hecho gestos obscenos y se habían tapado las narices ante él en un elocuente gesto.

— ¿Apesto? Apesto, ¿verdad? -murmuró el mendicante, casi sin aliento. Era un fraile de lo más limpio, sin duda, pero el día era bochornoso y el sudor era la honesta recompensa a los esfuerzos que había hecho-. Normandos -farfulló, secándose la cara-. ¡Que se pudran todos!

¡Qué gente más peculiar! Eran grandes, unos fornidos idiotas con cara de caballo y pies como barcos. Vanos y arrogantes, carentes de nociones tan básicas como la tolerancia, la amabilidad, la igualdad; siempre querían hacerlo todo a su estilo, nunca cedían, consideraban cualquier disconformidad como algo desleal, deshonesto y falso, mientras que juzgaban sus propias acciones, por indignantes y desagradables que fueran, como legítimos derechos otorgados por Dios. ¿Acaso el Dios de los cielos pretendía que una raza tan avarienta, codiciosa y voraz, de bribones y truhanes suplantara al buen rey Harold?

— ¡Dios bendito! -murmuró, observando cómo la última de las carretas se desvanecía en la distancia-. Dales a esos asquerosos un montón de bubas ardientes para recordarles lo afortunados que son.

Entonces, riendo para sus adentros al imaginarse a toda la población brincando y retorciéndose de dolor, sujetándose los hinchados costados, siguió adelante. Al coronarla siguiente colina vio un arroyo y un vado en el punto en que el camino entraba en el valle. Varios de los carros habían parado para que los animales bebiesen.

— ¡Gracias a Dios! -gritó y se apresuró para atraparlos. Quizá ahora se apiadarían de él.

Al llegar al vado los saludó educadamente, pero los mercaderes le ignoraron por completo, así que anduvo un trecho, río arriba, hasta que llegó a un lugar sombreado donde, remangándose su largo hábito marrón entre las piernas y prendiendo las puntas en el cinto, se introdujo en la corriente.

— ¡Ahhh! -suspiró, regodeándose al sentir el agua fría-. Una bendición en un cálido día de verano. Gracias Jesús. Muchas gracias.

Cuando los mercaderes se pusieron en marcha poco después, se quedó atrás, contentándose con permanecer en el agua un poco más. Según sus cálculos, Llanelli sólo estaba a un cuarto de día de camino desde el vado. Nadie lo estaba esperando, de modo que podía tomarse todo el tiempo que necesitara; si llegaba al monasterio al anochecer, se consideraría afortunado.

El orondo fraile permaneció en el agua, contemplando los pequeños y saltarines peces. Canturreó para sus adentros, disfrutando del día, como si tuviera delante una comida a base de abundante cerveza y carne. Pensándolo bien, no tenía derecho a estar tan feliz. Su viaje, Dios lo sabía, era, en sí mismo, pecado.

Cómo había tenido la idea, no lo podía decir. Una conversación oída casualmente, un rumor en la plaza del mercado, una palabra pasajera, quizá pronunciada por algún extranjero al pasar, había penetrado en él, hincando profundamente sus oscuras raíces en su interior, creciendo sin ser vista hasta que floreció como una flor venenosa en todo su esplendor. Estaba plantado ante el tenderete del carnicero, regateando por el precio de una tira de panceta, y un instante después sus arqueadas piernas estaban llevándolo de regreso a su oratorio para pedir perdón por la idea absolutamente inmoral que tan poderosamente había despertado en su inquieto cerebro.

— ¡Alma mía! -suspiró, moviendo la cabeza de lado a lado, sorprendido por el misterio de todo aquel asunto-. El corazón del hombre es falso por encima de todas las cosas, y desesperadamente malvado. ¿Quién puede conocerlo?

Aunque pasó toda la noche de rodillas, implorando perdón y una señal que lo orientara, cuando el alba asomó en el cielo, no había ninguna señal del perdón.

— Si tienes reparos, Señor -suspiró-, detenme ahora. Si no, partiré.

Puesto que nada se materializó para impedírselo, se levantó, se lavó la cara y las manos, se calzó las sandalias y se apresuró para consumar su plan. No era -y estaba absolutamente seguro sobre esta parte- para su propio enriquecimiento, ni tenía el deseo de conseguir ninguna ganancia, salvo justicia. Éste era el meollo del asunto: justicia. Porque, como su viejo abad le decía a menudo, "cuando la iniquidad se sienta en el estrado, los hombres buenos deben elevar sus súplicas a un tribunal superior".

Aethelfrith no sabía cómo podía llevarse a término esa súplica por la justicia, pero confiaba en que esa información le daría a Bran todo lo que necesitaba para, al menos, poner las cosas en marcha.

Las sombras se extendían por el valle y el camino no se había encogido. De mala gana salió del agua, se secó los pies con el dobladillo de su hábito y continuó su camino. Ahora, la caravana de mercaderes estaba justo delante de él, pero descartó la idea de soportar tan desagradable compañía. Su destino estaba casi a la vista. El valle de Elfael se extendía ante él, sus verdes campos manchados aquí y allí por la sombra de las nubes. Dudaba que pudiera encontrarse un valle más pacífico y sereno en ningún otro lugar.

Con el espíritu animado por la belleza del lugar, el hermano Aethelfrith abrió la boca y empezó a cantar a grito pelado, dejando que su voz resonara y que su eco se extendiera por todo el valle mientras descendía la larga vereda que finalmente lo conduciría a Llanelli.

Estaba sudando otra vez mucho antes de alcanzar el fondo del valle. A poca distancia vio la vieja fortaleza, Caer Cadarn, alzándose sobre su promontorio de roca y elevándose por encima del camino.

— Que tus murallas te mantengan a salvo como Jericó -murmuró Aethelfrith, se persignó y se alejó con rapidez.

El sol ya se hundía entre las lejanas colinas del oeste cuando llegó a Llanelli, o lo que quedaba de él. El murete que rodeaba el recinto había sido demolido y la mayoría de los edificios de su interior, o bien se habían destruido o se habían destinado a otros usos. Habían ensanchado el patio para convertirlo en una plaza de mercado, y nuevas estructuras -inacabadas, con las desnudas vigas surgiendo entre los escombros- se alzaban en cada una de las esquinas. Todo lo que quedaba del antiguo monasterio era una solitaria hilera de celdas de los monjes y la capilla, que apenas era mayor que su propio oratorio. No parecía haber nadie en los alrededores, así que se dirigió diligentemente hacia la puerta de la capilla y entró.

Dos monjes estaban de rodillas ante el altar, sobre el que ardía una única y gruesa vela de sebo, de la que brotaba un humo negro y grasiento que atufaba el sofocante aire. Permaneció en el umbral un instante, se aclaró la voz y anunció su presencia.

— Perdonadme, amigos. Veo que estoy interrumpiendo vuestras oraciones.

El monje que estaba más cerca se dio la vuelta y dio un codazo al otro, que acabó apresuradamente su oración, se persignó, y se levantó para saludar al recién llegado.

— Que el señor esté contigo, hermano -dijo el clérigo-. Soy el prior Asaph. ¿En qué te puedo ayudar?

— ¡Saludos en Cristo y en la compañía de todos sus gloriosos santos! -declaró el fraile mendicante-. Hermano Asaph, yo soy el hermano Aethelfrith, he viajado por un asunto… -Dudó, pues no deseaba decir mucho acerca de su ilícita tarea-. Un asunto de cierta delicadeza e importancia.

— Paz y bienvenido, hermano -le dijo el prior-. Como puedes ver, nos queda poco a lo que podamos llamar nuestro, pero te ayudaremos en todo lo que esté en nuestra mano.

— Lo que necesito es fácil de hacer y no os costará nada -le aseguró el fraile-. Estoy buscando a Bran ap Brychan, tengo un mensaje para él. Esperaba que alguien pudiera indicarme dónde encontrarlo.

Al oír esto, una sombra cruzó el rostro del prior. Su sonrisa de bienvenida se apagó y sus ojos se entristecieron.

— Ah -suspiró-. Ojalá me hubieras preguntado por otra cosa. ¡ Ay! No encontrarás al hombre que buscas entre los vivos. -Negó con la cabeza, lamentándose-. Nuestro joven príncipe Bran está muerto.

— ¡Muerto! Oh, buen Dios, ¿cómo? -preguntó Aethelfrith con la voz entrecortada-. ¿Cuándo ocurrió?

— Fue el pasado año -respondió el prior-. En cuanto a cómo pasó, hubo una lucha y fue cruelmente asesinado cuando intentaba escapar de los caballeros del conde De Braose. -El monje inglés retrocedió, tambaleándose, y cayó sobre un banco apoyado en la pared-. Descansa un momento -dijo Asaph-. Hermano Clyro, trae un poco de agua a nuestro invitado.

Clyro salió, cojeando, y el prior se sentó junto a su huésped.

— Lo siento, amigo mío -se excusó-. Tu pregunta me ha cogido desprevenido, debería habértelo explicado de un modo más suave.

— ¿Sabes dónde está enterrado? Iré a su tumba y rezaré una oración por su alma.

— ¿Conociste a nuestro Bran?

— Nos encontramos una vez. Pasó una noche en mi casa; él y aquel compañero suyo tan grandote. ¿Cómo se llamaba? ¡John! También iba un clérigo con ellos. Un buen hombre, creo. ¿También era uno de los vuestros?

— Iwan, sí. Y Ffreol, ¿tal vez?

— ¡Esos queridos compañeros! -asintió Aethelfrith-. Iban de camino a Lundein para ver al rey. Al final fui con ellos. Pero yo ya se lo dije: los francos son unos bastardos. Estaban amargamente decepcionados.

— Por lo que he podido saber -le explicó Asaph-, nuestro Bran fue capturado de camino a casa. Lo asesinaron unos pocos días después de que consiguiera escapar. -Contempló a su visitante con los ojos llenos de pena-. Aún me duele más decir que Iwan y el hermano Ffreol también cayeron a manos del conde De Braose.

— ¿También están muertos? ¿Todos ellos? -exclamó Aethelfrith.

El padre Asaph agachó la cabeza, asintiendo con pesar.

— ¡Maldita basura normanda! -gruñó el fraile-. Matar primero y arrepentirse después. Es lo único que saben hacer ¡Peor que los daneses!

— No hay nada que podamos hacer -se resignó Asaph-. Dijimos una misa por él, por supuesto, pero… -Alzó las manos en un gesto de conformidad.

— Así que ahora no tenéis rey -observó Aethelfrith.

— Bran era el último de su linaje -afirmó el prior-. Debemos estar satisfechos simplemente por estar vivos y soportar este injusto reinado lo mejor que podamos. Y ahora hemos recibido otro golpeó -Su voz tembló ligeramente-. El monasterio ha sido demolido para construir una ciudad en su lugar.

— ¡Sucios ladrones, todos ellos! -murmuró Aethelfrith-. No, peor que eso, ni el ladrón más miserable se atrevería a robar a Dios en su propia casa.

— El barón De Braose está resuelto a emplazar a sus propios clérigos en este lugar. Llegarán cualquier día. De hecho, cuando llegaste, pensamos que eras el nuevo abad que había venido para echarnos de la capilla.

— ¿Y adonde iréis?

— No nos faltan amigos. El monasterio de San Dyfrig, en el norte, está hermanado con Llanelli. Acudiremos a ellos… Y a partir de aquí… -el prior esbozó una triste sonrisa- está en manos de Dios.

— Entonces estoy doblemente apenado -manifestó Aethelfrith-. Este mundo está lleno de penurias, Dios lo sabe y no le ahorra ninguna a sus propios sirvientes. -El hermano Clyro regresó con un cuenco lleno de agua que ofreció a su huésped. Aethelfrith aceptó el cuenco y bebió con avidez.

— ¿Por qué querías ver a Bran? -preguntó el prior cuando hubo acabado.

— Tenía una idea para ayudarlo -respondió el fraile-. Pero ahora que veo cómo se han torcido las cosas, me parece una pobre idea. En cualquier caso, ya no tiene importancia.

— Ya veo -respondió el prior, sin querer indagar más en el asunto-. ¿Has venido desde muy lejos?

— Desde Hereford. Mantengo un oratorio allí; San Ennion. ¿Habéis oído hablar de él?

— Por supuesto que sí -respondió el prior-. Es uno de nuestros santos más queridos desde hace mucho tiempo,

— Seguro -admitió Aethelfrith-. Pues ahora es mi casa.

— Entonces está demasiado lejos. No se puede ir y volver en un mismo día. Debes quedarte con nosotros unos cuantos días. -El prior alzó la mano en un gesto de resignación-. O hasta que los francos nos echen a todos de aquí.

El hermano Aethelfrith pasó el día siguiente ayudando a Asaph y a Clyro a empaquetar sus pertenencias. Envolvieron las copias en pergamino de los Salmos y el libro de san Mateo, así como el pequeño cáliz dorado que se usaba en las Eucaristías de las festividades más destacadas. Estas cosas habían de esconderse y ocultarse entre los otros fardos de utensilios e instrumentos clericales por miedo a que los francos los confiscaran si llegaban a conocer su valor.

Acabaron su trabajo y disfrutaron de una frugal cena de judías estofadas con un poco de puerro y bardana. A la mañana siguiente, el hermano Aethelfrith se despidió cordialmente de sus amigos y retomó el camino de vuelta a su oratorio. Los mercaderes que había seguido hasta Elfael también habían concluido con sus negocios, y mientras pasaba por Castle Truhán -como llamaban ahora a Caer Cadarn- vio cinco carretas tiradas por mulas entrando en el camino, y pensó que ahora que los carros estaban vacíos, podría pedirles que lo llevaran.

Así que se apresuró, y a media mañana había alcanzado la caravana, que se había parado para dar de beber a los animales en el arroyo que cruzaba el valle antes de empezar el ascenso por la vereda del bosque. Cuando estuvo a una distancia razonable dio un grito que no fue respondido.

— Veo que aún tienen que aprender algunos modales -murmuró-. Pero no importa. Tendrían que ser unos auténticos mastuerzos para rechazar mi petición.

Al acercarse al vado, vio que los arrieros estaban agrupados, inmóviles, de espaldas; parecían estar contemplando algo al otro lado del arroyo.

Corrió hacia ellos.

— ¡Fax vobiscum! -los saludó.

Uno de los arrieros se volvió hacia él.

— ¡En voz baja! -le susurró bruscamente.

Confundido, el fraile cerró la boca con un chasquido de dientes. Ocupando un lugar junto a los hombres, miró también al otro lado del vado, hacia el bosque. Las mulas, ordinariamente unas criaturas impasibles, parecían inquietas e intranquilas; se movían nerviosas y estaban cabizbajas. Pero el bosque, al otro lado del arroyo, parecía estar tranquilo. El hermano Aethelfrith no vio a nadie en el camino; todo parecía sereno y en calma.

— Perdona mí curiosidad, amigo -susurró al hombre que estaba a su lado-. ¿Qué es lo que está mirando todo el mundo?

— Gerald pensó que había visto a la cosa, a la criatura -le respondió el mercader en un murmullo, con la voz tensa en medio de un sobrenatural silencio. El único sonido que se podía oír era el perezoso y líquido gorgoteo del agua fluyendo entre las piedras.

— ¿Qué criatura? -preguntó el clérigo. Nada se movía entre el exuberante follaje de los árboles ni entre la maleza a ras de suelo.

— El fantasma -le explicó el hombre. Volvió su rostro al patizambo fraile-. ¿No lo sabéis?

— No sé nada de ningún fantasma -respondió Aethelfrith-. ¿Qué clase de fantasma se supone que es?

— Dado que adopta la forma de un pájaro gigante -le contestó el mercader-, los hombres de estas tierras lo llaman el Rey Cuervo.

— ¿Lo llaman así? -preguntó el fraile, enormemente intrigado-. ¿Y qué aspecto tiene ese… pájaro gigante?

El mercader le contempló con incredulidad.

— ¡Por la Santa Cruz, hombre! ¿Sois tonto? Tiene el aspecto de un gran cuervo.

— ¡Callad! -murmuró uno de los mercaderes en ese momento-. O conseguiréis que ese demonio caiga sobre nosotros!

Antes de que pudiera contestar, otro arriero levantó la mano.

— ¡Está ahí!

El hermano Aethelfrith entrevió el brillo de unas plumas negras centelleando bajo el sol, y el esbozo de una enorme ala negra cuando la criatura emergió de la maleza, en la orilla opuesta, unas pocas docenas de pasos río abajo. Dos de los mercaderes dejaron escapar sendos gritos de aterrorizada sorpresa, otros dos cayeron de rodillas, invocando a Dios y a san Miguel para que los salvaran. El resto huyó camino abajo hacia la seguridad de Castle Truan, dejando sus carretas tras de sí.

— ¡Cristo, ten piedad! -balbuceó uno de los mercaderes que quedaban al ver que asomaba la cabeza de la criatura. Su rostro era un óvalo de suave hueso negro, sin plumas, con dos huecos redondos donde deberían haber estado los ojos. Excepto por el condenadamente largo y puntiagudo pico, su cabeza se parecía más bien a una calavera humana carbonizada.

Alzando el pico como si fuera una espada, la cosa profirió un agudo alarido que resonó en el mortal silencio del bosque. Mientras el grito aún estaba en el aire, el fantasma se dio la vuelta y se mezcló con las sombras del bosque.

Los mercaderes, conmocionados por el terror, se incorporaron precipitadamente y corrieron hacia sus carretas, azuzaron a las mulas para que se movieran y huyeron hacia el valle. De todos los que estaban junto al arroyo, sólo Aethelfrith quedó allí para dar caza a la bestia, cosa que hizo en seguida.