CAPÍTULO 9

— Y un placentero regreso a casa -masculló Aethelfrith, parodiando toscamente al cardenal Ranulf-. ¡Traedme mi bastón y le daré a ese sapo hinchado un agradable viaje!

Bran, frunciendo el ceño sombríamente, no dijo nada y cruzó las puertas, dejando la Torre Blanca sin mirar atrás. El trato humillante, la monstruosa injusticia que eran las exigencias del cardenal, hacía que olas de ira recorrieran su cuerpo. En su mente reverberó el recuerdo de un tiempo pasado, cuando había tenido que afrontar una injusticia similar y había sido vencido: Bran había salido con algunos hombres; mientras cabalgaban por la loma de una colina atisbaron en el valle una banda de jinetes irlandeses reuniendo ganado robado en todo el cantref. Muy inferiores en número y apenas armados, Bran había dejado huir a los jinetes sin plantarles cara y había regresado a toda prisa al caer para contárselo a su padre. Encontraron al rey en el patio, con los otros guerreros de la hueste.

— ¿Los has dejado huir y te atreves a presentarte ante mí? -gruñó el rey cuando Bran le contó lo que había ocurrido.

— Nos hubieran destrozado por completo -le explicó Bran, retrocediendo-. Eran demasiados.

— ¡Pequeño cobarde sin valor! -gritó el rey. Los guerreros reunidos en el patio observaron mientras el rey levantaba la mano y la dejaba caer, alcanzando a Bran en un lado de la cabeza. El golpe hizo que el chico cayera al suelo-. Mejor morir en una batalla que vivir como un cobarde -rugió el rey-. Levanta.

— ¿Perder diez buenos hombres por el bien de unas pocas vacas? -replicó Bran poniéndose de pie-. Sólo un idiota pensaría que eso es lo mejor.

— ¡Silencio, mocoso llorón! -atronó Brychan golpeándolo de nuevo. Esta vez, Bran resistió el impacto, lo que sólo consiguió enfurecer a su padre aún más. El rey lo golpeó una y otra vez, hasta que Bran, incapaz de soportar más el abuso, se dio la vuelta y huyó del patio, sollozando por el dolor y la frustración.

Las cicatrices de aquel encuentro habían pervivido durante mucho tiempo; la humillación todavía duraba. Cualquier ambición que Bran pudiera haber sentido por la corona murió aquel día; no le importaba que el trono de Elfael pudiera quedar reducido a polvo.

No permanecieron en Lundein aquella noche, sino que dejaron la ciudad como si los persiguieran los demonios. La luna estaba casi llena y el cielo claro, de modo que cabalgaron en la oscuridad y sólo se detuvieron un poco antes del amanecer para dejar descansar a los caballos y dormir. Bran apenas dijo nada al día siguiente, y tampoco al otro. Llegaron al oratorio y fray Aethelfrith los convenció para que pasaran la noche bajo su techo por el bien de Iwan, todavía herido. Bran aceptó. Mientras el fraile se apresuraba a preparar la cena para sus huéspedes, Bran y Ffreol cuidaron de los caballos y los prepararon para pasar la noche.

— No es justo -murmuró Bran, atando las riendas de la montura más ligera a una haya. Se dio la vuelta hacia Ffreol y exclamó-: Todavía no puedo creer cómo el rey puede vendernos de esta manera ¿Quién le ha dado el derecho?

— ¿William el Rojo? -preguntó el monje, arqueando las cejas ante el súbito estallido del taciturno Bran.

— Sí, William el Rojo. No tiene autoridad sobre Cymru.

— Los francos afirman que su reinado proviene de Dios -señaló Ffreol-. William invoca el derecho divino para justificar sus acciones.

— ¿Qué tiene que ver Inglaterra con nosotros? -inquirió Bran-. ¿Por qué no nos pueden dejar en paz?

— Responde a eso -reflexionó el monje sabiamente-, y darás respuesta a un embrollo de siglos. En la larga historia de nuestra raza, ninguna tribu o nación ha sido capaz de dejarnos, simplemente, en paz.

Aquella noche Bran se sentó en una esquina, junto al hogar, bebiendo vino en un sombrío silencio, pensando melancólicamente en la injusticia cometida por el rey franco, y en la inequidad de un mundo en el que los caprichos de un único hombre voluble podía dañar a tantos, y en las aparentemente ilimitadas injusticias -grandes y pequeñas- de la vida en general. ¿Y por qué todo el mundo lo miraba a él para que restableciera el orden? "Por Elfael y su trono", había dicho el hermano Ffreol. Bien, el trono de Elfael no había hecho nada por él, salvo proporcionarle un padre distante que lo reprobaba todo. Si se eliminara el trono de Elfael, si Elfael mismo y toda su gente desapareciera, ¿acaso sería el mundo tan distinto?, ¿acaso el mundo se percataría, siquiera, de la pérdida? Además, sí Dios y toda su sabiduría había bendecido al rey William, favoreciendo la estirpe de los francos con aprobación divina, ¿quiénes eran ellos para oponerse?

Cuando el cielo se une a una batalla en tu contra, ¿quién puede resistirlo?

A la mañana siguiente, temprano, los tres dieron las gracias a fray Aethelfrith por su ayuda, se despidieron de él y continuaron su viaje de vuelta a casa. Cabalgaron aquel día y el siguiente, y no fue hasta el anochecer del tercer día cuando divisaron la gran franja rugosa del bosque que constituía la frontera entre Inglaterra y Cymru. El mal humor que los había perseguido desde Lundein empezó finalmente a disiparse. Una vez entre los acogedores árboles de Coed Cadw, la opresión de Inglaterra y su voraz rey menguó hasta convertirse en una simple molestia. El bosque había ahuyentado las penas de los hombres y sus mezquinas preocupaciones desde el principio de los tiempos, y así prevalecería. ¿Qué era un pelirrojo tirano franco al lado de esto?

— Al fin y al cabo sólo es dinero -observó Ffreol, al que el optimismo hacía comunicativo-. Sólo tenemos que pagarles y Elfael estará a salvo de nuevo.

— Si plata es lo que quiere el rey Rojo -dijo Iwan, uniéndose a él-, plata es lo que tendrá. Volveremos a comprar nuestra tierra a esos avariciosos bastardos francos.

— Hay doscientos marcos en la caja fuerte de mi padre. Es un comienzo -añadió Bran.

— Un buen comienzo -afirmó Iwan. Los tres callaron por unos momentos-. ¿Cómo conseguiremos el resto? -preguntó finalmente, dando voz al pensamiento que los tres compartían.

— Nos dirigiremos a la gente y les diremos lo que nos piden -dijo Bran-. Lo conseguiremos.

— No creo que sea tan fácil -advirtió el hermano Ffreol-. SÍ pudieras vaciar, de algún modo, cada moneda de plata de cada bolsillo, de cada faltriquera, de cada hucha de Elfael, quizá conseguirías un centenar de marcos como mucho.

A su pesar, Bran se dio cuenta de que era absolutamente cierto. Lord Brychan era el hombre más rico en tres cantrefs, y nunca había poseído más de trescientos marcos en el mejor de los casos.

Seiscientos marcos. El cardenal Ranulf podría haber pedido la luna o un puñado de estrellas; era lo mismo. Tenía la misma probabilidad de conseguir una cosa que otra.

Negándose a sucumbir tan pronto a la desesperación, Bran dio una palmada a la yegua y aceleró el paso. Pronto se encontró corriendo a través del sombrío bosque, volando a lo largo del camino, sintiendo el frío aire del atardecer en su rostro. Al cabo de un rato, su montura empezó a cansarse, de modo que en el siguiente vado Bran tiró de las riendas y paró. Saltó del caballo y lo guió por un pequeño tramo hasta llegar a la corriente, donde el animal pudo beber. Con la mano, acercó un poco de agua a sus labios y se humedeció la nuca. El agua, de algún modo, atemperó su ánimo. Se dio cuenta de que pronto oscurecería; las sombras ya se estaban espesando y los sonidos del bosque se apagaban por la llegada de la noche.

Bran todavía estaba arrodillado junto a la corriente, contemplando el bosque, cada vez más oscuro, cuando Ffreol e Iwan llegaron. Desmontaron y condujeron a sus caballos al agua.

— Una bonita carrera -dijo Ffreol-. No había cabalgado así desde que era un muchacho. -Agachándose junto a Bran, puso una mano en el hombro del joven-. Encontraremos un modo de conseguir el dinero, Bran, no temas.

Bran asintió con la cabeza.

— Pronto será de noche -señaló Iwan-. No alcanzaremos Caer Cadarn esta noche.

— Dormiremos en el próximo buen lugar que encontremos -dijo Bran.

Empezaba a subirse a la silla cuando Ffreol habló.

— Es la hora de las vísperas. Venid, los dos, uníos a mí y continuaremos tras las plegarias.

Entonces, se arrodillaron junto al vado y Ffreol alzó las manos y oró.

Me postro de rodillas

Ante el padre que me creó,

Ante el hijo que es mi amigo,

Ante el espíritu que camina junto a mí,

Que me acompaña y me ama.

A través de tu Hijo Ungido, oh Dios,

Concédenos tus dones en nuestra necesidad…

La voz del hermano Ffreol fluía por encima del rumor de la corriente, junto al agua. Bran escuchaba y su mente empezó a vagar. Iwan le susurró un aviso que le hizo volver rápidamente a la realidad.

— ¡Escuchad! -El campeón alzó la mano para pedir silencio-. ¿Habéis oído eso?

— No he oído nada, salvo el sonido de mi propia voz -respondió el clérigo. Cerró los ojos y continuó su plegaria.

Y entonces se oyó un grito a su espalda.

— Arrét!

Los tres se levantaron y se dieron la vuelta como un solo hombre para ver a cuatro marchogi francos en el camino. Con las armas desenvainadas, los soldados avanzaban con recelo, sus semblantes eran graves bajo la suave luz.

— ¡Corred! -gritó Iwan dirigiéndose hacia su caballo-. ¡Rápido!

El grito murió en su garganta, pues aun cuando los tres estaban preparados para huir, cinco marchogis más avanzaron desde el bosque circundante. Sus espadas relumbraban suavemente en la luz del atardecer. Aun así, Iwan, herido como estaba, se habría arriesgado, plantándoles cara, pero Ffreol lo evitó.

— ¡Iwan! ¡No! ¡Te matarán!

— Van a matarnos de todos modos -contestó el imprudente guerrero-. Debemos luchar.

— ¡No! -Ffreol lo retuvo con la mano y lo apartó-. Déjame hablar con ellos.

Antes de que Iwan pudiera protestar, el monje avanzó. Tendiendo sus manos vacías, caminó unos pasos para encontrar a los caballeros, que también avanzaban.

— Pax vobiscum -dijo con voz alta y clara-. La paz esté con vosotros esta noche, por favor, guardad vuestras armas. No tenéis nada que temer de nosotros.

Uno de los francos contestó algo que ni Bran ni Iwan entendieron. El clérigo volvió a repetirlo, hablando más lentamente; se acercó aún más, mostrando que no llevaba armas. El caballero que había hablado se movió para interceptarlo. La punta de su espada se movió fugazmente en el aire. Ffreol dio otro paso, entonces se detuvo y agachó la cabeza.

— ¿Ffreol? -gritó Bran.

El monje no respondió, pero se giró a medias y miró a Bran y a Iwan. Incluso en la penumbra, Bran pudo ver que la sangre cubría la parte delantera del hábito del monje.

El mismo Ffreol parecía confuso. Volvió a agachar la cabeza, y esta vez sus manos encontraron el desgarro en la garganta. Apretó la herida, y la sangre brotó sobre sus dedos.

— Pax vobiscum -balbuceó, y cayó de rodillas en el camino.

— ¡Vosotros, repugnante escoria! -gritó Bran. Saltó a la silla, desenvainó la espada y espoleó a su caballo para situarse entre el clérigo herido y los atacantes francos. Inmediatamente le rodearon. Bran sólo pudo dar una desesperada estocada antes de que lo derribaran de la silla.

Forcejeando, libre de las manos que lo habían sujetado, luchó para llegar donde yacía el hermano Ffreol, tendido sobre su costado. El monje alargó una mano y la llevó hacia la cara de Bran, cerca de sus labios.

— Que Dios te ampare -susurró, con la voz reducida a un débil murmullo.

— ¡Ffreol! -gritó Bran-. ¡No!

El clérigo lanzó un débil suspiro y dejó caer la cabeza sobre el camino. Bran se abalanzó sobre él y cogió el rostro del clérigo entre sus manos.

— ¡Ffreol! ¡Ffreol! -gritó. Pero su amigo y confesor estaba muerto. Entonces Bran sintió las manos de sus captores sobre él; lo sujetaron por los pies y se lo llevaron a rastras.

Sacudiendo la cabeza bruscamente, vio a Iwan atacando con su espada mientras los marchogi se arracimaban a su alrededor.

— ¡Aquí!-gritó Bran-. ¡A mí! ¡A mí!

Fue todo lo que pudo decir antes de que lo arrojaran al suelo y lo inmovilizaran allí mismo, con una bota oprimiéndole el cuello y el rostro hundido en la mugre. Intentó liberarse pero recibió una fuerte patada en las costillas, y el aire salió despedido de sus pulmones después de recibir un rodillazo en la espalda.

Con un último y desesperado esfuerzo, se retorció en el suelo, cogió la pierna del marchogi y lo derribó. Agarrando el yelmo del soldado, Bran tiró de él y empezó a golpear al sorprendido soldado. En su mente, no era un soldado franco sin nombre al que apaleaba sin ningún miramiento, sino el despiadado rey William.

En el frenesí de la lucha, Bran sintió el tacto del cuchillo del soldado, lo cogió y levantó el brazo para hundir la hoja en la garganta del caballero. No obstante, mientras la punta avanzaba hacia su objetivo, el marchogi cayó sobre él, zafándose y librándose de una muerte segura. Gritando y retorciéndose, dando puntapiés y arañando como un animal atrapado en una red, Bran intentó liberarse. Entonces, uno de los caballeros alzó la punta de la lanza y la noche explotó en una lluvia de estrellas y dolor mientras los golpes, uno tras otro, caían sobre él.