GRELLON

CAPÍTULO 39

A pesar de que el conde Falkes repitió su ofrecimiento a acompañarlo, el abad Hugo insistió en visitar su nueva iglesia a solas.

— Pero el trabajo apenas ha comenzado -señaló el conde-. Permitidme que os traiga los planos del arquitecto para que así podáis ver qué aspecto tendrá cuando esté acabado.

— Sois demasiado amable -le había dicho Hugo-. Sé que vuestras obligaciones son lo bastante pesadas y no quisiera añadiros más. Soy perfectamente capaz de verlo por mí mismo, y feliz por hacerlo. No quisiera que tuvierais que cargar con mis caprichos.

Salió del caer sobre su palafrén y llegó a Llanelli justo cuando los trabajadores estaban empezando con sus labores diarias. La vieja iglesia, con su cruz de piedra junto a la puerta, todavía se erguía en uno de los lados de la nueva plaza de la villa. Era una estructura burda, de madera y zarzo, poco más que un redil para vacas. En la opinión de Hugo, cuanto antes se demoliera, mejor.

El abad apartó la vista y lanzó una mirada crítica por toda la plaza y a un montón de vigas de madera apoyadas directamente sobre la tierra. ¿Qué? ¡Por la vara de Moisés! ¿Era eso su nueva iglesia?

Se acercó inmediatamente para examinarlo mejor. Un carpintero llegó con una plomada enrollada y un trozo de tiza.

— ¡Eh tú! -gritó el abad-. Ven aquí.

El hombre miró a su alrededor y, al ver el hábito sacerdotal, corrió hacia él, ofreciéndole una cortés reverencia.

— ¿Deseáis hablar conmigo, eminencia?

— ¿Qué es esto? -Señaló con la mano la estructura parcialmente construida.

— Va a ser una iglesia, padre -respondió el carpintero.

— No -replicó dijo el abad-. No, probablemente no lo será.

— Sí -le aseguró el trabajador-. Me parece que sí.

— Soy el abad -le informó Hugo-, y yo digo que es un simple granero -dijo, señalando con desprecio el edificio rudimentariamente construido.

El carpintero ladeó la cabeza y contempló al sacerdote con una expresión inquisitiva.

— ¿Un simple granero, eminencia?

— Mí iglesia estará hecha de piedra -le dijo Hugo al carpintero-. Y yo mismo la diseñaré y la levantaré en el lugar de mi elección. No consentiré que mi iglesia esté en la plaza del mercado, como si fuera el tenderete de un carnicero.

— Pero padre…

— ¿Acaso ponéis en duda lo que os digo?

— En absoluto. Pero el conde…

— Esta va a ser mi iglesia, no la del conde. Yo soy la autoridad aquí, compris?

— Perfectamente, eminencia -respondió el confuso carpintero-. ¿Qué debo decirle al maestro?

— Dile que tendré los planos listos para él dentro de tres días -declaró el abad, haciendo ademán de abandonar el lugar-. Dile que venga a verme para que le dé instrucciones.

Dicho esto, el abad se dirigió hacia la antigua capilla, se detuvo en el exterior y abrió la puerta. Fue saludado por dos clérigos que, por su aspecto, habían dormido en el santuario, en medio de sus pertenencias ya empaquetadas.

— ¿Quién es la autoridad aquí? -preguntó el abad.

— Saludos en Cristo, hermano abad -dijo el prior, dando un paso hacia él-. Soy Asaph, prior de Llanelli. Quisiéramos haberos dispensado una bienvenida mejor, pero como podéis ver, esto es todo lo que queda del monasterio, y los monjes se han visto forzados a trabajar para el conde.

— Siendo así… -Hugo, lanzó un silbido mientras examinaba la oscura capilla. Olía a viejo, a decrepitud, y el olor le hizo estornudar-. Veo que estáis preparados para partir. No os quiero entretener.

— Estábamos esperando para daros el relevo -declaró Asaph.

— No será necesario.

— ¿No? Pensamos que quizá quisierais conocer algo de vuestra grey.

— Vuestra presunción está equivocada, prior. Es la grey quien debe conocer al pastor, y seguirlo. -Hugo estornudó otra vez y se dio media vuelta, dispuesto a marcharse-. Que Dios os guarde en vuestro camino.

— Abad, veréis -insistió el prior andando tras él-; hay mucho que decir sobre Elfael y su gente.

— ¿Pretendéis darme lecciones? -El abad Hugo se dio la vuelta hacia él-. Todo lo que necesito saber lo he aprendido en la silla de mi caballo, mientras venía hacia aquí. -Contempló malévolamente la tosca capilla y a los dos clérigos-. Vuestra tarea aquí ya ha acabado, prior. Dios, en su infinita sabiduría, ha decidido que una nueva época se inicie en este valle. Lo viejo debe abrir paso a lo nuevo. Una vez más, os deseo que Dios os guarde. No espero que nos volvamos a ver.

El abad regresó junto a su caballo, al otro lado de la plaza, rebasando al carpintero, que ahora estaba sentado sobre una pila de madera con una sierra en el regazo.

— ¿Y qué hacemos con esto? -le gritó, señalando la pila de troncos en la que estaba sentado.

— Es un granero -contestó el abad-. Necesitará una puerta bien ancha.

— Tú, Tuck, tienes la tarea más importante de todas -le había dicho Bran cuando ayudaba a subir al clérigo a su caballo-. El éxito de nuestro plan descansa en ti.

— Sí -le había contestado-, ¡puedes contar conmigo! -Dejándose llevar por olas de esperanza y optimismo, había partido de Cel Craidd entre saludos y alegres despedidas que todavía resonaban en sus oídos.

Oh, pero ese fuerte arrebato de entusiasmo por tener su parte en el gran esquema de Bran se había convertido en un agobiante pesimismo cuando Aethelfrith alcanzó su pequeño oratorio en Hereford. ¿Cómo, por las barbas de los apóstoles, iba a descubrir los movimientos del tesoro de De Braose?

Por si eso no fuera suficiente, debía saberlo con bastante antelación para dar a Bran y a su grellon tiempo para que se prepararan. Para ese fin, le había sido entregado el mejor de los caballos, para que pudiera volver con las noticias a toda velocidad.

— Imposible -murmuró para sus adentros-. Con o sin caballo. Imposible. Nunca debía haber aceptado participar en un plan tan descabellado.

Al fin y al cabo, el origen de la idea había sido suyo, después de todo.

— Tuck, hijo mío -murmuró-, te has metido en camisa de once varas.

Al acercarse al oratorio, se sintió aliviado al ver que nadie lo esperaba. La gente que lo había visitado durante su ausencia le habían dejado pequeños obsequios junto a la puerta: huevos, trozos de queso, velas de cera. Tras atar su montura en el prado que había detrás de la casa, llenó un cubo del pozo y se lo acercó al animal. Recogió los obsequios de la puerta y fue a encender el fuego, comer un poco y contemplar su precario futuro. Cayó dormido mientras rezaba pidiendo que la inspiración visitara sus sueños.

A la mañana siguiente, del mismo modo que el sol naciente se elevó y disipó la niebla a lo largo del Wye, a Tuck le llegó una solución parcial al problema. Aún vestido con la camisa, se dirigió al pozo para lavarse. Sacando los brazos de las mangas, se bajó la camisa y la enrolló alrededor de la cintura. El agua fría aguzó sus sentidos y le hizo estremecerse. Se secó con un pedazo de lino y permaneció allí unos momentos, saboreando el suave aire y la calma del pequeño claro que rodeaba su celda. Observó la niebla caracoleando a lo largo del río y se le ocurrió que, hicieran lo que hicieran, las carretas deberían usar el puente de Hereford. Sólo quedaba saber cuándo. Podía, simplemente, esperar a que los vehículos pasaran por su oratorio, de camino a Elfael; entonces, podría ensillar a su caballo y correr al encuentro de Bran con la esperanza de que hubiera tiempo suficiente. Bran había dicho que necesitaba al menos tres días.

— Cuatro serían mejor -le había dicho Bran-. Danos sólo cuatro días y tendremos una oportunidad.

Volvió aprisa al interior para ponerse el hábito y atarse los zapatos. Cogiendo su bastón, descendió hacia el puente y entró en la ciudad. Era día de mercado en Hereford, pero parecía que había menos gente de lo habitual, en especial, siendo un día tan bueno de verano. Se preguntó cuál sería la causa mientras miraba a los campesinos y mercaderes que mostraban sus bienes y abrían sus tenderetes.

Mientras deambulaba entre los vendedores, vagando ociosamente de aquí para allá, oyó a un mercader de tejidos quejándose a otro sobre la falta de clientela.

— Pocos tratos habrá hoy, Michael -estaba diciendo-. Mejor nos hubiéramos quedado en casa. No habríamos gastado las suelas de los zapatos.

— Pues el mercado no será mejor la semana que viene -vaticinó el mercader llamado Michael, un vendedor de cuchillos, podaderas y otros utensilios de filo.

— Sí -admitió el otro con un suspiro-, demasiada razón tienes. Demasiada.

— No irá mejor hasta que el barón vuelva.

— Compañeros -dijo Aethelfrith, dirigiéndose a ellos-. Perdonadme, os he oído hablar y os quería preguntar una cosa.

— ¡Hermano Aethelfrith, buenos días! -lo saludó el llamado Michael-. Que Dios os acompañe.

— Y a ti, hijo mío -respondió el fraile-. ¿Puedes decirme por qué hay tan poca gente en el mercado? ¿Adónde ha ido todo el mundo?

— Bueno -contestó el vendedor de telas-, tan seguro como es domingo que es a causa del Consejo, ¿no?

— ¿El Consejo? -preguntó Aethelfrith-. He estado fuera, ocupado con ciertos asuntos, y acabo de volver. ¿El rey ha convocado un Gran Consejo?

— No, hermano -respondió el vendedor de telas-. No es un Consejo Real, sólo es local. De Neufmarché ha convocado una asamblea de todos sus nobles.

— Y sus familias -añadió Michael, el vendedor de cuchillos-. En algún lugar más allá de las Marcas. Hubiéramos hecho mejor siguiendo a toda esa horda hasta allí.

— ¿Sí? -se extrañó el clérigo-. No había oído nada de eso.

Los dos mercaderes, sin clientes pero con mucho tiempo, se alegraron de poder contarle a Aethelfrith las noticias que desconocía: la feroz batalla y estrepitosa derrota del rey galés Rhys ap Tewdwr y la rápida conquista de Deheubarth por parte de las tropas del barón.

— De Neufmarché convocó un Consejo para poner las cosas en orden, ¿sabéis? -acabó diciendo el vendedor de cuchillos.

El rechoncho fraile asintió y les dio las gracias.

— ¿Y cuándo regresarán? ¿Lo sabéis? ¿Cuándo empezó el Consejo?

— No lo sé decir, hermano -respondió el vendedor de telas encogiéndose de hombros.

— Lo que está claro -dijo Michael- es que ni siquiera ha empezado.

— ¿No?

— No veo cómo. -Michael cogió un pequeño cuchillo de cocina y probó su filo en el pulgar-. El barón y su gente partieron ayer por la mañana, muy pronto. Imagino que todavía tardarán un par de días en alcanzar el lugar, él y los otros señores. Parece que el Consejo empezará uno o dos días después. Eso hacen tres días, cuatro, más bien. Cinco o seis como mucho.

— Exacto -remarcó el vendedor de telas-. Lo que quiere decir que también nos quedaremos sin clientela la semana que viene, y quizá también la otra.

— ¡Que Dios os bendiga, amigos míos! -les agradeció Aethelfrith, que ya empezaba a marchar a toda prisa.

Cruzó el puente a toda velocidad, con su blando calzado golpeando la madera, y ascendió la colina hacia el oratorio. No perdió ni un momento; cogió algunas provisiones, las metió en la bolsa, ensilló el caballo y partió de nuevo.

Sabía exactamente cuándo pasaría el convoy con el tesoro de De Braose.