Capítulo 1
SI alguna vez has pelado una cebolla,
sabrás que la primera capa, delgada y como de papel, revela otra
capa, delgada y como de papel, y esa capa revela otra, y otra, y
antes de que te des cuenta tendrás cientos de capas por toda la
mesa de la cocina y miles de lágrimas en los ojos, lamentando haber
empezado a pelar la cebolla y deseando haberla dejado marchitarse
en paz en el estante mientras tú seguías con tu vida, incluso si
eso significara no disfrutar nunca más del sabor complicado y
abrumador de este extraño y amargo vegetal.
En este modo, la historia de los huérfanos
Baudelaire es como una cebolla, y si insistes en leer todas y cada
una de las capas, delgadas y como de papel, de Una Serie de
Catastróficas Desdichas, tu única recompensa serán 170 capítulos de
miseria en tu librería e incontables lágrimas en tus ojos. Aún si
has leído los primeros doce volúmenes de la historia de los
Baudelaire, no es tarde para dejar de separar las capas, y poner
este libro de vuelta en la estantería mientras lees algo menos
complicado y abrumador. El final de esta infeliz crónica es como un
mal principio, y cada desgracia sólo revela otra, y otra, y otra, y
sólo aquellos con el estómago suficiente para este extraño y amargo
cuento deberán aventurarse más adentro en la cebolla Baudelaire.
Lamento mucho decírtelo, pero es así como sigue la historia.
Los huérfanos Baudelaire hubieran estado
felices de ver una cebolla, si hubiera venido una balanceándose en
el agua mientras ellos viajaban a través del vasto y vacío mar en
una barca del tamaño de una cama grande pero ni de cerca tan
cómodo. Si hubiera aparecido un vegetal de esa clase, Violet, la
Baudelaire mayor, se hubiera recogido el pelo con un lazo para
mantenerlo apartado de los ojos, y en un momento hubiera inventado
un mecanismo para recoger la cebolla del agua. Klaus, el hermano
mediano y el único chico, habría recordado datos útiles de alguno
de los miles de libros que había leído, y hubiera sido capaz de
identificar el tipo de cebolla, y si era o no comestible. Y Sunny,
que acababa de dejar de ser un bebé, habría cortado la cebolla en
trozos del tamaño de un mordisco con sus dientes inusualmente
afilados, y habría hecho buen uso de sus recientemente
desarrolladas habilidades culinarias para convertir una simple
cebolla en algo bastante delicioso. Los Baudelaires más mayores
podrían imaginar a su hermana anunciando —¡Soubise!— que era su
manera de decir “La cena está servida”.
Pero los tres niños no habían visto una
cebolla. Es más, no habían visto mucho de nada durante su viaje
marítimo, que había empezado cuando los Baudelaire había empujado
la larga barca de madera fuera del techo del Hotel Denouement para
escapar del fuego que engullía el hotel, así como de las
autoridades que querían arrestar a los niños por incendio y
asesinato. El viento y las mareas habían alejado rápidamente la
barca del hotel en llamas, y para la puesta de sol el hotel y otros
edificios de la ciudad eran una distante y remota imagen borrosa.
Ahora, a la mañana siguiente, lo único que habían visto los
Baudelaire eran la tranquila y silenciosa superficie del mar y la
penumbra grisácea del cielo. El tiempo les recordaba el día en la
Playa Salada en el que los Baudelaire se había enterado de la
pérdida de sus padres y de su hogar en un terrible incendio, y los
niños pasaban la mayoría del tiempo en silencio, pensando acerca de
aquel día espantoso y de todos los días espantosos que le habían
seguido. Hubiera sido casi placentero sentarse en una barca a la
deriva y pensar en sus vidas, si no fuera por la desagradable
compañía de los Baudelaire.
El nombre de su compañía era Conde Olaf, y
había sido la desgracia de los huérfanos Baudelaire el estar en
compañía de este hombre desagradable desde que se habían vuelto
huérfanos y él se había vuelto su guardián. Olaf había tramado un
plan detrás de otro en un intento de poner sus sucias manos en la
enorme fortuna que los padres Baudelaire habían dejado, y aunque
cada plan había fallado, parecía que algo de la maldad del villano
se había pegado en los niños, y ahora Olaf y los Baudelaire estaban
todos en el mismo barco. Tanto los niños como el conde eran
responsables de un buen número de crímenes traicioneros, aunque al
menos los huérfanos Baudelaire tenían la decencia de sentirse
fatal, mientras que lo único que el Conde Olaf había estado
haciendo en los últimos días era presumir de ello.
—¡He triunfado! —reiteró el Conde Olaf, un
verbo que aquí significa “anunció por enésima vez”. Estaba de pie
orgullosamente al frente de la barca, apoyándose en la escultura de
un pulpo atacando a un buzo que servía como mascarón de la
embarcación—. ¡Pensasteis que podríais escapar de mí, pero al fin
estáis en mis manos!
—Sí, Olaf —asintió Violet con cansancio. La
mayor de los Baudelaire no se molestó en señalar que, ya que
estaban todos solos en medio del océano, era lo mismo decir que
Olaf estaba en manos de los Baudelaire tanto como ellos estaban en
las suyas. Suspirando, miró al mástil de la barca, donde una vela a
jirones caía sin fuerzas en el aire quieto.
Durante algún tiempo, Violet había intentado
inventar una forma en la que la barca se pudiera mover incluso sin
viento, pero los únicos materiales mecánicos a bordo eran un par de
espátulas enormes de la sala de bronceado del Hotel Denouement. Los
niños habían estado usando esas espátulas como remos, pero remar es
un trabajo muy duro, particularmente si tus compañeros de viaje
están demasiado ocupados presumiendo como para ayudar, y Violet
estaba intentando pensar el modo de moverse más rápido.
—¡He quemado el Hotel Denouement —gritó
Olaf, gesticulando dramáticamente—, y he destruido V.F.D. de una
vez por todas!
—Como no paras de decirnos —murmuró Klaus,
sin dejar de mirar su libro común. Durante algún tiempo, Klaus
había estado anotando los detalles de la situación de los
Baudelaire en su cuaderno azul oscuro, incluyendo el hecho de que
fueron los Baudelaire, y no Olaf, los que habían quemado el Hotel
Denouement. V.F.D. era una organización secreta de la que los
Baudelaire habían oído hablar durante sus viajes, y por lo que el
Baudelaire mediano sabía, no había sido destruida —no del todo—,
aunque algunos agentes de V.F.D estaban en el hotel cuando se
prendió el fuego. En ese momento, Klaus estaba examinado sus notas
del cisma de V.F.D., que era una gran pelea entre todos sus
miembros y que tenía algo que ver con un Azucarero. El Baudelaire
mediano no sabía qué contenía el Azucarero, ni el paradero de una
de las agentes más valientes de la organización, una mujer llamada
Kit Snicket. Los niños habían visto a Kit sólo una vez antes de que
se dirigiera al mar sola, planeando encontrar a los trillizos
Quagmire, tres amigos a los que los Baudelaire no habían visto por
algún tiempo y que estaban viajando en una casa móvil
autosuficiente. Klaus esperaba que las notas de su cuaderno le
ayudaran a deducir dónde podían estar exactamente, si las estudiaba
suficientemente bien.
—¡Y la fortuna de los Baudelaire es al fin
mía! —cacareó Olaf—. ¡Al fin soy un hombre muy rico, lo que
significa que todo el mundo debe hacer lo que yo diga!
—Alubias —dijo Sunny. La más joven de los
Baudelaire ya no era un bebé, pero seguía hablando en un estilo
inusual, y por “alubias” se refería a algo como “El Conde Olaf está
soltando tonterías”, porque la fortuna de los Baudelaire no se
podía encontrar en la larga barca de madera. Pero cuando Sunny
decía “alubias”, también quería decir “alubias”. Una de las pocas
cosas que los niños habían encontrado a bordo de la barca era un
gran bote de arcilla con un sello de caucho, que había sido metido
a presión debajo de uno de los bancos de madera de la barca. El
bote estaba bastante polvoriento y parecía muy viejo, pero el sello
estaba intacto, una palabra que aquí significa “sin romper, así que
la comida guardada dentro era todavía comestible”. Sunny agradecía
tener el bote, ya que no se podía encontrar más comida a bordo,
pero no podía evitar el desear que hubiera contenido otra cosa que
simples alubias blancas. Es posible cocinar un buen número de
platos deliciosos con alubias blancas —el matrimonio Baudelaire
solía hacer una ensalada fría con alubias blancas, tomates cherry y
albahaca fresca, todo mezclado con zumo de lima, aceite de oliva y
guindillas secas, que era algo delicioso para comer en días
calurosos— pero sin otros ingredientes, Sunny sólo había sido capaz
de servir a sus compañeros puñados de una masa blanda y blanca de
bote, suficiente para mantenerlos vivos, pero ciertamente nada de
lo que una joven chef pudiera sentirse orgullosa. Mientras el Conde
Olaf seguía presumiendo, la más joven de los Baudelaire estaba
mirando en interior del bote, preguntándose cómo podía sacar algo
más interesante de alubias blancas y nada más.
—¡Creo que lo primero que me voy a comprar
es un coche nuevo y reluciente! —dijo el Conde Olaf—. ¡Algo con un
motor potente, para poder conducir más rápido que el límite legal,
y un parachoques extra grueso, para poder chocarme con gente sin
sufrir un rasguño! ¡Llamaré al coche Conde Olaf, por mí, y siempre
que la gente oiga el chirrido de los frenos dirá, “¡Aquí viene el
Conde Olaf!”, ¡Huérfanos, dirigíos al concesionario de coches
lujosos más cercano!
Los Baudelaire se miraron unos a otros. Como
estoy seguro de que sabes, es poco probable encontrar un
concesionario de coches lujosos en medio del océano, aunque he oído
hablar de un vendedor de rickshaws que hace negocios en una gruta
profundamente escondida en el Mar Caspio. Es muy cansino viajar con
alguien que está constantemente pidiendo cosas, especialmente si
esas cosas son completamente imposibles, y los niños se dieron
cuenta de que no podían seguir mordiéndose la lengua, una frase que
aquí significa “intentar no enfrentarse a la estupidez del Conde
Olaf”.
—No podemos dirigirnos a un concesionario
—dijo Violet—. No podemos dirigirnos a ningún sitio. El viento ha
parado, y Klaus y yo estamos exhaustos de remar.
—La pereza no es excusa —gruñó Olaf—. Yo
estoy exhausto de todos mis planes, y no me veréis quejarme
—Más aún —dijo Klaus—, no tenemos ni idea de
dónde estamos, y por lo tanto no tenemos ni idea de hacia dónde
dirigirnos.
—Yo sé dónde estamos —dijo Olaf
despectivamente—. Estamos en medio del océano.
—Alubias —dijo Sunny.
—¡Ya he tenido suficiente de tu masa
insípida! —gruñó Olaf—. ¡Es peor que esa ensalada que vuestros
padres solían hacer! ¡Con todo, sois los peores esbirros que he
adquirido jamás!
—¡No somos tus esbirros! —gritó Violet—.
¡Simplemente estamos viajando juntos!
—Creo que te olvidas de quién es el capitán
—dijo el Conde Olaf, y golpeó un sucio nudillo contra el mascarón
de la barca. Con su otra mano, dio vueltas a su pistola de arpón,
un arma terrible que tenía un último arpón disponible para su uso
traicionero—. Si no hacéis lo que diga, abriré este casco y
estaréis perdidos.
Los Baudelaire miraron a la figura con
consternación. Dentro del casco de buceo había una cuantas esporas
de Medusoid Mycelium, un hongo terrible que podía envenenar a todo
el que lo respirase. Sunny pudo haber muerto por el poder mortífero
del hongo no hace mucho, si los Baudelaire no hubieran conseguido
encontrar una ración de wasabi, un condimento japonés que diluyó el
veneno.
—No te atreverías a liberar el Medusoid
Mycelium —dijo Klaus, esperando sonar más seguro de lo que se
sentía—. Te envenenarías tan rápido como nosotros.
—Equivalente flotilla —dijo Sunny
severamente al villano.
—Nuestra hermana tiene razón —dijo Violet—,
estamos en el mismo barco, Olaf. El viento ha parado, no tenemos
idea de qué camino tomar, y se nos están agotando las provisiones.
De hecho, sin un destino, una forma de navegar, y un poco de agua
fresca, lo más probable es que perezcamos en cuestión de días.
Deberías intentar ayudarnos, en vez de estar mandoneándonos.
El Conde Olaf miró ferozmente a la mayor de
los Baudelaire, y se fue airadamente al extremo más lejano de la
barca.
—Vosotros averiguáis el modo de sacarnos de
aquí —dijo—, y yo trabajaré en cambiar la placa de la barca. Ya no
quiero que mi yate se siga llamando Carmelita.
Los Baudelaire echaron un vistazo sobre el
borde de la barca, y se dieron cuenta por primera vez de la placa
pegada en la parte trasera de la embarcación con una cinta adhesiva
gruesa. En la placa, escrito con garabatos desordenados, estaba la
palabra “Carmelita”, seguramente refiriéndose a Carmelita Polainas,
una desagradable jovencita a la que se habían topado por primera
vez los Baudelaire en el horrible colegio al que fueron obligados a
ir, y a quien más tarde había sido más o menos adoptada por el
Conde Olaf y su novia Esmé Miseria, a quien el villano había
abandonado en el hotel. Dejando la pistola de arpón en el suelo, el
Conde Olaf empezó a eliminar la cinta con sus uñas llenas de
suciedad incrustada, quitando la placa para revelar otro nombre
debajo. Aunque a los huérfanos Baudelaire les daba igual el nombre
de la barca a la que ahora llamaban hogar, estaban agradecidos de
que el villano hubiera encontrado algo que hacer con su tiempo
mientras ellos podían estar unos pocos minutos hablando entre
ellos.
—¿Qué podemos hacer? —susurró Violet a sus
hermanos—. ¿Crees que podrías coger algún pescado para que podamos
comer, Sunny?
La Baudelaire más joven sacudió la
cabeza.
—No cebo —dijo—, y no red. ¿Bucear?
—No creo que sea buena idea —dijo Klaus—. No
deberías nadar bajo la superficie sin el equipamiento adecuado. Hay
toda clase de cosas siniestras que te puedes encontrar.
Los Baudelaire se estremecieron, pensando en
algo que se habían encontrado mientras estaban a bordo de un
submarino llamado Queequeg. Lo único que
los niños habían visto era una forma curva en el radar que
recordaba a un signo de interrogación, pero el capitán del
submarino les había dicho que era algo incluso peor que el mismo
Conde Olaf.
—Klaus tiene razón —dijo Violet—. No
deberías nadar ahí debajo. Klaus, ¿tienes algo anotado que nos
pueda dirigir a los otros?
Klaus cerró su cuaderno y sacudió la
cabeza.
—Me temo que no —dijo—. Kit nos dijo que iba
a contactar con el Capitán Widdershins y encontrarse con él en una
mata de algas en concreto, pero aún si supiéramos exactamente a qué
mata se refería, no sabríamos cómo llegar hasta allí sin un
equipamiento de navegación adecuado.
—Probablemente sea capaz de fabricar una
brújula —dijo Violet—. Todo lo que necesito es una pieza pequeña de
metal magnetizado y un simple eje giratorio. Pero quizás no
deberíamos unirnos a los otros voluntarios. Después de todo, les
hemos causado muchos problemas.
—Eso es cierto —admitió Klaus—. Puede que no
se alegren de vernos, particularmente si el Conde Olaf está con
nosotros.
Sunny miró al villano, que estaba todavía
quitando la placa.
—A menos —dijo.
Violet y Klaus se miraron con
nerviosismo.
—A menos, ¿qué? —preguntó Violet.
Sunny permaneció en silencio por un momento,
y miró al uniforme de concierge que todavía llevaba desde su
estancia en el hotel.
—Empujar Olaf por borda —susurró.
Los Baudelaire mayores quedaron
boquiabiertos, no sólo por lo que Sunny había dicho sino porque
podían imaginarse fácilmente el acto traicionero que Sunny había
descrito. Sin Olaf a bordo, los Baudelaire podían navegar hacia
algún lugar sin la intromisión del villano, o sus amenazas de
liberar el Medusoid Mycelium. Habría una persona menos con la que
compartir el resto de las alubias, y si alguna vez alcanzaban a Kit
Snicket y los Quagmire no tendrían a Olaf a su lado. En un incómodo
silencio se volvieron a mirar la parte trasera de la barca, donde
Olaf estaba inclinado hacia fuera para eliminar la placa. Los tres
Baudelaire podían imaginar lo simple que sería empujarle, lo
suficientemente fuerte para que el villano perdiese el equilibrio y
cayera al agua.
—Olaf no dudaría en tirarnos a nosotros por la borda —dijo Violet, en voz tan baja
que sus hermanos apenas podían oírla—. Si no nos necesitara para
navegar, nos tiraría al mar.
—V.F.D. puede que no dudara, tampoco —dijo
Klaus.
—¿Padres? —preguntó Sunny.
Los Baudelaire se miraron con incomodidad.
Los niños se habían enterado recientemente de otro hecho misterioso
sobre sus padres y su sombrío pasado —un rumor acerca de sus padres
y una caja de dardos venenosos. Violet, Klaus, y Sunny, como todos
los niños, siempre habían querido creer lo mejor sobre sus padres,
pero a medida que el tiempo pasaba estaban menos y menos seguros.
Los que los hermanos necesitaban era una brújula, pero no la clase
de brújula que Violet había mencionado. La mayor de los Baudelaire
estaba hablando de una brújula de navegación, que es un aparato que
permite a una persona decirte la dirección correcta para viajar en
el océano. Pero los Baudelaire necesitaban una brújula moral, que
es algo dentro de la persona, en el cerebro o quizás en el corazón,
que te dice lo que es correcto hacer en una determinada situación.
Una brújula de navegación, como todo buen inventor sabe, está hecha
con una pequeña pieza de metal magnetizado y un simple eje
giratorio, pero los ingredientes de una brújula moral no están tan
claros. Algunos creen que todo el mundo nace con una brújula moral
dentro, como el apéndice, o el miedo a los gusanos. Otros creen que
la brújula moral se desarrolla con el tiempo, como una persona
aprende de las decisiones de los demás observando el mundo y
leyendo libros. En cualquier caso, una brújula moral es un aparato
delicado, y a medida que la gente crece y se aventura en el mundo,
se vuelve más y más difícil averiguar a qué dirección apunta la
brújula moral de uno, así que es cada vez más y más duro averiguar
lo que es correcto hacer. Cuando los Baudelaire se encontraron por
primera vez con el Conde Olaf, sus brújulas morales nunca le habría
dicho que se libraran de este hombre terrible, ya fuera empujándolo
fuera de su misteriosa habitación de la torre, o atropellándolo con
su gran coche negro. Pero ahora, de pie en el Carmelita, los huérfanos Baudelaire no estaban
seguros de lo que deberían hacer con este villano, quien se estaba
inclinando tan hacia fuera de la barca, que un pequeño empujón lo
habría mandado a su acuática tumba. Pero lo que pasó es que Violet,
Klaus y Sunny no tuvieron que tomar esta decisión, porque en ese
instante, como en otros muchos instantes de la vida de los
Baudelaire, la decisión fue tomada por otra persona, ya que el
Conde Olaf se irguió y les dedicó a los niños una sonrisa
triunfante.
—¡Soy un genio! —anunció—. ¡He resuelto
todos nuestros problemas! ¡Mirad!
El villano señaló detrás de él con su grueso
pulgar, y cuando los Baudelaire echaron un vistazo al borde de la
barca y vieron que la placa con el nombre de CARMELITA había sido eliminada, revelando una placa
en la que se leía CONDE OLAF; aunque esta
placa, también, estaba sujeta con cinta adhesiva, y parecía que
incluso había otra placa debajo de ésta.
—Cambiar el nombre de la barca no resuelve
ninguno de nuestros problemas —dijo Violet con cansancio.
—Violet tiene razón —dijo Klaus—. Todavía
necesitamos un destino, una forma de navegar, y algún tipo de
alimento.
—A menos —dijo Sunny, pero el Conde Olaf
interrumpió a la más joven de los Baudelaire con una risita
taimada.
—Sois realmente estúpidos —dijo el villano—.
¡Mirad al horizonte, tontos, y ved lo que se acerca! ¡No
necesitamos un destino ni una forma de navegar, porque iremos
adonde nos lleve! ¡Y estamos a punto de conseguir más agua fresca
de la que podamos beber en toda la vida!
Los Baudelaires miraron al mar, y vieron de
lo que estaba hablando Olaf. Derramándose a lo largo del cielo,
como tinta manchando un precioso documento, había un inmenso banco
de nubes negras. En medio del océano, una feroz tormenta puede
aparecer de la nada, y esta tormenta prometía ser realmente
violenta... mucho más violenta que el Huracán Herman, que había puesto en peligro a los
Baudelaire hacía algún tiempo durante un viaje a lo largo del Lago
Lacrimógeno, que había acabado en tragedia. Los niños podían ver ya
las líneas finas y afiladas de lluvia cayendo en la distancia, y
aquí y allá las nubes destellaban con furiosos rayos.
—¿No es maravilloso? —preguntó el Conde
Olaf, cuyo desaliñado pelo empezaba a revolotear en el viento que
se acercaba. Sobre la vil risita del villano, los niños podían oír
el sonido de los truenos que se acercaban—. Una tormenta como ésta
es la respuesta a todos vuestros lloriqueos.
—Puede destruir la barca —dijo Violet,
mirando nerviosa a las velas en jirones—. Una barca de este tamaño
no está diseñada para soportar una tormenta fuerte.
—No tenemos idea de a dónde nos llevará
—dijo Klaus—. Podemos terminar aún más lejos de la
civilización.
—Todos por borda —dijo Sunny.
El Conde Olaf miró al horizonte de nuevo, y
sonrió a la tormenta como si fuera un viejo amigo viniendo de
visita.
—Sí, todo eso puede pasar —dijo con una
sonrisa malvada—. Pero, ¿qué vais a hacer al respecto,
huérfanos?
Los Baudelaire siguieron la mirada del
villano hacia la tormenta. Era difícil de creer que justo momentos
antes el horizonte hubiera estado vacío, y que ahora esta gran masa
negra de lluvia y viento estuviera manchando el cielo a medida que
se iba aproximando más y más. Una mente inventiva, las notas de un
investigador, y las sorprendentes habilidades culinarias de una
experta no podían medirse con lo que llegaba. Las nubes de la
tormenta se desplegaban más y más grandes, como las capas de una
cebolla pelándose, o un secreto siniestro volviéndose más y más
misterioso. Fuera lo que fuera lo que sus brújulas morales les
dijeran sobre lo correcto a hacer, los Baudelaire sabían que sólo
tenían una opción en esta situación, y era no hacer nada mientras
la tormenta engullía a los niños y al villano mientras estaban
todos en el mismo barco.