CAPÍTULO 2
— Un beso antes de partir -murmuró Bran, tomando un mechón de espeso cabello negro y acercando un rizo a sus labios-. Sólo uno.
— No -replicó Mérian, empujándolo-. Vete de aquí.
— Primero, un beso -insistió él, aspirando el aroma a rosas de su piel y su cabello.
— Si mi padre te encuentra aquí, nos despellejará a los dos -dijo ella, todavía resistiéndose-. Vete ahora, antes de que alguien te vea.
— Sólo un beso, lo prometo -susurró Bran, acercándose.
Ella contempló vacilante al joven que estaba a su lado. Ciertamente, no había otro en los valles como él. Nadie se le igualaba en aspecto, ni en gracia, ni en su vivo y seductor atractivo. Con el pelo negro, la hermosa frente y una sonrisa siempre dispuesta, que era, como de costumbre, huidiza y engañosamente tímida, la simple visión de Bran ap Brychan provocaba que los corazones de las damas, jóvenes y viejas, suspiraran a su paso.
A ello se añadía una fina ironía y un carácter libre, indómito, de modo que el príncipe de Elfael era, sin ninguna duda, el soltero más apasionadamente nombrado por las jóvenes casaderas de la región. El hecho de que ocupara el primer lugar en la línea sucesoria no pasaba desapercibido a ninguna de ellas. Más de una joven dama, enferma de amor, suspiraba cada noche al irse a dormir, con la ferviente esperanza de ganarse el corazón de Bran ap Brychan; y eso provocaba que más de un padre decidido hubiera jurado clavar la cabeza de aquel sinvergüenza en el quicio de la puerta más próxima si lo encontraba a menos de una milla romana de la cama de su hija virgen.
Y es que había un aire de irresponsabilidad en su inocencia, de inconstancia y volatilidad en sus más solemnes afirmaciones y una falta de fidelidad en su ardor. Poseía un carácter agitado y despreocupadamente caprichoso, que la mayoría de las veces se manifestaba en un pícaro rechazo a considerar seriamente los asuntos importantes de la vida. Bran saltaba de una cosa a otra según su capricho, sin permanecer nunca lo suficiente como para afrontar las siempre inevitables consecuencias de sus aventuras y jugueteos.
Ágil, de miembros gráciles, vestía habitualmente con los colores más oscuros, lo que le daba una apariencia de austeridad -una impresión que contradecía rotundamente el travieso centelleo de sus brillantes ojos negros y su súbita, impredecible y totalmente provocativa sonrisa-; in embargo, gozaba de una infinita e inagotable indulgencia, aprovechándose siempre de lo mejor que su noble posición podía ofrecerle. El libertino hijo del rey Brychan estaba absolutamente pagado de sí mismo.
— Un beso, mi amor, y me iré volando -susurró Bran acercándose aún más.
Sintiéndose ambos atraídos y excitados por el peligro que Bran siempre llevaba consigo, Mérian cerró los ojos y rozó la mejilla del joven con sus labios.
— Ahí lo tienes -dijo firmemente, empujándolo-. Ahora, vete de una vez.
— Ah, Mérian -repuso, colocando su cabeza en el cálido pecho de la dama-. ¿Cómo puedo irme cuando dejarte atrás es dejar atrás mi corazón?
— Lo prometiste -bufó ella, exasperada, empujándolo de nuevo para que se marchara.
Entonces llegó el sonido de unos pasos arrastrándose, más allá de la puerta de la cocina.
— Date prisa. -Sobresaltada, ella tiró de su manga e hizo que se agachara-. Debe de ser mi padre.
— Déjale entrar. No tengo miedo. Resolveremos esto de una vez y para siempre.
— Bran, no -suplicó-. Si me tienes algún cariño, no dejes que nadie te encuentre aquí.
— Muy bien -respondió Bran-. Me voy.
Se acercó a ella y le robó un largo e intenso beso. Entonces, se encaramó a la ventana, abrió los postigos y se preparó para saltar.
— Hasta esta noche, mi amor -dijo, volviendo la vista atrás, y entonces se dejó caer al suelo del patio.
Mérian corrió a la ventana y tiró de los pesados postigos de madera hasta cerrarlos; se dio la vuelta y se apresuró, removiendo las brasas del hogar mientras el soñoliento cocinero entraba, arrastrando los pies, en la oscura y amplia estancia.
Bran se pegó al muro de la casa y escuchó las voces que descendían de la estancia: la pregunta que el cocinero musitaba y Mérian explicando qué estaba haciendo en la cocina antes de que rompiera el día. Sonrió. La verdad, no había tenido éxito aún intentando ganar el camino a la cama de Mérian; la atractiva hija de lord Cadwgan estaba demostrando ser una meta que valía todas sus artimañas. Aun así, antes de que el verano acabara, triunfaría. De eso estaba seguro.
Pero la estación del calor y la luz ya estaba en pleno declive. Los suaves colores verdes y amarillos del verano se desvaían en la monotonía del otoño. Pronto, muy pronto, los brillantes días darían paso al infinito gris de las nubes, a la niebla, a la lluvia helada y a las ventiscas.
Pero ya pensaría en ello en otro momento, ahora debía seguir su camino. Cubriéndose la cabeza con la capucha de la capa, Bran cruzó el patio a toda velocidad, escaló el muro por el punto más bajo y corrió hacia su caballo, que estaba atado tras un frondoso espino, junto a la pared.
Con el viento a su favor y un poco de suerte alcanzaría, de sobras, Caer Cadarn antes de que su padre partiera a Lundein.
Amanecía un día claro y despejado, y el camino estaba seco, así que espoleó con fuerza a su montura, descendiendo al galope por las amplias veredas, chapoteando al cruzar los arroyos y cabalgando velozmente por los empinados caminos de rueda. Pero la suerte no le acompañaba, pues acababa de atisbar el brillo pálido de la empalizada blanca del caer cuando su caballo se detuvo, renqueante. El infortunado animal paró de repente y se negó a avanzar.
Ni todas las zalamerías del mundo hubieran persuadido a la criatura para que se moviera. Saltando de la silla, Bran examinó la pata delantera izquierda del animal; la herradura se había caído -probablemente la había perdido en medio de las rocas del último arroyo- y la pezuña se había partido. Había sangre en el espolón. Bran apoyó cuidadosamente la pata del animal en el suelo mientras lanzaba un suspiro y, recuperando las riendas, empezó a conducir a su renqueante montura por el camino.
Su padre le estaría esperando, y estaría furioso, pero ¿cuándo no estaba lord Brychan furioso?
Durante los últimos años -de hecho, desde que Bran podía recordar-, su padre había estado cocinando a fuego lento una ira permanente. Siempre borboteaba justo por debajo de la superficie y estaba dispuesta a entrar en erupción a la menor provocación. Y entonces, que Dios ayudara a quienquiera que estuviese cerca. Los objetos eran arrojados contra las paredes, los perros recibían patadas y también los sirvientes; cualquiera que estuviera al alcance recibía el fulminante latigazo de la lengua de su malhumorado señor.
Bran llegó al caer bastante más tarde de lo que había previsto y cruzó sigilosamente la puerta abierta de par en par. Como el herrero que abre la puerta de la forja, se preparó para recibir el ardor de la explosión de ira de su padre. Pero el patio estaba vacío, salvo por Gwrgi, el perro de caza medio ciego del señor, quien se acercó resoplando hasta poner su húmedo hocico en la palma de Bran.
— ¿Se han ido todos? -preguntó Bran mirando a su alrededor. El viejo perro le lamió el dorso de la mano.
Justo entonces, el mayordomo de su padre llegó desde el salón. Severo, rígido y disconforme con todo, controlaba todas las idas y venidas del caer como una nube amenazadora y nunca era feliz a menos que pudiera hacer que alguien se sintiera más infeliz que él mismo.
— Llegáis tarde -informó a Bran, con un gesto de plena satisfacción asomando a sus delgados labios.
— Ya lo veo, Maelgwnt -dijo Bran-. ¿Cuánto hace que se han ido?
— No los alcanzaréis -replicó el mayordomo-. Sí es que estáis pensando en eso. Al fin y al cabo, algunas veces me pregunto si pensáis…
— Tráeme un caballo -ordenó Bran.
— ¿Por qué? -preguntó Maelgwnt, echando un vistazo a la montura que estaba plantada en la puerta-. ¿Habéis malmetido a otro?
— Limítate a traerme un caballo. No tengo tiempo para discutir.
— Por supuesto, mi señor, ahora mismo -dijo el mayordomo entre dientes-. Tan pronto como me digáis dónde encontrar uno.
— ¿Qué quieres decir? -preguntó Bran.
— No hay ninguno.
Con un gruñido de impaciencia, Bran corrió a las caballerizas, situadas en el extremo del patio largo y rectangular. Encontró a uno de los mozos limpiando las cuadras.
— Rápido, Cefn, necesito un caballo.
— Lord Bran -dijo el joven mozo-. Lo lamento pero no queda ninguno.
— ¿Se los han llevado todos?
— La hueste entera ha sido reunida -explicó el mozo-. Necesitaban todos los caballos, excepto las yeguas.
Bran sabía a qué caballos se refería. Había cuatro yeguas, de las que habían nacido cinco potros a principios de la primavera. Los potros estaban en edad de destete, pero aún no habían sido apartados de sus madres.
— Tráeme a la negra -ordenó Bran-. Tendrá que ser ella.
— ¿Que ha ocurrido con Hathr? -preguntó el mozo.
— Hathr perdió la herradura y se partió la pezuña. Necesitará cuidados durante algún tiempo y yo necesito unirme a mi padre en el camino antes de que acabe el día.
— Lord Brychan dijo que no…
— Necesito un caballo, Cefn -dijo Bran, cortando en seco sus objeciones-. Ensilla a la negra y date prisa. Tendré que cabalgar rápido si quiero alcanzarlos.
Mientras el mozo preparaba la yegua, Bran corrió a la cocina en busca de algo para comer. La cocinera y sus dos jóvenes ayudantes estaban atareadas pelando guisantes y protestaron por la intrusión. No obstante, con sonrisas, zalamerías y algunas palabras cariñosas murmuradas al oído, Bran las engatusó y la vieja Mairead sucumbió a su encanto, como siempre hacía.
— Seréis rey un día -le reprendió-, ¿y así es cómo os comportaréis? ¿Robando comida de la cocina y revoloteando por quién sabe dónde toda la noche?
— Voy a ir a Lundein, Mairead. Es un largo viaje. ¿Consentirás que tu futuro rey pase hambre por el camino o vaya pidiendo limosna como un leproso?
— ¡Señor, ten piedad! -cloqueó la cocinera, dejando sus labores a un lado-. Que nunca se diga que nadie se fue con hambre de mi cocina.
Vertió un poco de leche fresca en un tazón y echó en él unos pedazos de pan moreno; entonces hizo que Bran se sentara en un taburete. Mientras comía, cortó unas rodajas de las salchichas que habían preparado aquel mismo verano y le dio un par de manzanas verdes, que metió en la faltriquera de su cinturón. Bran acabó de engullir la leche y el pan y, lanzando un beso a la anciana sirvienta, salió de la cocina y volvió al patio, a los establos, donde Cefn estaba acabando de ajustar las cinchas de la silla a su caballo.
— Un millón de gracias, Cefn. Me has salvado la vida.
— Olwen es la mejor yegua que tenemos; intentad no presionarla demasiado -dijo el mozo mientras el príncipe salía estrepitosamente al patio. Bran lo saludó despreocupadamente y el mozo añadió entre dientes-: Y que nuestro señor Brychan se apiade de vos.
De nuevo en el camino, Bran sintió que esta vez podría recuperar el favor de su padre. Le llevaría uno o dos días, pero una vez que el rey viera cómo el príncipe cumplía con su obligación y estaba preparado para ir a Lundein, Brychan no podría negarse a restaurar los favores a su hijo. Sin embargo, Bran se dijo que debería pensar una historia creíble para excusar su ausencia.
Entonces, se puso a tejer una historia que, aunque no fuera enteramente creíble, pudiera al menos entretener lo suficiente para ablandar el rudo carácter del rey. Esta tarea lo tuvo ocupado mientras cabalgaba sin dificultades a lo largo del camino, en medio del bosque. Ya había vislumbrado el largo y serpenteante sendero que conducía a la alta, espesa y frondosa cumbre que constituía la frontera occidental del amplio Wye Vale, y estaba pensando que con un poco de suerte podría alcanzar a su padre y su hueste antes del atardecer. Pero este pensamiento se disolvió instantáneamente al ver a un jinete solitario tambaleándose hacia él, montado en un caballo renqueante.
Todavía había bastante distancia entre ellos, pero Bran logró ver que el hombre estaba encorvado en la silla, como si apremiara a su montura, que avanzaba penosamente, para que fuera más rápido.
"Seguro que está borracho, maldito bastardo -pensó Bran-, y no se da cuenta de que su caballo está reventado." Bien, pararía a ese beodo cabeza hueca y vería si podía saber a qué distancia se encontraba su padre.
A medida que se aproximaba, vio algo en el hombre que le resultó familiar.
Cuando el jinete se acercó, Bran tuvo la seguridad de que lo conocía; y no se equivocaba.
Era Iwan.