CAPÍTULO 43
Bajo la atenta vigilancia de los guardias escondidos en la maleza a lo largo del camino, la grellon recorrió los senderos escondidos del bosque. Moviéndose con el sigilo propio de las criaturas silvestres, hombres, mujeres y niños transportaran la carga hasta su prado en literas hechas de tiras de cuero sujetas a troncos de pino. Llevó casi todo el día recuperar los frutos del trabajo de su agitada noche y ponerlo a salvo. Así, el sol ya se estaba poniendo cuando Bran, Iwan, Tuck, Siarles y Angharad finalmente se reunieron para abrir los cofres.
Iwan y Siarles se pusieron a trabajar, forzando las pesadas cadenas y candados que cerraban las dos primeras cajas fuertes. Los otros miraban, especulando acerca de su contenido. Con la ayuda de un pico y un hacha, la caja de Iwan fue la que primero se abrió. Con tres enérgicos golpes partió los laterales, y con tres más liberó una refulgente cascada de plata que cayó sobre el suelo. Tuck recogió las monedas con una escudilla y las fue acumulando en su hábito, mientras Siarles despedazaba la tapa de su cofre hasta que consiguió romper la maltrecha cerradura. El interior estaba lleno de bolsas de tela, cada una de ellas atada con una cuerda y asegurada con cera marcada con el sello del barón. A una señal de Bran, cogió una, desató la cuerda, rompió el sello y vertió el contenido en la escudilla de Tuck: cuarenta y ocho peniques ingleses recién acuñados, brillantes como pequeñas lunas.
— Debe de haber más de doscientas libras aquí -estimó Siarles-. Más aún.
Iwan volvió su atención hacia la tercera caja. Más pequeña que las otras dos, había sufrido menos daños y resultó ser más difícil de abrir. Con fuertes golpes, Iwan forzó el cierre y los costados del cofre. La caja resistió sus esfuerzos hasta que Siarles trajo un martillo y un cincel y empezó a trabajar en las bisagras, desmontando unas cuantas de las bandas metálicas que aseguraban el cofre para permitir que Iwan pudiera meter el pico y hacer palanca. Finalmente, ambos consiguieron desprender la tapa. Poniéndola a un lado, desvelaron el contenido de la caja, pues en ella había pesadas bolsas de cuero, más pequeñas que las bolsas negras del barón pero más pesadas. Cuando las cogieron, tintinearon pesadamente.
— Abridlas -ordenó Bran. Se agachó y observó con asombro y estupor.
Tomando una bolsa del cofre, Iwan desató la cuerda y vertió el contenido en la mano abierta de Bran. El brillo del oro parpadeaba a la luz del fuego mientras las gruesas monedas caían en su palma.
— ¡Por mis votos! -exclamó Aethelfrith con voz entrecortada-. Están llenas de flamantes bizantinos.
Tomando una de las monedas, Bran la pasó entre sus dedos, contemplando el reverberante resplandor del oro danzando bajo la luz del fuego. Sintió el exquisito peso y calidez del oro fino. Nunca había visto un bizantino antes.
— ¿Cuál es su valor?
— Bien -dijo el clérigo, agarrando una moneda del suelo-. Déjame ver. Hay doce peniques en un chelín y veinte chelines en una libra, o sea que una libra vale doscientos cuarenta peniques. -Pasando el dedo por la palma, como si contara monedas invisibles, el fraile mendicante continuó, asombrando a quienes lo contemplaban con su profunda comprensión de la riqueza terrenal-. Ahora, un marco, como todos sabemos, vale trece chelines y cuatro peniques, o sea, ciento sesenta peniques, que quiere decir que hay un marco y medio en cada libra esterlina.
— ¿Y cuánto vale un bizantino? -preguntó Siarles.
— Dame tiempo -rezongó Tuck-. Estoy en ello.
— Esto va a llevar toda la noche -se quejó Siarles.
— Llevará toda la noche si sigues interrumpiéndome de esta manera, rapaz -se quejó el sacerdote, malhumorado-, Son cálculos complicados. -Miró con acritud a Siarles y continuó-: ¿Dónde estaba? Exacto, así que… -Se detuvo para recapitular el total-. Es más de cinco libras, creo. -Frunció el ceño-. Más bien seis, o más.
— ¿Cada bolsa? -preguntó Bran.
— No, cada uno -respondió el clérigo, devolviéndole el bizantino.
— Quieres decir que esto -dijo Bran, sosteniendo la moneda de oro ante la luz-, ¿vale diez marcos?
— Son tan valiosos como escasos.
— Sire -dijo Iwan, deslumbrado por el alcance de su botín-, esto es, de lejos, mucho mejor que lo que esperábamos. -Cogió otra de las bolsas de cuero y sacó un puñado de monedas de oro-. Esto es… un milagro.
— El buen Dios ayuda a aquellos que se ayudan a sí mismos -sentenció Fray Tuck, pasando las monedas desde el pliegue de su hábito al cuenco que tenía ante él-. Bendito sea el nombre del señor.
— ¿Cuánto hay en total? -preguntó Bran, contemplando el tesoro.
— Setecientos marcos, al menos -sugirió Siarles.
— Es más de lo que se necesita para pagar a los trabajadores -observó Angharad desde su taburete-. Mucho más. -Se levantó y cogió la piel de ciervo que estaba en su jergón. Tendiéndola en el suelo, al lado del clérigo arrodillado, le indicó-: Cuéntalo y ponlo ahí.
— Y cuéntalo en voz alta, para que todos podamos oírlo -le pidió Siarles.
— Ayúdame -dijo el fraile-. Haz montones de doce.
Ambos empezaron a disponer las monedas de plata en pequeñas pilas representando un chelín, y entonces el hermano Tuck empezó a contar, chelín a chelín. Siarles, usando un trozo de madera quemada, empezó a llevar la cuenta haciendo marcas en la piedra de la chimenea, diciendo el total cada cuatro o cinco pilas y anunciando en voz alta cada marco: cien…, ciento setenta y cinco…, doscientos…
Las mujeres de Cél Craidd trajeron comida, una bandeja de carne asada, procedente de uno de los bueyes descuartizados y unos pasteles hechos con los suministros del abad Hugo. Bran y los otros comieron mientras seguían contando.
Al cabo de un rato, oyeron voces en el exterior de la cabaña.
— Tu rebaño tiene curiosidad -dijo Angharad-. Ya han sido bastante pacientes. Deberías hablar con ellos, Bran.
Bran se levantó y se dirigió hacia la puerta, apartó la cortina de cuero que la cubría y salió al suave aire de la noche. Allí vio a toda la población del asentamiento -cuarenta y tres almas en total-, sentadas en el suelo, alrededor de la cabaña. Envueltos en sus capas, hablaban quedamente entre ellos. Se habían encendido un fuego y algunos niños corrían, descalzos, a su alrededor.
— Todavía estamos contando el dinero -les anunció, sencillamente-. Vendré a deciros cuánto hay en cuanto hayamos acabado.
— Está llevando un buen rato -sugirió uno de los hombres.
— Hay mucho que contar.
— ¡Alabado sea Dios! -exclamó otro-. ¿Cuánto?
— Más de lo que esperábamos -respondió Bran-. Vuestra paciencia será recompensada, no temáis.
Volvió junto al hogar de Angharad, donde seguían contando.
— Doscientos cincuenta… -murmuró Siarles, haciendo otra marca en la piedra-. Cuatrocientos…
— ¡Cuatrocientos marcos! -dijo Iwan conteniendo el aliento-. ¿Por qué llevarían tanto dinero?
— Algo está pasando, algo que no hemos oído ni previsto -anunció Angharad-. Y ésta es la prueba.
Tuck, todavía contando, tosió para que callaran, y el total continuó subiendo.
Cuando el último penique de plata fue contabilizado, el total se elevaba a cuatrocientos cincuenta marcos. Entonces, centrando su atención en las bolsas del último cofre, el fraile empezó a contar las monedas de oro, de diez marcos de valor cada una. Los otros lo contemplaron, sin aliento, mientras el fraile disponía los bizantinos de oro en pequeñas torres de diez.
Cuando acabó, Tuck levantó la cabeza y con una voz tranquila pero maravillada anunció:
— Setecientos marcos. Eso son quinientas libras esterlinas.
— ¿He de creer lo que oigo? -suspiró Iwan, abrumado por la enormidad del botín-. Quinientas libras… -Se dio la vuelta para mirar a Bran y a Angharad-. ¿Qué hemos hecho?
— Hemos rescatado Elfael de esos apestosos francos -declaró Bran-. Usando su propio dinero. Justicia pura y dura, eso hemos hecho.
Dio media vuelta, se encaminó a la puerta y salió para dar las noticias a los que esperaban en el exterior. Angharad salió con él. Una vez fuera, levantó las manos.
— Silencio -dijo-. Rhi Bran os va a hablar.
Cuando los murmullos se apagaron, Bran se dirigió a ellos.
— Con todos nuestros esfuerzos hemos ganado quinientas libras esterlinas, mucho más de lo que necesitamos para pagar el precio del rescate que el rey William ha establecido. ¡Hemos redimido a nuestra tierra!
El súbito grito de aclamación cogió a Bran por sorpresa. Al oír los gritos de júbilo y ver las alegres caras bajo la luz de luna se trasladó a otro tiempo y a otro lugar. Por un momento, Bran era un niño y estaba en el patio de Caer Cadarn, escuchando la algarabía de los guerreros que volvían de la caza. Su madre aún vivía, y como Reina de la Caza, lideraba a las mujeres del valle en los cantos y las danzas para celebrar el éxito de los cazadores. Su larga y oscura cabellera flotaba sobre su espalda mientras giraba y bailaba bajo la brillante luz de la luna llena.
Nada podía traería de vuelta o reemplazar la calidez que había sentido ante aquella alma llena de amor. Pero esto sí lo podía hacer: reclamar el caer y, bajo su mandato, devolver la corte de Elfael a su antigua gloria.
Angharad le había preguntado una vez qué era lo que deseaba. Él había sospechado, incluso entonces, que había en la pregunta algo más de lo que sabía. Ahora, súbitamente, percibió cuál era la forma de su más profundo deseo. Más que nada en el mundo, deseaba que la alegría que había conocido cuando era niño volviera a reinar en Elfael de nuevo.
Angharad, de pie a su lado, sintió el brote de emoción que lo recorría como un torrente por el lecho seco, y supo que finalmente había tomado su decisión.
— Sí -susurró-. Esta noche, lo que sea que desees se plegará a tu voluntad. Elige bien, mí rey.
Alzando los ojos vio el radiante disco de la luna iluminando los árboles que eran su morada, llenando el vacío del bosque con una luz suave, espectral.
— Mi gente, mi grellon -proclamó Bran, con la voz quebrada por la emoción-. Esta noche celebraremos nuestra victoria sobre los francos. Mañana reclamaremos nuestra tierra.
Mérian había decidido soportar el Consejo del barón con buen talante y tolerancia. Olvidando lo que suponía tener que pasar el verano en el castillo del barón, en Hereford, podía permitirse ser caritativa con sus enemigos. En consecuencia, se juró no proferir ni una sola queja y mantener una respetuosa cortesía con todos y cada uno en lo que imaginaba sería una situación poco mejor que la cautividad.
Conforme los días pasaban, no obstante, el enérgico disgusto hacia los francos empezó a desvanecerse; sencillamente, era demasiado difícil mantenerlo cuando era tratada con semejante derroche de cortesía y charme. Así, para su propio asombro -y no poca molestia-, se encontró a sí misma disfrutando de los actos, a pesar del hecho que la única esperanza que había albergado respecto al Consejo -que pudiera retomar su amistad con Cécile y Thérese- le había sido negada, pues ellas no habían asistido.
Su hermano Roubert, la informó alegremente que sus hermanas habían vuelto a Normandía para pasar el año y no volverían hasta el otoño o, quizá, hasta la siguiente primavera.
— Es bueno para ellas adquirir algunas gracias -le confesó, adoptando un tono de superioridad.
En qué consistían esas gracias, no lo dijo; y Mérian no preguntó, pues no quería demostrar ser una rústica y bruta campesina que necesitaba de esas mismas gracias. Agradeció la compañía de Roubert, pero se sentía torpe cuando estaban juntos. Aunque siempre parecía ansioso por verla, ella sentía una arrogancia natural en él y un velado desdén por todo lo extranjero -que era todo lo que había en la hermosa isla de Britania-, incluyéndose a sí misma.
Aparte de Roubert, la otra única persona de su edad era la distante hija del barón, Sybil. Mérian y la joven dama habían sido presentadas el primer día por el propio De Neufmarché, con la indicación implícita de que debían ser amigas. Por su parte, Mérian estaba bastante predispuesta -había poco que hacer, de todos modos, con las interminables sesiones del Consejo ocupando todo el día-, pero había recibido escasa correspondencia por parte de la joven noble.
Lady Sybil parecía abatida por el calor del sol de verano y las inevitables incomodidades del campamento. Su hermoso pelo negro colgaba en lacios mechones y bajo sus enormes ojos castaños había dos oscuras sombras. Parecía tan desganada e infeliz que Mérian, molesta primero por la afectación de la joven, acabó compadeciéndose de ella. La joven noble franca languidecía a la sombra de un palio erigido junto a la enorme tienda del barón, refrescándose con un abanico hecho de vitela y madera de sauce.
— Mere de Dieu -suspiró la joven melancólicamente cuando Mérian fue a visitarla un día-. No estoy… mmm. -Se detuvo, buscando una palabra que no podía encontrar- accoutumé a este aire tan cálido.
Mérian sonrió al escuchar su rudimentario inglés.
— Sí -manifestó, con el mejor de sus ánimos-, hace mucho calor.
— Siempre es así, non?
— Oh, no -se apresuró a asegurarle Mérian-. No es así. Normalmente el tiempo es bueno, pero este verano es diferente. -Una nube de contrariedad cruzó el rostro de lady Sybil-. Más cálido -acabó Mérian sencillamente.
Ambas se miraron a través del vacío de lenguaje que las separaba.
— ¡Aquí estáis! -Se dieron la vuelta y vieron al barón De Neufmarché acercándose flanqueado por dos caballeros de aspecto severo. Vestían unas largas túnicas de un color apagado y unas calzas, atuendo propio de la nobleza sajona.
— Mis señores -declaró el barón en inglés-. ¿Habéis visto jamás dos damas más hermosas en toda Inglaterra?
— Nunca, sire -respondieron los dos nobles al unísono.
— Es agradable veros otra vez, lady Mérian -dijo el barón. Sonriéndole, le tomó la mano y la acercó a sus labios. Rápidamente, besó a su hija en la frente y le puso la mano en el hombro-. Veo que finalmente os encontráis a gusto la una con la otra.
— Eso intentamos -respondió Mérian, y ofreció a Sybil una sonrisa esperanzada.
Claramente, la joven no tenía idea de qué hablaba su padre.
— Espero que cuando el Consejo haya acabado, todavía tengáis planeado venir a vernos a Hereford -apuntó el barón.
— Bueno, yo… -tartamudeó Mérian, incapaz de desenredar sus enmarañadas emociones tan rápidamente. Después de todo, cuando fue originalmente formulada, la proposición había sido recibida con tal hostilidad por su parte que ahora difícilmente podía saber qué sentía al respecto.
De Neufmarché sonrió y rechazó cualquier excusa que pudiera formular.
— Seréis más que bienvenida, os lo aseguro. -Acarició el pelo de su hija-. De hecho, ahora que os conocéis mejor, quizá deberíais acompañar a Sybil a nuestros territorios de Normandía cuando ella regrese este otoño. Podríamos disponerlo con facilidad.
Sin saber qué decir, Mérian se mordió el labio.
— Venid, milady -le dijo aduladoramente el barón. Vio sus dudas y le ofreció un sutil recordatorio de cuál era su lugar-. Ya hemos hecho los arreglos pertinentes y vuestro padre ha consentido.
— Me siento muy honrada, sire, de saber que mi padre ha consentido.
— ¡Bien! -Sonrió de nuevo y le brindó a Mérian una ligera reverencia de cortesía-. Habéis hecho a mi hija muy feliz.
Un tercer soldado llegó corriendo justo entonces y el barón se excusó y se fue a recibir al recién llegado.
— ¡Ah, DeLacy! ¿Tienes noticias?
— Oui, mon barón de seigneur -respondió el hombre, aún con la cara enrojecida por haber corrido bajo el sofocante calor.
El barón levantó la mano, ordenándole que hablara en inglés para que los dos caballeros que estaban con él pudieran entenderle. El mensajero tomó aire y se pasó una manga por el rostro para enjugarse el sudor.
— Es cierto, milord. El barón De Braose envió carretas y hombres a través de nuestras tierras. Cruzaron Hereford el día que empezó el Consejo y regresaron ayer mismo. -El hombre vaciló, lamiéndose los labios.
— ¿Cómo? ¡Habla, hombre! -Asomándose al interior de la tienda, el barón gritó-: ¡Remey! Trae agua ahora mismo. -Al instante, el senescal apareció con una jarra y una copa. La llenó y ofreció la copa al barón, que se la pasó al soldado-. Bebe -le ordenó el barón-, y vuelve contarnos todo esto desde el principio, y lentamente, por favor.
El mensajero bebió ávidamente, vaciando la copa a grandes tragos. Devolviendo la copa al barón, éste la sostuvo, esperó a que la rellenaran, y entonces bebió un poco él mismo.
— Veréis -dijo, pasando el recipiente a los dos nobles-. Los hombres de De Braose han atravesado mis tierras sin mí permiso. ¿Os dais cuenta? -Los nobles asintieron solemnemente-. No es la primera vez que han traspasado las fronteras impunemente. ¿Cuántos eran esta vez?
— Siete caballeros y quince hombres de armas, sin contar a los arrieros y a los mozos de las tres carretas. Como digo, regresaron ayer mismo, sólo que la mayoría iban a pie y ya no había carretas.
— ¿Es así?
— Se rumorea que fueron atacados en el bosque. Además, se vieron a algunos hombres heridos, con lo que parece probable.
— ¿Se sabe quien perpetró el ataque?
— Sire, la gente habla… Sólo son rumores. -El soldado miró a los dos nobles que estaban a su lado y vaciló. -Dicen que el convoy fue atacado por el fantasma del bosque.
— Mondieu! -exclamó Remey, incapaz de reprimir su sorpresa.
El barón miró furtivamente por encima del hombro a las dos jóvenes, que también seguían la conversación.
— Os ruego que nos excuséis, mis queridas damas. Esto no es cosa que debáis oír.
— Venid, discutiremos este asunto en privado -dijo a los hombres, y condujo al grupo a la tienda, dejando a Mérian y a lady Sybil a solas de nuevo.
— Le fantóme! -susurró Sybil con los ojos abiertos como platos al oír la historia-. He oído hablar de eso. Es una criatura gigantesque. Oui?
— Sí, una criatura muy grande, enorme -confirmó Mérian, acercándose a Sybil para compartir su delicioso secreto-. La gente lo llama Rey Cuervo, y ha encantado el bosque de la Marca.
— Incroyable! -exclamó Sybil con la voz entrecortada-. Los sacerdotes dicen que es totalmente imposible, n'est ce pas?
— Oh no, es cierto. -Mérian hizo un solemne gesto de afirmación-. Los cymry creen que el Rey Cuervo se ha levantado para defender la tierra más allá de las Marcas y nada puede vencerle, ni los ejércitos, ni los soldados, ni siquiera el mismo rey William el Rojo.