Capítulo 6
ISHMAEL bajó la vista hasta la pequeña de
los Baudelaire desde su posición privilegiada, una frase que aquí
significa “silla colocada en un trineo arrastrado por
ovejas”.
—¿Es eso cierto, Sunny? —preguntó—. ¿Nos
estás ocultando un secreto?
Sunny alzó la vista hasta el orientador, y
después hasta la jaula de pájaros, recordando lo incómodo que era
estar encerrada.
—Sí —admitió, y sacó el batidor de los
bolsillos mientras los isleños hacían un ruido de sorpresa.
—¿Quién te ha dado esto? —demandó
Ishmael.
—Nadie se lo ha dado —dijo Klaus con
rapidez, sin atreverse a mirar a Viernes—. Simplemente es algo que
sobrevivió a la tormenta con nosotros —metió la mano en su bolsillo
y sacó su cuaderno—. Cada uno de nosotros tiene algo, Ishmael. Yo
tengo este cuaderno, y mi hermana tiene un lazo que le gusta usar
para recogerse el pelo.
Hubo otra expresión de sorpresa por parte de
los colonos reunidos, y Violet sacó el lazo de su bolsillo.
—No queríamos hacer ningún daño —dijo.
—Se os habló de las costumbres de la isla
—dijo el orientador con severidad—, y habéis elegido ignorarlas.
Hemos sido amables con vosotros, dándoos comida y ropa y refugio, e
incluso permitiéndoos conservar las gafas. Y a cambio, no habéis
sido amables con nosotros.
—Cometieron un error —dijo Viernes,
recogiendo con rapidez los artículos prohibidos de los Baudelaire y
dirigiéndole a Sunny una breve mirada de agradecimiento—. Dejaremos
que las ovejas se lleven estas cosas, y nos olvidaremos de todo
esto.
—Parece justo —dijo Sherman.
—Estoy de acuerdo —dijo el profesor
Fletcher.
—Yo también —dijo Omeros, que había recogido
la pistola de arpones.
Ishmael frunció el ceño, pero a medida que
más y más isleños se mostraban de acuerdo, sucumbió a la presión
social y dirigió a los huérfanos una pequeña sonrisa.
—Supongo que pueden quedarse —dijo—, si no
vuelven a echar todo a pique —suspiró, y de repente frunció el ceño
mirando al charco. Durante la conversación, la Víbora
Increíblemente Mortal había decidió darse un breve baño, y ahora
estaba mirando fijamente al orientador desde el charco de agua
salada.
—¿Qué es eso? —preguntó el señor Pitcairn,
sofocando un grito de miedo.
—Es una serpiente amistosa que hemos
encontrado —dijo Viernes.
—¿Quién te dijo que era amistosa? —demandó
Ferdinand.
Viernes compartió una rápida mirada de
consternación con los Baudelaire. Después de todo lo que había
pasado, sabían que no había ninguna esperanza de convencer a
Ishmael de que quedarse con la serpiente era una buena idea.
—Nadie me lo dijo —dijo Viernes en voz
baja—, simplemente parece amistosa.
—Parece increíblemente mortal —dijo Erewhon
frunciendo el ceño—. Yo digo que la tiremos al arboreto.
—No queremos una serpiente deslizándose por
el arboreto —dijo Ishmael, acariciándose la barba con rapidez—.
Podría hacer daño a las ovejas. No os voy a obligar, pero creo que
la deberíamos abandonar aquí con el Conde Olaf. Vayámonos ahora, es
casi la hora del almuerzo. Baudelaires, por favor, empujad ese cubo
de libros hasta el arboreto y...
—No deberíamos mover a nuestra amiga
—interrumpió Violet, haciendo un gesto hacia la figura inconsciente
de Kit—. Tenemos que ayudarla.
—No me había dado cuenta de que había un
náufrago ahí arriba —dijo el señor Pitcairn, echando un vistazo al
pie descalzo que seguía colgando de un lado del cubo—. ¡Mirad,
tiene el mismo tatuaje que el villano!
—Es mi novia —dijo Olaf desde la jaula de
pájaros—. Debéis castigarnos a los dos o liberarnos a los
dos.
—¡Ella no es tu novia! —gritó Klaus—. ¡Es
nuestra amiga, y está en apuros!
—Parece que desde el instante en que os
unisteis a nosotros, la isla está amenazada con secretismo y
traiciones
—dijo Ishmael, con un suspiro de cansancio—.
Aquí nunca habíamos tenido que castigar a nadie antes de que
llegarais, y ahora hay otra persona sospechosa merodeando por la
isla.
—¿Dreyfuss? —dijo Sunny, que significaba
“¿De qué nos estás acusando exactamente?”, pero el orientador
siguió hablando como si la niña no hubiese dicho una palabra.
—No os voy a obligar —dijo Ishmael—, pero si
queréis ser parte del lugar seguro que hemos construido, creo que
deberíais abandonar también a esa tal Kit Snicket, aún cuando nunca
he oído hablar de ella.
—No la abandonaremos —dijo Violet—. Necesita
nuestra ayuda.
—Como he dicho, no os voy a obligar —dijo
Ishmael, con un último tirón a su barba—. Adiós, Baudelaires.
Podéis quedaros aquí en la plataforma costera con vuestra amiga y
vuestros libros, si son tan importantes para vosotros.
—Pero, ¿qué va a pasar con ellos? —preguntó
Willa—. El Día de Decisión se está acercando, y la plataforma
costera se va a inundar de agua.
—Ése es su problema —dijo Ishmael, y dirigió
a los isleños un imperioso —la palabra “imperioso”, como
probablemente sepas, significa “impresionante y un poco snob”—
encogimiento de hombros. Al mismo tiempo que sus hombros subían, un
pequeño objeto rodó fuera de la manga de su bata y aterrizó con un
pequeño ¡plop! en un charco, casi dándole
a la jaula de pájaros en la que Olaf estaba prisionero. Los
Baudelaire no fueron capaces de identificar el objeto, pero fuera
lo que fuera, era suficiente como para hacer que Ishmael diera una
rápida palmada para distraer a la gente que pudiera estar
preguntándoselo.
—¡Vámonos! —gritó, y las ovejas empezaron a
arrastrarlo de vuelta a su carpa. Unos cuantos isleños le
dirigieron a los Baudelaire una mirada de disculpa, como si no
estuvieran de acuerdo con las sugerencias de Ishmael pero no se
atrevieran a hacer frente a la presión social de sus compañeros
colonos. El profesor Fletcher y Omeros, que tenían sus propios
secretos, parecían especialmente arrepentidos, y Viernes parecía
que se iba a echar a llorar. Incluso empezó a decir algo a los
Baudelaire, pero la señora Caliban se adelantó y rodeó con un brazo
firme los hombros de la niña, por lo que se limitó a decirles adiós
a los hermanos con un triste movimiento de la mano y a alejarse con
su madre. Los Baudelaire estuvieron por un momento demasiado
aturdidos como para decir algo. En contra de las expectativas, el
Conde Olaf no había engañado a los habitantes de ese lugar tan
lejano del mundo, sino que había sido capturado y castigado. Pero
los Baudelaire seguían sin estar a salvo, y ciertamente tampoco
estaban felices de encontrarse abandonados en la plataforma costera
con tanto detrito.
—Esto no es justo —dijo al fin Klaus, pero
lo dijo en voz tan baja que los isleños en marcha probablemente no
le oyeron. Sólo sus hermanas le oyeron, y la serpiente a la que los
Baudelaire pensaban que no volverían a ver, y por supuesto el Conde
Olaf, que estaba acurrucado en la larga y vistosa jaula de pájaro
como una bestia encarcelada, y que fue el único que le
contestó.
—La vida no es justa —dijo, sin fingir la
voz, y por una vez los Baudelaire estuvieron de acuerdo con cada
palabra que el hombre había dicho.