CAPÍTULO 38
Durante toda la noche, Bran estuvo acurrucado junto a la chimenea, con los brazos alrededor de las rodillas, contemplando las refulgentes llamas. Hacía un buen rato que Iwan, Aethelfrith y Siarles se habían ido a dormir, pero Angharad todavía estaba con él. A cada poco, ella le planteaba una pregunta que le hacía aguzar el pensamiento; salvo por eso, la cabaña de la hudolion permanecía sumida en un bullicioso silencio -el murmullo de un pensamiento intenso y turbulento- mientras Bran forjaba el arma perfecta en los ardientes fuegos de su mente.
No estaba cansado, y de todos modos tampoco habría dormido con tantos pensamientos centelleando en su mente. Cuando el alba empezó a romper las tinieblas por el este, el fuego de su pensamiento empezó a enfriarse y la forma de su astuta creación se reveló.
— Esto es todo, creo -dijo, alzando la cabeza y mirando a la anciana entre las llamas del fuego que se apagaba-. ¿He olvidado algo?
Fue recompensado con una de sus arrugadas sonrisas.
— Lo has hecho bien, maese Bran. -Levantó la mano, con la palma hacia afuera, y se la puso sobre la cabeza-. Esta noche te has convertido en el escudo de tu gente. Pero ahora que no es de noche ni de día, también eres una espada.
Bran consideró las palabras como una rotunda aprobación. Permaneció de pie, dejando que sus agarrotados músculos se relajaran.
— Bien -dijo-, vamos a despertar a los otros y pongámonos en marcha. Hay mucho que hacer y no hay tiempo que perder.
Angharad señaló a los hombres que dormían, repartidos por el suelo de la cabaña.
— Paciencia. Déjalos dormir. Tendrán poco tiempo para hacerlo en los días que vendrán. -Indicando su propio jergón, le dijo-: No sería una mala cosa que cerraras los ojos, ahora que tienes la ocasión.
— No podría dormir ni por todo el oro del barón -le respondió.
— Ni yo -aseguró ella, levantándose lentamente-. Puesto que así son las cosas, vamos a saludar al alba y a pedirle al Señor de las Batallas que bendiga nuestro plan y las manos que lo han de llevar a cabo. -Se acercó a la puerta y retiró la cortina de cuero, indicándole que la siguiera.
Permanecieron durante unos instantes bajo la luz del alba y escucharon al bosque que despertaba, los trinos de los pájaros llenando las altas copas de los árboles. Bran miró el pobre conjunto de humildes moradas, pero se sintió como el rey de un vasto dominio.
— El día empieza -dijo, al cabo de unos instantes-. Quiero que nos pongamos en marcha ahora mismo.
— Dentro de un poco -sugirió Angharad-. Disfrutemos de la paz de este momento.
— No, ahora -replicó-. Tráeme mi capa y mi capucha. Despierta a todo el mundo y reúnelos. Recordarán para siempre este día.
— ¿Por qué este día por encima de cualquier otro?
— Porque desde este día -explicó Bran-, ya no son fugitivos y marginados. Hoy se convertirán en el fiel séquito del Rey Cuervo.
— Grellon -sugirió Angharad, una vieja palabra que significaba "rebaño" y "seguir".
— Grellon -repitió Bran mientras la banfaith se dirigía a tañer la campana y despertar a Cel Craidd. Volvió la cara hacia el resplandor cálido y rojizo del sol naciente-. Este día -declaró, hablando para sus adentros-, la liberación de Elfael empieza.
— Es un gran honor -dijo la reina Añora-. Pensaba que estarías complacida.
— ¿Cómo podría estar complacida?
— Las relaciones están tensas ahora mismo, es verdad -le aseguró su madre-. Pero tu padre pensó que quizá…
— Mi padre, el rey, ha dejado bastante claro su punto de vista -insistió Mérian-. No me digas que ha cambiado de opinión sólo porque ha llegado una invitación.
— Puede que sea el modo que tiene el barón de hacer las paces -le dijo su madre. Era un argumento muy débil, y Mérian la contempló con una mueca de pícaro desdén-. El barón sabe que ha hecho mal y desea restaurar la paz.
— Oh, ¿así que el barón se arrepiente y el rey baila alegremente con gratitud? -dijo Mérian.
— ¡Mérian! -la reprendió duramente su madre-. Basta ya, muchacha. Respetarás a tu padre y acatarás su decisión.
— ¿Cómo? -preguntó Mérian-. ¿Acaso yo no tengo nada que decir?
— Ya has dicho bastante. -Su madre, que le daba la espalda, se dio la vuelta para mirarla con dureza-. Obedecerás.
— Pues no lo entiendo -insistió la joven-. No tiene sentido.
— Tu padre tiene sus razones -contestó secamente la reina-. Y debemos respetarlas.
— ¿Incluso si son equivocadas? -replicó Mérian-. Esto es muy injusto, madre.
La reina Añora observó la expresión enfurruñada de su hija -las cejas fruncidas, los labios apretados, los ojos entrecerrados- y recordó cuando era niña y le pedía que la dejara andar entre la hierba de la ribera y le decía que no porque era demasiado peligroso estar tan cerca del agua.
— Sólo es una invitación a unirte a la corte durante un verano -le dijo su madre, intentando calmar su ánimo-. El tiempo pasará rápidamente.
— Pase como pase -declaró Mérian solemnemente-, pasará sin mí. -Se levantó y salió de la habitación de su madre, corriendo por el estrecho pasillo que llevaba a su habitación.
Al llegar, fue directamente a la ventana y abrió los postigos. El suave aire del atardecer era cálido; la luz del sol poniente, de color miel, bañaba delicadamente el patio, pero Mérian no estaba de humor para reparar en tales cosas y mucho menos para disfrutarlas. La decisión de su padre le parecía arbitraria e injusta. Debería poder decir algo al respecto, puesto que era a ella a quien afectaba.
El correo del barón había llegado a primera hora de la mañana con un mensaje pidiendo que Mérian fuera a Hereford a pasar lo que quedaba de verano en compañía de la hija de su señor, Sybil. Esperaba que Mérian pudiera enseñar a la joven dama la lengua y las costumbres británicas. Sybil, encantada, correspondería a esas enseñanzas. El barón De Neufmarché estaba seguro de que las dos damas se harían amigas rápidamente.
Lord Cadwgan había escuchado el mensaje, había dado las gracias al correo y lo había despedido en la misma frase.
— Estoy muy agradecido al barón -dijo-. Por favor, comunicadle que Mérian estará encantada de aceptar su invitación.
Aparentemente, así eran las cosas: una decisión que echaba por tierra algunas de sus convicciones más profundas, y Mérian no tenía nada que decir al respecto. Desde la caída de Deheubarth, su padre estaba inquieto, como si andará sobre ascuas, desesperado por alejarse de la influencia de De Neufmarché. Y ahora, de repente, parecía que estaba ansioso por ganarse el favor del barón. ¿Por qué? No tenía sentido.
La idea de pasar todo el verano en un castillo lleno de extranjeros hacía que su esbelto cuerpo temblara y se estremeciera a causa de las olas de disgusto que lo recorrían. Su aversión, natural y genuina, era también una evasión.
Porque aunque se negaba a admitirlo, incluso a sí misma, lo cierto es que había disfrutado inmensamente en el banquete del barón. A decir verdad, había entrevisto una atractiva alternativa a vivir en un ruinoso caer en la frontera de las Marcas. No se permitía imaginar que podría disfrutar de esa vida, ¡que Dios no lo quisiera! Pero en algún lugar, en lo más profundo de su corazón, la corroía un apetito por la charme y la grandeur que había experimentado aquella deslumbrante noche y, que Dios la ayudara, que rodeaba al propio barón De Neufmarché.
Por su parte, había quedado más que claro que la encontraba hermosa y deseable. Esa simple idea le despertaba unos sentimientos que Mérian consideraba tan profanos que intentaba sofocar el volátil pensamiento privándolo de toda consideración racional. A su regreso a Caer Rhodl, tras la fiesta en Hereford, se había considerado a salvo, lejos del camino de perdición y más allá de la tentación que la corte del barón representaba. Y ahora, con un simple "por favor, Mérian" la enviaban de regreso al castillo del barón como sí fuera un simple paquete.
Se alejó de la ventana y se dejó caer en la cama. La idea de que su padre sencillamente la estaba utilizando para apaciguar a De Neufmarché y para congraciarse con él, era demasiado lamentable como para pararse a considerarla. Daba lo mismo; era la única explicación posible. Si alguien más le hubiera sugerido tal cosa, ella habría sido la primera en cerrarle la boca, a pesar de que era precisamente su misma opinión.
En cualquier caso, el asunto estaba más allá de toda discusión. Lord Cadwgan había tomado su decisión y, a pesar de lo que Mérian o cualquier otro pudieran decir, no iba a cambiarla. En los días que siguieron, Mérian estuvo enfadada y dejó saber a todo el mundo cómo se sentía, entregándose a unos suspiros tan largos y quejumbrosos y a unas miradas tan sombrías y malhumoradas que incluso Garran, su despreocupado hermano, se quejó del frío que llenaba el aire cada vez que ella pasaba. Pero el día fatídico no podía retrasarse. Su padre le ordenó que preparara el equipaje que necesitara para pasar su estancia en la corte, y ya había empezado a disponerlo todo para que fuera a Hereford, cuando Mérian recibió lo que consideró un indulto. Llegó en forma de convocatoria a todos los nobles del barón para asistir a un Consejo. La reunión iba a celebrarse en Talgarth, en el territorio recién conquistado por el barón, y todos los reyes vasallos y los terratenientes debían asistir junto con sus familias y sus principales sirvientes. No era una invitación que pudiera rechazarse. Según la ley feudal, el desventurado que no asistiera a un Consejo formal debía afrontar gravosas multas y la pérdida de sus tierras, títulos, o, en casos extremos, incluso miembros.
El barón De Neufmarché no convocaba Consejos a menudo; el último se había celebrado cinco años atrás, cuando se había establecido en el castillo de Hereford. Entonces había anunciado que pretendía quedarse en Inglaterra y que esperaba que sus nobles estuvieran dispuestos a brindarle su apoyo, principalmente pagando tributos y rindiéndole servicio, pero también consejo.
Lord Cadwgan contempló con semblante sombrío la convocatoria en Deheubarth, el escenario de la reciente caída y muerte del rey Rhys ap Tewdwr, considerándolo un insulto a los cymry y un recordatorio muy poco sutil del poder y la supremacía de los francos. Los otros miembros de la familia lo sintieron del mismo modo. Perversamente, sólo Mérian dio la bienvenida al Consejo, considerándolo como una especie de perdón al oneroso deber que se había visto forzada a asumir. Ahora, en vez de ir sola al territorio enemigo, toda la familia de Mérian tendría que ir con ella.
— No hace falta que parezcas estar tan complacida -la reconvino su madre-. Algo menos de regodeo te convendría.
— No me regodeo -respondió Mérian con suficiencia- Pero la leche para el gatito es leche para la gata, ¿no es eso lo que siempre dices, madre?
Siguieron tres días de preparación, y la fortaleza, ordinariamente dormida, cobró vida para organizar la partida de su señor. Cuatro días después de recibir la convocatoria, la comitiva partió. Todos iban a caballo, salvo el mayordomo, el cocinero y el mozo, que viajaban en un carro cargado de provisiones y equipamiento. Los sirvientes habían desempolvado y reparado las viejas tiendas de cuero que lord Cadwgan usaba para sus campañas y sus cacerías -y pocas habían acontecido en los últimos siete u ocho años-, suponiendo que deberían acampar en el camino y en el punto de reunión.
— ¿Cuánto durará el Consejo? -preguntó Mérian mientras cabalgaba junto a su padre. Acababa de amanecer el segundo día de viaje, el sol estaba alto y brillante, y Mérian estaba de buen humor. Mucho más aún desde que el humor de su padre había mostrado algunos signos de mejora.
— ¿Cuánto? -repitió Cadwgan-. Cuanto quiera De Neufmarché. -Pensó en ello unos momentos y dijo-: No hay modo de decirlo. Depende del asunto que haya de tratarse. Recuerdo que una vez el viejo Guillermo el Conquistador, no ese mocoso pelirrojo, convocó un Consejo que duró cuatro meses. ¡Piénsalo, Mérian! ¡Cuatro meses enteros!
Mérian pensó que si el Consejo del barón duraba cuatro meses, el verano ya habría pasado y no tendría que ir a Hereford.
— ¿Por qué tanto? -preguntó.
— Yo no estaba allí -le explicó su padre-. No estábamos bajo el yugo de los extranjeros y nuestros propios asuntos nos mantenían ocupados. Por lo que recuerdo, se decía que el rey quería que todo el mundo estuviera de acuerdo en las levas e impuestos por las tierras y otras posesiones.
— De acuerdo con él, quieres decir.
— Sí -afirmó su padre-, pero había algo más. El Conquistador quería tanto como pudiera conseguir, seguro, pero también sabía que la mayor parte de la gente se negaría a pagar impuestos injustos. Quería que todos los duques, barones y príncipes estuvieran de acuerdo, y ver con sus propios ojos cómo todos aceptaban, para que no pudieran quejarse después.
— Inteligente.
— Sí, era un zorro -continuó su padre, y Mérian, tras su tormentosa relación de los últimos días, estaba contenta por oírlo hablar y escucharlo-. La verdadera razón por la que ese Consejo duró tanto, en verdad, fue la Ley Forestal.
Mérian había oído hablar de eso y sabía que todos los britanos honrados, como los sajones y los daneses, se ofendieron profundamente. La razón era simple: el decreto transformaba todos los territorios boscosos de Inglaterra en una única reserva de caza, propiedad del rey. Incluso entrar en un bosque sin permiso del legítimo propietario era un crimen que merecía castigo. Este edicto, odiado desde el momento en que fue promulgado, convirtió en proscritos a todos aquellos que durante generaciones habían hecho del bosque, de una forma u otra, su modo de vida, que era casi todo el mundo.
— ¿Así que entonces fue cuando empezó? -musitó Mérian.
— Así fue -le confirmó Cadwgan-, y el Consejo se alargó, y discutieron encarnizadamente, como un montón de gatos salvajes. Rechazaron por tres veces plegarse a los deseos del rey, y cada vez, éste los enviaba a reflexionar sobre el coste de su rechazo.
— ¿Qué ocurrió?
— Cuando quedó claro que nadie podría volver a casa hasta que se resolviera el asunto, y que el rey era inflexible, el Consejo no tuvo más elección que aceptar los deseos del Conquistador.
— ¡Qué montón de cobardes sin agallas!
— No los juzgues con demasiada severidad -dijo su padre-. Era aceptar o arriesgarse a ser colgados como traidores si se rebelaban abiertamente contra el rey. Mientras tanto, veían que sus territorios y posesiones se iban arruinando por no poder atenderlas. Así que, a punto de iniciarse la cosecha, concedieron al rey el derecho sobre sus preciados cotos de caza y volvieron a casa para explicar la nueva ley a su gente. -Cadwgan se detuvo unos instantes-. Gracias a Dios, el Conquistador no incluyó las tierras más allá de las Marcas. Cuando pienso en lo que podríamos haber hecho los cymry si nos hubieran forzado a ello… -Negó con la cabeza-. En fin, no vale la pena pensarlo ahora.
Parte V