Capítulo 2
ES inútil que te describa lo mal que se
sintieron Violet, Klaus, e incluso Sunny en las horas siguientes.
La mayoría de la gente que ha sobrevivido a una tormenta está tan
conmocionada que no quieren volver a hablar de ello, y si un
escritor quiere describir una tormenta en el mar, su único método
de investigación es permanecer en una gran barca de madera con un
cuaderno y un bolígrafo, listo para tomar notas si de repente
atacara una tormenta. Pero yo ya he permanecido en una gran barca
de madera con un cuaderno y un bolígrafo, listo para tomar notas si
de repente atacara una tormenta, y para el momento en que la
tormenta se calmó, estaba tan conmocionado por la experiencia que
no quería volver a hablar de ello. Así que es inútil que te
describa la fuerza del viento que rompía las velas como si fueran
de papel, y hacía girar la barca como un patinador de hielo
exhibiéndose. Me es imposible comunicar el volumen de lluvia que
cayó, empapando a los Baudelaire en agua congelada y haciendo que
los uniformes de concierge se les pegaran como una capa extra de
piel remojada y gélida. Me es infructuoso describir los rayos que
caían con estrépito de las nubes arremolinadas, golpeando el mástil
de la barca y tirándolo al agitado mar. Me es inadecuado informar
del trueno ensordecedor que resonaba en los oídos de los
Baudelaire, y me es superfluo contar cómo la barca empezó a
inclinarse hacia delante y hacia atrás, tirando todos sus
contenidos al océano: primero el bote de alubias, que golpeó la
superficie del agua con un sonoro ¡glop!
, y después las espátulas, que reflejaban los rayos en sus
superficies pulidas mientras desaparecían en los remolinos de agua,
y por último las sábanas que Violet había cogido de la lavandería
del hotel y había convertido en un paracaídas para que el bote
sobreviviera a la caída desde el techo de la sala de bronceado, que
se hincharon en el aire tormentoso como medusas antes de hundirse
en el mar. No merece la pena que especifique el aumento de tamaño
de las olas que surgían del agua, primero como aletas de tiburón,
después como tiendas de campaña, y por último como glaciares, con
sus picos helados escalando más y más alto hasta que finalmente se
estrellaban en la empapada y mutilada barca, con un rugido
sobrenatural similar a la risa de una bestia terrible. Es
improductivo que presente el relato de los huérfanos Baudelaire
agarrándose unos a otros con miedo y desesperación, seguros de que
en cualquier momento serían arrastrados y arrojados a una tumba
acuática, mientras el Conde Olaf se aferraba al arpón y al mascarón
de madera, como si una terrible arma y un hongo mortífero fueran
las únicas cosas que amara en el mundo, y no me sirve para nada en
absoluto dar un informe de la parte delantera del mascarón
separándose de la barca con un crujido ensordecedor, haciendo que
los Baudelaire dieran vueltas en una dirección y Olaf diera vueltas
en otra, o la sacudida repentina de la barca dejando de girar
bruscamente, y un horrible sonido de arañazos venido de debajo del
tembloroso suelo de madera de la embarcación, como si una mano
gigante estuviese agarrando los restos del Conde Olaf por debajo, y sujetando a los
temblorosos hermanos con un apretón fuerte y firme. Ciertamente los
Baudelaire no encontraron necesario el preguntarse qué había
pasado, después de todas esas terribles y movidas horas en el
corazón de la tormenta, sino que simplemente gatearon juntos a la
esquina más lejana de la barca, acurrucados unos con otros,
demasiado aturdidos para llorar, mientras escuchaban la furia del
mar a su alrededor, y oían los gritos desesperados del Conde Olaf,
preguntándose si estaba siendo amputado miembro por miembro por la
furiosa tormenta, o si él también había encontrado algún refugio
extraño, y sin saber qué destino deseaban para el hombre que les
había traído tanta desgracia. No hay necesidad de que describa esta
tormenta, ya que sólo habrá otra capa más en esta desafortunada
cebolla de historia, y en cualquier caso para cuando el sol salió a
la mañana siguiente, las arremolinadas nubes negras ya se alejaban
a toda prisa de los sucios y maltrechos Baudelaire, y el aire
estaba silencioso y quieto, como si toda la noche anterior hubiera
sido solamente una fantasmagórica pesadilla.
Los niños se pusieron inestablemente de pie
en su trozo de barca, con las extremidades doloridas de agarrarse
unos a otros toda la noche, y trataron de averiguar dónde diablos
estaban, y cómo diablos habían sobrevivido. Pero a medida que
miraban a su alrededor, no encontraban respuesta a esas preguntas,
ya que nunca habían visto en el mundo nada parecido a la vista que
les esperaba. Al principio, parecía que los huérfanos Baudelaire
estaban todavía en medio del océano, ya que todo lo que los niños
podían ver era un paisaje plano y húmedo extendiéndose en todas
direcciones, despareciendo en la bruma gris de la mañana. Pero a
medida que echaban un vistazo por encima del lateral de su
arruinada barca, los niños vieron que el agua no tenía una
profundidad mayor que la de un charco, y este enorme charco estaba
ensuciado con detritos, una palabra que aquí significa “toda clase
de extraños artículos”. Había grandes piezas de madera
sobresaliendo del agua como dientes rotos, y largas piezas de
cuerda enredadas en nudos húmedos y complicados. Había grandes
montones de algas, y miles de peces retorciéndose y mirando al sol
de par en par mientras las aves marinas descendían en picado desde
el cielo brumoso y se servían un desayuno de marisco. Había lo que
parecían trozos de otras barcas —anclas y portillas, barandillas y
mástiles, esparcidos de todas las maneras como juguetes rotos— y
otros objetos que podrían haber venido en el cargamento de un
barco, como faroles destrozados, barriles hechos pedazos,
documentos empapados, y los jirones de todos tipo de prendas, desde
sombreros de copa hasta patines. Había una anticuada máquina de
escribir que se apoyaba en una larga y vistosa jaula de pájaro, con
una familia de peces retorciéndose entre sus teclas. Había un largo
cañón de latón, con un cangrejo grande abriéndose con las pinzas su
camino fuera del arma, y había una red completamente rota cogida en
las hojas de una hélice. Era como si la tormenta hubiera barrido el
mar entero, dejando todos sus contenidos esparcidos en la
superficie del océano.
—¿Qué es este lugar? —dijo Violet en voz muy
baja—. ¿Qué ha pasado?
Klaus sacó las gafas de su bolsillo, donde
las había puesto por seguridad, y le tranquilizó el ver que estaban
sin dañar.
—Creo que estamos en una plataforma costera
—dijo—. Hay lugares en el mar donde el agua está de repente muy
poco profunda, generalmente cerca de tierra firme. La tormenta debe
haber lanzado nuestra barca a la plataforma, con todos estos otros
restos.
—¿Tierra? —preguntó Sunny, poniéndose sus
pequeñas manos como visera para poder ver más lejos—. No veo.
Klaus levantó cuidadosamente en pie sobre el
lateral de la barca. El agua oscura sólo le llegaba hasta las
rodillas, y empezó a andar alrededor del barco con cuidadosas
zancadas.
—Las plataformas costeras son generalmente
mucho más pequeñas que ésta —dijo—, pero debe haber una isla en
algún lugar cercano. Vamos a buscarla.
Violet siguió a su hermano afuera de la
barca, llevando en brazos a su hermana, que era todavía bastante
bajita.
—¿En qué dirección crees que debemos ir?
—preguntó—. No queremos perdernos.
Sunny dirigió a sus hermanos una pequeña
sonrisa.
—Ya perdidos —apuntó.
—Sunny tiene razón —dijo Klaus—. Aún si
tuviéramos una brújula, no sabemos dónde estamos ni adónde vamos.
Podríamos dirigirnos hacia cualquier dirección.
—Entonces yo voto que nos dirijamos hacia el
este —dijo Violet, apuntando a la dirección opuesta del sol
naciente—. Si vamos a estar caminando durante algún tiempo, no
queremos el sol en nuestros ojos.
—A menos que encontremos nuestras gafas de
sol de concierge —dijo Klaus—. Volaron con la tormenta, pero pueden
haber aterrizado en la misma plataforma.
—Aquí podríamos encontrar cualquier cosa
—dijo Violet, y los Baudelaire habían caminado sólo unos pasos
cuando vieron que esto era cierto, ya que flotando en el agua había
otra pieza de detrito que ellos habían deseado que hubiera volado
muy lejos de ellos para siempre. Flotando en una zona del agua
particularmente sucia, estirado sobre su espalda con la pistola de
arpón apoyada en un hombro, estaba el Conde Olaf. Los ojos del
villano estaban cerrados bajo su única ceja, y no se movía. En
todos los momentos miserables con el conde, los Baudelaire nunca
habían visto a Olaf tan calmado.
—Supongo que no necesitamos lanzarlo por la
borda —dijo Violet—. La tormenta lo hizo por nosotros.
Klaus se acercó para echar un vistazo de
cerca a Olaf, pero el villano siguió sin moverse.
—Debe de haber sido horrible —dijo—, dejar
que pase la tormenta sin ningún tipo de protección.
—¿Kikbucit? —preguntó Sunny, pero en ese
momento los ojos de Olaf se abrieron y la pregunta de la más joven
de los Baudelaire fue contestada. Frunciendo el ceño, el villano
movió los ojos en una dirección y después en otra.
—¿Dónde estoy? —murmuró, escupiendo un trozo
de alga—. ¿Dónde está mi mascarón?
—Plataforma costera —replicó Sunny.
Con el sonido de la voz de Sunny, el Conde
Olaf parpadeó y se sentó, mirando a los niños y sacándose agua de
los oídos.
—¡Traedme un poco de café, huérfanos
—ordenó—. He tenido una noche muy desagradable, y me gustaría un
buen y abundante desayuno antes de decidir qué hacer con
vosotros.
—Aquí no hay café —dijo Violet, aunque de
hecho había una máquina de café expreso a unos seis metros de
distancia—. Estamos caminando hacia el este, con la esperanza de
encontrar una isla.
—Caminaréis hacia dónde yo os diga que
caminéis —gruñó Olaf—. ¿Os olvidáis de que yo soy el capitán de
esta barca?
—La barca está atascada en la arena —dijo
Klaus—. Está bastante dañada.
—Bueno, seguís siendo mis esbirros —dijo el
villano—, y mis órdenes son que caminemos hacia el este, con la
esperanza de encontrar una isla. He oído hablar de islas en partes
remotas del mar. Los primitivos habitantes nunca han visto gente
civilizada, así que probablemente me reverencien como un dios —los
Baudelaire se miraron unos a otros y suspiraron.
“Reverenciar” es una palabra que aquí
significa “alabar sumamente, y tener un gran respeto por alguien”,
y no había persona a la que los niños reverenciasen menos que el
hombre espantoso que estaba de pie delante de ellos, mondándose los
dientes con un trozo de concha y refiriéndose a la gente que vive
en ciertas regiones del mundo como “primitivas”. Pero parecía que
no importaba hacia dónde viajasen los Baudelaire; siempre había
gente o tan codiciosa que respetaba y alababa a Olaf por sus
maldades, o tan tonta que no se daba cuenta de lo espantoso que era
realmente. Era suficiente para hacer que los niños deseasen
abandonar a Olaf en la plataforma costera, pero es difícil
abandonar a alguien en un lugar donde todo está ya abandonado, así
que los tres huérfanos y el villano caminaron penosamente en
silencio hacia el este a lo largo de la abarrotada plataforma
costera, preguntándose qué les esperaría. El Conde Olaf iba en
cabeza, balanceando la pistola de arpón en un hombro, e
interrumpiendo el silencio muy a menudo para pedir café, zumo
recién hecho y otras piezas de desayuno igualmente imposibles de
conseguir.
Violet caminaba detrás de él, usando como
bastón un pasamano roto que había encontrado y pinchando
interesantes restos mecánicos que encontraba en la mugre; y Klaus
caminaba al lado de su hermana, escribiendo notas ocasionales en su
libro común. Sunny había trepado a lo alto de los hombros de Violet
para proporcionarse una especie de torre vigía, y fue la más joven
de los Baudelaire la que rompió el silencio con un grito
triunfante.
—¡Tierra a la vista! —gritó, apuntando al
interior de la neblina, y los tres Baudelaire pudieron ver la forma
diluida de una isla sobresaliendo de la plataforma. La isla parecía
estrecha y alargada, como un tren de mercancías, y si entornaban
los ojos podían ver grupos de árboles y los que parecían enormes
sábanas de tela blanca ondeando en el viento.
—¡He descubierto una isla! —cacareó el Conde
Olaf—. ¡Voy a llamarla Olaflandia!
—Tú no has descubierto la isla —apuntó
Violet—. Parece que ya hay gente viviendo en ella.
—¡Y yo soy su rey! —proclamó el Conde Olaf—.
¡Daos prisa, huérfanos! ¡Mis súbditos reales me van a cocinar un
gran desayuno, y si estoy de buen humor puede que os deje lamer mis
platos!
Los Baudelaire no tenían ninguna intención
de lamer los platos de Olaf o de cualquier otro, pero no obstante
siguieron caminando hacia la isla, maniobrando alrededor de los
restos que todavía ensuciaban la superficie de la plataforma.
Acababan de caminar alrededor de un enorme piano, que estaba
sobresaliendo del agua como si hubiera caído del cielo, cuando algo
captó la atención de los Baudelaire... una pequeña figura blanca,
corriendo a toda prisa hacia ellos.
—¿Qué? —preguntó Sunny—. ¿Quién?
—Debe ser otro superviviente de la tormenta
—dijo Klaus—. Puede que nuestra barca no fuera la única en esta
parte del océano.
—¿Crees que la tormenta llegó hasta Kit
Snicket? —preguntó Violet.
—¿O los trillizos? —dijo Sunny.
El Conde Olaf frunció el ceño, y puso un
dedo mugriento en el gatillo de la pistola de arpón.
—Si es Kit Snicket o algún huérfano mocoso
—dijo—, le dispararé justo donde se encuentre. ¡Ningún ridículo
voluntario me va a quitar mi isla!
—No querrás malgastar tu último arpón —dijo
Violet, pensando rápidamente—. ¿Quién sabe dónde encontrarás
otro?
—Eso es cierto —admitió Olaf—. Te estás
convirtiendo en un esbirro excelente.
—Tonterías —dijo Sunny frunciendo el ceño y
enseñándole los dientes al conde.
—Mi hermana tiene razón —dijo Klaus—. Es
ridículo discutir sobre voluntarios y esbirros mientras estamos en
una plataforma costera en medio del océano.
—No estés tan seguro, huérfano —replicó
Olaf—. No importa dónde estemos, siempre hay sitio para alguien
como yo —se inclinó para dirigirle de cerca de Klaus una sonrisa
furtiva, como si estuviese contando un chiste—. ¿Aún no lo has
aprendido?
Era una pregunta desagradable, pero los
Baudelaire no tuvieron tiempo de contestarla, ya que la figura se
acercó más y más hasta que los niños pudieron ver que era una chica
joven, quizás de seis o siete años. Estaba descalza, y vestida con
una simple bata blanca, que estaba tan limpia que la niña no podía
haber estado en la tormenta. Tenía una gran concha blanca colgando
de una cinta, y la niña llevaba puestas unas gafas de sol que se
parecían mucho a las que los Baudelaire había llevado como
concierge. Estaba sonriendo de oreja a oreja, pero cuando alcanzó a
los Baudelaire, jadeando por la larga carrera, de repente se volvió
tímida, y aunque los Baudelaire tenían bastante curiosidad por
saber quién era, también se encontraron guardando silencio. Incluso
Olaf no habló, y simplemente admiró su reflejo en el agua.
Cuando te encuentras con dificultades para
hablar con alguien que no conoces, puede que quieras recordar algo
que la madre de los Baudelaire les dijo hace mucho tiempo, y algo
que me dijo a mi hace incluso mucho más. Puedo verla ahora, sentada
en un pequeño sofá que solía mantener en la esquina de su
dormitorio, ajustándose las tiras de sus sandalias con una mano y
mascando una manzana con la otra, diciéndome que no me preocupara
por la fiesta que estaba empezando en el piso de abajo—. La gente
adora hablar de sí misma, señor Snicket —me dijo, entre dos
mordiscos de manzana—. Si se encuentra preguntándose qué decir a
alguno de los invitados, pregúnteles qué código secreto prefieren,
o averigüe a quién han estado espiando últimamente —Violet,
también, podía casi oír la voz de su madre mientras miraba a esta
chica joven, y decidió preguntarle algo sobre ella misma.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Violet.
La niña jugueteó con su concha, y entonces
alzó la vista hacia la mayor de los Baudelaire.
—Viernes —dijo.
—¿Vives en esta isla, Viernes? —preguntó
Violet.
—Sí —dijo la niña—. Me levanté temprano esta
mañana hacer recolección de la tormenta.
—¿Reco...qué? —preguntó Sunny, desde los
hombros de Violet.
—Cada vez que hay tormenta, todo el mundo en
la colonia reúne todo lo que ha sido recogido en la plataforma
costera —dijo Viernes—. Uno nunca sabe cuándo resultará útil alguno
de esos artículos. ¿Sois náufragos?
—Supongo que sí —dijo Violet—. Estábamos
viajando en barca cuando quedamos atrapados en la tormenta. Soy
Violet Baudelaire, y este es mi hermano, Klaus, y mi hermana, Sunny
—se volvió de mala gana hacia Olaf, que estaba mirando a Viernes
con recelo—. Y este es...
—¡Soy tu rey! —anunció Olaf en voz alta—.
¡Inclínate ante mí, Viernes!
—No, gracias —dijo Viernes educadamente—.
Nuestra colonia no es una monarquía. Debéis de estar exhaustos por
la tormenta, Baudelaires. Parecía tan enorme desde la orilla que no
pensábamos que hubiera náufragos esta vez. ¿Por qué no venís
conmigo, y coméis algo?
—Estaríamos muy agradecidos —dijo Klaus—.
¿Llegan muy a menudo náufragos a esta isla?
—De cuando en cuando —dijo Viernes,
encogiéndose ligeramente de hombros—. Parece que todo acaba por
llegar a nuestras costas alguna vez.
—Las costas de Olaflandia, querrás decir
—gruñó el Conde Olaf—. He descubierto la isla, así que yo le doy un
nombre.
Viernes miró a Olaf con curiosidad desde
detrás de sus gafas de sol.
—Debe estar confundido, señor, tras su viaje
a través de la tormenta —dijo—. La gente ha vivido en la isla desde
hace muchos, muchos años.
—Gente primitiva —se burló el villano—. No
veo ninguna casa en la isla.
—Vivimos en tiendas —dijo Viernes, apuntando
a las ondeantes telas blancas de la isla—. Nos cansamos de
construir casas que salían volando durante la estación de
tormentas, y el resto del año el tiempo es tan caluroso que
apreciamos la ventilación que una tienda proporciona.
—Sigo diciendo que sois primitivos —insistió
Olaf—, y yo no escucho a la gente primitiva.
—No le voy a obligar —dijo Viernes—. Venga
conmigo y podrá decidir por sí mismo.
—¡No voy a ir contigo —dijo el Conde Olaf—,
y tampoco mis esbirros! ¡Soy el Conde Olaf, y estoy al mando aquí,
no una pequeña idiota con bata!
—No hay ningún motivo para ser ofensivo
—dijo Viernes—. La isla es el único sitio al que puede ir, Conde
Olaf, así que realmente no importa quién está al mando.
El Conde Olaf miró a Viernes con el ceño
terriblemente fruncido, y apuntó a la niña con su pistola de
arpón.
—¡Si no te inclinas ante mí, Viernes, te
dispararé con esta pistola de arpón!
Los Baudelaire sofocaron un grito, pero
Viernes simplemente frunció el ceño al villano.
—En pocos minutos —dijo—, todos los
habitantes de la isla estarán fuera haciendo recolección de la
tormenta. Verán cualquier acto de violencia que cometas, y no se te
dejará entrar en la isla. Por favor, deja de apuntarme con el
arma.
El Conde Olaf abrió la boca como si fuera a
decir algo, pero un momento después la cerró de nuevo, y bajó la
pistola embarazosamente, una palabra que aquí significa “bastante
avergonzado por estar siguiendo las órdenes de una niña”.
—Baudelaires, por favor, venid conmigo —dijo
Viernes, y empezó a liderar el camino hacia la isla distante.
—¿Qué pasa conmigo? —preguntó el Conde Olaf.
Su voz estaba un poco chillona, y le recordó a los Baudelaire otras
voces que habían escuchado, de gente que tenían miedo del mismo
Olaf. Habían escuchado esta voz de sus guardianes, y del señor Poe
cuando el villano se enfrentó a él. Era el tono de voz que habían
escuchado de varios voluntarios cuando estaban discutiendo las
actividades de Olaf, e incluso de sus esbirros cuando se quejaban
de su malvado jefe. Era el tono de voz que los Baudelaire habían
escuchado de ellos mismos, durante las incontables veces que el
hombre espantoso les había amenazado, y prometido poner las manos
en su fortuna; pero los niños nunca pensaron que lo oirían del
mismo Olaf—. ¿Qué pasa conmigo? —preguntó de nuevo, pero los
hermanos ya habían seguido a Viernes una corta distancia de donde
él estaba de pie, y cuando los huérfanos Baudelaire se volvieron
hacia él, Olaf parecía simplemente otra pieza de detrito que la
tormenta había depositado en la plataforma costera.
—Vete —dijo Viernes con firmeza, y los
náufragos se preguntaron si finalmente habían encontrado un lugar
donde no había sitio para el Conde Olaf.