CAPÍTULO 6
Hacía el mediodía, Bran, Iwan y el hermano Ffreol habían empezado el largo ascenso de la escarpada loma que presidía el valle de Wye. Al alcanzar la cima, pararon y contemplaron el ancho valle y la fulgurante curva que trazaba el perezoso y verde río a su paso. En la distancia, podían ver oscuras nubes de pájaros volando en círculos y bajando en picado desde el cielo despejado. Bran los miró y sintió un nudo en el estómago.
Al acercarse al margen del río, los estridentes gritos de los carroñeros llenaron el aire: cuervos, grajos y urracas en su mayoría, pero también había otros. Halcones, águilas e incluso una o dos lechuzas, revoloteando en apretados círculos sobre los árboles.
Bran se detuvo al borde del agua. El suelo blando de la ribera estaba revuelto y pisoteado de forma irregular, como sí una manada de jabalíes gigantes hubiera decidido arar el margen del río con sus colmillos. No había cadáveres a la vista, pero aquí y allí, las moscas zumbaban en nubes negras y espesas sobre charcos de sangre coagulada que había quedado estancada en las huellas de los cascos de los caballos. El aire era pesado y fétido, como el repugnante aroma de la muerte.
Bran desmontó y se dirigió a pie hacia el camino donde el grueso de la batalla había tenido lugar. Miró al suelo y vio que, en el lugar donde pisaba, la tierra tomaba un profundo tono escarlata, donde la sangre de los guerreros había impregnado el suelo en el que murieron.
— Aquí es donde ocurrió -musitó el hermano Ffreol-. Aquí es donde cayeron los guerreros de Elfael.
— Sí -confirmó Iwan, con el rostro sombrío y gris por la fatiga y el dolor-. Aquí es donde nos emboscaron y fuimos masacrados. -Alzó la mano y señaló el ancho recodo del río-. Ahí, Brychan cayó allí -dijo-. Cuando lo alcancé, el agua ya se había llevado su cuerpo.
Bran, con los labios tan fruncidos que semejaban una fina línea blanca, miró al agua y no dijo nada. Hubo un tiempo en el que pudiera haber sentido una punzada de dolor por la muerte de su padre, pero ahora no. Años de agravios acumulados habían apartado a su padre de sus afectos. La pena, por sí misma, no podía vencer el rencor y la amargura, ni superar la dolorosa distancia entre ambos. Susurró una fría despedida y se volvió, una vez más, hacia el campo de batalla.
Imágenes de caos acudieron a su mente: una desesperada batalla entre los britanos, trágicamente inferiores en número y apenas armados, y pesados y corpulentos caballeros francos, guarnecidos con cotas de malla. Vio una neblina sangrienta pender como una gasa en el aire, por encima de la matanza y oyó el eco de los aceros entrechocando, de los filos cortando la madera y el hueso, los efímeros gritos y relinchos de hombres y caballos mientras morían.
Observando el bosque hacia el norte vio a los pájaros arremolinándose, en un frenesí por conseguir alimento. Graznando, chillando, revoloteaban y luchaban, batiendo las alas, unos contra otros, en su avaricia. Tomando unas piedras de la ribera, se dirigió hacia aquel lugar, arrojándoselas a los pájaros carroñeros mientras corría.
Reacios a abandonar los despojos de que se alimentaban, los quejosos pájaros alzaron el vuelo y volvieron a asentarse en cuanto las airadas piedras pasaron de largo. Agachándose otra vez, tomó un nuevo puñado de piedras y, gritando con toda la fuerza de sus pulmones, las lanzó. Uno de los proyectiles golpeó a un ávido cuervo de pico rojo y le partió el cuello. El pájaro herido cayó pesadamente, batiendo las alas en un último y desesperado esfuerzo por elevar el vuelo; Bran arrojó otra piedra y finalmente el pájaro cayó.
El túmulo estaba cubierto con maleza y ramas, cortadas de los matorrales y árboles de la ribera. Estirando una rama de la pila, Bran empezó a golpear a los devoradores de carne, que brincaron y lo esquivaron, reacios a retroceder. Bran, gritando como un demonio, los azotó con la rama, haciendo que los carroñeros se fueran. Volaron con una airada reluctancia, gritando su ofensa al cielo mientras Bran apartaba la maleza que cubría la pila para dejar al descubierto un montón de cadáveres.
La rama cayó de su mano y Bran retrocedió horrorizado, abrumado por la calamidad que había arrebatado las vidas de sus compatriotas y amigos. Los pájaros habían disfrutado de un buen festín. Donde una vez hubo ojos, había ahora huecos, vacíos; la carne había sido arrancada de las caras; toscos agujeros habían sido abiertos en los costillares dejando expuestas las vísceras. Ya no eran humanos, simplemente eran, como mucho, comida pútrida.
¡No! Éstos eran hombres que había conocido. Eran amigos, compañeros con los que había cabalgado y cazado, camaradas a la hora de beber, algunos de ellos desde antes de que pudiera recordar. Le habían enseñado el arte del rastreo, le habían dado las primeras lecciones con armas de madera, sin filo, que habían tallado con sus propias manos para él. Lo habían recogido cuando había caído del caballo, le habían corregido cuando practicaba con el arco, y durante todo ese tiempo le habían enseñado todo lo que sabía de la vida. Verlos ahora, con los ojos vacíos y os rostros lívidos y ennegrecidos, ver sus cuerpos destrozados empezando a hincharse, era más de lo que podía soportar.
Mientras contemplaba en silencio, horrorizado, la confusa maraña de brazos y torsos ensangrentados y descuartizados, algo en lo más profundo de su interior se abrió paso: como si un ligamento o un tendón súbitamente se partiera bajo la tensión de una carga demasiado pesada. Su alma giró vertiginosamente en un vacío de sangrienta ira. Su visión se estrechó y le pareció como si lo que estaba a su alrededor adquiriera un perfil más agudo y penetrante y, a la vez, lo contemplara desde muy lejos. A Bran le pareció que contemplaba el mundo a través de un túnel teñido de rojo.
Había otro montón cerca, también cubierto descuidadamente con maleza y ramas cortadas. Bran corrió hacia él, lo descubrió y, sin darse cuenta de lo que hacía, trepó por el enmarañado amasijo de cuerpos. Cayó de rodillas y agarró los brazos de los cadáveres con las manos, agitándolos, como si apremiara a sus dormidos propietarios para que se despertaran y se levantaran.
— ¡Arriba! -gritó-. ¡Abre los ojos! -Vio un rostro al que reconoció, y asiendo el brazo del cadáver, lo sacudió-. ¡Ewan, despiértate! ¡Geronwy! ¡Los francos están aquí! -Empezó a pronunciar los nombres de todos aquellos a los que reconocía: ¡Bryn! ¡Ifan! ¡Oryg! ¡Gerralt! ¡Idris! ¡Madog! ¡Levantaos, todos!
— ¡Bran! -El hermano Ffreol, conmocionado y alarmado, corrió para arrancarlo de allí-. ¡Bran! ¡Por el amor de Dios, baja de ahí!
Tropezando con los muertos, el monje lo alcanzó y asió a Bran por una manga y lo hizo bajar, arrastrando al príncipe de vuelta a terreno firme y haciéndole volver en sí mismo.
Bran oyó la voz de Ffreol y sintió las manos del monje sujetándolo, y la cordura volvió a él. El velo teñido de sangre a través del cual veía el mundo se atenuó y se desvaneció, y volvió a ser él mismo. Se sentía débil y vacío, como un hombre que ha estado inquieto toda la noche, durante el sueño, y se despierta exhausto.
— ¿Qué estabas haciendo ahí arriba? -le preguntó el hermano Ffreol.
— Yo pensé que… pensé… -Bran meneó la cabeza; de repente sintió arcadas, se inclinó hacia adelante, apoyándose en las rodillas y en las manos, y vomitó.
Ffreol permaneció de pie junto a él hasta que acabó. Cuando Bran pudo volver a incorporarse, el clérigo se volvió hacia el túmulo de cadáveres y cayó de rodillas en la blanda tierra. Bran se arrodilló a su lado, e Iwan desmontó, dolorido, y se arrodilló junto a su caballo mientras el hermano Ffreol extendía los brazos, con las palmas hacia arriba, en un gesto de desesperada súplica.
Cerrando los ojos y volviendo su rostro al cielo, el clérigo alzó una plegaria:
— Padre misericordioso, nuestros corazones están atravesados por la afilada flecha del dolor. Nuestras palabras no bastan; nuestras almas desfallecen; nuestros espíritus retroceden ante la injusticia de esta odiosa iniquidad. Estamos deshechos.
"Dios Creador, conduce las almas de nuestros compatriotas a tu Gran Reino, perdona sus pecados y recuerda sólo sus virtudes, y únelos a ti con los fuertes lazos de la amistad.
"Para nosotros, Padre Todopoderoso, te ruego que nos apartes del pecado del odio, que nos apartes del pecado de la venganza, que nos apartes del pecado de la desesperación y nos protejas de los malvados planes de nuestros enemigos. Camina con nosotros por esta incierta senda. Envía ángeles para que vayan ante nosotros, para que vayan tras nosotros, para que vayan a nuestro lado, para que vayan arriba y abajo, guardándonos, protegiéndonos, acompañándonos. -Paró un instante y añadió-: Quiera el Altísimo otorgarnos el coraje de la rectitud y darnos fuerza para afrontar este día y todas las cosas que nos ocurran, cualesquiera que sean. Amén.
Bran, de rodillas junto a él, miró al suelo e intentó añadir el correspondiente "amén", pero la palabra se le atragantó y murió en su garganta. Un instante después, alzó la cabeza y contempló por última vez la pila de cadáveres antes de apartar, definitivamente, la mirada.
Entonces, mientras Bran se bañaba en el río para borrar el olor a muerte y sangre de sus manos y ropas, Ffreol e Iwan cubrieron los cuerpos de nuevo con ramas recién cortadas de avellano y acebo, las mejores para mantener lejos a los pájaros. Bran acabó y los tres apesadumbrados hombres volvieron a montar y a cabalgar mientras la cacofonía de los carroñeros empezaba una vez más tras ellos. Justo después del mediodía cruzaron la frontera de Inglaterra y poco después se aproximaron a la ciudad inglesa de Hereford. La ciudad estaba ahora llena de francos, así que pasaron rápidamente sin detenerse. Desde Hereford, el camino era ancho y bien acondicionado, aunque profundamente surcado. Encontraron poca gente y no hablaron con nadie, fingiendo estar profundamente enfrascados en su propia conversación cada vez que veían a alguien aproximarse, permaneciendo todo el rato atentos y vigilantes.
Más allá de Hereford, el camino descendía suavemente hacia las tierras bajas y el ancho estuario de Lundain, que todavía estaba más allá del distante horizonte de onduladas colinas cultivadas. Cuando la luz del día empezó a decaer, se refugiaron en un hayedo junto al camino, cerca del siguiente vado; mientras Bran abrevaba a los caballos, Ffreol preparó una comida con las provisiones que llevaban en los sacos. Comieron en silencio, y Bran escuchó a los grajos volando en bandadas hacia los bosques para pasar la noche. El sonido de sus ásperas llamadas revivió el horror del día. Vio los cuerpos rotos de sus amigos otra vez. Con esfuerzo, se concentró en el fuego y consiguió mantener a raya las odiosas imágenes.
— Llevará tiempo -le dijo Ffreol. El sonido de su voz era u distante zumbido en los oídos de Bran-, pero los recuerdos se borrarán, créeme. -El sonido de su voz hizo que Bran volviera a estar al borde del abismo-. El recuerdo de este día negro pasará. -Ffreol hablaba mientras rompía ramitas y alimentaba con ellas el fuego-. Se desvanecerá como lo hace un sabor amargo en la boca. Un día se habrá ido, y sólo te quedará la dulzura.
— Había poca dulzura -musitó Bran-. Mi padre, el rey, no era un hombre fácil.
— Hablaba de los otros; tus amigos en la hueste.
Bran admitió el comentario con un gruñido.
— Pero tienes razón -continuó Ffreol, que partió otra ramita-. Brychan no era un hombre fácil. Gracias a Dios, tienes la oportunidad de hacer algo al respecto. Puedes ser mejor rey que tu padre.
— No. -Bran cogió la cáscara reseca de una baya y la lanzó al fuego, como si lanzara su frágil futuro a las llamas. No se había preocupado mucho por el trono y las dificultades que conllevaba. ¿Qué importaba, en cualquier caso, quién fuera rey?-. Se ha acabado. Fin.
— Tú serás rey -afirmó Iwan, despertando de sus sombrías meditaciones-. El reino será restaurado. No lo dudes.
Pero Bran lo dudaba. Durante la mayor parte de su vida había mantenido un profundo desinterés por todas las cosas que tenían que ver con el reino. Nunca se había imaginado a sí mismo ocupando el trono de su padre en Caer Cadarn o conduciendo una hueste de hombres a la batalla. Aquellas cosas, como las otras obligaciones de la nobleza, eran ocupación exclusiva de su padre. Bran tenía otros pasatiempos y objetivos. Desde que tenía uso de razón, Bran había pensado que reinar era simplemente provocar un círculo perpetuo de frustración e irritación que duraba desde el momento en que uno se ceñía la corona hasta que se la quitaba. Sólo un bruto enloquecido como su padre solicitaría un trabajo así. Lo mirara por donde lo mirara, ser soberano exigía pagar un precio muy alto, que Bran había vivido en primera persona y que, ahora que llegaba su turno, se consideraba incapaz de pagar.
— Serás rey -declaró Iwan otra vez-. Por mi vida que lo serás.
Bran, reacio a decepcionar al campeón herido con una negativa fácil, contuvo su lengua. Los tres guardaron silencio durante un rato, mirando las llamas y escuchando los sonidos del bosque a su alrededor mientras sus habitantes se preparaban para la noche.
— ¿Qué ocurrirá si no nos reciben en Lundein? -preguntó Bran finalmente.
— Oh, William el Rojo nos recibirá, no te equivoques. -Iwan alzó la cabeza y miró a Bran por encima de las saltarinas llamas-. Tú eres uno de sus súbditos, un señor que va a jurarle fidelidad. Te verá y estará contento por ello. Te recibirá como un rey recibe a otro.
— Yo no soy el rey -señaló Bran.
— Eres el heredero al trono -replicó el campeón-. Es lo mismo.
— Cuando volvamos a Elfael, observaremos las ceremonias y ritos apropiados. Pero éste será el primer deber de tu reinado: colocar a Elfael bajo la protección del trono inglés y… -dijo Ffreol.
— Y todos nosotros seremos esclavos y lameremos las botas de esos apestosos francos -lo interrumpió Bran con un tono de voz cada vez más amargo y mordaz-. ¿Cuál es la estúpida y maldita ventaja de eso?
— Conservaremos nuestras tierras -le recriminó Iwan-. Conservaremos nuestras vidas.
— ¡Si Dios y el rey William lo permiten! -apuntó Bran sarcásticamente.
— No, Bran -dijo Ffreol-. Pagaremos tributo, sí, y considéralo un precio que merece la pena pagar para vivir nuestras vidas del modo en que hemos elegido.
— Pagar tributo a las mismas bestias que nos saquearían si no lo hiciéramos -gruñó Bran-. Clama al mismísimo cielo.
— ¿Y acaso es eso peor que la muerte? -preguntó Iwan. Bran, avergonzado por la pulla, sencillamente siguió mirando al fuego.
— No es justo -aseguró Ffreol, intentando calmar al joven-, pero así son siempre las cosas.
— ¿Crees que podría ser diferente? -preguntó Iwan agriamente-. Por todos los ángeles y los santos, Bran, nunca va a ser fácil.
— Podría ser, al menos, justo -farfulló éste.
— Justo o no, debes hacer todo lo que puedas para proteger nuestras tierras y la vida de nuestras gentes -le dijo Ffreol-. Proteger a aquellos menos capaces de protegerse a sí mismos. Eso, al menos, no ha cambiado. Ése fue siempre el único propósito y deber de la monarquía. Desde el principio de los tiempos, eso no ha cambiado.
Bran aceptó esa observación sin hacer ningún comentario. Contempló con tristeza el fuego, deseando haber seguido su primer impulso de dejar Elfael y todos sus problemas lo más lejos posible.
Al cabo de un rato, Iwan preguntó acerca de Lundein. Ffreol había estado en la ciudad varias veces, debido a asuntos eclesiásticos, en años pasados, y describió a Bran y a Iwan lo que podían esperar encontrar cuando llegaran. Mientras hablaba, la noche se cerró a su alrededor, y continuaron alimentando el fuego hasta que estuvieron demasiado cansados para mantener los ojos abiertos. Se envolvieron en sus capas y cayeron dormidos en medio de la arboleda.
Cuando se levantaron al alba, los viajeros sacudieron las hojas y el rocío de sus capas, abrevaron a los caballos y continuaron. El día transcurrió del mismo modo que el anterior, excepto que los asentamientos eran más numerosos y la presencia inglesa en la tierra más marcada, hasta el punto de que Bran llegó a convencerse de que habían dejado Britania muy atrás y habían entrado en un país extranjero, donde las casas eran pequeñas, oscuras y destartaladas, donde las gentes, de rostros torvos, vestían un curioso atuendo hecho de basta tela de color ocre y contemplaban a los viajeros que pasaban con una suspicacia que asomaba en sus apagados ojos de campesinos. A pesar de la luz que descendía del claro cielo azul, la tierra parecía triste, infeliz. Incluso los animales, en sus recintos de madera, parecían desaliñados y de mal humor.
Tampoco parecía que fuera a mejorar. Cuanto más al sur iban, más miserable parecía el paisaje. Los asentamientos de todo tipo eran cada vez más numerosos -¡cómo aman los ingleses a sus ciudades!-, pero éstos no eran lugares saludables. Apiñados en lo que Bran consideraba una proximidad sofocante, dondequiera que la tierra ofrecía un espacio lo bastante llano y un poco de agua corriente, los apretados grupos de casuchas brotaban como setas venenosas en una tierra despojada de árboles y arbustos, que los moradores usaban para construir casas retorcidas, graneros y establos para su ganado, al que mantenían en corrales llenos de estiércol junto a sus bajas y humeantes viviendas.
Por eso, un viajero podía oler una ciudad inglesa mucho antes de llegar a ella, y Bran sólo podía sacudir la cabeza, asombrándose al pensar en soportar ese perpetuo hedor y pestilencia. En su opinión, la gente no vivía mejor que los cerdos que criaban, mataban y les servían de alimento.
Cuando el sol empezó a declinar, los tres jinetes coronaron la cima de una ancha colina y contemplaron el valle de Hafren y el fulgurante arco del río Hafren. Una sucia neblina marrón en medio del valle revelaba su destino para aquella noche: la ciudad de Gleawancaester, cuya vida empezó en los tiempos antiguos como una simple avanzadilla de la Augusta Legión Romana XX. Debiendo su fama al lugar que ocupaba junto al río y a la proximidad de minas de hierro, la ciudad fundada por legionarios romanos empezó a crecer lentamente a lo largo de los siglos hasta que llegaron los ingleses, que la transformaron en el centro comercial de la región.
El camino hacia el valle se ensanchaba conforme se acercaba a la ciudad, que a los ojos de Bran era, de lejos, la peor que jamás había visto, si bien sólo porque era más grande que cualquier otra por la que hubiera pasado. Apiñándose junto al río, con retorcidas y estrechas calles abarrotadas de casuchas que se arremolinaban alrededor de la plaza central del mercado, de tierra batida, Gleawancaester -Caer Gloiu para los britanos- había sobrepasado desde hacía tiempo los sólidos muros romanos de la guarnición romana, que todavía podían contemplarse en los estratos más bajos de la fortaleza recientemente reformada de la ciudad.
Como las otras defensas de la ciudad -una muralla y una puerta todavía inacabadas-, un nuevo puente de madera y piedra rendía testimonio de la ocupación franca. Los puentes normandos eran anchos y fuertes, construidos para soportar un tráfico intenso y asegurarse de que la incesante corriente de caballos, ganado y carretas de mercancías fluyera sin impedimento desde y hacia los mercados.
Al aproximarse al puente, Bran se percató de que la actividad aumentaba. Aquí y allá, francos altos y bien afeitados se movían entre los residentes ingleses, más bajos y morenos. La visión de estos extranjeros de facciones caballunas, con su pelo largo y perfectamente cortado y su piel pálida, privada de la luz del sol, merodeando con una arrogancia tan extraordinaria, le provocó un nudo en la garganta. A duras penas volvió la cara para no ponerse enfermo.
Antes de cruzar el puente, desmontaron para estirar las piernas y dar de beber a los caballos en un abrevadero de madera que estaba junto a un vado del río. Mientras esperaban, Bran reparó en que dos niñas harapientas y descalzas que iban juntas, cargando una cesta de huevos entre ambas, sin ninguna duda para llevarlos al mercado, quedaron atrapadas en el tráfico del puente. Dos hombres con capas cortas y túnicas holgazaneaban junto a la barandilla, y cuando las niñas pasaron, uno de ellos, sonriendo abiertamente a su compañero, les puso la zancadilla, haciendo tropezar a la que estaba más cerca. La niña cayó de bruces sobre las tablas del puente, la cesta se volcó y los huevos se desparramaron.
Bran, que observó el desarrollo del incidente, se dirigió inmediatamente hacia la niña. Cuando la segunda intentó recuperar la cesta y el hombre le dio una patada, dejándola fuera de su alcance y haciendo que los huevos rodaran en todas direcciones, Bran casi había alcanzado el puente.
Iwan, observando desde el abrevadero, reparó en las niñas, en Bran, en los dos matones y gritó a Bran que volviera.
— ¿Adónde va? -le preguntó Ffreol, mirando a su alrededor.
— A meterse en problemas -murmuró Iwan.
Las dos pequeñas, ahora al borde del llanto, intentaron en vano reunir los pocos huevos que aún no se habían roto, sólo para encontrarse con que se los quitaban de las manos o que los transeúntes los pisoteaban, para mayor deleite de los matones del puente. Los brutos estaban tan absortos en su diversión que no se dieron cuenta de que el esbelto galés se precipitaba sobre ellos hasta que Bran, tambaleándose como si hubiera pisado un huevo, se abalanzó sobre el hombre que había hecho caer a la niña. El tipo intentó quitarse a Bran de encima, mientras éste lo cogía del brazo, lo volteaba y lo hacía caer por encima de la barandilla. Su sorprendido grito se cortó en seco cuando las oscuras aguas se cerraron sobre su cabeza.
— ¡Oooh! -exclamó Bran-. ¡Qué torpe soy!
— Mondieu! -gritó el otro, retrocediendo.
Bran se volvió hacia él y lo atrajo hacía sí.
— ¿Qué es lo que dices? -preguntó-. ¿Quieres unirte a él?
— ¡Bran! ¡Déjalo estar! -gritó Ffreol mientras los separaba-. No puede entenderte. ¡Deja que se marche!
El patán echó una rápida ojeada a su amigo, que chapoteaba y luchaba por mantenerse a flote abajo, en el río, y entonces huyó calle abajo.
— Creo que lo ha entendido bastante bien -observó Bran.
— Vámonos -dijo Ffreol.
— Aún no -repuso Bran. Cogiendo la faltriquera que pendía de su cinturón, la abrió y sacó dos peniques de plata. Se dirigió a la mayor de las dos niñas y, apartándole los restos de una cáscara de huevo de la mejilla, le dijo-: Dadle esto a vuestra madre. -Puso las monedas en la sucia mano de la pequeña, cerró el puño de la niña sobre ellas y repitió-: Para vuestra madre.
El hermano Ffreol recogió la cesta vacía y se la dio a la más pequeña, pronunció fugazmente unas palabras en inglés y las dos niñas se fueron, escabulléndose entre la multitud.
— Y ahora, a menos que tengas otras batallas que librar ante Dios y ante todo el mundo -dijo, cogiendo a Bran de un brazo-, vámonos de aquí antes de que consigas atraer a una multitud.
— Bien hecho -dijo Iwan, con una sonrisa amplia y luminosa, cuando Bran y Ffreol regresaron al abrevadero.
— Aquí somos extranjeros -le reconvino Ffreol-. ¡Por las barbas de san Pedro! ¿En qué estabas pensando?
— Sólo en que las cabezas se pueden romper tan fácilmente como los huevos -replicó Bran-. Y que la justicia debería proteger alguna vez a aquellos menos capaces de protegerse a sí mismos. -Sus palabras traslucían un oscuro desafío hacia el clérigo-. ¿O acaso ha cambiado eso?
Ffreol tomó aliento para objetar, pero lo pensó mejor. Dándose la vuelta bruscamente anunció:
— Ya hemos cabalgado bastante por hoy. Pasaremos la noche aquí.
— Ni hablar -objetó Iwan, curvando los labios en una mueca-. Preferiría dormir en una pocilga que permanecer en este lugar apestoso. Está lleno de alimañas.
— Hay una abadía aquí, y seremos bienvenidos -señaló el clérigo.
— Una abadía llena de francos, seguro -gruñó Bran-. Podéis quedaros aquí, si queréis. Yo no pienso poner un pie en ese sitio.
— Estoy de acuerdo -lo secundó Iwan, con un deje de dolor en la voz. Y se sentó en el borde del abrevadero y se encogió sobre su herida, como si la protegiera.
El monje guardó silencio, montaron en sus caballos y continuaron. Cruzaron el puente y pasaron a través de la desordenada extensión de calles sucias y casas de techo bajo. El humo de las chimeneas llenaba las calles y toda la gente que Bran veía se apresuraba hacia sus casas, cargada con leña para el fuego o con comida para preparar: un pollo recién sacrificado para asar, una tira de bacon, unos pocos puerros, un nabo o dos. Al ver aquello, Bran recordó que había comido muy poco en los últimos días y el hambre lo golpeó con fuerza, como una patada. Percibió el aroma de la carne asada en el aire del anochecer y se le empezó a hacer la boca agua. Estaba a punto de sugerir al hermano Ffreol que volvieran al centro de la ciudad y ver si había alguna posada cerca de la plaza del mercado, cuando el monje pareció leer sus pensamientos.
— ¡Conozco el lugar exacto! -Espoleó al caballo hasta ponerlo al trote y avanzó hacía la vieja puerta sur-. ¡Por aquí!
El clérigo guió a sus reacios compañeros a través de la puerta por el camino serpenteante que ascendía junto a la empinada ribera. Al poco, llegaron a una arboleda que crecía en la cima de una loma, sobre el río, desde donde se divisaba la ciudad.
— ¡Aquí es, tal como lo recordaba!
Bran echó un vistazo a una extraña estructura de madera, de ocho lados, con un tejado alto y puntiagudo, una puerta baja y un dintel curiosamente curvado.
— ¿Un granero? ¿Nos has traído a un granero? -exclamó.
— No es un granero -aseguró el monje, saltando del caballo-. Es una celda.
— La celda de un clérigo -dijo Bran, aún con dudas, contemplando el edificio. No había ninguna cruz sobre la construcción, ninguna ventana ni marca de algún tipo que indicara su función-. ¿Estás seguro?
— Aquí vivió el bendito San Ennion -explicó Ffreol acercándose a la puerta-. Hace mucho tiempo.
— ¿Quién vive ahora aquí? -preguntó Bran con un encogimiento de hombros.
— Un amigo. -Y tomando una cuerda trenzada que pasaba a través de la jamba de la puerta, el monje le dio un fuerte tirón. Una campana sonó en algún lugar del interior. Ffreol, sonriendo al anticiparse una alegre bienvenida, tiró de nuevo de la cuerda-. Veréis -dijo.