Capítulo 4

PARA cuando los Baudelaire volvieron a la carpa de Ishmael, el lugar estaba a rebosar, una frase que aquí significa “llena de isleños en bata blanca, todos sujetando artículos que habían recolectado en la plataforma costera”. Las ovejas ya no dormitaban sino que estaban de pie rígidamente en dos filas largas, y las cuerdas que las ataban juntas conducían a un gran trineo de madera —una forma inusual de transporte en un clima tan cálido.
Viernes guió a los niños a través de los colonos y las ovejas, que se echaron a un lado y miraron con curiosidad a los tres nuevos náufragos. Aunque esta era la primera vez que los Baudelaire eran náufragos, estaban acostumbrados a ser forasteros en una comunidad, desde sus días en la Academia Preparatoria Prufrock hasta el tiempo que pasaron en la Villa de la Fabulosa Desbandada, pero seguía sin gustarles que se les quedaran mirando. Pero una de las extrañas verdades de la vida es que prácticamente a nadie le gusta que se le queden mirando y prácticamente nadie puede evitar el quedarse mirando, y mientras los tres niños llegaban hasta Ishmael, que seguía sentando en su enorme silla de arcilla, los Baudelaire no pudieron evitar el mirar también a los isleños, preguntándose cómo era posible que tanta gente se convirtiera en náufragos en la misma isla. Era como si el mundo estuviera lleno de gente con vidas tan catastróficas como las de los Baudelaire, todas acabando en el mismo sitio. Viernes dirigió a los Baudelaire a la base de la silla de Ishmael, y el orientador sonrió a los niños mientras permanecía sentado con los pies cubiertos de arcilla.
—Esas batas blancas se ven preciosas en vosotros, Baudelaires —dijo—. Mucho mejor que esos uniformes que llevabais antes. Vais a ser unos colonos estupendos, estoy seguro.
—¿Pyrrhonic? —dijo Sunny, que quería decir algo del estilo de “¿Cómo puedes estar seguro de algo así basándote en nuestra ropa?”. Pero en vez de traducir, Violet recordó que la colonia valoraba la amabilidad y decidió decir algo amable.
—No puede imaginar lo mucho que apreciamos todo esto —dijo Violet, con cuidado de no apoyarse en los montones de arcilla que escondían los dedos del pie de Ishmael—. No sabíamos qué pasaría con nosotros después de la tormenta, y le estamos agradecidos, Ishmael, por acogernos.
—Aquí todo el mundo es acogido —dijo Ishmael, aparentemente olvidando que el Conde Olaf había sido abandonado—. Y por favor, llamadme Ish. ¿Queréis un poco de cordial?
—No, gracias —dijo Klaus, que no se acostumbraba a llamar al orientador por su apodo—. Nos gustaría conocer a los otros colonos, si no hay problema.
—Por supuesto —dijo Ishmael, y dio un par de palmadas para llamar la atención—. ¡Isleños! —gritó—. Como estoy seguro de que os habéis dado cuenta, hoy tenemos tres nuevos náufragos con nosotros... Violet, Klaus, y Sunny, los únicos supervivientes de esa terrible tormenta. No os voy a obligar, pero a medida que traéis vuestros artículos recolectados de la tormenta para que les eche un vistazo, ¿por qué no os presentáis a los nuevos colonos?
—Buena idea, Ishmael —dijo alguien desde el fondo de la carpa.
—Llamadme Ish —dijo Ishmael, acariciándose la barba—. Veamos, ¿quién es el primero?
—Supongo que yo —dijo un hombre de aspecto agradable que llevaba lo que parecía una gran flor de metal—. Encantado de conoceros a los tres. Me llamo Alonso, y he encontrado esta hélice de avión. El pobre piloto debió de haber volado directo a la tormenta.
—Qué lástima —dijo Ishmael—. Bueno, no se puede encontrar ningún avión en la isla, así que no creo que la hélice vaya a ser de mucho uso.
—Disculpe —dijo Violet vacilante—, pero se un poco de aparatos mecánicos. Si unimos la hélice a un simple motor que funcione manualmente, tendremos un ventilador perfecto para mantenernos frescos en los días especialmente calurosos.
Hubo un murmullo de apreciación en el grupo de gente, y Alonso sonrió a Violet.
—Aquí el tiempo llega a ser muy caluroso —dijo—. Es una buena idea.
Ishmael tomó un trago de cordial de su concha, y frunció el ceño mirando a la hélice.
—Depende de cómo se mire —dijo—. Si sólo hacemos un ventilador, todos acabaremos discutiendo quién se pone delante de él.
—Podemos hacer turnos —dijo Alonso.
—¿De quién será el turno en el día más caluroso del año? —rebatió Ishmael, un verbo que aquí significa “dijo en un tono de voz firme y sensato, aún cuando no hubiera dicho necesariamente algo sensato”—. No voy a obligarte, Alonso, pero no creo que construir un ventilador valga todo el lío que pueda causar.
—Supongo que tienes razón —dijo Alonso encogiéndose de hombros, y puso la hélice en el trineo de madera—. Las ovejas lo pueden llevar al arboreto.
—Una decisión excelente —dijo Ishmael, y una chica quizás uno o dos años mayor que Violet dio un paso adelante.
—Soy Ariel —dijo—, y encontré esto en una zona especialmente oscura de la plataforma. Creo que es una daga.
—¿Una daga? —dijo Ishmael—. Sabes que no acogemos armas en la isla.
Klaus estaba tratando de ver al artículo que Ariel llevaba en la mano, que estaba hecho de madera tallada en vez de metal.
—No creo que sea una daga —dijo Klaus—. Creo que es una vieja herramienta usada para cortar las páginas de los libros. Hoy en día la mayoría de los libros se venden con las páginas ya separadas, pero hace algunos años cada página estaba unida a la siguiente, así que necesitabas un instrumento para cortar los pliegos y leer el libro.
—Interesante —remarcó Ariel.
—Depende de cómo se mire —dijo Ishmael—. No consigo ver cómo puede ser usado aquí. Nunca ha llegado a nuestras orillas un simple libro... las tormentas simplemente destrozan las páginas.
Klaus metió la mano en el bolsillo y tocó su cuaderno escondido.
—Nunca sabes cuándo puede aparecer un libro —apuntó—. En mi opinión, nos vendrá bien guardar esta herramienta.
Ishmael suspiró, mirando primero a Klaus y después a la chica que había encontrado el artículo.
—Bueno, no te voy a obligar, Ariel —dijo—, pero si yo fuera tú tiraría esa estúpida cosa al trineo.
—Estoy segura de que tienes razón —dijo Ariel, encogiéndole los hombros a Klaus, y poniendo el cortador de páginas al lado de la hélice al tiempo que un hombre regordete de cara bronceada daba un paso adelante.
—Mi nombre es Sherman —dijo Sherman, haciendo una pequeña reverencia a los tres hermanos—. Y he encontrado un gratinador de queso. ¡Casi pierdo un dedo hurtándolo de un nido de cangrejos!
—Deberías haberte ahorrado todas esas molestias —dijo Ishmael—. No vamos a hacer mucho uso de un gratinador de queso sin ningún tipo de queso.
—Gratinar coco —dijo Sunny—. Pastel delicioso.
—¿Pastel? —dijo Sherman—. Pardiez, estaría delicioso. No hemos tenido postre desde que llegamos aquí.
—El cordial de coco es más dulce que un postre —dijo Ishmael, llevándose la concha a los labios—. Desde luego no voy a obligarte, Sherman, pero creo de verdad que sería lo mejor si el gratinador fuera desechado.
Sherman tomó un trago de su propia concha, y entonces asintió con la cabeza, mirando a la arena.
—Muy bien —dijo, y el resto de la mañana transcurrió de un modo similar. Un isleño detrás de otro se presentaba y enseñaba los artículos que había encontrado, y casi en cada ocasión el orientador de la isla les disuadía de quedarse algo. Un hombre con barba llamado Robinson encontró un par de overoles de tela, pero Ishmael le recordó que la colonia sólo llevaba las batas blancas acostumbradas, aún cuando Violet pudo imaginarse a sí misma llevando uno puesto mientras inventaba algún aparato mecánico, para no manchar su bata.
Una anciana llamada Erewhon mostró un par de esquíes que Ishmael descartó por poco prácticos, aunque Klaus había leído de gente que había usado esquíes para cruzar barro y arena; y una mujer pelirroja llamada Weyden ofreció un centrifugador de ensaladas, pero Ishmael le recordó que las únicas ensaladas de la isla estaban hechas de algas enjuagadas en la piscina y secadas al sol, no centrifugadas, aún cuando Sunny casi pudo saborear un tentempié de coco seco que un instrumento de esa clase podría haber conseguido. Ferdinand ofreció un cañón de latón, del que Ishmael temía que hiriera a alguien, y Larsen mostró un cortacésped sólo para conseguir que Ishmael le recordara que la playa no necesitaba ser recortada regularmente. Un chico de la edad de Klaus aproximadamente se presentó como Omeros, y levantó una baraja de cartas que había encontrado, pero Ishmael le convenció de que una baraja de cartas podría probablemente llevar al juego, y tiró el artículo en el trineo, lo mismo que hizo una chica joven llamada Finn, quien había encontrado una máquina de escribir que Ishmael declaró inútil sin papel. Brewster había encontrado una ventana que había sobrevivido a la tormenta sin romperse, pero Ishmael apuntó que no se necesitaba una ventana para admirar las vistas de la isla, y Calypso había encontrado una puerta de la que el orientador había insinuado que no podía ser unida a ninguna de las tiendas. Byam, cuyo bigote era inusualmente rizado, desechó algunas pilas que había encontrado, y Willa, cuya cabeza era inusualmente grande, decidió no quedarse con una manguera incrustada de percebes. El señor Pitcairn dejó la parte de arriba de una cómoda para el arboreto, seguido de la señora Marlow, quien tenía la parte de abajo de un barril. El doctor Kurtz tiró una bandeja de plata, y el profesor Fletcher expulsó un candelabro, mientras Madame Nordoff negaba a la isla un tablero de ajedrez y Rabbi Blight estuvo de acuerdo en que los servicios de una larga y vistosa jaula de pájaro no eran necesarios en la isla. Los únicos artículos que los isleños terminaron conservando fueron unas cuantas redes, que añadirían a su abastecimiento de redes usadas para pescar, y unas cuantas sábanas, que Ishmael pensó que acabarían por blanquearse en el sol de la isla. Finalmente, dos hermanos llamados Jonah y Sadie Bellamy expusieron la barca en la que los Baudelaire habían llegado, con su mascarón aún desaparecido y la placa en la que se leía CONDE OLAF todavía pegada en la parte de atrás, pero la colonia casi había acabado la habitual canoa para el Día de la Decisión, así que los Bellamy levantaron la barca y la pusieron en el trineo sin mucha discusión. Las ovejas arrastraron con cansancio el trineo hacia el exterior de la tienda, arriba del montículo, y hacia el lado más alejado de la isla, para tirar los artículos en el arboreto, y los isleños se excusaron, a sugerencia de Ishmael, para lavar sus manos antes del almuerzo. En unos momentos los únicos ocupantes de la carpa eran Ishmael, los huérfanos Baudelaire, y la niña que los había llevado a la carpa por primera vez, como si los hermanos fueran meramente otros restos recogidos para su aprobación.
—Vaya una tormenta, ¿verdad? —preguntó Ishmael, después de un pequeño silencio—. Hemos recolectado incluso más de lo habitual.
—¿Han sido encontrados otros náufragos? —preguntó Violet.
—¿Te refieres al Conde Olaf? —preguntó Ishmael—. Después de que Viernes le abandonara, no se atrevería a acercarse a la isla. O está vagando alrededor de la plataforma costera, o está tratando de nadar de vuelta de donde vino.
Los Baudelaire se miraron unos a otros, sabiendo perfectamente bien que lo más probable es que el Conde Olaf estuviese tramando algún plan, especialmente si ninguno de los isleños había encontrado el mascarón de la barca, donde estaban escondidas las mortales esporas de Medusoid Mycelium.
—No estábamos pensando sólo en Olaf —dijo Klaus—. Tenemos algunos amigos que puede que hayan sido atrapados por la misma tormenta... una mujer embarazada llamada Kit Snicket que estaba en un submarino con algunos compañeros, y un grupo de gente que estaba viajando por aire.
Ishmael frunció el ceño, y bebió un poco de cordial de su concha.
—Aún no ha aparecido esa gente —dijo—, pero no perdáis la esperanza, Baudelaires. Parece que todo acaba por llegar a nuestras costas alguna vez. Quizás sus embarcaciones no se dañaron con la tormenta.
—Quizás —estuvo de acuerdo Sunny, intentando no pensar que ellos podían no haber tenido tanta suerte.
—Puede que aparezcan el próximo día o así —continuó Ishmael—. Otra tormenta se dirige hacia aquí.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Violet—. ¿Hay un barómetro en la isla?
—No hay ningún barómetro —dijo Ishmael, refiriéndose a un instrumento que mide la presión atmosférica, que es un modo de predecir el tiempo—. Simplemente sé que hay una tormenta acercándose.
—¿Cómo sabe tal cosa? —preguntó Klaus, obligándose a no sacar su libro común para tomar notas—. Siempre he escuchado que el tiempo es difícil de predecir sin instrumentos modernos.
—No necesitamos instrumentos modernos en esta colonia —dijo Ishmael—. Predigo el tiempo con magia.
—Meledrub —dijo Sunny, que significaba algo del estilo de “Lo encuentro muy difícil de creer”, y los hermanos asintieron en silencio. Los Baudelaire, como norma, no creían en la magia, aunque su madre sabía un ingenioso truco de cartas que de vez en cuando era persuadida de llevar a cabo. Como toda persona que ha visto algo de mundo, los niños se habían encontrado con muchas cosas que no habían podido explicar, desde las diabólicas técnicas de hipnosis de la Doctora Orwell hasta el modo en el que una chica llamada Fiona había roto el corazón de Klaus, pero nunca habían estado tentados de resolver esos misterios con una explicación sobrenatural como el uso de magia. De madrugada, por supuesto, cuando uno está sentado en la cama, después de haberse despertado por un repentino ruido fuerte, uno cree en todo tipo de cosas sobrenaturales, pero era a primeras horas de la tarde, y los Baudelaire no podían imaginarse simplemente que Ishmael fuera una especie de hombre del tiempo mágico. Sus dudas debieron asomarle a la cara, porque el orientador hizo lo que mucha gente hace cuando no se le cree, y cambió de tema a toda prisa.
—¿Y tú qué, Viernes? —preguntó Ishmael—. ¿Has encontrado algo aparte de los náufragos y esas horribles gafas de sol?
Viernes le lanzó una mirada rápida a Sunny, y entonces sacudió la cabeza con firmeza.
—No —dijo.
—Entonces por favor ve a ayudar a tu madre con el almuerzo —dijo— mientras hablo con los nuevos colonos.
—¿Tengo que hacerlo? —preguntó Viernes—. Preferiría quedarme aquí, con los Baudelaire.
—No te voy a obligar —dijo Ishmael gentilmente—, pero estoy seguro de que a tu madre le vendría bien un poco de ayuda.
Sin otra palabra, Viernes se volvió y abandonó la carpa, andando por la playa en pendiente hacia las otras tiendas de la colonia, y los Baudelaire se quedaron a solas con el orientador, que se inclinó para hablar en voz baja con los huérfanos.
—Baudelaires —dijo—, como vuestro orientador, permitidme que os de un consejo, ya que vais a empezar vuestra estancia en la isla.
—¿Cuál va a ser? —preguntó Violet.
Ishmael miró a su alrededor, como si los espías estuvieran al acecho detrás de la blanca y ondeante tela. Tomó otro trago de su concha, y se crujió los nudillos.
—No lo echéis todo a pique —dijo, usando una expresión que aquí significa “No disgustéis a gente haciendo algo que no es la costumbre”. Su tono era muy cordial, pero los niños podían oír algo menos cordial casi escondido en su voz, del mismo modo que una plataforma costera está casi escondida bajo el agua—. Hemos estado viviendo con nuestras costumbres durante bastante tiempo. La mayoría de nosotros apenas recuerda nuestras vidas antes de convertirnos en náufragos, y hay toda una generación de isleños que nunca ha vivido en otro sitio. Mi consejo es que no hagáis muchas preguntas o interfiráis mucho en nuestras costumbres. Os hemos acogido, Baudelaires, lo cual es una amabilidad, y esperamos amabilidad a cambio. Si seguís entrometiéndoos en los asuntos de la isla, la gente empezará a pensar que no sois amables... igual que Viernes pensó que Olaf no era amable. Así que no lo echéis todo a pique. Después de todo, estáis aquí porque vuestro barco se fue a pique.
Ishmael se rió de su propio chiste, y aunque no encontraban gracioso que alguien bromeara sobre un naufragio que casi los mata, los niños le devolvieron nerviosamente la sonrisa a Ishmael, y no dijeron nada más. La carpa se mantuvo en silencio durante unos minutos, hasta que una mujer de aspecto agradable entró en la carpa llevando un enorme tarro de arcilla.
—Debéis ser los Baudelaire —dijo, después de que Viernes la siguiera al interior de la carpa llevando un montón de cuencos hechos de cáscaras de coco—, y debéis de estar muriéndoos de hambre, también. Soy la señora Caliban, la madre de Viernes, y cocino la mayoría de las comidas de aquí. ¿Por qué no coméis un poco?
—Eso sería estupendo —dijo Klaus—. Estamos bastante hambrientos.
—¿Ca hecho? —preguntó Sunny.
La señora Caliban sonrió, y abrió el tarro para que los niños pudieran mirar dentro.
—Ceviche —dijo—. Es un plato sudamericano de pescado crudo cortado en trozos.
—Ah —dijo Violet, con todo el entusiasmo que pudo mostrar. El ceviche es un gusto adquirido, una frase que aquí significa “algo que no te gusta las primeras veces que lo comes”, y aunque los Baudelaire habían comido ceviche antes —su madre solía hacerlo en la cocina de la mansión Baudelaire, para celebrar el inicio de la temporada de cangrejos— no era una de las comidas favoritas de los niños, ni precisamente lo que tenían en mente como primer almuerzo después de un naufragio. Cuando yo naufragué hace poco, por ejemplo, tuve la suerte de acabar a bordo de una barcaza donde disfruté de una cena tardía de pierna de cordero asada con puré de polenta y un fricandó de alcachofas tiernas, seguido de un gouda viejo servido con higos asados, y finalizando con frambuesas frescas bañadas en chocolate con leche y colmena machacada, y lo encontré un antídoto maravilloso después de ser arrojado como una muñeca de trapo a las aguas turbulentas de un riachuelo especialmente tormentoso. Pero los Baudelaire aceptaron sus cuencos de ceviche, y también los extraños utensilios que les dio Viernes, que estaban hechos de madera y parecían una combinación de tenedor y cuchara.
—Es una cuchara-tenedor —explicó Viernes—. No tenemos tenedores ni cuchillos en la colonia, porque podrían ser utilizados como armas.
—Supongo que es muy sensato —dijo Klaus, aunque no pudo evitar pensar que casi todo puede ser usado como arma, si se está con ánimo bélico.
—Espero que os guste —dijo la señora Caliban—. No hay mucho más que se pueda cocinar con marisco crudo.
—Negihama —dijo Sunny.
—Mi hermana es una especie de chef —explicó Violet—, y estaba sugiriendo que puede preparar algunos platos japoneses para la colonia, si hubiera un poco de wasabi.
La pequeña de los Baudelaire le dirigió a su hermana un breve gesto de asentimiento, dándose cuenta de que Violet preguntaba por el wasabi no sólo porque permitiría a Sunny hacer algo apetecible —una palabra que aquí significa “que no fuera ceviche”— sino porque el wasabi, que era una especie de rábano picante utilizado a menudo en la comida japonesa, era una de las pocas defensas contra el Medusoid Mycelium, y con el Conde Olaf al acecho, quería pensar en posible estrategias a seguir si se dejaba salir del casco de buceo al hongo mortal.
—No tenemos wasabi —dijo la señora Caliban—. No tenemos especias en absoluto, de hecho. Ninguna especia ha llegado a la plataforma costera.
—Incluso si lo hicieran —añadió Ishmael con rapidez—, creo que las tiraríamos al arboreto. Los estómagos de los colonos están habituados al ceviche sin especias, y no queremos echarlos a pique.
Klaus tomó un bocado de ceviche con su cuchara— tenedor, e hizo una mueca tras saborearlo. Tradicionalmente el ceviche se adoba con especias, que le dan un sabor inusual pero delicioso, pero sin ese aderezo, el ceviche de la señora Caliban sabía a todo lo que puedes encontrar en la boca de un pez mientras está comiendo—. ¿Comen ceviche en cada comida? —preguntó.
—Por supuesto que no —dijo la señora Caliban con una pequeña carcajada—. Eso sería cansino, ¿verdad? No, sólo comemos ceviche en el almuerzo. Cada mañana tomamos de desayuno ensalada de algas, y de cena tenemos sopa suave de cebolla servida con un puñado de hierba salvaje. Puedes acabar cansándote de comida tan blanda, pero sabe mejor si la tomas con cordial de coco —la madre de Viernes metió la mano en el profundo bolsillo de su bata, y sacó tres conchas grandes que habían sido transformadas en cantimploras, y le dio una a cada Baudelaire.
—Vamos a hacer un brindis —sugirió Viernes, levantando su propia concha. La señora Caliban levantó la suya, e Ishmael se movió en su silla de arcilla y abrió el tapón de su concha una vez más.
—Una idea excelente —dijo el orientador, con una gran, gran sonrisa—. ¡Vamos a hacer un brindis por los huérfanos Baudelaire!
—¡Por los Baudelaire! —asintió la señora Caliban, levantando su concha—, ¡Bienvenidos a la isla!
—¡Espero que os quedéis por siempre jamás! —gritó Viernes.
Los Baudelaire miraron a los tres isleños que les sonreían abiertamente, e intentaron devolverle la sonrisa lo mejor posible, aunque tenían tanto en la cabeza que sus sonrisas no fueron muy entusiastas. Los Baudelaire se preguntaron si realmente tenían que comer ceviche sin especias, no sólo en este almuerzo en particular, sino en todos los futuros almuerzos en la isla. Los Baudelaire se preguntaron si tenían que beber más del cordial de coco, y si negarse sería echarlo todo a pique. Se preguntaron por qué el mascarón no había sido encontrado, y se preguntaron dónde estaba el Conde Olaf, y qué estaba tramando, y se preguntaron por sus amigos y camaradas que estaban en algún lugar en el mar, y por toda la gente que habían dejado atrás en el Hotel Denouement. Pero en ese momento, los Baudelaire se preguntaron algo por encima de todo, y era por qué Ishmael les había llamado huérfanos, cuando no le habían contado toda la historia. Violet, Klaus, y Sunny miraron primero a sus cuencos de ceviche, y después a Viernes y su madre, y después a sus conchas, y por último a Ishmael, que les estaba sonriendo desde su enorme silla, y los náufragos se preguntaron si realmente habían alcanzado un lugar lejos de la perfidia del mundo o si la perfidia del mundo estaba simplemente escondida en algún sitio, del modo en el que el Conde Olaf estaba escondido en algún lugar muy cercano en ese mismo instante. Miraron a su orientador, inseguros de si estaban a salvo después de todo, y qué podrían hacer al respecto si no lo estaban.
—No os voy a obligar —dijo Ishmael con calma a los niños, y los huérfanos Baudelaire se preguntaron si eso era cierto después de todo.