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Lisa Yyland: el laboratorio de su padre
Me está resultando difícil aceptar el hecho de que Velada vivió enfrente de la mansión de piedra hasta hace un año, representando el papel de una falsa esposa llamada Carla. Y también el hecho de que Josi no tenga ni idea de esto. Eso sí que es tener una buena identidad falsa. «Otra identidad falsa genial, Velada. Siento desprecio por ti, pero tu audacia me intriga mucho».
No he hablado con Josi más que para decirle que debía girar a la izquierda o a la derecha, aunque no deja de acribillarme a preguntas. Me cuesta creer que este tío no tenga un puto teléfono. Conduce con las dos manos en el volante y lleva puesto el cinturón de seguridad. Me he fijado en que al entrar examinó y ajustó, con movimientos microscópicos, todos los espejos de su camioneta, uno de ellos situado en lo alto de la cabina. También se cercioró de que yo me hubiera puesto el cinturón antes de salir dando marcha atrás, y le habló a la camioneta en el momento de arrancar el motor:
—Cuida de nosotros, Cassie —le dijo al tiempo que acariciaba el salpicadero como si esa zona fuese la cabeza del vehículo.
Aprecio todos los esfuerzos que hace para reducir riesgos, hasta los que resultan ineficientes, de tan supersticiosos. Josi da la impresión de ser una persona llena de contradicciones, un rompecabezas.
Observo cómo se asegura, mirando en todos los espejos, de que puede adelantar a un coche que llevamos delante. Una vez que lo hemos adelantado y que vamos circulando exactamente en el límite de velocidad permitida, se gira hacia mí:
—Voy a seguir preguntándote hasta que me lo digas. ¿Por qué has alucinado tanto al ver la foto de mi mujer y la palabra «velada»?
—Me pareció conocerla, pero estaba equivocada. Sigue conduciendo.
—No te creo ni una puta palabra.
—No apartes la vista de la carretera.
—¿Qué pasa, no te gusta cómo conduzco?
—Agradezco que seas un conductor cuidadoso. —Esto es totalmente cierto, por eso no entiendo que me responda con una expresión tan rara en el rostro.
—Joder, muchas gracias —dice, meneando la cabeza en un gesto negativo y volviendo la vista a la carretera. Pero después añade en un tono más suave—: Gracias. Es que no quiero terminar siendo un montón de huesos en un accidente de autopista, como les ocurrió a mis padres.
—Entendido. Toma la siguiente salida. —Continúo con la vista al frente. Ya casi hemos llegado al laboratorio de mi padre.
Josi expele aire por la boca sonoramente, pero no le miro para saber qué expresión facial acompaña a ese bufido.
Ya estamos aquí, en el laboratorio de mi padre, un edificio que hace esquina con la Elm Street de Manchester, New Hampshire, sepultado y oculto por otros edificios más altos y por el hecho de que casi no tiene ventanas y está pintado de color arena. Su forma y su ubicación, un poco apartado de la acera, su color arena del desierto y su altura media; todo ello constituye un gran camuflaje urbano. Al otro lado de la calle está el Centro y Hotel de Conferencias del Centro de New Hampshire. Odio la falta de eficiencia del uso de la palabra «Centro» en el título; yo siempre lo he llamado el Hotel. El Hotel luce en la fachada una pancarta que da la bienvenida a los anticuarios al FESTIVAL DE ANTIGÜEDADES DE OTOÑO en letras mayúsculas de casi metro y medio de alto.
Josi se queda dentro de su camioneta negra de cabina blanca. Me dice que me esperará, como si fuera mi marido y yo me dirigiese a la farmacia a comprar unos antibióticos para Vanty y no a entrar en un laboratorio de vanguardia en el que los científicos estudian los efectos de la radiación en microdosis sobre tumores malignos.
El camuflado edificio de mi padre cuenta con unas medidas de seguridad excepcionales, dadas las normas del Departamento de Energía que han de cumplir los expertos que trabajen aquí para poder tener semillas de radiación, es decir, literalmente unas bolitas radiactivas del tamaño de un grano de arroz. Dichos granos deben contarse y notificarse tres veces al día, y por lo demás se encuentran estrictamente encerrados a cal y canto en lingotes de plomo. Este lugar sin duda constituye un objetivo para terroristas radicales, de modo que el sistema de seguridad es tan complejo y multicapa como el casino de la película Ocean’s Eleven. Dicho sistema lo he infiltrado y penetrado yo solita, no me ha hecho falta tener otros diez miembros más en mi equipo, como George Clooney. Aficionados.
Se utilizan múltiples niveles de precauciones, porque esas semillas de radiación podrían dejarse olvidadas en el asiento de un coche y provocar un cáncer de culo a la conductora. Y muy rápidamente.
Yo no quiero tener nada que ver con esas semillas de radiación, yo busco otra cosa: mis dos discos más especiales. Un disco de audio de color carne, muy potente, más fuerte que todos los otros discos de audio que ya tengo en posición, y un disco emisor de señales, también de color carne. Un dispositivo que le mande una señal a Liu. He guardado esos dos discos de la manera más segura en el lugar más seguro que conozco de toda la Costa Este, con la intención de tenerlos así hasta el último minuto.
Hace un año birlé la llave del laboratorio a la socia de mi padre, la misma mujer pelirroja a la que él entrevistó en mi sede central de Indiana hace cinco años, la que yo llamé Geena Davis. Esa mujer no tiene la menor idea de esto, ya que está disfrutando de un período de vacaciones no remuneradas y se encuentra en Sudamérica explorando una pluviselva en busca de no sé qué ciudad perdida, una afición que tiene desde que leyó Z. La ciudad perdida.
Mi querido padre está con ella.
O eso pensaba yo. Ha debido de oírme llamar a la puerta, porque me abre para dejarme pasar. Está tan sorprendido de verme como lo estoy yo de verlo a él. Tiene los ojos enrojecidos, inyectados en sangre. Ha estado llorando. Me estrecha en sus brazos entre sollozos.
—Oh, Lisa, Lisa, Dios mío. Estás sana y salva. La policía te está buscando por todas partes. Oh, Lisa, no me puedo creer que hayan asesinado a tu madre. Que haya muerto. Oh, Lisa. ¡Y Barbara también!
«Mierda».
Hace un año, mi padre le reveló a mi madre que se había enamorado de Geena Davis. Yo me guío por los hechos, lo que entiendo son los hechos. Y si alguien me dice que trate a una persona como si se hubiera muerto, como un «ser querido que nos ha dejado», tal como hizo mi madre hace un año, lo más probable es que cumpla dicha orden de manera literal. No mantengo el amor activado hacia mi madre ni hacia mi padre, porque cuando lo activo me anula demasiado. Y cuando Nana, madre de mi padre, se enteró de lo que había hecho su hijo, ella misma me aconsejó que probablemente debería hacer caso a mi madre durante una temporada y mostrarle «lealtad y apoyo». Llevo un año sin hablar con mi padre.
Entro en el edificio y me apresuro a cerrar la puerta de su despacho, que queda bloqueada cuando entramos nosotros.
—¿Dónde está Geena Davis?
—Oh, Lisa, por favor. Tienes que dejar de llamarla así. Se llama…
—¿Dónde está?
—Aún sigue en Brasil.
—¿Y cómo es que no estás tú con ella?
Levanta las manos en el aire y empieza a pasear en círculos.
—Lisa, cielo, me alegro muchísimo de que te encuentres bien —me dice al tiempo que junta las manos en actitud de oración. Seguidamente se pone de cuclillas y, tapándose la cara con las manos, se echa a llorar—. Oh, Dios mío, tu madre. Y podrían haberte matado a ti. Oh, Lisa, no sabes cuánto te echo de menos. Oh, Lisa.
—Papá, ahora no tenemos tiempo para esto. ¿Por qué no estás en Brasil?
Solloza otro poco más. Cuando los sollozos empiezan a atenuarse, se lo pregunto de nuevo:
—¿Por qué no estás en Brasil?
Sin apartar las manos, murmura algo que no alcanzo a oír. Puede que haya empleado los términos «madre llamó» y «tu secuestro» en medio de otro puñado más.
—¿Cómo dices? —le pregunto.
Levanta la cara y me mira, todavía acuclillado. Me inclino hacia él para repetir:
—Papá, ¿qué es lo que has dicho?
—Que fui a casa porque tu madre me llamó para hablarme de una pista que estaba siguiendo y para decirme que había encontrado una conexión con tu secuestro.
—Así que tú…
—Así que, obviamente, Lisa, acudí a casa.
Nos miramos fijamente el uno al otro. Mi padre se incorpora.
—Hay más —me dice.
Afirmo con la cabeza.
—Acompáñame —me dice a la vez que entra en el Laboratorio 3. Es el mismo laboratorio en el que tengo escondidos mis dos cruciales discos; me preocupa que los haya descubierto y que me haga explicar lo que son, y que después intente desbaratar todo mi plan.
Vamos hacia un ordenador que hay a un lado, en diagonal con el armario que guarda mi alijo.
—¿Quién le pasó esa pista a mamá?
—Espera un momento —me contesta tecleando algo. Mi padre está dominando sus sentimientos, está volviéndose de acero. A lo largo de los años le he visto hacer esto cuando trabaja. Puede explotar, pero de inmediato vuelve a concentrarse. Es una valiosa cualidad que he observado en él—. Mira esto —me dice.
En la pantalla hay un correo electrónico reenviado desde la cuenta personal, no la de trabajo, de mi madre. Me doy cuenta de que mi madre todavía no había cambiado su apellido de casada; el correo es de hace tres días:
Señora Yyland, ¿comprende ahora a qué me refiero con lo del juez Rasper? ¿Comprende ya por qué el Dentista le hizo lo que le hizo? Me sorprendió que el año pasado Rasper mencionase en su columna del Boston Globe el artículo que escribió hace varios años para la Essex Law Review. Metió la pata, esa es mi opinión. Y, como es natural, nadie vio la pista. Todos piensan que soy una analfabeta, una ilegal que no sirve para nada en el parque de atracciones de Velada. Puede que ese artículo del Globe la ayude a usted a atar cabos sin involucrarme a mí. Yo no tengo remedio. Pero mis chicas necesitan una oportunidad, yo ya no voy a poder seguir cuidando de ellas durante mucho tiempo. Es necesario pillar a esos hombres con las manos en la masa. Le ruego que divulgue esto.
VVVVIE
Doy un paso atrás. ¿El parque de atracciones de Velada? Esto podría encajar con lo que sé de ella. Pero también podría significar que aún sigue mintiendo. Además, este correo podría haberlo escrito cualquiera, hasta la propia Velada. O una inmigrante sin papeles de la mansión de piedra.
—¿Qué artículo escribió el juez Rasper para la Essex Law Review? —pregunto.
—Aguarda un momento, cielo. —Mi padre tiene la frente arrugada y respira con fuerza por la nariz. Se seca los ojos con la manga y dice—: Aquí está.
Vuelvo a acercarme a la pantalla.
—Ve directamente a la nota 39 del pie de página.
Voy a la nota 39 del pie de página.
39. Apuntes de entrevistas con reclusos traficantes, B. Rice (Indiana), T. Caldwell (Indiana), S. Renfeld (Tennessee) y C. Highsmith (Nuevo México), retenidos individualmente en archivo personal.
Brad Rice, el hombre que orquestó mi secuestro, y T. Caldwell, el médico capullo al que contrataron para que me asistiera en el parto de Vanty y me lo quitara. Esa minúscula nota a pie de página, tan solo unos renglones en letra más pequeña, sacada de un artículo que se escribió para una revista jurídica hace quince años, cuando el juez Rasper acababa de llegar a la judicatura tras haberse dedicado anteriormente a ejercer en bufete privado (eso es lo que dice el resumen biográfico que aparece en la nota 1), esa nota a pie de página lo dice todo.
—Cuando hace tres días, estando yo en Brasil, me llamó tu madre, me leyó esa nota. Su teoría es que Rasper no estaba haciendo ninguna entrevista; había ido a controlar a los reclusos para asegurarse de que mantendrían la boca cerrada acerca de un negocio de más envergadura. La tapadera perfecta: un juez que está investigando.
—La teoría de mamá era acertada. Por eso la han asesinado.
—Oh, Lisa… —De nuevo se le contorsiona el rostro en un montón de indicadores emocionales.
—Es necesario que vayamos ahora mismo a tu habitación del pánico. Para eso he venido hasta aquí. Iba a esconderme en la habitación del pánico hasta que ya no hubiera moros en la costa. Aún no podemos fiarnos de nadie. El juez tenía contactos.
Si yo hubiera sabido que mi padre había cambiado su vuelo de regreso, cosa que cuando lo consulté todavía no había hecho, a estas alturas ya se encontraría en un lugar seguro igual que Lenny, Vanty y Nana. Debería llamar a Liu para ponerlo al corriente. Debería recuperar mis discos. Debería estar volviendo ya a Viebury.
—Está a punto de venir la policía para hacerme preguntas —me dice.
—No vas a responder a ninguna pregunta. No sabemos de quién podemos fiarnos.
Además, como todavía me encontraba bajo los efectos de la bomba nuclear que había supuesto el asesinato de mi madre, le mencioné a Eva el laboratorio de mi madre. De modo que, aunque no estuviera a punto de venir la policía para interrogar a mi padre, y aun en el caso de que todos esos policías fuesen inocentes, seguro que hay varios «guardias» del Círculo Central por esta zona preparados para recuperarme, esperando a saltar sobre mí.
—Muévete, papá. Vamos a esa sala. Ya.
—Lisa, esto es una locura. Espera un momento. Espera.
—No. Vamos. ¿Quieres acabar igual que mamá?
—Dios mío, Lisa, ¿cómo puedes ser tan…?
Lo miro a los ojos esperando a oír qué adjetivo va a utilizar, qué adjetivo voy a tener que buscar entre los que me ha enseñado Nana.
—Da igual, cielo. Tienes razón. Perdona. Tienes razón. Allí dentro estaremos seguros, y llamaremos a un abogado que conozco. Es una persona en la que podemos confiar. Si con eso vas a sentirte segura, lo haremos.
—Sí —le miento.
Vamos a la sala de seguridad que le obligué a construir en el sótano. Entra él primero, enciende las luces y el aire acondicionado y fija la temperatura. Observo el inodoro de acero inoxidable que hay en un rincón y las baldas todavía abarrotadas de latas de comida y garrafas de agua. En el congelador hay dos cajas de cartón llenas de barritas de chocolate, que se pusieron por si alguna vez también tuviera que encerrarme yo.
Cierro la puerta dejando a mi padre dentro y tecleo el código secreto que programé, el que deja a la persona encerrada en el interior de la sala y anula el teléfono. Esta habitación es a la vez un lugar seguro y una jaula. También está pensada para retener prisioneros. Lo irónico es que mi intención era venir aquí esta noche a coger los discos con mi madre, tras haberla convencido de que necesitaba que me acompañara, y dejarla encerrada en esta habitación del pánico. He colocado un temporizador especial en la puerta para que se desbloquee dentro de tres días, por si me sucede algo.
No sé si mi padre estará aporreando la puerta para que le deje salir, porque la sala está insonorizada. Y no instalé un monitor por fuera porque, francamente, esto es principalmente una habitación del pánico propiamente dicha y tiene la apariencia de una pared normal.
Cruzo de nuevo el blanco y el acero del Laboratorio 3 e inserto la tarjeta de Geena Davis en la cerradura de la taquilla. Clic. Cojo los dos discos que hay, me los guardo en el bolsillo de mis vaqueros, bien adentro, y me cercioro de que la camiseta gris que llevo puesta disimule el bulto. No tengo tiempo de hacer una llamada a Liu, y tampoco quiero arriesgarme; tendré que llamarle desde el club que ha mencionado Josi.
Regreso rápidamente a la camioneta de Josi a fin de ocultarme a la vista de cualquier posible matón que pudiera estar acechando en las sombras. Me toco los dos discos, planos y redondos, que llevo en el bolsillo del vaquero; están al fondo, bien sujetos.
—Arranca —le digo a Josi—. Rápido. Venga. Vamos a tu club.
Me miro las zapatillas deportivas de color morado que llevo puestas, unas zapatillas que eran de Velada, y me viene a la mente que Josi no tiene ni idea del peligro que corre en mi compañía, que no tiene ni idea de quién es «Carla», su «fallecida» esposa.
Se me hace raro reconocer que no me gusta esta falta de conexión entre lo que sé yo y lo que sabe Josi, descubrir que no me gusta que Josi no esté al tanto.
El club está a unos tres minutos de aquí, afirma Josi. Junto al río, en uno de los edificios antiguos de ladrillo. Se llama Club Bub y es un lugar de ocio, pero hoy va a servir para que yo efectúe una llamada a Roger Liu para informarle, y también para escondernos y cerciorarnos de que no nos sigue nadie. Si bien a mí no me importaría que me secuestraran en este momento, necesito asegurarme de que Josi quede a salvo.
«Todo resulta mucho más fácil cuando solo tengo que salvar mi propio pellejo».
Mientras vamos en el coche no detecto a nadie que nos haya visto, pero Elm Street está repleta de vehículos, con lo cual no puedo tener una seguridad del cien por cien.
—Josi, conduce haciendo maniobras imprevistas. Ve deprisa y da muchas vueltas, ve hacia el club por el camino más largo. Métete por unas cuantas callejuelas. Por esta vez no pasa nada si vas con menos cuidado.
—Entendido —me responde Josi—. Abróchate el cinturón. Venga, Cassie, cuida de nosotros.
Observo cómo se flexionan los músculos de su brazo tatuado cada vez que tuerce el volante para doblar una esquina. Mira constantemente todos los espejos, y cuando vamos rectos a veces palmea el salpicadero y dice: «Buena chica, buena chica».